Después de Judas - Agustina Restucci - E-Book

Después de Judas E-Book

Agustina Restucci

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Beschreibung

Hace pocos meses que el calendario cristiano dejó de correr. Decidimos que lo mejor es empezar de cero. En el año 1 después de Judas no hay más comunicaciones, combustibles, electricidad, ni nada que nos recuerde al pasado. Si vamos a evolucionar lo haremos de manera sustentable, como lo decretó Judas. Nadie jamás dudó en ir contra su lema, por lo menos hasta ahora. Al principio intenté adaptarme con dignidad, como todos, fue después de un tiempo que surgieron mis dudas. ¿Quién era Judas? ¿Qué había detrás de sus palabras? ¿Por qué se escondía? ¿Por qué me estaba atreviendo a cuestionarlo? Encontrar a Judas y descifrar su mensaje se convirtió en mi misión. Cruzar de Atlántico en velero no fue lo más difícil, tampoco atravesar el Amazonas sin GPS, él parecía estar siempre un paso adelante. Pronto lo que empezó como un viaje épico se convirtió en una pesadilla. Nada me había preparado para descubrir lo que me gritaban mis entrañas. Año 1 después de Judas. Manuel decide embarcarse en un velero desde Tenerife hacia América, único medio de transporte posible de la nueva realidad mundial sin combustibles. Está buscando a Judas, o a alguien que lo haya conocido. Hace solo unos meses el calendario cristiano dejó de avanzar, en diciembre de 2019. Las torturas de cinco personas transmitidas en tiempo real a través del Blog más visitado de la historia causaron la transición. La humanidad se está adaptando a la falta de energía y de comunicaciones, pero con esperanza, hasta que las nuevas tecnologías afloren. Lo que no sabe es que está mucho mas cerca de lo que cree.

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agustina restucci

Después de Judas

Editorial Autores de Argentina

Restucci, Agustina 

   Después de Judas / Agustina  Restucci. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.

   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga y online

   ISBN 978-987-711-738-7

   1. Novelas Fantásticas. 2. Narrativa. 3. Literatura. I. Título.

   CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Inés Rossano

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Lo que niegas te somete,

Lo que aceptas te transforma

C.G. Jung

Primera Parte

1 Año 1 después de Judas

El mundo entero estaba conmocionado. Era la primera vez en la que convivían de manera consciente y explícita la cotidianeidad con las atrocidades sin que nadie pudiera hacer nada al respecto. Darse un baño, comer, dormir, eran acciones inevitables en la rutina de las personas del otro lado de la pantalla. Por más que deseáramos con fuerza detener nuestras vidas hasta que cesaran las torturas, la inercia del tiempo lo impedía. Todos sin excepción buscábamos lavarnos de culpas. Hacía más de 17 horas que prendidos a los dispositivos electrónicos nuestras esperanzas eran arrancadas de raíz. Los noticieros mundiales parecían alineados. Sin importar el idioma en el que se hablara las expresiones de los periodistas de turno coincidían en el desconcierto. Cinco personas estaban siendo torturadas en vivo y en directo. El autor había sido claro. El motivo no era religioso, económico ni político.

Después de todo no era más que otro idealista. Aunque le hablaba al mundo a través del teclado de una computadora, sus palabras escritas habían conseguido mucho más que cualquier texto religioso, Constitución o consejo de yogui. El efecto de su mensaje residía en la verdad. La crudeza de ésta golpeaba como el más cruel de los cachetazos a cada una de las personas sobre la faz de la tierra. Todos éramos culpables en mayor o menor medida. El mundo debía cambiar.

Lo que nadie vio venir fue lo que ocurriría después, una vez que todo acabara. El sentido común nos decía que tarde o temprano el show del horror terminaría. Y de hecho así fue. Una vez liberados los prisioneros, o lo que quedaba de ellos, creímos que iba a ser posible retomar nuestras vidas sacudiendo de a poco la perplejidad. Pero fue justo ahí que nos equivocamos, o por lo menos yo lo hice. Nada nunca volvió a ser lo mismo. Podría hablar de manera global de cómo empezaron a cambiar las cosas, pero la verdad es que no lo sé. Lo único que puedo compartir es cómo mi vida dio un giro sin retorno.

Fue en diciembre de 2019, tres días después del fin del atentado. Los análisis de los especialistas, las excusas de las multinacionales, las conversaciones mundiales de pronto cesaron. Ocupados en desglosar lo ocurrido nadie se percató del éxito del objetivo del acto. Estábamos evolucionando. El ejército de Judas trabajó rápido. En menos de una semana ya no había más nada. Como la lava de un volcán que se come todo, los judistas habían o habíamos arrasado. Es que todos éramos judistas, claro, algunos más activos que otros, pero en el fondo todos lo éramos. Centrales eléctricas destruidas, fábricas paradas, petroleras, carboneras, madereras, todos habían finalizado sus actividades, y nunca las volverían a retomar. No había forma de que este nuevo mundo se los permitiera.

Lo primero que llamó mi atención fueron las pequeñas cosas. Salí de mi casa y fui hasta al auto. Tenía que apurarme porque estaba llegando tarde a la primera clase de un curso particular de fotografía que me habían recomendado. Me subí y me di cuenta de que tenía poca nafta. La primera estación de servicio estaba desabastecida, también la segunda y la tercera. No había nafta en la ciudad. Llamé al profesor. No estábamos tan lejos. Caminamos unas veinte cuadras cada uno y nos reunimos en un café. Sentados frente a su computadora portátil, buscando entender el mundo del photoshop me di cuenta del segundo factor. La tecla con la letra E no funcionaba. Mi profesor había intentado comprar una nueva pero no se estaban fabricando. Tampoco se estaban produciendo teléfonos celulares. Y esto era sólo el comienzo. Judas lo había logrado. Su ejército se reproducía de manera exponencial y con el estandarte de su mensaje habían logrado controlar lo incontrolable. Todo estaba detenido hasta que se formaran y oficializaran las nuevas reglas. El compromiso era mundial. Nadie explotaría una mina, nadie talaría ni un solo árbol, nadie utilizaría a otro ser humano nunca más, por lo menos no a la vista cómplice del mundo entero. Los seguidores de Judas estábamos dispuestos a dar nuestras vidas por la causa.

A medida que pasaban los días el cambio se hizo más notorio. De a poco empezamos a prescindir de la tecnología. El cese del uso de restos fósiles hacia la implementación sin excepción del uso exclusivo de otros tipos de energía sana llevó un tiempo. Por eso mientras se realizaban los cambios regulados por los Judistas y aceptados por la agazapada humanidad la energía escaseaba. La poca que había se priorizaba hacia los hospitales, escuelas y asilos. En las casas particulares alcanzaba para la refrigeración de los alimentos y luz con baja tensión. Nadie podía cargar sus celulares. De a poco los fuimos abandonando. Claro que existió histeria al principio, pero al poco tiempo nos rendimos aliviados. Desconectados nos estábamos reconectando.

Los opositores no tardaron en manifestarse, sobre todo aquellos que estaban perdiendo dinero, si es que se puede hablar en esos términos. Pero el cambio estaba hecho. La gente estaba de acuerdo. Judas nos había abierto los ojos. No queríamos vivir más así. El mundo estaba demasiado violento y hostil. Nos estábamos matando unos a otros. Y fue un click. Sólo un click en los cerebros de las personas. Estábamos dispuestos a sacrificar lo que fuera con tal de conseguir lo que Judas nos había prometido.

Pasaron varios meses hasta que nos acomodamos. Si hay algo de lo que nos dimos cuenta fue de la capacidad darwiniana de adaptación del hombre. Aunque debo admitir que no fue fácil, sobre todo el asunto de la desinformación, en todos los sentidos. Nadie sabía lo que pasaba al otro lado del mundo, o en la ciudad vecina con la rapidez a la que estábamos acostumbrados. La vida entera cambió. Cada uno de nosotros se esforzó por adaptarse con dignidad, teníamos que hacerlo. No tardé en entender que usando mi facilidad para las letras podía contribuir a la causa. Judas nos lo había exigido. Teníamos que explotar nuestros dones para el bien común. Nadie debía quedarse sin aportar, el éxito del cambio dependía de ello. Por eso decidí que recorrería distancias para llevar y traer información. Mis sueños de ser el hombre más joven en ganar un Pulitzer de a poco desaparecieron. Pero me sentía bien con eso. Todos tuvimos que reacomodarnos. Reconozco que hubo gente a la que le costó mucho más que a mí, sobre todo a las generaciones más jóvenes. No sé si me explico, pero en el Año 1 después de Judas, Facebook, Twitter, Whasapp, y cualquier otra aplicación pasaron a ser un recuerdo. Ahora las interacciones eran cara a cara y no había nada que hacer al respecto.

El desafío mayor en un sentido macro fue el reacomodamiento de la economía. Pero en contra de las predicciones catastróficas y apocalípticas el mundo no colapsó. En cambio eligió adaptarse. Pero déjenme explicarles cómo llegamos a este mundo post 2019, les aseguro que no fue nada agradable.

2 Diciembre de 2019 d.C. (después de Cristo)

Ana apoyó el libro sobre su mesa de luz. A pesar de los reiterados intentos, no conseguía concentrarse. Caminó sobre la alfombra persa que rodeaba su cama hasta llegar al baño. Se sentía distinta. El espejo le devolvía una imagen familiar, pero sus ojos no podían ocultar el cambio. El brillo abarcaba todas sus facciones. Sonrió con timidez. Las Veinte mil leguas de viaje submarino no habían podido distraerla. Pero no era la culpa de Julio Verne, ni del Capitán Nemo, ni de los narvales o cetáceos. El problema radicaba en el encuentro que había tenido esa mañana en el Museo de Historia Natural de Manhattan.

—Señorita, ¿está usted bien?—le había preguntado uno de los guardias del lugar, un hombre alto y corpulento, preocupado por el color pálido de los labios gruesos de Ana. Tardó unos segundos en contestar, manifestando una de sus tantas peculiaridades.

—Si…si, estoy bien—contestó titubeante, mientras se levantaba del banco de piedra caliza sobre el cual había estado sentada minutos atrás.

El museo estaba operando a su máxima capacidad. Había mucha gente. Turistas, grupos siguiendo las visitas guiadas, y algunas excursiones de escuela.

—Disculpe—dijo justo antes de tocar el hombro del guardia que caminaba de vuelta a su puesto de vigilancia unos metros más adelante.

El hombre se detuvo. Quería volver a verla. Acostumbrado a trabajar rodeado de obras de arte lo supo enseguida. El rostro de Ana no era algo común. Sus facciones parecían haber sido esculpidas por Da Vinci. Si 3,14 era el número de las proporciones perfectas, Ana era un Pi de pies a cabeza. Giró incomodado por el contacto físico de la mano de la muchacha sobre su hombro izquierdo. Las botas de goma rechinaron contra el suelo marmolado. La radio que llevaba abrochada sobre uno de sus hombros comenzó a hacer interferencia.

—¿Qué necesita?—preguntó mientras disimulaba su nerviosismo tomando el manojo de llaves unido a su cinturón negro.

—Lo que le voy a preguntar le va a sonar raro señor…—Ana hizo una pausa, leyó el cartel que posaba sobre la camisa blanca del guardia—García, señor García, necesito que me diga qué es lo que vio, necesito que me diga cómo era la persona que se sentó al lado mío hace unos minutos. No tengo tiempo para explicárselo pero le aseguro que es una cuestión de vida o muerte—imploró.

El guardia la miró extrañado. Ana le daba escalofríos. La interferencia de su radio cesó. Por unos segundos el silencio se apoderó del pasillo. Casi sin notarlo se habían quedado solos.

—Señorita no sé de qué me está hablando, pero si hay algún tipo de peligro en el museo debo alertar a mi superior—dijo denotando su autoridad.

—No, no…no es nada de eso…por favor—pidió Ana con nerviosismo.

El guardia la miró con el seño fruncido, no quería admitir que no tenía idea de quién se había sentado a su lado, sólo se había limitado a admirar la perfección de ese rostro. Por eso había podido percibir el cambio en el color de sus labios antes de acercarse a preguntarle si estaba bien. Pero como era de esperarse en un hombre que busca imponer una cierta dominación, prefirió la indiferencia antes de reconocer su vulnerabilidad.

—No—dijo con voz firme y grave, intentando evitar el contacto visual. Respiró hondo como señal de su impaciencia, no quería continuar el diálogo. Fue en ese momento que con un gesto lo dijo todo. Agitó su mano de un lado a otro cerca de su nariz, como quien intenta mover el aire frente a su rostro cuando percibe un olor fuerte, su expresión facial acompañó el malestar. Ana abrió sus ojos como un búho.

—Solo dígame a qué huele, solo eso—pidió Ana leyendo la situación. Con esa ratificación le sería suficiente. Si otra persona también lo percibía, ya sería un hecho.

El guardia la miró de reojo, pensó en lo acertada de la pregunta de la muchacha, había un olor extraño en el lugar. Pero él bien sabía de qué se trataba. En sus horas fuera del trabajo en el museo era un amante de las flores, su jardín de Brooklyn estaba repleto de ellas. El olor era a caléndula, mezclada con aloe vera y algo más, algo fuerte. Respiró hondo otra vez, ahora cerrando sus ojos y con las manos apoyadas sobre su panza prominente.

—Caléndula, aloe y algo más—dijo García mientras abría sus ojos. De su radio una voz masculina solicitaba su presencia en la entrada principal. Había alguien haciendo disturbios. Sin mediar ni una palabra más se fue caminando por el pasillo. No estaba feliz de haber expuesto su sensibilidad.

Ana sonrió con culpa, era un hecho, era él. Era la mezcla que usaba para su condición de la piel, ese algo más que el guardia no había podido identificar era leche de camella, la que daba untuosidad al producto final. Era el único preparado que calmaba sus eczemas. Ana estaba petrificada. Había vuelto. Se había expuesto. Durante todos esos años en los que vivió en la Gran Manzana, Ana siempre tuvo la sensación de que él estaba cerca, ahora lo había confirmado.

Lo que le faltaba de sociable le sobraba de intuitiva. Hacía un tiempo cada vez que emprendía su caminata hacia el subte para llegar a la Universidad de Columbia, Ana sabía que él estaba allí. Salía de su edificio, caminaba dos cuadras hasta llegar a su tienda de café favorita, compraba su clásico Alto Latte descremado para llevar, y continuaba su marcha hasta la boca de subte. Era justo ahí donde Ana se detenía. Todos los días hacia lo mismo. Respiraba hondo, giraba su cabeza de un lado a otro, cerraba sus ojos por unos segundos, y bajaba por las escaleras rumbo a su destino. Era su manera de cerciorarse. No tenía dudas de que él acababa de pasar por allí, el olor era inconfundible. De todos modos no esperaba verlo, o por lo menos eso habían acordado hacía mucho tiempo. Él no volvería hasta que no estuviera todo listo. Dispuesta a hacer su espera productiva se había volcado de lleno al estudio académico.

Luego de terminar el secundario en el Institut Le Rosey en Suiza, y decidida a alejarse de todo y comenzar en un lugar de cero, Ana había entrado a la Universidad de Columbia para estudiar Historia. Todos los días pasaba por esas columnas sabiendo que aquella institución era la que había generado más premios nobeles que cualquier otra, había formado a tres presidentes de los Estados Unidos entre ellos al mismísimo Obama, y ahora estaba educándola a ella. La excelencia académica era un objetivo preciado dentro de su familia. Desde que tuvo uso de razón su interés siempre había estado en la historia de la humanidad. Ahora en la adultez estaba trabajando en una hipótesis que podría cambiar la visión del mundo, o eso creía ella. Su compromiso era tal, que hacía semanas que no salía de su departamento del barrio de Tribeca. Vivía en el último piso de un edificio reciclado de cuatro plantas, ubicado justo en frente al río Hudson. Sobre su terraza de West Street Ana tenía vista panorámica al río. Desde allí podía ver la Isla Libertad, con su estatua orgullosa sosteniendo la antorcha en una de sus manos y la tablilla con la declaración de la independencia de los Estados Unidos en la otra. Ana pasaba horas en esa terraza. La realidad es que era una solitaria. Trabajaba como profesora adjunta de la Cátedra de Documentos Antiguos. Estaba terminando su tesis para obtener su doctorado. Inspirada en la tablilla sostenida por aquel monumento colosal, Ana estaba investigando nada menos que el origen de la escritura.

Como broche de oro para su soberbio trabajo, había decidido aquella mañana ir hasta el museo frente al Central Park para sacarle algunas fotos a los objetos de su estudio.

El sol de la tarde fue lo primero que la impactó después de tres semanas sin salir. Ana no usaba anteojos negros, le molestaba el apoyo de los lentes sobre su nariz, además le parecían un tanto snob. No era que renegara de su condición de millonaria, pero un padre europeo y una madre bonaerense habían combinado en una educación que premiaba la austeridad. Se dirigió directo al museo, caminando. Necesitaba estirar las piernas. Su foco y eje de investigación estaba puesto en las primeras civilizaciones que habían utilizado la escritura, dejando atrás el período conocido como prehistoria para volcarse a una nueva era de cultura material registrada. Su soberbia para algunos, tenacidad para ella, la había alejado de sus pares, y mientras estudiaba sus diálogos estaban circunscriptos a quienes ella consideraba dignos, eminencias, algunos profesores de renombre, como el Dr. Decret.

—Empieza por identificar el primer documento escrito Ana, luego podrás continuar con tu trabajo. Recuerda que la ansiedad es el peor enemigo de la investigación—le había aconsejado Decret una tarde sentado detrás de su escritorio de madera repleto de papeles en la oficina de la Universidad.

—No creo que la ansiedad sea un defecto, sino un impulso para la indagación—había contestado Ana, desafiando incluso a su propio tutor. Decret no se sintió ofendido, todo lo contario. Conocía bien a Ana, hacía unos años había cursado una de las materias que él dictaba y en cuanto la vio supo que esa muchacha era diferente. Solitaria, concentrada, separada por años luz de los universitarios de su edad. Poco le importaban las fiestas, las fraternidades, los alfa, betas, gammas u omegas, para Ana no eran más que letras griegas. Decret no tardó en tomarla como adjunta.

Mientras caminaba hacia el museo pasó al lado de uno de los tantos homeless residentes de Manhattan. Estaba en una silla de ruedas. Se podía ver que le faltaban las dos piernas. Ana se sintió mal por el pobre hombre y se acercó a dejarle unas monedas. El olor a alcohol se podía sentir a metros de distancia. En su pedazo de cartón devenido en cartel había intentado escribir algo, ilegible para el resto de las personas. En cuanto terminó de poner el dinero en la bolsa, el hombre sin previo aviso la tomó de la muñeca con una fuerza impensada. La miró a los ojos y sonrió.

—Son 30 monedas de plata muchacha, solo 30, Judas ya está aquí, solo mis ojos lo pueden ver—el hombre soltó una carcajada escalofriante.

El aliento casi la tumba. Asustada sacudió su brazo para librarse. Se alejó a paso acelerado girando su cabeza de vez en cuando para ver al hombre en la silla, que tenía la vista clavada en ella. Desde la distancia el cartel se hizo más claro. Decía amputado por polio, una moneda a cambio de una visión. Ana se quedó pensando, no tanto en la demencia de aquel hombre sino en la saña de algunas enfermedades. Casi como un control poblacional, de vez en cuando algunas pestes venían para sacudir al mundo. La poliomielitis era una de ellas y la tocaba de cerca. Su tutor y mentor Louis Decret, era un hombre mayor, que se movía también en silla de ruedas como consecuencia del padecimiento de la nefasta dolencia. Oriundo de la ciudad de New York, la epidemia de los años 30 lo había infectado. Varias veces Ana lo había escuchado relatar cómo a sus 13 años, sus padres desesperados le habían puesto tablillas en las piernas y armaduras en el torso por varios meses para inmovilizarlo, siguiendo las recomendaciones de los médicos. También contaba angustiado cómo se había salvado gracias al revolucionario pulmón de acero, que en ese entonces escaseaba, y su doctor se había visto obligado a elegir entre él y otro muchacho, al que Decret recordaba bien. Curado y en deuda con el mundo, se dedicó a la medicina. Cirujano de renombre, reconocido a nivel mundial por sus trabajos ad honorem en países del Tercer Mundo, Decret solía relatarle a su alumna todo lo que había visto en esos lugares, y cómo lo que lo impulsaba era la deuda que sentía con aquel pequeño, que había salvado su vida a costa de la propia. Pero cuarenta años más tarde, Decret había desarrollado el síndrome post polio, en primer lugar manifestado como debilidad muscular, hasta culminar con la atrofia de sus extremidades. Fue en ese momento que se vio obligado a dejar su actividad como cirujano, y tomar un puesto académico. Soltero y sin hijos vivía con el menor de sus sobrinos sobre la Quinta Avenida. Ahora buscaba inspirar a sus alumnos, y con Ana lo había logrado. Lo que más disfrutaba eran sus charlas, y la pasión que corría por las venas de su alumna. Era con ella con quien tenía las mejores conversaciones.

—Ana creo que debes socializar con gente de tu edad, no es natural que tu único amigo en la universidad sea yo—le manifestó Decret una tarde luego de una reunión de cátedra. Sabía que lo que acababa de decir la iba a irritar, de hecho era lo que buscaba. Decret disfrutaba verla enojada, era en esos momentos en los que Ana tenía las mejores ideas.

—La palabra “natural” está sobrevaluada—contestó Ana con fuego en sus ojos. Si había algo que la sulfuraba era que le exigieran cumplir con alguna norma social y sobre todo cultural impuesta por la mayoría. Y odiaba cuando Decret decía ese tipo de cosas.

—¿Cómo es eso?—preguntó el profesor, disfrutando ver el enojo en la cara de su alumna predilecta—Argumenta esa hipótesis—exigió.

—No es una hipótesis, es un hecho—dijo Ana—Si vamos a caer en el simplismo binario de tomar todo lo que se considera “natural” como bueno, y todo lo “anti-natural” como malo—hizo una pausa y miró a su mentor, quien se acababa de reclinar en su silla a disfrutar el momento— ¿no es así lo que me acaba de plantear, que lo bueno o “natural” para mi seria juntarme con gente de mi edad?—preguntó.

Decret respondió con un gesto afirmativo de su cabeza.

—Si definimos lo natural como lo que viene de la naturaleza, es decir de los animales, de las plantas, no podemos entonces tener una visión sesgada, no podemos tomar solo lo que nos conviene—argumentó Ana, quien acalorada con la discusión se había arremangado el suéter verde de cachemir hasta los codos.

—¿Y dónde está el sesgo? ¿Qué es lo que dejamos de lado que no nos conviene?—preguntó Decret mientras encendía su pipa.

Ana se rió. Lo hacía pocas veces, pero cuando sucedía el aire se perfumaba.

—Todo—respondió—entonces también sería natural matarse entre hermanos, ¿o acaso no abundan los casos de canibalismo entre los tiburones toro por ejemplo?, donde las crías todavía en el vientre materno se comen entre ellos. Siguiendo el razonamiento comerse entre familiares sería “natural”, ¿o no? O tomemos el caso de las arañas viudas negras, que matan a sus compañeros luego del acto sexual. Más de uno podría argumentar que es un comportamiento “natural”. Incluso para alborotar a más de un religioso, la especie bonobo, un tipo de chimpancé que comparte más del 98 por ciento de su ADN con los humanos, posee la mayor tasa de comportamiento homosexual entre los animales. Lo siguen los leones, patos, perros. ¿Qué hacemos entonces? ¿En qué sustentamos el argumento de que los homosexuales son “anti naturales”? ¿Para quién? También podría sumar el caso de las hienas manchadas, cuyas hembras desarrollan una especie de pene como símbolo de su poder. ¿Qué hacemos? ¿Agregamos un género más porque está en la naturaleza? ¿O tomamos solo lo que nos conviene? Podría seguir hasta el infinito. Si tomamos a la naturaleza como referencia, hagámoslo en todos sus aspectos, no sólo en los que consideramos apropiados—dijo Ana satisfecha con su discurso.

Decret sonrió. Ana tenía razón, y él había logrado su cometido. La había presionado hasta sacar lo mejor de ella.

Franqueó Manhattan con rapidez y llegó al museo en menos de una hora. Sus piernas largas eran una ventaja a la hora de recorrer grandes extensiones.

—¿Por dónde empiezo?— había dicho en voz baja luego de dejar la contribución voluntaria para entrar. Ana tenía la costumbre de hablarse a sí misma en voz alta. Dentro del museo se desabrochó los cinco botones del tapado verde inglés que llegaba hasta sus rodillas. La cantidad de información en su cabeza la estaba mareando. Era algo que le ocurría a menudo. Sacó su anotador y decidió escribir lo que debía buscar. Era de suma importancia que encontrara la tableta de arcilla con escritura cuneiforme que daba inicio a la llamada Historia Antigua. Esta tableta en particular, llamada Tablilla de Kish, era la primera de muchas otras, y era considerada por el mundo académico como el primer registro de escritura hasta ahora encontrado y databa del año 3300 antes de Cristo. El asunto era encontrarla. En un primer momento había sido destinada al Museo Nacional de Bagdad, ya que provenía de la zona del yacimiento mesopotámico Tell al-Uhaymir, ubicado al sur de lo que hoy es la capital iraquí. Pero cerca de los años 30, un excavador británico la había llevado a los museos de Oxford y Chicago con propósitos investigativos. El asunto era que Irak la reclamaba desde entonces. La disputa era tal, que este conflicto se sumó a tantos otros de rivalidad entre las dos naciones, y setenta años más tarde la tablilla fue restituida. Envuelta en algodón y almacenada en depósitos especiales para evitar bombardeos reposaba al fin en el museo de Bagdad, reacia a ser mostrada a extranjeros. Pero un equipo de arqueólogos americanos usando la última tecnología había podido reproducirla en forma exacta y estaba exhibida en el museo de Manhattan.

No pasó mucho tiempo de su llegada hasta que su conversación con el guardia la obligó a salir a tomar un poco de aire. Estaba alborotada. Bajó las escaleras con rapidez. Era otoño. Las hojas de los arboles cubrían los escalones. Justo después de atravesar las columnas para salir del museo, una ráfaga de viento le arranco la bufanda azul marino que llevaba puesta. Ana no se preocupó, si había algo que le sobraba era ropa. Tenía un estilo muy elegante y serio. Solía vestirse con pantalones ajustados, en la gama de los azules, en general en la parte de arriba alguna camisa de seda o sweater de cachemir. En los pies botas y en la cabeza casi siempre llevaba un gorro de lana al estilo francés. En su mochila de cuero marrón, había cargado su cámara de fotos, billetera, teléfono y llaves de su casa. También un anotador con los elementos que debía fotografiar para su tesis. Atravesó el Central Park sin darse cuenta. Su cabeza estaba en otro lado. Se detuvo en uno de los puentes del parque. Apoyó sus manos sobre la baranda verde. Recordaba haber fotografiado la tablilla antes de sentarse en el banco piedra a descansar. Quería esperar a que pasara la gente. Debía haber sido en ese momento que él se había acercado. Era posible que hubiera usado la muchedumbre para camuflarse. Ana cerró los ojos para repasar todos sus movimientos dentro del museo, debía haber más indicios. Una pareja de carboneros cresta negra que picoteaba los restos de lo que había sido una galleta la sacó del trance. Ana sabía de pájaros. Ana sabía de casi todo. En el colegio pupilo al que asistió en Suiza el avisaje de aves era una actividad cotidiana. Miró a su alrededor. Este parque que la rodeaba era inmenso. Siempre se había sentido cómoda en lugares como éste. El Central Park tenía el tamaño de casi dos veces Mónaco, y estaba justo en el medio del caos. Era un oasis moderno. El sol comenzaba a bajar mientras Ana se perdía entre millones de pensamientos. Su teléfono sonó. Era su hermano. Dudó en contestar, estaba aturdida. Deslizó su mano sobre la pantalla y atendió.

—Hola Hans, ¿Qué haces?—dijo

—Anita ¿Cómo esta mi hermana preferida? ¿Estás ocupada? Escucha, te llamo para avisarte que ya están tus pasajes sacados, solo acercarte a la ventanilla a pedirlos. Volás mañana viernes a última hora, creo que tipo 11.30. Fíjate bien, recién te los mandé en un mail. Te dejo porque estoy entrando a un lugar, te veo en unos días. Te mando un beso—y colgó.

Ana se quedó pensando. Estaba tan confundida que no sabía bien qué día era. El viernes a la mañana era la entrega de su tesis, y hasta ese momento era lo único que le importaba. Sin embargo todo había cambiado ahora, él había vuelto y su plan estaba listo. Debía alertar a las autoridades, aunque necesitaba más pruebas. Nadie le creería sin evidencias. Pero él era demasiado inteligente, la mantendría dudando hasta la revelación.

3 Año 1 d. J.

A los pocos días del inicio del Año 1 casi todas las casas y edificios del mundo estaban siendo modificados para funcionar a partir de las tejas solares. O eso era lo que se comentaba. Por lo menos en mi ciudad así estaba siendo. Las fábricas que producían estas tejas eran unas de las pocas funcionando hasta ahora. Por supuesto que su entrega y distribución era gratis. Ya no nos manejábamos con dinero sino con sentido común. Hasta que nos organizáramos al 100 % teníamos trabajar como si fuéramos uno. Eso nos había dicho Judas, y lo estábamos haciendo. Cada uno aportaba desde su lugar, sin esperar retribución. El beneficio era puramente emocional. Las nuevas tecnologías afloraban sin descanso. Después de todo era sólo cuestión de trabajo y buena voluntad.

Con el paso de los meses, el mercado financiero se fue adaptando al cambio como una ameba multiforme. Sin Wall Street ni bonos, los empresarios redefinidos pudieron controlar la situación. El trueque no tardó en aparecer. Después de todo lo que le da valor a una cosa es la demanda de la misma. Y créanme, nadie demandaba videojuegos, ni Xbox en tiempos de crisis. El patrón de intercambio se comenzó a regir por la necesidad de cada uno. Pero antes de hablarles de la globalidad, déjenme contarles mi experiencia personal.

Previo al 2019 yo era una persona considerada rica, mi familia era de dinero, tenían tierras productivas en distintos países del mundo e inversiones en compañías exitosas. Yo quise dedicarme a la escritura periodística. Estaba a punto de dar el salto para la publicación de mi primer ensayo como escritor independiente cuando las primeras imágenes del atentado de Judas aparecieron. Fue todo muy rápido. En menos de una semana todo había cambiado. No sé si decir que el ejército de seguidores de Judas tomó el mundo o que el mundo se convirtió en Judas, tal vez sea muy pronto para un análisis, pero me atrevo a decir que el 90 por ciento de la población mundial adhirió a su lema, Evolucionar. Y todos estábamos dispuestos a hacer los sacrificios que fueran necesarios, ya nadie quería seguir viviendo en un mundo como el que habíamos creado hasta entonces. No más guerras, ni hambre, ni desigualdad, ni explotación, ni contaminación, ni armas. Todos hicimos un juramento para luchar por el mundo que soñábamos. Sabíamos que no sería de un día para el otro, y de hecho no lo fue.

Volviendo a mi vida cotidiana, lo primero fue dejar de usar el auto. Lo siguieron el teléfono móvil, la televisión y la computadora. A falta de electricidad no nos quedó otra que salir a la calle a interactuar. Fue a las pocas semanas del cambio que me di cuenta que tenía mis manos, papel y lápiz. No todo estaba acabado, podía seguir escribiendo, y reciclando el papel para continuar con la escritura. El mismo mundo te daba todo. Nadie entendía cómo habíamos tardado tanto en reaccionar. Pero por lo menos lo habíamos hecho, gracias a Judas, claro. Mi vocación podía continuar. Ya no sería leído por millones de personas, pero podía empezar por mi vecino, y de a poco ir extendiendo mis redes. Me senté en la plaza de frente a mi edificio de la ciudad catalana de Barcelona. Allí vivía hacía poco tiempo. Anotador en mano comencé a escribir lo que veía.

Salgo de mi departamento temprano por la mañana. La gente camina por las calles de Barcelona con cierta preocupación, pero sin miedo. Todos sabemos que vamos rumbo a un mundo mejor, solo tenemos que adaptarnos de a poco. Veo niños yendo a las escuelas, veo madres con verduras en sus manos. Veo también el hospital funcionando, médicos y enfermeras con actitud altiva, también veo gente deprimida, perdida. Todos intentamos seguir las reglas sociales del sentido común y del respeto. Nuestro gobierno sigue siendo el mismo, solo que no podemos verlo. A falta de cadena nacional, personas vestidas de oficiales de policía caminan con megáfonos pidiendo calma. Se han establecido puntos de información en distintos lugares de la ciudad. Allí uno puede ir a preguntar lo que quiera, como también llevar la información que necesita comunicar. Por ejemplo, me he acercado a uno de ellos. El hombre allí parado tiene una lista con las noticias.

Ana Martinez de la calle Providencia al 300 se ofrece como lavandera a cambio de dos kilos de papas.

Susana de Campos al 1500 intercambia tapado de piel por alguien que le traiga pescado fresco dos veces a la semana.

También podemos encontrar anuncios del gobierno que dicen así:

Vecinos de Barcelona, de a poco van a ir llegando a los hogares los paneles solares junto con los transformadores para tener energía en los tanques de agua, heladeras, e iluminación. El gas ya no es un recurso utilizable. Pedimos paciencia. También estamos tramitando la instalación de transporte público adecuado para nuestra nueva realidad. En respuesta a algunas preguntas a nuestros oficiales les aseguramos que no va a existir el desabastecimiento ni el hambre. La canasta básica de alimentos no va a faltar en ningún hogar. Estamos evolucionando, no olviden eso. Que viva Judas.

Entendí que mi rol era el informar. Tomé mi bicicleta y fui recolectando datos acerca de la realidad que estaba viviendo la gente a mi alrededor. En dos semanas ya había recorrido más de 100 kilómetros y tenía planeado llegar hasta Francia para ver cómo estaban las cosas allí. Por suerte en mi departamento tenía una reliquia de decoración que pasó a ser mi fuente de trabajo. Una vieja imprenta Gutemberg. Nunca había pensado en usarla hasta ese momento. Pertenecía a la familia hacía muchos años. Cubrí la placa de cobre con un barniz protector que conseguí en una ferretería a cambio de un sweater azul, y con la punta de un punzón escribí lo que quería informar, entinté la placa y comencé a transferir las palabras por presión a las hojas de papel. Sin saberlo estaba haciendo la primera gacetilla del mundo post 2019.

Lo que a la gente más le preocupaba era el tema de los alimentos. Pero paradójicamente eso fue lo único que nunca faltó. Claro que los productos envasados, las gaseosas, galletitas y demás efectos del estilo ya no se engendraron. Pero comenzaron a predominar las huertas, frutas, verduras, cereales, huevos, lácteos caseros, pescado, pollo, carne. Los campos y las granjas seguían produciendo. El asunto de la refrigeración fue mejorando a medida que avanzaban las instalaciones de energía renovable. El transporte también se reinventó. Los camiones eran los únicos autorizados para utilizar combustible bio disel extraído de la soja, el resto esperábamos a los autos eléctricos y solares o quién sabe qué. La abundancia de agua fue otra de las cosas que nos dejó boquiabiertos. La potabilización de todos los ríos e incluso de los mares mediante un nuevo proceso de desalinización hizo que el mundo entero tuviera acceso al agua potable. Todo esto lo sabíamos porque lo informaba el Gobierno de Barcelona a través de los oficiales, y no necesitábamos dudar, las pruebas estaban a la vista. Todos teníamos agua limpia saliendo de nuestras canillas. Y esto era solo el comienzo.

El segundo asunto en quitarle el sueño a más de uno era el dinero. Los bancos, los billetes, las monedas, las acciones, los bonos, las propiedades. Todo el mercado monetario se reacomodo. Pero lo que sobra en el mundo es gente para los negocios. Los banqueros desaparecieron, para resurgir como distribuidores. El secreto estaba en la abundancia. No necesitábamos pagar por las cosas porque había tantas que no tenían precio. Los alimentos abundaban, también el agua, y lo estaba empezando a hacer la energía. La economía se comenzó a basar en los recursos y no en el sistema monetario. En este nuevo mundo el que más daba era el que más recibía, y viceversa. Los distribuidores llevaban un registro de los movimientos ya no más financieros sino “generosos” de cada uno. El dueño de la empresa de tejas solares de Barcelona por ejemplo, estaba almacenando una gran cantidad de retribuciones generosas. Al regalar las tejas, sumaba retribuciones futuras. Éstas se podían cobrar en hombres para el trabajo, materiales, o lo que necesitara. Los médicos también eran grandes poseedores de retribuciones generosas futuras. Si un doctor necesitaba que repararan su casa, que llevaran a su hijo al colegio, que cocinaran, sólo tenía que pedirlo. Lo mismo con los granjeros, que eran los proveedores de alimentos. Los distribuidores a su vez, eran remunerados con retribuciones por dedicarse a registrar las transacciones. Usaban de oficina los antiguos bancos, y muchas veces salían a las calles a registrar. Al principio se anotaba todo en papel, después de un tiempo pudieron modificar un software del mundo pre Judas para esta nueva realidad. Las computadoras de los bancos cargadas con baterías solares eran una prueba de que en algún momento no muy lejano, volveríamos a tener algunas de las tecnologías que escaseaban. A menor escala este sistema también funcionaba, pero ya no controlado por los distribuidores, sino que los contratos eran de palabra, regidos por el antiguo dicho hoy por ti, mañana por mí. Nadie se atrevería a violar este principio.

La realidad era que hacía ya mucho tiempo que habíamos llegado al punto tecnológico de poder prescindir de medios de energía contaminante, sólo necesitábamos el empujón que Judas nos acababa de dar para decirle no a las compañías de petróleo y gas en manos de unos pocos que controlaban el mercado financiero. Después de Judas nos dimos cuenta que podíamos usar el sol, el viento y el agua, y que además de ser gratis, alcanzaba para todos. Teníamos la tecnología para aprovecharla, nos faltaba entender que nadie tenía que enriquecerse, nadie más que la humanidad en su conjunto. Ya no habría más ricos y pobres en el sentido antiguo, eso era parte del manifiesto de Judas. Y créanme que su ejército ya lo estaba consiguiendo.