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Él quería enseñarle lo abrasadora que podía llegar a ser una noche en el desierto… El futuro de la mina de diamantes de Skavanga estaba en peligro. Britt Skavanga necesitaba una inyección de capital cuanto antes, y un misterioso inversor árabe conocido como Emir estaba dispuesto a dársela… Britt viajaría al reino de Kareshi, situado en pleno desierto, para enfrentarse a su arrogante benefactor. Si ella llevaba los fríos diamantes del Ártico en la sangre, entonces la fina arena de esa tierra baldía corría por las venas del jeque Sharif al Kareshi.
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Seitenzahl: 158
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Susan Stephens. Todos los derechos reservados.
DIAMANTE DEL DESIERTO, N.º 2262 - octubre 2013
Título original: Diamond in the Desert
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3827-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
A las siete de la mañana de un lunes cualquiera, tan frío y neblinoso como solo pueden ser los de Londres, un poderoso consorcio empresarial celebraba una reunión para adquirir la mina de diamantes más grande del mundo. El grupo de tres hombres tenía a su líder en el jeque Sharif al-Kareshi, un prestigioso geólogo al que también se conocía como el Jeque Negro, gracias a haber descubierto enormes pozos de petróleo en las arenas del desierto de Kareshi. La iluminación, discreta, era perfecta para leer la letra pequeña de un contrato, y el emplazamiento era digno del rey de Kareshi, una lujosa residencia en la capital londinense. Sentados a la mesa junto al jeque estaban dos hombres de unos treinta y dos años de edad. Uno de ellos era español, y el otro era dueño de una isla situada al sur de Italia. Los tres eran magnates del comercio, y rompecorazones en el amor. Sumas colosales estaban en juego. La atmósfera era tensa.
–¿Una mina de diamantes que está más allá del Círculo Polar Ártico? –exclamó el conde Roman Quisvada, glamuroso y siniestro.
–Los diamantes fueron descubiertos en el Ártico canadiense hace unos años –explicó Sharif, echándose hacia atrás en su silla–. ¿Por qué no en el Ártico europeo, amigo mío?
Los tres hombres eran amigos de la infancia; habían asistido al mismo colegio de Londres. Cada uno de ellos había hecho su propia fortuna, pero seguían unidos por la amistad y la confianza.
–Mi primera opinión sobre los hallazgos es que este descubrimiento de Skavanga Mining podría ser más grande de lo que pensábamos en un principio –Sharif siguió adelante, empujando unos documentos hacia los otros dos hombres.
–Y he oído que Skavanga dice tener tres hermanas que se han hecho famosas como los Diamantes de Skavanga. No puedo evitar sentir mucha curiosidad –apuntó el español de aspecto peligroso, pelando una naranja con una hoja tan afilada como un escalpelo.
–Te diré lo que sé, Rafa –le dijo el jeque a su amigo, conocido como don Rafael de León, duque de Cantabria, una hermosa región montañosa de España.
El conde Roman Quisvada se echó hacia delante. Roman era un experto en diamantes. Tenía laboratorios especializados en tratar piedras de gran valor. Rafa, en cambio, era dueño de la cadena de joyería más exclusiva de todo el mundo. Entre los tres controlaban todo el negocio de los diamantes.
Pero el jeque sabía que había un cabo suelto: una empresa llamada Skavanga Mining. Propiedad de cuatro hermanos, Britt, Eva, Leila y Tyr Skavanga, el hermano desaparecido. Skavanga Mining acababa de anunciar el descubrimiento de los yacimientos de diamantes más grandes jamás encontrados. El jeque estaba a punto de partir rumbo a ese frío y lejano país para comprobarlo por sí mismo.
Y, mientras estuviera allí, tendría tiempo de echarle un vistazo a Britt Skavanga, la hermana mayor, que en ese momento estaba al frente de la empresa. Miró una fotografía. Parecía un rival digno, con esos ojos grises, los labios firmes, esa barbilla orgullosa... Estaba deseando conocerla. Y el acuerdo con extras de cama resultaba de lo más interesante. No había sentimiento alguno en los negocios y no iba a malgastarlo con las mujeres.
–¿Por qué siempre eres tú el que se lo pasa bien? –dijo Roman, quejándose. Frunció el ceño cuando el jeque les habló de sus planes.
–Hay muchas maneras de divertirse –le aseguró Sharif mientras miraban las fotos de las otras hermanas.
Al mirar a Rafa, sintió una punzada de algo cercano al miedo. La hermana pequeña, a quien miraba su amigo, era una inocente ingenua; nada que ver con don Rafael de León.
–Tres mujeres guapas –comentó Roman, mirando a sus colegas.
–Para tres empresarios despiadados –añadió Rafa, devorando el último pedazo de la naranja–. Estoy deseando ir a por esta...
Sharif recogió las fotos con brusquedad. Los ojos de Rafa emitieron un destello sombrío.
–Este podría ser nuestro proyecto más prometedor hasta la fecha –comentó Sharif. No se daba cuenta de ello, pero no dejaba de acariciar la foto de Britt Skavanga con el dedo.
–Y si hay alguien que puede llevar a buen puerto este trato, ese eres tú –remarcó Roman, intentando aligerar la tensión que había surgido entre sus dos amigos.
Solo podía sentir alivio porque no estuvieran interesados en la misma chica.
La risa de Rafa descargó el ambiente.
–Me ha parecido oír por ahí que tenéis unas técnicas sexuales muy interesantes en Kareshi, Sharif. Pañuelos de seda... ¿Vendas de seda?
Roman se rio.
–Yo he oído lo mismo –dijo Roman. Dicen que en las tiendas de los harenes usan cremas y pociones para disparar las sensaciones.
–Basta –dijo Sharif. Levantó las manos para silenciar a sus amigos–. ¿Podemos volver a los negocios, por favor?
En cuestión de segundos, las chicas Skavanga cayeron en el olvido y la conversación volvió a las estadísticas y a las expectativas de negocio. Sin embargo, en un rincón de su mente, Sharif seguía pensando en esos ojos grises y en esa boca expresiva.
El monarca de Kareshi se había criado en el desierto. Había tenido una vida dura e inclemente. Le habían enseñado a gobernar, a luchar y a debatir con los hombres más sabios del consejo, lugar donde las mujeres brillaban por su ausencia. Pero él lo había cambiado todo nada más acceder al poder. Las mujeres de Kareshi solían ser meros objetos decorativos a los que había que mimar y esconder, pero bajo su gobierno las cosas habían cambiado mucho. La educación era obligatoria para todos, sin distinción de sexo.
¿Y quién se iba a atrever a llevarle la contraria al Jeque Negro?
Evidentemente, Britt Skavanga no. Mientras miraba la foto de la joven, había visto auténtica determinación en esa mirada, tan parecida a la suya propia. Estaba deseando ir a Skavanga.
Britt tenía la boca generosa de una concubina, pero también poseía la mirada inflexible de un guerrero vikingo.
La combinación le resultaba intrigante, atractiva. Incluso la austeridad del traje que llevaba despertaba su curiosidad. Esos pechos, apretados contra el fino tejido de lana, suscitaban emociones que le sacudían los sentidos. Le encantaba ver a las mujeres con esa clase de atuendo severo. Era un código de provocación que había aprendido a descifrar muchos años antes. Ese estilo sobrio y seco era sinónimo de represión, o tal vez indicara un espíritu travieso y juguetón. En cualquier caso, no obstante, le encantaba.
–¿Sigues con nosotros, Sharif? –preguntó Rafa con un gesto burlón cuando su amigo apartó la foto de Britt.
–Sí, pero no por mucho tiempo porque me voy a Skavanga por la mañana. Voy a ir en calidad de geólogo y consejero del consorcio. Esto me permitirá hacer una evaluación imparcial de la situación sin mancharme las manos.
–Eso es muy sensato –dijo Rafa–. Que el Jeque Negro esté al acecho hace que todos se echen a temblar.
–El Jeque Negro devora a sus víctimas sin piedad –apuntó Roman, escondiendo una sonrisa.
–El hecho de que esta figura misteriosa, creada por los medios y conocida en todo el mundo como el Jeque Negro, no tenga ninguna foto publicada en prensa, sin duda te hará jugar con ventaja –dijo Rafa.
–Ya veremos qué pasa cuando volvamos a encontrarnos y esté en posición de deciros si todo lo que se ha dicho de los diamantes de Skavanga es cierto –dijo Sharif, cerrando la conversación con un gesto.
–No pedimos más que eso –sus dos amigos estuvieron de acuerdo.
–Bueno, claramente, debo ser yo quien vaya a verle –Britt insistió.
Las tres hermanas estaban en su ático minimalista y poco habitado, sentadas alrededor de la mesa de la cocina, curiosa, pero poco funcional. Esa forma con huecos en el medio no era precisamente la obra maestra del diseñador.
–¿Claramente? ¿Por qué? –preguntó Eva, la hermana mediana, siempre peleona–. ¿Quién dice que tengas derecho a llevar la batuta en este asunto? ¿No deberíamos tomar parte todas? ¿Qué me dices de la igualdad de la que siempre hablas tanto, Britt?
–Britt tiene mucha más experiencia en los negocios que nosotras –dijo la hermana más joven y tímida, Leila–. Y esa es una razón muy poderosa por la que debería ser Britt quien se reuniera con ellos –añadió Leila, mesándose sus rizos rubios.
–¿Muy poderosa? –repitió Eva con sorna–. Britt tiene experiencia en la minería de hierro y cobre. Pero ¿diamantes? –puso los ojos en blanco–. No me puedes negar que las tres estamos en pañales en lo que a diamantes se refiere.
Britt miró a su hermana con ojos serios. Eva tenía todas las papeletas para convertirse en una solterona amargada si seguía con esa actitud. Siempre había sido de las que veían el vaso medio vacío y por desgracia no había Petruchios en Skavanga que le llevaran la contraria.
–Me ocuparé de este asunto, y con él –dijo Britt con firmeza.
–¿El Jeque Negro y tú? –dijo Eva con desprecio–. Puede que seas toda una ejecutiva de éxito aquí en Skavanga, pero los negocios del jeque son multinacionales. Y, además, es rey de un país. ¿Qué te hace pensar que vas a poder con un hombre así?
–Conozco bien mi negocio –dijo Britt, manteniendo la calma–. Conozco nuestra mina y seré clara y concisa. Mantendré la cabeza fría y seré razonable.
–A Britt se le da muy bien hacer cosas como esta, sin dejar que interfieran las emociones –apuntó Leila.
–¿En serio? –dijo Eva en un tono burlón–. Que pueda hacerlo o no aún está por ver.
–No os defraudaré –dijo Britt. La preocupación de sus hermanas, tanto por ella como por el negocio, había desencadenado la discusión–. Ya he lidiado con gente difícil en el pasado y estoy preparada para enfrentarme al Jeque Negro. Sé que tengo que tratarle con mucho cuidado y prudencia.
–Muy bonito –Eva se echó a reír.
Britt la ignoró.
–Seríamos unas tontas si le infravaloráramos. El líder de Kareshi es mundialmente conocido como el Jeque Negro por una razón.
–¿Violación y saqueo? –sugirió Eva, haciendo uso de un humor corrosivo.
Britt se mordió la lengua.
–El Jeque Sharif es uno de los geólogos más prominentes del planeta.
–Es una pena que no hayamos podido encontrar fotos de él –dijo Leila.
–Es geólogo. No es una estrella de cine –señaló Britt–. ¿Y cuántas fotos de gobernantes árabes has visto?
–Seguro que es tan feo que rompería la cámara –murmuró Eva–. Apuesto a que es un empollón con gafas de cristal de botella.
–Y, si es así, será mejor que sea Britt quien se ocupe del tema –dijo Leila con entusiasmo.
–Un gobernante que ha hecho salir adelante a su país y que ha traído la paz es un hombre decente, a mi modo de ver, así que, tenga el aspecto que tenga, no tiene importancia. Pero necesito vuestro apoyo. El hecho es que los minerales de la mina se están agotando y necesitamos inversión. El consorcio que dirige este hombre cuenta con el capital que nos permitiría explotar la mina de diamantes.
Se hizo un silencio. Las hermanas de Britt aceptaron la realidad y asintieron con la cabeza finalmente. Britt respiró, aliviada. Por fin tenía la oportunidad de rescatar el negocio. Había esperanza para la ciudad de Skavanga, construida alrededor de la mina. Todo un camino de desafíos se extendía ante ella y la entrevista con el jeque ya no parecía un problema tan grande.
Britt ya no se sentía tan fuerte al día siguiente.
–Te está bien empleado por haberte hecho ilusiones –dijo Eva.
Estaban reunidas en el estudio de Britt.
–Tu Jeque Negro famoso ni siquiera se va a molestar en reunirse contigo –añadió la hermana mediana, mirando por encima del hombro de Britt.
En la pantalla del ordenador se veía un correo electrónico.
–Va a mandar a un representante –dijo, mofándose.
Le dedicó una mirada de «ya te lo dije» a su hermana Leila.
–Voy a hacer café –dijo Leila.
El aguijoneo constante de Eva estaba acabando con la paciencia de Britt. Llevaba todo el día intercambiando correos electrónicos con Kareshi, y no eran ni las doce de la mañana. Leila regresó con el café. A sus hermanas les encantaba quedarse en la ciudad con ella, pero a veces olvidaban que ella sí tenía trabajo que hacer.
–Voy a reunirme con él de todos modos. ¿Qué más puedo hacer? –preguntó, dándose la vuelta hacia sus hermanas–. ¿Tenéis una idea mejor?
Eva se quedó callada. Leila le lanzó una mirada comprensiva al tiempo que le daba una taza de café.
–Solo siento que tengamos que irnos a casa y que vayamos a dejarte con todo esto.
–Es mi trabajo –dijo Britt, controlando la rabia.
Nunca llegaba a enfadarse con Leila.
–Claro que me molesta no poder conocer al Jeque Negro, pero lo único que pido es un poco de apoyo, Eva.
–Lo siento –murmuró Eva–. Sé que te endosaron la empresa cuando mamá y papá murieron. Solo me preocupa qué va a pasar a partir de ahora, cuando se agoten las reservas. Sé que la mina está acabada sin los diamantes. Y sé que harás lo que sea para conseguir este trato, pero me preocupas, Britt. Es una carga demasiado pesada como para llevarla tú sola.
–Para –le dijo Britt en un tono de advertencia. Le dio un abrazo a su hermana–. Manden a quien manden, puedo estar a la altura.
–Dicen que el hombre que se va a reunir contigo es un geólogo reconocido, experto en la materia –señaló Leila–. Así que por lo menos sabes que tenéis algo en común.
Britt también había estudiado Geología, pero tenía un máster en Empresariales además.
–Sí –dijo Eva, tratando de sonar tan optimista como su hermana–. Seguro que todo va a salir bien.
Britt sabía que sus dos hermanas estaban realmente preocupadas por ella. Simplemente tenían maneras distintas de demostrarlo.
–Bueno, estoy muy emocionada –dijo con firmeza para aligerar el ambiente–. Cuando llegue ese hombre, estaremos un paso más cerca de poder salvar la empresa.
–Ojalá Tyr estuviera aquí para ayudarnos.
Las palabras de Leila hicieron que todas guardaran silencio unos segundos.
Tyr era su hermano perdido, y no solían hablar mucho de él porque era demasiado doloroso. No entendían por qué se había marchado así. Jamás se había vuelto a poner en contacto con ellas.
Britt fue quien rompió el silencio incómodo.
–Tyr haría exactamente lo mismo. Piensa igual que nosotras. Se preocupa por la empresa y por la gente.
–Y eso explica por qué se mantiene al margen –murmuró Eva.
–Sigue siendo uno de nosotros –dijo Britt–. Somos una piña. Recuérdalo. El descubrimiento de esos diamantes a lo mejor le anima a volver a casa.
–Pero a Tyr no le mueve el dinero –dijo Leila.
Ni siquiera Eva podía estar en desacuerdo con eso. Tyr era un idealista, un aventurero. Su hermano podía ser muchas cosas, pero el dinero no lo era todo para él.
Britt deseaba tanto tenerle de vuelta en casa... Le echaba de menos. Llevaba demasiado tiempo lejos.
–Aquí hay algo que os va a hacer reír –dijo Leila en un intento por suavizar las cosas.
Agarró el periódico y señaló un artículo que se refería a las tres hermanas como los Diamantes de Skavanga.
–Todavía no se han cansado de ponernos ese nombre ridículo.
–Es que es una tontería enorme –dijo Eva, apartándose el pelo de la cara con un gesto de indignación.
–Me han llamado cosas peores –dijo Britt, sin inmutarse.
–No seas tan ingenua –masculló Eva–. Lo único que hace ese artículo es atraer a todos los cazafortunas que hay por ahí.
–¿Y qué tiene de malo? –dijo Leila–. Me gustaría conocer a un hombre que no esté borracho a las nueve de la noche.
Britt y Eva contuvieron el aliento. Leila acababa de mencionar otra de esas cosas de las que nunca hablaban en alto. Había un viejo rumor que decía que su padre estaba borracho el día en que pilotaba el avión de la empresa y se había estrellado con su madre a bordo.
Leila se puso roja como un tomate cuando se dio cuenta del error que había cometido.
–Lo siento. Es que estoy cansada de que sigas llevándonos la contraria, Eva. Deberíamos apoyar a Britt.
–Leila tiene razón –dijo Britt–. Es crucial que mantengamos la cabeza fría para sacar adelante este acuerdo. No nos podemos permitir una disputa entre nosotras. Ese artículo es una tontería y ni siquiera deberíamos perder el tiempo hablando de ello. Si queremos que Skavanga Mining tenga un futuro, tenemos que considerar todas las ofertas que están sobre la mesa, y hasta ahora solo tenemos la del consorcio.
–Supongo que podrías darle una bienvenida al estilo de Skavanga al representante del jeque –sugirió Eva, sonriendo.
Leila sonrió también.
–Seguro que Britt tiene algo bajo la manga.
–No es eso por lo que os tenéis que preocupar –comentó Britt en un tono seco.
–Simplemente, prométeme que no vas a hacer nada de lo que te puedas arrepentir en el futuro –dijo Leila.
–Cuando llegue el momento no me arrepentiré –dijo Britt con contundencia–. A menos que sea un empollón con gafas de cristal de botella, en cuyo caso habrá que ponerle una bolsa de papel en la cabeza.
–No des la batalla por ganada todavía –dijo Eva.
–No estoy preocupada. Si resulta ser un poco difícil, hago un agujero en el hielo y le pongo a nadar un rato. Así se enfriará.
–¿Y por qué parar ahí? –añadió Eva–. No olvides las ramitas de abedul. Siempre puedes darle un buen repaso. Con eso le arreglas un poco.
–Lo tendré en cuenta...
–Por favor, decidme que estáis bromeando –dijo Leila.
Por suerte, la hermana pequeña de las Skavanga no llegó a ver la mirada que intercambiaban las dos mayores.