Digno de amar - Katherine Garbera - E-Book

Digno de amar E-Book

Katherine Garbera

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Beschreibung

¿Quién había estado durmiendo en su cama? Tras abandonar su exitosa carrera como modelo, Lauren Simpson se había establecido en Valle Verde, California, donde tenía la intención de vivir plácidamente con Jem, su hijo adoptivo. Después del último desengaño amoroso, no quería que otro hombre le complicara la vida. Al menos eso era lo que ella creía... Cole Travis había llegado a la ciudad en busca del hijo que nunca conoció, que quizá fuera Jem Simpson. Pero cuanto más conocía a Lauren, más confuso se sentía. ¿Podría desenmarañar todas las mentiras del pasado... y ganarse el amor de su hijo y de la mujer de su vida?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Katherine Garbera

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Digno de amar, n.º 1244 - diciembre 2015

Título original: Tycoon for Auction

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7364-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

A Corrine Martin no le resultaba fácil admitir que sentía lujuria. No encajaba con la imagen que tanto había cultivado, una imagen de sofisticación desde la punta de la cabeza rubia hasta los dedos que dejaban al descubierto sus sandalias doradas. Había hecho, pues, lo posible por ignorar aquella sensación y al hombre que la inspiraba… hasta aquella noche.

Tal vez eran los ojos verdes de él. O quizá solo que estaba harta de que la mirara como si no existiera. Fuera cual fuera el motivo, esa noche se había lanzado en picado y pagado por tres citas con Rand Pearson.

Por supuesto, solo había pujado por sus servicios como marido acompañante. Y hasta tenía una buena excusa para hacerlo. Necesitaba acompañante para unas reuniones de negocios a las que tenía que asistir.

El salón de baile del hotel Walt Disney Dolphin había sido transformado en una anticuada sala de subastas. Todo el dinero que sacaran esa noche iría a Recaudación para los Sin Techo, una asociación caritativa con base en Orlando. Era el primer año que asistía Corrine, y se había quedado con los servicios de Rand Pearson.

Aunque llevaban cinco meses trabajando juntos en un proyecto de formación, no lo conocía mucho. Era uno de los tres hombres que representaban en la subasta a Esposos de Alquiler, la empresa de la que era socio. Una empresa que ofrecía clases de etiqueta en los negocios así como citas para ejecutivos en reuniones de negocios.

Paul Starlin, el jefe de Corrine y director de Empresas Tarron, había hecho algo similar el año anterior. Corrine había sido secretaria de Paul hasta que lo ascendieron a director y él la ascendió a su vez a ejecutiva de nivel medio. A la joven le gustaba mucho el reto que suponía su nuevo puesto.

Pero tenía que demostrarle a su jefe que no corría peligro de convertirse en una ejecutiva unidimensional centrada solo en su trabajo. Y a un nivel más personal, necesitaba recordarse a sí misma que seguía siendo una mujer.

Rand Pearson hacía que se sintiera viva y peligrosa. No le gustaba, pero sabía que tenía que lidiar con ello y recuperar el control de su vida. Había puesto sus miras en el puesto libre de vicepresidente y sabía que tendría que dedicarse a su trabajo al cien por cien.

–¿Bailas conmigo, Corrine? –preguntó Rand, a su lado. Su esmoquin era hecho a medida, lo que le daba un aspecto de príncipe. Y si las malas lenguas no se equivocaban, descendía en verdad de la realeza.

–¿Por qué? –preguntó ella. No solía mostrarse muy educada en sus tratos con los hombres. La ponían nerviosa. Seguramente debido a su experiencia de adolescente en casas de adopción.

–Cuando un hombre te invita a bailar, Cori, la respuesta correcta es «sí» o «no» –dijo él, con aquel brillo en sus ojos que la impulsaba a hacer locuras.

Ella suspiró y se recordó que se había ganado el apodo de «reina del hielo» por una buena razón. La vida era más segura así.

–Me llamo Corrine. Y ya lo sé.

–¿De verdad? –se acercó más y le puso una mano en el brazo desnudo. Su palma era rugosa y áspera. Un cosquilleo subió por el brazo de ella y le atravesó el pecho, haciendo endurecerse sus pezones bajo el sujetador de encaje sin hombreras. Se estremeció y se apartó. Él enarcó una ceja, pero no hizo ningún comentario.

–Sí –dijo ella al fin, consciente de que tenía que intentar hacerse con el control de la situación antes de que olvidara sus planes. Se recordó que Rand era un escalón para subir al nivel siguiente.

–¿Bailamos? –preguntó él de nuevo.

Ella asintió. La colonia de él, un aroma acre y viril, la envolvió y se encontró en sus brazos. Una sensación deliciosa empezó a extenderse desde la mano de él, en su espalda, por el resto de su cuerpo.

Se estremeció e intentó romper el conjuro mirándolo. Pero la mirada radiante de sus ojos la embrujó aún más. El sonido lento y sensual de un saxofón de jazz llenaba la atmósfera, y la cantante, una mujer alta de color con voz ronca, empezó a cantar algo sobre deseos y estrellas fugaces.

Corrine había pasado toda su infancia deseando algo que no se produjo. Creía haberlo superado ya, pero la tentación de apoyar la mejilla en el hombro de Rand era fuerte y sabía que sería un error. Tenía que escapar de aquello.

Se soltó de brazos de Rand y salió corriendo de la pista. ¿Qué le ocurría esa noche?

Fue al bar y pidió un whisky con hielo. Tenía que recuperar el sentido común. Tal vez su humor extraño se debía a que su mejor amiga, Angelica Leone-Sterlin, acababa de anunciar que estaba embarazada.

Corrine sabía que ella nunca tendría hijos. No haría nada tan estúpido como traer niños a este mundo caótico. Este mundo donde nada duraba y la muerte llegaba sin avisar y sin pensar en los que se quedaban atrás.

Pensó que se estaba poniendo sentimental y que quizá no debería beber. Pero antes de que pudiera anular el pedido, sintió a Rand detrás de ella.

–Que sean dos –dijo él al barman.

Este les colocó los vasos delante. Rand pagó antes de que ella tuviera ocasión de sacar el dinero.

–Yo te pago la mía –dijo ella cuando se fue el barman.

–Veo que vas a necesitar clases de etiqueta además de acompañante.

–¿Por qué dices eso? –sabía que tenía buenos modales. La señora Tanner, una de sus madres adoptivas, se los había inculcado a los ocho años. Y jamás podría olvidar aquellas lecciones.

–Porque no sabes dar las gracias. Guarda tu dinero.

Corrine metió de nuevo el billetero en su bolso. Cuando uno se ha criado gracias a la caridad de los demás, le cuesta aceptar limosnas. Y Rand no era su acompañante esa noche, sino un hombre por el que había pujado. Pensándolo bien, sería más normal que ella lo invitara a él.

–Yo no me aprovecho de la gente –dijo.

–No pensaba que lo hicieras.

La joven tomó un trago, incómoda con el silencio que se había instalado entre ellos. El líquido le quemó la garganta, pero no se inmutó. La presencia de Rand la ponía nerviosa. Dejó su vaso en la bandeja de un camarero que pasaba y notó que él hacía lo mismo.

–¿Qué ha pasado en la pista? –preguntó él al fin.

Ella se encogió de hombros. No pensaba decirle que la había pillado por sorpresa. Que el chico rico al que le gustaba ganar se había abierto paso entre la barrera que ella creía que la protegería de cualquier hombre.

–No me apetecía bailar.

Rand enarcó una ceja.

–Eso es lo más condescendiente que he visto nunca –musitó ella.

–¿Qué?

–Eso que haces con la ceja.

Él volvió a hacerlo.

–¿Te molesta?

–Acabo de decirlo.

–Bien –él le acarició la mejilla con los dedos.

–¿Por qué bien? –preguntó ella, que intentaba no pensar en el cosquilleo que se extendía por su cuerpo.

–Porque pareces demasiado alejada de la vida.

–Me gusta estar en control. Es distinto.

–Supongo. Pero a mí me divierte ponerte nerviosa.

–Rand, si queremos tener alguna posibilidad de llevarnos bien en las tres citas que he pagado contigo, tienes que recordar una cosa.

–¿Cuál? –le tomó el codo y la apartó del camino de la gente que se acercaba a la barra.

–Yo estoy al cargo –dijo ella.

–¿De dónde has sacado esa idea?

–No lo sé seguro, pero sospecho que cuando he escrito el cheque para comprarte.

–¿Has dicho comprarme? –preguntó él.

–¿Tienes problemas de oído? Puede que tenga que devolverte.

–Estás jugando con fuego, Cori.

¿Por qué tenía que llamarla así? Nadie la había llamado nunca con un diminutivo. En su primera casa de adopción la llamaban Corrine Jane. Después de aquello, procuró que nadie supiera su segundo nombre. Cuando la llamaba Cori era como si se asomara dentro de su alma y viera a la niña solitaria que había sido. Y eso no le gustaba.

–Sé cómo evitar quemarme –dijo con cautela. Aunque con él no estaba segura de nada. Hacía casi un año que se conocían y aún se sentía incómoda cuando estaba cerca.

–¿Cómo?

Corrine lo miró a los ojos. ¿Por qué había empezado aquello? No había salida y sabía que tenía que retirarse antes de que cometiera una estupidez y le dijera que tenía miedo del fuego de sus ojos.

–No acercándome al fuego –dijo. Se volvió para alejarse.

–¿Y si el fuego se empeña en acercarse a ti?

La joven fingió no oírlo y cruzó el salón de baile en dirección a su mesa. Sabía que acababa de desafiar a Rand y se preguntaba cuál sería el siguiente paso de él.

 

 

Rand era demasiado listo para seguirla. Una excitación extraña recorría sus venas. Era la primera vez que una mujer le provocaba esa sensación y no sabía bien cómo controlarla. La parte lógica de su cerebro le decía que Corrine era una mujer y una clienta y debería dejarla en paz, pero su instinto lo empujaba a entrar en su mente hasta descubrir todos sus secretos. No quería que le ocultara nada.

Pasó por la mesa de su socia. Angelica Leone-Sterlin resplandecía como muchas recién casadas. Y su esposo, Paul, parecía compartir el mismo resplandor. Aunque conversaban por separado, tenían las manos unidas encima de la mesa.

Por un momento sintió una punzada de soledad, a pesar de sus cuatro hermanas y sus padres. Era la misma sensación que lo acompañaba desde los dieciséis años, cuando su hermano gemelo murió en un accidente de coche. Pero había aprendido a vivir con aquel vacío. Y hasta esa noche no se había dado cuenta de que no vivía con él, sino que lo ignoraba.

Pero eso era algo que no quería examinar en ese momento. Tenía que buscar flirteos inocentes en lugar de conversaciones transcendentales con el sexo opuesto. Aunque, por otra parte, él ya sabía que en la vida todo es un intercambio.

Era un hombre que tenía éxito en los negocios. Poseía una cuenta corriente con la que soñaba mucha gente. Y la mayor parte de los días le bastaba con eso, pero esa noche no. Esa noche su demonio personal levantaba su fea cabeza y Rand tenía que esforzarse por no perder su actitud jovial cuando en lo que realidad deseaba era emborracharse y esperar a que capeara el temporal.

No debía haber bailado con Corrine. No era buena idea bailar con una mujer a la que deseaba tanto que llevaba su perfume clavado en la memoria.

Aquella mujer necesitaba alguien que la abrazara, aunque no quisiera admitirlo. Por desgracia, él no podía ser ese alguien. El juramento que se hizo a los veintiún años le impedía relaciones estables, aunque sí quería recordar a Corrine Martin que era una mujer. Algo en sus ojos grises fríos lo impulsaba a ello.

Se recordó que ella era clienta y que él tenía por lema no mezclar los negocios con la vida personas, pero esa noche no era fiel a sí mismo. Tal vez porque lo habían arrinconado para participar en aquella recaudación de fondos un poco contra su voluntad.

El problema era que nunca había sido capaz de resistir un reto. No sabía cuándo había empezado eso, pero a los seis años ya se había roto un brazo cuando su primo Thomas lo retó a subir a un árbol. A los treinta y cinco tendría que haber aprendido ya a ser más razonable, pero nunca había perdido la emoción por los desafíos.

Una apuesta sobre los resultados del campeonato de béisbol lo había llevado esa noche al escenario. Y aunque no había sido el único hombre, seguía considerando humillante participar en un acontecimiento así.

Angelica levantó la vista y le sonrió. Había cambiado mucho desde su segundo matrimonio el año anterior. Era más feliz y estaba más dispuesta a correr riesgos. Su amistad había empezado cuando ella se casó con su primer marido, Roger, compañero de Rand tanto en la escuela militar como en la universidad y al que quería como a un hermano.

Se acercó a la mesa y charló con todos esperando el momento de quedarse unos minutos a solas con Angelica.

–¿Quieres bailar? –le preguntó.

–No lo sé. Has debido de perder facultades. He visto que Corrine te ha dejado en la pista.

–La respuesta que busco es «sí» o «no».

Angelica suspiró. Rand sabía que querría averiguar lo que había pasado y que lo mejor sería dejarla en la mesa con su marido, pero necesitaba hablar con su mejor amiga y felicitarla por el embarazo que acababa de anunciar. Quería advertirle sobre la vida y lo cauteloso que hay que ser cuando estás cerca de tenerlo todo.

Tendría que vigilarla un poco en el trabajo y asegurarse de que no hacía nada peligroso. Era lo mínimo que le debía a Roger, que, después de todo, le había salvado la vida. Sintió una presión en la nuca.

–Sí. Creo que están tocando nuestra canción –dijo ella.

La orquesta había empezado a tocar «Estoy loco por ti», la canción que habían bailado en la primera boda de ella tanto tiempo atrás. Y con los años, esa canción los había ayudado a sobrevivir. Rand la había abrazado con aquella canción de fondo la noche que lloraba ella, en el aniversario de su primera boda.

Nunca había habido nada sexual entre ellos; eran más bien como hermanos. Tenían una relación cálida, que Rand sabía tenía que ver con su deuda con Roger.

Roger había conocido la adicción de Rand y lo había sacado del abismo. Primero estuvo en deuda con él y después aprendió a conocer y apreciar a Angelica.

A veces sentía una punzada de miedo por Paul y por ella. Daba la impresión de que casi tuvieran demasiado. Rand respetaba el equilibrio del universo y sabía que no se puede tener todo. Por eso rezaba para que Paul y Angelica fueran la excepción a esa regla.

–Felicidades por tu embarazo –dijo, ya en la pista. Eran socios desde hacía más de diez años y amigos desde antes. Las cosas empezaban a volver a la normalidad, la tensión en la nuca cedió un poco.

–Gracias. Estoy algo nerviosa.

Esa confesión le hizo callarse el consejo que pensaba darle. No podía decirle que el destino nunca permitía que alguien lo tuviera todo, porque ella ya lo sabía.

–Me aseguraré de que tengas todo lo que necesitas, amiga.

–Gracias, Rand. Pero creo que eso ahora le corresponde a Paul.

Él tragó saliva. Era cierto. La única mujer a la que se había permitido querer pertenecía a otro. Y eso era bueno.

Iba a decir algo cuando vio que uno de los vicepresidentes de Tarron, un tal Mark, entraba con Corrine en la pista de baile. No le gustaron nada las manos de él en las caderas de la joven.

Maniobró para acercarse a la pareja. La mirada de Corrine se encontró con la suya y le pareció que ella le pedía algo. Miró con más detenimiento a Mark y se dio cuenta de que estaba bebido. Rand sabía mejor que nadie cómo puede cambiar la bebida a un hombre.

–¿Te apetece usar tu poder como esposa del director general? –preguntó a Angelica.

–¿De qué modo?

–Voy a rescatar a Corrine de un hombre que ha bebido demasiado.

–Y yo tengo que bailar con un borracho. Vamos, Rand, tú sí que sabes cuidar de una mujer.

–Como tú misma has dicho, ese ya no es mi trabajo.

–Tienes razón. ¿Quién es?

–Mark no se qué –giró para que ella pudiera verlo.

–Mark Jameson. Su esposa lo dejó el día de Año Nuevo y desde entonces no ha sido el mismo.

–¿Puedes con él?

–Desde luego.

Rand giró hacia la otra pareja y tocó a Mark en el hombro.

–¿Me permites?

Mark tenía los ojos nublados y parecía confuso. Angelica se acercó a él y Rand tiró de Corrine. Oyó que Angelica usaba su voz más seductora y guiaba al otro hacia el borde de la pista.

–Gracias, te debo una –dijo Corrine.

–Creo que te la cobraré ahora –repuso él.

–¿Qué quieres?

–Que no vuelvas a marcharte.

Corrine lo miró sorprendida.

–¿Problemas de ego?

–¿Crees que soy tan superficial?

–Sí.

Rand se echó a reír. Había una parte de él que era superficial, y hacía lo imposible por que la gente viera solo esa parte.

–A lo mejor solo quiero abrazarte los tres minutos que dura la canción.

–No digas esas cosas.

–Es la verdad.

Le hubiera gustado que no fuera así, pero su cuerpo había decidido ya que Corrine no sería una cliente intocable. Ella le afectaba de un modo desconocido hasta entonces y necesitaba a toda costa atravesar aquella fachada tan fría. Tener su cabello rubio extendido sobre la almohada y su cuerpo abrazado al de él.

–Tenemos una relación de trabajo, Rand. No puede haber otra cosa.

–Lo sé –trabajaba con ella en el nuevo módulo de entrenamiento que habían creado en Tarron–. ¿Por qué has pujado por mí esta noche? –preguntó.

No encajaba con ella. Se mostraba amable y educada en el trabajo, pero mantenía las distancias con todos sus compañeros. La única persona que había podido atravesar sus barreras era Angelica.

–Parecías muy solitario ahí arriba.

Rand dejó de bailar y la miró.

–¿Quieres decir que lo has hecho por lástima?

–Bueno… sí.

–Querida, me parece recordar que la puja ha estado muy reñida.

–Aférrate a ese recuerdo –repuso ella con una carcajada.

Rand rio también. Aunque sabía que ella se divertía a su costa, había algo cálido y casi adorable en sus ojos que lo impulsaba a protegerla. Pero él nunca había sido el protector de nadie aparte de Angelica, y con ella estaba seguro porque sabía que no podría enamorarse. Y lo había hecho para pagar una deuda.

Era solitario por naturaleza y no quería ir demasiado lejos con Corrine. Dejó caer los brazos y un segundo después terminó la música. Sabía que tenía que alejarse antes de ceder a la tentación de aceptar todo lo que ella tuviera que ofrecer. Porque la mujer que acababa de abrazar poseía una delicadeza que no solía dejar ver a los demás.

Y esa delicadeza apelaba a la parte más viril de él, hacía que quisiera defenderla de todos excepto de sí mismo. Y Rand Pearson no era el héroe de ninguna mujer.

Lo había aprendido con mucho esfuerzo.

Giró para marcharse.

–¿Esto es una venganza? –preguntó ella.

Rand se detuvo y la tomó por el codo para acompañarla fuera de la pista. Era la primera vez en su vida que olvidaba sus buenos modales. Se enorgullecía de ser un caballero, algo que sus padres le habían inculcado desde que aprendió a conocer la diferencia entre los niños y las niñas.

Se detuvo al borde de la pista y la miró para darle las gracias por el baile, pero los ojos grises de ella le impidieron hacerlo.

–Lo siento –dijo.

Se alejó. Había algo en Corrine Martin que lo impulsaba a olvidar las reglas y lecciones aprendidas en la vida. Y él era lo bastante mayor para saber que eso no auspiciaba nada bueno.

Capítulo Dos

 

Corrine consiguió evitar estar mucho tiempo con Rand hasta su primera cita oficial. Hasta había optado por comunicarse con él vía correo electrónico en lugar de hablar por teléfono. Los mensajes de él eran escuetos hasta casi parecer cortantes, pero no le importaba. Lamentaba el impulso que la había llevado a pujar por él y, de haber podido volver atrás en el tiempo, habría cambiado ese hecho.