Díptico - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Díptico E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

Díptico es una recopilación de cuentos cortos de Emilia Pardo Bazán, género prolífico por excelencia en ella, todos ellos articulados en torno a las ideas que ocupan el centro de su producción en prosa: la familia, el papel de la mujer en la sociedad, el amor y el desamor.-

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Seitenzahl: 136

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

Díptico

 

Saga

Díptico

 

Copyright © 1906, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726685527

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

"LA SORDICA"

Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levantado un soplo de brisa. El calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos segadores encorvados sobre el mar de oro de la mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que por primera vez se dedica a tan ruda faena, siéntese desfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y un vértigo paraliza su corazón.

¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán los compañeros si tira la hoz y se echa al surco!

Ya se han reído de él a carcajadas porque se abalanzó al botijón vacío que los demás habían apurado...

Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmo baja y sube; reluce la hoz, aplomando mies, descubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa las amapolas sangrientas y la manzanilla de acre perfume. La terca voluntad del segadorcillo mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vez mayor hace doloroso el esfuerzo.

Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia de brasas que le calcina la boca y le retuesta los pulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompe a llorar? Tímidamente, a hurtadas, como el que comete un delito, se dirige al segador más próximo:

-¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán?

-¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene justo con ella La Sordica...

Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre un horizonte de un amarillo anaranjado, cegador, ve recortarse la figura airosa de la mozuela, portadora del odre, cuya sola vista le refrigera el alma.

De la fuente de los Almendrucos es el agua cristalina que La Sordica trae; agua más helada cuanto más ardorosa es la temperatura; sorbete que la Naturaleza preparó allá en sus misteriosos laboratorios, para consolar al trabajador en los crueles días caniculares.

¡Si Anselmo no se contiene al encuentro de la zagala, saltaría, a manera de corzo, cuando ventea el manantial cercano!

Como si La Sordica adivinase dónde estaba el más sediento, el más ansioso de aquellos desheredados, recta venía hacia Anselmo, gallardamente enhiesta para sostener el odre mejor, y en la mano una cantarita de añadidura, una cantarita de barro salpicada de divinas gotas de humedad, que a la luz del sol relucían como sueltos brillantes...

Y llegándose al segador novicio -leyendo en su cara amortecida la necesidad- le tendió la cantarita, a la cual pegó Anselmo los labios con un suspiro violento, que parecía un sollozo...

Al anochecer, cuando los enormes carros iban camino de las eras, cargados de gavillas, Selmo y La Sordica volvían juntos, por la senda que rodea el lugar; y el mozo decía a la zagala, muy cerca del oído, sin duda a causa del defectillo que declara el apodo:

-Na, mujer; en la chola se ma ha metío y en el querer muy aentro... Tú vas a ser mi novia... No me des un esaire, borrega, que me gustas más que el agua de tu cantarita...

"TÍA CELESTA"

¿No la visteis al cruzar la esquina, a la viejecita del pelo más blanco que los copos de la nieve, detenidos en los aleros de los tejados, de tez rancia como el marfil, de dentadura cabal y firme todavía, sin postizo ni engañifa alguna? Las curtidas y arrugadas manos con que, manejaba la badila revolviendo las castañas en el tostador dicen a voces la vida de labor incesante; la venerable calma de la frente y la limpidez de los ojos, que debieron de ser hermosos a los veinte años; la tranquilidad de la conciencia... Sentada en la bocacalle, al margen de la acera, procurando no estorbar con su humilde comercio a los transeúntes, en primavera, vendía lilas, clavellinas y rosas "de olor"; pero apenas asomaba el frío, saliendo a relucir las primeras "pañosas", establecía su puesto de castañas asadas, y allí la tenían los chiquillos golosos de la escuela y los estudiantes que van a la Universidad y al Instituto, despachando la mercancía con una afabilidad y un desinterés señoril...

Generosa y franca, a fuer de española neta, jamás escatimó la ración al niño que, tiritando, alarga su "perra chica", ni al mozo que, riendo, suelta la peseta en el regazo; jamás regateó y jamás pidió limosna. Ahogos y miserias, crujidas y hasta enfermedades sospechamos que se las pasó la Tía Celesta muy agazapada, en su sotabanco de la Ronda; pero ¿extender ella aquella mano? Primero se moriría. Era preciso oírla cuando se expresaba en confianza. "Trabajar, sí, señor; que ésa es la ley del pobre..., digo del pobre honrado. Con mi trabajo me he mantenido y nadie ha tenido que avergonzarme ni de moza ni de vieja... Y ya, ¿pa qué voy a pedir? To me sobra. ¡Con setenta y seis que cumplí el día de Santos...! Se me murió mi hija; crié un nieto que quedaba y se me escapó; dicen que sa embarcao pa las Américas, porque era codiciosillo y quería hacer un fortunón... A mí, que la Virgen no me quite mi cocido y mi catre..."

Y cuando insistíamos para saber si no aspiraba a algo, murmuró confidencialmente la Tía Celesta:

-Me pide el cuerpo, con este frío barbero, otro mantón abrigadito, que el puesto ya parece de telaraña... Y el caso es que me conviene que venga todavía más frío, más nieve, más escarcha...; así venderé más castañas calientes, y pue que junte pa el mantón... Ya llevo tres reales en un décimo... Mientras, está una aterecía..., y, por otra parte, achicharrá...

La mañana en que Tía Celesta expresó tan modestas aspiraciones (¡qué mañana!; se helaban las palabras en la boca) fue la última que la vio ocupar su puesto y revolver las castañas, sobre la hornilla. Desapareció... "Estará acatarrada..." Buen catarro debía de ser, que pasaron las Navidades y llegaron los Carnavales sin que la castañera volviese a su sitio de costumbre. Y tampoco, cuando los últimos cierzos de la Sierra soplaron ya fatigados sobre Madrid, se presentó, cual otros años, ofreciendo los precoces narcisos, que anuncian la resurrección de Flora...

Seguramente la Tía Celesta había logrado el mantón con que soñaba; un mantón color de tierra, que no se rompe, que no se gasta y que abriga de una vez...

EL MUNDO

Las dos hermanas se encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron un beso, siendo de cariño a pesar de lo tristes que estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuarto de la madre enferma, trayendo una taza de caldo vacía ya; la menor, Germana, de la cocina, de calentar por sus manos un parche cáustico. La penosa y quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían empalidecido y ajado sus caras graciosas, donde esplendía, antes, fresca y atractiva, la "belleza del diablo".

-¿Cómo queda ahora? -preguntó Dionisia.

-Me parece que peor... Con mucha fatiga, ¿sabes?

-¿Recado al médico?

-No quiere.

-¡Aunque no quiera...!

Suplicantes, momentos después balbuceaban al oído de la paciente... Era necesario que viniese el doctor; con que recetase un calmante, aquel acceso pasaría...

Respiroteaba la señora como pez a quien sacan de su elemento y dejan temblar sobre la playa en anhelo agónico. Desmadejada, azulosa la tez, sus labios morados se abrían desmesuradamente, queriendo beberse todo el aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la auxiliaban como podían; dábanle fricciones suaves, la incorporaban, abrían la ventana de par en par. El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil y franca. Pudo hablar:

-Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.

Ante el gesto de desinterés de indiferencia de las muchachas, la señora añadió, no sin esfuerzo doloroso, terrible:

-Es que no sabéis de la misa la media... Creéis que únicamente hemos bajado de posición... Ayer me entregasteis carta del tío Manolo, que ha terminado la liquidación de nuestra fortuna... Estamos completamente arruinadas, y aún peor: estamos alcanzadas en seis mil y pico de duros. ¿Qué tal?... Llamad médico, llamad médico... ¡Si al fin yo duraré pocos días, y no hay médico en el mundo que pueda curarme! Con este golpe..., lo he sentido; se me ha descompuesto algo dentro, en el corazón... ¡Pobres pequeñas mías! ¡Ánimo, no lloréis!...

Era tardío el encargo, Dionisia y Germana, abrazadas, se mojaban recíprocamente los rostros con el llanto ardiente y salado de las grandes amarguras... La primera en dominarse fue la menor; arrastró fuera de la habitación a la mayor y la llevó hacia una salita amueblada con cierto lujo, reliquia del bienestar antiguo.

-¿Qué va a ser de nosotras? -tartamudeó hipando aún Dionisia.

-Trabajaremos -decidió Germana prontamente-. Y desde hoy mismo. No en balde nos llaman Manitas de oro. No creas que aguardaré a que mamá se muera, a que nos echen de esta casa y perdamos nuestra única esperanza de salvación.

-Y, por mucho que trabajemos, ¿crees tú que sacaremos para vivir?

-De seguro. Y para volver a tener coche.

-¿Y los intreses de la deuda de los seis mil? Porque hay que pagarlos, ¿entiendes?

-¡Vaya si hay que pagarlos! -murmuró pensativa, lacrimosa, Germana-. No vamos a dejar en vergüenza la memoria de mamá. Sólo que entonces..., habrá que trabajar de otro modo.

-¿De qué modo? -interrogó, recelosa, Dionisia.

-Yo me entiendo.

-No vayas a hacer una de las tuyas...

Vistióse Germana con elegancia y coquetería: traje sastre de fino paño marrón; toca azul, donde anidaba un pajarito tornasolado; tomó un coche y fue recorriendo las casas de las amigas de antaño, que se mostraban frías o, por lo menos, alejadas, desde el momento en que "las de Ramos" se encontraron en mala situación económica... Donde la recibían, Germana entraba decidida, sonriente bajo el velito de motas; un ramillo de violetas naturales, preso en la solapa, la anunciaba con la discreta brisa de su perfume; y soltaba el discurso, no en tono suplicante, sino como el que pide lo que se le debe.

-No estamos lo que se dice en grave apuro, eso no; sin embargo, hemos sufrido pérdidas... ¡Fígurate que vivíamos con tanto lujo...! Cuesta, cuesta el acostumbrarse a recortar gastos. Echamos de menos el coche, los abonos, los viajes. En vista de esto -añadía precipitadamente la niña al notar las nubes de desconfianza y precaución que iban cubriendo la faz de su interlocutora-, hemos resuelto ser en breve más ricas que nunca. Yo tengo disposición, buen gusto, algo de chic. He aceptado la representación de una modista muy elegante de Biarritz, la que nos vestía antes; este traje es de ella... Reproduciremos aquí sus modelos con alguna rebaja, naturalmente... Haremos las toilettes y los sombreros; todo completo. Pago, eso sí, al contado; la modista nos lo exige... Hemos montado taller. Conque, querida, a ver si nos ayudas..., ¿eh? No te pido otro favor... Es en ventaja tuya; vestirás bien con menos sacrificio, y lo que lleves será igual, como que es el modelo, a lo que otras traigan de casa madama Lagazc... Te dejo las señas. Corre la voz... Ven a casa a ver los modelitos...

Los confeccionó ella misma, con trapos suyos, sobre maniquíes de alambre de unas cuantas pulgadas de alto. Había el traje de sociedad, el de calle, el de abrigo y hasta el alborotado, insolente, enorme sombrero. La fiebre de la inspiración hacía que Germana ni tuviese tiempo de notar que su madre empeoraba. Dionisia, desesperanzada y temblona, lloraba por los rincones. Germana, valerosa, esperaba las parroquianas seguras. Al espejuelo de la elegancia extranjera, la mujer acude, y acudió. Dos antiguas amigas se encargaron trajes sastre; tres o cuatro desconocidas, abrigos y sombreros; una dama de alto copete pidió el traje de sociedad muy aprisa, a plazo fijo, para comida y baile en la Embajada de Rusia...

-Oye, Dionisia -suplicó Germana, con voz rota por la emoción-: coge, sin que mamá te vea, todo el dinero que tenga ella en su armario... hay que adelantar tela, los adornos...

-No me atrevo... ¡Coger, así, del armario! ¡Las economías de mamá!

-¿Prefieres pedir limosna?

La energía sugestiona, la resolución fascina. Dionisia se apoderó de la cantidad, y los trajes empezaron a surgir. Las hermanas no dormían, no comían ni vivían. La enferma hubo de notar algo extraño.

-¿Qué os pasa? ¡Qué raras estáis! ¿Por qué me deja Germana sola tanto tiempo? ¿A qué se dedica? ¡Ingrata! Que venga...

Una mañana, el ahogo de la señora fue más largo, o las fuerzas se hallaban más agotadas tal vez... Sobre el brazo de Dionisia cayó la inerte cabeza de la madre, libre ya de penas y sufrimientos, bañada en eterno reposo. Las hijas, arrodillándose al pie de la cama, sollozaban sin consuelo. Se oyó sonar la campanilla imperiosamente.

-¡Llaman!... -gimió Dionisia.

-¡Es la parroquiana del traje de sociedad!... ¡La había citado a esta hora! Viene a probar -hipó Germana, levantándose.

-¿Vas a recibirla? -reprobó la hermana mayor.

-¡Ya lo creo!...

Y Germana, limpiándose las lágrimas, salió aprisa.

-¿Llora usted? -preguntábale entre compadecida y curiosa la cliente, mientras ahuecaba con el dedo un pliegue del cuerpo escotado, para señalar la arruga.

-Sí, señora. Acabo de saber que se me ha muerto una parienta... allá en Andalucía.

-¿Cercana?

No mucho... Pero la queríamos... ¿Le gusta a la señora el escote bajo, o sin hombreras? Ahora se llevan poco...

-Más bajito..., así... Que no me falte usted mañana, ¿eh? Espero el vestido por la tarde...

Al día siguiente -horas después del entierro- Germana cobraba la primera toilette de las que hicieron la reputación de las famosas hermanas Ramos. Se ganaba en el traje sobre unas trescientas pesetas.

-Si yo confieso mi verdadera situación -decíame Germana, al referirme su escondida tragedia-, o me vuelven la espalda o me dan unas "perras" de limosna... Hay que pedir con soberbia y para lujo; no para comer...

EL DISFRAZ

La profesora de piano pisó la antesala toda recelosa y encogida. Era su actitud habitual; pero aquel día la exageraba involuntariamente, porque se sentía en falta. Llegaba por lo menos con veinte minutos de retraso, y hubiese querido esconderse tras el repostero, que ostentaba los blasones de los marqueses de la Ínsula, cuando el criado, patilludo y guapetón, le dijo, con la severidad de los servidores de la casa grande hacia los asalariados humildes:

-La señorita Enriqueta ya aguarda hace un ratito... La señora marquesa, también.

No pudiendo meterse bajo tierra, se precipitó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombra espesa, y al correr, se prendían en el desgarrón interior de la bajera, pasada de tanto uso. A pique estuvo de caerse, y un espejo del salón que atravesaba para dirigirse al apartado gabinete donde debía de impacientarse su alumna, le envió el reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por el terror de perder una plaza que, con el empleíllo del marido, era el mayor recurso de la familia.

¡Una lección de dieciocho duros! Todos los agujeros se tapaban con ella. Al panadero, al de la tienda de la esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso, se les respondía invariablemente: "La semana que viene... Cuando cobremos la lección de la señorita de la Ínsula..." Y en la respuesta había cierto inocente orgullo, la satisfacción de enseñar a la hija única y mimada de unos señores tan encumbrados, que iban a Palacio como a su casa propia, y daban comidas y fiestas a las cuales concurría lo mejor de lo mejor: grandes, generales, ministros... Y doña Consolación, la maestra, contaba y no acababa de la gracia de Enriquetita, de la bondad de la señora marquesa, que le hablaba con tanta sencillez, que la distinguía tanto...