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Dulce belleza Chantelle Shaw El multimillonario jugador de polo Diego Ortega ha recorrido el mundo entero y ha estado con innumerables mujeres. La dulce belleza de la británica Rachel Summers ha saciado su apetito… por lo que no comprende por qué su cuerpo sigue deseándola. Rachel es consciente de que no es el tipo de mujer que le gusta a Diego… No es muy sofisticada, es una simple chica de campo. Pero eso no significa que deba mostrar todas sus cartas… De camarera a princesa Sharon Kendrick Cathy está acostumbrada a hacer camas, ¡no a meterse en una con un príncipe! Pero el arrogante Xaviero impone una norma: después de que le haya enseñado a Cathy todo lo que sabe, su aventura concluirá. Cuando el rey de Zaffirinthos enferma, Xaviero se ve a obligado a asumir el rol de príncipe regente. Las voluptuosas curvas de la dócil Cathy siguen asolando sus sueños y decide ofrecer a la humilde doncella un trato muy especial, digno de un príncipe. La amante inocente del griego Diana Hamilton La temible reputación de Dimitri Kyriakis no deja la menor duda sobre lo implacable que puede ser en una sala de juntas. Pero el principal asunto en la agenda personal de este magnate es algo muy personal: quiere vengarse de su padre. Andreas Papadiamantis. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que seduciendo a Bonnie, el último juguete de Andreas? La inocente Bonnie había sido contratada como enfermera de Andreas, pero Dimitri se niega a creer que no esté buscando una parte de la fortuna familiar.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 432 - agosto 2022
© 2009 Chantelle Shaw
Dulce belleza
Título original: Argentinian Playboy, Unexpected Love-Child
© 2009 Sharon Kendrick
De camarera a princesa
Título original: The Prince’s Chambermaid
© 2009 Diana Hamilton
La amante inocente del griego
Título original: Kyriakis’s Innocent Mistress
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta
edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con
personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o
situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos
los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-026-7
Créditos
Dulce belleza
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
De camarera a princesa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
La amante inocente del griego
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
DIEGO se apoyó en la valla del prado. Observó con el ceño fruncido cómo un caballo con su jinete realizaba un triple salto con increíble facilidad. El siguiente obstáculo era una valla de considerable altura. El caballo tomó velocidad y el jinete se aferró al cuello del animal para prepararse para saltar.
Las habilidades de equitación de aquel jinete eran fascinantes. Sin percatarse de ello, Diego contuvo la respiración a la espera de que el caballo levantara las patas del suelo. Pero justo en ese momento salió una motocicleta de la arboleda que había junto al prado y el molesto sonido de su motor terminó con la paz que había reinado en el ambiente. La motocicleta comenzó a bordear la valla del prado. El caballo claramente se asustó por el ruido y Diego supo que se negaría a saltar. Pero no había nada que él pudiera hacer y, sintiéndose impotente, observó cómo el caballo tiró a su jinete al suelo.
Rachel se quedó sin aliento debido al impacto y trató con todas sus fuerzas de respirar. Sintió cómo le dio vueltas la cabeza y cómo su cuerpo recuperó la sensibilidad… momento en el que fue consciente de lo doloridos que tenía los brazos, los hombros, las caderas… Le pareció más fácil mantener los ojos cerrados, pero oyó una voz y se forzó en levantar los párpados, momento en el que vio a un hombre junto a ella.
–No trate de moverse. Quédese quieta mientras yo compruebo si se ha roto algún hueso. Dios… tiene suerte de seguir con vida –dijo el hombre–. Voló por el aire como una muñeca de trapo.
Rachel apenas se percató de que él comenzó a palparle los huesos del cuerpo… hasta que llegó a sus costillas, momento en el que hizo un gesto de dolor. Todavía aturdida por la caída, cerró los ojos de nuevo.
–No se desmaye. Voy a telefonear a una ambulancia.
–No necesito una ambulancia –contestó ella entre dientes, forzándose en abrir los ojos.
Aquel extraño acercó la cara a la suya. Rachel pudo sentir su cálida respiración en la mejilla y, al verlo con claridad, lo reconoció de inmediato. Aquel hombre era Diego Ortega, campeón internacional de polo, multimillonario, y un afamado playboy que, según la prensa, tenía tanto éxito en conseguir mujeres bellas como títulos de polo. A Rachel no le interesaban los artículos de cotilleo, pero desde que había tenido doce años había devorado todas las revistas de equitación que habían caído en sus manos y no había duda de que el argentino era una leyenda en el deporte que había elegido como profesión.
Supuso que no debió sorprenderle la presencia de Diego Ortega ya que, durante las anteriores semanas, el tema de conversación de los muchachos de la finca había sido la inminente visita de éste a Hardwick Hall. Pero verlo allí en carne y hueso fue muy impresionante. Le desconcertó darse cuenta de que el argentino la había estado observando realizar saltos con Piran.
Él ya había sacado su teléfono móvil de sus pantalones vaqueros y Rachel se forzó en levantarse… aunque le dolió mucho la cadera y no pudo hacerlo.
–Le dije que permaneciera tumbada –comentó Diego Ortega con una mezcla de impaciencia y preocupación. Su voz tenía mucho acento.
Rachel se reveló de inmediato contra el tono autoritario de la voz de él.
–Y yo le dije a usted que no necesito una ambulancia –contestó con firmeza, logrando arrodillarse por pura determinación.
–¿Es siempre tan desobediente? –Diego no se molestó en ocultar su irritación.
Murmuró algo que Rachel no pudo entender pero, por el tono de voz que empleó, a ella le agradó no haber podido comprender. Se dijo a sí misma que una vez que se pusiera de pie se encontraría mejor. No podía permitirse perder un par de horas sentada en la sala de espera del hospital de la zona. Se forzó en moverse, pero entonces, sorprendida, emitió un grito al sentir cómo unas fuertes manos la tomaron por la cadera y la levantaron por los aires.
No estuvo más de un segundo presionada contra el musculoso pecho de Diego Ortega, pero la sensación de tener aquellos poderosos brazos sujetándola, así como el respirar la seductora fragancia de la colonia de éste, provocaron que le diera vueltas la cabeza. Se le revolucionó el corazón y no fue debido a la caída. De cerca, aquel hombre era impresionante. Llevaba puesta una camisa color crema con los botones superiores desabrochados y pudo ver el oscuro vello que parecía cubrirle todo el pecho, así como también los antebrazos. Entonces lo miró a la cara y observó las bellas facciones que tenía. Poseía una boca realmente preciosa.
Se preguntó cómo sería un beso de aquella boca. El color que había desaparecido de su cara debido a la impresión de la caída, volvió a sus mejillas. No apartó la mirada y observó sus ojos color ámbar, ojos que en aquel momento estaban brillando en señal de advertencia.
Cuando él la dejó en el suelo, trató desesperadamente de ocultar el hecho de que le temblaron las piernas. Pero mientras miró el brillante color caoba del cabello de aquel hombre, cabello que le llegaba hasta los hombros, se dijo a sí misma que el temblor no tenía nada que ver con él, sino con la caída que había sufrido.
Diego Ortega tenía un aspecto muy masculino. Tenía una piel aceitunada que le recordó una fotografía que había visto en una ocasión de un jefe Sioux… oscuro, peligroso… innegablemente el hombre más guapo que jamás había visto.
Él todavía la tenía agarrada por los brazos. Pareció que temía que si la soltaba, ella caería al suelo. Pero Rachel necesitó poner distancia entre ambos.
–Gracias –murmuró, echándose para atrás.
Durante un momento pensó que Diego no iba a soltarla, pero entonces lo hizo. Éste frunció el ceño al observar cómo ella se balanceó.
–Necesita que la vea un médico –comentó lacónicamente–. Aunque lleva puesto un casco, podría haber sufrido una conmoción cerebral.
–Estoy bien, de verdad –se apresuró en asegurar Rachel. Se forzó en esbozar una sonrisa, pero en el fondo se sintió como si una apisonadora le hubiera aplastado todo el cuerpo–. He sufrido caídas mucho peores que ésta.
–No me sorprende –masculló él–. El caballo es demasiado grande para usted –añadió.
Tras decir aquello, giró la cabeza y miró el semental negro que había captado su atención cuando se había acercado al prado de ensayos. Su interés en el jinete había llegado a posteriori, cuando al ver la rubia trenza que se movía bajo el casco se había percatado de que aquella delicada figura era definitivamente femenina. El caballo, que en aquel momento ya se había tranquilizado, era muy grande y fuerte. Incluso a un hombre le resultaría difícil controlarlo.
Pensó que aquella mujer era llamativamente bella. No llevaba maquillaje, tenía la piel como la porcelana y las mejillas sonrosadas. Era una verdadera rosa inglesa. Le cautivaron sus ojos azules, ojos que lo estaban analizando fijamente.
Asombrado, frunció el ceño al percatarse de que se había quedado mirándola. Estaba acostumbrado a que las mujeres se quedaran mirándolo a él. Pero aquella fémina era simplemente exquisita. Tenía un aspecto tan frágil que no comprendió cómo no se había roto todos los huesos en la caída.
–Me impresiona que su padre le permita montar un animal tan poderoso –comentó.
–¿Mi padre? –desconcertada, Rachel se quedó mirándolo.
Pensó que ni su verdadero padre, ni los dos siguientes maridos de su madre, la cual había insistido en que los llamara «papá», habían estado suficientemente interesados en ella como para preocuparse por la clase de animal que montaba. Pero Diego Ortega no sabía nada de su complicada familia, ni del hecho de que su madre se había casado tantas veces.
–Ni mi padre ni nadie me «permite» hacer nada –contestó con dureza–. Soy adulta y tomo mis propias decisiones. Puedo manejar perfectamente a Piran.
–Es un caballo demasiado fuerte para usted y es una ingenua si piensa que podría controlarlo si él decide desbocarse –respondió Diego fríamente–. Cuando se negó a saltar no pudo controlarlo en absoluto… aunque, para ser justo, debo admitir que no fue enteramente culpa suya. ¿Quién demonios conducía la motocicleta? No puedo creer que el conde Hardwick permita que un gamberro se pasee a sus anchas por su propiedad como un lunático.
–Desafortunadamente, el conde le permite hacer a su hijo lo que éste quiera –explicó Rachel–. El gamberro al que se ha referido es Jasper Hardwick, y yo no podría estar más de acuerdo con su descripción de él. Pasa mucho tiempo alterando la propiedad con su maldita motocicleta. Salió de la arboleda sin previo aviso y es normal que Piran se asustara. Apostaría a que ningún jinete podría controlarlo en esa situación.
–Quizá tenga razón –concedió Diego, encogiéndose de hombros–. Usted monta bien –reconoció de mala gana. Cuando había llegado al prado, se había percatado de la empatía que había entre la muchacha y el caballo. Ella tenía un talento innato para montar.
Se acercó al semental, el cual estaba ya muy tranquilo atado a la valla. Tomó sus riendas.
–¿Cuántos años tiene? –preguntó, acariciando el costado del animal.
–Seis. Yo llevo realizando saltos con él desde hace dos años.
–Es un caballo muy bonito. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
–Piran. Vino de un establo de Cornwall y su nombre significa «oscuro»… muy apropiado por su color –contestó Rachel, acariciando el negro manto del caballo.
En ese momento las manos de ambos se rozaron al acercar Diego la mano para acariciar el lomo del animal. Ella se quedó sin aliento ante aquel contacto, tras lo cual se ruborizó al percatarse del brillo que reflejaron los ojos de él, brillo que dejó claro que Diego se había percatado de su reacción.
–Así que el caballo se llama Piran… ¿y el jinete…? –preguntó él con voz ronca.
–Rachel Summers –contestó ella con brío.
Era la encargada de preparar a los caballos en el Hardwick Polo Club y era muy probable que fuera a ocuparse de los de Diego en el partido de polo que iba a celebrarse. El argentino era la estrella invitada.
–Y tú eres Diego Ortega –comentó educadamente, quitándose el casco–. Todo el mundo aquí, en Hardwick, está emocionado con tu visita.
Él frunció el ceño, pero a continuación esbozó una divertida sonrisa.
–De la misma manera que el significado del nombre de Piran va acorde con el color de su pelo, tu apellido concuerda con la tonalidad de tu pelo, que es del mismo color que el trigo maduro en verano –murmuró el argentino con la mirada fija en los rizos dorados que le caían alrededor de la cara a ella.
Rachel era bajita y, cuando la había tomado en brazos, se había percatado de que no pesaba nada. Pero a pesar de su frágil apariencia, era tan luchadora y ardiente como algunos de los potros del criadero que tenía en su Estancia Elvira, en Argentina.
–Tienes el aspecto de una muchacha que acaba de terminar el instituto. ¿Cuántos años tienes?
–Veintidós –espetó ella, estirándose. Deseó ser un poco más alta.
Era consciente de que aparentaba tener menos edad de la que en realidad tenía. Pero como raramente se preocupaba por arreglarse, sino que simplemente se lavaba la cara y se peinaba el pelo en una trenza, era culpa suya que Diego Ortega la hubiera confundido con una quinceañera. Irritada, se dijo a sí misma que no le importaba la opinión que aquel hombre tuviera de su apariencia. Pero se sentía muy orgullosa de sus habilidades como jinete y le había molestado que él hubiera cuestionado su capacidad para controlar a Piran.
Comenzó a respirar agitadamente. Le impresionó observar cómo Diego la miró de arriba abajo y cómo fijó la vista en sus pechos. Tragó saliva con fuerza y se recordó a sí misma que no había mucho bajo su camisa que pudiera excitar a aquel hombre. Montar a caballo era más que su pasión; desde que había sido una jovencita se había convertido en una obsesión que había excedido cualquier interés en su apariencia física. Nunca le había preocupado el hecho de no haber desarrollado mucho pecho. Pero en aquel momento, por primera vez en su vida, deseó tener un aspecto más femenino, tener más curvas y algo más que unos diminutos bultitos que no requerían el soporte de un sujetador.
Repentinamente sintió las piernas débiles y le pareció que el aire se le había quedado atrapado en los pulmones… sintió la misma sensación que cuando Piran la había tirado al suelo.
Durante su adolescencia había estado tan ocupada montando a caballo que no había tenido tiempo para chicos. Y, aunque había tenido un par de relaciones desde que había dejado el colegio, ambas habían durado poco debido a su falta de interés. Pero Diego Ortega no se parecía en nada a los chicos con los que ella había salido y la estaba mirando de una manera en la que jamás la había mirado ningún hombre. Tal vez su experiencia con el sexo opuesto fuera limitada, pero pudo percibir el interés de Diego. Reconoció la química que había entre ambos y no pudo contener el pequeño escalofrío que le recorrió la espina dorsal.
Él frunció el ceño al percatarse de que Rachel no llevaba sujetador. Pudo distinguir claramente a través de la tela de su camisa la piel más oscura de sus pezones… así como también pudo observar cómo éstos se endurecieron provocativamente. El calor se apoderó de su cuerpo y se sintió impresionado ante la intensidad de éste. No se había sentido tan excitado desde hacía muchos años. Sintió cómo se le aceleró el corazón y cómo sus pantalones vaqueros repentinamente le quedaron estrechos a la altura de la ingle…
Se dijo a sí mismo que había llegado el momento de que se moviera, de que rompiera con aquella sensualidad que había atrapado a ambos. Miró su reloj y vio que ya era hora de que regresara a la casa para cambiarse para la cena que iba a tener con el conde y la señora Hardwick, así como con su atractiva, pero demasiado ansiosa hija, Felicity. Se preguntó si el idiota del hijo del matrimonio, que casi había causado un serio accidente, también estaría presente en la cena. Lo que tenía claro era que iba a informar al conde de que no permitiría que unas ruidosas motocicletas pasaran cerca de los ponis de pura sangre a los que él debía entrenar en el Hardwick Polo Club.
Volvió a mirar a Rachel a la cara y se centró en su sugerente boca. Le dio un vuelco el estómago al imaginarse cómo sería besar aquellos labios y explorarla con la lengua. Pensó que seguramente tenía un sabor muy dulce y que le respondería encantada. Se percató de que se le habían dilatado las pupilas, pupilas que reflejaron una sensual promesa.
Se preguntó quién sería aquella mujer y se dijo a sí mismo que podría ser una interesante diversión durante los siguientes meses. Sabía que la aristocrática familia Hardwick tenía muchas ramas y supuso que Rachel sería una pariente.
–¿Vives en la casa principal, en Hardwick Hall? –exigió saber abruptamente, forzándose en apartarse de ella.
–El conde Hardwick no suele invitar a su personal a dormir en su casa –contestó Rachel con sequedad–. Ni siquiera a los encargados.
–Así que trabajas aquí –comentó Diego, frunciendo el ceño–. ¿Es tuyo Piran?
–No, me lo han prestado. Su dueño es Peter Irving, el propietario de la granja que hay junto a la finca Hardwick. Peter fue un jinete especializado en caballos de salto y es quien me patrocina.
–Irving… me suena ese apellido.
–Ganó tres veces el oro en las Olimpiadas y fue capitán del Equipo Ecuestre Británico durante muchos años. Peter es mi inspiración –explicó ella.
–¿Esperas ser seleccionada para el equipo inglés? –preguntó Diego.
–Las próximas Olimpiadas son mi sueño –admitió Rachel, ruborizándose. Pero a continuación se preguntó por qué le había revelado sus sueños a un hombre al que apenas conocía. Jamás le había contado aquello a nadie, aparte de a Peter Irving. Ni siquiera a su familia.
Desde que sus padres se habían divorciado cuando ella había tenido nueve años, ambos habían estado demasiado involucrados con sus nuevas parejas e hijos como para interesarse por ella. En las pocas ocasiones en las que le había mencionado algo de los caballos a su madre, Liz Summers, sólo había conseguido discutir y tener que soportar que ésta le dijera que debía encontrar un trabajo como era debido, un lugar decente donde vivir en vez de una vieja caravana y un novio…
–Pero para las Olimpiadas todavía queda mucho –murmuró–. Por ahora estoy trabajando duro con la esperanza de que me seleccionen para el equipo que participará en el campeonato europeo del año que viene. Tanto Peter como el conde Hardwick piensan que tengo muchas posibilidades. El conde me ha apoyado mucho en mi carrera –añadió–. Me permite tener aquí a Piran y siempre me da tiempo libre para que pueda ir a las competiciones. Las facilidades en Hardwick son excelentes y trabajar aquí está suponiendo una experiencia fantástica.
–No tan fantástica cuando tu caballo se niega a saltar –comentó Diego con sequedad, notando cómo ella se estaba restregando las costillas–. Yo llevaré a Piran a los establos.
Sin darle tiempo a Rachel de discutir, ajustó los estribos del caballo y subió a la silla de montar con mucho estilo. Piran normalmente no aceptaba que lo montaran extraños, pero se quedó muy tranquilo mientras él le habló. La voz de Diego era extrañamente hipnótica.
Rachel pensó que era una pena que aquel jinete argentino no tuviera un efecto tan tranquilizador sobre ella. Se sintió muy alterada y supo que no era sólo por la caída.
Abrió la puerta del prado y Diego guió a Piran hacia la salida. Una vez fuera, detuvo al animal y la esperó.
–Sigo creyendo que debería telefonear a un médico –dijo al observar que ella hizo un gesto de dolor a cada paso que dio–. Estás muy pálida y obviamente dolorida.
–Simplemente tengo el cuerpo amoratado, eso es todo –contestó Rachel tercamente.
Diego le dirigió una dura mirada.
–Se te va a poner todo el cuerpo morado y mañana te dolerá mucho. Para no empeorar las cosas, no deberías montar a caballo durante una semana.
–Estás bromeando, ¿verdad? –respondió ella. Pareció escandalizada–. Tengo una competición dentro de poco y mañana voy a hacer de nuevo el circuito con Piran. Éste habría saltado la última valla sin problemas si no le hubiera asustado la motocicleta.
Él maldijo. Lo hizo con una mezcla de impaciencia y admiración ante la tozudez de Rachel.
–Eres la mujer más testaruda que he conocido –comentó. La agarró y la subió al caballo junto a él sin que ella pudiera hacer nada.
La sentó delante de él. La sujetó con un brazo contra su pecho mientras con la otra mano agarró las riendas y controló al semental con increíble facilidad.
Al mirar los fuertes antebrazos de Diego, Rachel se percató de que tratar de bajarse sería inútil, por lo que decidió quedarse allí quieta hasta que llegaran a los establos. Pero la sola sensación de los fuertes muslos del argentino presionando su trasero era algo muy íntimo. El calor que desprendía su cuerpo, así como la fragancia de su colonia mezclada con otro delicado aroma excitantemente masculino y extremadamente embriagador, le estaban afectando mucho.
Cuando llegaron a los establos, se sintió muy agradecida. Diego desmontó primero y, con cuidado, la ayudó a bajar a ella. Entonces la tomó en brazos. Irritada, Rachel pensó que pareció como si él pensara que ella era la muñeca de trapo a la que se había referido cuando había descrito la caída.
Cuando por fin la sentó en un fardo de heno, estaba muy ruborizada. Y cuando fue a levantarse, Diego se acercó para impedírselo.
–Tengo que ver a Piran –explicó ella, enfadada.
–Le pediré a alguno de los muchachos que lo cepille. A ti te cuesta respirar… puedo verlo reflejado en tus ojos, aunque seas demasiado testaruda como para admitirlo –contestó él.
Rachel se quedó mirándolo a la cara y se dio cuenta de que había conocido a alguien que estaba tan decidido como ella a salirse con la suya.
–Ya te he dicho que estoy bien –dijo entre dientes–. Y a Piran no le gusta que nadie más lo cepille.
–Bueno, pues va a tener que acostumbrarse porque no quiero verte de nuevo por los establos hasta que no te hayas hecho una radiografía de las costillas y un chequeo médico completo. Mi chófer, Arturo, te llevará en coche hasta el hospital –le informó Diego con frialdad–. Te llevaría yo mismo pero, como ya te he dicho, la señora Hardwick va a ofrecer una cena esta noche… y me parece que yo soy la estrella invitada –añadió con sequedad.
Al ir a decir algo Rachel, él se apresuró en continuar hablando.
–No pierdas tu tiempo discutiendo conmigo –le advirtió, colocándole un dedo por debajo de la barbilla. Presionó levemente hacia arriba para que a ella no le quedara otro remedio que cerrar la boca y tragarse las palabras que estaba deseando decir–. Yo estaré a cargo de los establos durante mi estancia en Hardwick Hall y me niego a tener a alguien que apenas puede moverse trabajando bajo mis órdenes. Si te has roto las costillas o has resultado herida, supones una responsabilidad de la que no me quiero hacer cargo.
Tras decir aquello, sonrió a pesar de la furia que reflejó la expresión de la cara ella.
–Voy a estar aquí todo el verano –añadió con una sensual voz.
Rachel pensó que era obvio que Diego Ortega era un seductor nato, pero también era el hombre más arrogante que jamás había conocido. Se sintió indignada con su cuerpo por haber respondido ante él. Sintió un cosquilleo por los pechos y unas impactantes ansias de que Diego la tumbara sobre el heno y de que la besara como nunca antes nadie lo había hecho.
–¿Qué quieres decir con eso de que vas a estar aquí «todo el verano»? –contestó con la voz ronca–. Sé que has venido para el torneo de polo, pero había pensado que después regresarías a Argentina –añadió con la consternación reflejada en la mirada.
Él negó con la cabeza y esbozó una gran sonrisa.
–Normalmente paso un par de meses, cuando es invierno en Argentina, en mi escuela de polo de Nueva York. Pero este año el conde me ha invitado a Hardwick para que entrene a los ponis. Así que ya ves, Rachel… –Diego le acarició entonces los labios con su dedo pulgar– durante el próximo mes más o menos seré tu jefe y deberás obedecer mis reglas. Ve al hospital con Arturo, espera hasta que te hagan una revisión completa y, cuando puedas decirme que estás bien de salud, serás bienvenida. Hasta entonces, si veo un mechón de tu bonito pelo rubio cerca del establo de Piran, habrá problemas, ¿comprendes?
Por el tono de voz de él, ella se percató de que sería peligroso enfadarlo. Le indignó su prepotencia y giró la cabeza. Pero tembló al hacerlo. La manera tan delicada con la que Diego le había acariciado los labios había sido impresionantemente íntima. Pensó que la idea de tener que trabajar para él durante todo el verano era realmente perturbadora.
–El conde Hardwick me nombró jefa de los muchachos y estoy segura de que tendrá algo que decir cuando le informe de que me has apartado de mi trabajo –dijo, enfurecida.
–Al conde le costó mucho convencerme de que viniera a Gloucestershire en vez de que me fuera a Nueva York. Creo que descubrirás que le parecerá bien cualquier cosa que yo diga –respondió Diego con gran arrogancia.
Ella sintió ganas de abofetearlo.
–Además, no te he apartado de tu trabajo, Rachel. De hecho, tengo muchas ganas de trabajar contigo una vez me asegure de que no has sufrido ninguna herida de importancia. Tengo unos planes estupendos para el Hardwick Polo Club y me da la impresión de que tú y yo vamos a pasar juntos mucho tiempo –comentó él con un sensual brillo reflejado en los ojos.
Rachel sintió cómo un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Deseó levantarse y decirle que se perdiera, que antes preferiría trabajar para el diablo que para él. Pero no pudo moverse ya que se había quedado atrapada bajo el magnetismo de Diego. Estaba cautivada por su impactante masculinidad. No pudo apartar la mirada de su sensual boca y, al acercar él la cabeza levemente a ella, dejó de pensar y casi de respirar. Cuando pareció que iba a besarla, se le revolucionó el corazón.
Pero para su profunda decepción, Diego no la besó. En vez de ello, se enderezó y se apartó de ella. A continuación esbozó una burlona sonrisa.
–Espera aquí a que venga a buscarte Arturo –le ordenó antes de dirigirse a la puerta de los establos, donde se detuvo–. Parece que va a ser un verano muy interesante, ¿no crees, Rachel?
PARA alivio de Rachel, la radiografía mostró que no se había roto ningún hueso en la caída. Pero tenía las costillas y los hombros gravemente magullados y el doctor fue muy firme al decirle que no debía montar a caballo durante los siguientes días.
–Dudo que mañana seas capaz de moverte –le dijo mientras le dio unas recetas para unos fuertes analgésicos–. Toma dos de éstos dos veces al día y descansa.
Pero para ella, el hecho de que no se había roto ningún hueso significó que al día siguiente podría trabajar en los establos.
Inconvenientemente, a la mañana siguiente se despertó completamente dolorida y, al ver los moretones que tenía por todo el cuerpo, tuvo que admitir que no estaba en condiciones de montar en bicicleta para ir a los establos ni de pasar la mañana ejercitando caballos.
Aparte del hecho de que, aunque lograra llegar a los establos, seguramente Diego Ortega le ordenaría que regresara de nuevo a casa. El argentino era el individuo más arrogante que jamás había conocido, pero al mismo tiempo era el hombre más sexy que había visto.
La mañana se le hizo interminable, pero afortunadamente los analgésicos funcionaron y por la tarde ya no se encontró tan mal. Uno de los muchachos de la finca le mandó un mensaje en el cual le informó de que Diego había regresado a Hardwick Hall, donde se estaba hospedando como invitado del conde. Mientras se dirigió hacia los establos en bicicleta, ella pensó que era muy improbable que él regresara a trabajar aquella tarde. Cada vez que se encontró con un bache en el camino, sintió un gran dolor.
A Piran le agradó mucho verla. Tenía el manto muy brillante y Rachel supuso que alguien lo había cepillado. Pero volvió a cepillarlo y le dio un par de caramelos de menta. No se percató de que tenían compañía hasta que una figura se le acercó por detrás.
–Jasper, me vas a causar un infarto si te acercas a mí de esta manera –espetó cuando un leve sonido provocó que se diera la vuelta–. Es una pena que ayer no fueras tan silencioso con tu motocicleta –añadió.
Sintió la misma intranquilidad que siempre le invadía cuando estaba a solas con el hijo y heredero del conde Hardwick. El joven inglés era uno de los solteros de oro de la zona. Su bonito pelo rubio le caía sobre la frente y ella podía comprender por qué las mujeres se sentían atraídas por él. Pero para ella no tenía nada atractivo.
–Sí, he oído que Piran te tiró al suelo cuando estabas montándolo ayer –comentó Jasper, apoyándose en la puerta del compartimiento.
Le cerró el paso a Rachel, la cual instintivamente se echó para atrás.
–Fue culpa tuya, no de Piran –aseguró ella–. El ruido de tu motocicleta le asustó. Desearía que no montaras cerca del prado.
Jasper se encogió de hombros.
–Es mi tierra… o lo será algún día. Deberías ser agradable conmigo, Rachel –dijo, esbozando una pícara sonrisa. Entonces se acercó a ella y le acarició la mejilla–. En el futuro voy a ser muy rico… siempre y cuando mi querido papá no derroche la fortuna familiar en el club de polo. Dios sabe cuánto dinero le habrá pagado a Diego Ortega para convencerlo de que viniera aquí a compartir con nosotros su «pericia» –añadió petulantemente–. Ortega ya es multimillonario y el dinero que el viejo le ha pagado podría haber ido destinado a aumentar mi mísera asignación.
–El señor Ortega tiene fama de ser uno de los mejores entrenadores del mundo –murmuró Rachel–. Su presencia en el Torneo de Polo Hardwick ha triplicado la venta de entradas.
–Ortega es un famoso playboy –comentó Jasper, enfurruñado. Obviamente le había molestado la defensa que ella había hecho de Diego–. Anoche, mi hermana estuvo todo el tiempo encima de él –añadió–. No me digas que tú también has caído bajo sus encantos.
–Desde luego que no –se apresuró en contestar Rachel.
Pero tal vez lo hizo demasiado rápido ya que Jasper se quedó mirándola. Ella se ruborizó.
–A juzgar por mi breve encuentro con Diego Ortega, me pareció que es uno de los hombres más desagradables que jamás he conocido. Me alegraré cuando se marche de aquí –comentó.
–¿Ésa es tu opinión? ¡Qué decepción! Tenía muchas esperanzas en nuestra relación –terció entonces alguien con mucho acento en la voz.
Rachel emitió un gritito y giró la cabeza para ver a Diego Ortega.
–Me refería a nuestra relación laboral, claro está –añadió éste. Al ver cómo Jasper frunció el ceño, esbozó una insulsa sonrisa frente a él.
Diego centró de nuevo su atención en Rachel, la cual sintió cómo le dio un vuelco el estómago al mirarla él a los ojos. Obviamente el argentino se había cambiado de ropa para la cena y estaba impresionantemente guapo vestido con unos pantalones negros de vestir y una camisa de seda blanca. Se había desabotonado la camisa por el cuello y ella pudo ver parte de la dorada piel de su pecho.
–Me temo que durante los próximos meses me verás muchas veces –dijo Diego sarcásticamente.
Rachel miró al suelo y deseo que éste se abriera y la tragara.
–El conde Hardwick me ha retado a convertir el Hardwick Polo Club en un lugar de referencia para el deporte… y yo jamás puedo resistirme ante un reto –continuó él sin apartar la mirada de la ruborizada cara de ella.
Entonces miró a Jasper con una actitud desdeñosa.
–Me temo que ya no vas a poder continuar montando en motocicleta por la finca. Voy a realizar un entrenamiento intensivo con ponis y no quiero perder tiempo al tener que calmarlos cada vez que tú los aterrorices. Tu desconsiderada actuación de ayer provocó el accidente de Rachel y sólo fue pura suerte que las consecuencias del mismo no fueran más graves.
Jasper se sintió enfurecido.
–No es culpa mía que Rachel no pueda controlar su caballo –dijo, resentido–. Todo el mundo sabe que Piran es demasiado fuerte para ella –añadió, dirigiéndole a Diego una mirada de aversión–. Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer. Mi padre…
–Tu padre está de acuerdo conmigo en que la motocicleta no debe entrar en la zona de los establos y de los prados –interrumpió Diego–. Las habilidades de Rachel como jinete no pueden discutirse. Ayer estuve observando cómo montaba y, en mi opinión, es una jinete excelente.
Ella se ruborizó ante aquel inesperado cumplido. Enfurecido, Jasper la miró para a continuación mirar a Diego. Maldijo gravemente antes de darse la vuelta y salir de los establos. En el silencio que se apoderó entonces de la situación, Rachel sintió cómo la tensión aumentó y se centró en colocar en su sitio los cepillos de Piran.
–Puede que sea un miembro de la aristocracia británica, pero es un individuo sin encanto, ¿verdad? –comentó Diego–. Aunque tal vez tú no pienses así. ¿Quedaste con él en veros aquí ya que sabías que los demás muchachos no estarían en los establos?
Impresionada ante aquella acusación, ella se dio la vuelta. Pudo ver que él estaba mirándola fija y fríamente con sus ojos color ámbar.
–Desde luego que no –negó con fiereza–. ¿Por qué querría yo hacer eso? No estoy ni lo más mínimo interesada en Jasper.
Diego entró en el compartimiento y acarició a Piran.
–Bueno, pues él está interesado en ti –dijo con dureza–. Te doy un consejo, querida… no coquetees con Hardwick a no ser que quieras llegar hasta el final. Él te desea fervientemente y no es buena idea alentarlo.
–¡Yo no estaba coqueteando con Jasper! –espetó Rachel con la furia reflejada en la mirada–. Seguramente él me vio entrar en los establos y me siguió. Sólo vine a ver a Piran, no a montar –añadió al recordar que Diego le había prohibido acercarse a los establos–. Aunque las radiografías mostraron que no me he roto nada. No hay ninguna razón por la que no pueda montar.
–Aparte de la recomendación del doctor, el cual te dijo que te quedaras en cama durante un par de días. Arturo oyó la conversación que mantuvisteis en el hospital –murmuró Diego. Sintió una mezcla de impaciencia y diversión cuando ella lo miró.
Pensó que Rachel era extremadamente testaruda… un fallo que ambos compartían. Comprendía su obsesión por montar a caballo y su adicción a la adrenalina que sentía cuando realizaba los saltos. Obviamente le gustaba llegar al límite, al igual que le ocurría a él en el campo de polo. Se preguntó qué la movía ya que era algo que le hacía no preocuparse por su seguridad… al igual que lo que le había movido a él le había llevado a correr riesgos que lo habían catapultado a lo más alto en el polo y en varias ocasiones casi a la tumba.
Deseó hacerle entrar en razón, pero al mismo tiempo deseó besarle los labios hasta que los separara y él pudiera introducir la lengua en su boca. Le irritó el efecto que Rachel tenía en él. El día anterior había pensado que ella sería una diversión interesante durante su estancia en Hardwick, pero tras una noche en la que no había descansado ya que no había podido quitársela de la cabeza, había decidido que lo que ella suponía era una complicación innecesaria. Había asumido que cuando volviera a verla habría tenido su inconveniente atracción por ella bajo control pero, en cuanto había entrado en los establos y la había visto, le había dado un vuelco el corazón. Había tenido que admitir que su atracción no había disminuido.
El pelo de Rachel era del mismo color del oro y tenía una melena que le llegaba por la mitad de la espalda. Deseó abrazarla para que sintiera la dura evidencia de su excitación. Sintió una necesidad agobiante de tumbarla sobre el heno pero, en vez de ello, lo que hizo fue reunir toda su fuerza de voluntad y salir del compartimiento de Piran.
–Como puedes ver, Piran está bien. No me causó ningún problema cuando lo cepillé antes –comentó–. Te llevaré a casa en coche. Vives en la granja de Irving, ¿no es así?
–Sí, pero no hay necesidad de que me lleves… he venido en bicicleta –respondió ella–. Tardo menos si atravieso la arboleda.
–Quiero hablarte de los caballos que he traído desde Argentina para el torneo de polo. Pero si te vas a oponer a todo lo que digo, me tendré que preguntar seriamente si puedo tenerte aquí trabajando –espetó Diego.
Rachel se preguntó si él estaba amenazando con echarla y el pánico le invadió el cuerpo. Pero el argentino no le dio más opciones para hablar y salió del establo. Ella lo siguió y, cuando él abrió la puerta de su vehículo, se introdujo en éste y se sentó en el asiento del pasajero. Miró al frente y se le revolucionaron los sentidos cuando, al sentarse Diego detrás del volante, pudo percibir la exótica fragancia de su aftershave.
–Ibas a hablarme de tus caballos –murmuró tentativamente cuando él había conducido ya hasta casi los límites de la finca Hardwick en completo silencio.
Diego respiró profundamente, como si él también se hubiera dado cuenta de la tensión que se respiraba en el ambiente. Pero a continuación comenzó a darle información detallada acerca de sus ponis. Rachel escuchó detenidamente e incluso le sorprendió cuando el coche se detuvo y se percató de que habían llegado a la granja.
–En el cobertizo he dejado algunas notas acerca de lo que comen y de sus historiales médicos. Podrás leerlos cuando regreses al trabajo tras el fin de semana –dijo él en un tono que no admitió discusión acerca de cuándo iba a permitirle a Rachel volver a trabajar.
–Está bien. Entonces nos veremos la próxima semana –contestó ella. Se preguntó cómo iba a sobrevivir durante tres largos días sin montar a caballo. Se dijo a sí misma con firmeza que la idea de no ver a Diego durante el fin de semana no tenía nada que ver con la deprimente sensación que se había apoderado de su cuerpo.
–Antes de que te marches… esto es para ti –él tomó algo del asiento trasero del vehículo y le entregó a Rachel un enorme ramo de rosas amarillas. Sonrió al notar lo sorprendida que se había quedado ella–. Son para desearte que te recuperes rápido –explicó–. Cuando fui a la floristería, el color me recordó tu brillante pelo… y las afiladas espinas fueron un recordatorio de tu difícil personalidad. Casi morí desangrado cuando tomé el ramo.
–No pretendo ser difícil. Es simplemente que estoy acostumbrada a hacer las cosas a mi manera y a tomar mis propias decisiones, eso es todo –aseguró Rachel entre dientes. Hundió la cara entre las rosas ya que no se sintió capaz de soportar la mirada de Diego. Incomprensiblemente, se le llenaron los ojos de lágrimas y parpadeó con fuerza para apartarlas de sus ojos.
Se preguntó qué diría él si supiera que nunca antes nadie le había regalado flores y pensó dónde iba a ponerlas ya que no tenía ningún jarrón.
Sintió que Diego estaba esperando que ella dijera algo y se forzó en hablar.
–Son preciosas. Gracias.
–De nada –contestó él, preguntándose por qué se sintió tan nervioso como un adolescente en su primera cita. Al observar cómo ella se humedeció los labios con la punta de la lengua, sintió cómo la espiral de deseo que lo había mantenido despierto durante la mayor parte de la noche se intensificó–. Pensé que tal vez las rosas te convencieran de que me invitaras a entrar para tomar una taza de café.
Rachel lo miró. Le impresionó la sensualidad que reflejaron sus ojos y dirigió entonces su mirada hacia el dorado ramo que tenía en las manos. Sintió cómo se le revolucionó el corazón. Se dijo a sí misma que sólo tenía que invitarlo a tomar un café. Pensó que parecería grosero no hacerlo al haberle regalado él aquel bonito ramo de rosas.
–Si quieres, puedes entrar para tomar un café. Pero no vivo en la granja. Vivo ahí arriba… –indicó.
Guiándose por la mirada de ella, Diego encendió el motor de nuevo y dirigió el vehículo hacia el pequeño camino que salía de la granja. Frunció el ceño cuando vio a donde habían llegado; a un pequeño claro en el cual había una destartalada caravana bajo un gran roble.
–Realmente no esperas que crea que vives en eso, ¿verdad?
–Y el café que tengo es barato e instantáneo –dijo Rachel dulcemente–. Bienvenido a mi casa.
Mientras un incrédulo Diego miró a través de la ventanilla del coche, ella salió de éste y abrió la puerta de la caravana. La recibió el calor que se había acumulado dentro. Pensó que probablemente él habría cambiado de idea acerca del café y trató de ignorar la decepción que la embargó. Buscó en el armario que había debajo de la pila para tratar de encontrar un recipiente adecuado en el cual colocar las rosas. Encontró un par de tarros de mermelada justo en el momento en el que Diego subía los peldaños que había hasta la puerta. Éste entró en la caravana y pareció dominar todo el espacio.
Miró a su alrededor y ella emitió un silencioso gemido cuando él posó sus ojos en la cama. Era una cama abatible y aquella mañana no la había subido. La había dejado en el suelo ya que le había dolido demasiado uno de los hombros.
–Es lo que un agente inmobiliario calificaría como una casa compacta –comentó Rachel alegremente–. Cuando la cama está en el armario, sorprendentemente hay mucho espacio… por lo menos para mí –añadió cuando miró a Diego y vio que su cabeza estaba rozando el techo.
–Esto no puede ser tu residencia habitual –comentó él, impresionado ante aquellas condiciones de vida–. Simplemente acampas aquí durante el verano, ¿no es así?
–No, vine a vivir aquí cuando tenía diecisiete años, tras la tercera boda de mi madre y el nacimiento de mis hermanastras gemelas.
Diego levantó las cejas.
–Tu vida familiar parece muy complicada.
–Créeme, lo es. Fui a vivir con mi padre durante un tiempo, pero su nueva esposa y él también acababan de tener un bebé y fue más fácil para todos cuando Peter Irving me ofreció la caravana –explicó ella. Controló perfectamente su voz para que ésta no reflejara lo mucho que le había molestado haberse sentido ajena a la nueva vida de sus padres. No se había sentido querida por éstos, salvo cuando le habían pedido que ejerciera de niñera para sus hermanastros.
Había pasado la mayor parte de su niñez entre la casa de su padre y la de su madre. Sospechaba que la batalla legal que habían mantenido sus progenitores por su custodia había sido fundamentalmente causada para hacerse daño el uno al otro, no porque ninguno de los dos hubiera querido tenerla consigo.
Su niñez no había sido idílica en absoluto. Con doce años ya había sido muy independiente y había madrugado todas las mañanas para repartir periódicos para así poder pagarse las lecciones de equitación. Prefería los caballos a las personas y, tras presenciar varios matrimonios fracasados de sus padres, había decidido que no quería casarse ni depender de ningún otro ser humano.
–La caravana es sólida, aunque es cierto que si hay mucho viento se mueve un poco –admitió mientras sirvió con una cuchara el café en las dos tazas más nuevas que pudo encontrar–. Pero tiene todo lo básico… incluido una ducha. Peter me instaló un generador para que pudiera tener electricidad. No me puedo permitir alquilar una casa –explicó cuando Diego le dirigió una mirada con la que reflejó que se estaba seriamente cuestionando su cordura–. El precio de la vivienda es muy alto por aquí y todo lo que gano me lo gasto en el mantenimiento de Piran y en las tasas de las competiciones.
Él se percató de que, aunque la caravana era vieja y pequeña, estaba inmaculadamente limpia.
Decidió que se bebería el café y que después se marcharía. Negó con la cabeza cuando Rachel le ofreció leche y azúcar e hizo una mueca de asco cuando dio un sorbo al café que ella le entregó.
Analizó la delicada figura de Rachel y se percató de su bonito trasero, tras lo cual sintió cierta tensión en la ingle. Estaba acostumbrado a salir con mujeres sofisticadas que jamás se pondrían otra cosa que no fuera un traje de firma. Pero había algo sano e increíblemente sexy acerca de la cara lavada y la sencilla ropa de Rachel. Se preguntó si ella fue consciente de que los rayos de sol que se colaron por la ventana provocaron que su camisa fuera casi transparente. Se le alteró la sangre en las venas al poder ver claramente el contorno de sus pechos.
–¿Vives aquí sola? –preguntó tras dar otro sorbo a su café.
Ella miró a su alrededor y levantó las cejas de manera expresiva.
–Apenas hay espacio para mí, así que no podría compartirlo con nadie más –murmuró.
–Así que… ¿no tienes novio?
–¡No! Ya te lo dije; me estoy entrenando muy duramente con la esperanza de que me seleccionen para el Equipo Ecuestre Británico. No tengo tiempo para novios –contestó Rachel, pensando que aún menos tenía el deseo de tener uno.
Pero aquello no significaba que ignorara completamente a los hombres. No podía apartar la mirada de Diego. Éste pareció un poco fuera de lugar allí de pie en su diminuta caravana. Al mirarla él, se le revolucionó el corazón.
Agobiada, sintió que repentinamente la atmósfera dentro de la caravana pareció cargada de electricidad. Fue muy consciente de que el fuerte y musculoso cuerpo de Diego estaba sólo a unos centímetros de ella. Aguantó la respiración cuando él se acercó y no pudo evitar mirar su sensual boca. Sintió como si se le hubiera parado el corazón cuando Diego le puso una mano por debajo de la barbilla y acercó mucho la cara a la suya.
–¿Qué… qué crees que estás haciendo? –exigió saber. Le consternó la debilidad que reflejó su voz ya que había querido mostrar que estaba en control de la situación.
–Creo que voy a besarte –contestó él–. De hecho, lo sé, querida… al igual que sé que tú también quieres que lo haga.
Rachel tenía el corazón completamente revolucionado.
–No quiero que lo hagas –dijo desesperadamente.
–Mentirosa –respondió Diego.
Se percató de que la piel de ella era casi transparente y su boca, rosa y húmeda, suponía una tentación que no pudo resistir durante más tiempo. La sensualidad, la química que había entre ambos estaba al rojo vivo… y era mutua. Tal vez Rachel tratara de negarlo, pero tenía la excitación y la invitación reflejada en los ojos. Vaciló durante un segundo ya que deseó disfrutar la anticipación, pero al acariciarle los labios con los suyos y sentir su tentativa respuesta, el hambre le recorrió las venas. Gimiendo, tomó su boca y la besó con una desenfrenada pasión.
A Rachel no se le pasó por la mente resistirse ante aquello y, aunque le hubiera quedado un último vestigio de cordura, su cuerpo tenía voluntad propia y le exigió una completa rendición. Los labios de Diego eran cálidos y firmes. Acariciaron los suyos con tal erotismo que ella simplemente se derritió ante el placer que sintió y abrió la boca. Pensó que se le iba a desbocar el corazón al sentir la lengua de él dentro de su boca…
Nada la había preparado para la tormenta de sensaciones que se apoderó de su cuerpo. Nunca antes había experimentado el verdadero deseo, no había sentido aquella necesidad desesperada de algo que ni siquiera comprendía, pero que la estaba alterando como un peligroso incendio.
No pudo pensar con claridad cuando Diego la abrazó estrechamente contra su pecho. La presión que la boca de él ejerció sobre la suya fue algo tan adictivo como una droga… y quiso más. Le puso las manos en el pecho y sintió el calor que desprendió el cuerpo de aquel atractivo argentino. Pero lo estaba tocando por encima de la camisa y se preguntó cómo sería sentir su piel desnuda…
Pero antes de que pudiera dejarse llevar por su acalorada fantasía, Diego se apartó de ella. Se sentó en el borde del colchón de su cama y la colocó sobre su regazo.
–Así está mejor, umm… –murmuró en su boca antes de volver a besarla.
Lo hizo con tanta pasión que Rachel sintió cómo un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Estaba temblando y un cosquilleo se apoderó de todas sus terminaciones nerviosas. Cuando él le acarició delicadamente un pecho, se estremeció en anticipo de una caricia más íntima.
–¿Te gusta, querida? –preguntó Diego.
Pero ella no pudo contestar. Las sensaciones que él estaba despertando en su cuerpo eran nuevas y maravillosas. Se había sumergido en un mundo en el que lo único que importaba era que Diego continuara besándola y acariciándola. Oyó cómo él murmuró algo y apenas se percató de que le acarició la cintura con los dedos. A continuación notó que le agarraba el bajo de la camisa y se la quitaba por encima de la cabeza. Los numerosos moretones que había sufrido en la caída de Piran quedaron expuestos, moretones que contrastaban con su pálida piel.
–Tus magulladuras son peores de lo que me había imaginado –comentó Diego con dureza.
Aquel comentario arruinó la excitación que había sentido Rachel. El fuego que se había apoderado de sus venas se enfrió tan rápido como si él la hubiera metido bajo una ducha de agua helada. Incluso se sintió levemente enferma. Se preguntó en qué había estado pensando al permitir que un hombre al que casi apenas conocía la besara y acariciara.
Diego estaba mirándole el cuello con el horror reflejado en la mirada y ella se sintió avergonzada ante el hecho de que claramente a él le asqueaba su cuerpo. Se apresuró en ponerse de nuevo la camisa y sintió un gran dolor físico al hacerlo. Pero no quiso que él continuara mirándole los moretones.
–Me gustaría que te marcharas –dijo de manera tensa–. Ya te has divertido suficiente.
–¿Divertido? –repitió Diego, frunciendo el ceño.
Rachel fue consciente de que estaba siendo muy grosera, pero se sintió muy avergonzada al recordar la manera tan desinhibida con la que le había respondido. Se preguntó qué pensaría de ella. No había intentado evitar que la besara. En cuanto la había abrazado, ella se había derretido en sus brazos y le había devuelto el beso. Los suaves gemidos de placer que había emitido cuando la había acariciado debían haberle dado la impresión de que podía poseerla cuando quisiera.
Desde que había crecido y comprendido las relaciones adultas, había anunciado con orgullo que jamás actuaría como su madre. No iría de matrimonio en matrimonio, ni de relación en relación, sin importarle las consecuencias. Había afirmado que jamás le permitiría a un hombre tener ese tipo de control sobre ella. Pero aun así allí estaba, prácticamente haciendo el amor con un extraño simplemente porque era el hombre más guapo que había conocido.
–No sé qué esperabas… –espetó, pagando con Diego el enfado que sentía consigo misma–, pero yo no soy de la clase de mujer que se acuesta con un hombre cinco minutos después de conocerlo.
–Yo podría haber pensado otra cosa –dijo él, arrastrando las palabras. La calidez que habían reflejado sus ojos se había transformado en una fría arrogancia–. No estaba esperando nada –espetó, furioso consigo mismo por haber acudido a ella como un jovencito inmaduro.
Aquél no era su estilo. Siempre se comportaba de manera elegante con las mujeres y había pretendido detenerse tras haberle dado un breve beso a Rachel. Pero la apasionada respuesta de ésta lo había enloquecido, por lo que no estaba dispuesto a cargar con toda la culpa.
–¿Realmente esperas que crea que si no hubiera parado justo en ese momento lo habrías hecho tú? –preguntó, riéndose con incredulidad–. No te engañes, Rachel. Tú lo deseabas tanto como yo… todavía lo deseas –añadió, acariciando insolentemente la parte delantera de la camisa de ella. Se percató de cómo sus pezones se endurecieron.
Observó cómo Rachel se ruborizó y, realizando un movimiento impaciente, se levantó y se dirigió hacia la puerta de la caravana.
Pensó que sólo iba a estar allí durante unas pocas semanas y tenía un trabajo que realizar, trabajo que prometía ser interesante. Rachel jugaba un papel importante en Hardwick. Se había enterado por los muchachos que trabajaban en la finca de que a ella le tenían mucha consideración por su gran dedicación a los caballos y al club de polo, por lo que debía entablar una buena relación laboral con ella. La atracción que existía entre ambos suponía un serio inconveniente… pero si Rachel podía luchar contra ella, él también sería capaz.
–Esto ha sido un error –comentó Rachel con cierto temblor en la voz.
Diego se dio la vuelta y observó que ella se había abotonado la camisa hasta el cuello.
–No había esperado que me besaras y… y admito que me dejé llevar –continuó ella–. No puedo creer que haya sido tan tonta como para caer en la trampa de «¿puedo pasar para tomar un café?» –añadió, mirando las rosas. Se sintió enferma–. ¿Para eso eran las flores? ¿Para ablandarme y tener una rápida sesión de sexo?
–Desde luego que no –contestó él, indignado ante aquella acusación. Pensó que Rachel estaba hablando como si fuera una virgencita inocente y él un malnacido que había planeado seducirla. Pero nada de aquello era cierto–. Ha sido sólo un beso –aseguró con frialdad–. Te garantizo que no tenía ninguna intención de pedirte que te acostaras conmigo.
Tal vez para él había sido sólo un beso, pero para ella había sido la experiencia sensual más devastadora que jamás había experimentado.
–Por favor, vete –dijo, temblorosa–. Creo que sería mejor si ambos nos olvidáramos de este… este…
–¿Intervalo fascinante? –sugirió él con sarcasmo.
–¡Márchate! –espetó entonces Rachel, enfurecida. Apretó los puños con fuerza y le retó a decir una palabra más.
–Ya me voy –contestó Diego. Con aire despreocupado, bajó los pequeños escalones que había en la puerta de la caravana. Cuando llegó al suelo, se dio la vuelta y la miró–. Estoy de acuerdo en que debemos olvidar la química sexual que hay entre ambos –dijo con mucha seriedad–. Pero me pregunto si podremos.
LA OLA de calor, que había sido inusual para el mes de mayo, cesó. El lunes por la mañana, cuando Rachel se acercó andando a los establos, estaba lloviendo. Temió encontrarse de nuevo con Diego. Durante el fin de semana había llegado a la conclusión de que había reaccionado de manera exagerada y había comprendido que él no la había besado para persuadirla de que se acostaran juntos. Diego era un playboy extremadamente guapo y un héroe deportivo que frecuentemente salía fotografiado en los periódicos en compañía de preciosas modelos. No era muy probable que hubiera sentido una lujuria descontrolada hacia una desaliñada chica como ella.
Él no le había dado ninguna importancia al beso que habían compartido, mientras que ella había actuado como una virgen mojigata. Pero había sido porque jamás había mantenido relaciones sexuales.
No lo vio hasta por la tarde, cuando salió con algunos de los muchachos para ejercitar varios ponis. Diego llevaba puesto un largo chubasquero negro combinado con un gorro del mismo color. Montada en uno de los ponis, a Rachel le dio un vuelco el corazón al reconocerlo.
–¿Estás ya suficientemente recuperada de tu accidente como para montar? –le preguntó él, acercándose a ella. Sujetó la brida del poni.
–Estoy bien –contestó Rachel automáticamente, ignorando lo mucho que le dolían las costillas. Lo miró a la boca y se ruborizó al recordar el placer que había sentido cuando aquellos labios la habían besado. Vio cómo algo brilló en sus ojos y apartó la vista apresuradamente–. Será mejor que me marche y que lave bien a Charlie Boy. Está cubierto de barro.
–Ambos los estáis –comentó Diego con sequedad. No comprendió cómo pudo excitarle Rachel vestida con aquella enorme chaqueta y aquellos mugrientos pantalones de montar. Normalmente le gustaba que las mujeres tuvieran un aspecto femenino y seductor–. ¿Cómo tienes las magulladuras? –preguntó.
–Mucho mejor –respondió ella entre dientes.
–Podrías haberte tomado otro día libre –murmuró él–. Es obvio que todavía tienes el hombro entumecido.
–Está bien… y, además, no estoy acostumbrada a sentarme sin hacer nada. No soy la paciente más paciente del mundo –admitió Rachel.
–No, creo que no lo eres –contestó Diego–. Cuando te ocupes de tu poni, te llevaré a casa en coche. Tengo que ir al pueblo y la granja está de camino.
–Oh, no, está bien… todavía no voy a irme a casa.
–Hoy ya no hay nada más que hacer por aquí –dijo él, frunciendo el ceño.
–Quiero llevar a Piran a realizar saltos –admitió Rachel a regañadientes.
–Eso no es una buena idea. Es el primer día que has trabajado tras la caída y debes estar cansada –comentó Diego. La había observado en varias ocasiones durante el día sin que ella lo hubiera notado. Le había impresionado lo duro que trabajaba y lo mucho que se esforzaba.
Si Rachel era sincera, debía admitir que estaba destrozada y con todo el cuerpo dolorido. Pero su terquedad innata provocó que se revelara ante el autoritario tono de voz de Diego.
–Los campeones olímpicos no llegan a lo alto de sus carreras si abandonan el entrenamiento cada vez que están cansados –dijo–. Tanto Piran como yo necesitamos ejercitarnos todo lo que podamos antes de nuestra próxima competición.
–¡Santa madre! Eres la persona más cabezona y testaruda… –espetó Diego. Pero hizo una pausa para tratar de controlar su enfado–. Comprendo que desees tener éxito como jinete, pero es una estupidez correr riesgos innecesarios.
–Los saltos son un deporte peligroso… como lo es el polo –comentó Rachel–. ¿Cómo puedes advertirme acerca de correr riesgos cuando toda tu carrera ha sido construida sobre el hecho de que, cuando juegas, arriesgas constantemente tu seguridad? He visto por televisión cómo montas, lo haces de manera alocada, casi como si quisieras matarte… –añadió. Pero se le apagó la voz cuando la dureza que reflejó la mirada de Diego le advirtió que había llegado demasiado lejos.
–No digas tonterías –espetó él con la frialdad reflejada en la voz–. He estado en lo alto de mi carrera durante los anteriores diez años y sé lo que hago.