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Venganza… ¡por seducción! La última persona a la que Calista esperaba ver en el funeral de su padre era al arrogante multimillonario Lukas Kalanos. Cinco años antes, después de haber perdido su inocencia con él, Lukas había traicionado a su familia y había desaparecido, dejando a Callie con algo más que el corazón roto. Lukas quería vengarse de la familia Gianopoulous por haber hecho que lo metiesen en la cárcel, y para ello había decidido seducir a Callie. Esta pagaría por los graves perjuicios del pasado, y pagaría… ¡entre sus sábanas! Pero el descubrimiento de que Callie tenía una hija, una hija que también era suya, fue una sorpresa que iba a cambiar sus planes de venganza. ¡Calista tenía que ser suya!
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Seitenzahl: 168
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Andrea Brock
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Dulce venganza griega, n.º 2581 - octubre 2017
Título original: The Greek’s Pleasurable Revenge
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises
Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-526-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
NO QUEREMOS problemas, Kalanos.
Lukas apartó la mano que el otro hombre había apoyado en la manga de su traje oscuro y lo miró con frialdad.
–¿Problemas? –repitió, clavando la vista en el rostro sudoroso de Yiannis, que intentaba sin éxito plantarle cara–. ¿Y qué te hace pensar que he venido a causaros problemas?
–Mira, Kalanos –le respondió el otro hombre, dando un paso atrás–, lo único que quiero decir es que es el entierro de mi padre. Solo te pido respeto.
–Ah, sí, respeto –susurró él–. Me alegro de que me lo recuerdes. Supongo que ese es el motivo por el que hay tantas personas presentes. Tantas personas deseosas de presentarle sus respetos a un gran hombre.
–No es más que un entierro íntimo, familiar –insistió Yiannis, evitando su mirada–. Y tu presencia no es bienvenida, Lukas.
–¿No? –inquirió él–. Pues qué pena.
En realidad, Lukas tampoco quería estar allí. No había deseado que aquel hombre muriese tan pronto, había querido vengarse del hombre por el que había fallecido su padre y que había hecho que él fuese a la cárcel por un delito que no había cometido.
Cuatro años y medio. Ese era el tiempo que Lukas había pasado en una de las cárceles más duras de Atenas, rodeado de lo peor de la sociedad. Había tenido mucho tiempo para pensar en la traición que lo había llevado allí y que, todavía peor, había terminado con la vida de su padre. Cuatro años y medio que lo habían convertido en un hombre duro y frío, lleno de odio.
Cuatro años y medio durante los cuales había planeado la venganza.
Y todo, para nada.
Porque el objeto de su odio, Aristotle Gianopoulous, había muerto el mismo día que él había salido de la cárcel.
Lukas observó cómo bajaban el ataúd a la tierra mientras el pope despedía el cuerpo y después pasó la vista por las personas presentes solo para hacer que se sintiesen incómodas.
A su lado, Yiannis Gianopoulous se movió nervioso. Era hijo del segundo matrimonio de Aristotle y Lukas no tenía ningún interés en él. También estaba allí su hermano, Christos, que lo miraba con el ceño fruncido desde el otro lado de la tumba. Un par de socios de Aristotle, su abogado, y una de sus amigas. A un lado, algo apartados, Petros y Dorcas, dos fieles empleados de Aristotle, que habían trabajado siempre para él.
Un grupo extraño de individuos rotos, desechos de la vida de Gianopoulous, reunidos bajo el justiciero sol de mediodía de aquella bella isla griega, para enterrar al hombre que, sin duda, les había arruinado la vida a todos, de un modo u otro. A Lukas no le importaba ninguno.
Bueno, sí.
Por fin posó la mirada en ella, en la joven con la cabeza ligeramente agachada, con un lirio blanco en la mano. Calista Gianopoulous. Callie. Hija de Aristotle y su tercera esposa, la más pequeña, la única hija. Lo único bueno que había hecho en su vida. O eso había pensado Lukas, hasta que ella lo había traicionado también.
Lukas saboreó su desazón. La había reconocido inmediatamente, nada más llegar.
El gesto de Calista al verlo había sido de pánico, sus ojos verdes lo habían mirado con temor.
En esos momentos los tenía clavados en el suelo e intentaba esconderse en el velo de encaje negro que también cubría su maravilloso pelo rojizo, como si así pudiese desaparecer. Pero eso era imposible.
«Mírame, Calista».
Deseó que lo mirase a los ojos. Quería ver culpabilidad en ellos, y vergüenza.
Aunque había una parte de él, muy pequeña, que todavía tenía la esperanza de haberse equivocado.
No obstante, la mirada de Calista estaba clavada en la tumba, como si quisiera meterse en ella también, pero no iba a escapar. Tal vez Aristotle hubiese fallecido antes de que Lukas hubiera podido vengarse de él, pero Calista estaba allí. La venganza sería muy distinta, pero igual de placentera.
Lukas la estudió con la mirada. Había creído conocerla bien, pero se había equivocado. Se habían hecho amigos con los años, o eso había pensado él, cuando pasaban los veranos en la isla de Thalassa, mientras sus padres, juntos, conseguían su primer millón con G&K Shipping, símbolo de su éxito y de su amistad.
Lukas, que tenía ocho años más que Calista, pensó en la niña cuyos padres se habían divorciado poco después de que ella dejase de usar pañales. Su madre, una neurótica, se había llevado a la niña a vivir a Inglaterra, pero la había enviado los veranos a Thalassa. Y la pequeña Calista se había dedicado a ir detrás de sus hermanastros por la enorme finca de los Gianopoulous.
Y también lo había buscado a él. Había ido a la parte de la isla que pertenecía a su familia, se había colado en su barco cuando salían a pescar, o se había encaramado a las rocas para verlo zambullirse en las cristalinas aguas del mar.
Más tarde se había convertido en una torpe adolescente. Ya sin madre, la habían mandado a un internado, pero había seguido pasando los veranos en Thalassa. Por aquel entonces, ya no había mostrado ningún interés en sus hermanastros, ni en Lukas.
Y, con dieciocho años, Callie, en esos momentos Calista, se había transformado en una joven muy bella, que lo había tentado para que se la llevase a la cama. Salvo que no habían llegado a la cama y lo habían hecho en el sofá del salón.
Lukas había sabido que aquello estaba mal, por supuesto, pero no había podido resistirse. El hecho de que Callie coquetease con él lo había sorprendido, se había sentido halagado de que quisiese entregarle su virginidad. Calista lo había embaucado.
Y se lo iba a hacer pagar.
Calista sintió que el suelo se movía bajo sus pies y la imagen del ataúd en el que estaba su padre se volvió borrosa.
«No, por favor, no».
Lukas, no. Allí, en ese momento, no. Pero no le cabía la menor duda de que estaba allí. Sus hombros parecían más anchos de lo que ella recordaba, su torso más fuerte, más imponente. Estaba de brazos cruzados, con los pies plantados con firmeza en el suelo, indicando claramente que no iba a marcharse a ninguna parte.
No era posible que aquello estuviese ocurriendo.
Lukas Kalanos estaba en la cárcel, todo el mundo lo sabía. Lo habían condenado por su papel en el negocio de contrabando de su padre, Stavros, que también había sido socio de su propio padre.
Calista sintió náuseas solo de pensar en lo ocurrido, en que el negocio de transporte marítimo de su padre se hubiese hundido por culpa de aquello, en cómo su familia se había arruinado. Con solo veintitrés años, había vivido en la opulencia y también había pasado por muchas dificultades. Y en esos momentos tenía claro qué era lo que prefería.
Aquel era el motivo por el que, cinco años antes, se había marchado y había decidido apartarse del negocio familiar, de los tejemanejes de sus hermanos. De los ataques de ira de su padre, de sus depresiones bañadas en alcohol.
Pensó en su hija y se puso a temblar. Se dijo que Effie estaba bien, sana y salva en casa, en Londres, probablemente jugando con la pobre Magda, amiga de Calista y compañera de sus estudios de enfermería, que iba a cuidar de la pequeña hasta que ella regresase. Solo iba a quedarse allí el tiempo estrictamente necesario, como mucho un par de días, para firmar los documentos que tuviese que firmar. Después, se marcharía de aquella isla para siempre.
Pero, de repente, le corría más prisa alejarse de Lukas Kalanos que de la isla.
La ceremonia casi había terminado. El pope los estaba invitando a unirse a él en una última oración antes de que cubriesen el ataúd de tierra. Calista se estremeció.
–¿No tendrás frío? –le preguntó él, agarrándola del codo–. ¿O ha sido una conmovedora muestra de dolor?
Hablaba inglés perfectamente, aunque Calista también lo habría entendido en griego. Lukas la hizo girarse hacia él y añadió:
–Si es así, estoy seguro de que no es necesario que te diga que no tiene ningún fundamento.
–Lukas, por favor… –respondió ella, preparándose para mirarlo a los ojos y notando que se le doblaban las rodillas.
Los rizos oscuros habían desaparecido, llevaba el pelo muy corto, lo que endurecía sus bonitas facciones y acentuaba la curva de su dura mandíbula y los ángulos de sus mejillas, pero su mirada seguía siendo la misma: marrón oscura, casi negra, y sobrecogedoramente intensa.
–He venido a enterrar a mi padre, no a escuchar tus insultos.
–Oh, créeme, agapi mou, con respecto a los insultos, no sabría por dónde empezar. Tardaría toda una vida, o más, en expresar la repugnancia que me causaba ese hombre.
Calista tragó saliva. Su padre había tenido defectos, sin duda. Había tratado muy mal a su madre y le había sido infiel muchas veces, lo que había ido haciendo mella en ella, que al final había terminado con una sobredosis. Y ella jamás se lo perdonaría.
Pero, no obstante, había sido su padre y por eso había ido a Thalassa por última vez. A despedirlo. Y, tal vez, a enterrar también los demonios del pasado.
Lo que no había sabido era que el mayor de aquellos demonios estaría también allí, agarrándola por la cintura en esos momentos.
–Te agradecería que no hablases de mi padre en esos términos.
Se apartó de Lukas y añadió:
–Es una falta de respeto, es insultante. Y, además, no creo que estés en una buena posición para juzgar a nadie.
–¿Yo, Calista? –le preguntó Lukas, arqueando las cejas–. ¿Y por qué no?
–Lo sabes muy bien.
–Ah, sí. El terrible crimen que cometí. De eso precisamente querría hablar contigo.
–No tenemos nada de qué hablar.
Si Lukas descubría que tenía una hija, solo Dios sabía cómo podría reaccionar. Y a Calista le aterraba la idea.
En realidad, ella nunca había pretendido mantener la existencia de Effie en secreto. Al menos, al principio. En realidad, no se había enterado de que estaba embarazada hasta el quinto mes. No había pensado que fuese posible quedarse embarazada la primera vez.
Había pensado que las náuseas y el cansancio, la falta de menstruación, se debían al estrés. Al estrés causado por la repentina muerte de Stavros, amigo y socio de su padre, por el escándalo que había hecho que se hundiese la empresa de ambos. Y, finalmente, por el repugnante descubrimiento de que Lukas estaba implicado en ello.
Para cuando había querido ir al médico, Lukas ya estaba esperando el juicio. Y el mismo día que ella se había puesto de parto, un mes antes de lo previsto, sola y asustada, a él lo habían declarado culpable y lo habían sentenciado a ocho años de cárcel.
Aquel mismo día, Calista había decidido que esperaría a que Lukas estuviese en libertad para contarle que tenía una hija. Ocho años le habían parecido una eternidad. Tiempo suficiente para que Effie y ella se construyesen una vida en el Reino Unido, se convirtiesen en un equipo fuerte y unido. Así que había mantenido el secreto.
No se lo había contado a nadie, ni a su propio padre, por miedo a que él se lo contase a toda la familia y la noticia llegase a oídos de Lukas. Aunque, en realidad, el motivo por el que no había querido que su padre lo supiese era otro. No había querido que Effie tuviese ninguna relación con él.
Sabía que su padre habría intentado tomar el control de la situación, de ella y de su nieta. Habría intentado manipularlas, doblegarlas, utilizarlas. Para evitarlo, la única solución había sido ocultarle la existencia de Effie.
Aristotle ya no sabría jamás que había tenido una nieta, pero Lukas… Tenía derecho a saber que era padre.
Pero todavía no era el momento. Ella necesitaba prepararse, y preparar a Effie.
–Calista, la gente se está marchando –dijo Yiannis, intentando llamar su atención sin acercarse demasiado–. Y quieren despedirse antes.
–¿Tan pronto? –preguntó Lukas en tono burlón–. ¿Nadie se va a quedar a brindar por la vida del gran hombre?
–Los barcos están esperando para llevarse a todo el mundo de la isla –continuó Yiannis, secándose el sudor de la frente–. Y tú deberías subirte a uno de ellos, si sabes lo que te conviene.
Lukas dejó escapar una carcajada.
–Qué gracioso, lo mismo estaba pensando yo de ti.
–Trajiste la ruina y la desgracia a nuestra familia, Kalanos, pero mi padre consiguió proteger sus propiedades en Thalassa. Media isla sigue siendo tuya, pero no por mucho tiempo.
–¿No?
–No. Vamos a pedir que nos la entregues como compensación por haber arruinado a nuestra familia. Nuestros abogados confían en que vamos a ganar el caso.
–¿Vamos? ¿Quiénes?
–Mi hermano y yo. Y, por supuesto, Calista.
Al oír aquello, Lukas bajó la mano de su cintura y se giró a mirarla como si le causase repugnancia. Ella no sabía de qué estaba hablando Yiannis. No había dado su aprobación para nada. No quería saber nada de Thalassa, ni de nada que pudiese heredar de Aristotle tras su muerte. Y no tenía intención de denunciar a Lukas para conseguir su parte.
–Pues buena suerte –dijo él con el ceño fruncido, dándose la vuelta.
Pero entonces volvió a girarse y miró a Yiannis fijamente.
–O no. Porque quiero que sepáis, los dos, que la isla de Thalassa me pertenece. Entera.
–¿Nos tomas por tontos, Kalanos? –preguntó Christos, que se había acercado a ellos.
Lukas se limitó a apretar los labios.
–Es evidente que estás mintiendo.
–Me temo que no –respondió por fin–. Lo que me sorprende es que vuestros abogados no os lo hayan comunicado. Hace tiempo que adquirí la parte que vuestro padre tenía de la isla.
El gesto de Christos se descompuso, pero fue Yiannis quien habló.
–Eso no puede ser cierto. Aristotle jamás te la habría vendido a ti.
–No hizo falta. Cuando tanto él como mi padre compraron la isla, la pusieron a nombre de sus esposas. Un gesto enternecedor, ¿no? ¿O estoy siendo ingenuo? Tal vez lo hicieron solo para evitar impuestos. En cualquier caso, a mí me vino muy bien. Como es evidente, heredé mi mitad a la muerte de mi madre, que en paz descanse. Y para conseguir la mitad de Aristotle solo tuve que encontrar a su primera esposa y hacerle una oferta que no pudiese rechazar. No sabéis lo agradecida que se sintió, sobre todo, porque ni siquiera sabía que fuese la propietaria.
–Pero si has estado en la cárcel…
–Os sorprendería lo fácil que es hacer contactos ahí dentro. En estos momentos conozco a las personas adecuadas para hacer cualquier trabajo. Sea cual sea.
Yiannis palideció visiblemente. Desesperado, se giró hacia Calista, que se limitó a encogerse de hombros. Le daba igual de quién fuese la isla. Solo quería marcharse de allí lo antes posible.
Mientras tanto, Christos, que siempre había sido impulsivo, había levantado los puños.
–No te tengo miedo, Kalanos –dijo–. Y te lo demostraré si quieres.
–¿No habíais dicho que teníamos que tomar un barco? –replicó Lukas con indiferencia.
Christos dio un paso hacia él, pero Yiannis lo sujetó del brazo.
–¡Esto no va a quedar así, Kalanos! –lo amenazó Christos a gritos mientras su hermano tiraba de él–. Vas a pagar por esto.
Calista observó sorprendida cómo sus hermanastros desaparecían. Había pensado que sus hermanos iban a quedarse un par de noches en la isla a revisar los papeles de su padre y resolver sus asuntos pendientes, pero era evidente que eso no iba a ocurrir. Tampoco les había importado dejarla a solas con Lukas.
Se dio cuenta entonces de que seguía teniendo el lirio blanco en la mano y, acercándose a la tumba, lo dejó caer mientras se despedía en silencio de su padre. Se le hizo un nudo en la garganta. No solo se despedía de su padre, sino también de Thalassa, de su niñez, de su ascendencia griega. Aquel era el final de una era.
Se giró para marcharse inmediatamente y chocó contra el fuerte pecho de Lukas. Se agarró al bolso que llevaba colgado del hombro y dijo:
–Si me perdonas, tengo que marcharme.
–¿Marcharte? ¿Adónde exactamente?
–Marcharme de la isla con los demás. No tiene sentido que me quede aquí más tiempo.
–Por supuesto que sí, agape, no te vas a ir a ninguna parte –la contradijo Lukas, agarrándola por la muñeca y llevándosela al pecho.
Calista sintió pánico, pero, extrañamente, no fue una sensación completamente desagradable.
–¿Qué quieres decir?
–Lo que he dicho. Que tú y yo tenemos cosas de las que hablar. Y que no te vas a marchar de Thalassa hasta que no lo hayamos hecho.
–¿Me vas a retener por la fuerza?
–Si es necesario, sí.
–No seas ridículo.
Intentó mostrarse fuerte y dura. Clavó la vista en la muñeca que Lukas le estaba agarrando y no la apartó hasta que él no la hubo soltado.
–¿Y de qué tenemos que hablar? Que yo sepa, no tenemos ningún tema pendiente –mintió.
–No me digas que se te ha olvidado, Calista. Porque yo todavía me acuerdo –le contestó él con la mirada brillante–. Digamos que la imagen de tu cuerpo medio desnudo en mi sofá, de tus piernas alrededor de mi cintura, me ha acompañado todos estos años. Tal vez demasiado. Supongo que es lo que ocurre cuando estás en la cárcel. Uno se tiene que conformar con lo que tiene.
Callie se ruborizó y dio gracias de llevar puesto el velo negro que ocultaba parcialmente su rostro. Al menos hasta que Lukas lo retiró suavemente. Por un instante, Calista pensó que iba a besarla como si fuese una novia.
–Así está mucho mejor.
La miró mientras ella contenía la respiración.
–Se me había olvidado lo bella que eres, Calista.
Ella respiró por fin con un gemido. Lo último que había esperado era un cumplido.
–No sabes cuánto deseo que retomemos nuestra relación. Llevo esperándolo casi cinco años.
Ella se puso tensa.
–Si piensas que voy a volver a acostarme contigo, Lukas, estás muy equivocado.
–No hace falta que nos metamos en una cama, podemos hacerlo en el sofá, contra la pared, o aquí mismo, frente a la tumba de tu padre. Me da igual. Te deseo, Calista. Y te advierto que siempre consigo lo que quiero.
LUKAS vio temor en el rostro de Calista.