E-Pack Bianca 2 noviembre 2023 - Michelle Smart - E-Book

E-Pack Bianca 2 noviembre 2023 E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

Pack 373 Olvida las reglas Michelle Smart Regla número uno: se encontrarían una vez a la semana… ¡en la cama de su dormitorio! El retorno del jeque Maisey Yates Ella podría ser capaz de civilizarlo... ¿pero quería hacerlo? Amor sin confianza Joss Wood Primero, la prueba de embarazo Después, el matrimonio…

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca 2, n.º 373 - noviembre 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-576-6

Índice

Créditos

Olvida las reglas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

El retorno del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Amor sin confianza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

ELSBETH Fernández entró en la catedral de Ceres del brazo de su primo, Dominic. Por qué la sujetaba con tanta fuerza era algo que no alcanzaba a comprender, dado que había accedido sin rechistar a cumplir su deseo de que se casara con el príncipe Amadeo. Ella siempre accedía a todo sin rechistar. La palabra de Dominic era ley. Rey del principado en el que ella había nacido, Monte Claro, en lo que afectaba a las mujeres de la familia, se le obedecía sin dudar.

El príncipe al que solo había visto en una ocasión, en la fiesta de antes de la boda, estaba de pie, lejos. Su matrimonio había sido acordado, como todo lo demás en su vida. Ella no había tenido voz ni voto, pero cuando la persona que se encargaba de negociar los detalles del acuerdo le había preguntado en privado si quería casarse con él, no dudó en contestar que sí. Sinceramente, aunque el príncipe fuera el hombre más feo de la tierra, habría accedido a casarse con él, de modo que había sido un golpe de suerte que fuese todo lo contrario: su príncipe era el más atractivo de toda Europa.

Era altísimo. En secreto se había alegrado de que fuera al menos treinta centímetros más alto que Dominic. Tampoco parecía tener un gramo de grasa en el cuerpo, a diferencia de la obesidad que arrastraba su primo y la mayoría de los hombres de la Casa de Fernández, acostumbrados a atiborrarse a comer. Pero su príncipe –en privado había empezado a llamarlo así, su príncipe–, tenía un cuerpo de escándalo. Escultural. Lo mismo que sus facciones, que parecían esculpidas, con un mentón recto, un labio superior de dibujo perfecto, y una nariz recta.

Ojalá resultara ser un buen marido, o al menos tanto como podía serlo un miembro de la realeza acostumbrado a que su palabra fuera ley. Ella era consciente de que su deber como futura reina consorte consistía en seguir el liderazgo marcado por su marido en todos los aspectos, hablar solo cuando le pidieran que lo hiciese, jamás dar su opinión en algo más allá de un arreglo floral, nunca llevarle la contraria a su esposo, ni en público ni en privado, y lo más importante: darle tantos hijos como deseara. Ojalá fuera fértil. No quería desilusionarle en nada, pero fracasar en ese aspecto sería un fallo imperdonable, motivo incluso de divorcio y su consiguiente devolución a Monte Claro. A su tía ya le había pasado. Tres años sin descendencia habían bastado para que la reemplazaran.

«Por favor, que pueda darle hijos a mi príncipe. Que no tenga excusa para mandarme de vuelta a Monte Claro». Había soñado cada noche desde que se habían conocido con cómo sería ver de cerca aquellos increíbles ojos verdes, sentir sus labios y notar cómo sus mechones de cabello negro le resbalaban entre los dedos.

Sabía mucho sobre la imagen pública de la familia Berruti y de cómo la reina había obrado para asegurarse de que su dinastía perdurara en el siglo XXI, pero prácticamente nada de su relación en privado, o de cómo era el hombre con el que se iba a casar cuando se cerraba la puerta. Aun así, fuera lo que fuese lo que el futuro le tenía reservado, no podía ser peor que su papel en la Casa de Fernández. Dios no podía ser tan cruel, ¿no?

 

 

Amadeo vio avanzar con serenidad a su futura mujer por el pasillo central de la iglesia del brazo del hombre que más despreciaba en el mundo, y se aseguró de que la repulsa que le provocaban ambos no se reflejara en su expresión. Lo único positivo que le encontraba a aquella unión era que Elsbeth era una joven agraciada. Muy agraciada, de hecho. Llevaba su hermosa melena rubia recogida, y a medida que se iba acercando, vio la ilusión que iluminaba sus ojos azules y que partía de una feliz sonrisa.

La había visto igualmente entusiasmada en la fiesta de antes de la boda en la que se habían conocido, aunque apenas había pronunciado una palabra. Ni siquiera en una ocasión había iniciado ella la conversación, y contestaba a todas sus preguntas directas con una sonrisa, pero no parecía tener una sola opinión o idea en esa cabeza suya. Él ya se sentía enfermo imaginándose toda una vida junto a una Fernández y emparentado con aquel tirano, narcisista y megalómano Dominic, así que si su mujer era, además, un florero, la situación le resultaba francamente antipática, pero no había tenido alternativa estando como estaban sus dos naciones al borde de una guerra comercial y diplomática. Había sido su propio hermano quien había prendido la mecha, y cuando ya parecía que las aguas volvían a su cauce, su hermana había vuelto a avivar el fuego, de modo que aquel matrimonio había parecido el único medio para acabar de sofocar el incendio. Por el bien de su nación, estaba dispuesto a casarse con la prima de su enemigo. Se había pasado la vida haciendo lo que era mejor para su Casa Real, dejando a un lado sus inclinaciones y deseos. Y si sus hermanos hubieran hecho lo mismo con algo más de eficacia, no se encontrarían en aquella situación.

La novia llegó a su altura. Como heredero al trono, siempre había sabido que su prioridad a la hora de escoger esposa sería la idoneidad, y la crianza de Elsbeth sugería que lo era, aunque había esperado poder contraer matrimonio con alguien que pudiera gustarle y respetar, y ese no parecía ser el caso con ella.

Consciente de que aquel día estaba siendo seguido por todos los ciudadanos de Ceres, tanto en la calle como desde sus hogares, lo mismo que otros millones de europeos, tomó la mano de su esposa y sonrió. Con unos ojos azul claro que brillaban tanto como los diamantes de la tiara con que se adornaba, ella sonrió con tanta dulzura que sintió que el estómago se le encogía.

–Estás preciosa –dijo no obstante y por el bien de las cámaras.

Ella se sonrojó de un modo que iba a dar de maravilla en las televisiones. De hecho, las cámaras ya la adoraban. Era fácil imaginar lo que iba a decir la prensa del corazón sobre el vestido de cuento de hadas que llevaba, todo encaje y seda blancos, que realzaba su generoso busto sin mostrarlo, y la diminuta cintura de la que partía el vuelo de la falda componiendo la silueta de un abanico.

De la mano, ambos dieron la espalda a las personas congregadas en la catedral y miraron al obispo.

 

 

Elsbeth nunca había escuchado vítores y aplausos como aquellos. Las calles estaban abarrotadas de personas que querían darles sus parabienes, pero cuando salieron de la catedral, el estruendo era tal que podría arrancar de cuajo los tejados de las casas.

Les esperaba una fila de carruajes tirados por caballos. Su esposo la ayudó a subir al primero y, una vez se hubieron sentado, tomó su mano.

El camino de vuelta al castillo pareció durar una eternidad, lo mismo que los aplausos. Aquellas personas se alegraban de verdad por ellos, pensó mientras le lanzaba un beso a un chiquillo que agitaba sus manitas frenéticamente desde lo alto de los hombros de su padre, y para cuando llegaron a las puertas del castillo, la cara le dolía de sonreír y las manos de saludar.

Junto a Amadeo, fueron recibiendo a sus invitados. Ella se sentía como si estuviera en un sueño, y cuando pasaron al salón en el que se serviría el banquete de doce platos, intentó fijar en su memoria todo lo que estaba viendo para poder volver a ese recuerdo siempre que lo deseara. Pero su ensoñación era tal que en lo único que pudo centrarse con claridad era en su marido. ¡Era encantador! Después de haberse pasado la vida viviendo en un palacio lleno de serpientes encantadoras, no era ya tan inocente como para pensar que ese atractivo era otra cosa que un acto dirigido al público, pero se estaba mostrando muy atento con ella, preocupándose por si le gustaba la comida o si tenía la copa llena. ¡No solo era un príncipe, sino también un caballero!

Sin embargo, la mirada vigilante de la madre de Amadeo era un recordatorio de que, caballero o no, su esposo, un futuro rey, tenía unas expectativas sobre ella y unos estándares que ella tendría que cumplir desde el primer momento.

Horas después, una vez concluido el banquete, tenían que pasar a otro salón para la fiesta nupcial. Llevándola Amadeo de la mano, llegaron a una mesa y Elsbeth intentó no pasmarse ante la exquisitez con que se había adornado aquel salón, que guardaba el mismo esquema de color que el comedor, pero logrando un resultado aún más deslumbrante.

Su mirada se cruzó con la de su cuñada, Clara, que le dedicó una dulce sonrisa. Dominic había secuestrado a Clara unos meses antes, y la habría obligado a casarse con él de no ser porque el hermano de Amadeo, Marcelo, lo impidió rescatándola y casándose con ella. La posibilidad de encontrarse con ella en la pre-boda la aterraba, pero sus temores eran infundados. Clara la había recibido calurosamente y aparentemente sin culparla por las acciones crueles de Dominic.

Su otra cuñada, Alessia, también la había recibido con agrado en la fiesta, aunque daba la impresión de que estaba un poco distraída. Saber que aquellas mujeres eran ya su familia resultaba reconfortante. Puede que, algún día, incluso llegaran a ser amigas.

–Es la hora del baile –le susurró su príncipe al oído.

Un estremecimiento le recorrió la espalda y se levantó con el corazón desbocado. Amadeo había vuelto a tomar su mano y, animados por los vítores de los asistentes, que habían estado bebiendo champán como si no hubiera un mañana, salieron al centro de la pista de baile.

Una mano en la de él y la otra apoyada ligeramente en su hombro, volvió a estremecerse cuando sintió que le rodeaba la cintura. El corazón le latía demasiado rápido como para escuchar la música romántica que los envolvía, así que se limitó a respirar. La primera vez que había bailado con él estaba demasiado excitada ante la idea de escapar de Monte Claro para poder pensar en otra cosa que no fuera hacerlo todo perfecto para no causarle una mala impresión. Ya había pasado un mes desde entonces, y en todo ese tiempo no había dejado de soñar con él, con estar en sus brazos, rozando con los pechos su vientre, saturados los sentidos con su olor.

 

 

Amadeo bailó con su esposa hasta que la pista de baile se llenó de tal modo que sus cuerpos se vieron empujados el uno contra el otro. Elsbeth no había dicho una sola palabra, y la sonrisa que parecía habérsele cristalizado en la cara seguía ahí. ¿Tendría algún pensamiento en aquella bonita cabeza suya, o habría solo aire?

–¿Tomamos algo? –sugirió, acercándose a su oído para poder salvar el ruido ambiental. Percibió un perfume ligero y delicado que encajaba a la perfección con su insípida esposa.

–Si tú quieres…

Amadeo apretó los dientes y la guio para salir de la pista. Por supuesto, no había sido ella quien había hecho el primer movimiento, ni en eso ni en ninguna otra cosa a lo largo del día. Siempre había esperado que la iniciativa partiera de él. Volvieron a su mesa. Se había terminado la copa de vino con el cuarto plato del banquete, y estaba convencido de que habría seguido vacía de no ser porque él había hecho un gesto al personal para que se la llenaran. Ella había respondido con una brillante sonrisa y un «sí, por favor».

¿Con quién se había casado? ¿Con una muñeca parlante como las que tenía su hermana de pequeña?

Cuando llegaron a la mesa y les sirvieron copas nuevas, Marcelo, su hermano, llamó su atención sobre alguien que bailaba. Siguiendo la dirección de su mirada, vio la figura espigada de su cuñado Gabriel bailando abrazado a su hermana pequeña. Un suspiro de alivio escapó de sus labios. Gabriel había sido quien había redactado los términos del contrato entre Amadeo y Elsbeth. Poco después, había tenido un único encuentro con Alessia, del que había resultado un embarazo inesperado.

Amadeo y sus padres chantajearon emocionalmente a su hermana para conseguir que se casara con él, pero el casamiento había acabado en desastre porque Alessia echó a patadas a Gabriel del castillo, pidiéndole que nunca volviese por allí. Lo normal habría sido que Amadeo se hubiese ocupado de limar asperezas entre ellos por el buen funcionamiento de la monarquía, pero su hermana se hallaba en un estado tal de postración por el fracaso de su breve matrimonio que, por una vez, decidió no intervenir. El modo en que se abrazaban el uno al otro sobre la pista de baile le confirmó que su instinto había estado en lo cierto, ya que habían encontrado el modo de volver el uno junto al otro sin su intervención.

Tomó un sorbo de champán y observó entonces a Marcelo y Clara, que se besaban en aquel instante. Su matrimonio también lo había organizado él, y su felicidad era algo que envidiaba. Su felicidad y algo más. Marcelo había podido escapar del confinamiento que suponía la vida de la realeza durante casi una década con su ingreso en el ejército de Ceres. Él jamás habría podido hacerlo. Era el heredero. Nada de cuanto hiciera podía perder de vista ese hecho. De él jamás se esperaría que rescatase a una mujer secuestrada empleando un helicóptero y la ventana de un palacio.

Sus hermanos lo consideraban estirado y rígido, pero es que ellos, cada uno a su modo, habían dejado que las emociones controlaran sus acciones, y las repercusiones de sus actos habían puesto en peligro la supervivencia de la familia. Miró de nuevo a su esposa, que lo contemplaba todo como una efigie, y el pecho se le encogió. Él nunca sería presa de las emociones adolescentes que a sus hermanos les había hecho perder la cabeza, pero esperaba más de su matrimonio con la despreciable Casa de Fernández que lo que le había tocado en suerte.

 

 

Una vez se dio por terminada la fiesta y su príncipe dio las gracias a los invitados, Elsbeth recorrió los pasillos que conducían a sus habitaciones. Estaba deseando ver el espacio privado que su esposo y ella iban a convertir en su hogar. Alojado en la planta baja del castillo, ocupando una esquina en forma de ele, el tamaño no la desilusionó. Siguiendo a Amadeo, fue dejando atrás una sala de recepciones y un salón de techos altísimos con amplios ventanales, ricamente decorados en tonos rosados y dorados, un esquema de color muy femenino y sorprendente. Un ligero olor a pintura fresca le dijo que había sido redecorado recientemente.

–¿Qué te parece? –preguntó Amadeo.

Sabía perfectamente que debía guardarse sus opiniones personales, de modo que respondió:

–Es precioso.

Ni se le ocurriría decirle que prefería colores más vivos y muebles menos cursis.

Él asintió levemente y abrió otra puerta. Por instinto, Elsbeth supo dónde conducía y el corazón se le aceleró.

–El dormitorio principal –anunció.

Lo que vio detrás de aquella puerta dejó a Elsbeth, prima de un rey, acostumbrada a visitar los mejores palacios de Europa, con la boca abierta.

También de techos altísimos, el suelo de madera de caoba se hallaba cubierto casi en su totalidad por una alfombra con un hermoso dibujo en azul pálido y dorado. La cama con baldaquino era una obra de arte: unas cortinas de un rico damasco azul, el cabecero tapizado en un terciopelo de un hermoso azul pálido y, sobre él, un delicioso fresco de rollizos querubines jugando, y a sus pies, una descalzadora en azul pálido. Las paredes habían sido paneladas en una madera color marfil, y la enorme araña de cristal, junto con el resto de lámparas, eran doradas. Aquella habitación había sido pensada para una reina. También parecía redecorada, y pensó que Amadeo debía haber dejado de lado sus preferencias personales para crear una habitación que a ella pudiera gustarle. Aunque aquel estilo estuviera tan lejos como era posible de su gusto, sintió una enorme gratitud por las molestias que se había tomado en hacer que su hogar fuera algo que a ella pudiera gustarle y donde se sintiera cómoda. Era un gesto que demostraba que era un hombre mucho mejor que los de su familia.

Señaló con un gesto de la mano a las dos doncellas que los habían seguido sin hacer ruido y le dijo a ella:

–Voy a darme una ducha en uno de los baños de invitados mientras tú te preparas. Volveré cuanto estés lista.

Intentó disimular el alivio que le produjo saber que no iba a ser él quien le quitara el vestido de novia. ¡Otro signo de que era un caballero! Sabía perfectamente bien que su virginidad había sido moneda de cambio en las negociaciones de matrimonio. Los hombres, al parecer, valoraban por encima de todo la virginidad de sus futuras esposas.

Una vez le quitaron el vestido y lo envolvieron cuidadosamente en papel de seda para guardarlo en una caja, se sentó en el tocador para que la doncella le cepillarse la melena. Había algo increíblemente romántico en prepararse para la cama por primera vez. El camisón que su madre le había elegido, aunque no era del todo de su gusto, era también romántico, perfecto según ella para que una virgen se entregase a su esposo. Seda blanca con finos tirantes, escote cuadrado y largo hasta las rodillas.

Con el cuerpo y los dientes limpios, la cara sin maquillaje y la piel hidratada, el pelo brillando, el camisón puesto y las sábanas abiertas, estaba preparada.

Tragándose el nudo de temor que se le había hecho de repente en la garganta, se dirigió a las doncellas:

–Ya podéis retiraros. Por favor, decidle al príncipe que… –tragó saliva–, …que puede venir cuando desee.

–¿Desea que corramos las cortinas de la cama? –preguntó una de ellas.

Imaginarse cómo sería estar escondida allí dentro esperando a oír los pasos de Amadeo aproximándose, le hizo negar con la cabeza.

Ya sola, respiró hondo y se metió en la cama. Probó unas cuantas posiciones y acabó sentándose apoyada en el cabecero, las manos en el regazo y el corazón latiendo como nunca mientras esperaba a su esposo.

La espera se le hizo eterna. Cuanto más se alargaba, con más fuerza sonaban las palabras de su madre en su cabeza:

–Espera a que sea él quien haga el primer movimiento. Muéstrate complaciente. Haz lo que él te diga que hagas. No te quejes aunque te duela, y dale un heredero.

Alguien llamó a la puerta.

Inspiró hondo y contestó:

–Pase.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

AMADEO sintió que el estómago se le encogía al abrir la puerta. Tal y como esperaba, aquella muñeca de cuerda lo esperaba en la cama, con aquella irritante y vacía sonrisa en la cara.

–¿Me he puesto en el sitio correcto? –preguntó–. Me cambio si este es el tuyo.

Era la primera vez que ella propiciaba una conversación. Amadeo se quitó la ropa y la dejó en un butacón antiguo.

–Da igual.

Las mejillas se le habían coloreado ante su desnudez, aunque intentaba mirarlo solo a la cara, así que se metió a la cama. Por qué Dominic consideraba que la virginidad era un plus se le escapaba, y que solo venía a demostrar que aquel hombre estaba enfermo. Él habría preferido alguien con experiencia, alguien con un poco de cerebro y personalidad, pero le habían ofrecido a Elsbeth, y se había convertido en moneda de cambio para mantener la paz entre ambas naciones. Los dos lo eran, pensó.

–¿Has disfrutado del día? –preguntó para relajar la tensión.

–Mucho, gracias.

–¿Algo que habrías hecho de otro modo?

–Todo ha sido perfecto.

–¿Incluso los profiteroles de café?

–Estaban deliciosos.

–Apenas probaste los tuyos.

La sonrisa se le descongeló un poco.

–Lo siento.

–¿Por qué lo sientes? No tienes que disculparte porque algo no te guste.

–Sí que me han gustado –le aseguró.

Así que Elsbeth iba a estar de acuerdo con cuanto le dijera. Le irritaba aún más sentir deseos de discutir con ella. Una noche de bodas no debía empezar así. Tenía un trabajo que hacer, y había llegado el momento. Apagó la luz de su mesilla y se tumbó.

–¿Quieres que apague también la mía? –se ofreció.

–A menos que quieras que lo hagamos con la luz encendida.

Ver su incertidumbre le hizo sentirse culpable. Su intento de imprimir humor a la situación había resultado más sarcástico de lo que pretendía. Elsbeth era virgen, y estaría nerviosa.

–Seguramente te sentirás más cómoda con la luz apagada –corrigió.

Elsbeth apagó la luz y también se tumbó. Las luces de los jardines se colaban entre los pesados cortinajes, de modo que pudo ver que se había tumbado boca arriba con las manos en el regazo.

Lo miró y sonrió de nuevo. Era la falta de emoción detrás de aquella sonrisa lo que activó de nuevo la repulsa y le hizo incorporarse.

–Sé que esta es tu primera vez –dijo, pasándose las manos por el pelo.

Ella no contestó. Solo lo miró, esperando que continuase.

–Tú y yo somos dos desconocidos –añadió–. Si prefieres que esperemos a conocernos mejor antes de hacer esto, solo tienes que decirlo. ¿Quieres que continuemos? –preguntó, esforzándose por no sonar áspero.

Aquella vez le contestó sin dudar.

–Sí.

Amadeo la miró. A pesar de lo bonita, de lo hermosa que era, no quería seguir. Pero sabía que lo mejor era acabar de una vez tan rápidamente como fuera posible, siendo considerado y delicado con ella. Sexo por obligación. Cerrar los ojos y pensar en Ceres.

A Elsbeth el corazón le latía con tanta fuerza que sentía su impacto en las costillas. No podría decir si era anticipación por lo que iba a ocurrir, o temor de que Amadeo decidiera no seguir adelante. Si no consumaban el matrimonio, ¿cómo iba a darle un hijo? Eso la aterraba más que la creciente frialdad con que la trataba. Pero con la frialdad y la indiferencia podía lidiar, aunque con no tener un hijo y ser enviada de vuelta a Monte Claro… francamente, no. Con eso no podría.

¿Debería levantarse el camisón hasta las ingles y abrirse de piernas? ¿O daría la imagen de una licenciosa?

Sí, demasiado licenciosa. Su madre se lo había dicho con total claridad. Amadeo tenía que ser el que diera el primer paso. Ella tenía que ser barro en sus manos.

El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho cuando él, por fin, apartó la ropa de la cama para verla. No dejó entrever si le gustaba lo que estaba viendo, pero cuando apartó las manos con las que ella se cubría el estómago, lo hizo con una ternura que deshizo los nudos que se le habían apretado en el vientre sin que ella fuera consciente. Le vio apoyarse con una mano en la cama y, apretando el mentón, inclinarse sobre ella para besarla.

Había imaginado cómo le haría sentir su primer beso. Lo esperaba cálido y agradable, teniendo en cuenta que iba a pasarse el resto de la vida besándolo. Pero lo que no se esperaba era la descarga eléctrica que iba a recorrerle el cuerpo, y que nada tenía que ver con lo «agradable».

Cerró los ojos y se dejó llevar por la presión creciente de su boca y el contacto de sus manos en su cuerpo. Sí, aquello era mucho, mucho más que algo agradable, sobre todo cuando cubrió su pecho y tuvo que recordarse otra vez lo que su madre le había dicho: no debía hacer nada, absolutamente nada. Ella no debía responder. No debía devolverle las caricias. Si él lo deseaba, ya se lo diría. Amadeo era heredero al trono de su país, y como todas las esposas de futuros reyes, ella estaba a sus órdenes.

Pero le estaba costando no estremecerse con el placer que le estaba dando acariciando la cara interior de sus muslos. Cada centímetro de piel que iban rozando sus manos le ardía.

Amadeo estaba harto de la falta de respuesta de su mujer, de su incapacidad para responder como esperaba a sus besos, de que se limitara a estar allí tumbada, pensando en Monte Claro, como él pensaba en Ceres. El único síntoma de que no estaba dejando pasar el tiempo sin sentir absolutamente nada era el endurecimiento de sus pezones debajo del camisón, aunque también podía deberse a que tuviera frío. Incluso cuando transitó por su vientre plano, no hubo reacción alguna. La muñeca se había quedado sin pilas.

Dispuesto a poner fin a aquella parodia, se incorporó y, por accidente, rozó la carne entre sus muslos y, oh sorpresa, oyó un gemido débil, el único signo de vida desde que la había besado.

La miró largamente. Su pecho subía y bajaba con rapidez, agarrada a la sábana con la mano izquierda. ¿Sería aquello una señal de deseo? Para comprobarlo, ascendió de nuevo por su muslo hasta cubrir su sexo con la mano. Lo último que esperaba encontrar allí era calor. Calor y, de nuevo, aquel gemido débil.

Una sacudida de lujuria lo zarandeó y con el corazón acelerado, recorrió sus pliegues húmedos. Fue recompensado con un temblor tan sutil que, de no haber estado concentrado en ella, habría sido casi imperceptible.

Frotando despacio su clítoris, vio temblar sus labios, comprobó que su espalda se arqueaba ligeramente y que su cuerpo vibraba.

«Mio Dio». Estaba tan madura como el más dulce de los melocotones.

Desvanecida quedó la idea de levantarse de la cama y salir de la habitación. La erección que había pasado de la nada a florecer en menos de un segundo le obligó a controlarse y, sin dejar de presionar aquel nudo entre sus piernas, las abrió despacio. No encontró resistencia. Vio que ya se aferraba a la sábana con las dos manos.

Fascinado por sus reacciones, sin dejar de mirarla a la cara, se colocó con cuidado entre sus muslos y puso su erección en la abertura de su vagina. Vio que se le movían los párpados, pero sus ojos siguieron cerrados. El único sonido era el que hacían sus manos al arrugar las sábanas.

Muy despacio, la penetró. Apretó los dientes no por irritación sino por la necesidad de control porque, Dio, nunca había experimentado un calor tan intenso como aquel. Tan exquisito le resultó que tuvo que esforzarse por no olvidar que era virgen. Con infinito cuidado, se hundió en ella. Fue entonces cuando, al fin, sintió que lo tocaba. Apenas un roce de su mano en la espalda, tan liviano que no lo habría notado de no ser porque la piel le ardía.

Agarrándose a los dos lados de la almohada sobre la que reposaba su preciosa cabeza, cerró los ojos y comenzó a moverse. «Mio Dio…».

Ni en sus sueños más salvajes se había imaginado Elsbeth que pudiera ser así. Que pudiera sentir así. Esperaba dolor. Incomodidad como mínimo. El placer lo esperaba para cuando se hubiera acostumbrado al sexo. Pero aquello… aquello era increíble. Jamás había sentido algo así. Ni sabía que iba a ser así. Mientras Amadeo se movía dentro de ella, incrementando el ritmo poco a poco, pequeños gruñidos de placer se escapaban de su garganta y algo en el fondo de su corazón comenzó a palpitar con fuerza.

Nunca se había contenido Amadeo como en aquel momento, el dolor exquisito de la tortura autoinfligida era más de lo que se creía capaz de soportar, pero perseveró, negándose a flaquear y a dejarse llevar, no hasta que…

Entonces lo notó. Fue apenas una respiración entrecortada, una sensación de presión en su pene. No pudo resistirse a incorporarse apoyado en los codos para mirarla, y en aquel mismo instante, Elsbeth abrió de par en par los ojos y clavó su mirada de cristal en él, entreabiertos los labios en un rictus de sorpresa.

Ya no pudo contenerse más y, hundiéndose en ella tan hondo como era humanamente posible, se dejó ir.

 

 

Elsbeth intentó volver a la tierra con valentía y recuperarse. Era como si se hubiese transformado en polvo de estrellas. Apenas podía respirar, ahogada por los latidos de su propio corazón.

Aquello había sido… no encontraba ni una sola palabra con la que describir lo que acababa de experimentar. No tenía ni idea de que se pudiera sentir así. De que ella pudiera sentir así.

Su madre estaba equivocada.

Amadeo, su mejilla pegada a la suya, se giró para quedar tumbado boca arriba y el frío que le trajo su pérdida a punto estuvo de hacerla llorar.

¿Le habría gustado a él tanto como a ella? Ojalá pudiera preguntárselo. Como con tantas otras cosas en su vida, era un deseo que seguramente quedaría insatisfecho.

Lo último que Amadeo esperaba era disfrutar del sexo con su esposa, aunque «disfrutar» no fuese la palabra adecuada. Era solo un pálido reflejo de lo ocurrido. Pero no había palabra que encajase allí.

Debería consolarse con saber que la tarea semanal que imaginaba insoportable no lo fuera. Cerró los ojos para prepararse y se volvió a mirarla.

Elsbeth tenía los ojos abiertos.

–¿Elsbeth?

La vio componer la sonrisa vacía de antes para volverse a él.

–¿Estás bien?

–Sí –contestó ella.

Amadeo respiró hondo y asintió. Era incapaz de leer más en aquella mirada vacía.

–Bien. ¿Sabes cómo contactar con el personal si necesitas algo?

–Sí.

Asintió, se levantó y se puso la bata.

–Bien. Te dejo para que puedas dormir.

Ella levantó bruscamente la cabeza.

–¿Vas a…?

Pero no terminó la frase.

–¿Que si voy a qué?

La sonrisa volvió.

–Nada.

–Di lo que ibas a decirme.

Tardó un instante en hacerlo.

–Solo iba a preguntarte dónde vas a dormir tú.

Quería descifrar la emoción que creía haber visto con las dos primeras palabras que le había dirigido.

–Creía que conocías las disposiciones de nuestra vida en común –contestó, atándose el cinturón–. Se acordaron en las negociaciones –le recordó, pero ella continuó mirándolo como si no entendiera–. ¿Te han leído las disposiciones?

Tardó un momento en negar con la cabeza.

–No.

–Pues deberían haberlo hecho. A mí me dijeron que estabas de acuerdo.

–Respetaré lo que hayáis acordado mi primo y tú.

¿Aquella mujer era real? No podía serlo. Si aún no pudiera sentir la huella de su cuerpo, se habría preguntado incluso si era humana.

–Estas son tus habitaciones. Yo tengo las mías en el piso superior –dijo. Su expresión siguió siendo nula, y estuvo tentado de pedirle que asintiera si había entendido–. Nos veremos con frecuencia durante los actos públicos, pero nuestra vida privada la haremos por separado. Me han dicho que deseas ser madre. ¿Es correcto?

–Sí –contestó con vehemencia.

–Bien. Entonces sugiero que compartamos cama todos los sábados hasta que quedes embarazada. ¿Te parece bien?

La sonrisa vacía se volvió completa de golpe.

–Accederé a lo que tú consideres que es mejor.

–Es lo que me parece mejor.

–Entonces, perfecto –necesitaba salir de aquella habitación como fuera, así que inclinó la cabeza a modo de despedida–. Buenas noches.

–Buenas noches.

Cerró la puerta e inspiró tan hondo como no lo había hecho en toda su vida. Confirmado: se había casado con una muñeca de cuerda. Debajo de la hermosa carcasa exterior, no había absolutamente nada. Solo vacío.

 

 

Elsbeth se cubrió hasta el cuello con la sábana y cerró los ojos. ¿Por qué su madre no le habría advertido de que iba a vivir sola en aquel castillo? Ella tenía que saberlo. Su madre lo sabía todo. No es que conocer ese detalle le hubiera hecho cambiar de opinión respecto a su matrimonio con Amadeo. La oportunidad de salir de Monte Claro era una ocasión de oro. El papel de una mujer en la monarquía era servir de adorno, parir hijos y obedecer. Lo había visto y había vivido así cada día de su vida. También sabía que debería sentirse afortunada por vivir separada de Amadeo, ya que de ese modo, sería mucho más difícil llegar a desilusionarlo. Mucho más difícil, por tanto, que tener que convivir con su descontento y con la forma de castigo que adoptase este. Tenía la impresión de que no era de la clase de hombres que utilizaban las manos para castigar, pero los hombres poderosos no lo necesitaban. Tenían a su disposición mil formas de hacerlo.

Aun así, su intuición no era precisamente de fiar. ¿Acaso no había pensado que iba a ser feliz en su nuevo país con su nuevo esposo? Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla confirmándole que la felicidad le quedaba más lejos que nunca.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

 

ELSBETH estaba debajo de Amadeo, sintiendo su respiración en la oreja.

La segunda cópula. No podía decir que estuvieran haciendo el amor. Resultaba muy humillante disfrutar tanto de esos encuentros, o soñar con estar abrazada a él, la cara hundida en su cuello, respirándolo. Era simplemente sexo. Nada que le debiera directamente a él.

Su «luna de miel» la habían pasado separados. Ella, acompañada por el personal doméstico. Comiendo sola. Sin recibir visitas. Con su marido ausente.

Amadeo se incorporó y ella conjuró de inmediato una sonrisa que seguramente él no vería, pero no podía correr el riesgo. La mujer de un príncipe debía mostrarse siempre satisfecha, o, de lo contrario, enfrentarse a las consecuencias.

No podía darse cuenta de si sonreía o dejaba de hacerlo porque la habitación estaba completamente a oscuras, excepto por una mínima abertura que dejaban las cortinas de la ventana más cercana a la cama y que él se había encargado de cerrar antes de meterse bajo las sábanas, apagar la luz eléctrica, e ir directamente al grano. Desde que entró en la habitación, y durante los minutos que había durado la charla insustancial que, con esfuerzo, habían logrado mantener, la había mirado a la cara apenas unos segundos. A pesar de lo que se había esforzado por complacerlo, Amadeo no quería estar casado con ella de modo que, cuando se despidió de ella poco después, deseándole una buena noche, tuvo que hacer un esfuerzo titánico por responder a su despedida con la alegría acostumbrada.

«¡Por Dios, que me quede pronto embarazada!».

 

 

Otra semana de soledad pasó antes de que se encontrara sentada delante del tocador mientras el equipo de belleza del castillo la transformaba para atender al primer compromiso del sábado por la noche, que se celebraba en la embajada de Italia y en su honor, nada menos.

Había salido en cuatro ocasiones con Amadeo aquella semana, todas ellas de día, con representantes de la industria de Ceres. Salidas destinadas a que fuera soltándose en su nuevo papel de princesa. Pero ella ya había actuado como consorte de Dominic en bastantes ocasiones, de modo que aquella rutina le resultaba familiar y, en cierto modo, fue bien recibida como distracción de su soledad.

Por primera vez, sintió añoranza de su casa. Al menos, en Monte Claro, tenía amigos, primos y primas que habían crecido con ella. Tenía también a su madre y sus sabios consejos. Echaba de menos su beso de buenas noches porque su familia en Ceres se había olvidado de su existencia. Pero los consejos de su madre, sus esfuerzos por guiarla debidamente, no habían servido para que su marido permaneciera a su lado. Habían salido juntos a cumplir con sus compromisos, pero se había sentido tan sola como si no hubiera nadie a su lado. El encanto del príncipe Amadeo no se extendía a su persona. En público se mostraba cortés y caballeroso, pero aunque se mantenía a su lado, se las arreglaba para no tocarla en ningún momento. En los desplazamientos, ambos ocupaban la parte de atrás del vehículo junto con sus secretarios personales, y todas las conversaciones tenían lugar en un rápido italiano. Ella entendía el italiano, pero no a la velocidad que lo hablaban en esas ocasiones, lo cual venía a exacerbar su sensación de aislamiento.

Faltaba poco para la hora en que acudirían a la embajada italiana, y algo más para la visita periódica y breve de Amadeo a su lecho, así que intentó animarse, pero un dolor sordo estaba empezando a acomodarse en su abdomen, y mientras la beautician aplicaba la máscara a sus pestañas, contuvo el deseo de doblarse hacia delante y se limitó a apretar los dientes. Aquello era ya un retortijón en toda regla.

 

 

Amadeo estaba disfrutando del escocés que acababan de servirle cuando su hermano apareció en sus habitaciones.

–Estoy a punto de salir para la embajada –le dijo.

–Lo sé. Quería verte un momento antes de que te fueras.

–¿Ocurre algo?

Marcelo se sirvió otro whisky.

–Clara me ha estado dando la lata con que organicemos una cena para los cuatro.

–¿Para qué?

Mientras que las habitaciones de Elsbeth habían sido transformadas en el paraíso de una princesa, las de Amadeo tenían un aire gótico y oscuro. Su abuela, una mujer misántropa y mezquina, había vivido allí antes que él, y la mayoría de las piezas de madera casi negra, junto con los cuadros de intenso claroscuro como los de Caravaggio, colgaban de sus paredes desde entonces. Como lo único que él le pedía a sus habitaciones era intimidad, no había visto la necesidad de hacer ningún cambio.

–Pues para que el miembro más nuevo de la familia, al que no hemos vuelto a ver desde la boda, pueda darse a conocer. Clara está deseando estar con ella, y me temo que no voy a poder contenerla más. Dice que dos semanas es tiempo más que suficiente para que os hayáis conocido, así que, como no fijes una fecha, tendrás que vértelas con ella.

Aquella era la amenaza más efectiva que podía hacerle, dado que Marcelo era extremadamente protector con su esposa.

–Seguro que podemos organizar algo.

Y algo organizado podía desorganizarse. No le apetecía nada tener que sufrir la sonrisa vacía de su esposa dirigida a él durante toda una velada innecesaria. Siempre estaba ahí. Siempre. Su esposa debía tener los músculos faciales más fuertes del universo.

–¿Dónde está? –preguntó Marcelo ladeando la cabeza, casi como si esperase verla materializarse de alguna pared.

–O en sus habitaciones o esperándome en la sala de recepciones así que, a menos que quieras que llegue tarde…

–¿Por qué no está aquí contigo?

–Tiene sus propias habitaciones.

El silencio que siguió a esa frase no le habría molestado en condiciones normales pero, viniendo de Marcelo, era inusual.

–¿Qué? ¿Cuánto tiempo has pasado con ella desde la boda? –inquirió, frunciendo el ceño.

–El suficiente.

–¿Cuánto? Clara oyó a alguien del servicio decir que lleváis vidas completamente separadas.

–Espero que reprendiera a esa persona por extender chismes.

Su hermano sonrió.

–¿Tú ves a Clara capaz de reprender a alguien?

Él también sonrió. En cuanto descubrió lo inadecuada que era su espontaneidad sin filtro para su papel de princesa, intentó lograr que Marcelo no se casara con ella por el peligro que suponía, pero su hermano le demostró que se equivocaba. La gente la adoraba, y si era sincero, él también empezaba a hacerlo, aunque muchas veces se mordía la lengua al ver con la familiaridad que trataba al personal, o por su costumbre de compartir historias indiscretas que no eran adecuadas para una cena cualquiera con la realeza. No le costaba imaginarla escuchando e incluso preguntando para saber más.

Ahora entendía por qué Marcelo había acudido a sus habitaciones en lugar de llamarlo por teléfono.

–Tenía que decirle que todo eso no eran más que rumores sin fundamento, y que no podías ser tan insensible para estar tratando a tu mujer tan mal.

–¿Qué tiene de malo? Vive en unas habitaciones dignas de una reina, con todo lo que podría querer o necesitar a su disposición, sin carecer de nada.

–Entonces, ¿es cierto?

–No es, ni más ni menos, que lo que se acordó antes de casarnos.

Que Dominic y sus consejeros hubieran tomado la decisión de no contárselo a Elsbeth era lamentable, pero cuando él le había hablado de cómo iban a vivir, ella se había mostrado más que bien dispuesta a aceptarlo. Complaciente, incluso. Dio, si se mostrase aún más dulce y complaciente, aparecería cubierta de chocolate.

–¿No la ves? –preguntó su hermano, serio.

–Vamos juntos a los actos oficiales.

–¿Y eso es todo? –no parecía dar crédito–. Clara y Alessia están como locas por conocerla, pero Gabriel y yo les dijimos que esperasen un poco para que pudierais conoceros y acostumbraros el uno al otro, ¿y ahora resulta que ha estado todo este tiempo sola en sus habitaciones? ¿Cómo puedes tratarla así?

–¿Tengo que recordarte que me he casado con una Fernández para salvar a nuestro país y a nuestra monarquía de un incendio que provocaste tú? ¡Una Fernández! –escupió–. Cumplo con mis deberes para con ella, y ni hago ni digo nada que pueda faltarle al respeto. Elsbeth no carece absolutamente de nada.

–Todos odiamos a su familia. Su primo secuestró a mi mujer, así que si alguien tendría que odiarla por la sangre que le corre por las venas, sería Clara, pero mi mujer quiere darle una oportunidad e intentar ser su amiga. Elsbeth es una mujer joven que está sola en un país extranjero. Tú eres su marido, y sean cuales sean las razones que te empujaron a casarte con ella, lo hiciste, y es tu obligación darle una oportunidad. No te estoy diciendo que paséis las veinticuatro horas juntos, pero se merece algo. Algún día será la madre de tus hijos, si es que los rumores son ciertos y te has dignado a presentarte en su dormitorio al menos en dos ocasiones.

–A tu mujer se le da de perlas enterarse de todos los cotilleos –espetó. Le molestaba que precisamente su hermano, que era quien había lanzado la piedra que había creado las ondas que le habían arrastrado a tener que casarse con Elsbeth, se sintiera con derecho a juzgarlo–. Para tu información, Elsbeth está totalmente de acuerdo con nuestra forma de vida. Yo no me meto en cómo llevas tu matrimonio, y no voy a tolerar que pretendas interferir en el mío, así que vamos a dejarlo. Y ya puedes irte, que tengo un compromiso al que asistir.

Apuró su copa, y después de dejarla de golpe sobre la tapa de un piano que debía tener unos trescientos años, salió de sus habitaciones.

 

 

Siempre le gustaba ir a la embajada de Italia. Compartir idioma y cultura hacía que ambas naciones fuesen aliados naturales, y el tiempo que pasaba con su embajadora rara vez lo consideraba trabajo. El evento de aquella noche era un poco distinto, como lo habían sido todos los de la semana, destinados a facilitar la entrada de su esposa en su nuevo papel. Ella los había manejado con aplomo. Lo contrario habría sido, ciertamente, difícil, ya que no se había separado de él ni un paso, y se había limitado a dirigirles a todos su eterna sonrisa sin decir palabra. Pero el evento de aquella noche era de carácter social y no comercial, además organizado en su honor, pero cuando retiraban ya los restos del primer plato de la cena, ella seguía sin haber despegado los labios para hacer algo que no fuera comer.

Conteniendo su irritación, se inclinó hacia Elsbeth para decirle:

–Creo que el marido de la embajadora se siente un poco desbordado al estar sentado a tu lado. ¿Por qué no hablas un poco con él para que se sienta más cómodo?

Ella parpadeó varias veces, sonrió todavía más, y se volvió al hombre en cuestión. Elsbeth hablaba demasiado bajo para que el hombre pudiera oírla, pero respondió de todas formas, y la charla distendida floreció enseguida. Bueno, en realidad el hombre hablaba, y Elsbeth escuchaba. Cuando la embajadora se excusó unos minutos, Amadeo centró su atención en ellos. Elsbeth no miraba hacia él, pero debió sentir su deseo de unirse a ellos porque se giró levemente para que la conversación pudiera fluir entre los tres. El hombre le estaba hablando del colegio al que iban sus hijos.

–¿Qué asignaturas les gustan más? –preguntó ella cuando tomó una brevísima pausa para respirar, y su pregunta volvió a sorprenderle.

Cuando la embajadora volvió a ocupar su asiento, Amadeo se había dado cuenta ya de que Elsbeth había manejado bien la conversación para que todo girara en torno a su anfitrión, de modo que el esposo de la embajadora apenas se dio cuenta de la presencia de Amadeo.

No sabría decir por qué aquello le había molestado. En cualquier caso, volvió a su conversación con la embajadora pero, mucho después, cuando les retiraron las tazas de café y todo el mundo imitó su gesto de levantarse, se dio cuenta de que seguía pendiente de lo que Elsbeth y el hombre hablaban. Fue entonces cuando le oyó decir:

–¿Está usted bien, Alteza?

–Estoy bien, gracias.

–¿Seguro? Se ha quedado muy pálida.

Amadeo se volvió rápidamente y pudo ver a qué se refería. El sutil color que iluminaba las mejillas de Elsbeth contrastaba enormemente con la palidez de su semblante.

–Le agradezco la preocupación, pero le prometo que estoy bien, y que me gustaría mucho ver ese cuadro de Livia.

La embajadora reparó en la atención de Amadeo e hizo el gesto de mirar al techo.

–Giuseppe piensa que nuestra hija mayor va a ser la próxima Frida Kahlo.

El CEO de la marca italiana de coches más importante se le acercaba en aquel momento, y no pudo acompañar a su esposa. No entendía por qué había deseado hacerlo.

 

 

El secretario personal y jefe de seguridad de Amadeo volvía con ellos sin dejar de hablar, como era habitual. Amadeo participaba de vez en cuando, pero la miraba a ella con más frecuencia de la habitual, y Elsbeth no se permitió dejar de sonreír ni un instante.

En lugar de darle vueltas sin parar a lo que necesitaba decirle cuando llegaran, pensó en lo mucho que deseaba darse un buen baño y tomar una copa de vino para calmar los retortijones que sentía en el estómago.

En silencio recorrieron la distancia hasta sus habitaciones, pero con cada paso, el ritmo de su corazón se iba acelerando. No había podido dejar de preocuparse durante toda la noche por la noticia que tenía que darle, hasta el punto que Amadeo se había visto en la obligación de pedirle que hablase con su compañero de mesa. Pobre Giuseppe. Era un hombre muy agradable. Ojalá disculpase su descortesía inicial.

Sus dos doncellas de noche aparecieron en cuanto llegaron.

–La princesa no va a necesitar vuestra ayuda esta noche –les dijo Amadeo–. Podéis volver a vuestras habitaciones. Si os necesita, os avisará.

En lugar de obedecer, ambas miraron a Elsbeth, que se dio cuenta, horrorizada, que esperaban que ella confirmase la orden.

Miró a Amadeo, que parecía molesto por su indecisión.

–Os llamaré si necesito algo –dijo con una sonrisa que le dolió en las mejillas.

–Buenas noches, Alteza.

–Buenas noches.

No pudo evitar cerrar los ojos cuando la puerta se cerró y, por primera vez desde hacía una semana, se quedó a solas con su marido.

El pánico le dolió en el pecho. ¿Por qué había despedido a las doncellas? ¿Estaría enfadado con ella por algo? Reflexionó frenéticamente si había hecho algo mal aquella noche. Lo único que se le ocurría era que se había visto obligado a recordarle que debía hablar con su compañero de mesa. ¿Podría estar molesto por algo tan inocuo? Ojalá lo supiera. Dos semanas casados, y su marido seguía siendo un desconocido.

–¿Quieres tomar algo? –la sorprendió diciendo.

Respiró hondo para frenar el pánico. Aquella conversación no iba a ser fácil.

–Sí, por favor.

Amadeo rebuscó en el bar. No sabía lo que a Elsbeth le gustaba beber, así que había pedido que lo surtieran de todas las bebidas alcohólicas y refrescos imaginables. No le sorprendió darse cuenta de que no había abierto ni una.

Él se sirvió un escocés de quince años, lo tomó de un trago y, volviéndose a ella, alzó la botella a modo de pregunta.

Elsbeth negó. Su sonrisa no parecía de tantos vatios como era habitual.

–¿Qué prefieres? ¿Vino? ¿Champán? ¿Algo más fuerte?

–¿Hay oporto?

–Hay de todo.

–Entonces, una copa de oporto, por favor.

Buscó la botella, le sirvió una copa y se llenó su vaso de nuevo. Por el rabillo del ojo vio que se llevaba la mano al vientre y que inspiraba profundamente.

–Siéntate, Elsbeth –le dijo al entregarle su bebida.

Obedeció, por supuesto, acomodándose en un sillón de tapicería rosa.

Él se acomodó en el Chesterfield.

–Parece que no te encuentras bien –dijo después del primer trago–. ¿Qué te pasa?

Ella cerró los ojos como si se preparara para lo que tenía que decir.

–Dolores menstruales.

–¿Llevas así toda la noche?

Ella asintió.

–¿Y por qué no me lo has dicho antes de salir de aquí?

–Es que me daba vergüenza decírtelo delante de otras personas. Lo siento –suspiró.

–¿Por qué te estás disculpando?

–Porque no me he quedado embarazada.

¿Pero qué demonios…?

–Elsbeth, mírame.

Levantó despacio la cabeza y, por primera vez, vio una emoción real y humana en su expresión: miedo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

 

ELSBETH sostuvo su copa con fuerza para que le dejaran de temblar las manos. ¿Por qué habría despedido Amadeo a las doncellas? ¿Es que se había dado cuenta de que no se encontraba bien? Sería signo de empatía, ¿no? Y eso era bueno. Aun así, ¿se extendería esa empatía a su fracaso a la hora de concebir? Entre esos pensamientos, se colaba la voz de su madre recordándole la importancia de quedarse embarazada lo antes posible, ya que los hombres de la realeza jamás asumirían que el fracaso fuera suyo. Además, la menstruación en sí les molestaba.

Intentó no encogerse cuando Amadeo se inclinó para apoyar los antebrazos en las piernas y hacer girar el líquido ámbar en su copa, todo ello sin dejar de mirarla a la cara.

–¿De qué tienes miedo? –preguntó después de apurar el whisky.

Elsbeth tomó un sorbo de su oporto.

–De desilusionarte.

–¿Y piensas que puedo estar desilusionado después de llevar solo dos semanas casados?

–Yo no quiero desilusionarte en ningún sentido –resumió, y se atrevió a preguntar–: ¿Te he decepcionado?

Él cerró los ojos.

–No en el sentido que tú te imaginas.

–Ah –suspiró.

–Mi decepción no es culpa tuya, Elsbeth.

Lo miró atentamente a sus ojos claros. Menos mal que, por una vez, no había furia en su mirada.

–No eres la clase de mujer que yo habría elegido como reina. Si hubiera tenido elección, nunca me habría casado con una Fernández –añadió, rozando el borde de su vaso con el pulgar–. Tu familia me es odiosa, pero eso no es culpa tuya –insistió.

No parecía hacerle gracia tener que admitirlo. Es más: se diría que querría que pudiera echarle a ella la culpa. Empleando todas sus habilidades, impidió que el dolor se reflejara en su rostro. La actitud de Amadeo para con su familia no debería sorprenderle. Ella también los despreciaba, pero no podía cambiar la sangre que le corría por las venas, a pesar de que ella no se parecía a los demás. Jamás diría tal cosa, claro. Se había pasado la vida contemplando las consecuencias que pagaban las mujeres de la realeza que se atrevían a discutir con sus esposos o sus padres, el maquillaje aplicado en capas sucesivas que no lograba ocultar los moretones, ni el paso renqueante.

Aunque seguía pensando que Amadeo no era de la clase de hombres que empleaban la fuerza para arrancar obediencia a su esposa, su posición como princesa era tan precaria que no era buena idea darle más munición que pudiera utilizar contra ella.

La verdad era bien simple: prefería estar casada con un hombre que la despreciara a volver a Monte Claro. Pero, mientras siguiera sin tener hijos, no estaría a salvo.

–Quiero asegurarte de que mis sentimientos personales hacia tu familia no van a impedir que te trate con el más absoluto respeto –continuó–. Sé que costará tiempo, pero quiero que tengamos una buena relación. Eso nos hará la vida mucho más fácil.

Elsbeth volvió a colocarse la sonrisa.

–Pienso lo mismo.

–Bien. ¿Estás satisfecha con la vida que llevas en el palacio?

–Sí –respondió, aunque no era del todo cierto. A pesar de la soledad, había llegado a apreciar tener un hogar que sentir como propio en el que poder relajarse. Sus habitaciones le pertenecían de un modo nuevo para ella.

–Mi hermano piensa que te tengo abandonada. ¿Estás de acuerdo con él?

–Los términos de nuestro matrimonio se acordaron antes de que pasáramos por el altar.

–Eso no es una respuesta –replicó, frotándose la nuca–. Si hay algo que te haga infeliz, debes decírmelo. Yo no puedo leerte el pensamiento, y mi hermana estaría encantada de añadir que tampoco sé leer a las mujeres.

Su ligero intento de añadir humor a la situación cayó en saco roto.

–¿Eres infeliz?

–No.

¿Mentía? No la conocía lo suficiente para estar seguro. En realidad, no la conocía en absoluto.

–¿Estás contenta con tus habitaciones?

–Sí.

Había respondido con tanto énfasis que costaba pensar que mentía.

–¿Y estás contenta con tu vida aquí?

–Sí –repitió con el mismo énfasis.

Maldito fuera Marcelo por meterle las dudas en la cabeza. Él, que sentía palpitaciones cuando estaba más de cinco minutos separado de Clara porque estaba enamorado y todo en su persona se regía por las hormonas y la emoción. No era capaz de comprender que el suyo era un matrimonio de conveniencia.

Aun así, tenía que admitir que quizás estaba en lo cierto sobre que podía sentirse sola.

–Esta semana tenemos mucho trabajo –dijo. Se había acabado el periodo de adaptación para ella. A partir de aquel momento, iban a pasar todos los días de la semana y un par de noches juntos. Seguro que acabarían hartándose el uno del otro–. ¿Vas a estar en condiciones?

Sus mejillas se tiñeron de rojo.

–Estaré bien el lunes. Las molestias suelen durar solo un día.

–¿Te has tomado algo para paliarlas?

Alzó la copa con una sonrisa. Era la primera vez que su sonrisa no le ponía enfermo.

–Si hubiera sabido que te encontrabas mal, habría cancelado el compromiso.

–Son solo calambres. No hay por qué cancelar nada.

–¿Lo has consultado con el médico?

El rojo se volvió tan furioso que pareció a punto de entrar en combustión.

–Es normal.

–Le pediré al doctor Jessop que te vea. Es el ginecólogo de mi madre y de mi hermana.

Sacó el móvil y llamó a su secretario.

–¿Le has pedido que me vea ahora? –preguntó ella cuando terminó la llamada.

–No tendría sentido que te viera cuando ya te encuentres bien –respondió, y señaló con un gesto de la cabeza la copa que sostenía en la mano–. ¿Otro oporto mientras esperamos?

Un destello de gratitud iluminó sus ojos.

–Sí, por favor. Y gracias. Es muy amable por tu parte hacer que venga el médico.

Amadeo sintió una punzada en el pecho que no había sentido nunca antes.

–No tienes por qué sufrir en silencio.

 

 

Dos días después, Elsbeth se preparó para afrontar su primera semana repleta de compromisos. Su equipo personal había adaptado los horarios, y la pareja pasaba de un evento a otro con una fluida precisión. La primera salida nocturna fue también el primer día, una ceremonia para homenajear a los jóvenes innovadores de mayor éxito. En el castillo le dieron un plazo de dos horas para que Elsbeth se pudiera preparar, y su equipo de belleza la esperaba para ponerse manos a la obra. Llegaron a la hora exacta al lugar indicado.

Después de posar para los fotógrafos de la prensa, los condujeron a la mesa para la cena. Elsbeth no sabía exactamente lo que se esperaba de ella, de modo que se volvió hacia el caballero que tenía a su derecha, que resultó ser el organizador del evento y el millonario más joven de Ceres. Aunque se trataba de un hombre fascinante, le costó concentrarse en su conversación, ya que sus sentidos se empeñaban en desviarse hacia el hombre que tenía a la izquierda: Amadeo.

¿Sería solo su impresión, o de verdad había hecho un esfuerzo por incluirla en las conversaciones con sus secretarios, por hablar más despacio para que ella pudiera seguir lo que decían? Era difícil estar segura, y tampoco ayudaba el hecho de que fuera tan consciente de él, de sus lánguidos movimientos, de la piel morena de su cuello por encima de la camisa blanquísima y la corbata, la increíble elegancia de sus manos de dedos largos… y encima, vestido con aquel esmoquin. ¿Cómo podía concentrarse ante semejante visión?

Retiraron el primer plato. Habían hecho una pausa en la conversación y contuvo el aliento al ver que Amadeo se inclinaba hacia ella, ligeramente, no tanto como para llegar a tocarla, para decirle al oído:

–¿Cómo te encuentras? ¿Se te han pasado los dolores?

Su aliento le acarició el pelo, y sintió un estremecimiento recorrer su espalda, además de en otro punto situado más abajo, en la unión de sus muslos.

–Estoy mucho mejor –contestó, arreglándoselas para esbozar una sonrisa–. Gracias.

–Ya me parecía que tenías mejor aspecto, pero las mujeres sois expertas en trucos de maquillaje para disimular el malestar.

–Gracias– repitió– por mandarme al médico.

–Me alegro de que haya podido ayudarte. ¿Has guardado su número en el móvil para que puedas llamarlo directamente si lo necesitas?

–Sí, gracias.

Sus ojos verdes siguieron clavados en los suyos como si buscase algo, o lo esperase, pero los camareros llegaron en aquel momento con el segundo plato, y lo que fuera que buscaba Amadeo quedó en espera u olvidado.

 

 

Elsbeth se metió en la cama intentando controlar el ritmo de su respiración, que se empeñaba en acelerarse, mientras permanecía atenta al sonido de los pasos de Amadeo acercándose a sus habitaciones.

El comportamiento que le había notado el lunes había continuado durante toda la semana. Desde luego, su actitud hacia ella había cambiado. La hacía más partícipe, en particular en las conversaciones en las que organizaban sus apariciones públicas. Ella intentó a su vez esforzarse más que nunca por mostrarse agradable y ser el adorno más perfecto que un futuro rey pudiera desear. Pero seguía sin tocarla. Se despedía de ella deseándole buenas noches en la sala común y desaparecía escaleras arriba sin tan siquiera sugerir que tomasen una copa. Aún no conocía sus habitaciones. No tenía ni idea de qué hacía cuando se retiraba, pero el cambio en su actitud le hacía albergar la esperanza de que, muy pronto, la invitase a su zona privada. Quizás incluso a compartir su cama.