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Su mayor pecado Maisey Yates Había tenido una hija con él, ¿pero podía aceptar la corona? El jeque rival Clare Connelly Dos amantes… ¡una pasión innegable! El precio de un matrimonio Chantelle Shaw ¿Podría el novio inapropiado… convertirse en el marido adecuado? Placer en el paraíso Natalie Anderson Unidos por los negocios y seducidos por el placer.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-Pack Bianca, n.º 245 - abril 2021
I.S.B.N.: 978-84-1375-719-3
Su mayor pecado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El jeque rival
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El precio de un matrimonio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Placer en el paraíso
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
Marissa
Nunca olvidaré la primera vez que vi al príncipe Hércules.
Un nombre ridículo, más apropiado para un dios que para un mortal. La clase de dios al que mi padre hubiera llamado falso y del que me habría advertido que debía apartarme.
Si él supiera.
De haber sabido lo dispuesta que estaba a caer en la tentación me habría encerrado en mi cuarto, pero en mi fuero interno debía saber que aquello era especial porque Hércules se convirtió en un secreto.
En mi familia no se permitían los secretos porque un secreto significaba que estabas escondiendo la verdad. Y si escondías la verdad, tenía que ser por un pecado.
Hércules se convirtió en un pecado para mí.
La primera vez que lo vi tenía dieciséis años. Era verano y los ricos turistas ya habían invadido la pequeña isla de Medland, Massachusetts, como hacían cada año, bienvenidos aunque abrumadores.
La isla vivía de los negocios estivales, ahorrando el dinero que ganaban en esos meses para vivir el resto del año. Desde luego, los cepillos en la iglesia de mi padre se llenaban en verano. Pero, aunque yo sabía que los turistas eran necesarios para la economía de la isla, seguían pareciéndome un fastidio.
Había bajado a la playa un domingo después de ir a la iglesia, como era mi costumbre. Nunca iba a las playas de arena más concurridas sino a otras escondidas y rocosas, demasiado salvajes para atraer a los turistas.
Los sábados era más difícil encontrar un sitio tranquilo, pero yo había vivido allí toda mi vida y conocía cada rincón.
Y fue entonces cuando lo vi por primera vez.
Estaba de pie en la orilla, con los pantalones enrollados por encima de los tobillos, sin camisa. Estaba rodeado de gente, mujeres en concreto, todas riendo, charlando, chapoteando alegremente.
Pero yo solo podía mirarlo a él. Solo podía mirar ese rostro como tallado en granito.
Sus ojos me recordaban la obsidiana, esa piedra negra brillante que refleja la luz y la consume al mismo tiempo.
Podría perderme en esos ojos. En esa oscuridad.
Me habían enseñado a huir de la oscuridad, pero no podía apartarme. Sentía como si hubiera descubierto a una criatura extraña, única.
Y él parecía perdido en esa oscuridad, perdido dentro de sí mismo, hasta que una de las mujeres tocó su brazo y esbozó una sonrisa que pareció eclipsar el sol.
De repente, experimenté un sabor amargo en la boca, una tensión extraña por todo mi cuerpo.
Y salí corriendo.
Al día siguiente volví al mismo sitio y, de nuevo, él estaba allí. Solo en aquella ocasión.
Y me vio.
–¿Vas a quedarte mirándome todo el día? –me espetó.
–No estaba mirándote a ti –repliqué–. Solo estaba mirando el paisaje.
–Te vi ayer –dijo él–. Saliste corriendo.
–Sabía que mi padre estaría buscándome. ¿No has ido a la iglesia? –le pregunté.
Una pregunta tonta, claro. Si hubiera ido a la iglesia lo habría visto. Todo el mundo lo habría visto.
–No –respondió él, riendo–. Si tengo que hacerlo, prefiero rezar al aire libre. ¿Y tú?
–Mi padre es el pastor anglicano y se enfada si no voy a la iglesia.
–¿Y se enfadaría si supiera que estás aquí?
Era más apuesto de cerca. Por suerte, aquel día llevaba puesta la camisa o me habría desmayado.
Era una debilidad. No podía dejar de admirar cada centímetro de esa bronceada piel bajo el cuello abierto de la camisa blanca.
Sabía que estaba mal, que era perverso, pero no podía evitarlo y, en realidad, no quería hacerlo.
Su rostro me resultaba familiar, pero no era capaz de ubicarlo. Esa mandíbula cuadrada, esos labios firmes, esos ojos tan intensos, tan oscuros.
–Posiblemente –respondí–. Dice que no debo hablar con la gente que viene aquí en verano porque son personas importantes y también… de dudosa moralidad.
–¿Mujeriegos, depravados? –sugirió él, con un brillo burlón en los ojos.
Sentí que me ponía colorada.
–Sí, algo así.
–Tristemente, en mi caso es verdad, así que tal vez deberías salir corriendo.
–Muy bien –respondí, antes de darme la vuelta, dispuesta a hacer lo que había sugerido.
–¿Siempre haces lo que te dicen? –me preguntó él entonces.
–Yo… sí.
–Pues no deberías. Decide qué es lo que quieres, no esperes que te lo digan los demás. ¿Qué planes tienes para el futuro?
–Seguramente encontraré un trabajo aquí y me casaré.
Mencionar esa palabra delante de él hacía que se me encogiese el estómago.
Él enarcó una ceja.
–¿Pero eso es lo que tú quieres?
Me miraba tan intensamente. Yo no podía entender por qué un hombre como él miraría a una chica como yo de esa manera.
Por supuesto, entonces no entendía esa mirada. Aparte de intercambiar algún saludo, nunca había hablado con un hombre al que no conociese de la iglesia. Pero no conocía a aquel hombre de nada, no sabía su nombre y él no sabía el mío.
Había admitido ser un mujeriego, pero allí seguía, hablando con él, clavada al suelo por la intensidad de su mirada.
–La verdad es que no lo había pensado.
–Pues hazlo. Y cuando lo hayas hecho, vuelve aquí.
No lo vi en unos días porque tenía muchos deberes que hacer. Era verano, pero mi padre era mi profesor, y no me importaba porque estaba a punto de graduarme, aunque no sabía bien para qué. Había pensado irme a las misiones, algo que mis padres aprobaban.
Volví a la playa el sábado para ver a mi hombre misterioso. No lo encontré, pero volví de nuevo el domingo y allí estaba.
–¿Has pensado ya lo que quieres hacer con tu vida? –me preguntó.
Lo miré con gesto de sorpresa porque no lo había pensado. Había pensado mucho en él, eso sí.
Y así empezó nuestra extraña amistad.
Charlábamos a la orilla del mar sobre el mundo, sobre la vida. Él había estado en todas partes, lo había visto todo, yo no había visto nada. Y eso era fascinante para los dos.
No intercambiamos nuestros nombres.
Él me dio una caracola y me dijo que el remolino en el centro le recordaba a cómo se rizaba mi pelo. La guardé en una caja y la escondí debajo de mi cama.
Cuando terminó el verano y él se marchó, el mundo se volvió gris. Era una bobada llorar por un hombre cuyo nombre no conocía siquiera, pero no podía evitarlo.
Unos meses después, una fotografía en la primera página de una revista de cotilleos llamó mi atención en el supermercado.
Era él. Era él con una mujer preciosa del brazo y cuando vi su nombre en el titular tuve que preguntarme cómo podía haber sido tan tonta.
Yo no leía revistas de cotilleos porque no me interesaban. Además, mi padre me lo había prohibido. Por eso no había sabido inmediatamente quién era mi amigo misterioso.
Y no era solo alguien importante sino un príncipe. El príncipe Hércules Xenakis de Pelion, uno de los playboys más famosos del mundo.
Esa noche saqué la caja de debajo de la cama y miré la caracola, pensando que debería tirarla.
No volvería a verlo. Nuestro encuentro, nuestra amistad, había sido fruto de la casualidad, nada más. Yo no significaba nada para él. Era una cría vulgar y él uno de los hombres más deseados del mundo.
Pero no era capaz de tirar la caracola.
Llegó el verano y, con él, mi cumpleaños y el regreso de los turistas.
Y allí estaba él. Un domingo por la tarde.
Intenté no sonreír como una tonta al verlo, pero no pude evitarlo y él me devolvió la sonrisa.
–Sigues aquí –me dijo, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón.
–Vivo aquí –le recordé–. Pero has vuelto. Y eres un príncipe.
–Ah, así que has descubierto mi secreto –dijo él, apesadumbrado.
–Si apareces en las portadas de las revistas no debía ser un gran secreto.
Él levantó mi barbilla con un dedo para mirarme a los ojos y el impacto de su mirada me robó el aliento.
–¿Eso cambia algo?
–¿No debería ser así?
–No, no lo creo –respondió él–. Que no supieras quién soy es precisamente la razón por la que me gusta pasar tiempo contigo.
Le caía bien porque no sabía que era un príncipe y no pensaba que era una boba. Me quedé con eso.
La semana siguiente le dije mi nombre.
–Me llamo Marissa. Yo sé tu nombre, así que tú debes saber el mío. Aunque imagino que la gente te llama por tu título, ¿no?
–Sí, claro, pero prefiero que tú me llames Hércules.
Era un nombre tan raro, y no solo porque fuese extranjero.
–Muy bien.
Sabía que era mayor que yo, que era un príncipe, que era rico, que tenía más experiencia que yo, que era imposible para mí en todos los sentidos, pero cuando lo vi sonreír me enamoré de él.
Y cuando me dio otra caracola pensé que tal vez sentía algo por mí.
Cuando se marchó después del verano, no pude evitar informarme sobre su vida a través de las revistas. Me ponía enferma leer los artículos.
Porque allí estaba, siempre con mujeres bellísimas del brazo, y si sintiera por mí una fracción de lo que yo sentía por él, no podría estar con nadie más.
Había comprado una revista con su fotografía en la portada, pero sabía que me metería en líos si mi padre la encontraba, así que la guardé en la caja, con las caracolas que me había regalado.
Me sentía culpable porque ahora tenía secretos, porque ahora no quería hacer lo que mis padres me pedían.
En cambio, parecía hacer las cosas por Hércules, siempre pensando en él.
Terminé el curso, pero decidí no ir a las misiones porque sabía que Hércules volvería ese verano, así que empecé a trabajar como camarera en un café de lunes a sábado.
No podía trabajar en domingo porque mi padre lo prohibiría y, básicamente, vivía para los domingos porque era entonces cuando me veía con Hércules.
Solo me importaba él.
–Has vuelto –le dije, como había hecho el año anterior.
Tenía dieciocho años y una extraña convicción quemaba en mi pecho. Ya no me sentía tan impotente como antes. Era como si no hubiese tantas barreras entre nosotros.
Sí, claro, seguía siendo un príncipe que salía con modelos y viajaba en jets privados, pero ahora yo era una mujer, no una niña, y tenía la impresión de que eso tenía que cambiar algo.
–Por supuesto que he vuelto.
–Me alegro –le dije.
–Yo también.
Él alargó una mano para tomar la mía.
–¿Quieres que demos un paseo?
–Sí, claro.
Era la primera vez que un hombre me tocaba y sus dedos eran tan cálidos, tan fuertes, que mi estómago dio un vuelco y mi corazón latía como si quisiera salirse de mi pecho.
Él no parecía afectado en absoluto, pero no soltó mi mano.
Me besó uno de esos domingos por la tarde y todo mi cuerpo pareció estallar en llamas.
Sus labios eran firmes y era tan imposiblemente guapo. Me habían enseñado a identificar esos sentimientos como un pecado, pero era tan atractivo que no podía apartarme. Al contrario, le eché los brazos al cuello y abrí los labios para él.
Permití todo tipo de cosas esas tardes de domingo porque sus caricias se habían vuelto lo más precioso del mundo para mí.
Quería decirle que no debía contenerse, pero no encontraba las palabras. No tenía vocabulario para pedir lo que quería.
–¿Podemos vernos esta noche? –me preguntó una tarde.
Era casi el final del verano y yo quería decir que sí. Desesperadamente. Pero sabía que me metería en un lío si mi padre me pillaba.
«¿Siempre haces lo que te dicen?».
No dejaba de recordar la pregunta que me había hecho el primer día. Y no, no hacía siempre lo que me pedían. Ya no.
Ahora vivía para Hércules.
No pensaba en casarme con él y convertirme en una princesa. Nunca pensaba en el futuro. Solo pensaba en nosotros así, en la playa. Su vida fuera de Medland no importaba, así que tomé la decisión de arriesgarme.
–Sí, podemos vernos.
Salté por la ventana de mi habitación esa noche y bajé a la playa, donde habíamos quedado.
Él llevaba una manta y una botella de vino. Yo nunca había probado el alcohol, pero no me hacía falta porque me emborraché de su boca, de sus caricias. Y, sin darme cuenta, las cosas fueron mucho más lejos de lo que esperaba.
Seguimos viéndonos durante semanas, hasta que dejó de importarme lo que estaba bien o mal. Solo quería estar entre sus brazos y cuando le entregué mi virginidad lo hice alegremente, sin complejos. Y él me mostró lo que era el placer y por qué la gente estaba dispuesta a arruinar su vida con total abandono para conocerlo.
Fue la víspera de su partida cuando ocurrió.
Tenía que irse. No podía estar lejos de casa por más tiempo, me dijo. No me pidió que fuese con él, y yo imaginé que tenía que ser así.
Pero nos olvidamos de todo esa noche. Hicimos el amor en la playa, sobre una manta, hasta quedarnos sin aliento y ni siquiera se me ocurrió pensar que no habíamos usado protección.
Él se marchó al día siguiente.
Y tres semanas más tarde, supe que mi vida había cambiado para siempre.
No sabía cómo ponerme en contacto con Hércules, pero al principio no era eso lo que me preocupaba. Lo que temía era contárselo a mis padres, pero sabía que antes debía hablar con él.
Llamé al palacio y dejé un mensaje, pero no recibí respuesta. Volví a llamar. Una y otra vez. Por fin, en mi desesperación, le conté a la persona que respondió al teléfono que debía ponerme en contacto con el príncipe Hércules porque estaba esperando un hijo suyo.
Al día siguiente, varios hombres con traje de chaqueta oscuro aparecieron en el café. Me llevaron al almacén y me dijeron que no volviese a llamar al palacio, que si aceptaba firmar un montón de documentos legales y nunca revelaba el nombre del padre de mi hijo recibiría suficiente dinero como para vivir cómodamente el resto de mi vida.
Se me rompió el corazón en mil pedazos. Desesperada, les tiré los papeles a la cara y volví corriendo a casa. Y allí, llorando de angustia, le conté a mis padres que estaba embarazada.
El rostro de mi padre se volvió de piedra. Me preguntó si pensaba casarme con el padre y cuando respondí que no podía hacerlo porque me había abandonado no tuvo que decir nada más. Su encolerizada expresión lo decía todo.
Era perversa como el resto y no quería saber nada de mí. Se lavaba las manos porque su hija no podía entrar en la iglesia el domingo visiblemente embarazada.
No había sitio para mí en su casa y debía irme inmediatamente.
Salí de allí aturdida, temblando de arriba abajo, pero los hombres de Hércules estaban esperando y cuando me hicieron señas para que entrase en el coche obedecí porque había vuelto a ser la chica que hacía lo que le mandaban.
–¿Qué exigen esos documentos? –les pregunté, intentando disimular mi vergüenza.
Los hombres me miraron sin ninguna compasión.
–No debe intentar ponerse en contacto con el príncipe de ningún modo y no debe volver aquí. A cambio, recibirá una gran suma de dinero.
Cuando vi la cantidad me quedé atónita. No tendría que trabajar, a mi hijo no le faltaría nada. Pero solo podía pensar en una cosa.
–¿Cuántas veces han tenido que hacer esto?
–Eso es confidencial. ¿Va a firmar los documentos o no?
No tenía alternativa. Un seductor se había llevado mi virginidad y se había ido porque yo no le importaba. Sencillamente, había esperado hasta que cumplí los dieciocho años y luego me había enviado a unos extraños para deshumanizarme, para convertir lo que había sido tan bonito en algo sórdido y vulgar.
–Sí, voy a firmar.
Y eso hice. Embarazada, en la calle, sin dinero ni trabajo, ¿qué otra cosa podía hacer?
Conocer a Hércules Xenakis había sido la perdición para mí, pero había algo precioso en medio de esa desgracia: nuestra hija.
Mi hija.
Había respetado los términos del acuerdo durante cinco años, pero había vuelto a Medland por primera vez después de mi exilio y había rumores de que él estaría allí celebrando su compromiso.
Me decía a mí misma que solo iba a dar un paseo, pero el paseo terminó en un sitio donde sabía que podría encontrarlo.
Y allí estaba, en la terraza del club de campo, mirando el mar. La mujer que estaba a su lado llevaba un enorme anillo de diamantes en el dedo.
Yo sabía quién era, por supuesto. Y sabía que iba a casarse.
Me pregunté entonces si había ido a Medland por un verdadero deseo de reconciliarme con mi madre, ahora que mi padre había fallecido, o si había ido con la esperanza de volver a verlo.
Porque él seguía yendo a Medland en verano, el sitio donde me había traicionado, el sitio donde había arruinado mi vida.
Y estaba con ella.
Había habido muchas «ellas» en esos años y yo siempre me preguntaba qué mentiras les estaría contando, pero verlo en persona, tan cerca…
Se me encogió el corazón y deseé tener a Lily conmigo porque al menos podría haberme agarrado a algo…
No.
Hércules jamás conocería a mi hija. La había rechazado, no quería saber nada de ella y no merecía ver el milagro que habíamos creado, lo único bueno y hermoso que tenía en mi vida.
Pero entonces, como si una mano invisible lo hubiese tocado en el hombro, él se dio la vuelta y nuestros ojos se encontraron.
Y el brillo de sus ojos oscuros era de puro odio.
Hércules
Marissa.
Su nombre hacía eco dentro de mí, como siempre. Y, por un momento, me quedé completamente inmóvil. Por un momento me sentí transportado en el tiempo, al momento más extraño de mi vida.
Había pasado tres veranos obsesionado por una chica morena a la que no había visto nunca y que no sabía quién era yo. Eso fue lo que me intrigó al principio. Las mujeres usaban todo tipo de tretas para acercarse a mí, para entrar en mi círculo, pero ella no.
Al principio no había creído esa expresión inocente. Había esperado que enseñase sus cartas en algún momento, pero no había cartas que enseñar.
Ni siquiera sabía su nombre y si ella sabía que era el príncipe Hércules Xenakis, disimuló a las mil maravillas.
Nunca había hablado con nadie como lo hacía con ella. Incluso ahora, cinco años después, seguía sin saber por qué.
Al principio había sido un juego. Era uno de los hombres más famosos del mundo y lo había sido desde mi nacimiento, así que la novedad de ser anónimo me divertía mucho, pero se convirtió en una obsesión. Esperaba ansioso los domingos por la tarde para encontrarme con la hija de un pastor, que por alguna razón me tenía embelesado.
Estaba obsesionado por su sonrisa, por sus ojos, por cómo el sol iluminaba su pelo, creando un halo alrededor de su cara. Era como un ángel y un ángel no debía relacionarse con un demonio como yo.
No estaba acostumbrado a cuestionarme. Tenía un equipo de gente a mi disposición para hacer realidad cualquier capricho y nunca me había preguntado por qué hacía las cosas, así que no le di muchas vueltas a mi extraña fascinación por Marissa.
El primer verano había sido una fascinación inocente, pero todo cambió un año después.
No entendía mis sentimientos por ella y eso debería haberme advertido que lo más sensato sería apartarse, pero siendo el príncipe de Pelion no tenía que hacer caso de las advertencias. El mundo se reordenaba según mis deseos y no se me ocurrió negarme a mí mismo esa diversión.
Mi primer error y mi primera debilidad. La clase de debilidad que mi padre había intentado erradicar desde que era niño.
Un hombre, en opinión de mi padre, tenía que ser capaz de soportar cualquier dolor, cualquier traición, cualquier pena, sin mostrar una pizca de emoción. Si su hijo fuese torturado por el enemigo para arrancarle secretos de Estado, un hombre de verdad no debería ceder.
Mi padre había hecho lo posible para que fuese capaz de soportar cualquier tortura física. Aunque él mismo tuviese que ser el verdugo.
Y lo había sido.
Pero en su visión del mundo, un hombre no debía poner grilletes a sus excesos. Según él, el equilibrio estaba en que un hombre fuese el arma más cruel en tiempos de guerra mientras pudiese satisfacer sus más bajos instinto en tiempos de paz.
Satisfacer los apetitos con alcohol y mujeres contribuía, según él, a ser fuerte en la batalla. La debilidad era lo único que un gobernante debía temer y mi padre gobernaba Pelion con mano de hierro.
Y también a su familia, encargándose de endurecer a su heredero para que fuese capaz de ocupar el trono cuando llegase su turno. Si hubiese podido aplicar la práctica romana de dejar a su hijo al raso por la noche para comprobar si era lo bastante fuerte como para sobrevivir, lo habría hecho.
Ser el hijo del rey Xerxes no era para débiles y una morena a la que había conocido en la playa de un pueblecito no podía ser una amenaza.
Eso era lo que me había dicho a mí mismo.
Mi corazón había sido forjado a fuego desde que era niño. La prensa me retrataba como un despreocupado playboy, pero en realidad siempre estaba intentando paliar en lo posible el desastroso gobierno de mi padre e intentando también que no le hiciese daño a mi madre y mi hermana.
Por su parte, ellas se iban del país siempre que podían.
De niño, eso me angustiaba porque quedarme solo con mi padre significaba soportar torturas y largos días confinado en mi habitación.
Su intención era convertirme en un guerrero y yo me habría rebelado de no ser porque mi hermana y mi madre habrían pagado un precio muy alto por esa rebelión.
No había sitio en mi vida para la ternura ni para una plebeya que pondría en peligro los planes que había puesto en marcha.
Según las leyes de mi país, una vez que el gobernante cumpliese setenta años, si el sucesor había tenido herederos podía ocupar el trono. Era un proceso complicado y, para evitar una guerra civil, debía hacer todo lo posible para contar con el favor de mi pueblo. Y eso significaba que debía casarme con una mujer de Pelion, pero cuando un verano con Marissa se convirtió en dos y luego en tres, cuando la pasión que sentía por ella se volvió incandescente, la idea de casarme con otra mujer me parecía insoportable.
Estaba dispuesto a romper el acuerdo que tenía con Vanessa, la hija de un conocido político, una mujer que mi padre había aprobado, pero cuando volví a Medland el año siguiente, Marissa había desaparecido.
La esperé en la playa, la busqué y, por fin, fui a su casa. Su padre, con gesto serio, me dijo que se había ido y no sabía nada de ella. No me conformé con esa respuesta y envié a mi equipo de seguridad a buscarla, utilicé todos los recursos del palacio, pero no encontré ni rastro de ella.
Me había abandonado.
La mujer por la que había estado dispuesto a arriesgar el trono de Pelion había desaparecido.
Fue un golpe insoportable, uno que me había dejado tambaleándome, pero creía haberlo superado.
Sin embargo, mirándola ahora, supe que el daño no estaba reparado del todo.
Al principio, el dolor por su deserción había sido una sorpresa porque no me creía capaz de tales sentimientos, pero con el paso del tiempo ese dolor se había convertido en ira.
Había permitido que Marissa me distrajese de mi objetivo y eso era inaceptable, de modo que volví a Pelion, reafirmé mi compromiso con mi futura esposa y ahora, cinco años después, estaba a punto de contraer matrimonio.
La boda había sido retrasada hasta que mi prometida, Vanessa, cumpliese la mayoría de edad y no me había importado esperar.
Una vez había sido impaciente. Una vez había estado a punto de arruinar mi futuro y el futuro de mi país, pero eso no volvería a ocurrir.
Sin embargo, me olvidé de todo eso mientras miraba a Marissa. Pero entonces ella hizo lo que había hecho el primer día, se dio la vuelta y salió corriendo.
–Disculpa, Vanessa, tengo que irme un momento.
–¿Qué ocurre? –preguntó ella, sin prestarme demasiada atención.
Vanessa estaba más interesada en la admiración de la gente, en las fiestas y las bromas. Teníamos un acuerdo centrado en intereses políticos. Ella no estaba interesada en mi vida personal ni yo en la suya.
–Si no vuelvo pronto, pídele a mis hombres que te lleven de vuelta a casa.
–Qué considerado por tu parte –respondió ella sin dejar de sonreír.
Sabía que podíamos ser fotografiados en cualquier momento, pero me daba igual. Solo quería comprobar hacia dónde había ido Marissa y la vi perderse al final de la calle.
Me pregunté si iría a casa de sus padres. Había preguntado durante meses al equipo de seguridad del palacio y ellos me juraban que no había vuelto a Medland, pero allí estaba, de modo que algo había cambiado.
Debería sentirme como un tonto corriendo tras los pasos de un fantasma del pasado mientras celebraba mi compromiso con Vanessa, pero tenía que entender qué había pasado cinco años antes.
Mi padre diría que era una debilidad y tendría razón. No sabía por qué iba tras ella. Había tenido incontables amantes antes y después de Marissa y numerosos pecados ensuciaban mi alma.
No sabía por qué me importaba tanto.
Porque había penetrado la armadura, por eso. Porque había hecho que me cuestionase mis objetivos en la vida y los cimientos de mi educación.
Por ella, había estado a punto de olvidar el plan de rescatar a mi país. Había estado a punto de arriesgarme a contraer matrimonio con una plebeya, una extranjera a la que mi pueblo no habría aprobado y que no podría aportar nada al país, garantizando que mi padre siguiera en el trono durante muchos años.
Mi padre era demasiado malvado como para morir. Demasiado cruel como para hacer algo tan prosaico.
Y era ella quien se había alejado de mí. No era yo quien había recuperado el sentido común. Marissa me había abandonado.
Eso me fascinaba y me encolerizaba al mismo tiempo y por eso, me decía a mí mismo, estaba persiguiéndola en ese momento.
La casa de sus padres era pequeña, una típica casa de madera con tejado a dos aguas como cualquier otra de la calle.
Atravesé la verja, dispuesto a entrar sin llamar siquiera porque los príncipes no se rebajaban a eso, cuando pensé que sería mejor empezar con un poco de cortesía, ya que no sabía si sus padres seguían viviendo allí.
Llamé al timbre y esperé. Unos segundos después, una mujer mayor con los ojos del mismo color que los de Marissa abrió la puerta y miró hacia atrás con expresión angustiada.
–¿Quería algo?
–Creo que los dos sabemos por qué estoy aquí.
–No, me temo que no lo sé. Estoy sola aquí.
Tuve que admirar su descaro, pero no pensaba dejar que se saliese con la suya.
–He venido a ver a su hija.
–No está aquí –respondió la mujer–. ¿Cómo se atreve a aparecer aquí de repente?
Solo mi padre se atrevía a hablarme en ese tono, pero aquella mujer, que no me llegaba al hombro, se dirigía a mí como si fuese capaz de echarme a patadas.
–Márchese y cásese de una vez. Déjenos en paz.
–Tengo que hablar con Marissa.
–Pero ella no quiere hablar con usted. Si quisiera, habría salido a recibirlo –replicó la mujer–. Mi hija es fuerte, ha tenido que serlo por su culpa. No lo necesitamos para nada.
–Lo siento mucho, pero no puedo aceptar esa respuesta.
Cuando empujé la puerta y entré en la casa, Marissa apareció con gesto airado.
Demonios, qué guapa era. Incluso más que la última vez que la vi. Entonces ya era una mujer, pero había florecido con el paso de los años.
Sus curvas eran más señaladas, los pómulos marcados en lugar de la carita redonda que yo recordaba. El largo pelo oscuro se rizaba en las puntas y me miraba como si pudiese fulminarme.
La primera vez que la vi había pensado que parecía una mosquita muerta. Ya no lo parecía. Tenía un aspecto sofisticado e iba maquillada, algo que, por alguna razón, me molestó. Me habría gustado quitarle el maquillaje y volver atrás en el tiempo.
Cuando todo mi mundo estaba en una playa escondida, con aquella mujer.
Pero entonces había estado a punto de cometer un grave error, de modo que no tenía sentido mirar atrás.
–¿Cómo te atreves? –me espetó–. Mi madre te ha dicho que te vayas.
–Y yo le he dicho que no. ¿Has olvidado quién soy, Marissa?
–No he pronunciado tu nombre ni una sola vez en cinco años.
Su expresión era reservada, su tono seco. No era la chica a la que había conocido cinco años antes.
–Quiero saber dónde has estado.
–¿Qué?
No entendía por qué parecía enfadada conmigo. Había sido ella la que desapareció y yo me había devanado los sesos para encontrar una explicación.
Sí, había vuelto a Pelion, pero ella debía saber que volvería a Medland el año siguiente. Y lo había hecho. Fue ella quien desapareció, fue ella quien me abandonó.
En realidad, había sido lo mejor, pero seguía furioso con ella.
Oí pasos en la escalera y cuando levanté la mirada vi a una niña de pelo rizado…
Y, de repente, me quedé inmóvil. No soy un hombre que crea en las premoniciones. Solo creo en lo que puedo ver, sentir y tocar, pero cuando la niña me miró con esos ojos de color chocolate, sentí algo… inexplicable.
Conocía a esa niña y, de repente, me vi sobrecogido, inmovilizado por la conexión que sentía con ella.
Porque mirar esos ojos era como mirarme en un espejo. Reconocía su rostro porque era el mío.
–¿A qué estás jugando, Marissa?
Marissa
Fue su gesto de asombro lo que me confundió. No sé qué había esperado, pero siempre había rechazado la posibilidad de que Hércules conociese a Lily porque no lo merecía.
Quería proteger a mi hija como haría cualquier madre. Él no merecía saber que había creado una niña maravillosa porque la había rechazado, porque se había desprendido de ella cuando compró mi silencio.
Pero su expresión no era la de un hombre que veía a aquella niña como algo irrelevante. No, su expresión era la de un hombre totalmente desconcertado.
Había visto su expresión cuando él pensaba que nadie lo veía. Esa extraña oscuridad en sus facciones el primer día, tantos años atrás.
También lo había visto sonreír y reír. Había visto cómo bajaba la guardia y se dejaba llevar por el placer, pero nunca lo había visto así.
Su rostro había perdido el color y por primera vez parecía… humano, no una especie de dios.
–Explícame esto –dijo él entonces con tono seco.
Mi madre me miró con una mezcla de impotencia y de rabia.
Me había visitado en secreto durante esos años y habíamos hecho lo posible para reparar nuestra relación, rota por mi padre. Su muerte había sido un alivio porque me había devuelto mi infancia, mi casa y a mi madre. Y ya no teníamos que vernos a escondidas.
Mi madre sentía compasión por mí y a veces incluso me preguntaba si sentiría cierta envidia porque había criado a mi hija sin la ayuda de un marido, algo que ella no había tenido el coraje de hacer, a pesar de lo infeliz que había sido con mi padre.
Pero ahora podía ver que estaba dispuesta a luchar por Lily y por mí si hacía falta.
–¿Qué tengo que explicar? Tú lo sabes perfectamente –respondí por fin.
–Yo no sé nada –respondió Hércules, sin dejar de mirar a Lily.
–No podemos mantener esta conversación delante de ella.
Lily inclinó a un lado la cabeza y miró a aquel hombre que era un extraño para ella.
–¿Quién eres? –le preguntó.
–Yo iba a preguntarte lo mismo –respondió él.
–Soy Lily Rivero –se presentó mi hija–. Encantada de conocerte.
Lily era una niña precoz y adorable, y yo me alegraba de haber podido cuidar de ella. De haber podido comprar una bonita casa en una buena zona de Boston y no haber tenido que separarme de ella en ningún momento. Había aprovechado al máximo el dinero que había recibido.
Pero el brillo de furia en sus ojos era aterrador. No era fuego sino hielo e intuí que tenía el poder de destruir mi vida.
Claro que siempre había sido así. Él era mi debilidad, mi perdición.
Mi mayor y más hermoso pecado.
Mi padre solía decir que el precio del pecado era la muerte y, mirando a Hércules ahora, empezaba a preguntarme si habría tenido razón.
–Tal vez haya algún sitio donde podamos hablar –dijo él entonces.
Yo empezaba a temer por mi propia seguridad porque era como mirar a un extraño, un altísimo y fuerte extraño que estaba furioso conmigo.
Pero entonces…
Un rayo de sol iluminó su rostro y entonces lo reconocí. Era como uno de esos domingos en la playa, cuando confiaba en él. Cuando me había entregado a él.
Cuando lo conocía mejor de lo que había conocido a nadie.
Ese hombre seguía ahí y sabía que siempre tendría una parte de mí que no podría ser de nadie más.
Mi padre llamaba «pecado» a lo que habíamos compartido, pero había sido intimidad. Había sido auténtico y profundo para mí y, por eso, no fui capaz de rechazarlo. Y, por eso, a pesar de los años de dolor, rabia y angustia, no podía rechazar a aquel hombre cuando quería hablar conmigo.
O tal vez era una debilidad.
Tenía que admitirlo. Hércules siempre había sido mi debilidad, pero me había hecho fuerte por Lily y tenía que seguir siéndolo, de modo que le hice un gesto para que me siguiera al patio, cubierto de malas hierbas.
El mar era apenas visible a través de los árboles. Por supuesto, una familia humilde como la mía no tenía una casa con las mejores vistas.
De niña siempre me había parecido injusto que los que solo vivían allí un par de meses al año tuviesen las mejores vistas del mar. De adulta, por supuesto, entendía que la belleza tenía un precio.
La belleza tenía un precio, desde luego, pensé mirando a Hércules.
Yo había pagado un precio muy alto por esa belleza, pero no sabía que iba a tener que seguir pagando durante el resto de mi vida.
–¿Es mi hija? –me preguntó.
Aquello era lo último que había esperado. Había firmado un montón de documentos legales y sabía que Hércules no quería saber nada de Lily, que no quería saber nada de mí.
–¿Cómo puedes preguntar eso?
–¿Qué otra cosa podría preguntar? ¿Es hija mía?
–Tú sabes que sí. Me enviaste a tus hombres, me hiciste firmar todos esos papeles…
–¿Qué hombres, qué papeles?
–Eran tus hombres, gente del palacio. Llamé al palacio muchas veces, Hércules. Estaba embarazada y muerta de miedo. Te necesitaba y tú me enviaste a unos hombres con unos papeles, un acuerdo de confidencialidad…
–Yo no hice tal cosa.
El brillo de sus ojos había desaparecido y, por primera vez, volvía a ver en sus facciones la extraña oscuridad que había visto el día que lo conocí.
Había algo bajo esa despreocupada fachada de playboy, algo que no era el amante cariñoso al que había conocido años atrás y ese algo era extraño y aterrador.
–Llamé al palacio varias veces y dejé muchos mensajes, pero nunca recibí respuesta. Por fin, les dije que esperaba un hijo tuyo.
–¿Se lo contaste a alguien del palacio?
–No sabía qué hacer.
–Se lo contaste a alguien del palacio y entonces aparecieron unos hombres aquí.
No era una pregunta sino una afirmación.
–Me ofrecieron una gran cantidad de dinero a cambio de marcharme de aquí y no ponerme en contacto contigo.
–¿Aceptaste dinero a cambio de no hablarme de mi hija?
–Pensé que era idea tuya, que tú los habías enviado –respondí, con el corazón acelerado. Estaba empezando a sentirme enferma porque sus palabras implicaban que no sabía nada de Lily–. No escogí el dinero, sencillamente no me ofrecieron ninguna otra alternativa. Pensé que tú los habías enviado, que no querías volver a verme. ¿Qué otra cosa podía pensar?
–Esa niña es mi heredera –dijo Hércules entonces.
–Es una chica.
–Eso no importa. Cualquier hijo que tenga, niño o niña, será el heredero del trono mientras sea legítimo.
–Pero Lily no es hija legítima.
–Podría serlo. Si decido reconocerla casándome contigo, será mi hija legítima.
–Yo no… no entiendo lo que dices –murmuré, asustada.
No entendía nada. Durante todos esos años había pensado que Hércules no quería saber nada de nosotras, que había pagado una exorbitante cantidad de dinero para que Lily fuera un secreto. Oírle decir que quería reconocer a la niña como hija legítima era sencillamente increíble.
Había rehecho mi vida en esos cinco años. Había perdido a Hércules, había perdido a mis padres. Y, de repente, él aparecía tan poderoso y apuesto como el día que lo conocí, diciendo que quería reconocer a Lily como hija legítima.
–Esto tiene que ser idea de mi padre –dijo él entonces–. No sé si conoces la historia de mi país…
–No, no mucho. No quería saber nada de tu país o de ti.
Hércules hizo una mueca.
–Pero aceptaste el dinero.
–Mi padre me había echado de casa, no tenía dónde ir. ¿Qué debería haber hecho, vivir en la pobreza con la hija a la que tú habías rechazado? ¿Habrías querido que tu hija no tuviese nada?
–Yo no…
–Me ofrecieron un dinero con el que podría salir adelante y lo acepté porque con ese dinero, pasara lo que pasara, mi hija siempre tendría un hogar y yo podría darle una vida feliz. Yo soy todo lo que tiene, su único progenitor. No ha habido nadie más. Cuando te fuiste, mi vida quedó destrozada. Mi padre dijo que era una fulana… –le conté, haciendo un esfuerzo para controlar las lágrimas–. No tenía nada ni a nadie, pero logré rehacer mi vida con ese dinero y no me arrepiento.
–¿Sabes lo que yo creo?
Airada, di un paso adelante y vi el brillo de sorpresa en sus ojos. Si pensaba que seguía siendo la cría ingenua que había conocido años antes, estaba muy equivocado.
Cinco años sin él. Cinco años aprendiendo a soportar la censura de los demás. A soportar las noches en blanco cuando Lily se ponía enferma. Sola, siempre sola, sin ayuda de nadie cuando estaba agotada o angustiada.
Pero eso me había hecho fuerte.
Había discutido con los médicos cuando yo sabía que mi hija tenía neumonía y ellos querían mandarla a casa.
Había defendido a Lily cuando empujó a otro niño en el patio del colegio porque había dicho que su madre era mala.
Me había defendido a mí misma cuando algunos padres no dejaban que Lily se relacionase con sus hijos por la misma razón.
Esos años de soledad me habían hecho fuerte y, a veces, estaba resentida por ello.
Una vez había creído en el amor entre un hombre y una mujer, pero ahora solo creía en el amor entre una madre y su hijo, reforzado cuando mi propia madre me localizó en Boston e intentó reparar el daño que mi padre había hecho.
No me hacía falta un padre, pero con las madres sí se podía contar.
La vida me había endurecido y la cría ingenua de Medland se había convertido en una mujer llena de aristas. Y Hércules estaba a punto de entender cuánto había cambiado.
–Estoy segura de que vas a decirme lo que piensas porque crees que el mundo gira a tu alrededor –le espeté, enfadada–. Pero yo he rehecho mi vida sin ti y no te necesito para nada. Así que, digas lo que digas, no vas a convencerme.
–Creo que no querías tener que lidiar conmigo y cuando te ofrecieron dinero lo aceptaste en lugar de hacer lo que debías.
–¿Lo que debía? –repetí, desdeñosa–. ¿Por un hombre que va por ahí dejando embarazadas a las mujeres y luego no quiere saber nada? ¿A cuántas has dejado embarazadas, Hércules?
Él dio un paso atrás.
–A ninguna.
–No puedes saberlo con seguridad.
–Siempre he usado preservativo. Con todas las mujeres.
–Menos conmigo.
–Menos contigo –admitió él.
–Ah, entonces yo debo ser especial –repliqué, irónica–. Me alegro de que nuestra relación fuese tan importante para ti.
–Di lo que quieras, Marissa, pero yo volví ese verano. Volví, pero tú te habías ido. Y me alegraba, o eso me he dicho a mí mismo durante todos estos años, porque tenía una responsabilidad hacia mi país y hacia mi gente y no había sitio para ti. Pero hay sitio para Lily y no puedo ignorar su existencia.
–Como la has ignorado hasta ahora.
–Mi padre ha gobernado Pelion con mano de hierro durante generaciones y la única razón por la que no he provocado una guerra civil es para evitar derramamiento de sangre. Pero la existencia de Lily lo cambia todo. Según las leyes de mi país, el gobernante actual debe renunciar al trono si al cumplir setenta años su sucesor está casado y tiene un heredero. Encontré a una mujer adecuada hace algún tiempo…
–Sí, lo sé, he visto fotografías.
–Pero Lily es mi heredera y mi padre ha cumplido setenta años. El traspaso de poder debe hacerse inmediatamente porque las tendencias tiránicas de mi padre empeoran cada día. Su intención es destruir las libertades más básicas de mi pueblo y yo no voy a permitirlo. La consideración por la vida de mis conciudadanos y el peligro para mi madre y mi hermana han pesado hasta ahora en mi conciencia, pero esto… esto lo cambia todo.
–¿Crees que un tirano respetará las leyes?
–El ejército está de mi lado y creo que nuestros aliados me prefieren a mí como rey de Pelion.
–Todo eso no tiene nada que ver conmigo. Además, no creo que tu pueblo me aceptase.
–Eso lo decidirá el Consejo, pero sospecho que la existencia de una heredera superará cualquier otra preocupación.
–Yo tengo una vida en Boston, Hércules. Siento mucho que tu país esté atravesando una mala situación, no por ti sino por tu gente, pero nada de eso es asunto mío.
–Es asunto tuyo porque Lily es hija mía.
Di un paso adelante, exasperada.
–Es mi hija. Tu contribución genética no te convierte en su padre. Tuve que dar a luz sola y no sabes el dolor y el miedo que sentí en ese momento. De no haber sido por una enfermera que se compadeció de mí y apretó mi mano no habría tenido a nadie. Cuando me llevé a Lily a casa, estaba sola. Soy yo quien no durmió durante meses, soy yo quien mecía a la niña durante horas hasta que dejaba de llorar… –tuve que tomar aire antes de seguir, furiosa con Hércules, con mis padres, con el mundo–. Mientras tanto, tú estabas de fiesta.
–Marissa…
–Te vi en una fotografía con tu nueva amante un día después de tener a Lily. La vi en la portada de una revista contigo, delgada y guapísima, sin una sola preocupación en el mundo cuando yo estaba sola y angustiada. Ella perfectamente maquillada cuando mi pelo estaba enmarañado y solo quería llorar por la falta de sueño. Lily es mi hija, Hércules, tú tienes tus fiestas y tus amantes. Yo no soy uno de tus juguetes y tampoco lo es mi hija. Puede que tu padre sea un canalla, pero gracias a su dinero pude darle a mi hija todo lo que necesitaba.
Hércules me miraba con expresión seria, el brillo de sus ojos indescifrable.
–Lily es la forma de liberar a mi país de la tiranía de mi padre e irá conmigo a Pelion quieras tú o no.
–¿Cómo? ¿Piensas llevártela a la fuerza?
–Si es necesario, sí –respondió él–. Pero preferiría que tú vinieras con nosotros porque así todo sería más fácil para la niña.
Yo lo miraba, horrorizada. Me daba cuenta de que hablaba en serio y me pregunté cómo podía haber pensado que aquel hombre era dulce y encantador cuando su corazón era duro como una piedra.
–No puedes llevarte a mi hija.
–Sí puedo. Incluso podría hacerlo legalmente. Tengo inmunidad diplomática y, además, al ser hija mía Lily es ciudadana de Pelion. Soy su padre, ¿no?
–Legalmente, no. Tu nombre no está en su partida de nacimiento.
–Eso da igual. ¿Es que no me has oído? Soy un príncipe heredero y mi palabra es la ley. Incluso aquí.
–No voy a permitir que secuestres a mi hija solo porque has decidido que la necesitas para llevar a cabo tus planes.
–Yo no sabía nada de Lily, ya te lo he dicho. Y tal vez deberías pensar en las consecuencias de tus decisiones.
–¿Qué quieres decir?
–Lily será una reina algún día.
Esas palabras me dejaron inmóvil. Jamás se me había ocurrido pensar que Lily era hija de un príncipe y, por lo tanto, una princesa, pero debía pensarlo ahora. Sería la heredera del trono de Pelion, pero solo si me casaba con Hércules.
–¿Le robarías su posición, su sitio en el mundo, Marissa?
Que Lily se convirtiese en objetivo de los medios me llenaba de temor. Además, la idea de casarme con un hombre al que había odiado durante tanto tiempo, un hombre que me había hecho tanto daño…
Una pequeña burbuja creció dentro de mi pecho, pero la desprecié porque sabía lo que era.
Felicidad.
Felicidad porque Hércules había vuelto y estaba proponiéndome matrimonio…
Qué idiota, pensé. No había cambiado nada. Era la misma cría ingenua que había olvidado las enseñanzas de sus padres por las caricias de un hombre guapo.
Pero nada de eso tenía importancia ya. Debía pensar en Lily y solo en ella.
–No necesitas mi permiso, pero tendrás que pedir el de mi hija.
Él arqueó una oscura ceja.
–¿Esperas que le cuente a la niña todo esto?
–Lily tiene amigos en Boston y prácticamente acaba de conocer a su abuela. Sé que solo tiene cuatro años, pero estamos hablando de su futuro…
Tuve que contener las lágrimas porque ya sabía cuál sería la respuesta de mi hija cuando aquel alto y guapo extraño le dijese que era su padre y que ella era una princesa, como en los cuentos que le leía por las noches.
Pero si aceptaba, Lily tendría un padre.
Hércules no había sabido nada del embarazo. No me había rechazado y no había rechazado a su hija.
Esa revelación no iba a destruir la armadura que había ido creando con los años, pero me permitió darle tiempo para hablar con Lily en lugar de estrangularlo.
–Es su vida –dije por fin, suspirando–. Si ella dice que no, volveremos a Boston y tú desaparecerás de nuestras vidas para siempre.
Hércules
Miraba a Marissa con total incredulidad. Apenas reconocía a la mujer que tenía delante; una mujer a la que había conocido íntimamente cinco años antes.
No había corrido para protegerse a sí misma sino para proteger a Lily.
Lily, que era innegablemente mi hija.
Pero no podía permitirme ninguna vacilación, no podía permitirme ninguna emoción porque tenía que cumplir con mi deber.
Lily era la heredera al trono de Pelion. Lily era la clave para apartar a mi padre del poder y sería tratada como tal, pero me había puesto en la posición de tener que negociar con una niña.
Si no lograba convencerla, tendría que secuestrarla. Y lo haría. Haría lo que tuviese que hacer.
Claro que Marissa podría llamar a la policía y eso atraería la atención de la prensa. Era un problema. Uno de tantos problemas.
Debía casarme con Vanessa en dos semanas, pero esa boda era ya imposible y lo último que necesitaba era una acusación de secuestro. Un hombre en mi posición no podía permitírselo.
Mientras seguía a Marissa por la escalera me sentía incómodo, inseguro. Tal vez porque con ella me sentía perdido, como si fuese una sirena y yo un marinero extraviado en alta mar.
Abrió una puerta al final de la escalera y entré tras ella en una habitación.
–Lily, quiero hablar contigo un momento.
Había un temblor en su voz y si yo hubiera sido otro hombre tal vez habría tenido remordimientos. Pero no podía permitírmelo. Ni ahora ni nunca. No podía sentir compasión porque tenía un deber que cumplir.
Lily parecía desconcertada y curiosa al mismo tiempo. Clavó en mí sus ojos oscuros y en ellos pude ver un brillo imperioso. Heredado, por supuesto.
Lily.
¿Cuál habría sido su nombre si hubiera estado al lado de Marissa cuando nació? Seguramente el de alguna bisabuela, Afrodita o Apolonia tal vez.
Lily era un nombre tan sencillo. Sonaba como algo que podía ser aplastado sin el menor esfuerzo y todo en mí se rebelaba ante ese pensamiento.
Pero su firme expresión mientras me miraba, como pocos hombres se atrevían a hacerlo, desmentía esa aparente fragilidad.
Sus enemigos nunca sabrían que había una capa de acero bajo ese rostro angelical.
Yo le enseñaría todo lo que necesitaba saber para ascender al trono de Pelion. Era muy pequeña, así que habría tiempo. Me había perdido sus primeros años, pero no me perdería nada más.
–Quiero contarte algo –empecé a decir, intentando decidir si debía permanecer erguido o ponerme en cuclillas para mirarla a los ojos.
Soy un príncipe y los príncipes no se humillan ante nadie, pensé mientras me inclinaba un poco, aunque no estaba seguro de que mi cuerpo pudiese formar una postura tan sumisa. Pero hablarle desde mi altura no me parecía apropiado, de modo que por primera vez en mi vida clavé una rodilla en el suelo.
–Tu madre y yo…
No sabía cómo seguir. ¿Cómo diantres podía explicarle algo tan complicado a una niña? ¿Sabría siquiera que un hombre y una mujer tenían que unirse para producir un bebé?
No podía decir nada negativo de su madre, debía ser diplomático. No por deferencia hacia Marissa sino porque tenía que convencerla.
A una niña de cuatro años.
Mi hija.
Era algo a lo que aún no me había acostumbrado.
–Tu mamá y yo nos conocimos hace tiempo –empecé a decir–. Y luego nos separamos. Yo tenía que volver a mi país y tu mamá se marchó de aquí.
La niña arrugó la carita.
–Hablas raro. ¿Es porque vienes de otro país?
Esa no era la pregunta que yo esperaba.
–Sí, así es. Aunque no pensaba que mi acento fuese tan marcado. Pensé que hablaba muy bien tu idioma.
–Ah, bueno –dijo ella, aparentemente satisfecha con mi respuesta.
–Vengo de un país muy lejano, al otro lado del mar. Es una isla preciosa en el Mediterráneo y tengo que volver para atender unos asuntos porque soy el príncipe.
–¿Un príncipe? –exclamó Lily, abriendo los ojos como platos.
–Así es –respondí, satisfecho al ver la impresión que le causaba–. Y acabo de descubrir algo, Lily. Verás, tú también eres una princesa porque eres mi hija. Yo soy tu padre.
Y entonces Lily hizo algo que yo no había esperado. Me echó los brazos al cuello y se apretó contra mí como si no fuéramos dos extraños.
Como si yo no fuera un hombre que había entrado prácticamente a la fuerza en casa de su abuela para amenazar a su madre.
Ese abrazo se clavó en mi corazón, rompiendo todas mis defensas.
Me quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Marissa estaba seria, pero había lágrimas en sus ojos.
Intenté apartarme, pero Lily no me soltaba, de modo que le pasé un brazo por la cintura y me levanté apretándola contra mi pecho.
–Tu madre me ha dicho que debo preguntarte si quieres venir conmigo y vivir en mi palacio.
Me daba cuenta de lo injusta que era esa pregunta y también de que al hacerme hablar con Lily, Marissa sabía que debilitaba su posición.
Sus motivos no habían sido egoístas en absoluto, todo lo contrario. No había que ser un genio para saber que una niña de cuatro años no sería capaz de rechazar tal oferta.
Lily levantó la cabeza y se restregó los ojos con los puñitos.
–¿Mi mamá irá con nosotros?
–Sí, claro.
–¿Y mi abuela?
–Tu abuela también puede venir. Es un palacio muy grande.
No sabía cómo me había puesto en la posición de tener que negociar algo tan delicado con una niña de cuatro años, pero allí estaba.
–Mamá –dijo Lily, alargando las manitas hacia Marissa, que dio un paso adelante para tomarla en brazos.
Era algo extraño, algo que todos los padres debían hacer de forma habitual. Bueno, casi todos los padres. Los míos no lo habían hecho nunca. No hubo gestos de afecto en mi infancia. Tal vez mi madre quiso darme cariño, pero mi padre no lo permitió.
Y yo había pasado mucho tiempo calculando las consecuencias políticas de tener un heredero, pero jamás había pensado qué clase de padre sería.
Pero Lily no era una hipotética heredera. Era real y parecía necesitar algo de mí que yo aún no entendía.
–Todo lo que ha dicho es verdad –empezó a decir Marissa, apartando el pelo de su cara–. Eres la princesa de un país que está muy lejos de aquí, lejos de la casa de la abuela y del colegio.
–¿Y tengo que ir allí para ser una princesa?
–Vayas a Pelion o no, seguirás siendo una princesa, pero todo lo que es de tu padre también te pertenece a ti y no estaría bien pedirte que renuncies a algo que es tuyo.
Era evidente que Lily no entendía el discurso de su madre, pero yo sí y agradecía el esfuerzo que estaba haciendo. Aquello no debía ser fácil para ella.
La niña me miró con los ojos brillantes.
–¿Papá?
Esa palabra me golpeó como una bala. Era como si hubiese entrado en mi pecho de golpe para romperme el corazón en pedazos. El corazón que yo no sabía que fuese tan vulnerable o tan capaz de experimentar sentimientos.
La niña era inocente de todo lo que había pasado entre su madre y yo, fuese o no subterfugio de Marissa. Era inocente del linaje real en el que había nacido. No tenía control sobre nada de eso.
«Papá».
Era una palabra tan extraña para mí.
Mi padre era un monstruo y jamás se me hubiera ocurrido dirigirme a él con ese término afectuoso, pero aquella niña estaba ofreciéndome su confianza y su afecto, que yo no había hecho nada para ganarme y temía no poder ganarme nunca.
En ese momento me sentía perdido como solo me había sentido dos veces en mi vida.
La primera vez que vi a Marissa y cuando volví a Medland y descubrí que se había ido.
–Dime, Lily –conseguí decir con voz temblorosa, algo totalmente inaceptable.
Y, sin embargo, no estábamos en el salón del trono, no estábamos delante de la prensa. Éramos solo Lily y yo. Mi hija y yo.
Y Marissa.
–Quiero ir a Pelion –anunció Lily, sin soltar el cuello de su madre.
–Entonces iremos juntas, cariño –dijo Marissa.
–Y serás mi mujer –anuncié.
Estaba hecho.
–¿Y mi madre?
–Puede venir si quiere, no hay ningún problema.
–Muy bien. Hablaré con ella.
–Debemos irnos esta misma noche. Mis hombres se encargarán de recoger vuestras cosas… y de llevarse a Vanessa.
–Ah, Vanessa. ¿Qué vas a hacer con ella? Estáis comprometidos oficialmente, ¿no?
–Mis hombres le explicarán la situación. No soy un monstruo, aunque tú lo creas.
–Ah, ya veo. Vas a enviar a un grupo de matones para romper con tu prometida. Supongo que serán los mismos que me dijeron…
Marissa no terminó la frase.
–Hablaremos de eso en otro momento –murmuré, sacando el móvil del bolsillo para llamar a mi secretario.
Le pedí que llamase al piloto para que el jet privado estuviese listo en una hora y que organizase el viaje de la señorita Carlson, sin acobardarme por la mirada reprobadora de Marissa.
Todo aquello era obra de mi padre, pero me negaba a dejarle ganar. Tal vez a Marissa no le gustaban mis métodos, pero yo sabía que al final sería lo mejor para todos.
–¿Una hora? No puedo hacer el equipaje en una hora. Además, todas mis cosas están en Boston y los juguetes de Lily…
–Enviaré a alguien para que se encargue de todo –la interrumpí–. No quiero retrasar el momento de volver a Pelion.
–Pero mi madre…
–Sugiero que hables con ella lo antes posible.
–Así que vas a salirte con la tuya, ¿no?
–He hecho esto como tú me has pedido –le recordé–. El resto se hará a mi manera. Lamento decirte que no hay alternativa.
–No creo que lo lamentes en absoluto –dijo ella.
Pero se equivocaba. Porque lo que sentía mientras miraba a mi hija en ese momento era una maraña de emociones que no había sentido en toda mi vida.
Y no me gustaba, de modo que hice lo que debía hacer: ponerme en acción.
–Nos vamos ahora mismo.
Al dar un paso atrás, Marissa trastabilló, tirando sin querer una caja que había encima de la cómoda. Murmurando una palabrota en voz baja, algo que me sorprendió, intentó tomar la caja, pero la tapa se abrió y dos caracolas salieron rodando. Una grande y otra más pequeña.
Ella me miró entonces y yo miré su pelo, que se rizaba en las puntas. Y luego volví a mirar las caracolas.
Se las había dado yo años atrás. Porque, en mi locura, la había visto en todas partes, incluso en la naturaleza.
Y ella las había conservado. Incluso diciendo que me odiaba.
Marissa volvió a guardar las caracolas y apretó la caja contra su pecho, mirándome como retándome a decir algo.
No lo hice.
Me odiaba, pero había conservado mis caracolas. Y yo estaba fascinado por ella de nuevo a pesar de las circunstancias.
Pero ella no tenía nada que ver con la decisión que había tomado. Aquello era por Lily. Era por el trono de Pelion.
Porque mi padre no podía ganar aquella batalla.