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Heredero de la pasión Lynne Graham De sustituir a la novia… a quedarse embarazada de un príncipe. Boda con el jeque. Clare Connelly Su única opción: ¡una boda real con el jeque! El retrato del príncipe Kali Anthony ¿Durante cuánto tiempo iban a poder vivir la pasión del presente cuando un futuro juntos era imposible? Casados sin amor Chantelle Shaw ¿Podría seguir siendo su relación solo de conveniencia?
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Seitenzahl: 779
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Bianca, n.º 284 - enero 2022
I.S.B.N.: 978-84-1105-600-7
Créditos
Índice
Heredero de la pasión
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Boda con el jeque
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El retrato del príncipe
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Casados sin amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL PRÍNCIPE Saif Basara, heredero del trono del reino de Alharia, en Oriente Medio, frunció el ceño cuando Dalil Khouri, consejero de su padre, llamó a la puerta y entró en el despacho con el aspecto solemne de alguien que estaba a punto de darle una noticia de vital importancia.
Saif conocía los excéntricos dictados de su padre. Tenía treinta años y era el sucesor de su conflictivo padre, por lo que los cortesanos de su círculo íntimo llevaban a cabo el doble juego de asentir humildemente a las órdenes medievales del padre y correr a quejarse a su hijo.
El emir de Alharia, Feroz, de ochenta y cinco años, estaba desfasado. Claro que había ascendido al trono en una época muy distinta e inestable, en que el país agradeció enormemente la aparición de un monarca seguro y fiable. Después se halló petróleo, por lo que las arcas del país se llenaron y, durante décadas, la gente estuvo contenta.
Por desgracia para Feroz, el deseo de un gobierno democrático había crecido en su pueblo, así como el de modificar las normas culturales para adaptarlas a la vida moderna. Él, sin embargo, continuaba oponiéndose a cualquier cambio.
–¡Tienes que casarte! –anunció Dalil de forma tan dramática que Saif estuvo a punto de reírse, antes de darse cuenta de que el anciano hablaba en serio.
¿Casarse? Saif se quedó sorprendido. La misoginia de su padre le había permitido seguir soltero hasta ese momento. Tras cuatro matrimonios fallidos, Feroz desconfiaba profundamente de las mujeres. Su última esposa, la madre de Saif, una princesa árabe de irreprochable linaje, había abandonado a su hijo y a su marido para huir con otro hombre, con el que se había casado y con el que gobernaba otro pequeño país.
–Tienes que casarte con una mala elección –concluyó Dalil–. El emir ha rechazado todas las posibilidades respetables tanto en Alharia como entre las familias de nuestros vecinos y ha elegido a una extranjera.
–Una extranjera –repitió Saif, asombrado–. ¿Cómo es posible?
–Es la nieta de Rodney Hamilton, el amigo de tu padre, ya fallecido.
De joven, el emir había recibido formación militar en Inglaterra, donde había entablado una amistad inquebrantable con un oficial británico. Habían mantenido correspondencia durante años y se habían visto al menos una vez. Saif recordaba vagamente a una niña rubia con coletas que había aparecido en su habitación llorando. ¿Era ella su futura esposa?
Dalil sacó el móvil, que ocultaba al emir, para quien esos teléfonos eran una abominación. Buscó una foto y se la enseñó a Saif.
–Al menos, es una belleza.
Saif se dio cuenta de que Dalil daba por sentado que aceptaría un matrimonio de conveniencia con una desconocida. Miró a la joven delgada y risueña de la foto. Parecía frívola y totalmente inadecuada para la vida que él llevaba.
–¿Qué sabes de ella?
–Tatiana Hamilton es una mujer extravagante, que adora ir a fiestas. No es la esposa que desearías, pero, con el tiempo… –Dalil titubeó para no mencionar que la frágil salud del emir no le permitiría seguir vivo mucho tiempo–. Te divorciarás.
–Puede que rechace la propuesta.
–No puedes. Un ataque de furia podría matar a tu padre. Perdona que te hable de forma tan directa, pero no creo que quieras llevar ese peso en la conciencia.
Saif se percató de la trampa en que se hallaba atrapado. Aplacó la ira con la facilidad que le daba una larga práctica, pues se había criado en un mundo en que la posibilidad de elegir era un bien escaso.
También sabía que sería muy doloroso para su padre que lo desafiara. Aunque los matrimonios de conveniencia llevaban décadas sin practicarse en Alharia, el emir era un padre afectuoso, no cruel. Y Saif era consciente de que estaba en deuda con él por el cariño que le había dado para compensar el abandono de su madre.
En consecuencia, se casaría con una desconocida, pensó con una amargura que ensombreció sus hermosos ojos verdes.
–¿Por qué quiere una mujer así casarse conmigo y venir a vivir aquí? –preguntó a Dalil–. No creo que sea por el título.
–Por la dote que tu padre va a pagar a su familia –respondió Dalil con repugnancia–. La familia se enriquecerá mucho con el matrimonio, por lo que desearás divorciarte de tu esposa lo antes posible.
Saif se quedó atónito y la impresión que le causó su futura prometida fue repulsiva. Le resultaría muy difícil fingir que aceptaba a esa mujer sin principios.
–¡George me acaba de pedir que me case con él! –dijo Ana mientras salía prácticamente bailando del cuarto de baño, donde había hablado por teléfono con su exnovio–. ¡Qué típico! He tenido que venir a Alharia y estar a punto de casarme con otro para que George vaya al grano.
–Es un poco estúpido que te lo pida tan tarde –comentó Tati al tiempo que examinaba a su hermosa prima con sus ojos azules–. Estamos en el palacio real, estás comprometida y los preparativos de la boda comienzan dentro de una hora.
–No voy a seguir adelante con esa boda absurda, si George quiere casarse conmigo –le aseguró Ana–. Ya me ha reservado un billete para que vuelva a casa. Va a ir a recogerme al aeropuerto y a llevarme a algún sitio con playa para celebrar la boda allí.
–Pero tus padres… el dinero…
–¿Voy a tener que casarme con un extranjero rico porque que mi padre esté endeudado hasta las cejas? –la interrumpió Ana sin disimular su resentimiento.
–Yo tampoco creo que debas hacerlo, pero accediste a ello y si ahora te desdices, será una pesadilla para tu familia. Tu padre va a volverse loco.
–Sí, y por eso vas a ayudarme a ganar tiempo y a salir de este maldito país.
–¿Yo? ¿Cómo voy a ayudarte? –preguntó Tati, desconcertada, ya que era el miembro con menos poder de la familia Hamilton, la pariente pobre que los padres de Ana trataban casi como a una sirvienta.
–Porque puedes dedicarte a los preparativos de la boda haciéndote pasar por mí, de modo que nadie se dé cuenta de que la novia se ha escapado hasta que ya sea tarde. En un lugar tan atrasado como este, puede que intenten detenerme en el aeropuerto, si se enteran. ¡Seguro que es un grave delito dejar plantado al heredero del trono al pie del altar! Por suerte, nadie de su familia me ha visto aún, y mi madre no va a intervenir en los rituales nupciales, así que mis padres tampoco se enterarán hasta el último minuto, cuando ya esté en el avión.
Tati respiró hondo.
–¿Estás segura de que no te ha dado un ataque de miedo?
–Sabes que siempre he estado enamorada de George. ¿Es que no me has oído? ¡George, por fin, me ha propuesto matrimonio y vuelvo a casa con él!
Tati se contuvo para no recordar a Ana los numerosos hombres de los que se había enamorado locamente en los años anteriores. Y, hacía un mes, estaba deseando casarse en Alharia, encantada de que sus padres dejaran de tener problemas económicos. Aunque ahora, pensó Tati, eso no la preocuparía, ya que George Davis-Appleton era rico.
–Entiendo lo que quieres hacer, pero no quiero verme implicada. Tus padres se pondrían furiosos conmigo.
–¡No seas aguafiestas! Mis padres se recuperarán de la desilusión y tendrán que pedir un préstamo al banco.
–Tu padre dijo que se lo habían denegado.
–¡Si la abuela Milly viviera, lo habría ayudado! –se lamentó Ana–. Pero no es problema mío, sino de mi padre.
Tati no dijo nada. Pensó que su querida y añorada abuela rusa no aprobaba el extravagante estilo de vida de su hijo Rupert. Milly Tatiana Hamilton, cuyo nombre llevaban las dos nietas, había controlado el dinero de la familia durante años. Tati se sorprendió al enterarse de que su tío había vuelto a endeudarse, porque suponía que había heredado una considerable cantidad de dinero tras la muerte de su madre.
Tati suspiró.
–Por desgracia, ya no está con nosotras.
Pero no le dijo que le interesaba que sus tíos no se hundieran económicamente, porque eso sería injusto para Ana. Tati no quería que, para beneficiarse ella, su prima llevara a cabo un matrimonio horrible. Ana no parecía saber que su padre pagaba la residencia a su hermana Mariana, la madre de Tati, que llevaba viviendo allí desde la adolescencia de su hija, debido a que padecía demencia.
–Entonces, ¿lo harás? –preguntó Ana, expectante.
Tati sabía que no debía enfurecer a sus tíos, no fuera a ser que retiraran el apoyo económico a su madre, pero, al mismo tiempo, Ana era para ella como una hermana. Ana era dos años mayor que ella, que tenía casi veintidós. Ambas se habían criado en la misma finca y acudido a las mismas escuelas.
A pesar de lo distintas que eran, Tati quería a su prima. Aunque a veces era egoísta, Tati estaba acostumbrada a cuidarla como si fuera su hermana pequeña, porque Ana no se caracterizaba por su inteligencia.
A Tati le parecía absurdo casarse con un príncipe extranjero por la dote. Ana no era de las que se sacrificaba, pero, al principio, se veía como una heroína dispuesta a ayudar a su familia. Ahora, la realidad se había impuesto e iba a huir.
Durante unos segundos, Tati se compadeció del novio, fuera quien fuera. No aparecía en las redes sociales, ya que Alharia llevaba décadas de retraso en tecnología, y en casi todo, con respecto al resto del mundo.
La familia real era multimillonaria gracias al petróleo, pero no había señales visibles de tanta riqueza. El palacio era un antigua fortaleza decorada con muebles victorianos.
A Ana le habían dicho que el príncipe Saif era guapísimo, pero ¿cómo podía fiarse uno de eso, cuando la gente solía ser muy generosa a la hora de describir a un joven rico y con un título? Aunque el pobre fuera más feo que Picio, la mayoría diría algo positivo de él.
Tati lo sabía bien, así como todo lo referente a las desagradables comparaciones, pues siempre la habían considerado mucho menos atractiva que su prima. Además era la oveja negra de la familia, por ser hija ilegítima, algo que avergonzaba a la estirada familia Hamilton.
Tati y su prima eran rubias. Tati tenía los ojos azules; su prima, castaños, y era muy guapa, alta y delgada, mientras que Tati tenía una bonita piel, una hermosa melena y curvas. No le gustaba particularmente su cuerpo, sobre todo desde que el único novio serio que había tenido se había enamorado de Ana nada más verla y la había perseguido, a pesar de que a ella no le interesaba lo más mínimo.
–¿Has pensado en cómo vas a llegar al aeropuerto? –preguntó Tati.
–Ya está solucionado. Aquí no necesitas hablar el idioma. He enseñado el dinero, he señalado un coche y me está esperando abajo.
–Ah –dijo Tati, mientras Ana metía las cosas en la maleta–. Así que vas a hacerlo.
–Claro que sí.
–¿No crees que sería mejor decírselo a tus padres y afrontar las consecuencias?
–¿Bromeas? ¿Acaso no sabes el lío que se organizaría y lo mal que me sentiría?
Tati asintió.
–Pues no voy a pasar por eso. Ten cuidado para que no se den cuenta durante unas horas de que no eres la novia. Es lo único que te pido. No es para tanto. Dame un abrazo y deséame suerte con George.
Tati la abrazó.
–Que seas feliz, Ana –dijo con los ojos humedecidos y una sensación se miedo que no conseguía eliminar.
Tati detestaba que la gente se enfadara y gritara, y sabía que cuando sus tíos se enteraran de la partida de su hija montarían una escena. Le echarían la culpa a ella por no habérselo contado. Sin embargo, también entendía el miedo de Ana. Sus padres estaban tan empeñados en aquel matrimonio que eran capaces de ir a por ella al aeropuerto y llevársela de vuelta. Y, al fin y al cabo, a nadie se le podía obligar a casarse con quien no quería.
Ana se marchó acompañada de una criada que le llevaba el equipaje. Tati se sentó y comenzó a sentir pánico ante la idea de hacer creer que era su prima y la futura esposa. Se avergonzó de ser tan débil. No admitía el engaño.
Su padre había ido a la cárcel por fraude. Su madre, avergonzada por la personalidad de aquel hombre, la había inculcado que fuera sincera y decente en todas las situaciones. ¿Y qué estaba haciendo en aquellos momentos?
Llamaron a la puerta y entró una sonriente joven que la saludó en inglés.
–¿Tatiana? Soy Daliya, la prima del príncipe. Estudio en Inglaterra y me han pedido que sea tu intérprete.
–Todos me llaman Tati –dijo Tatiana. Tanto su prima como ella se llamaban Tatiana Hamilton, debido a la obstinación de su madre. Mariana y su hermano Rupert, el tío de Tati, nunca se habían llevado bien. Cuando Rupert puso a su hija el nombre de su madre, su hermana no vio motivo para que ella no pudiera hacer lo mismo con la suya. Claro que, por aquel entonces, Mariana no podía prever que esta acabaría volviendo a su lugar de nacimiento y que habría dos niñas con el mismo nombre.
–Seguro que te preguntarás por la importancia que mi pueblo da a los preparativos de la boda –dijo Daliya–.Te lo voy a explicar. No son algo típico de las bodas, porque están pasados de moda. Pero esta es una boda real. Todas las mujeres que te atenderán hoy lo consideran un gran honor. La mayoría pertenece a generaciones anteriores, y es su forma de mostrar respeto, lealtad y amor a la familia Basara y al trono.
–Me sentiré muy honrada –dijo Tati sintiéndose culpable por ser una impostora en tan solemne ocasión. Se moría de vergüenza y la horrorizaba pensar en el momento en que se descubriría que no era la Tatiana esperada.
–De todos modos, seguro que te parecerá extraño lo que no conoces y que posiblemente diversas costumbres atenten contra tu intimidad –apuntó Daliya–. ¿Estás muy pálida? ¿Te encuentras bien? ¿Es el calor?
–¡Son los nervios! –exclamó Tati, mientras Daliya la acompañaba fuera de la habitación–. Gozo de buena salud.
Daliya rio.
–Las ancianas obsesionadas con la fertilidad se alegrarán de saberlo.
–¿La fertilidad?
–Claro. Un día serás reina y se esperará que des un heredero al trono –Daliya frunció el ceño al ver que Tati se tambaleaba ante su explicación.
Entraron en una gran habitación llena de mujeres mayores, algunas de las cuales llevaban el vestido tradicional, aunque la mayoría iban vestidas a la occidental, como Daliya.
Al darse cuenta de que era el centro de la atención, Tati se sonrojó como lo hacía en la escuela cuando se metían con ella por el uniforme de segunda mano y los gastados zapatos. La generosidad de su tío al pagarle la escuela no se extendía más allá. ¿Por qué iba a hacerlo?
Tati adoraba a su madre, pero a veces la había avergonzado durante su infancia. Mariana no sabía valerse por sí misma y solo trabajaba cuando le apetecía. Dejaba que otros le pagaran las facturas, como si fuera lo más natural, lo cual hacía que Tati se sintiera orgullosa e independiente, aunque, al final, se vio obligada a vivir en casa de sus tíos y estar a su disposición a cualquier hora por un salario mínimo.
Estos pensamientos acudieron a su mente mientras calculaba cuántas horas necesitaría representar el papel de prometida para que Ana pudiera huir. Primero la sometieron a un baño ritual. Echaron en el agua hierbas y aceites, la envolvieron en una sábana y la metieron en el agua para lavarle la cabeza, al tiempo que Daliya le explicaba las supersticiones que había detrás de aquellos rituales e introducía algún chiste discreto.
–Te tomas las cosas con calma –le susurró–. Es una buena cualidad para un miembro de la familia real. Creo que estas mujeres temían que rechazaras sus atenciones.
Tati sonrió, a pesar de su desconcierto, al pensar lo que le había ahorrado a Ana, que se hubiera negado a aceptar aquel ritual, pues tenía una rutina de belleza propia y le daba miedo que le estropearan el cabello.
–Eres muy valiente –dijo Daliya.
–¿Por qué?
–Porque te vas a casar con un hombre al que no conoces, con el que no has hablado, a no ser que os hayáis visto en secreto.
–No. Pero ¿no es la costumbre aquí lo de no conocerse?
Daliya soltó una carcajada.
–Hace generaciones que se perdió. Nos conocemos y salimos, aunque todo de forma discreta. Solo el emir sigue tradiciones antiguas, pero el príncipe no te decepcionará. Si hubiera querido casarse antes, habría habido muchas candidatas.
–Sí, creo que es un buen partido.
–Saif es una persona seria y reflexiva. Se lo admira mucho en el país.
Tati tuvo que morderse la lengua para no hacer un montón de preguntas a Daliya. No era asunto suyo. Ni siquiera los Hamilton sabían mucho del príncipe, porque no se habían preocupado de los detalles. Lo único que les interesaba era que se celebrara la boda y se les entregara la dote.
En ese momento, Daliya consiguió convencer a sus compañeras de que dejaran sola a Tati para hacerse la cera con la encargada de llevarlo a cabo. Cuando vio que solo había transcurrido algo más de una hora, suspiró profundamente, ya que su prima necesitaba más tiempo para huir de Alharia.
Después de haberse depilado, le dieron un masaje, le pintaron las uñas y le pusieron henna en las manos. Mentalmente agotada, se durmió y, cuando Daliya la despertó, le sirvieron un refresco y un aperitivo, mientras las mujeres le cantaban. Su reloj había desaparecido, por lo que no sabía qué hora era. Daliya le dijo que debía marcharse, pero que volvería pronto.
Tati no sabía qué hacer. Había pensado confesar a Daliya quién era y que la verdadera novia había huido, pero la mujer se había portado muy bien con ella. Como era la única que hablaba inglés, era posible que le echaran la culpa de no haberse percatado del engaño. Todos se pondrían muy nerviosos cuando se descubriera la verdad. Habría mucha tensión y se lanzarían acusaciones. Así que decidió esperar a hallar un mensajero menos personal y más oficial para confesar lo que pasaba.
Había llegado el momento de vestirla. Pronto tendría que efectuar la gran revelación. Sintió náuseas, pero debía vestirse antes de hacer nada, así que se quedó de pie, en silencio, mientras la envolvían, como a una momia, en capas de enaguas y túnicas y la peinaban. Cuando Daliya volvió sonriendo, Tati estaba a punto de morderse las uñas.
–Ha llegado la hora –dijo Daliya.
Tati sintió ganas de vomitar. No quería involucrarla en el desastre. De todos modos, a quien primero debía informar de que Ana había huido era a sus tíos. Como iban a asistir a la boda, estaba segura de que pronto los vería.
Un grupo de mujeres la condujo por escaleras de piedra, patios interiores e interminables pasillos hasta llegar a una enorme puerta doble, adornada con plata y piedras preciosas y protegida por dos hombres armados, vestidos a la manera tradicional.
–Tenemos que dejarte aquí, pero nos veremos pronto –dijo Daliya sonriendo. Los guardias abrieron la puerta inmediatamente.
UN PEQUEÑO grupo esperaba a la novia en la antigua y esplendorosa estancia, rodeada de arcos y columnas. Bajo uno de ellos había un hombre anciano, al lado de otro, más alto, que quedaba en la sombra. Otros dos hombres ancianos se hallaban al lado de una mesa y al otro extremo de la habitación estaban Rupert y Elizabeth Hamilton.
Rupert frunció el ceño en cuanto vio a Tati y avanzó hacia ella.
–Tú no tenías que estar en la ceremonia. ¿Dónde está Ana?
–Se ha ido –contestó Tati con la boca seca.
–¿Que se ha ido? ¿Dónde?
Saif observaba de lejos preguntándose qué sucedía. Parecía que la novia había llegado, pero el padre estaba enfadado y sus preguntas eran lo suficientemente explícitas. ¿Quién era la mujer que suplantaba a la novia?
Estuvo a punto de echarse a reír al comprobar que la mala suerte de la familia Basara con las esposas continuaba en su generación. Vio a su padre impaciente y le tradujo lo que Rupert había dicho.
–La novia se ha ido –murmuró en su lengua–. Esa mujer es otra.
–Se ha ido para tomar un vuelo de vuelta a casa. Y debe de estar en el avión. No quería casarse –dijo Tati a toda prisa.
–¡Desgraciada! ¡La has ayudado a escaparse! –grito su tía Elizabeth atravesando la estancia con la mano levantada como si fuera a pegarle.
–Nada de violencia ante el emir –dijo una voz masculina, grave y con acento.
Tati miró sorprendida al joven alto que se les había acercado silenciosamente. Había agarrado la mano de su tía antes de que pudiera llegar a su rostro y la soltó con desdén ante semejante comportamiento.
Y lo primero que pensó Tati fue que Ana sentiría mucha rabia si veía una foto del novio al que había abandonado.
El alto y fornido joven, vestido con la túnica bordada y los pantalones tradicionales, era guapísimo. Tenía el cabello negro, ojos verdes, largas pestañas y pómulos marcados. Su piel era de color café con leche, sobre una estructura ósea espectacular. La nariz recta, la mandíbula fuerte y la boca sensual completaban el cuadro. Era tan guapo que Tati se limitó a contemplarlo, sin decir palabra, como si fuera un extraterrestre.
–¡Cállate, Elizabeth! –exclamó Rupert–. ¿Cuánto hace que Ana se ha marchado?
–Hace horas –contestó Tati.
El hombre anciano comenzó a hablar de forma airada en su lengua. Saif miró divertido a la novia que no lo era. Sentía alivio, que recobraba la libertad. Ella era pequeñita, de grandes ojos azules y una melena rubia que casi le llegaba a la cintura, si la tenía. Las mujeres le habían puesto tanta ropa encima que parecía un montículo de ropa andante.
–¿Y tú quién eres? –le preguntó con curiosidad.
–Tati, la prima de Ana.
–Que es el diminutivo de…
–Tatiana.
–¿Te llamas igual que la verdadera novia? –Saif hizo una mueca–. ¿Hay escasez de nombres en tu familia? –preguntó con total despreocupación, ajeno a los arrebatos de ira del resto de los presentes.
Su tío la agarró del codo y la alejó del príncipe.
–Quiero hablar contigo. Se te ve «desesperada» por haber tenido que ocupar el lugar de tu prima. La has ayudado por eso, ¿verdad? La tentación te ha vencido. Pensar en la ropa, las joyas y las vacaciones de las que disfrutarías… Podrías gozar del elevado nivel de vida con el que siempre has soñado, deshaciéndote de Ana.
–Baja la voz –le rogó Tati porque el príncipe estaba solo a unos metros de distancia.
Le horrorizaba la acusación de su tío y la hiriente implicación de que siempre había envidiado a Ana y sus superiores perspectivas económicas.
–No trato de ocupar el lugar de Ana. Ahora estás disgustado y…
Dalil intentaba explicarle al emir que, aunque la novia había llegado, era una sustituta, pero también nieta de su amigo.
–Entonces, que se celebre la ceremonia –ordenó el anciano, impaciente.
Saif, a quien le había repugnado la brutal acusación del tío a su sobrina, trató de razonar con su padre, pero este solo veía la ofensa cometida contra su adorado heredero. No podía aceptar que la novia lo hubiera dejado plantado.
–No voy a consentir que mi hijo se quede sin esposa, cuando el país entero sabe que se casa hoy. Es un insulto que no acepto. La otra chica servirá.
Saif enarcó las cejas.
«¿La otra chica servirá?», pensó. ¿Por qué no salir a las calles de Tijar, la capital del país, y agarrar a la primera mujer que vieran? ¿Se esperaba de él que se casara con cualquier mujer disponible? Si la novia había huido, ¡buen viaje!, era su respuesta, porque él, como ella, tampoco quería casarse. Pero su padre había reaccionado airado ante lo que consideraba un insulto al trono de Alharia.
Dalil lanzó una mirada de impotencia a Saif y fue a hablar con Rupert. Saif intentó razonar con su padre, que comenzó a tambalearse. Saif gritó para que lo ayudaran mientras lo sujetaba. Un guarda acudió corriendo con una silla.
–Estoy bien –dijo el emir entre dientes.
–Voy a llamar al doctor Abaza.
–¡No es necesario!
Dalil volvió.
–¿Desea que se celebre la ceremonia? –preguntó al emir, mientras Saif pensaba con repugnancia en la joven mercenaria a la que estaba condenado.
–¿Para qué, si no, estoy aquí?
Al otro extremo de la habitación, Rupert había acorralado a su sobrina.
–El emir quiere que, de todos modos, su hijo se case. Tienes suerte de que lo único que hay que cambiar en los documentos es la fecha de nacimiento. Te casarás tú con el príncipe, en vez de Ana.
Tati lo miró, incrédula.
–¡No estoy dispuesta a casarme!
–Eso es lo que dices – su tío no se lo creía.
–No he sido yo quien ha creado esta situación –contraatacó Tati, desesperada.
Su tío se encogió de hombros.
–Considéralo el pago por la generosidad de mi familia contigo y tu irresponsable madre. Estás en deuda con nosotros. Desde que naciste, no te has llevado comida a la boca que no te hayamos proporcionado nosotros. Ahora, tu madre está chupando de mis recursos como una sanguijuela. Lleva años en esa residencia tan cara.
–¡No puede evitarlo!
–Si quieres que siga allí, tienes que casarte. Si no te casas, la trasladaremos a una residencia pública, donde estará peor atendida.
–Es horrible que me amenaces así –susurró Tati–. ¿Aún la sigues odiando? No es más que un frágil recuerdo de lo que fue.
–Tú has tomado una decisión. Por el motivo que sea, has ayudado a Ana a huir. Ahora debes pagar por ello.
Durante unos segundos, Tati se quedó paralizada mirando al vacío. Supo que no tenía elección. Su madre, que tanto la había querido durante la infancia, merecía estar tranquila durante el resto de su vida. A la personas con demencia las trastornaba enormemente cualquier cambio, y si trasladaban a Mariana a otra residencia, empeoraría aún más deprisa.
Tati no respetaba a su tío, pero reconocía que necesitaba la dote que recibiría por la boda para seguir pagando los gastos de su madre. La había llamado sanguijuela y Tati suponía que a ella la consideraba igual, lo cual le dolía, ya que llevaba seis años limpiando, cocinando y haciendo lo mejor que podía todo lo que le pedían sus tíos para compensarlos por los cuidados a su madre. Había comenzado a hacerlo cuando aún iba a la escuela y se había convertido en un trabajo a tiempo completo antes de acabar la enseñanza secundaria.
–Lo haré. No me queda más remedio –susurró.
–Muy bien –su tío se acercó a la mesa e hizo un gesto afirmativo con la cabeza–. Acabemos con esto de una vez.
Incapaz de creerse lo que iba a suceder, Tati siguió a Dalil al otro extremo de la estancia. El príncipe se acercó a una prudente distancia, mientras ella se preguntaba qué le pasaba a aquel hombre para que su padre quisiera casarlo a toda costa, incluso con una mujer distinta. Tal vez fuera un mujeriego y la boda sirviera para que pareciera más respetable.
Pero no podía esperar que el matrimonio fuera real. ¿O sí? ¿Que tuvieran sexo e hijos? Ana no había hablado mucho de la boda con su prima porque vivía en el piso de la familia en Londres. Y cuando volvía a la finca solía llevar a amigos, por lo que Tati no quería molestar. Una vez, Ana le había dicho que, como limpiaba y cocinaba, le resultaría incómodo que se relacionara con sus invitados.
Tati respiró hondo al recordar cuánto le había dolido su rechazo y se dijo que tardaría mucho tiempo en volver a limpiar y cocinar para sus tíos, si acaso volvía a hacerlo. Pero, de repente, pensó en lo que más le preocupaba y tiró al príncipe de la manga para llamar su atención.
–Tengo que volver a Inglaterra de forma regular para ir a ver a mi madre. ¿Podré hacerlo?
«Aunque te vaya a comprar, no me perteneces ni espero estar contigo las veinticuatro horas del día», estuvo a punto de responderle Saif, pero decidió no ser tan sincero.
–Desde luego –contestó mirando a su padre, que había recuperado el color y el buen humor, ahora que todos hacían lo que deseaba.
Nunca había molestado tanto a Saif que la salud de su padre lo controlara y le impidiera tomar decisiones. Su amor por él luchaba contra ese resentimiento. De no ser por el miedo que tenía a que sufriera otro infarto, después del que había tenido hacía unos meses, se hubiera negado a casarse con una desconocida.
Tal como estaban las cosas, no se atrevía. De todos modos, ¿qué hacía aquella mujer, amante de las fiestas y los acontecimientos sociales, en un sitio como Alharia?
¿Por qué le había elegido su padre una esposa tan poco adecuada? Saif se lo preguntó, mientras el oficiante de la ceremonia seguía hablando.
Haría que su esposa estudiara el idioma, la cultura y la historia del país. Si tan dispuesta estaba a ser su cónyuge, si tan resuelta a ser rica y tener un título, tendría que adaptarse a su entorno. Si estaba condenado a tener una esposa que no le gustaba y a la que no respetaba, no consentiría que lo avergonzara.
–Firma –le dijo mientras él hacía lo propio en el contrato matrimonial y le entregaba la pluma.
Ella lo hizo en el sitio indicado.
–¿Ya está? ¿Cuándo tendrá lugar la ceremonia?
–Ya se ha celebrado –contestó Saif con expresión sombría–. Y ahora, si me disculpas…
¿Ya estaban casados? ¿Sin tocarse ni hablarse? Tati se quedó desconcertada ante la inmediata retirada del príncipe.
–¿Estás contento? –preguntó Saif a su padre.
–Mucho. Y espero que tú también lo estés pronto.
–¿Por qué has querido que me case así?
Su padre lo miró con el ceño fruncido.
–Para que no estés solo, hijo mío. No estoy bien. Cuando me muera, ¿quién va a estar a tu lado? No soporto la idea de dejarte solo.
A Saif se le hizo un nudo en la garganta, desconcertado ante tan sencilla explicación y el afecto que le transmitía.
–Pero ¿por qué con una inglesa?
–No he tenido suerte con las mujeres con que me he casado, a pesar de que, supuestamente, eran muy buenos partidos de nuestro país. Por eso he querido otra cosa para ti. Espero que tu alegre y sociable esposa te ayude a relajarte. Eres un joven muy serio, y creo que ella te ayudará a divertirte.
–A divertirme –murmuró Saif, sin dar crédito a que tales palabras hubieran salido de la boca de su padre.
–Y te hará compañía. Es occidental y sofisticada por lo que tendréis mucho en común.
Saif estuvo a punto de gemir. Su padre creía que se había occidentalizado por haber pasado cinco años en el extranjero estudiando y trabajando, en tanto que él solo había estado fuera de Alharia unos meses y no había vuelto a viajar. Sin embargo, Saif se había dedicado a trabajar para ganar experiencia, no a ir a bares y discotecas.
Tati pasó las horas siguientes aturdida. Los hombres y las mujeres estaban separados en la celebración, pero Daliya le aseguró que eso solo sucedía en el hogar del emir, pero que ni el príncipe ni nadie más realizaba semejante segregación.
–El emir es tan anciano como mi bisabuelo –dijo Daliya a modo de excusa para algo que, evidentemente, le resultaba violento.
En la reunión de mujeres, donde era el centro de atención, Tati vio a su tía comiendo y bebiendo sin hacer caso de su sobrina. Comenzó a enfadarse, lo cual era raro en ella. Había aprendido por las malas a ser tolerante con las groserías ajenas, pero que su tía no le dirigiera la palabra cuando, por haberse casado con el príncipe, sus tíos iban a ganar mucho dinero, le dejó un amargo sabor de boca.
No había disfrutado del caro estilo de vida que sus tíos y su prima daban por sentado. Su madre y ella iban tirando como podían. Nunca habían vivido bien.
–Es hora de que te vayas –le susurró Daliya.
La escoltó de nuevo por pasillos interminables hasta un enorme dormitorio, donde la esperaba la doncella que le había deshecho el equipaje en la habitación que había compartido con Ana. Daliya y la doncella la ayudaron a quitarse todas las túnicas y enaguas, y Tati volvió a respirar.
–¿Dónde tengo que ir ahora? –preguntó a Daliya.
–A París –contestó esta sonriendo–. De luna de miel.
Tati buscó entre sus escasas prendas algo para viajar y sacó unos leggins y una camiseta. Miró a Daliya y vio que no la convencían. Esta, pidiéndole permiso con la mirada, buscó en la maleta algo más adecuado.
–No tengo mucha ropa –murmuró Tati.
–No importa. Es mejor viajar con prendas cómodas.
Cuando Tati iba a cambiarse, llamaron a la puerta y entró el príncipe Saif, que inmediatamente dominó la habitación con su presencia. Las dos acompañantes de Tati murmuraron una excusa y se fueron.
«Mi esposo», pensó Tati. «El desconocido con el que me he casado».
–Por fin estamos solos –dijo él en tono seco.
Lo único que su esposa llevaba puesto era una camisola de seda. Comprobó que tenía cintura, estrecha, y curvas muy sexis. Y lo hizo contra su voluntad, porque estaba resuelto a no hallar nada agradable en la esposa que le habían impuesto. Pero no pudo evitar admirar la rubia melena que le caía por la espalda como una sábana de seda, así como sus senos de grandes pezones y la forma de sus femeninas nalgas.
Se excitó involuntariamente y apretó los dientes ante aquella reacción natural en un hombre cuya vida sexual era, por necesidad, inexistente en Alharia. Solo cuando viajaba podía dar rienda suelta a sus deseos. Semejante represión de sus instintos no era sana.
Se dijo que cualquier mujer moderadamente atractiva lo atraería ahora, pero Tatiana era su esposa, lo cual era muy distinto. En efecto, en ese sentido, le vendría muy bien una esposa. Además, la sustituta le gustaba mucho más que la original.
A diferencia de su prima, Tati no se había retocado para destacar en las redes sociales. Tenía los labios llenos y sonrosados, pecas en la nariz y un hermoso rostro en forma de corazón, con grandes ojos azules.
Tati lo miró, a su vez, y el pulso se le aceleró.
–¿Por qué me miras así?
–¿Por qué crees? ¿Con cuántas cazafortunas crees que me caso al día sin conocerlas? –preguntó Saif en tono gélido–. ¡Me repugna haber tenido que casarme con una mujer dispuesta a venderse por dinero!
Tati no estaba preparada para aquel ataque imprevisto. Le dio la espalda, herida por su desprecio. No había pensado en nada mas allá de satisfacer las exigencias de su tío para que su madre siguiera bien atendida.
Todo había sucedido demasiado deprisa para reflexionar sobre lo que hacía al casarse con el príncipe por su riqueza para proteger a Mariana. Pero, a pesar de su abatimiento, se enfureció como no lo había hecho nunca.
–¿Cómo te atreves a juzgarme? No me he vendido por dinero ni soy una cazafortunas.
Saif la miró fríamente.
–En mi opinión…
–¡Sí, una opinión cargada de prejuicios machistas! –dijo ella, llena de ira–. No sabes lo que dices, porque no me conoces.
–Tú tampoco me conoces. Te has casado por el dinero… ¿o ha sido por el título?
–¿Por qué voy a querer ser princesa? Y ya que eres tan exigente y crítico, ¿por qué has accedido a casarte con una desconocida?
–Eso es asunto mío.
Tati se sonrojó de furia al ver que no se lo explicaba.
–Entonces, mis razones también son asunto mío –contraatacó ella–. No tengo que darte explicaciones ni voy a hacerlo. Me parece bien que creas que soy una cazafortunas, pero yo no me he vendido ni tampoco he vendido mi cuerpo. Y que sepas que no me voy a acostar contigo bajo ningún concepto.
Saif se indignó. Nadie se había mostrado tan insolente con él, por lo que su actitud lo sorprendió. Esperaba que se sintiera avergonzada, no que se mostrara desafiante.
–Si el matrimonio no se consuma, se anulará –señaló él solo por el orgullo de no dejar que ella creyera que podía ejercer control sobre él en cuestiones de sexo.
–¿Me estás amenazando? –gritó ella, que apenas se reconocía en aquel estado de furia. Pero la habían presionado demasiado ese día. Estaba harta de verse obligada a hacer lo que no quería; primero por Ana y después por su tío. Y ahora, el príncipe intentaba hacer lo mismo. ¡No iba a consentirlo!
Se había acabado que los demás le dieran órdenes y nunca le agradecieran nada, pues daban su lealtad y gratitud por descontadas y se comportaban como si fueran bellísimas personas cuando, en realidad, la chantajeaban e intimidaban.
–No, no amenazo a mujeres. Me limito a describir un hecho.
–Muy bien –Tati trató de calmarse, a pesar de sus inmensas ganas de llorar y gritar como una histérica. Se dijo que ella no era así. Siempre había sido tranquila y práctica, en comparación con Ana, que se enfadaba durante días si no conseguía lo que quería. Pero había sido un día largo y estresante, que aún no había terminado, y le parecía que carecía de los recursos necesarios para enfrentarse al antagonismo de Saif.
–Te odio –le dijo sinceramente.
Un hombre tan guapo que había decidido casarse con ella no tenía derecho a decirle que le repugnaba. No tenía modales ni decencia ni sentido de la justicia. Sí él la culpaba por haberse casado, él era igualmente culpable por haberlo hecho.
–Eres uno más que intenta echarme la culpa de sus malas decisiones.
LOS RECIÉN casados cenaron en la cabina del avión, cada uno en un extremo.
Era un jet privado, pensó Tati, admirando disimuladamente el elegante cuero y la brillante madera, mientras se decía que no le impresionaba. El nivel de lujosa modernidad del jet no se parecía en absoluto a la majestuosidad victoriana del palacio.
Le trajeron unas revistas. Atendieron a sus menores deseos y la comida que le sirvieron fue excelente. Solo entonces se percató de lo hambrienta que estaba, ya que apenas había probado bocado en todo el día.
La aprehensión que le había quitado las ganas de comer había desaparecido, pero la ira permanecía. Volvió a sofocarse al recordar que el príncipe la consideraba una cazafortunas. Pero ¿no era esa la clase de mujer que el príncipe Saif se merecía por esposa? Al fin y al cabo, había accedido a casarse sin mostrar un mínimo interés por la novia. No se había molestado en preparar una reunión con su prima ni en llamarla por teléfono antes de la boda. Así que, si le disgustaba la esposa que había adquirido, ¡era culpa suya!
Llena de resentimiento miró a su esposo, que, al otro extremo de la cabina, trabajaba en el ordenador portátil, demostrando de nuevo su indiferencia ante la mujer con la que se había casado. Tati no se arrepentía de haberle dicho que lo odiaba.
Pero ¡qué agradable a la vista era!, como diría su madre. El cabello negro le caía por la frente, enmarcando su duro y masculino perfil. Las largas pestañas se le veían incluso desde lejos, así como la curva de la hermosa boca.
Era molesto que no pudiera dejar de mirarlo. No entendía por qué le impedía concentrarse. Bueno, eso era mentira, ya que era difícil no prestar atención a un hombre tan guapo, sobre todo si te acababas de casar con él, aunque el matrimonio no fuera de verdad.
Cuando el avión aterrizó, Tati intentaba disimular los bostezos. Estaba agotada. Desembarcó y, sin pronunciar palabra, se montó en la limusina que los esperaba. El príncipe tampoco habló. Ella supuso que se alojarían en un hotel, así que le sorprendió que la limusina se detuviera ante una casa de tres pisos en una concurrida calle.
Un hombre los condujo al opulento vestíbulo, de cuyo techo colgaba una espectacular araña. Saif se dirigió al hombre en un fluido francés.
–¿Quieres comer algo? –preguntó a Tati cortésmente.
–No, gracias. Solo quiero dormir una semana entera –se sonrojó al darse cuenta de que era la noche de bodas y se puso tensa al tiempo que desviaba la vista a toda prisa, aunque no creía que él tuviera expectativa alguna al respecto. La mirada que le había dirigido cuando ella le dijo que no iba a tener sexo con él habría podido matarla. Estaba indignado, pero al menos no discutió.
–Esta noche tendremos que compartir la cama –dijo Saif en voz baja–. Se esperaba que nos quedásemos en Alharia hasta mañana, que es cuando llegará todo el personal de servicio. De momento, solo hay una habitación preparada. Marcel se ha disculpado por adelantado por las deficiencias que podamos encontrar.
Tati estuvo a punto de gemir ante la idea de tener que compartir la cama con él, pero estaba demasiado cansada para discutir. No creía que él fuera a hacerle nada.
–Me da igual. Estoy muy cansada.
No hacía falta decir que no estaba acostumbrada a alojarse en un sitio tan lujoso. La residencia de sus tíos era una bonita casa de campo, pero no era muy grande y estaba descuidada. Cuando su abuela vivía, muchos empleados se ocupaban de la vivienda, pero, a su muerte, su tío había despedido a la mayoría.
–Ha sido un día largo –afirmó Saif, aliviado porque ella no se había negado a dormir con él. No estaba de humor para discusiones.
Sin embargo, al haberle dicho lo que pensaba de ella, no era de extrañar que hubiera perdido los estribos. Había sido una completa falta de tacto decirle la verdad. Habría sido más lógica tragarse la ira, ya que se hallaba atrapado en aquel matrimonio hasta que pudiera divorciarse. Por otro lado, podía intentar anularlo, pero eso le supondría un disgusto a su padre, que se sentiría responsable por haber insistido en que se celebrara la boda con la sustituta de la novia.
Se preguntó si su esposa y su prima habrían planeado justamente eso. Además, por poco que supieran del carácter de su padre, se habrían imaginado que no aceptaría que dejaran plantado a su hijo y heredero. El emir odiaba el escándalo y cualquier cosa que pudiera dañar el trono. Y parecía muy oportuno que la novia hubiera desaparecido en el último momento y su sustituta se hubiera presentado vestida como una novia alhariana tradicional.
Necesitaba respuestas, porque, ahora que ella se había convertido en su esposa, quería saber a qué se enfrentaba, hasta qué punto era calculadora y avariciosa y si él podría disminuir el problema si le daba dinero. Era una idea desagradable, pero estaba dispuesto a llevarla a cabo si le garantizaba cierto grado de tranquilidad.
Al final del la escalera, Marcel abrió la puerta del dormitorio. Saif pensó que su hermanastro, Angelino Diamandis, sabía rodearse de toda clase de lujos. Después de haber superado el abandono de su madre, Saif había establecido relaciones con su hermanastro. Una sonrisa iluminó su rostro. A veces envidiaba a Angel por su libertad e independencia, pero no quería que su padre tuviera que morir para subir al trono y alcanzarlas él también.
–¿Es tuya la casa? –preguntó Tati.
–No, es de mi… –Saif titubeó. Había estado a punto de darle una información que no quería que se difundiera–. Es de un pariente. Me la ha ofrecido porque no podía ir a la boda –al menos, no de forma oficial, pensó Saif sonriendo con satisfacción, ya que había pasado una hora con su hermano esa misma tarde–. Prefiero esto a un hotel.
–Por lo poco que he visto, es fabulosa –dijo ella pasando a su lado y agarrando el neceser y un camisón de la maleta que una doncella había empezado a deshacer, mientras otra hacía lo propio con las de Saif. Dos doncellas, ¿y se suponía que no había personal suficiente ese día?
Cuando Tati se inclinó, él le miró con ansia las nalgas y el balanceo de los senos y, al erguirse, el rubio y sedoso cabello que le enmarcaba el rostro. Ella no lo miró a los ojos, lo cual lo molestó, porque quería saber qué pensaba, que urdía. Recelaba de todos sus movimientos. Hizo una mueca ante la excitación que sentía y que lo empujaba en la dirección equivocada. Probablemente, el camino a seguir sería la anulación, si conseguía convencer a su padre. Mientras tanto, no debía tocar a su esposa.
Tati vio el cuarto de baño al otro lado de una puerta abierta. No necesitaba darse un baño, pero llenó la bañera, para poder estar más tiempo sola. Se desmaquilló y se lavó los dientes antes de meterse en el agua, con el propósito de relajarse.
Pero ¿cómo iba a hacerlo con él ahí fuera?
No ambicionaba que hubiera un hombre en su vida. Su madre había tenido un montón de novios inadecuados: alcohólicos, maltratadores o timadores. Después de que Dave, el primer novio serio de Tati, la dejara por Ana, Tati decidió que los hombres le creaban demasiados problemas a una mujer. Alguna vez deseó haber obtenido más experiencia y haber tenido relaciones sexuales con Dave, porque seguir siendo virgen a su edad la hacía sentirse fuera de lugar en el mundo en que vivía.
Pero no había sentido la suficiente atracción por él y, después de que hubiera sucumbido a los encantos de su prima, se alegró de no haberlo hecho.
Una hora después, Tati salió del cuarto de baño. Saif, que estaba trabajando en el ordenador, se volvió a mirarla. No llevaba ninguna prenda sexy, por lo que seducirlo no entraba en sus planes. Intentó sentirse aliviado, al tiempo que se preguntaba cómo era posible que unos pantalones cortos y una camiseta pudieran resultarle tan atractivos.
Se fijó en sus firmes senos, la estrecha cintura y el respingón trasero, que los pantalones realzaban. Notó que le latía la entrepierna y volvió al ordenador maldiciendo entre dientes.
–¿En qué trabajas? –preguntó ella para romper el tenso silencio, aún sofocada por el tiempo que la había estado mirando.
–Compruebo cifras. Dirijo las inversiones de Alharia.
¿Por qué la había mirado así? Tati pensó que debería haberse puesto una bata, pero no la había metido en la maleta. El viaje a Alharia se había decidido en el último momento, contra el parecer de los padres de Ana, que, sin embargo, dijo que no podría casarse sin el apoyo de Tati, por lo que esta hizo el equipaje a toda prisa.
–¿Puedo utilizar ya el cuarto de baño? –preguntó Saif sin volverse.
–Perdona, debería haber pensado que querrías…
–Debe de haber una docena de ellos en la casa. Si lo hubiera necesitado, habría usado otro.
Tati asintió.
–Buenas noches –dijo y se metió en la cama.
Saif pensó que era un ser extraño al ver que se había acurrucado en un extremo. Solo sobresalía su cabello rubio, por debajo del edredón.
Si no supiera lo que sabía de ella, pensaría que era tímida. Contuvo la risa ante semejante idea absurda, cerró el ordenador y comenzó a desvestirse.
Tati lo espió por debajo del cabello y vio caer al suelo los vaqueros. Así que era desordenado, además de odioso, pensó, mientras los dejaba allí. La camisa siguió el mismo camino. Él se desperezó y, durante unos segundos, lo vio desnudo, salvo por el bóxer, con todos los músculos estirados. Y tenía muchos, que el color café de la piel hacía resaltar.
Tati recordó el calendario de hombres medio desnudos que su madre había colgado una vez en la pared. Mariana la acusó de ser una mojigata, cuando ella le dijo que la avergonzaba.
Pero le resultaba violento tener aquel calendario en la cocina, sobre todo después de que Ana lo viera y se lo contara a todo el mundo en la escuela, lo que hizo que tuviera que soportar durante semanas el desprecio de sus compañeros.
Comparada con Ana o con Mariana, era una mojigata porque, por lo que había deducido de la experiencia de ambas, un acercamiento más atrevido a los hombres y al sexo solía producir más decepciones que alegrías.
Ahora, mientras observaba los músculos de Saif, Tati se dijo que solo era un cuerpo, más agraciado que el de la mayoría de los hombres, pero un cuerpo, al fin y al cabo. Pero eso no explicaba por qué lo seguía mirando ni por qué sentía calor entre los muslos. Lo miraba porque era hermoso, se dijo, y porque no sabía que un cuerpo masculino pudiera serlo tanto.
Se burló de su excusa al pensar que los cuerpos de la Biblia no le habían provocado semejante atracción. Con las mejillas ardiendo, se dio la vuelta intentando no oír el agua de la ducha.
Saif no estaba acostumbrado a compartir la cama, por lo que cada movimiento de Tati lo molestaba y le recordaba su existencia. No podía dejar de prestarle atención. Su incapacidad para conservar su habitual disciplina mental contribuía a enfadarlo aún más con ella. Se le ocurrió un sencillo plan para mantenerla ocupada. Podría mandarla fuera todos los días y…
Tati se despertó de madrugada porque tenía frío. Al darse la vuelta se dio cuenta de que no estaba tapada con el edredón. Recordó que compartía la cama y tiró de él con fuerza hacia su lado. Saif se sentó bruscamente y encendió la luz.
–Tenía frío –dijo ella mientras volvía a taparse y se daba la vuelta.
Saif pensó con satisfacción en el día sin su esposa que lo esperaba y volvió a tumbarse. Incluso acurrucada en la cama, ella seguía siendo insoportablemente atractiva. ¿Cómo podía desearla de aquella manera? ¿Tan desesperado estaba por haber pasado unas cuantas semanas sin sexo?
Se puso a pensar en las distintas maneras sensuales en que podía haber calentado a su esposa sin recurrir a la ropa de cama. Hacerlo lo excitó intensamente. Al amanecer, renunció a dormir y se levantó para seguir trabajando.
A Tati la despertó la doncella al llevarle el desayuno. Mientras esta descorría las cortinas, se percató de que estaba sola en la cama. Aceptó la bandeja que le entregó la doncella y la dejó en la cama para ir al cuarto de baño.
Mientras se tomaba una taza de té y un delicioso cruasán, entró el príncipe, muy elegante con un traje oscuro hecho a medida. A ella se le secó la boca. El caro tejido hacía resaltar los anchos hombros, las estrechas caderas y las largas piernas. Tenía una excelente constitución, recordó ella con enfado, tras haberlo visto la noche anterior. Estaba muy tranquilo, en tanto que a ella le parecía que su vida había perdido el rumbo, sin previo aviso, y había caído en un agujero grande y profundo.
Estaba muy tensa. Se le ocurrió por primera vez que no había tenido en cuenta un aspecto evidente: Saif esperaba casarse con su glamurosa y sexy prima y había acabado con su aburrida, vulgar y poco atractiva sustituta. Por supuesto que debía de estar decepcionado y enfadado. Nadie elegiría a Tati, en vez de a Ana.
–Esta noche dormiré en otra habitación –dijo con voz tensa, a modo de gesto de paz por la pelea por el edredón.
A la luz que entraba por las ventanas, los ojos verdes de él, fijos en los suyos, eran como esmeraldas. Saif estaba molesto. Una cosa es que quisiera librarse de ella, y otra muy distinta que ella le devolviera el cumplido.
–No será necesario.
Tati alzó la barbilla.
–Es necesario. Creo que ninguno de los dos ha dormido bien esta noche.
A Saif no le gustó que ella le dijera lo que era necesario.
–Seguiremos compartiendo habitación.
–¿Por qué?
–Querías esta boda, así que ahora aguántate –dijo él, sin darle más explicaciones. Aunque hubiera intentado hacerlo, no habría podido explicarle el instinto que lo guiaba, porque no sabía de dónde procedía ni qué significaba.
–A veces… –comenzó a decir Tati, furiosa porque parecía que ella tenía la culpa de su desencanto por no haberse casado con Ana. ¿Era eso lo que creía? La falta de comunicación entre ambos aumentaba los problemas–. ¡A veces me dan ganas de pegarte!
–Ya noté la tendencia violenta de vuestra familia cuando tu tía intentó abofetearte. No se te ocurra atacarme. No hay ninguna razón para que caigamos tan bajo.
Saif se preguntó cómo podía ella lanzar semejante amenaza al tiempo que parecía tan fresca y tentadora. Estaba despeinada y no llevaba maquillaje. A la luz del día, su piel de porcelana tenía una luminosidad inesperada.
Aunque fuera una sustituta y encarnara todo lo que despreciaba en una esposa que, para empezar, no había deseado, había una verdad ineludible: era más hermosa de lo que al principio le había parecido.
–Ni siquiera tienes sentido del humor –dijo ella lanzándole una mirada acusadora.
–Te he organizado el día para que estés entretenida –comentó él, sin responder a su acusación. Desde luego, aquella situación no le resultaba divertida en absoluto.
–Qué amable –murmuró ella.
–He contratado a un equipo de asistentes personales de compras para que te lleven a las mejores tiendas de París.
La mandaba a comprar, pensó Tati furiosa. Quería quitársela de encima. Y ¿qué se hacía con una cazafortunas para mantener la paz? Darle dinero. Y cuando el dinero te sobraba, era fácil hacerlo. Tati apretó los dientes buscando una respuesta sarcástica. Ella no era una avariciosa prostituta a la que tentar, controlar y degradar con dinero.
–Estupendo –dijo sonriendo tranquilamente–. Parece que ha llegado la Navidad. ¿Tengo un límite de gasto?
Saif interpretó el brillo de sus ojos como pura avaricia.
–Ninguno –respondió sonriendo.
Le daba carta blanca para gastar, por lo que Tati se aseguraría de no decepcionarlo. Al fin y al cabo, si alguien se merecía que sus peores expectativas se cumplieran, era Saif. Así que disfrutaría jugando a ser una cazafortunas, para que él aprendiera a no mandarla a comprar en una de las ciudades más caras del mundo.
Tati se puso unos vaqueros. Seguía sin hacerse a la idea de que el príncipe era su esposo. Tampoco él se comportaba como tal.
¿Cabía la posibilidad de que fuera homosexual y que lo hubieran obligado a casarse para ocultarlo? Pero si era así, ¿por qué no había querido una habitación para él solo?
Tati frunció el ceño y reconoció que Saif era un cúmulo de contradicciones. ¿Había insistido en que compartieran el dormitorio para guardar las apariencias?, ¿por orgullo y necesidad? Si era homosexual, y si su padre era incapaz de aceptarlo, aquella boda cobraba sentido. Claro que entenderlo no hacía que Saif le cayera mejor por haberla acusado de ser una cazafortunas.
De hecho, lo odiaba por eso.
Sus tíos la habían maltratado, incluso antes de que su madre comenzara a padecer demencia. Por desgracia, tragarse el orgullo y presentar la otra mejilla no había mejorado las cosas. En realidad, las había empeorado, tanto en la escuela como en su casa, pero no estaba dispuesta a seguir aceptando que la maltrataran ni que la insultaran por el simple hecho de ser pobre y carecer de las oportunidades de otros.
Alzó la cabeza. No, el príncipe de Alharia no iba a conseguir que se avergonzara.
Media hora después, Tati se montó en una limusina donde había tres parlanchinas mujeres. Como su esposo esperaba que gastara sin freno, les dijo:
–Necesito un nuevo guardarropa.
Ellas sonrieron, aliviadas al comprobar que iba a ser buena compradora. Probablemente trabajaban a comisión. Y ella necesitaba de todo, comenzando por ropa interior y de dormir. Una cosa era ser orgullosa e independiente, y otra ser la persona de la reunión vestida de la forma más inadecuada.
Y no estaba dispuesta a ponerse a lavar y a secar las braguitas en el cuarto de baño. Contuvo la risa al pensar en la reacción del príncipe. Dudaba que alguna vez hubiera visto algo tan cotidiano.
La primera parada fue en la Avenue Montaigne, una calle con tres carriles llena de tiendas de moda. Tati se concentró en los aspectos prácticos de comprar tanto como pudiera sin mirar siquiera las etiquetas del precio. Fue de una boutique a otra con sus acompañantes, que se esforzaban en buscar prendas de acuerdo con sus preferencias.
De allí se trasladaron al Boulevard Saint Germain, donde compró muchos vestidos, con zapatos y bolsos a juego. Al final sucumbió a la tentación de ponerse uno. Fueron a un café de moda en la terraza de un hotel, donde disfrutó de una vista espectacular de la ciudad, bebió champán y tomó unos frutos secos.
A media tarde ya estaba maquillada por una profesional y equipada con un montón de cosméticos. Después compraron un perfume especialmente concebido para ella con jazmín y especias, que le recordaba climas más cálidos. También la convencieron para que se comprara un móvil y un reloj.
Pronto la invadió un sentimiento de culpa por disfrutar gastando de forma extravagante. Había comprado sin freno para vengarse de Saif por sus acusaciones, cuando, en realidad, no sabía nada de ella ni se había molestado en enterarse.
En el trayecto de vuelta, mientras sus acompañantes abrían una botella de champán para celebrar el éxito del día, se preguntó si satisfacer las peores expectativas de Saif la beneficiaría. Rechazó el champán porque no estaba de humor.
¿Qué había hecho? ¿Por qué se había dejado llevar por el resentimiento? ¿Por qué intentaba demostrar que era tan avariciosa como él creía?
Su sentimiento de culpa aumentó al ver desfilar por el vestíbulo una procesión de empleados para subir al dormitorio todas las cajas y bolsas con lo que había comprado. Después sacarían las prendas para colocarlas en los armarios y cajones. Ella se fue al salón y se sentó en el sofá, muerta de vergüenza al pensar en el jersey que se había comprado en cuatro colores distintos.
¿Cuándo se iba a poner un jersey en el desierto? Se dijo que llevaría ropa de invierno cuando fuera a ver a su madre. En cuanto a los vestidos y los zapatos de tacón, ¿cuándo pensaba ponérselos? Era evidente que el príncipe no iba a llevarla a ninguna parte.
De todos modos, pensó desconsoladamente, necesitaba ropa, ya que no solo había metido pocas prendas en la maleta para lo que creía que sería un corto viaje, sino que tampoco le quedaban muchas más en su casa.
Sin embargo, eso no disculpaba el gasto extravagante. Podía haber ido a unos grandes almacenes a comprar solo lo necesario, en vez de comprar en las boutiques más exclusivas del mundo.
Marcel le sirvió té. Ella oyó unos pasos en el pasillo y Saif entró. Se había quitado la chaqueta y la corbata. Sus verdes ojos se clavaron en los de ella, que se sintió arder. Se sonrojó y se removió en el sofá con la boca seca.