3,49 €
Promesas y secretos Julia James Él solo veía una salida: legitimar a ese hijo casándose con ella. Cautiva entre sus brazos Carol Marinelli ¿Se atreverá a rendirse al placer que promete ese príncipe? Aislados en el paraíso Clare Connelly La pasión amenazaba con dejar al descubierto la vulnerabilidad de ella… Falsas relaciones Melanie Milburne ¡Su inocencia quedó al descubierto!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 716
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 149 - octubre 2018
I.S.B.N.: 978-84-1307-252-4
Portada
Créditos
Promesas y secretos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Falsas relaciones
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Aislados en el paraiso
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Cautiva entre sus brazos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El volumen de la música del órgano fue subiendo hasta un último crescendo antes de cesar. Los murmullos de los congregados se interrumpieron cuando el sacerdote levantó las manos y procedió a pronunciar las palabras de la ancestral ceremonia.
El corazón de Vito latía con fuerza dentro de su pecho. Abrumado de emoción, giró la cabeza hacia la mujer que estaba a su lado.
Con un vestido blanco, el rostro oculto bajo el velo, su novia esperaba. Esperaba que él pronunciase las palabras que los unirían en matrimonio…
Eloise tomó un sorbo de champán, mirando el elegante salón privado del hotel, uno de los más famosos de Niza, en la Costa Azul.
El salón estaba repleto de mujeres enjoyadas y elegantes hombres vestidos de esmoquin, pero sabía con total certeza que ninguno de esos hombres podría compararse con el que estaba a su lado. Porque era, sencillamente, el hombre más devastadoramente atractivo que había visto en toda su vida, y se le aceleraba el pulso cada vez que lo miraba. Como en ese momento.
Era soberbio, alto y distinguido con un esmoquin hecho a medida, el pelo negro y un esculpido perfil romano. Eloise acarició con la mirada la bronceada piel, los altos pómulos y la mandíbula cuadrada.
Vito sonreía mientras charlaba en francés, que hablaba con la misma fluidez que el inglés o su nativo italiano.
«¿De verdad soy yo, estoy aquí o esto es un sueño?».
A veces pensaba que debía de ser un sueño. Las últimas semanas habían sido un mareante torbellino en los brazos del hombre que estaba a su lado, a cuyos pies había caído literalmente.
Eloise recordó su encuentro…
Corría por el aeropuerto de Heathrow hacia la puerta de embarque, con la hora justa para tomar su vuelo. Eran sus primeras vacaciones en siglos, robadas antes de empezar a buscar un nuevo puesto como niñera. Su último empleo había terminado cuando los mellizos a los que cuidaba empezaron a ir al colegio.
La echarían de menos durante algún tiempo, pero pronto se acostumbrarían a su ausencia, como había hecho ella misma con una sucesión de niñeras y au pairs cuando era niña porque su madre no solo había sido una madre trabajadora, sino que carecía de sentimientos maternales. Y su padre, enfrentado a la negativa de su madre de tener más hijos, las había abandonado a las dos para buscar una nueva esposa.
Eloise apretó los labios, como hacía siempre al recordar que su padre la había abandonado para formar una nueva familia.
«¿Es por eso por lo que me hice niñera? ¿Para ofrecer cariño a niños que no ven mucho a sus padres, como me pasó a mí?».
Le encantaba su trabajo, aunque su madre nunca había podido entenderlo. Como no podía entender que hubiese preferido tener un padre. Y tenía opiniones muy claras al respecto:
«Los padres no son necesarios, Eloise. Las mujeres son perfectamente capaces de criar solas a sus hijos. Y es lo mejor, en realidad. Los hombres siempre te defraudan y es preferible no depender de ellos».
Eloise no había querido recordarle que ella había sido criada por una sucesión de niñeras.
«Pero yo no voy a ser así y tampoco voy a enamorarme de un hombre que me deje».
No, su vida sería diferente a la de su madre, estaba totalmente convencida. Le demostraría que estaba equivocada. Se enamoraría profundamente de un hombre maravilloso que nunca la dejaría, nunca la defraudaría, nunca la abandonaría por otra mujer y jamás rechazaría a sus hijos, a los que criarían juntos con gran amor.
Quién sería ese hombre, no tenía ni idea. En fin, a los veintiséis años había tenido su cuota de novios y sabía, sin ser vanidosa, que siempre había llamado la atención de los hombres, pero ninguno de ellos había logrado enamorarla. Aún no.
«Pero lo encontraré. Encontraré al hombre de mis sueños, el hombre del que voy a enamorarme. Ocurrirá algún día».
Pero el día que conoció a Vito, mientras corría hacia la puerta de embarque, se sentía libre y despreocupada, dispuesta a pasar unas vacaciones estupendas, viajando ligera de equipaje, en vaqueros y camiseta, con unas cómodas y gastadas deportivas.
Las deportivas debían de estar demasiado gastadas porque, con las prisas, resbaló y cayó al suelo. Su maleta salió volando y, un segundo después, oyó un improperio, pero apenas prestó atención porque le dolía el tobillo como un demonio.
–¿Se ha hecho daño?
Era una voz ronca, con un suave acento. Eloise levantó la cabeza y vio la pernera de un pantalón, el fino material gris cubriendo unos fuertes muslos masculinos.
Levantó la cabeza un poco más y se quedó mirando al hombre, atónita. No podía hacer otra cosa.
Un par de ojos oscuros, penetrantes, rodeados de espesas y largas pestañas negras, la miraban con preocupación.
–¿Se ha hecho daño? –repitió.
Ella intentó hablar, pero tenía la garganta seca.
–Yo… –empezó a decir por fin–. No, estoy bien.
Un par de fuertes manos tiraban de ella como si no pesara nada. Tenía la extraña sensación de estar flotando a unos centímetros del suelo.
La gente caminaba a toda prisa a su alrededor, como si ellos no existieran, y Eloise siguió mirando al hombre.
–¿Seguro que está bien? ¿Quiere que llame a un médico?
En su tono había una nota de humor, como si supiera por qué no podía apartar la mirada.
Tenía una sonrisa algo torcida, encantadora, y unas pestañas largas y espesas. El brillo de sus ojos oscuros la tenía hipnotizada.
–Creo que esta es su maleta –murmuró, inclinándose para tomarla del suelo.
–Gracias –consiguió decir ella, casi sin voz.
–De nada.
El hombre sonrió de nuevo. No parecía molestarle que lo mirase fijamente, admirando esos oscuros y expresivos ojos, el ondulado pelo negro, la esculpida boca, los pómulos que parecían hechos del más fino mármol.
Eloise tragó saliva. Algo estaba pasando y no tenía nada que ver con el bochornoso resbalón justo a los pies de aquel hombre.
–¿Le he hecho daño? –preguntó entonces, contrita–. Siento mucho haberle golpeado con la maleta.
Él hizo un gesto con la mano.
–Niente… no ha sido nada –le aseguró.
Con el fragmento de cerebro que aún le seguía funcionando, Eloise se dio cuenta de que había hablado en italiano. Vio que entornaba los ojos, como para estudiarla con más detalle. Para estudiarla y descubrir que… le gustaba.
Sintió que le ardía la cara al ver el brillo de los preciosos ojos oscuros. El sutil mensaje le aceleró el pulso, dejándola clavada al sitio.
«Dios mío, ¿qué me está pasando?».
Porque ella nunca, jamás, había experimentado una reacción así ante un hombre. Pero él estaba diciendo algo y Eloise intentó ordenar sus pensamientos.
–Dígame, ¿a qué puerta de embarque se dirigía?
Eloise miró la pantalla y dejó escapar un gemido al ver que el número de su vuelo había desaparecido.
–Oh, no… he perdido el avión.
–¿Dónde iba?
–A París –respondió ella, mirando alrededor con desesperación.
–Qué coincidencia. Yo también voy a París. Y, como es culpa mía que haya perdido su vuelo, debe permitirme que le compre otro billete.
Eloise lo miró, abriendo y cerrando la boca como un pez. Un pez que estaba siendo levantado sin ningún esfuerzo por un pescador muy experimentado.
–Muchas gracias, pero no creo que…
Dos oscuras cejas se enarcaron sobre los ojos oscuros.
–¿Por qué no?
–Porque…
–¿Porque no nos conocemos? Pero eso tiene fácil remedio –la interrumpió él, enarcando las cejas de nuevo y esbozando una sonrisa que le aceleró el corazón–. Mi nombre es Vito Viscari y estoy enteramente a su servicio, signorina. Siento mucho haber hecho que perdiese el vuelo.
–Pero usted no ha hecho nada –protestó ella–. Ha sido culpa mía… resbalé y la maleta salió volando.
–No se preocupe, no ha pasado nada. Lo que importa ahora es encontrar un médico que le mire el tobillo. Tenemos mucho tiempo antes de que salga nuestro vuelo.
–Pero no puedo dejar que me pague el viaje…
De nuevo, el desconocido sonrió.
–¿Por qué no? Tengo millas de viajero frecuente y, si no las uso, será un desperdicio.
Eloise torció el gesto. No parecía un hombre preocupado por ahorrar. Todo en él, desde el traje de chaqueta que le quedaba como un guante a los brillantes zapatos italianos o el maletín con sus iniciales, dejaba eso bien claro.
Pero él la empujaba suavemente hacia delante, con un brillo de admiración y simpatía en los ojos que la hizo olvidarse de todo, salvo del rápido latido de su pulso.
–Bueno, ¿debo llamarla simplemente bellasignorina? –bromeó él entonces. Y su acento italiano hacía que sintiera mariposas en el estómago–. Aunque solo sería la verdad. Bellissima signorina…
Eloise intentó respirar, pero de repente el aire parecía tener demasiado oxígeno.
–Eloise Dean.
Él sonrió de nuevo, una sonrisa cálida e íntima que la dejó sin aliento.
–Venga, signorina Dean –dijo, tomando su brazo–. Apóyese en mí. Yo cuidaré de usted.
–Pero yo no…
Era muy alto y absolutamente devastador. Su boca parecía como esculpida y las largas pestañas que enmarcaban los ojos oscuros eran para morirse.
–Desde luego que sí –insistió, en voz baja–. Yo cuidaré de usted.
Y eso era lo que Vito Viscari había hecho desde entonces. Horas después, Eloise había descubierto que Vito no tenía intención de viajar a París, sino a Bruselas. Había cambiado de destino por una única razón y lo había admitido abiertamente, con una sonrisa que hizo que se derritiera: para cortejarla. Para conquistarla.
Y lo había conseguido sin hacer ningún esfuerzo.
Eloise no se había molestado en resistirse o discutir. De hecho, pensó, compungida, había participado en el proceso encantada porque ir a París, la ciudad más romántica del mundo, con el hombre más atractivo que había conocido nunca, era un sueño hecho realidad.
Y seguía sintiendo lo mismo después de unas semanas que habían sido un torbellino. Sus pies no parecían tocar el suelo mientras Vito la llevaba por toda Europa de un lujoso hotel a otro, todos de la cadena Viscari, una de las grandes cadenas hoteleras del mundo, que pertenecía a su familia.
Le había contado que estaba haciendo una inspección de sus hoteles europeos, situados en las ciudades más hermosas e históricas, desde Lisboa a San Petersburgo. Y mientras viajaba con él, envuelta en un capullo de romántico entusiasmo, la idea de volver a Gran Bretaña había empezado a esfumarse.
¿Cómo iba a despedirse de Vito? Estar con él era tan embriagador como el champán.
«Sí, pero incluso el champán se termina tarde o temprano… y al final siempre nos despertamos de los sueños».
Tenía que recordar eso.
A su lado, en aquel fabuloso ambiente de hoteles lujosos y gente de la alta sociedad, tenía que hacer un esfuerzo para escuchar esa vocecita interior. Porque, por romántico que fuera viajar por Europa del brazo de Vito, sintiéndose al borde de algo que nunca había sentido antes por un hombre, seguía habiendo preguntas que exigían respuesta.
«¿Puedo confiar en mis sentimientos? ¿Son reales? ¿Y qué siente Vito por mí?».
La deseaba, no había la menor duda. Pero ¿era deseo lo único que sentía? En ese momento vio el brillo de sus ojos y supo que su propio deseo era real, ardiente, un deseo que nunca había sentido por otro hombre.
–¿Eloise?
La voz de Vito, con ese acento italiano tan sexi, interrumpió sus pensamientos.
–Están a punto de servir la cena.
Entraron juntos en el salón, donde habían preparado un fastuoso bufé. Una mujer rubia se acercó a ellos entonces. Debía de ser unos años mayor que Eloise, de la edad de Vito. Iba impecablemente maquillada, con un vestido de diseño en satén dorado, a juego con su pelo. Era la anfitriona que había organizado aquella cena en el hotel Viscari de Niza a la que, por supuesto, Vito había sido invitado.
Eloise no había tardado mucho en darse cuenta de que Vito se movía en los círculos de la alta sociedad y se relacionaba con los ricos y famosos en todas las ciudades de Europa.
Su atractivo, su fortuna, su apellido y su condición de hombre soltero lo convertían en objetivo de las mujeres, a las que atraía como polillas a la luz. Incluyendo, aparentemente, a su anfitriona de esa noche.
–¡Vito, querido! ¡Qué alegría que hayas venido a mi fiesta! –la mujer miró a Eloise sin dejar de sonreír, pero sus pálidos ojos azules brillaban como el hielo–. Así que tú eres la última conquista de Vito. Cuánto le gustan las rubias guapas. Una lástima, me habría gustado hablar de los viejos tiempos –añadió con una risa cantarina antes de alejarse.
Vito miró a Eloise con expresión compungida.
–Mi dispiace –se disculpó–. Stephanie y yo nos conocimos hace mucho tiempo. Pero ya no hay nada entre nosotros, te lo aseguro.
Eloise sonrió, comprensiva. No le había molestado el comentario y tampoco le molestaba la atención de tantas otras mujeres. Vito siempre era amable con todas, pero el brillo sensual de sus ojos era solo para ella.
Pero ¿duraría? ¿Ser la mujer en la vida de Vito duraría o sería ella un día la próxima Stephanie? ¿La siguiente exrubia?
¿O había algo más creciendo entre ellos? ¿Algo que sería importante para los dos? ¿Podría ser?
Todas esas preguntas daban vueltas en su cabeza. Era demasiado pronto para obtener respuestas, pero eso le recordaba la necesidad de ser cauta.
No se había enamorado como su madre, que se había casado después de un breve romance solo para descubrir que su marido y ella eran incompatibles. Un descubrimiento que los había alejado y, como resultado, había hecho que ella perdiese a su padre.
«Yo no debo cometer ese error. Sería fácil creer que estoy enamorada de Vito. Especialmente viviendo esta existencia de ensueño, yendo de un maravilloso hotel a otro».
Vito estaba haciendo su presentación como presidente de la cadena de hoteles Viscari, un papel del que había tenido que hacerse cargo a los treinta y un años, tras la inesperada muerte de su padre.
–Soy el único Viscari que queda, el único que puede salvaguardar nuestro legado. Ahora todo depende de mí y no puedo defraudar a mi padre –le había dicho con expresión seria.
Le había parecido notar cierta tensión en su voz, algo más que pesar por la muerte de su progenitor. Pero después siguió contándole que la cadena de hoteles Viscari había sido fundada por su bisabuelo, el formidable Ettore Viscari, a finales del siglo XIX, durante el auge de los hoteles de gran lujo. Ettore le había dejado su herencia a su hijo y él a sus dos nietos, el padre de Vito, Enrico, y su difunto tío Guido, que no había tenido descendencia.
Había sido su tío Guido quien se encargó de la expansión de la cadena por todo el mundo, abriendo hoteles en los destinos de moda para sus ricos clientes. Vito era responsable del legado que debía dirigir y de lo que eso exigía de él, incluyendo su vida social, como esa noche y todas las noches desde que estaba con él.
–Relacionarme con nuestros clientes es algo inevitable –le había explicado–. Es agotador, pero tenerte a mi lado lo hace menos aburrido.
La animó escuchar eso y su emoción se acentuó al ver un brillo en los lustrosos ojos oscuros. Pronto, muy pronto, se despedirían cordialmente de su anfitriona y de los demás invitados para irse a la suite. Allí lo tendría para ella sola y disfrutarían de una noche de exquisito y sensual placer…
Eloise experimentó un temblor de anticipación. Lo que sentía cuando hacía el amor con Vito era algo que no había sentido con ningún otro hombre. Solo él podía llevarla al éxtasis, a un lugar desconocido para ella, y eso eclipsaba todas las preguntas y las dudas sobre aquel loco romance.
Después, mientras estaba entre sus brazos, con el corazón latiendo como las alas de un pajarillo, se sintió llena de anhelo…
«Vito, sé el hombre para mí. Sé el único hombre para mí».
Era tan fácil, tan peligrosamente fácil, creer que podría ser el hombre de su vida.
Pero ¿se atrevería a creerlo?
No podía responder a esa pregunta. Solo sabía que anhelaba atreverse. Anhelaba creer que Vito era el hombre de su vida. Anhelaba amarlo por encima de todo.
VITO REDUJO la velocidad después de pasar la frontera franco-italiana en Mentone. Se dirigían a la siguiente parada, el hotel Viscari de San Remo, en la llamada Riviera de las Flores.
Por la mañana se había reunido con los gerentes del Viscari de Montecarlo para diseñar estrategias, abordar problemas específicos y aceptar opiniones. Después de eso, había tenido una comida de trabajo y solo en ese momento, a media tarde, volvían a Italia.
Se alegraba de volver a Roma después de tantas semanas viajando por Europa, aunque no había hecho ese largo y necesario viaje solo para presentarse como nuevo presidente de la cadena hotelera. Irse de Roma le había dado un respiro de la ciudad y de las complicaciones que lo esperaban allí. Unas complicaciones que no necesitaba.
Vito apretó los labios. Esas complicaciones seguían esperándolo en Roma y tendría que lidiar con ellas. Pero aún no.
No, decidió, no había necesidad de arruinar esos últimos días de felicidad, cuando Eloise estaba a su lado.
«Eloise».
Se volvió para mirarla y se le iluminaron los ojos al ver el hermoso perfil. Se alegraba tanto de haber hecho caso de su instinto cuando la conoció en el aeropuerto de Heathrow.
Por supuesto, había sido su belleza lo que lo había cautivado. ¿Cómo iba a resistirse a tal regalo? Siempre le habían gustado las mujeres rubias, desde que era un adolescente y empezaba a descubrir los encantos del sexo opuesto. Y, cuando vio a la preciosa rubia de largas piernas, una belleza que lo miraba con unos celestiales ojos azules, se había quedado inmediatamente cautivado.
El deseo que había sentido por ella entonces había sido satisfecho en París y le había parecido lo más natural del mundo seguir su tour europeo con ella a su lado. Con cada nuevo destino se reafirmaba en su decisión porque estaba claro que no era solo su belleza lo que lo atraía de ella.
Al contrario que muchas otras inamoratas, la elegante Stephanie, por ejemplo, Eloise poseía un carácter dulce y encantador. No era caprichosa ni exigente, nunca se enfadaba. Al contrario, sonreía a todas horas, feliz de hacer lo que él quisiera hacer.
Nunca había conocido a una mujer como ella.
Vito volvió a mirar la carretera, pensativo. En un par de días estarían en Roma.
¿Seguirían juntos o sería el momento de decirse adiós? Siempre era él quien rompía las relaciones, despidiéndose amablemente de su última amante antes de que otra rubia se cruzase en su camino y despertase su interés. Disfrutaba de cada aventura, siempre era fiel y atento, pero cuando terminaban no sentía el menor remordimiento.
Vito frunció el ceño. ¿Sería siempre así, una aventura después de otra hasta que…?
«¿Hasta cuándo? ¿Qué es lo que quiero?».
No era una pregunta que se hiciera a menudo, pero él sabía la respuesta. Tal vez siempre la había sabido.
«Quiero encontrar a una mujer a la que pueda amar tan profundamente como mi padre amó a mi madre».
Ese había sido siempre su objetivo. Pero ¿sería posible?
«Tal vez por eso voy de una aventura a otra, porque no quiero llevarme una desilusión. Porque temo que sea imposible tener un matrimonio tan feliz como el de mis padres».
Vito experimentó una oleada de tristeza. Sí, sus padres habían sido muy felices y él, su único hijo, se había beneficiado de ello. Había sido adorado por sus dos progenitores, tal vez incluso demasiado mimado.
Pero haber sido tan querido por sus padres lo había hecho consciente de su responsabilidad hacia ellos y siempre había intentado ser merecedor del amor que le habían dado. Vito intentó contener una oleada de tristeza. Desde la muerte de su padre la vida no había sido fácil para su madre. Quedarse viuda había sido un duro golpe y Vito temía que el brillo de tristeza no desapareciese nunca de sus ojos.
«Tal vez cuando me case y le dé un nieto… tal vez entonces volverá a ser feliz».
Pero ¿quién sería su novia? De nuevo, miró a Eloise con expresión interrogante.
«¿Qué es ella para mí y qué quiero yo que sea? ¿Podría ser Eloiselamujer de mi vida?».
No lo sabía, aún no. No lo sabría hasta que llegasen a Roma y terminasen los constantes viajes. Por el momento, disfrutaría del tiempo que estuvieran juntos.
–¿Sabías que San Remo es famosa por su mercado de flores? –le preguntó–. ¿Y que todos los años la ciudad envía sus mejores flores a Viena para adornar el famoso Concierto de Fin de Año?
–Qué bonito –dijo Eloise, con una sonrisa tan cálida como siempre–. Todos los años veo el concierto en televisión. ¡Me encantan los valses de los Strauss! Y nunca olvidaré la noche que pasamos en Viena –añadió, con una sonrisa pícara–. Cuéntame más sobre San Remo.
Por supuesto, Vito estuvo encantado de hacerlo.
Su estancia allí fue breve y pronto se dirigieron a Génova, antes de ir a Portofino, a los pintorescos pueblos de Cinque Terre y a la costa de la Toscana. Roma estaba solo a un día de camino.
A medida que se acercaban a la ciudad, Eloise notaba un cambio en su propia actitud. Sus apasionados encuentros íntimos eran más intensos que nunca. Se agarraba a él como si no quisiera soltarlo nunca.
«Porque no quiero soltarlo. No quiero que esto termine, quiero quedarme con él».
Eso era lo que sentía mientras se acercaban a Roma y, cuando por fin entraron en la ciudad, con un tráfico infame, esa emoción se intensificó.
«¿Me llevará a su apartamento?», se preguntó mientras atravesaban el centro histórico, repleto de famosísimos monumentos. Pero entonces se dio cuenta de que entraban en el hotel Viscari, el hotel original de la familia. Vito estaba contándole su historia con una nota de orgullo en la voz y Eloise vio con qué alegría lo saludaban los empleados. Poco después se dirigieron al ascensor, que los llevó a lo que habían sido originalmente los áticos, ahora convertidos en una enorme y lujosa suite.
Vito la llevó a la terraza, desde la que podía ver toda la ciudad.
–Roma –dijo, suspirando, mientras le pasaba un brazo por la cintura y con la otra mano señalaba las famosas siete colinas. A Eloise le parecían más bien pequeñas, pero las admiró de todos modos porque eran tan queridas para Vito.
«Como él lo es para mí».
Vito se volvió hacia ella con un brillo de deseo en los ojos oscuros y sus cinco sentidos respondieron cuando inclinó la cabeza para buscar sus labios.
No tardaron mucho en entrar de nuevo en la suite para aprovechar la privacidad y el lujo del fabuloso dormitorio.
–Bienvenida a Roma, mi dulce Eloise –murmuró Vito mientras la tomaba entre sus brazos.
Y ella dejó de preguntarse por qué la había llevado al hotel en lugar de llevarla a su apartamento. La pasión del encuentro hizo que olvidase todo lo demás.
Con el ceño fruncido, Vito colgó el teléfono abruptamente y se revolvió, inquieto y molesto, en el sillón de piel frente al escritorio de su despacho.
Accidenti. No era eso lo que él quería. Sin embargo, su madre había insistido.
–Tienes que acudir a la recepción de esta noche –le había dicho con tono serio.
Pero ir a la recepción a insistencia de su madre era lo último que quería hacer, y menos esa noche. Lo que quería hacer, la forma en la que quería pasar la noche, era bien diferente.
Quería pasear por Roma con Eloise.
Su expresión se suavizó. Solo con pensar en ella se animaba. Había estado tenso durante todo el día en la oficina y quería pasar la noche con ella, pero el futuro de la cadena Viscari dependía de él.
Un brillo de tristeza apareció en sus ojos mientras se echaba hacia atrás en el sillón. El sillón de su padre. Cuatro generaciones lo habían precedido, las cuatro generaciones que habían creado y mantenido el formidable legado que él debía conservar.
Salvo que… sus ojos se ensombrecieron. Ese legado ya no era solo suyo.
Vito apretó con fuerza los brazos del sillón. ¿Cómo se le había ocurrido a su tío Guido dejarle sus acciones a Marlene, su viuda, y no a él, como había sido siempre el entendimiento de la familia? Esa desastrosa decisión, y la frustración ante la negativa de Marlene de venderle las acciones, habían acrecentado los problemas de salud de su padre, provocando su prematuro fallecimiento quince meses antes.
Sus padres siempre habían considerado a Marlene una buscavidas, ansiosa de dinero y poder. Y por eso, y a pesar de la fortuna que le habían ofrecido, la viuda de Guido se negaba a venderles sus acciones.
La expresión de Vito se endureció. Porque había algo más. Él sabía de la persistente y absurda fijación de Marlene. Tras la muerte de Guido, estaba obsesionada con encontrar la forma de cimentar su posición en la familia Viscari.
«Sigue soñando», pensó, airado. Marlene podía soñar todo lo que quisiera, pero nunca conseguiría su objetivo, su ridícula ambición.
Porque nunca, por mucho que insistiera, iba a convencerlo para que se casara con su hija, Carla.
Cuando Vito entró en la suite, Eloise se levantó del sofá y corrió a besarlo, con un brillo alegre en los ojos.
–¿Me has echado de menos? –le preguntó él, tirándose en el sofá mientras se aflojaba el nudo de la corbata y se desabrochaba, aliviado, los dos primeros botones de la camisa.
Dio, cuánto se alegraba de verla, aunque solo hubieran estado separados durante unas horas. Estar a su lado lo animaba y le hacía olvidar la presión tras la llamada de su madre.
–¿Una cerveza? –sugirió ella, acercándose al bar.
–Desde luego –respondió Vito, agradecido–. ¿Qué haría yo sin ti? –bromeó luego, tomando un largo trago.
–Oye, que no es agua –protestó Eloise, riéndose mientras se apoyaba en su torso.
Él se rio también mientras estiraba las piernas. El brillo de los hermosos ojos azules era como un bálsamo para sus atribulados pensamientos.
«Tengo que solucionar el problema de las acciones de Guido. Tengo que convencer a Marlene para que acepte el dinero que le ofrecemos».
Un recuerdo lo perseguía y siempre lo perseguiría. Su padre implorándole: «Paga lo que haga falta».
La emoción que le producía ese recuerdo era como un puñal en el costado.
Vito tomó otro trago de cerveza, intentando disipar sus angustiosos recuerdos.
–¿Va todo bien?
En la voz de Eloise había una nota de preocupación y lo miraba con expresión interrogante.
«Ojalá pudiese tenerla a mi lado esta noche».
La recepción en la fastuosa villa de su tío Guido, organizada para presentar unas obras de arte que la familia Viscari iba a donar temporalmente a un museo, era una ocasión que Marlene aprovecharía para darse aires de reina. Y su madre estaría indignada, haciendo comentarios mordaces sobre su odiada cuñada.
Ir con Eloise haría que todo fuese más soportable, pensó Vito. Y también le dejaría claro a Marlene que no tenía el menor interés en su hija. Carla y él se llevaban bien, a pesar de la fricción entre sus madres. Era una chica muy atractiva, morena y seductora, pero a él le gustaban las rubias. Guapas, de largas piernas, con el pelo dorado y los ojos muy azules.
Como Eloise.
Cuando miró su rostro sintió una extraña emoción, una que no había sentido antes y a la que no podía poner nombre. Por un momento, deseó no haberla llevado al hotel sino a su propio apartamento. Pero, ¿habría sido sensato? ¿Le habría dado a entender algo de lo que aún no estaba seguro?
«¿O estoy seguro, pero no quiero admitirlo?».
Claro que había otra razón para no llevarla a su apartamento: su madre, que habría empezado a hacerse ilusiones y aún no estaba preparado para eso.
«Necesitamos tiempo para descubrir qué somos el uno para el otro».
Además, la velada de esa noche estaría cargada de tensión y lo último que quería era exponer a Eloise a la discordia familiar por las acciones de Guido.
«Tengo que conseguir las acciones y luego podré concentrarme en Eloise, descubrir lo que siento por ella y lo que ella siente por mí».
Vito se aclaró la garganta antes de responder:
–Esta noche tengo que acudir a una recepción de la que no puedo escapar –le dijo–. Es un fastidio, pero no tengo más remedio que ir.
–Ah, qué pena.
–Me encantaría quedarme contigo. Había pensado enseñarte Roma de noche. La Fontana de Trevi, los escalones de la Plaza de España… –dijo Vito, suspirando–. En fin, me temo que tendremos que esperar hasta mañana.
–No importa, no te preocupes.
Vito se tomó el resto de la cerveza y dejó el vaso vacío sobre la mesa, dándole una distraída palmadita en la mano antes de levantarse.
–Muy bien, ya he recargado las pilas. Hora de ducharse y ponerse el esmoquin.
Se pasó una mano por el mentón con gesto distraído. También tenía que afeitarse. Entonces miró el reloj de oro de su muñeca. Tal vez había tiempo para algo más agradable que una ducha y un afeitado…
Mientras le ofrecía su mano pensó que era la primera vez que no iban a pasar la noche juntos desde que se conocieron en el aeropuerto de Heathrow. Bueno, razón de más para aprovechar el tiempo antes de hacerse cargo de sus obligaciones.
Pero no quería pensar en obligaciones en ese momento, cuando le quedaba tan poco tiempo con Eloise.
Vito enredó los dedos en la rubia melena, inclinando la cabeza para buscar sus labios. Y ella respondió inmediatamente, como hacía cada vez que la besaba. Sintió un incendio en su interior mientras tiraba de ella para guiarla hacia la cama. El deseo prendió rápidamente, consumiéndolo.
Eloise, la mujer a la que deseaba.
Ese fue su último pensamiento racional durante mucho, mucho tiempo.
YO CREO que todo ha ido de maravilla –anunció Marlene con tono satisfecho mientras sonreía a Vito y su madre, que estaba tras él, como había estado durante toda la noche, con gesto inexpresivo.
Y ella no era la única que mantenía un gesto inexpresivo. Carla Charteris, la hija de Marlene, también parecía más seria que de costumbre. Hacía tiempo que no se veían y lo último que sabía de ella era que mantenía un tórrido romance con Cesare di Mondave, conde de Mantegna, ni más ni menos. Seguramente, Carla también estaba deseando volver con su amante, como él con Eloise.
Marlene, aprovechando que los invitados se habían marchado, los invitó a quedarse para tomar café.
–Tenemos tantas cosas que hablar ahora que has vuelto de tu larga excursión, Vito.
Que se refiriese a su viaje de negocios como a «una excursión» lo molestó, como le molestaba casi todo en ella.
–Sí, claro.
–Y tenemos que solucionar el asunto de las acciones, ¿no?
Vito se puso tenso. ¿Qué estaba tramando? Había estado vigilando los movimientos del mercado, atento a los rumores de la industria hotelera en caso de que Marlene hubiera querido vender sus acciones a una empresa rival, pero no había visto ninguna actividad sospechosa.
Ni siquiera por parte de Nic Falcone, que estaba claramente interesado en darle un mordisco a los hoteles Viscari para alimentar sus ambiciosos planes. Vito siempre vigilaba de cerca a tan peligroso rival.
Quería creer que Marlene no traicionaría a la familia de su marido de ese modo, pero no podía permitirse ignorar tan descarada insinuación.
–Mamá, te acompaño al coche. Voy a quedarme un rato para charlar con Marlene.
Su madre asintió, fulminando con la mirada a su cuñada, que parecía el gato que se comió al canario.
Vito se armó de valor cuando volvió al salón. Marlene estaba sentada en un sillón, con Carla de pie tras ella. Su expresión era tan rígida que se preguntó si le ocurría algo.
Pero era con su madre con quien debía hablar. Y la escucharía porque todo dependía de aquella conversación. El futuro de los hoteles Viscari, el legado que él debía proteger. Aunque el legado estaba ahora dividido entre los dos y Marlene podría hacer lo que quisiera con sus acciones.
A menos que encontrase un modo de evitarlo. Y tenía que hacerlo.
En su cabeza apareció la visión que más lo angustiaba: su padre en la cama del hospital durante los últimos minutos de su vida, apretando su mano mientras su madre sollozaba en silencio.
«Tienes que recuperar esas acciones, Vito. Debes hacerlo. Como sea, haz lo que tengas que hacer. Paga lo que ella exija, da igual. No importa el precio. Prométemelo, hijo, prométemelo».
Y Vito se lo había prometido. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando su agonizante padre estaba suplicando, atándolo a una promesa inquebrantable?
«Inquebrantable».
Esa palabra se repetía en su cabeza mientras escuchaba a Marlene, que estaba preguntándole por su viaje mientras tomaban café. Pero, por fin, dejó la taza sobre la mesa y miró brevemente a su hija, que escuchaba la conversación en silencio.
–Y ahora –empezó a decir, mirándole a los ojos–, debemos hablar sobre el futuro, ¿no te parece? El asunto de las acciones que me dejó mi difunto marido.
«Por fin», pensó Vito, impaciente.
Había una benigna sonrisa en las bien preservadas facciones de Marlene… una sonrisa fría que no iluminaba sus ojos.
–Mi pobre Guido me confió esas acciones y, por supuesto, yo debo honrar su confianza. Y, por eso, para resolver este asunto, he encontrado una solución conveniente para todos –Marlene miró a su hija y el corazón de Vito se volvió de hielo–. ¿Qué sería mejor que unir a las dos familias gracias a esas acciones?
Vito se quedó paralizado. ¿Qué clase de farsa era aquella? Miró impacientemente a Carla, esperando que expresase el mismo rechazo que él sentía, pero no hubo ninguna reacción. Su prima lo miraba con expresión helada.
–¿Carla?
–Creo que es una idea estupenda –dijo ella sin cambiar de expresión.
Vito la fulminó con la mirada. Demonios, aquello no podía estar pasando.
Eloise daba vueltas en la cama, inquieta. ¿Cuánto tiempo duraría la recepción en casa del tío de Vito? Era más de medianoche y se sentía melancólica sin él. Había pedido la cena al servicio de habitaciones, pero apenas la había probado mientras miraba distraídamente la televisión. Echaba de menos a Vito, se sentía abandonada y, por fin, se había ido a la cama. Pero no podía dormir sin tenerlo a su lado.
Intentó ser positiva. Después de todo, Vito llevaba muchas semanas lejos de Roma y era natural que su madre quisiera acapararlo un poco.
Tal vez estaba hablándole de ella.
Pero ¿qué podía contarle? Esa elegante mujer de Niza, una de sus ex, la había llamado ácidamente «su última conquista».
«Dando a entender que solo soy una más en una larga lista de mujeres, y que ninguna significa nada para él».
¿Era ella alguien especial para Vito? ¿Y quería serlo?
«Quiero pasar tiempo con él, mantener una relación de verdad. Quiero descubrir lo que significa para mí y yo para él».
Viviendo en Roma, instalándose allí, conseguiría ese objetivo. Podría encontrar trabajo como niñera, tal vez con una familia británica, mientras Vito tomaba las riendas del negocio familiar. Aprendería el idioma, aprendería a cocinar platos italianos… incluso aprendería a hacer pasta fresca.
Su imaginación empezó a volar. Se veía haciendo la cena para Vito, siendo parte de su vida. Emocionada, se dio cuenta de lo atractiva que era esa imagen y por qué.
«Debe de significar que Vito es importante para mí, mucho más que un romance pasajero, ¿no?».
Seguía dando vueltas y vueltas en la cama, deseando que Vito volviese cuanto antes porque echaba de menos su compañía.
Por fin, debió de quedarse dormida y se despertó de repente.
–¿Vito? –murmuró, adormilada. Él estaba frente a la ventana del dormitorio, su silueta recortada a la luz de la luna, inmóvil–. ¿Ocurre algo? –le preguntó, inquieta.
Vito apretó los dientes. Sí, ocurría algo, algo terrible. Le parecía escuchar las fatídicas palabras de Carla:
«Creo que es una idea estupenda».
La furia y la incredulidad explotaron dentro de él.
–¡No puedes decirlo en serio! –le había espetado.
Carla no se había molestado en responder. Sencillamente, había apartado la mirada mientras Marlene, dejando escapar una risita, se levantaba del sillón.
–Mi querido Vito –empezó a decir–. Tú debes de saber cuánto me gustaría que fueras mi yerno. Es un sueño largamente acariciado por mí.
El brillo de triunfo de sus ojos acrecentó la furia de Vito, que se volvió hacia su prima en cuanto Marlene salió del salón.
–¿Se puede saber a qué diantres estás jugando, Carla? –le espetó, encolerizado–. Tú siempre has ignorado la absurda obsesión de tu madre por casarnos, como he hecho yo. Y en cuanto a las acciones de mi tío, te he dicho muchas veces que estoy dispuesto a pagar un precio más que generoso…
–Y el precio es casarte conmigo –lo había interrumpido ella con voz tensa.
–Carla, no pienso tomar parte en la humillante y desagradable fantasía de tu madre.
Vito notó que la joven se ponía colorada.
–¿Crees que casarte conmigo sería humillante y desagradable?
–No, lo siento, no quería decir eso –se disculpó él–. Carla, ¿qué está pasando aquí? Sé que mantienes una relación con Cesare di Mondave… –Vito se interrumpió al ver un brillo de emoción en los ojos de color violeta–. ¿Qué ocurre? ¿Cesare ha roto contigo?
Su prima se ruborizó.
–Al parecer, tú no eres el único que considera humillante y desagradable casarse conmigo –respondió por fin.
–Lo siento mucho, de verdad. Bueno, francamente, yo sabía que terminaría así. Los orígenes de la familia Mantegna se remontan hasta la antigua Roma y Cesare se casará con una mujer con el mismo linaje. Puede que tenga aventuras mientras tanto, pero nunca se casará con una mujer que…
–Una mujer que está a punto de anunciar su compromiso con otro hombre –volvió a interrumpirlo ella–. Y casarte conmigo es la única forma de conseguir esas acciones.
Después de decir eso salió del salón y Vito se quedó inmóvil, sintiéndose atrapado, engañado.
Y seguía sintiéndose así mientras miraba a Eloise.
«Eloise». Con ella podía olvidar la trampa que le habían tendido.
Se inclinó sobre la cama y la tomó entre sus brazos. Su delicado cuerpo era como plumón, el pelo como seda, su piel tan suave como el terciopelo. La estrechó contra su pecho y el olor de su piel fue como un bálsamo para su alma.
Allí era donde quería estar. Allí, con Eloise. La abrazó con fuerza, aplastando sus pechos, excitándose con el roce de sus duros pezones. Hundió la cara en su pelo, buscando el satén de su piel, y deslizó los labios por su garganta, su barbilla, antes de llegar a su objetivo, los suaves labios entreabiertos.
Ella dejó escapar un suspiro que Vito conocía bien, el suspiro que era el presagio del éxtasis. Disfrutó de ella, deleitándose en su dulzura. Siguió besándola apasionadamente mientras se desabrochaba los botones de la camisa para liberarse de la prenda. Para liberarse de la trampa que le habían tendido, para tener lo que más anhelaba.
A Eloise entre sus brazos, con su cuerpo dándole la bienvenida, los pechos aplastados contra su torso, los muslos abiertos para él, recibiéndolo, llevándolo al sitio en el que quería estar, el sitio al que solo ella podía llevarlo.
El resto del mundo desaparecía y solo importaba lo que sentía en ese momento, lo que estaba haciendo. Porque no había nada más. Lo único que importaba era Eloise y solo ella, solo ese momento.
Y, cuando el incendio los consumió a los dos, dejando solo una dulce languidez de miembros enredados, de cuerpos sudorosos, solo entonces un pensamiento se formó en su cabeza.
«No quiero perder esto».
–¿Ocurre algo, Vito?
El tono de Eloise estaba cargado de preocupación. Le había hecho esa pregunta la noche anterior, pero él no había respondido. La había llevado al paraíso sensual al que siempre la llevaba, haciendo que se olvidase de todo salvo de la felicidad de su posesión. Haciendo que olvidase la inquietud que había sentido cuando entró en el dormitorio y la miró con expresión tensa, ausente, como si estuviera en otro sitio.
Sentía la misma inquietud en ese momento, mientras tomaban el desayuno en la terraza de la suite. Vito, a pesar de su amable sonrisa, parecía abstraído.
–No, todo está bien –le aseguró él, intentando parecer convincente. No quería preocuparla con sus problemas.
Pero mientras la miraba, la imagen de otra mujer apareció en su cabeza. Carla, dolida por el rechazo del amante que la había despreciado, empujada a lanzar ese absurdo ultimátum para salvar su orgullo.
Casarse con ella era la única forma de conseguir las acciones de Guido.
Se sentía frustrado, furioso. Más que eso, experimentaba un dolor abyecto.
De nuevo, recordó a su padre suplicándole en su lecho de muerte que recuperase las acciones de Marlene para salvaguardar el legado familiar. Esas serían las últimas palabras que pronunciaría antes de morir.
«¿Cómo voy a romper esa promesa? ¿Cómo voy a traicionarlo cuando me lo suplicó en el último instante de su vida?».
No, no podía romper esa promesa, pensó, con el corazón encogido.
–¿Vito?
La voz de Eloise interrumpió sus pensamientos e intentó sonreír, aunque tuvo que hacer un esfuerzo.
«No quiero que nada de esto la afecte. Es demasiado triste, demasiado horrible».
Quería protegerla, aislarla hasta que se hubiera librado de aquella terrible pesadilla.
«Cuando todo esto haya terminado, cuando haya recuperado las acciones, entonces…».
Entonces sería libre para hacer lo que quisiera y lo que quería era concentrarse en Eloise y descubrir lo que significaba para él.
«Descubrir si es la mujer de mi vida».
Pero no había oportunidad de hacer eso por el momento. No la habría hasta que encontrase la forma de escapar de la trampa que le había tendido Marlene.
–Lo siento –se disculpó–. Me espera un largo día de trabajo y, por desgracia, debo irme a la oficina.
Sonrió con gesto compungido, dejando la servilleta sobre la mesa antes de levantarse. Dejarla era lo último que quería hacer, pero no podía evitarlo.
Eloise lo vio marchar con expresión preocupada.
«¿Quiere romper conmigo? ¿Es por eso por lo que se muestra tan evasivo?».
Esas preguntas, y el dolor que sentía en el corazón, delataban una dolorosa verdad.
«No quiero separarme de él».
Vito estaba sentado tras su escritorio, el escritorio que una vez había sido de su padre, escuchando la estridente voz de Carla en su cabeza: «Casarte conmigo es la única forma de conseguir esas acciones».
Su cabeza parecía a punto de explotar, pero tenía que hacer un esfuerzo para calmarse. Tal vez por la mañana su prima vería las cosas de otro modo y se daría cuenta de que lo que pedía era imposible, absurdo. O, con un poco de suerte, Cesare di Mondave volvería a su lado y le pediría que se casase con él.
Ese breve destello de esperanza murió instantáneamente. Él no conocía bien a Cesare, pero estaba seguro de que el conde tenía alguna aristócrata escondida en alguna parte y se casaría con ella cuando se hubiese cansado de mantener aventuras con mujeres seductoras y voluptuosas como Carla Charteris.
Sintió una punzada de simpatía por ella, a pesar de la desagradable escena de la noche anterior. Si estaba enamorada de Cesare di Mondave, por insensato que fuera, solo podía sentir compasión por ella. Haber perdido al amor de su vida debía de doler mucho.
Aunque él nunca había estado enamorado.
Pensó entonces en Eloise, que literalmente había caído a sus pies y a quien él había tomado en sus brazos, en su vida. No sabía lo que sentía por ella, pero una cosa era segura: no quería despedirse. Su romance no había terminado.
Pero hasta que hubiera solucionado aquella horrible situación con las acciones de su tío Guido no era libre de pensar en Eloise.
Vito apretó los dientes. Había vuelto a Roma el día anterior y, de inmediato, Marlene lo había acorralado con su estratagema. No había hecho nada mientras él estaba de viaje por Europa.
«Entonces, ¿por qué no irme de viaje de nuevo? Si no estoy en Roma, Carla y ella no podrán hacer nada».
¿Dónde ir? Lo más lejos posible. El Caribe sonaba ideal. La última adquisición de la cadena Viscari estaba en la exclusiva isla de Santa Cecilia. Podría visitar el hotel y, a la vez, alejar a Eloise de aquella situación imposible.
Mucho más animado, iba a llamarla para contárselo cuando sonó el teléfono. Era su director financiero.
–¿Qué ocurre? –le preguntó, intentando disimular su impaciencia.
–Acabo de recibir una llamada de un periodista al que conozco –respondió el hombre. Y Vito notó una nota de alarma en su voz–. Quería saber si era cierto el rumor de que Falcone está en discusiones con la viuda de tu tío para comprar sus acciones. ¿Qué quieres que le diga?
Vito se quedó inmóvil. El viaje con Eloise al Caribe acababa de irse por la ventana.
Quince minutos después, furioso, se enfrentaba con Carla en su apartamento del centro histórico de la ciudad.
–No puedes seguir adelante con esta locura y tú lo sabes tan bien como yo.
Era evidente que Marlene se había puesto en contacto con Falcone para apresurar su consentimiento a la boda, pero Carla tenía que darse cuenta de que era una idea absurda. Siempre se habían llevado bien. Había cuidado de ella cuando llegó a Roma siendo adolescente, le había presentado a sus amigos… y, después de todo, ella no era responsable del impopular segundo matrimonio de su madre.
–Tú no tienes el menor interés en casarte conmigo.
–En realidad, sí lo tengo –respondió ella–. Quiero que todo el mundo me vea casándome con Vito Viscari.
–Lo que quieres es que Cesare te vea casarte conmigo. Eso es lo único que te interesa.
–Así es. Y después de eso puede irse al infierno para siempre –exclamó Carla, con la furia de una mujer despechada.
–¿Y después de la boda? –le preguntó Vito, decidido a hacerla entrar en razón–. Cuando Cesare se dé cuenta de lo que ha perdido, ¿entonces qué? Entonces estarás casada conmigo.
En los ojos de Carla había un brillo maníaco.
–Haré fiestas, grandes fiestas. Y todo el mundo verá lo feliz que soy.
Vito dejó escapar un suspiro de derrota. Porque «todo el mundo» significaba Cesare y nadie más. Tenía que jugar su última carta y, mirándola directamente a los ojos, le dijo con expresión seria:
–Carla, yo no puedo casarme contigo. Estoy involucrado con otra persona… alguien a quien conocí en Inglaterra.
Allí estaba, lo había dicho.
Pero lo único que consiguió fue que su prima soltase una burlona carcajada.
–¿Qué, otra de tu interminable desfile de rubias? No te molestes en contarme historias, Vito. Te conozco y sé que las mujeres entran y salen de tu vida como mariposas. Ninguna significa nada para ti –le espetó, con una expresión retorcida de dolor–. Como yo no significo nada para Cesare… –Carla se interrumpió abruptamente, mirándolo con expresión venenosa–. Si no quieres que mi madre venda las acciones a Falcone, anunciarás nuestro compromiso. ¡Ahora mismo, Vito, ahora mismo!
Había una nota de histeria en su voz. Si insistía, a su prima le daría un ataque, de modo que Vito salió de la casa sin decir nada más. Sabía que no serviría de nada.
Recordaba sus propias palabras: «Estoy involucrado con otra persona».
Eloise. Su hermoso rostro confiado levantado hacia él…
«No puedo hacerle esto».
Tenía que haber una forma de solucionarlo, fuera la que fuera. Tenía que haber una forma de dar largas a Marlene, de escapar de las garras de la desesperada Carla, que intentaba hundirlo con ella.
Mientras subía al coche sonó su móvil y lo miró, enfadado. Pero era su madre y sabía que debía contestar. Y sabía también que no podía contarle lo que había hecho Marlene: ofrecer las acciones de Guido a una empresa rival para forzar su mano.
Pero, por el tono asustado de su madre, supo que era demasiado tarde.
–¡Vito, esa mujer acaba de llamarme amenazando con vender las acciones a Falcone si no anuncias tu compromiso con Carla! Tienes que hacerlo, hijo.
–Mamá, no puedes hablar en serio.
Entonces oyó un sollozo al otro lado.
–Vito, le hiciste una promesa a tu padre. Él te lo suplicó en su lecho de muerte. Por favor, hijo, no traiciones a tu padre. Prometiste que recuperarías las acciones de Guido y no puedes romper esa promesa… no puedes hacerlo.
Vito tragó saliva.
–Mamá, no puedo hacer lo que Marlene me pide…
–Debes hacerlo –lo interrumpió su madre, con tono desesperado.
Él cerró los ojos. Notaba lo disgustada que estaba y tenía que calmarla de algún modo.
–Mamá, escúchame. Haré el anuncio, ¿de acuerdo? Anunciaré mi compromiso con Carla.
De ese modo conseguiría algo que era vital en ese momento: tiempo. Tiempo para controlar una situación que se le escapaba de las manos. Tiempo para encontrar una solución, una salida. Tiempo para pensar.
–Gracias a Dios –dijo ella, aliviada–. Sabía que harías lo que debías, hijo mío. Yo sabía que nunca romperías la promesa que le hiciste a tu padre.
Vito intentó calmarla antes de cortar la comunicación para poder concentrarse en cómo neutralizar a Marlene, para pensar en lo que implicaba lo que acababa de hacer.
«Solo es un anuncio, nada más. No es una boda. Lo único que quiere Carla es vengarse de Cesare, meterle nuestro compromiso por su aristocrático gaznate, y yo puedo seguirle la corriente por el momento. Hasta que encuentre la forma de calmarla y persuadir a Marlene para que me venda las acciones sin la farsa de ese matrimonio».
Estaba intentando ganar tiempo, nada más. Intentando engañar a Marlene, aplacar a Carla, calmar el disgusto de su madre y encontrar una salida, una solución. Un modo de mantener la promesa que le había hecho a su padre.
Vito volvió a la oficina. Su prioridad, después de autorizar el maldito anuncio, era acabar con esos rumores sobre la venta de las acciones a Falcone. Tenía que hablar con los miembros del consejo de administración, con los analistas financieros, con los periodistas económicos…
Y, sobre todo, tenía que hablar con Eloise.
«No puedes anunciar tu compromiso con Carla sin explicarle la situación».
Vito masculló una palabrota. Tenía que volver a la oficina para solucionar aquel embrollo. O podía hacer las llamadas desde el hotel y luego hablar con Eloise, explicarle…
«¿Explicarle qué? Dio, ¿explicarle que voy a comprometerme con otra mujer? Yo no quería nada de esto. Lo único que quería era estar con Eloise en Roma, los dos solos, explorando nuestra relación, descubriendo qué significamos el uno para el otro».
Pero Marlene y Carla habían destruido esa posibilidad. No les importaban nada las complicaciones que estaban provocando en su vida o lo que era importante para él.
Y él tenía que cumplir la promesa que le había hecho a su padre en su lecho de muerte, eso era lo primordial.
Sintió como si una garra le apretase el corazón. No había modo de escapar. Aquello estaba ocurriendo en el peor momento y no podía dejar que hiciese peligrar su relación con Eloise.
Pero ¿cómo evitarlo? ¿Cómo alejarla de los rumores que empezarían inevitablemente en cuanto el anuncio de su compromiso con Carla se hiciera público? Tenía que protegerla.
Entonces se le ocurrió una posibilidad. No era perfecta, pero al menos era factible.
«La llevaré a Amalfi. Eloise puede quedarse allí, esperándome. Le explicaré por qué, le pediré paciencia y confianza mientras yo busco una forma de escapar de la trampa de Marlene y le doy tiempo a Carla para que recupere el sentido común».
Pero, aunque sabía que sacar a Eloise de Roma era vital, una sensación de inminente pérdida lo asaltó. No quería separarse de ella en absoluto, ni siquiera durante unos días.
Su cabeza amenazaba con estallar mientras pensaba en la situación, indignado con su tío, que había tirado la mitad del legado de los Viscari, indignado con Marlene, que estaba decidida a forzar su mano. Indignado con Carla, que estaba determinada a vengarse del hombre que la había dejado plantada. Con su padre, que lo había atado a una promesa inquebrantable de amor y lealtad. Y con su madre, desesperada porque él aceptase llevar esa cadena alrededor del cuello.
Una imagen se formó en su mente entonces, una visión tan abrumadoramente tentadora que estuvo a punto de alargar una mano para tocarla.
Eloise y él, caminando de la mano por una playa tropical a la luz de la luna. Las olas del Caribe besando sus pies desnudos sobre la cálida arena. Lejos, muy lejos de allí, lejos de todo aquello. Libre de todo.
Que Marlene hiciera lo que quisiera, que vendiese las acciones de su tío a otra empresa.
«Podría hacerlo. Podría tomar a Eloise de la mano y marcharme con ella… dejar todo esto atrás para estar con ella».
Era una visión maravillosa, pero dejó que se esfumase, resignado. No podía escapar, no podía renegar de sus obligaciones, de sus responsabilidades.
«Tengo que solucionar esto. Es una batalla que tengo que librar y encontrar la manera de ganarla».
Pero sobre el asunto del matrimonio era inflexible: daba igual lo que tuviese que pagar por las acciones de Guido, el precio nunca sería casarse con Carla.
LA EXPRESIÓN alegre de Eloise cuando llegó a la suite a media tarde fue como un bálsamo para Vito. Cuando tomó sus manos e inclinó la cabeza para besarla sintió como si le hubieran quitado un peso de encima.
–Qué alegría –estaba diciendo ella–. No te esperaba esta tarde y pensaba bajar a la piscina. He estado explorando la ciudad esta mañana… he visto la Plaza de España y la Fontana de Trevi.
Vito esbozó una sonrisa, encantado al ver su alegre expresión y el brillo de sus ojos azules. Tendría que llevársela a la costa de Amalfi, pero solo durante un tiempo, el menor tiempo posible.
«Le explicaré lo que tengo que hacer y por qué, y ella lo entenderá. Sé que lo entenderá».
Podía confiar en ella, estaba seguro. Ya no tenía más remedio que involucrarla en aquel desastre, pero sabía que podía contar con su comprensión y su paciencia. Y sabía que lo esperaría hasta que pudiese solucionar el problema.
Vito se quitó la chaqueta y se aflojó el nudo de la corbata.
–Tengo que hacer unas llamadas, pero mientras lo hago mete un par de cosas en la maleta. Vamos a pasar el fin de semana en Amalfi.
Esperaba un gesto de alegría, como había hecho siempre cuando anunciaba un nuevo destino en Europa, pero Eloise lo miraba con un brillo de confusión e incertidumbre en los ojos.
–Pero si acabamos de llegar a Roma.
–Lo sé, pero… –Vito intentó pensar con rapidez–. Ha ocurrido algo y quiero que pasemos fuera el fin de semana.
Eso era lo que quería, un último fin de semana con Eloise antes de tener que hacer el papel de prometido de Carla Charteris hasta que pudiese solucionar la situación.
–¿Será solo un fin de semana? –le preguntó ella.
–Tal vez podrías quedarte allí unas semanas –sugirió Vito, intentando parecer despreocupado–. El hotel Viscari de Amalfi está en un acantilado con unas vistas fabulosas. Te gustará más que Roma, seguro.
De nuevo, vio un brillo de incertidumbre en los ojos azules y, sin saber cómo remediarlo, le dio un beso en la frente.
–Me reuniré contigo en cuanto pueda escaparme de Roma. Las cosas se han complicado y… estoy un poco estresado.
Eloise lo miraba con el ceño fruncido, como esperando una explicación, y se sintió incómodo, violento. Tendría que darle una explicación esa noche, cuando estuvieran a salvo en Amalfi. En ese momento, la única prioridad era acabar con las especulaciones de que Nic Falcone podría hacerse con las acciones de la cadena Viscari.
Vito miró su reloj.
–Eloise, haz el equipaje mientras yo hablo por teléfono, ¿de acuerdo?
Fue al estudio de la suite para llamar a su director financiero y asegurarle que los rumores que circulaban sobre Falcone no tenían fundamento. En cuanto a su compromiso, no diría una palabra por el momento. Habría tiempo para lidiar con eso cuando Eloise estuviese en Amalfi.
Era complicado y estresante, pero lo conseguiría. Y luego, por fin, cuando hubiese recuperado las acciones de su tío, cuando se hubiera despedido de Marlene y el espíritu de su padre estuviese en paz, podría concentrarse en Eloise.
Y descubrir lo que significaba para él.
Pero no era el momento de pensar en Eloise o en por qué no tenía intención de separarse de ella.
Tenía que hablar con su director financiero inmediatamente y se concentró en eso. Por el momento, solo por el momento, Eloise tendría que esperar.
Con desgana, Eloise abrió la maleta que había sacado del armario. Era desagradecido por su parte y lo sabía, pero no quería irse de allí. En esas semanas, su vida había sido un continuo viaje, un continuo hacer y deshacer maletas, yendo de un hotel a otro por toda Europa. Se sentía angustiada mientras guardaba sus cosas mecánicamente.
¿Qué había querido decir Vito cuando sugirió que podría querer quedarse en Amalfi?
«Ay, Vito, ¿es que no quieres estar conmigo?».
¿Qué había pasado? ¿Esa era su forma de decirle adiós? ¿De convertirla en una más de su legión de conquistas, como aquella mujer de Niza?
Sintió una punzada de dolor en el estómago. Pensar en decirle adiós, pensar que él rompiese de ese modo con ella estaba poniéndola frente al espejo de sus emociones.
«No quiero que rompa conmigo».
Eso era lo que pensaba, con el corazón encogido, mientras metía sus cosas en la maleta. Ese era el pensamiento que dominaba sus emociones. No sabía si estaba enamorada de Vito, no sabía si quería que fuese el hombre de su vida, pero sabía que no quería que rompiese con ella.
«No quiero que esto termine, no quiero».