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Una boda muy conveniente Caitlin Crews El testamento de su padre era meridianamente claro... o se casaba con él o lo perdía todo. Valor para amarte Joss Wood ¿Una pequeña aventura con un multimillonario? ¿Qué podía salir mal?
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Seitenzahl: 368
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 331 - diciembre 2022
I.S.B.N.: 978-84-1141-478-4
Créditos
Índice
Una boda muy conveniente
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Valor para amarte
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Si te ha gustado este libro…
ANNIKA SCHUYLER miró con incredulidad hacia el otro extremo de la mesa de reuniones.
–Eso es imposible.
Era la enésima vez que lo decía y eso le habría abochornado si no estuviera fuera de sus casillas.
–Tu padre dejó muy claras sus últimas voluntades.
Stanley noséqué, el abogado, era el único que parecía apenado de todas las personas que llenaban ese extremo de la mesa, como si le hubiese sorprendido lo sucedido. A juzgar por la expresión de avidez de todos los demás, se temía que ella era la única desconcertada.
–Es posible que sus voluntades estén claras, pero yo estoy segura de que no son legales.
Annika intentó serenarse, pero el pánico y la desesperación la atenazaban por dentro. Las demás personas que estaban en la sala de reuniones del exclusivo despacho de abogados que estaba a cincuenta pisos por encima de las calles Nueva York tenían un aire formal y profesional. Ella también había querido tenerlo porque se había imaginado que la lectura del testamento de su padre sería un momento complicado. Daba igual que Bennett Schuyler iv hubiese estado ausente desde muchos años antes de que muriera a principios de ese mes. Había estado y ya no estaba.
Ella había esperado que fuese complicado por motivos sentimentales y lo era, pero no podía dejar de pensar en que estaba prácticamente desheredada en esa habitación llena de guerreros con traje oscuro. Había creído que le tranquilizaría bajar al centro de Manhattan para tener esa reunión y necesitaba esa tranquilidad, pero había sobrevalorado el efecto de sus zapatos cómodos y profesionales.
La situación se había descontrolado enseguida. Tenía el pelo enmarañado y no estaba segura de que el desodorante pudiera imponerse al caluroso día de septiembre, al testamento de su padre y, naturalmente, a él. Ranieri Furlan estaba de espaldas y miraba la ciudad por uno de los ventanales. Tenía un físico y una energía tan imponentes que los hombres se amilanaban cuando entraba en una habitación, por no decir nada de lo que les pasaba a las mujeres.
Ella no había conocido a ningún hombre tan irritante ni quería conocerlo. Había esperado que ese fuera el día que se liberaría de él, no que… Ni siquiera podía pensarlo.
–Su padre no ha exigido que haga nada concreto –estaba explicándole Stanley–. Eso sería cuestionable. Podría marcharse tranquilamente de aquí si no le importa una pequeña parte de su patrimonio porque el resto irá a sus manos. Solo ha puesto unas condiciones en lo relativo a dos elementos concretos de su patrimonio. Si tres meses después de la lectura del testamento este despacho de abogados comprueba que no está casada, se donará Schuyler House a la ciudad. Si el señor Furlan tampoco se ha casado durante esos tres meses, perderá el cargo de consejero delegado de Schuyler Corporation. Habrá sanciones considerables si no se han casado el uno con el otro. Usted no podrá trabajar en Schuyler House y se apercibirá oficialmente al señor Furlan.
Annika había esperado que la histeria le hubiese impedido captar todo el alcance de lo que había hecho su padre, pero no. Su padre quería que se casara o la apartaría de Schuyler House, el museo que habían creado sus abuelos a partir de la casa que construyeron sus antepasados. Era muy especial y estaba lleno de arte y antigüedades. Lo había adorado desde que era pequeña y se había graduado en Historia del Arte para dedicarle su vida a ese legado tangible que albergaba la casa original de la familia Schuyler. Había pensado muchas veces que era lo mejor después de tener una verdadera familia.
Era la última Schuyler y el museo la ayudaba a sentirse menos sola, rodeada por los tesoros reunidos por su familia a lo largo del tiempo, por sus retratos. El museo la unía a todos ellos.
Eso era lo que le había provocado cierta histeria íntima, pero en ese momento, al obligarse a prestar atención, se daba cuenta de que era mucho peor.
Se le impondría una multa si no estaba comprometida veinticuatro horas después de que se hubiese leído el testamento. Se le multaría si no estaba comprometida con Ranieri. Se le multaría si no vivía con Ranieri, o con quien se hubiese comprometido, al cabo de una semana. No solo tenía que casarse antes de un mes, sino que se le sancionaría económicamente, se le restaría una cantidad considerable del dinero que le había dejado su padre, si no seguía casada un año después. Perdería Schuyler House si se arrepentía después de haber cumplido las condiciones, si rompía el compromiso, si pedía el divorcio o si se negaba a casarse. Debería consolarle que si el sancionado económicamente era Ranieri, se le restaría de su remuneración. Si era cualquier otro incauto al que pudiera convencer de que quisiera casarse con ella, algo muy improbable porque llevaba siglos sin salir con nadie, la sanción no se le restaría sino que dejaría de recibir compensaciones… o sobornos. Dio las gracias a su padre…
–¿Lo ha entendido? –le preguntó Stanley.
–Lo entendí a la primera –contestó ella sin conseguir esbozar una sonrisa–. Hasta hoy, había creído que mi padre me quería.
Se dio cuenta entonces de que todos esos abogados creerían que estaba triste cuando solo estaba intentando dominar la rabia. ¿Podía saberse en qué estaba pensando su padre?
No estaba mirándolo, pero supo que Ranieri se movió en ese momento. También supo que no fue la única que se encogió de miedo ante el gesto implacable que lucía con la misma naturalidad que lucía el traje oscuro cortado a medida para resaltar su poderoso cuerpo.
Ranieri Furlan descendía de un linaje muy antiguo de italianos del norte que tenía el mismo pelo oscuro, los mismos ojos dorados y la misma estatura. Ahí estaba fuera de contexto, pero allí, en Italia, pasaría inadvertido, o eso quería pensar ella. Había estado en Milán un par de veces y había intentado convencerse de que solo sería uno más si paseaban juntos por el Duomo.
Desgraciadamente, sabía que eso no era verdad. Había recorrido todo el norte de Italia sin ver a un solo hombre que vibrara como parecía hacerlo Ranieri. Conseguía bullir por dentro sin perder un ápice de su sofisticación natural, y ella no entendía cómo lo hacía.
Había llegado a Schuyler Corporation después de haber estudiado Administración de Empresas en Londres y Harvard. Ella estaba en el instituto cuando él impresionó a su padre, que llevaba tiempo queriendo ceder sus tareas como consejero delegado. Ranieri no solo había sido audaz y seguro de sí mismo, como todos los que querían ocupar ese cargo, también había querido mantener intacto el espíritu familiar de la empresa. Había creído desde el principio que eso era lo que hacía que Schuyler Corporation pudiera triunfar en un mundo rebosante de empresas sin alma. Había hablado el mismo lenguaje sentimental que Bennett.
A Annika, una adolescente, no le había impresionado ese intruso en los asuntos de su familia, pero su padre tampoco le había pedido su opinión. Además, hasta ella podía reconocer que Schuyler Corporation había florecido. Ranieri había mejorado los resultados todos los años y había mantenido los principios esenciales en los que creía su padre.
Ella sabía que los periódicos de información económica lo idolatraban y que a todas las mujeres de Manhattan, o del mundo, les daba un vahído solo al oír su nombre. Había sido la anfitriona para su padre desde que murió su madre y lo había acompañado a todo tipo de actos en Nueva York, donde había podido observar de cerca el efecto que causaba Ranieri. Lo había estudiado.
Era impresionante, eso era innegable, pero había muchos hombres impresionantes en Nueva York. Ranieri era distinto por su estilo, por su manera de combinar sus rasgos. Tenía el pelo desmesuradamente corto, como si quisiera que sus ojos dorados resplandecieran al entrar en una habitación, y ella estaba segura de que era lo que pretendía.
Sabía perfectamente el efecto que tenía y lo utilizaba sin compasión. Su nariz descarada y su boca sensual bastaban para que a cualquiera se le alterara el pulso. Sus cejas siempre estaban prestas para fruncirse o para arquearse con un gesto burlón. No sonreía mucho y solo se reía con un breve sonido grave pensado para intimidar. Tampoco se molestaba en caer en algo que pudiera tomarse por una charla trivial. Aun así, podía ser encantador a su manera, concentrando su intensa atención en la confiada persona que tenía delante y haciendo que se alterara.
En una ciudad rebosante de glamour, Ranieri era como un puñal mortal que podía clavarse en cualquier momento. Se distinguía porque no parecía… civilizado y ese día menos.
Habían sido cinco años arduos. El accidente de coche había sorprendido a todo el mundo y, más que a nadie, a Annika y Ranieri. Al principio, todos habían creído que se repondría enseguida. Había dado sus órdenes habituales desde la cama del hospital y se habían cumplido sin que nadie se imaginara que entraría en coma una semana después del accidente y que quedaría entre la vida y la muerte durante años.
Annika se había imaginado que la tutela de su padre terminaría cuando se muriera y que, afortunadamente, Ranieri no tendría nada que ver con su vida. Se alegraba de que ya se hubiese graduado en la universidad cuando su padre tuvo el accidente. No era tan joven como para que Ranieri la controlara todo lo que habría podido hacer, solo había controlado todo el dinero y, además, había decidido actuar como director no deseado del museo. Ella había argumentado durante años que él no sabía lo que habría deseado su padre para el museo… y él había replicado, inflexiblemente, que ella tampoco.
Había estado segura de que se libraría de él en cuanto se hubiese leído el testamento, eso no debería estar sucediendo.
Ranieri miró alrededor y todo el mundo se calló, como siempre.
–Dejadnos, por favor.
No tuvo que levantar la voz, y no lo hacía casi nunca. Su voz era grave con un leve acento italiano y británico que hacía que fuera más intensa todavía. Todo el equipo legal se había marchado antes de que ella pudiera asimilar siquiera la orden y se encontraron los dos solos.
Ranieri la miró y por lo menos conoció esa mirada. Era la mirada gélida que le dirigía siempre, como si no pudiera creerse que era la hija de Bennett Schuyler, famoso en todo el mundo por su perspicacia para los negocios y su distinción. A él le alteraba que ella careciera de las dos cosas.
Ella lo sabía porque él se lo decía y también notaba que iba a darle más vueltas al asunto.
–Tienes un aspecto horrible –él tenía razón, pero no hacía falta que se lo dijera–. ¿Así es como honras a tu padre?
–Mi padre me quería.
Ella intentaba parecer tan implacable como él, pero no podía, era como si trinara. Él había dicho que era un trinar incesante.
–No me pedía imposibles –añadió ella.
–¿Es imposible? –el tono de Ranieri era más cortante que el viento en Nueva York–. Me he cruzado con algunas mujeres cuando venía a la sala de reuniones y, al parecer, todas habían podido peinarse.
Annika miró su reflejo en la superficie pulida de la mesa y dejó escapar una risa de resignación.
–Me he peinado, pero no me he peinado otra vez después de haber venido andando. Lo habría hecho, pero tuve un problema con los zapatos y pensé que te daría un síncope si me retrasaba demasiado. Si quieres culpar a alguien, cúlpate a ti mismo.
–Y, efectivamente, te retrasaste –replicó él con un gesto granítico.
–Cinco minutos no se cuentan.
–Ya serán diez.
–El ascensor puede tardar mucho en un edificio como este –ella se encogió de hombros–. Además, me parece que mi pelo no es el asunto que nos ocupa.
Había muchos asuntos, pero Annika decidió concentrarse en uno de los más importantes; que ella le disgustaba profundamente desde siempre.
Cuando era más joven, creía que eran imaginaciones. Lo conoció cuando ella tenía dieciséis años y vio que era insolente y atractivo con todo el mundo menos con ella. Aunque a ella le alteraban las cosas que eran muy fáciles para sus amigas; qué ponerse o comportarse como si fueran diez años mayores de lo que eran. Su madre la habría ayudado, pero había muerto cuando ella era pequeña. Algunas veces le costaba recordar la idea que tenía de ella.
Ranieri, sereno por naturaleza, la había mirado siempre como si fuese una versión humana de un tornado, como si pudiera derribar el edificio en el que estaban si no se le vigilaba de cerca.
Su rechazo también creció a medida que ella crecía y había dejado muy claro que era un engorro para el nombre Schuyler. Según Ranieri, su padre y él estaban intentando consolidar ese nombre y ella dejaba un rastro de caos y bochorno por donde pasaba. Siempre iba desaliñada y era torpe.
Ella, antes de Ranieri, lo había considerado su encanto personal. Su padre le había sonreído y le había dicho que su madre también era un tornado, pero en sentido positivo.
En realidad, no estaba acostumbrada a ser un engorro. Era posible que no encantara a todo el mundo, pero tampoco la rechazaban. No despertaba sentimientos intensos en los demás y lo aceptaba. Solo Ranieri había dejado claro su rechazo y que era una afrenta para su sensibilidad. Solo él de entre todo el mundo. Afortunadamente, eso ya no le afectaba lo más mínimo.
–Yo quiero Schuyler House y doy por supuesto que tú quieres seguir siendo consejero delegado –ella le dirigió una sonrisa cortés–. ¿Qué opinas? ¿Nos fugamos?
Ranieri la miró como si le hubiese propuesto una vulgaridad.
–¿Fugarnos? –preguntó él como si no entendiera esa palabra.
Como pasaba siempre, cuando se le metía algo en la cabeza, Annika solo podía seguir adelante.
–Es una solución perfecta –contestó ella en tono jocoso.
Él seguía de pie al fondo de la mesa y a ella le pareció que quizá quisiera resultar imponente, aunque, siendo deferente con él, Ranieri nunca quería resultar nada, sencillamente, era imponente.
Sin embargo, ella no tenía que competir en ese terreno. Giró la silla, se dejó caer sobre el respaldo y lo miró majestuosamente, como si no tuviera que levantarse para hablar con él.
–No sé por qué mi padre decidió que iba a dedicar el poco tiempo que le quedaba a hacer de casamentero –siguió Annika–, pero creo que es muy fácil cumplir al pie de la letra sin que sea un incordio excesivo. Podemos fugarnos y eso lo resolverá todo. Sé que tienes un loft y también está la casa de mi familia. Estoy segura de que cualquiera de las dos es lo bastante grande como para que podamos vivir nuestras propias vidas. Luego, al cabo de un año, cada uno seguirá su camino y todo el mundo saldrá ganando.
Ella sonrió con aire victorioso y Ranieri no se inmutó.
Ranieri no se inmutaba nunca, era como si estuviese tallado en piedra, pero era menos accesible todavía.
–¿Y qué crees que pensarán? –él se lo preguntó como si estuviesen en un tribunal y ella fuese una asesina–. Me refiero a la gente en general.
Ella lo miró fijamente sin entender ni el tono ni las palabras en sí.
–¿Qué importa?
–Naturalmente, a ti no te importa y no me sorprende. Sin embargo, yo tengo una reputación, Annika, y no puedo hacer lo primero que se me pase por la cabeza sin pensar en la repercusión que tendrá en Schuyler Corporation.
Él hizo una pausa como si quisiera que ella captara que estaba llamándola alocada.
Ella, sin embargo, no reaccionó porque no tenía sentido cuando era lo mismo que le había dicho siempre, y él siguió.
–Es insultante tener que pasar por este aro para conservar un cargo que ya me he ganado –la mirada gélida de Ranieri fue como una bofetada–. Es muy irritante imaginarse a los colegas y rivales riéndose por las condiciones de tu padre. No volverán a tomarme en serio.
Annika siempre lo había considerado tan serio como un ataque al corazón, pero no se lo dijo.
–Si lo prefieres, podemos no decir que son las condiciones de su testamento. A mí me da igual lo que piensen de mí.
–Eso es evidente.
Ella estaba acostumbrada a sus desaires, pero ese le dolió un poco, aunque no dijo nada. Sabía por experiencia que cualquier muestra de temperamento hacía que él se quedara impresionado por lo sensible que era.
–Pero nos crea otro dilema… –murmuró él con un brillo en los ojos.
Parecía que disfrutaba mirándola desde el extremo de la mesa, como si hiciera un esfuerzo para demostrarle que se consideraba mucho mejor que ella. Si hacía lo mismo en las reuniones de trabajo, a ella no le extrañaba que todos los ejecutivos cayeran a sus pies.
–Es completamente creíble que quieras casarte conmigo –añadió Ranieri.
–Solo si no me conoces –replicó ella más dolida de lo que quiso analizar.
–A nadie le extrañará que te hayas pasado la vida suspirando por mí –siguió él como si ella no hubiese dicho nada.
Además, lo más indignante era que él no esperaba que ella dijera algo, ni siquiera se daba cuenta de lo indignada que estaba. Se creía sinceramente lo que estaba diciendo. Ella se habría levantado para rebatirlo, pero él volvió a atravesarla con una mirada gélida.
–Sin embargo, Annika, me temo que nadie se creería que yo quiera casarme contigo.
Él se rio como si la idea fuese tan graciosa como absurda.
Annika abrió la boca para proponerle que saltara por la ventana que tenía detrás y se olvidara de ella durante la caída, pero volvió a cerrar la boca.
Casi se había olvidado de lo que pasaría si él conseguía que ella se lavara las manos sobre ese asunto.
Sin embargo, estaba segura de que él no se había olvidado. Era un manipulador magistral, ese era su auténtico trabajo.
–No seas ridículo –replicó ella en cambio–. Tu historial de conquistas está repleto de lo más granado del mundo de la moda, pero a nadie le extrañará que un hombre que solo sale con supermodelos acabe con una mujer normal. Los hombres como tú siempre sientan la cabeza con mujeres normales y corrientes. Es como indicáis que os tomáis en serio el matrimonio. Es como un rito de iniciación para hombres penosamente superficiales.
–Vamos, Annika… –Ranieri hizo un gesto con la barbilla que la recorrió de los pies a la cabeza–. Tienes que ser realista. No es que tú seas anodina, es que yo soy como soy –él sacudió la cabeza como si no tuviera que explicarlo–. Soy un hombre con gustos muy exigentes. ¿Quién iba a creerse que estoy dispuesto a atarme voluntariamente a una mujer que le da tan poca importancia a su aspecto? ¿Quién iba a aceptar que me paseara del brazo con semejante horror?
Ella tardó un instante en darse cuenta de que lo verdaderamente insultante no eran las cosas que estaba diciendo sino que él no las considerara insultos. Para él solo eran evidencias, no opiniones.
Se quedó mirándolo boquiabierta. Normalmente, él arquearía las cejas y le preguntaría si se había quedado muda, pero esa vez ni siquiera se dio cuenta.
–Es inverosímil –siguió él como si estuviera solo… y era probable que siempre creyera que lo estaba–. Tenemos que encontrar un motivo distinto si no queremos que todo el mundo piense que estoy haciendo una obra de caridad o que tengo una lesión cerebral.
Annika tuvo que hacer acopio de todo su dominio de sí misma para quedarse sentada con la boca cerrada y no decirle a dónde podía irse.
–No te precipites, Ranieri –ella consiguió sonreír con indolencia como si todo eso le pareciera divertido–. Las lesiones cerebrales pueden curarse.
LO INSULTANTE de la situación lo corroía por dentro.
Era humillante.
Se sentía como si casi sufriera esa lesión cerebral.
–¿Estás amenazándome? –él lo preguntó sin alterarse porque no podía imaginarse una amenaza con menos peso–. ¿Piensas tirarme una de tus valiosas esculturas?
Annika resopló con un desdén que nadie se atrevería a mostrar en su presencia.
–No me arriesgaría a estropear una escultura de Rodin con tu cabezota, Ranieri.
Como era habitual, bastaban unos minutos con ella para que le doliera la cabeza. No tenía que utilizar ninguna escultura, Annika existía y era desquiciante.
No podía reprocharle a Bennett Schuyler, un hombre al que había llegado a admirar profundamente, esas maniobras a favor de su hija. En realidad, él mismo se había preguntado infinidad de veces qué podría hacerse para resolver el problema de Annika, la última de la prominente familia Schuyler. Era un problema sin una solución clara. Nueva York estaba rebosante de ricas herederas, pero, según su experiencia, todas eran más o menos iguales.
Annika era categóricamente distinta pese a haber ido a los mismos colegios y a los mismos bailes de presentación en sociedad. Siempre había sido ella misma. La conocía desde hacía muchos años y no se había refinado lo más mínimo durante todo ese tiempo, ni por casualidad.
En ese momento, en esa ocasión tan solemne, estaba allí sentada como si hubiese llegado a través de un túnel de viento. Había llegado tarde y agitada. Había entrado cojeando y desaliñada. Todavía tenía las mejillas sonrojadas y la mitad del pelo oscuro se disparaba hacia el techo mientras la otra mitad caía hacia el suelo.
Había creído durante mucho tiempo que ella lo hacía intencionadamente, que ese desaliño en todo no era accidental, que era premeditado. Había dado por supuesto que era una especie de tira y afloja con su padre o algo dirigido contra él para vengarse por algún motivo que había inventado su cabeza adolescente. Le habían contado que los adolescentes estadounidenses lo hacían muchas veces, sobre todo, los de su clase.
A lo largo de los años que habían pasado desde el accidente de Bennett, había llegado a comprender, aunque a regañadientes, que no era una farsa, que esa era la Annika Schuyler de verdad. Era consustancialmente incapaz de ser como todo el mundo. Había tenido que llegar a la conclusión de que Annika, siempre tendría ese aspecto a pesar de recibir una asignación considerable, de haber recibido una educación inmejorable y de vivir en una de las ciudades más sofisticadas del mundo. Siempre tenía alborotado el pelo castaño. Se pusiera lo que se pusiese y fuera en la ocasión que fuese, siempre iba mal vestida. La había visto con ropa desenfadada y con ropa más formal, pero daba igual. Se había presentado en su museo cuando ella no podría haber esperado ninguna visita y siempre pasaba lo mismo. Hiciera lo que hiciese, siempre parecía como si acabara de levantarse de la cama.
Se dijo a sí mismo que esa sensación tan conocida que se adueñaba de él solo era desagrado, nada más.
–Parece un dilema espantoso para ti –comentó ella con una delicadeza impropia de una mujer que solía fulminarlo descaradamente con la mirada–. ¿Quieres que llamemos otra vez a los abogados y les digamos que quieres incumplir antes de haber empezado siquiera?
Ranieri decidió que no le dolería la cabeza ni siquiera ante semejante provocación.
–Creo que no. Schuyler Corporation no es un proyecto personal y excéntrico como tu museo de curiosidades. Mucha gente lo pasaría mal si tengo que abandonarla.
–En realidad, Schuyler House aparece siempre como unos de los museos favoritos de la ciudad. Seguramente sea porque entre esas curiosidades haya un par de cuadros de Vermeer mezclados con las muñecas de la bisabuela Schuyler.
Replicó ella ofendida porque pareciera que lo que se jugaba solo era… lo que era; su pequeña y extravagante obsesión, no una multinacional de primera fila.
–Después de estos cinco años, conozco lo que se expone mejor de lo que podría haberme imaginado.
Ranieri gruñó casi sin querer porque ya sabía que comprometerse con Annika era sinónimo de desesperación. Era la mujer más desquiciante que había conocido.
–No es que me importe –añadió él–, pero tenemos que plantear de otra manera el asunto que nos ocupa.
Cuando él decía algo parecido en la oficina, un montón de empleados soltaba todo tipo de ocurrencias para intentar impresionarlo.
Annika, en cambio, se quedó sentada con un gesto malhumorado. El verdadero problema era que Ranieri no podía creerse que eso estuviera pasándole a él.
¡A él!
Se había caracterizado no solo por buscar lo mejor, como tantos otros, sino por conseguirlo siempre. Elegía las mujeres que lo acompañaban con el mismo cuidado que los coches que conducía. Los elegía por su estilo, por su… rendimiento y por la envidia incontenible que producían a quienes los miraban.
Annika no entraba en… su tipo habitual.
Efectivamente, era posible que hubiese entendido, en cierta medida, que Bennett Schuyler no hubiese visto otra alternativa. Si no, ¿cómo iba a conseguir que se ocuparan de su hija? Él, sin embargo, no estaba seguro de que pudiera bajar tanto el listón… independientemente de lo que estuviera en juego.
No podía tirar piedras contra su propio tejado.
Sabía muy bien que el orgullo excesivo había sido el error de su familia durante generaciones. Aun así, su manera de lidiar con ese orgullo devastador de los Furlan era vivir de tal manera que justificara cualquier orgullo. A su padre le había fallado que aunque había podido aparentar mucho, en definitiva, no había tenido talento para los negocios. Su abuelo había sido famoso por un orgullo desmedido en el peor de los sentidos, y lo había pagado. Él, Ranieri, había heredado todo eso, pero también había levantado un imperio.
Considerarse uno de los hombres vivos más poderosos, no era orgullo, era un hecho… y a él le gustaban los hechos.
En ese momento, por fin, no podían disputarle el puesto. Una vez muerto Bennett Schuyler, Schuyler Corporation era suya por fin.
La sanción sería una minucia para un hombre de sus recursos, pero, aun así, no estaba dispuesto a ceder.
Sobre todo, por esa zona gris en la que había estado metido durante los últimos años. Había parecido que había llevado las riendas, pero no las había llevado de verdad sobre la integrante de la familia Schuyler que quedaba y que podría haberlo retado si hubiese querido.
Si lo hiciera, también cambiaría radicalmente, algo que a él le parecía muy improbable, para parecer una persona seria e impresionar a los accionistas. Las personas serias no se presentaban a la lectura de un testamento sin haber podido peinarse.
–Solo hay un motivo para que alguien se crea que estamos juntos –siguió él.
Ella lo miró con un gesto insultantemente inexpresivo y Ranieri esbozó media sonrisa porque sabía que a ella no le gustaría lo que estaba a punto de decir y que, en el fondo, era algo que a él le agradaba.
–La pasión –concluyó él en tono tajante.
–¿Qué? –exclamó ella.
No le ofendió lo más mínimo que pareciera tan espantada, pero era una humillación más
que sumaría al montón que no dejaba de crecer.
–El sexo es lo único que persuadiría a un hombre para que dejara a un lado sus escrúpulos, sus preferencias de toda una vida, su reputación y su… posición –Ranieri suspiró un poco exageradamente–. Aunque te concedo que es algo forzado en este caso.
–Sexo –repitió ella como si él hubiese dicho una palabra aborrecible–. Solo puedo dar por supuesto que es una broma.
–Es lo que explicaría todo este caos. ¿Por qué si no tantas prisas? Si vamos a casarnos dentro de un mes, provocará todo tipo de comentarios. Explicaré que si bien he esperado respetuosamente durante estos cinco años con la esperanza de que tu padre saliera del coma, ya, una vez muerto, no puedo esperar más –Ranieri ya estaba intentando imaginarse los inconvenientes y las posibles ventajas–. Es posible que no sea una solución muy elegante, pero creo que dará resultado. En cualquier caso, se resuelve el asunto.
Ella lo miró fijamente y como solo ella sabía hacer… o solo ella se atrevía a hacer. Él estaba acostumbrado a que las mujeres lo admiraran y casi lo idolatraran, sabía muy bien el efecto que tenía en las mujeres.
Sin embargo, Annika había sido siempre distinta. Siempre lo había mirado como si él hubiese salido de debajo de la piedra más cercana y solo ella pudiera ver el polvo y el barro que llevaba pegado. Hacía que quisiera mirarse a sí mismo para comprobar si también lo veía, aunque sabía que era imposible.
Era un Furlan y su familia se remontaba al siglo ix en Venecia. Que le concediera el más mínimo pedigrí a un estadounidense era una concesión inmensa.
Durante los últimos años, cuando había tratado más con ella, su insolencia había aumentado, o quizá él la hubiese notado más. No solo lo miraba como si viese el barro, también era muy recelosa y le fruncía el ceño como si solo ella pudiera ver la terrible realidad que escondía.
Hasta el punto que estuvo tentado de preguntarse qué realidad era esa, si ella sabría algo que él ignoraba, algo más que dudoso.
No estaba acostumbrado a sentirse desasosegado y tampoco le gustaba que Annika, por sí sola, pudiera conseguirlo. Podía decir sin temor a equivocarse que Annika Schuyler no le gustaba nada.
Sin embargo, tenía que casarse para amarrar, por lo menos, lo que sabía que se merecía… y estaba dispuesto a hacerlo aunque tuviera que deformarse hasta el punto de parecer que esa mujer lo había cautivado por muy disparatado e impropio de él que pudiera parecer.
Se había adaptado con su facilidad habitual para aceptar lo que sabía que tenía que suceder, aunque también se recordó vagamente que ella no lo había aceptado.
–No creo que nadie vaya a creerse eso ni nada parecido… en ningún sentido.
Annika lo miró como si él hubiese caído en la incoherencia y como si ella hubiese acertado al ofrecerle esa lesión cerebral tan oportuna. Parecía como si ella no pudiera encontrar otro motivo para que él propusiera algo tan absurdo.
–Naturalmente, tampoco necesitamos que nadie le dé el visto bueno –Ranieri la miró como si ella hubiese dado un argumento sólido y no lo mirara como si hubiese perdido un tornillo–. La gente tiene que poder cotillear de algo concreto. No tienen que creerlo, basta con que acepten que podría ocurrir y, como siempre, cotillear sin parar sobre ello.
Él esperó los elogios que sus comentarios solían provocar entre quienes lo rodeaban. Ella debería darle las gracias y reconocer que tenía razón.
Sin embargo, era Annika Schuyler, la única mujer que lo miraba como si fuese un sinsentido.
Ya lo había mirado así cuando era una niña, pero había empeorado con la edad.
En ese momento, estaba allí sentada con el pelo alborotado y tenía el descaro de estar mirándolo como si estuviese como una cabra cuando ella era todo un ejemplo de sensatez sin estridencias.
Él, sin embargo, podía ver que se había quitado los zapatos y que estaba descalza en uno de los despachos de abogados más respetados del mundo, y que cobraban unas minutas en consonancia. Aun así, la expresión de ella indicaba que era él quien debería estar abochornado.
Annika arrugó la nariz con desagrado. ¡Con desagrado!
–No estoy muy segura de que me interese reconocer que siento una pasión incontenible precisamente por ti. Tan repentinamente dominada que voy a casarme con un hombre que nunca se me pasaría por la cabeza. Nadie que me haya conocido se creería ni por un minuto que podría acabar con un hombre así. Seguramente, creerían que me ha chantajeado por algún motivo inconfesable.
Él tardó un rato en aceptar que ella había conseguido alterarlo. Normalmente, era tan imperturbable que eso le parecía imposible. Sin embargo, empezaba a notarlo bajo la impertinente mirada de una muchacha que debería haberse caído de espaldas por la buena suerte que había tenido.
No obstante, tenía que dominarse como el niño que no había sido nunca y aceptar que, en cierta medida, creía que si a ella le importaba tan poco que pudiera alterarlo, quizá estuviera a su altura…
No. Él y solo él decidiría si había que acabar con eso. No se lo provocaría una mujer que, como tenía que recordar, tenía intereses personales para que él abandonara. Ella quería ese museo absurdo y era posible que también quisiera toda la empresa. Él no la consideraría apta siquiera para el puesto más bajo en la empresa, pero la empresa tenía su nombre. Quizá eso formara parte de su sentimentalismo.
En cualquier caso, fueran cuales fuesen los motivos de ella, no iba a caer en sus provocaciones.
Entonces se dio cuenta de que había estado a punto de cometer un error básico en cualquier negociación. Casi había infravalorado a su oponente.
Era posible que Annika Schuyler fuese el desastre que parecía ser, pero eso no significaba que solo fuera eso. Se alegró de haberse dominado antes de que ella pudiera aprovecharse de los cinco años que había pasado él intentando ser indulgente con ella por su padre.
–Entiendo que no guste a todo el mundo –Ranieri consiguió decirlo con sosiego a pesar de lo trastornado que se sentía por dentro–. Estoy seguro de que a muchos les fastidiará que sea rico, irresistiblemente atractivo y que todo el mundo me persiga. Si pudieras, ¿te interesaría más un hombre pobre y débil que fuese una ofensa para la vista?
–No lo sé.
Ella ladeó la cabeza con un brillo en los ojos verdes y él se preguntó por qué no se habría dado cuenta antes de que eran verdes. No eran de color avellana ni de color barro, eran de un verde resplandeciente.
–¿Ese pobre y debilucho también es arrogante? ¿Es engreído y tiene delirios de grandeza?
–Mi grandeza no es un delirio, es una certeza, y creo que tú lo sabes muy bien –contestó Ranieri con una delicadeza amenazante.
–Si tú lo dices… Lo repito, todo esto es bastante repulsivo. Me da igual si todo el mundo sabe que tuve que casarme contigo para conservar lo que me corresponde. No hace que parezca mala.
–Entiendo. Entonces, ¿estás tirando la toalla?
La miró un rato y se deleitó al ver que se sonrojaba, e intentó convencerse de que solo le gustaba incordiarla.
–En absoluto. Es que… no estoy de acuerdo con tus cambios.
–¡Pero ya has aceptado! –Ranieri sacudió la cabeza como si ella lo desesperara–. ¿Esto es lo que vale tu palabra, Annika? No me extraña que tu vida sea tan… desdichada. Hay que cumplir lo que se dice.
–Bueno, lo has intentado.
Annika se levantó. El vestido que llevaba, un práctico vestido recto, estaba arrugado como una pasa y tenía el pelo más enmarañado todavía. Hizo una mueca de dolor y le recordó a él que, en teoría, no sabía andar con unos zapatos, aunque no los llevaba puestos.
Era un desastre.
Ranieri quiso sacar a Bennett Schuyler de la tumba para retorcerle el cuello por necio.
–No puedes obligarme a que haga lo que quieres solo porque tú lo quieres –le comunicó Annika–. No soy tu empleada. Me imagino que ese estilo autoritario y malhumorado te dará buen resultado como consejero delegado de la empresa, pero no eres mi consejero delegado.
Ranieri sintió la incomprensible necesidad de poner las manos sobre…
Sin embargo, se dominó. Nada de manos. Si más tarde se preguntaba por qué habría querido introducir las manos entre esa maraña de pelo sedoso… Era algo que no pensaba analizar. No todas las preguntas exigían una respuesta.
–Es interesante que hayas mencionado mi cargo de consejero delegado –comentó él en un tono un poco tajante.
Se recordó a sí mismo que no tenía por qué participar en todo eso, que iba a seguir las inexplicables indicaciones de Bennett Schuyler porque le convenía.
–Si yo fuera tú, Annika, tendría muy presentes las diferencias que hay entre nosotros. Que yo sepa, solo puedes trabajar en ese museo. Has conseguido que no se te pueda contratar en ningún sitio.
Ella no se inmutó por el tono intimidante de él.
–Es un avance. No he pretendido que me contrataran en ningún otro sitio. Sin embargo, si lo pretendiera, estoy segura de que sería una candidata excelente por muchos motivos.
–No lo serías –replicó él–. Por otro lado, si bien me gustaría seguir en Schuyler Corporation, no es imprescindible. Annika, estaré libre cuando haya acabado el día.
Ella parpadeó y puso los ojos en blanco como si no entendiera el peligro que corría.
Ranieri apretó los dientes, pero siguió hablando.
–Puedo ir a infinidad de sitios. La mayoría de las empresas me recibirían con los brazos abiertos. Observo que quieres rebatirlo –a él le complació ver que los ojos verdes de ella dejaban escapar un destello, pero que mantenía la boca cerrada–. Sin embargo, una vez más, es por arrogancia… tuya, no mía. Esto es una certeza y creo que deberías andarte con cuidado.
A Ranieri le pareció que ella quería revolverse con furia y la idea lo intrigó. ¿Cómo sería furiosa? Ya tenía las mejillas sonrojadas y se preguntó si tendría igual todo el cuerpo.
Estaba claro que necesitaba apremiantemente una mujer. Era urgente si estaba rebajándose a imaginarse el cuerpo sonrojado de Annika Schuyler… y quizá fuera más grave todavía porque se le tensó todo el cuerpo cuando ella tomó aire.
Era como si él quisiera llevarlo todo a otro terreno, a un terreno más… apasionado.
Ella, sin embargo, soltó el aire y a él le pareció se estiraba en cierto sentido. Jamás le había parecido elegante o refinada, pero sí tenía un aire en ese momento, como si pudiera tener una elegancia natural cuando quería mostrarla. Tendría que recordarlo.
–Necesito que seas muy claro. Quiero estar segura de que te entiendo perfectamente.
–Creo que me entiendes muy bien –replicó él con cierta despreocupación para que ella se sonrojara, cosa que hizo–. Sin embargo, aunque solo sea por discutir, ¿por qué no reconoces que soy tu consejero delegado en lo que a ti y a mí se refiere?
Él disfrutó cuando ella solo pudo farfullar y se sintió menos hombre de lo que debería haber sido. No porque hubiese ganado otra negociación, algo que le gustaba siempre, sino porque esa victoria le resultaba muy personal.
Decidió que también guardaría eso contra ella.
ANNIKA NO recordaba haber aceptado nada y sabía muy bien que no lo había hecho.
Sin embargo, al parecer, su aceptación verbal era innecesaria porque Ranieri había tomado las riendas. Parecía como si fuera a reírse de ella en esa sala de reuniones donde había llegado a creer que tenía la sartén por el mango cuando, que ella supiera, solo él tenía siempre la sartén por el mango. Por eso lo temían, lo odiaban, lo respetaban y lo admiraban allá donde fuera.
–Podrías ponerte los zapatos –comentó él en un tono gélido que pretendía abochornarla tanto como cuando era una adolescente dominada por sus hormonas–. A no ser que quieras que todo el despacho de abogados crea que eres una bohemia lamentable.
Su expresión le dio a entender que si tomaba ese camino, se encontraría en una posición peor todavía en lo relativo a las últimas voluntades de su padre.
Podría haberlo discutido, pero habría sido una victoria pírrica en el mejor de los casos y no estaba dispuesta a inmolarse en un día tan ajetreado. Se mordió la lengua, se puso los zapatos, fingió que no eran la tortura que había sabido que serían y siguió a Ranieri, que se dirigió hacia la puerta con sus zapatos italianos hechos a mano, la abrió y consiguió que todo el equipo de abogados se acercara a él por su mera presencia.
Él era el principio y el final de todo, de ella también, le recordó una vocecilla en tono sombrío.
Ella no tenía un carácter sombrío y por eso hacía bien lo que hacía, conseguir donaciones para que el museo siguiera adelante con la vista puesta en un porvenir menos dependiente de Schuyler, en que los empleados estuvieran contentos y en que el museo siguiera siendo un destino apetecible en una ciudad llena de todo tipo de museos.
Sin embargo, el testamento de su padre y sus exigencias hacían que se sintiera sombría.
Ranieri bramó una serie de órdenes y los abogados tomaron nota mientras asentían con la cabeza. Lo siguiente que supo ella fue que estaba montada en una limusina que se abría paso como si el tráfico de Manhattan no se atreviera a detener a ese hombre.
No preguntó a dónde iban porque tuvo la sensación de que él quería que se lo preguntara y así darse el placer de decírselo, lo que corroboraría la sensación de que llevaba las riendas.
No iba a seguirle el juego y decidió que tampoco iba a satisfacer sus placeres.
Se quedó mirándolo. Era tan imponente que parecía como si los demás hombres parecieran disfrazados o como si quisieran parecerse a James Bond.
Ranieri era el hombre al que habían querido parecerse todos los James Bond sin conseguirlo.
Sin embargo, en realidad, tendría que preguntarse lo que significaba para ella cuando iba a casarse con él aunque no lo hubiera aceptado formalmente.
Él hablaría del sexo y la pasión en términos generales, porque iba a representar ese papel. No pensaría… experimentarlo con ella.
Hizo un esfuerzo sobrehumano para parecer impasible aunque le abrasara todo el cuerpo como si, después de todo, se hubiese inmolado. Sin embargo, no pudo disimular cierta sorpresa cuando él se paró delante de un banco.
–¿Piensas darle dinero a quienes se atrevan a cuestionar esta infame alianza? –preguntó ella–. Seguro que así acabarás en los periódicos.
Le divertía más esa imagen que la otra, la que conllevaba sexo y pasión.
Él se limitó a mirarla fugazmente con un destello de censura en los ojos.
–Espérame aquí.
El conductor le abrió la puerta y él se bajó sin el más mínimo esfuerzo, como tuviera más fuerza y flexibilidad en un dedo del pie que cualquier mortal en todo su cuerpo.
Otra vez estaba pensando en cuerpos, en el cuerpo de él para ser más exactos.
Sola en el coche, se permitió recapacitar un poco. Esa mañana no había salido nada como le habría gustado que saliera y, una vez sola, podía aceptar que era un batiburrillo de sentimientos. Precisamente, lo que más le había desesperado a su padre de ella.
«Los sentimientos son una trampa». Le advertía él. «No caigas en ella, pero si lo haces, por favor, no te arranques la pierna en público para soltarte».
Sonrió incluso en ese momento. Ese era su padre en estado puro; rudo, directo y gracioso.
Lo echaba de menos con toda su alma. Al menos, había podido verlo mientras estaba en coma. Se había sentado al lado de su cama y le había hablado de su vida, le había tomado la mano y lo había amado.