E-Pack Bianca y Deseo mayo 2024 - Sharon Kendrick - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo mayo 2024 E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Promesas sin compromiso Sharon Kendrick Un encuentro «sin condiciones»... Pero ahora ella estaba embarazada Mostrar la mansión inglesa en la que trabajaba a un posible comprador no era el típico día para Lizzie, una tímida empleada de hogar. Pero en cuanto apareció el millonario italiano Niccolò Macario quedó impresionada por la incontrolable atracción que había entre ellos. Estaba claro que él no quería saber nada de compromisos, pero la promesa de una noche de pasión era irresistible... Tras una vida marcada por la tragedia, Niccolò se alejaba de cualquier relación sentimental, pero cuando recibió una carta con la noticia de que Lizzie estaba embarazada, se quedó sorprendido porque su único pensamiento era encontrarla, llevarla con él a Manhattan y reclamar a su hijo. O todo o nada Lucy King Mezclar los negocios con el placer… ¡Acabó en una sorpresa! Organizar el cumpleaños del multimillonario Zander fue todo un triunfo para la empresa de catering de Mia. ¿Y lo más picante del menú? ¡Aquella apasionante aventura de una noche! Sin embargo, un mes después, él estaba ilocalizable. Finalmente, Mia consiguió hacerle una emboscada y ¡anunciarle que estaba embarazada! A pesar de que estaba convencido de que era incapaz de amar, Zander se vio cegado por la necesidad de hacerlo mejor de lo que lo habían hecho sus padres ausentes e insistió en que Mia se mudara a su ático de Londres. Allí, temiendo que surgiera entre ellos una conexión más profunda, luchó contra la química. No obstante, esa Navidad Mia ya no se conformó con tener seguridad. Quería a Zander… ¡O todo o nada! Aquella noche inolvidable Yvonne Lindsay Una visita inesperada acabó con una sorpresa que sacudiría su mundo… Tras haber quedado viuda de un hombre controlador y egocéntrico, la hotelera Stevie Nickerson no iba a permitir que nadie le arrebatara la independencia que tanto le había costado lograr. Por eso cuando Fletcher Richmond, director de una constructora y mejor amigo de su difunto marido, llegó de forma inesperada a su hotel-boutique para tomarse un pequeño descanso, Stevie se mostró algo recelosa. Sin embargo, un inocente flirteo derivó en insinuaciones que rozaban lo prohibido, y ella acabó en la cama de él…, esperando un bebé. Con Fletcher insistiendo en que se casaran y en ayudarla a propulsar su negocio, ¿lo rechazaría Stevie o bajaría la guardia y le permitiría derretirle el corazón?

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca y Deseo, n.º 392 - mayo 2024

 

I.S.B.N.: 978-84-1062-898-4

Índice

 

Créditos

 

Promesas sin compromiso

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

 

O todo o nada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

 

Aquella noche inolvidable

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

TE vas de la casa? –Lizzie apretó el teléfono, con el miedo agarrado a la boca del estómago mientras escuchaba las palabras de su jefa–. Pero no lo entiendo.

–Pues es muy sencillo –Sylvie pronunciaba cada palabra muy despacio, como si estuviese hablando con alguien que tenía pocas luces–. Tengo que vender la casa y la semana que viene irá alguien a verla. Me temo que esto es una despedida.

–Pero… –la voz de Lizzie se fue apagando a medida que el miedo se hacía más intenso.

Quería decir muchas cosas, pero no sabía cómo porque no se sentía cómoda discutiendo con su jefa. Ella conocía sus límites. Era buena quitando el polvo, limpiando y pintando retratos de animales, sobre todo perros, pero la habían educado para que no cuestionase a la persona que pagaba su sueldo porque la seguridad económica era lo más importante.

Pero Sylvie llevaba meses sin pagarle y subsistía con lo poco que le quedaba de sus ahorros. Mientras tanto, su jefa la trataba de ese modo condescendiente de la clase alta: haciéndole sentir como si debiera estar agradecida por su amistoso trato. Solo que en realidad no era amistad. Un amigo nunca te dejaría en la estacada sin previo aviso. Un amigo nunca se aprovecharía de ti.

Lizzie respiró hondo.

«Díselo. Hazle entender lo que esto significa para ti».

–Pero eso significa que no tendré dónde vivir.

–Me doy cuenta –dijo Sylvie–. Pero tú eres muy trabajadora y encontrarás otra casa en la que te den alojamiento. Y te escribiré una buena carta de referencias, de eso puedes estar segura. No debes preocuparte.

Lizzie tragó saliva. La siguiente parte era más difícil, porque su madre le había enseñado que hablar de dinero era una vulgaridad. Pero ¿a qué precio ser reservada si el cofre del dinero estaba vacío?

–Pero hace más de tres meses que no me pagas y necesito el dinero, Sylvie.

–Me temo que ahora mismo no puedo hacerlo. Mira, no voy a prometer algo que no puedo cumplir. ¿Qué tal si buscas por la casa y te llevas lo que quieras a cambio del dinero que te debo? Ninguna antigüedad, obviamente, pero encontrarás mucha ropa de la última temporada que yo no voy a usar. Podrías venderla en Internet y hacerte con una pequeña fortuna. ¿No es eso lo que hace la gente hoy en día? Mira, cariño, tengo que irme, hay un coche esperando. Solo quería despedirme y darte las gracias por todo. ¿Podrías asegurarte de que la casa esté limpia y ordenada para el próximo miércoles? Un hombre llamado Niccolò Macario irá a verla y espero que la compre. Al parecer, es un multimillonario italiano guapísimo –Sylvie soltó una carcajada–. Una lástima que yo no puedo estar allí.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NICCOLÒ había alquilado un elegante deportivo plateado para su estancia en Inglaterra, pero tras conducir hasta el pequeño pueblo en los Cotswolds, decidió aparcar y hacer los últimos dos kilómetros a pie. Se sentía inquieto, alterado, pero intentó no pensar demasiado en ello. Pensar no ayudaba nada y ya debería estar acostumbrado a esa reacción. Siempre le ocurría en ese día. Todos los años, sin falta.

Unos minutos después se detuvo frente a la imponente casa que había ido a visitar y miró alrededor, tratando de apreciar la belleza del entorno. El antiguo edificio era de piedra caliza, típica de la zona, de color miel, y los jardines eran exuberantes y hermosos. Las rosas perfumaban el aire y las abejas zumbaban alegremente entre los coloridos parterres. Era una escena idílica, la Inglaterra rural en su máxima expresión.

Niccolò sacudió la cabeza porque la belleza era una ilusión, como tantas otras cosas en la vida. En realidad, la casa tenía un aire descuidado. Si mirabas con atención podías ver la pintura descascarillada y las grietas en las antiguas ventanas. Y el inevitable avance de las malas hierbas no estaba del todo disimulado por los tonos vibrantes de las abundantes flores.

Su mirada se posó en un estanque ornamental y un suspiro escapó de sus pulmones. El dolor en su corazón siempre era más intenso en verano; como si la brillante luz del sol se burlase de la oscuridad que invadía su alma. El dolor y el sentimiento de culpa eran tan abrumadores como siempre, incluso después de tantos años. Se sentía muerto por dentro, vacío e impotente.

Por eso elegía un proyecto anual como aquel en una vida siempre ocupada, una distracción para pasar el rato, además de aumentar su considerable fortuna. Comprar una propiedad potencialmente valiosa le recordaba sus principios, cuando tenía hambre de triunfar. Ya no necesitaba el dinero, pero el trabajo era un foco útil para su espíritu inquieto. El trabajo podía hacer que se olvidase de todo lo demás.

Niccolò miró su reloj mientras se dirigía a la puerta. Se suponía que el agente de la inmobiliaria se reuniría con él allí, pero no había ni rastro de su coche. Quizá también él había ido a pie, pensó.

Mientras tocaba el timbre, pensó en lo que le había contado sobre la casa. Al parecer, la propietaria era una mujer de la alta sociedad desesperada por vender. Había sido muy indiscreto por su parte decir eso, pero jugaría a su favor en caso de que decidiese comprarla.

Oyó ruido de pasos en el interior y, unos segundos después, una mujer apareció enmarcada bajo la pesada puerta de roble. Una mujer con el pelo de color calabaza y una piel translúcida cubierta de pecas. Llevaba un vestido largo de seda verde que se ajustaba a su deliciosa silueta y sus brazos desnudos parecían fuertes. Seguramente jugaría al tenis, pensó. El vestido era completamente inadecuado para el día y, sin embargo, de alguna manera parecía apropiado que una criatura tan bella habitase en una residencia antigua e histórica como aquella.

Niccolò experimentó un golpe de deseo inesperado y potente. Su corazón se aceleró, su frente se cubrió de sudor. Quería extender la mano y tocarla, comprobar si su piel era tan suave como parecía y luego trazar el contorno de sus carnosos labios con la yema del pulgar.

Tuvo que sacudir la cabeza para alejar de sí tan extraños pensamientos. ¿Desde cuándo se sentía tan locamente atraído por una desconocida? ¿No eran siempre las mujeres las que coqueteaban con él?

Se aclaró la garganta, pero eso no logró calmar la sensación de opresión en su pecho ni la incómoda rigidez bajo los pantalones.

–Niccolò Macario –se presentó–. Creo que me esperabas.

Lizzie miró la poderosa figura que estaba frente a ella, pero era incapaz de articular palabra. Literalmente, no podía moverse o hablar. Se sentía desorientada y desconcertada porque… porque…

¿Podría ese hombre ser real?

No solo porque fuera el hombre más guapo que había visto nunca, excepcionalmente alto y atlético, ni porque su alborotado pelo fuese tan negro y brillante. Ni siquiera era su mirada azabache, o ese acento tan sexy lo que hacía que se le pusiera la piel de gallina.

No, era la forma en que la miraba, como si estuviera viendo algo que no había esperado ver, algo que valía la pena mirar.

Lizzie estuvo a punto de girar la cabeza para comprobar si había alguien tras ella, pero estaba sola. Sola en la gran casa que había sido su hogar, pero que no lo sería por mucho tiempo, llevando un vestido escandalosamente caro que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel.

Había pasado la mañana revisando el guardarropa de Sylvie, tratando de calcular el valor potencial de los distintos conjuntos y compararlo con el dinero que le debía su jefa. La mayoría de las prendas habían sido maltratadas, algunas quemaduras de cigarrillo y manchas de vino tinto las hacían inservibles, pero aquel vestido verde de seda había destacado como un faro.

Ella siempre vestía de manera práctica y cómoda, de acuerdo con su humilde posición en la vida y su tendencia a no llamar la atención, pero algo la había obligado a ponerse ese vestido después de quitarse el sujetador para que la seda no revelase ningún bulto o protuberancia.

Era una prenda exquisita y la hacía sentir diferente. Y debía tener un aspecto diferente porque Niccolò Macario no podía dejar de mirarla cuando, en general, los miembros del sexo opuesto apenas se fijaban en ella.

–Me estabas esperando, ¿no? –preguntó él, con cierta impaciencia–. ¿Está aquí el empleado de la inmobiliaria?

–No, todavía no –logró decir Lizzie–. Parece que se ha retrasado.

–¿Pero la casa sigue en venta?

–Sí, claro –respondió ella apresuradamente.

Estaba a punto de aclararle que en realidad no era su casa y que ella era solo el ama de llaves cuando algo la detuvo. Evidentemente, él creía que era la propietaria porque llevaba ese glorioso vestido, creado por uno de los diseñadores más famosos del mundo. No la miraría de ese modo si hubiera llevado el uniforme gris que Sylvie había insistido en que usara o los robustos zapatos negros que prefería su jefa.

«Creo que es mejor cuando el personal se viste como es debido», le había dicho. «A todo el mundo le gusta saber cuál es su sitio».

–En realidad no soy la dueña –dijo Lizzie de mala gana.

–Ah.

¿Por qué no le decía la verdad? ¿Era porque le gustaba que, por una vez, la mirasen como a una mujer y no como a una criada? ¿Porque quería ser tratada como un ser humano, con pensamientos y sentimientos propios, en lugar de como un mueble viejo e inservible?

–Yo… estoy cuidando de la casa –dijo luego.

Lo cual, hasta cierto punto, era cierto. No le pagaban por estar allí, ¿no? Se había quedado sin trabajo y pronto se quedaría sin hogar, pero en ese momento no se veía así y, de repente, se encontró con ganas de seguir jugando un poco más. Con ganas de ser una mujer con un vestido caro y sin temores sobre el futuro. ¿Por qué no iba a actuar como si estuviesen a la misma altura, aun sabiendo muy bien que no era así?

–Pero conozco muy bien la propiedad y podría enseñártela. O puedes esperas al agente de la inmobiliaria en el salón, lo que prefieras.

–No tengo mucho tiempo, debo volver a Londres esta tarde. Prefiero que tú me enseñes la casa y los alrededores… a menos que tengas otra cosa que hacer, claro –dijo Niccolò, esbozando una sonrisa.

El impacto de esa sonrisa fue devastador y el corazón de Lizzie dio un salto mortal, pero no podía decirlo en serio. Aquel hombre debía ser consciente de que la mayoría de las mujeres moverían cielo y tierra para pasar un rato con él. Ella lo haría, desde luego.

Y aunque una vocecita le advertía que no se dejase deslumbrar, no quiso hacerle caso. Estaba perfectamente cualificada para ofrecerle una visita guiada y no había mentido acerca de conocer la histórica casa. A veces pensaba que la conocía mejor que Sylvie y, en realidad, le daba mucha pena tener que irse.

A lo largo de los años, Lizzie se había propuesto aprenderlo todo sobre cada habitación, cada precioso artefacto y obra de arte mientras los pulía y preservaba cuidadosamente. ¿Y no era aquella una oportunidad para dar buen uso a sus conocimientos? ¿Para salir de entre las sombras y brillar por una vez, antes de alejarse para siempre del histórico edificio?

–No tengo nada más que hacer –respondió–. De hecho, tengo todo el día libre.

–Qué suerte tengo –dijo él, en voz baja.

–Entra, por favor.

–Grazie.

Él inclinó la cabeza para pasar bajo el antiguo dintel y Lizzie detectó un cálido aroma a bergamota, especias y algo más. ¿Estaba detectando feromonas, el vestigio de una cruda atracción sexual? Se preguntó entonces si aquello se le estaba escapando de las manos y descubrió que le daba igual.

–Esto… empecemos por aquí, ¿de acuerdo? –murmuró, llevándolo hacia una de las habitaciones–. Este es el gran salón, que fue construido a mediados del siglo XVII, aunque las vidrieras no aparecieron hasta setenta años después –le explicó, señalando las ventanas.

Al mover el brazo, sus pechos se agitaron bajo la delicada seda del vestido y Lizzie se mordió los labios. ¿Fue por eso por lo que Niccolò Macario respiró hondo, como si de repente no hubiera suficiente oxígeno en la habitación?

–Será mejor que me ponga algo más adecuado –dijo rápidamente.

Los ojos oscuros se encontraron con los de ella.

–¿Por qué?

–¿No es obvio? –Lizzie dejó escapar una risita nerviosa–. Llevo un vestido de noche.

–Es un vestido muy bonito, a juego con este entorno histórico –comentó él–. Mucho mejor que unos vaqueros, ¿no te parece?

Lizzie se sonrojó ante lo que sonaba como un cumplido, aunque ella no tenía mucha experiencia. No había salido con nadie desde Dan, quien solía deleitarse menospreciándola. Por qué lo había tolerado durante tanto tiempo tenía más que ver con su falta de autoestima que con las supuestas virtudes de su exnovio.

En fin, no tenía sentido aclararle que ella nunca usaba vaqueros porque pensaba que su trasero era demasiado grande. Además, no quería correr el riesgo de romper el hechizo que parecía haber lanzado sobre ella. Quería aferrarse a esa deliciosa sensación y deleitarse con cada segundo porque sabía que no iba a repetirse.

Cuando se encontró con su mirada de ébano rezó para que el agente inmobiliario no llamase a la puerta.

–¿De verdad crees que no debo cambiarme?

–Desde luego que sí –respondió él.

Lizzie no era capaz de apartar la mirada y, al parecer, él tampoco podía hacerlo. Nunca antes la habían mirado así. Era como si aquel hombre ejerciese un poder desconocido sobre ella, haciéndole anhelar cosas que nunca había anhelado antes.

Su frigidez había sido una de las principales quejas de Dan.

«Eres como un bloque de hielo, Lizzie».

Bueno, pues ahora no se sentía como un bloque de hielo. La sangre ardía en sus venas y podía sentir sus pechos turgentes bajo el vestido, los pezones convirtiéndose en duros balines que empujaban contra la seda. ¿Se habría dado cuenta él? ¿Era por eso por lo que, de repente, parecía tenso?

Lizzie se dio la vuelta, temiendo que él pudiera leer sus locos pensamientos.

–En ese caso, ¿por qué no seguimos con el recorrido? –sugirió, señalando uno de los pasillos–. Podemos ver la planta baja primero.

–Perfetto –dijo él, esbozando una sonrisa.

Niccolò siguió a la mujer de cabello rojo a través de las habitaciones en penumbra, intentando concentrarse en las paredes forradas de madera, las losas gastadas del suelo y la luz que se derramaba a través de las vidrieras, pensando en lo hermosa que era la estructura de la casa y en lo mucho que luciría si se gastase dinero en restaurarla.

–Esta es la habitación que la familia original usaba como cuarto de estar –le informó su guía pelirroja–. Les daba cierta privacidad, lejos de las miradas de los criados.

–Los ojos siempre vigilantes de los criados –murmuró él–. Aunque en una casa de este tamaño sería imposible no tenerlos cerca.

–Tener personal de servicio puede ser un arma de doble filo, ¿verdad? –dijo ella, con cierta ironía–. Un poco como una visita al dentista. Sabes que tienes que soportarlo, aunque desearías no tener que hacerlo.

Niccolò estaba cautivado por sus ojos, de un color extraordinario, tan verdes como pistachos frescos y bordeados por pestañas del mismo color que su pelo. Sus carnosos labios eran particularmente atractivos y se encontró mirándolos durante más tiempo del que era conveniente.

La joven se sonrojó y le dio la espalda, como temiendo haber revelado demasiado sobre sí misma. Pero eso le ofreció el delicioso balanceo de sus nalgas bajo la seda verde del vestido. El pelo le llegaba casi hasta la cintura y se preguntó cómo sería pasar los dedos por los brillantes mechones.

Su corazón latía con fuerza y, de repente, se sentía vivo. La desolación de aquel día parecía haber recibido una amnistía temporal y quería saborearla. Quería cubrir esos suaves labios con los suyos. Sin embargo, el aguijón del deseo iba acompañado de confusión porque no podía recordar un deseo tan feroz e indiscriminado más allá de su adolescencia, cuando su comportamiento había estado gobernado por la imparable avalancha de hormonas.

Niccolò torció el gesto.

«Y mira lo que pasó como resultado».

–¿Piensas vivir aquí con tu familia? –tanteó la joven–. Si decides comprarla, quiero decir –añadió a toda prisa–. Hay muy buenos colegios en la zona.

Niccolò sabía que estaba intentando averiguar si era soltero o no. Le había pasado muchas veces. Una pregunta torpe, la infructuosa búsqueda de una alianza o la imagen de un bebé sonriente en la pantalla de su móvil. Pensar eso hizo que se le encogiera el corazón, pero muchos años de autodisciplina le permitieron controlarse y esbozar una sonrisa.

–No tengo familia y esa situación no va a cambiar.

–Ah, ya veo –dijo ella.

Sabía que le había dado más información de la necesaria y se preguntó qué había provocado tan inusual revelación. ¿Quería hacerle entender qué clase de hombre era en realidad? ¿Advertirle que, si bien reconocía la poderosa e inusual atracción que había entre ellos, no estaba buscando esposa?

–En realidad, solo estoy buscando una propiedad en el sur de Inglaterra para reformarla y venderla.

–¿Reformarla?

Esa palabra provocó una reacción instantánea. De hecho, ella lo miraba como si acabase de proponer un sacrificio humano bajo las vigas del antiguo edificio.

–Sí, claro.

–¡No puedes hacer eso!

–¿Por qué no?

–Porque esta es una propiedad histórica y hay reglas estrictas sobre lo que se puede y no se puede hacer con ella.

–¿Qué imaginas que quiero hacer, una ampliación de tres plantas y una piscina cubierta? –preguntó él, irónico.

–No lo sé, dímelo tú. Demasiada gente viene a esta parte del mundo mostrando su dinero e intentando…

–¿Intentando qué?

Ella sacudió la cabeza, como si hubiera dicho demasiado.

–No importa.

–Dímelo, siento curiosidad.

Y era cierto, tal vez porque poca gente le hablaba con tan insultante franqueza.

La joven se encogió de hombros.

–Cambiarlo todo.

–¿Y a ti no te gustan los cambios?

–¿A quién le gustan? Bueno, no me importan los cambios que se pueden controlar.

¿Existía tal cosa? se preguntó Niccolò, pensando en su hermana muerta, en su madre muerta. Y en el padre que no se había molestado en ocultar su desprecio por él después del accidente. Una simple decisión adolescente había cambiado el curso de sus vidas, pero no se podía cambiar el pasado, por mucho que uno lo deseara, pensó con amargura. Era el presente lo que debería preocuparle.

–No tengo intención de destrozar un edificio emblemático, no te preocupes –le dijo, para borrar esa expresión entristecida de su rostro.

–¿Qué piensas hacer con la casa entonces? –preguntó ella–. Si la compras, claro.

Él le dedicó una sonrisa.

–¿Por qué no cenas conmigo esta noche y te lo cuento?

Lizzie parpadeó, pensando que no podía haber oído bien.

–¿Quieres cenar conmigo?

–¿Es una propuesta tan descabellada?

Por supuesto que sí. Esas cosas no les pasaban a chicas como ella…

Lizzie se preguntó qué habría pasado si el estridente timbre de la puerta no hubiera resonado por toda la casa. Los dos se quedaron inmóviles, como aturdidos por el sonido del mundo exterior.

–Es el empleado de la inmobiliaria –susurró, mirando hacia la ventana.

–No abras –dijo él.

–Pero él tiene una llave. Si no abro, entrará de todas formas.

–Entonces, vamos a escondernos –sugirió Niccolò–. Tal vez se vaya si no nos encuentra aquí.

¿Esconderse? De ninguna manera deberían esconderse como un par de niños. Niccolò Macario no debería sugerirlo y ella no debería estar pensándolo. Pero sabía lo que pasaría en cuanto entrase el empleado de la inmobiliaria: la vería con uno de los caros vestidos de Sylvie en lugar de con su habitual uniforme gris y…

Y no era solo su expresión lo que temía: incredulidad y suspicacia, como si estuviese robando algo. No, lo que temía era cómo se portaría con ella, con ese aire condescendiente que a veces resultaba tan difícil de aceptar. Porque, por liberales o amables que fuesen, todo el mundo trataba al personal doméstico de modo diferente a como trataban a los demás. A veces eran demasiado amistosos, a veces distantes, pero una cosa era segura: nunca se portaban de forma normal. Probablemente ni siquiera se daban cuenta, pero siempre la hacían sentir pequeña, como una ciudadana de segunda clase.

Y no quería sentirse así delante de Niccolò Macario. Quería que él siguiera mirándola con un brillo de deseo en sus preciosos ojos negros.

–Sígueme –dijo por fin, sin aliento.

Incapaz de creer lo que estaba haciendo, lo llevó a un escobero al final del pasillo. La bombilla apenas iluminaba el reducido espacio y tragó saliva cuando el silencioso clic de la puerta los aisló del mundo.

–¡Lizzie! –gritó el agente de la inmobiliaria–. ¡Lizzie!

Pero ella no respondió. Simplemente, se quedó allí, sin moverse, apenas respirando, aunque su corazón latía con tal violencia que estaba segura de que Niccolò podía oírlo.

–Esto es ridículo –susurró.

–¿Y qué si lo es? –murmuró él–. ¿No es ridícula la propia vida?

Ella no pudo pensar en una respuesta a esa pregunta tan cínica porque el agente de la inmobiliaria eligió ese momento para pasar frente al escobero. En silencio, casi sin respirar, Lizzie miró a Niccolò y se le puso la piel de gallina al encontrarse con su burlona mirada.

El espacio era muy reducido, demasiado para que dos personas pudieran estar allí sin tocarse. Era como si estuviesen dentro de una burbuja. Él estaba lo bastante cerca como para detectar el calor de su cuerpo, lo bastante cerca como para ver sus pezones marcados bajo la seda esmeralda del vestido…

Y ella quería que los acariciase. Lo deseaba con todas sus fuerzas y ese crudo y urgente deseo era algo que no había experimentado en toda su vida.

No sabía cuánto tiempo estuvieron allí, mientras el desafortunado agente inmobiliario seguía llamándola a gritos, pero la tensión parecía aumentar con cada segundo, especialmente cuando el móvil de Niccolò empezó a vibrar.

Lizzie rezó para que el agente inmobiliario no lo hubiese oído, pero lo imaginó abriendo la puerta del escobero y… ¿qué dirían entonces?

Pero no oyó nada salvo el sonido de pasos alejándose. Unos segundos después, la puerta principal se cerró de golpe y el ruido de unos neumáticos le dijo que estaban solos de nuevo.

Sus miradas se encontraron. La tensión se rompió y se echaron a reír a la vez. Fue una embriagadora descarga de adrenalina, un momento único de comunicación y complicidad. Pero cuando la risa se apagó, la tensión volvió… y era una tensión diferente que lo consumía todo. Sus sentidos estaban encendidos. Se sentía mareada por la sensación, impotente, pero llena de energía al mismo tiempo.

–¿Y ahora qué? –preguntó él en voz baja.

Lizzie no tenía suficiente experiencia como para saber a qué se refería, pero de algún modo sabía exactamente a qué se refería.

«Abre la puerta y deja que entre la luz del día. Di algo gracioso y superficial para que todo vuelva a parecer normal».

Pero no se movió.

No dijo nada.

Simplemente, esperó. No sabía bien qué, pero se sentía conectada con él. Como si aquel encuentro estuviera de algún modo predestinado y todo fuera exactamente como debía ser.

¿Era por el caro vestido? ¿El roce de la seda la hacía sentir como una mujer de verdad, en lugar de una simple criada? ¿O era porque Niccolò Macario era el hombre más maravilloso que había conocido nunca y sentía como si estuviera en medio de un sueño increíble?

La vida había sido dura para ella. Había crecido con más responsabilidades que la mayoría de sus compañeros y había aprendido a poner a los demás en primer lugar y olvidarse de sus propias necesidades, pero por una vez quería que no fuera así. Quería algo increíble, especial, único. Una cita para cenar sería demasiado. Se sentiría cohibida en un restaurante elegante y él descubriría que no era quien había pensado y se sentiría decepcionado.

Pero aquel sitio era perfecto.

Sintiéndose un poco como Cenicienta, Lizzie miró fijamente los ojos de color ébano.

«Bésame», rezó en silencio. «Solo bésame».

Capítulo 2

 

 

 

 

 

NICCOLÒ sabía que debía salir del maldito escobero antes de hacer algo de lo que, sin duda, se arrepentiría. Pero ella, cuyo nombre era Lizzie, acababa de descubrir, quería que la besara. No había ninguna duda al respecto. Sus ojos estaban oscurecidos de anhelo y el deseo que irradiaba su cuerpo era evidente. Y era tan dulce, tan deseable.

Sacudió la cabeza, tratando de inculcar algo de lógica en su confuso cerebro porque él era el responsable de la situación en la que se encontraban.

Locamente, había sugerido que se escondieran y, para su sorpresa, la pelirroja había accedido. Sin embargo, él no era impetuoso y nunca antes había tenido relaciones sexuales con una extraña, una posibilidad que se volvía más probable con cada segundo que pasaba. Ni siquiera era algo que le hubiera interesado nunca y, desde luego, no habría elegido aquel escenario tan improbable, con un plumero clavándose en su espalda y escobas y baldes en los rincones.

Sin embargo, algo lo atraía de forma irremediable hacia su pequeña y voluptuosa guía. Algo que trascendía sus ojos de color verde pálido y su piel translúcida. Se había reído mientras se escondían del desventurado empleado y eso era raro en un hombre famoso por ser más bien huraño. Por alguna razón, aquella loca aventura era como un afrodisíaco, como una luz que inundaba su alma oscurecida. Que hubiera sucedido en el peor día del año para él lo hacía aún más significativo.

¿Explicaba eso los locos latidos de su corazón, la repentina dureza en su entrepierna? No lo sabía y le daba igual.

–Quiero besarte –murmuró.

Esperaba que ella protestase, ofendida, pero en el fondo sabía que no iba a ser así. Sin embargo, quería que lo rechazase porque sería mucho más sencillo salir del escobero, volver al coche y borrar el resto del día con una botella de whisky. Pero no, ella levantó la cara y esbozó una trémula sonrisa.

–Me alegro porque yo quiero que me beses –susurró.

–¿Estás segura? Ten cuidado con lo que deseas, cara.

–¿Por qué?

¿Se daba cuenta de que la inocencia de esa pregunta no encajaba con la descarada sensualidad del vestido que llevaba? O tal vez era consciente de que los hombres se excitaban ante esas contradicciones y estaba intentando sacar provecho.

–Porque una vez que empecemos a besarnos no vamos a parar –respondió él, arrastrando las palabras–. Y debes decidir si eso es lo que quieres.

Ella bajó la mirada, pero su expresión era serena cuando lo miró de nuevo, como si acabara de darse una silenciosa charla de ánimo.

–Estás muy seguro de ti mismo, ¿no?

–¿Cuando se trata de las mujeres? –Niccolò se encogió de hombros–. Siempre.

Quería que ella lo criticase por tan arrogante respuesta, pero no lo hizo. No había ni rastro de recriminación en su pecoso rostro. En cambio, sus labios se abrieron en descarada invitación y el brillo de deseo en sus ojos era inconfundible.

Ya era demasiado tarde para dar marcha atrás porque el deseo se había apoderado de él, de modo que la besó y ella le devolvió el beso con un fervor que lo dejó sin aliento. Sus labios eran increíbles.

Madre di Dio. Como miel y seda.

Su cabello también era como la seda y pasó los dedos por los exuberantes mechones como había querido hacer desde que la vio. Tomando su cara entre las manos, profundizó el beso hasta que ella gimió con suave abandono… y no hizo falta nada más. Se acercó hasta que sus pechos estuvieron aplastados contra su torso y cerró los ojos, deseando desabrochar la cremallera de su pantalón y enterrarse profundamente en ella.

Aun así, le ofreció otra oportunidad de poner fin a aquella locura.

–Si quieres cambiar de opinión, ahora es el momento –le dijo, haciendo un esfuerzo sobrehumano.

–No –susurró ella.

–Entonces, ¿me llevarás arriba? –murmuró Niccolò, rozando sus pezones con un dedo.

El corazón de Lizzie latía enloquecido, pero temía que el trayecto entre el escobero y el dormitorio destruyese aquel momento mágico.

Porque ¿y si él cambiaba de opinión? ¿Y si lo hacía ella? Obviamente, esa sería la opción más sensata, pero en ese momento no quería ser sensata. Se sentía casi salvaje… y eso no era propio de ella en absoluto. Pero había jugado sobre seguro toda su vida ¿y dónde la había llevado eso? No tenía trabajo y no tenía casa. ¿Qué podía perder? Ella siempre había sido una buena chica, pero de repente quería ser traviesa. Seguramente no era un crimen tan grave.

–¿Arriba? –murmuró, poniéndose de puntillas para besarlo–. Eso está un poco lejos, ¿no? ¿Quieres que subamos al dormitorio?

Niccolò tomó su mano y la colocó sobre su corazón, que latía tan fuerte como el suyo.

–¿Tú qué crees que quiero, Lizzie?

Ella no pudo responder. No pudo hacer nada salvo suspirar de placer mientras él tiraba hacia arriba del vestido. Jadeó cuando empezó a acariciar sus desnudos muslos y contuvo el aliento cuando apartó a un lado las húmedas bragas. Apenas se dio cuenta del plumero que rozaba sus hombros mientras se recostaba contra la pared porque él estaba acariciándola con dedos expertos. El placer crecía y crecía, dulce e intenso. No podría parar aunque quisiera. ¿Cómo iba a parar algo tan maravilloso?

–Niccolò…

–Dime –murmuró él, aumentando ligeramente la presión.

Pero ella no podía responder. Solo pudo gritar cuando empezó a sentir el principio de un orgasmo, su cuerpo sacudiéndose impotente bajo los expertos dedos masculinos. Niccolò buscó sus labios y, en la penumbra, apartó el pelo de su cara. Su mirada era oscura y penetrante, pero resultaba difícil saber lo que estaba pasando por su cabeza.

–Quiero estar dentro de ti –dijo con voz ronca–. Lo deseo tanto… pero no aquí, con esta maldita escoba que se me clava en la espalda. ¿Quieres llevarme arriba?

Su tono era tan sereno como si estuviera planteando una propuesta ante un consejo de administración. Como si ella tuviese elección cuando se volvería loca si no seguía acariciándola. Lizzie se preguntó cómo podía parecer tan tranquilo cuando su sangre estaba prácticamente en ebullición.

Tenía sentido salir del escobero ¿pero dónde podía llevarlo? A su habitación no, desde luego. Niccolò se sorprendería al ver su humilde cuarto en las buhardillas de la casa. Y tampoco al dormitorio de Sylvie porque no quería que el retrato de su altiva jefa la mirase mientras yacía en la cama con aquel hombre. A la habitación roja, decidió. No importaba que deshicieran la cama porque ella era la responsable de volver a hacerla.

–Muy bien –dijo con voz ronca–. Ven conmigo.

Lentamente, subió por la escalera de madera oscura, tratando de no pensar en lo que estaba a punto de hacer. Abrió la puerta y entró en una habitación resplandeciente de satén y terciopelo rojo, flecos y brocados dorados. Y, mientras Niccolò la seguía al interior, recordó la vez que uno de los invitados borrachos de Sylvie había proclamado que parecía un burdel.

Lo vio acercarse a la ventana y contemplar los jardines cubiertos de maleza y, de repente, recordó que él estaba allí como posible comprador.

¿Y si compraba la casa? ¿Necesitaría un ama de llaves?

Y si era así, ¿había destruido sus posibilidades de conseguir otro trabajo al dejar que la llevase al orgasmo en el escobero? Sin duda, pensó.

Pero dejó de pensar cuando él la tomó nuevamente entre sus brazos, mirándola con una expresión insondable.

–¿Dónde estábamos?

De repente, Lizzie se sintió tímida, fuera de lugar. ¿No se suponía que era una virgen frígida?, se preguntó, aturdida.

–Yo… no me acuerdo.

–Entonces será mejor que yo te lo recuerde.

Empezó besando su cuello, despacio, hasta llegar al escote del vestido. Lizzie dejó escapar un gemido de placer cuando deslizó la lengua entre sus pechos. Riendo, Niccolò desabrochó el vestido, dejando que se deslizase hasta el suelo en un susurro de seda mientras daba un paso atrás para mirarla. Y, curiosamente, Lizzie no se sentía cohibida mientras estaba inmóvil frente a él, llevando únicamente las bragas.

¿Porque la miraba con descarada admiración o porque sentía como si estuviera al borde de algo extraordinario? Como si todo lo que había sucedido en su vida hasta ese momento hubiera sucedido por alguna razón. Y aquella era la razón, él. Aquel hombre con el que sentía una conexión que era más que física.

Lizzie empezó a desabrochar su camisa con dedos inusualmente temblorosos y notó que él tenía algunas dificultades para bajar la cremallera de su pantalón. Tal vez eso debería haberla intimidado, pero no fue así porque no dejaba de decirle lo guapa que era mientras se quitaba los zapatos.

Y nada podría haberla preparado para la alegría de estar desnuda entre sus brazos, en la cama, como si fuese algo perfectamente normal. El contraste entre el duro y viril cuerpo masculino y el suyo, más suave y redondeado, era embriagador.

Sintiéndose audaz, empezó a explorarlo con los dedos, deslizándolos por su torso y su duro vientre. Pero cuando se acercó tentativamente a su ingle, él dijo algo en italiano y sacudió la oscura cabeza mientras tomaba un paquetito de la mesilla de noche, que debió haber dejado allí sin que ella se diera cuenta.

–Aún no es demasiado tarde –musitó, mirándola a los ojos.

–¿Demasiado tarde para qué?

–Para poner fin a esta locura –Niccolò hizo una mueca–. Porque eso es lo que es.

Era una advertencia, pero Lizzie no prestó atención a sus palabras. ¿Cómo iba a hacerlo? Habían ido demasiado lejos como para detenerse.

–No –respondió, con los labios hinchados por sus besos–. No quiero parar. A menos… a menos que tú sí quieras, claro.

–¿Tú qué crees, Lizzie?

Niccolò enterró los labios en su pelo y entonces, de repente, estaba dentro de ella. La llenó con su carne y ella gritó, maravillada de que algo pudiera ser tan íntimo. Podía notar su cuerpo expandiéndose para acomodarlo y después de un ligero dolor inicial se sintió como en el paraíso. Notó que él se quedaba quieto durante unos segundos, pero estaba demasiado concentrada en su propio placer como para prestar atención.

–Por favor –gimió.

–¿Por favor qué? –dijo él, con voz áspera.

–Más… quiero más.

Dejando escapar un gruñido ronco, Niccolò empezó a moverse de nuevo y ella levantó las caderas para recibir su poderoso empuje, lento y provocativo al principio… hasta que se volvió urgente. Una excitación salvaje se apoderó de ella y en esa ocasión sabía qué esperar. Sintió que el poderoso cuerpo masculino se estremecía al mismo tiempo que el de ella y se vio abrumada por una sensación de absoluta felicidad cuando él dejó escapar un grito de placer.

Debió quedarse adormilada después de eso porque despertó con la desagradable sensación de que él se apartaba de su cuerpo, aunque ya estaba duro de nuevo. Iba a protestar cuando se encontró con una mirada oscura y abrasadora. No era exactamente una mirada hostil, pero tampoco era lo que ella esperaba.

¿Y qué esperaba? ¿Que la besara y le dijera que acababa de encontrar a la mujer de sus sueños?

Un minuto antes su expresión había estado llena de pasión y aprecio, pero ahora… ahora la observaba con un gesto que no podía descifrar.

–¿Niccolò?

Él pasó los dedos por el desordenado cabello rojo, tratando de encontrar algún sentido a lo que había pasado. Acababa de tener relaciones sexuales con una extraña, una virgen. Una virgen dulce y apasionada.

–No ha sido lo que yo esperaba –dijo con voz ronca, mirándola fijamente–. ¿Por qué no me lo dijiste?

–¿Te refieres… a que tú has sido el primero?

Niccolò esbozó una sonrisa.

–Precisamente eso.

–¿No te ha gustado?

–Tú sabes muy bien que sí –respondió él, dejando escapar un profundo suspiro–. Pero no deberías haber desperdiciado tu inocencia con un hombre como yo.

Ella lo miró con cara de desconcierto.

–¿Qué quieres decir?

¿De verdad necesitaba que se lo explicase?

–Si has esperado tanto, deberías haber elegido a un hombre con el que quisieras tener una relación y ese hombre no seré yo, cara.

–¿Estás diciendo que no tienes relaciones?

Niccolò negó con la cabeza. No se relacionaba con mujeres que tenían ojos en los que uno podía ahogarse o que lo besaban como si nunca antes las hubieran besado. Mujeres que podrían hacerle olvidar su dolor y su pena, pero dejando en su lugar algo que lo inquietaba.

–No es nada personal. Sencillamente, no tengo tiempo.

–Bueno, gracias por ser sincero conmigo –Lizzie se incorporó y empezó a deslizar las piernas hacia el borde de la cama–. Supongo que no hay nada más que decir.

Niccolò solo podía ver los rosados pezones y el pálido triángulo de fuego entre sus muslos. Y, de repente, su cerebro dejó de funcionar porque el flujo de sangre se desvió hacia necesidades más elementales de su cuerpo.

–Podríamos pasar el resto de la noche juntos –sugirió.

–¿No tienes que volver a Londres?

–Tengo una cena de negocios, pero puedo poner alguna excusa. Quiero volver a hacer el amor contigo, Lizzie. Hay tantas cosas que me gustaría hacerte, cosas que tú disfrutarías. Pero quiero dejar algo bien claro –Niccolò hizo una pausa–. Sin ataduras, sin expectativas. ¿Qué dices a eso?

Ella se ruborizó y, en ese momento, parecía la virgen que había sido hasta unos minutos antes.

Niccolò se preguntó si respondería con indignación. Se preguntó, desolado, si lo rechazaría, pero cuando levantó la mirada pudo ver la respuesta escrita en el brillo de sus preciosos ojos verdes.

–Digo que sí –susurró tímidamente–. Me gustaría mucho.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Seis meses después

 

Lizzie estaba planchando la que parecía su centésima camisa del día y cuando sonó el timbre dejó escapar un suspiro. A veces, los empinados escalones que llevaban desde el sótano de la gran casa hasta la puerta principal la hacían sentir como si estuviera escalando el Everest. Se cansaba mucho últimamente y cada vez le costaba más conciliar el sueño, tales eran las desventajas de su condición.

Pero no debía concentrarse en lo negativo, se dijo a sí misma. Necesitaba recordar su lista de agradecimientos. El embarazo avanzaba muy bien y era una suerte tener un trabajo, dadas las circunstancias.

Claro que su lista de agradecimientos se había agotado cuando llegó al vestíbulo de entrada, preguntándose quién llamaría a esa hora de la mañana. Su jefa había salido y Lizzie dudaba que alguna de sus amigas pasara a saludarla tan temprano. La espontaneidad no era una palabra que uno asociase con la clase alta inglesa.

Hacía frío arriba porque la calefacción estaba apagada durante el día y se estremeció al abrir la puerta, pero la ráfaga de aire frío no fue responsable del helado horror que la invadió cuando su mirada se posó en Niccolò Macario.

La última vez que lo vio era verano y el sol lo había transformado en un dios resplandeciente, mientras que aquel día estaba recortado en tonos austeros contra el paisaje desnudo del invierno.

Su corazón se aceleró. En realidad, eso no era cierto. La última vez que lo había visto, él acababa de penetrarla profundamente y ella se había levantado de la cama para ponerse el elegante vestido de Sylvie, totalmente arrugado. Si él se preguntó por qué no se había puesto unos vaqueros o una bata para despedirlo en la puerta, no lo había dicho y ella no había tenido que explicarle que su ropa estaba arriba, en la buhardilla de la criada. No se habían hecho preguntas, ocupados como estaban explorando sus cuerpos.

Lizzie respiró entrecortadamente. Durante todos esos meses se había preguntado cómo podía haberse comportado de forma tan impetuosa con un hombre al que no conocía. Había sido difícil no castigarse por ello y su error de juicio se volvía mucho más comprensible ahora porque él seguía siendo el hombre más atractivo que había visto en toda su vida.

Se había enamorado locamente de él, pero Niccolò no sentía lo mismo y la noche que pasaron juntos no había cambiado nada. Aunque no sería humana si no hubiese albergado una pequeña esperanza.

Se había preguntado si volvería a encontrarse con él y si esa química abrumadora los llevaría directamente de vuelta al dormitorio. Aunque no sería el de Ermecott porque la mansión jacobea había sido comprada unas semanas más tarde por una familia escocesa que tenía su propia ama de llaves, dejándola a ella en la calle. Que hubiese encontrado otro trabajo dadas sus circunstancias había sido una especie de milagro.

¿Cómo la había encontrado Niccolò ahora que vivía en Londres? ¿Y por qué había ido a buscarla cuando había hecho todo lo posible para evitarla durante seis meses?

–Buenos días –lo saludó, intentando disimular la delatora emoción en su voz–. Debo decir que es una sorpresa volver a verte.

–Imagino que debe serlo. No ha sido fácil localizarte, cara.

–¿Qué haces aquí?

–¿No es obvio? –Niccolò la miró de arriba abajo, endureciendo el gesto al detenerse en la curva de su vientre, que empujaba contra el feo vestido de cuadros–. Tenemos que hablar, ¿no crees?

Lizzie quería darle con la puerta en las narices, pero sabía que no podía hacerlo. Ella no era una persona irracional y esperaba que, cuando las cosas se pusieran feas, él tampoco lo fuese.

¿Y la nueva vida que crecía dentro de ella no le había dado una confianza en sí misma y un coraje que no había tenido antes? ¿No era una mujer mucho más fuerte ahora que debía pensar en su hijo?

«Así que averigua lo que quiere y luego decide cómo vas a lidiar con ello».

Lo llevaría al sótano y cuando se despidieran nadie sabría que había estado allí.

–De acuerdo, pero tendrá que ser rápido. Mi jefa volverá pronto.

Niccolò no respondió. No podía hacerlo porque volver a verla, y en ese estado, lo afectaba de un modo que no podía entender. En silencio, la siguió escaleras abajo hasta la cocina. Hacía frío allí, pensó.

Lizzie se dio la vuelta y, una vez más, él quedó sorprendido por su aspecto. No solo porque sus ojeras sugerían un cansancio crónico sino por los evidentes signos de embarazo. Sabía que estaba embarazada por la carta que había recibido, pero solo al enfrentarse con la evidencia empezaba a creer que el embarazo era real.

Iba a tener un hijo.

Un hijo que nunca había deseado.

Una flecha de dolor atravesó su corazón. Y de culpabilidad. El sentimiento de culpa siempre estaba presente, pero había algo más. Algo que no reconoció, algo que no quería reconocer.

–Estás embarazada –observó con voz ronca.

–De seis meses –dijo ella.

–Sin embargo, yo acabo de enterarme. ¿Por qué demonios no te pusiste en contacto conmigo?

–¡Lo intenté muchas veces! Cuando la segunda prueba de embarazo dio positivo intenté ponerme en contacto contigo, pero me encontré con todo tipo de obstáculos.

–¿De qué estás hablando?

–Eres un hombre muy poderoso y tienes un círculo muy protector a tu alrededor, Niccolò. Tú eres multimillonario y yo solo una humilde trabajadora. Intentar hablar contigo es como intentar robar las joyas de la Corona, una tarea imposible. Por eso terminé escribiéndote esa carta.

–¡Una carta que acabo de recibir! –explotó él, sacando del bolsillo una hoja de papel arrugada–. Y ya no vives en la dirección que aparece en la carta, por eso no podía encontrarte.

–Tal vez deberías hablar con tus ayudantes para que dejen de protegerte como una guardia pretoriana –sugirió ella, antes de morderse los labios–. Ni siquiera intercambiamos números de teléfono, de lo contrario podría haberte llamado o haberte enviado un mensaje de texto.

–Pensé que habíamos decidido que era lo mejor.

–Bueno, eso lo decidiste tú.

–¡Porque lo que pasó ese día fue una locura entre dos personas que vivían en lados opuestos del mundo!

–Pero esa no es la única razón, ¿verdad? ¿Recuerdas lo que dijiste o te lo recuerdo yo? «Sin ataduras, sin expectativas». Esas fueron tus palabras exactas, ¿no es así, Niccolò? ¿O el embarazo me ha alterado tanto el cerebro que ya no puedo confiar en mi propia memoria?

–Estaba tratando de hacerte un favor –dijo él–. No quería que te hicieras ilusiones.

–¿Ilusiones? Un escobero no es un ambiente precisamente romántico –Lizzie soltó una carcajada–. No estamos hablando de Romeo y Julieta, ¿verdad?

–Tú lo quisiste –le recordó él.

–¿Y tú no?

Niccolò sacudió la cabeza.

–Por supuesto que sí.

Se preguntó cómo reaccionaría si le dijese que nunca en toda su vida había sentido algo así, algo tan salvaje, tan incontrolable. ¿No había sido ese descubrimiento un incentivo para resistirse a la tentación de volver a verla? Y entonces pensaba que era una mujer de la alta sociedad, no una empleada de hogar.

–Si me hubieras dicho que eras virgen no habría pasado nada.

–No tuve oportunidad. No hablamos mucho precisamente.

–No –asintió él–. Es verdad.

–Bueno, al menos ahora sabemos dónde estamos. Voy a tener un bebé, por mi cuenta. No te preocupes, esto es algo que sucede desde el principio de los tiempos y las mujeres lidian con ello como estoy haciendo yo –Lizzie levantó la barbilla en un gesto de orgullo–. ¿Alguna cosa más?

Niccolò sacudió la cabeza en un gesto de frustración. ¿Estaba jugando con él? ¿De verdad pensaba que, después de haberla localizado, iba a actuar como si no pasara nada?

–¿Crees que dejaría que la madre de mi hijo siguiese trabajando como criada?

–No hay nada malo en ser ama de llaves –se defendió ella acaloradamente–. No es nada de lo que deba avergonzarme.

–¿No? ¿Entonces por qué me lo ocultaste?

Lizzie se mordió los labios mientras se preguntaba cómo responder a esa pregunta. Si su apasionada relación hubiese durado más de unas horas podría haberle contado que había querido sentirse como una mujer normal por una vez en su vida. Una mujer capaz de hacer que un hombre magnífico la mirase con pasión en lugar de ser tratada como parte del mobiliario. Pero si le dijese eso ahora parecería débil y necesitaba ser fuerte por muchas razones, sobre todo por el bien de su bebé.

–No te conté ninguna mentira.

–No, no lo hiciste. Pero me hiciste creer…

–¿Que era rica? ¿Solo te acuestas con mujeres ricas, Niccolò?

–No había tenido relaciones sexuales durante más de un año antes de esa tarde –replicó él.

La inesperada confidencia le produjo una oleada de placer, pero ella sabía que esa reacción era peligrosa. No debería leer demasiado en ella porque, evidentemente, Niccolò lamentaba lo que había pasado.

–Hiciste una suposición sobre quién era yo basándote en mi aspecto. Me había probado uno de los vestidos de mi jefa porque me debía dinero y no tenía intención de pagarme. Sylvie me dijo que podía vender algunos de sus vestidos y eso es lo que estaba planeando hacer. Tú pensaste que era alguien completamente diferente cuando abrí la puerta y yo estaba divirtiéndome demasiado como para corregirte.

–¿Conocías mi identidad antes de que llegase?

–Sylvie me dijo que te esperaba y el agente inmobiliario me había llamado esa mañana –Lizzie lo miró fijamente, sin saber dónde quería llegar… hasta que la inferencia detrás de la pregunta se volvió insultantemente clara–. Espera un momento. ¿No creerás que yo lo planeé todo? ¿Crees que te di mi virginidad porque eres uno de los hombres más ricos del mundo?

–No lo sé –Niccolò se encogió de hombros–. Esas cosas pasan. Lee los periódicos si no me crees.

Ni siquiera tenía la delicadeza de parecer arrepentido, pensó ella. Y le dolía muchísimo que la considerase capaz de tal cosa.

«Y ya está bien. No tienes que cargar con la culpa solo porque dejaste que la pasión se apoderase de ti por primera vez en la vida».

Al menos le había hecho un favor al revelarle su verdadera cara.

A menudo, en general por las noches, cuando se sentía más sola y vulnerable, pensaba en él. En el brillo azabache de sus ojos, en lo que había sentido mientras la abrazaba y la besaba apasionadamente. Niccolò la había hecho sentir segura y deseada, sobre todo cuando compartieron un baño y él enjabonó sus senos con manos ansiosas…

Esos recuerdos provocaban alguna fantasía ocasional en la que, normalmente, Niccolò aparecía sin avisar y le decía que dejarla escapar había sido el mayor error de su vida.

Bueno, la primera parte de su fantasía se había hecho realidad, pero el final no podría ser más diferente. O más cruel. Parecía que estaba allí para pedirle cuentas y burlarse de ella.

«Así que deshazte de él antes de que tus defensas se desmoronen y te pongas a llorar como una tonta».

–Me atribuyes más astucia de la que soy capaz. Y si tu dinero te hace desconfiar de los motivos de los demás, lo siento por ti.

–¿Tú sientes pena por mí?

–¿No crees que una humilde ama de llaves tenga derecho a sentir compasión por un hombre tan poderoso como tú?

Niccolò apretó la mandíbula.

–No voy a entrar en un debate sobre eso. Es una pérdida de tiempo.

–Estoy de acuerdo –dijo ella–. Y como tengo un montón de camisas que no se van a planchar solas, lo mejor será que te marches.

–¡Lizzie! –estalló él, exasperado.

Y esa fue su perdición. Que pronunciase su nombre le llevó todo tipo de recuerdos eróticos. ¿No lo había susurrado justo antes de entrar en ella? ¿No lo había murmurado de nuevo cuando estaban en la bañera, y más tarde, cuando le sirvió su famoso soufflé omelette, según Niccolò el mejor que había probado en su vida?

–Mi jefa volverá en cualquier momento y será mejor que no te encuentre aquí.

–¿Sabe quién es el padre de tu hijo?

–Por supuesto que no –respondió ella–. No uso tu apellido como una insignia de honor.

Lizzie miró el reloj de la pared. Lo último que quería era que la pillasen a solas con el poderoso multimillonario. Casi podía imaginar la oleada de preguntas:

«¿Cómo dices que lo conociste?».

«¿Llevabas puesto un vestido de tu jefa?».

–Creo que ya has dicho todo lo que tenías que decir, así que será mejor que te vayas.

–Pero ahí es donde te equivocas, Lizzie. Ni siquiera he empezado –dijo él, con un tono engañosamente suave–. Y como has dejado claro que aquí no podemos hablar, sugiero que te reúnas conmigo para almorzar.

No era una sugerencia sino más bien una orden. Las palabras de un hombre acostumbrado a salirse con la suya. Y aunque lo último que Lizzie quería era prolongar la tortura de volver a verlo, ¿qué podía hacer sino aceptar? Él era el padre de su hijo y no podía fingir que no le importaba.

¿Pero qué quería y por qué su corazón seguía tontamente acelerado? ¿Era porque temía que usara su poder contra ella y contra su hijo o porque su presencia seguía excitándola, por inconveniente que fuese?

Claro que era un hombre difícil de ignorar. Irradiaba energía, poder. Su pelo negro brillaba bajo la pálida luz invernal que se filtraba a través de la ventana del sótano.

–Muy bien, si insistes –accedió, tratando de fingir una despreocupación que no sentía–. Hay un café al final de la calle, a la entrada del parque. Te veré allí, alrededor de las dos.

La respuesta de Niccolò la sorprendió por completo.

–Ponte un jersey antes de salir –dijo con brusquedad–. Hoy hace mucho frío.

Lizzie se alegró cuando se dirigió a la escalera porque sus ojos se habían empañado. No quería que fuese amable con ella. Sería mucho mejor que la juzgase o la criticase. De ese modo sería más fácil controlar sus absurdos sentimientos.

Después de cerrar la puerta se apoyó en ella con los ojos cerrados.

Sus sentimientos por Niccolò eran complejos y de ahora en adelante, pensó, llevándose las manos al vientre, debía estar en guardia.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

EL café se encontraba a la entrada de un parque, como Lizzie le había dicho, y Niccolò se sentó frente a la puerta para poder verla en cuanto apareciese.

Si aparecía.

Miró de nuevo su reloj, porque era más fácil concentrarse en la logística que en el tumulto de emociones desconocidas que intentaba controlar sin mucho éxito.

¿Era posible que la pequeña ama de llaves lo hubiese dejado plantado? Él nunca había esperado a nadie. Ser millonario significaba que nunca tenía que esforzarse. Todo el mundo era siempre puntual; de hecho, siempre llegaban con antelación. Lo esperaban el tiempo que hiciese falta, pendientes de sus palabras, empujándose unos a otros para llamar su atención…

Pero Lizzie no había reaccionado de esa forma.

Niccolò frunció el ceño al recordar las acusaciones que había lanzado. ¿Su dinero lo había vuelto tan remoto e inaccesible que la madre de su hijo no había podido conseguir una cita para verlo?

La madre de su hijo.

Esa frase hizo que apretase los dientes. El sentimiento de culpa que lo perseguía desde tanto tiempo atrás era ahora más pesado que nunca.

Sus pensamientos fueron interrumpidos al ver a Lizzie caminando hacia el café, pequeña e inmediatamente reconocible con su cabello rojo en contraste con el gris metalizado del cielo. Cuando se acercó a su mesa, notó que llevaba un abrigo de mala calidad que apenas podía abrochar sobre la curva de su vientre y una ráfaga de algo que no reconoció hizo que deseara envolverla en capas de cachemira.

Se levantó para saludarla, pero ella lo miró con gesto de recelo.

–Hola –dijo sencillamente.

Mientras se quitaba el fino abrigo y lo colgaba en el respaldo de la silla, él la observó, en silencio. Se había puesto un vestido de pana marrón que debía haber elegido únicamente por comodidad. Sin embargo, a pesar de su palidez y de sus ojos cansados, había algo muy atractivo en ella y el pulso de Niccolò se aceleró inesperadamente.

¿Era ese pelo rojo pálido, que el embarazo había vuelto más espeso y brillante, o el extraordinario color pistacho de sus ojos lo que hacía tan difícil apartar la mirada de su rostro?

–Siéntate, por favor –murmuró, apartando una silla como si fuese un complaciente camarero.

–Gracias.

Rozó sus estrechos hombros mientras ella se dejaba caer sobre la silla y sintió una sacudida física instantánea. Ese aspecto de su relación no había cambiado, tuvo que reconocer de mala gana, tan intrigado como alarmado. La química entre ellos era tan candente como la primera vez.

–¿Qué te apetece comer?

–Nada, gracias. Solo un té de hierbas.

Niccolò frunció el ceño.

–¿Ya has comido?

–No –admitió ella.

–¿Entonces por qué has llegado tan tarde?

Lizzie vaciló. No quería parecer una víctima, pero eso parecería si le contase que había tenido que planchar una camisa de seda para la partida de bridge de lady Cameron. Aunque fuera su tarde libre. Y aunque hubiera docenas de camisas similares cuidadosamente planchadas en el enorme vestidor de su jefa. Tenía que ser esa camisa en particular, y no, Lizzie no podía irse hasta que la hubiese planchado.

–Tenía que terminar un trabajo –dijo vagamente.

–Tienes que comer, especialmente en tu condición.

Ella lo fulminó con la mirada. Si no podía desahogar su enfado con el hombre que la había puesto en esa situación, ¿con quién iba a hacerlo?

–¿Qué tiene un embarazo que, de repente, convierte a todo el mundo en experto en mi bienestar? Debería comer y debería descansar, pero seré yo quien decida cuándo debo hacerlo, si no te importa.

–¿No tienes hambre?

Por desgracia, su estómago eligió ese momento para protestar ruidosamente. ¿Fue la mención de la comida o el tentador aroma de los platos que una camarera estaba sirviendo en la mesa de al lado?

–Un poco –admitió de mala gana.

–Ya me lo imaginaba.

Era extraño que alguien cuidase de ella para variar, pero Niccolò hizo un gesto y los camareros se apresuraron a atenderlo. Hasta el propio chef llevó una cesta de pan recién hecho de la cocina.

Poco después, frente a ella había un humeante plato de sopa de verduras y, durante unos minutos, olvidó dónde estaba y por qué estaba allí. Incluso olvidó quién estaba sentado frente a ella, observándola como un halcón mientras tomaba el delicioso caldo.

–¿Mejor? –preguntó él cuando terminó de comer.

–Supongo que sí –respondió ella.

Niccolò esbozó una sonrisa triunfante y sexy al mismo tiempo. Y Lizzie no quería que sonriera así. No quería que sonriera en absoluto porque eso hacía que su corazón se acelerase.

–Tenemos que hablar del futuro –dijo él, apartando su taza de café.

–¿El mío o el tuyo?

–¿Tienes padres que estén dispuestos a asumir el papel de abuelos? ¿Hermanos que estén ansiosos por ser tíos y tías?

Ella negó con la cabeza. Si esperaba una solidaria red familiar se había equivocado de mujer.

–Mis padres han muerto.

–Eres muy joven para ser huérfana.

Lo inesperado de esa observación hizo que Lizzie revelara cosas que no había planeado contarle.

–Mi padre murió cuando yo era un bebé y mi madre… en fin, tenía muy mala salud y yo tuve que cuidarla, por eso mi escolarización fue tan esporádica. No tengo hermanos. ¿Y tú, tienes familia?

No estaba preparada para la repentina tensión en sus llamativos rasgos, ni para el brillo helado de sus ojos.

–Esto no se trata de mí sino de ti y del bebé. Y parece que no tienes a nadie que te apoye.

–No necesito que nadie me apoye.

–¿No? ¿Y cómo piensas arreglártelas después del parto?

Era algo que ella se había preguntado a sí misma muchas veces durante los últimos meses.

–Todo irá bien. La sociedad es mucho más abierta que antes. Mi jefa sabe que estoy embarazada, obviamente –Lizzie miró su abultado abdomen–. Dice que podré seguir trabajando para ella durante la baja por maternidad, a cambio de algunas tareas domésticas ligeras mientras el bebé duerme.

–¿Tareas domésticas ligeras? –repitió él, endureciendo el tono–. ¿Qué significa eso?

–Es bastante obvio, Niccolò. Cocinar, planchar, fregar baños, ese es mi trabajo. Imagino que hay gente que se ocupa de ese aspecto de tu vida y probablemente tú ni siquiera te das cuenta. ¿Estoy en lo cierto?

–Eso no tiene nada que ver.

Lizzie suspiró, intentando mantener a raya el abrumador deseo de tocarlo, de comprobar si era real o solo un producto de su imaginación.

–Y esto no tiene nada que ver contigo.

–No puedes decirlo en serio. Esto tiene mucho que ver conmigo, pero veo que no entiendes por qué estoy aquí.