E-Pack Bianca y Deseo noviembre 2023 - Caitlin Crews - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo noviembre 2023 E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

Pack 372 Apasionada Rendición Caitlin Crews Pensaba que su matrimonio había terminado, pero tan solo acababa de comenzar… Al lado de la tentación Maisey Yates No era un hombre con el que se podía jugar. Al menos… sin consecuencias.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca y Deseo, n.º 372 - noviembre 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-574-2

Índice

Créditos

Apasionada rendición

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Al lado de la tentación

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA un magnífico día para divorciarse.

Chloe Stapleton sonrió cuando el avión privado comenzó a descender sobre las montañas de Sicilia, que se levantaban sobre el reluciente azul del mar Mediterráneo, irguiéndose orgullosas. Estaban cubiertas de amplios viñedos y de ruinosos templos de la antigüedad, erigidos para honrar a dioses olvidados ya hacía mucho tiempo.

Muy apropiado.

Miraba atentamente por la ventana mientras el avión tomaba tierra bruscamente en una recóndita pista de aterrizaje, excavada sobre la ladera de una montaña con una eficacia firme y brutal que le recordaba al dueño del avión y de la propia pista. En realidad, era el dueño de la montaña entera y de gran parte de Sicilia, por no mencionar una porción siempre en aumento del mundo entero.

No había parte del planeta, por aislada o remota que estuviera, al que no llegara el poder y la influencia de la familia Monteleone.

Chloe no podía evitar sentir cierta nostalgia porque sabía que, en breve, se le iba a pedir que dejara su lugar en la familia.

«En realidad, soy una de ellos solo por el apellido», se corrigió.

Solo había estado en aquella finca en una ocasión. Hacía cinco años, cuando, sin saber lo que hacer, había recurrido al poderoso y misterioso hombre que, hasta aquel momento, había sido su hermanastro para pedirle ayuda.

Lao Monteleone había sido su única esperanza y él no había dudado. Chloe siempre lo había considerado un hombre reservado, lo que hacía que su cruel ferocidad fuera aún más evidente. Hacía exactamente lo que quería, siempre cuándo y cómo le convenía. Sin embargo, aunque distante, siempre había sido amable con Chloe.

Ella había ido hasta allí hacía cinco años, contando con dicha amabilidad y Lao no la había defraudado.

Cuando descendió del avión y permitió que el eficiente personal de Lao la condujera al coche que la estaba esperando, no le quedó más remedio que admitir que la amabilidad de Lao y la protección inmediata que él le había ofrecido le habían hecho sentirse muy segura cuando nunca más había esperado volver a sentirse así. Nunca lo olvidaría.

En las horas más oscuras de su desesperación, cuando perdió a su padre y con él, a la única persona que siempre la había amado y la había apoyado incondicionalmente, Lao había acudido en su ayuda. Se había ocupado de todo, dejando así que Chloe pudiera ocuparse de sí misma.

Resultaba agridulce volver allí. Sabía que aquel día representaba el final de tanta seguridad. En lo sucesivo, necesitaría encontrar la manera de crear su propio espacio en solitario.

«Creo que eso se llama aprender a ser adulto. Ahora te toca a ti tomar las riendas», se dijo con firmeza.

Trató de apartar la extraña sensación de melancolía cuando el coche echó a andar, llevándola por estrechas pistas de tierra que se abrían paso entre los recovecos de aquellas exuberantes y salvajes montañas. Pudo contemplar de pasada las antiguas ciudades que crecían cerca del agua y muchos pueblos históricos que parecían incrustados en las colinas. En Londres, su hogar, el tiempo era horrible, por lo que la luz del sol parecía incluso más hermosa y abundante sobre aquellas tierras, como si fuera una bendición que hacía que las hojas relucieran con fuerza.

Incluso cinco años atrás, cuando estaba totalmente destrozada por la pérdida de su padre, le había resultado imposible no percatarse de la belleza de aquella isla indomable. Había pasado muchos días de vacaciones en los lugares más refinados de Italia, pero nunca había estado antes en Sicilia ni había regresado desde entonces. A pesar de la nostalgia que había sentido por aquella isla, todo era tal y como lo recordaba. Un lugar salvaje, no del todo civilizado, que no se parecía en nada a la Italia más elegante que ella conocía.

En realidad, se podría decir lo mismo del propio Lao.

Se había casado allí con ella hacía cinco años, rápidamente y sin ceremonia alguna. Había sido más una reunión de negocios que una boda, aunque, en aquel momento, a Chloe le había convenido porque era la demostración del aprecio que Lao sentía por ella. Habían firmado su unión en el despacho de Lao, en el misterioso castillo que él poseía allí en la isla y que había reformado y modernizado para convertirlo en su centro de operaciones.

Lao le había informado, así, de pasada, que el castillo era propiedad de la familia Monteleone desde hacía varios siglos. Al escuchar aquellas palabras cinco años atrás, a Chloe le había parecido que aquel castillo se convertía también en un lugar seguro para ella. La familia Monteleone, con su poder e influencia, la protegería también.

Y suponía que así había sido.

Cuando Chloe pensaba en aquel día, sus recuerdos eran algo borrosos. Sentía la impresión de los ojos grises de Lao y su poderosa corpulencia. Era mucho más alto y fuerte que ella. Sujetaba suavemente las pálidas manos de Chloe entre las suyas mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas.

–Por supuesto, un matrimonio como este lo será solo en apariencia –le dijo de aquella manera tan sombría y firme en la que él hablaba.

–Por supuesto –le había respondido Chloe.

Chloe nunca le había contado a nadie que aquella parte le había resultado un poco… insultante. Incluso entonces, cuando estaba ahogada por el puño de la pérdida, una sensación que tardó un año en olvidar, se había sentido no exactamente insultada, pero sí algo molesta de que Lao ni siquiera se hubiera dignado en sellar su matrimonio con un beso. Además, él había mirado al sacerdote como si el hecho de que este le sugiriera algo así hubiera sido una afrenta.

Ciertamente, no se había sentido insultada, dado que Lao había ido más allá del deber que hubiera podido sentir hacia ella, pero sí ligeramente indignada. No obstante, sabía que había sido una estupidez pensar de aquella manera. No tenía derecho alguno.

Lo que importaba, y tenía la intención de decírselo a Lao en cuanto lo viera, era que había sido un don. En realidad, Lao no le debía nada. Podría haberse negado a recibirla aquel día y, sin embargo, le había dado el regalo de su protección. Las estúpidas y alocadas fantasías que ella había imaginado eran un secreto que Chloe se llevaría a la tumba.

El coche se detuvo por fin ante una imponente verja, flanqueada por columnas de mármol de estilo antiguo a pesar de que la verja en sí era moderna y, evidentemente, contaba con los últimos avances en tecnología. Al otro lado del muro, el camino se hizo más llano, sin baches, por lo que Chloe ya no tuvo que agarrarse con fuerza al reposabrazos del asiento trasero.

Se acomodó mientras el coche la conducía hacia el lugar donde la esperaba su esposo, aunque la resultaba complicado referirse así a Lao o a la relación que él había tenido con ella. Los cipreses alineaban el camino y, al otro lado, los olivos formaban como un ejército sobre la ladera de la colina, pero fue la aparición del castillo lo que la dejó sin aliento. Se erguía, imponente, en lo alto de la colina.

Allí, en aquel lugar, Lao se había casado con ella y, a continuación, la había liberado para que ella pudiera hacer lo que deseara.

–Tal y como tu padre lo hubiera querido –le había dicho, en los breves instantes que habían compartido después de la rápida ceremonia.

Por lo tanto, Chloe había aprovechado aquellos años que Lao le había concedido esforzándose por encontrar su lugar en el mundo. Eso habría sido lo que su padre habría deseado.

La verdad era que Chloe siempre había sido algo soñadora. Tal vez sería mejor describirla como una persona muy protegida, pero, fuera como fuera, había ido pasando de un empleo a otro, tratando constantemente de encontrar algo que la apasionara. Había hecho de relaciones públicas en el mundo literario, porque le había parecido muy importante poder ir por todo Londres hablando de libros a quien quisiera escucharla. Sin embargo, el trabajo no había sido lo que ella había esperado. Tenía que ver poco con hablar y menos aún con su amor a los libros, pero sí con crear campañas en Internet y torear los correos electrónicos enfurecidos por parte de los autores. También había formado parte de las asociaciones benéficas en las que trabajaban muchos de sus amigos del colegio, pero todas parecían tener más que ver con ser fotografiada en las fiestas que con hacer buenas obras en el mundo. Nadie le había comprendido cuando trató de explicarles cómo se sentía.

–Pero sí que hace cosas buenas para el mundo –le había replicado Mirabelle, su mejor amiga–. A la gente le gusta ver cosas bonitas. ¿Por qué no ser una de ellas?

Chloe había terminado trabajando en una galería de arte, lo que le resultó bastante divertido, principalmente porque la galería solía llenarse de la clase de personas que disfrutaban haciendo una espectacular montaña de un grano de arena.

–Así es como convences a los ricos sin gusto de que compren un lienzo barato pintado con un churretón de pintura para que lo cuelguen en la habitación de invitados –le había dicho su jefe.

A pesar de todo, Chloe había empezado a pensar que su futuro podría estar en el mundo del arte, dado que, al menos, no se aburría tanto como le había ocurrido con la publicidad. Tal vez no era su pasión, pero por lo menos le gustaba. Y resultaba muy poco sofisticado pasarse demasiado tiempo preocupándose por encontrar algo que pudiera realizar para ocupar su tiempo, aunque nadie en absoluto parecía valorar sus esfuerzos o mostrar interés alguno.

Estaba pensando en cómo podría mejorar en el juego de la sofisticación, cuando recibió la carta de citación de Lao.

Resultaba extraño que lo único en lo que podía pensar mientras se acercaba al Castello Monteleone fuera la pasión. Ya estaba pensando en sus argumentos, del mismo modo en el que lo hacía cada vez que recibía una carta de citación de Lao en la ciudad en la que ambos estuvieran en aquel momento. Así había sido siempre. En una ocasión se había encontrado con él en una playa de Brasil. Normalmente la llevaba a cenar, le preguntaba por su vida y sus planes de futuro, como si estuviera adoptando el papel de padre y tutor a pesar de ser legalmente su esposo. Luego, se marchaba, dejándola presa de aquella rampante virilidad que lo rodeaba, además de un poder incalculable y arrollador.

Siempre soñaba con él después de esas cenas.

Sin embargo, a lo largo de aquellos cinco años, aquella era la primera vez que él la citaba en el castillo. En el instante en el que recibió la carta, Chloe comprendió que solo podía significar una cosa, lo que, tarde o temprano, siempre había sabido que ocurriría.

Lao le había dado el regalo de aquellos cinco años. La había protegido con su poder y su influencia. Ya era hora de que Chloe tomara las riendas de su propia vida, por muy poco sofisticada que aquella imagen pudiera parecer.

El coche se detuvo por fin frente al castillo. Uno de sus empleados acudió a abrirle la puerta. Chloe sintió la tentación de desmayarse como una de las heroínas de sus libros favoritos. No lo hizo. Sabía que eso sería aprovecharse y, en cierto modo, mancharía el comportamiento de Lao con la muchacha que se había presentado allí hecha pedazos hacía cinco años sin que él la invitara, cuando ella ni siquiera sabía si iba a poder terminar aquella semana.

Sonrió al empleado que le había abierto la puerta y también al mayordomo que la esperaba en la entrada para acompañarla personalmente al interior del castillo.

A Chloe no le interesaba demasiado la arquitectura. No había prestado demasiada atención cinco años atrás, pero, en aquel instante, comprobó que aquel edificio era verdaderamente espectacular.

Por supuesto, tener mucho dinero había ayudado a su reforma y mantenimiento, pero Chloe estaba segura de que Lao tenía buen gusto para los detalles porque había sido capaz de tomar un antiguo castillo y convertirlo en una muestra impecable de estilo y elegancia incomparables. Los muros eran de piedra, de los que colgaban tapices y obras de arte de valor incalculable. Al mismo tiempo, había también vigas de acero muy modernas y una sensación de luminosidad y amplitud gracias a las numerosas ventanas, seguramente muchas más de las que había habido originalmente en el casillo. Después de visitarlo por primera vez, había leído que cuando Lao se hizo cargo de él, el edificio estaba en estado ruinoso y lo había transformado hasta convertirlo en su propio palacio personal.

El articulista había escrito que se trataba de «una hazaña de la arquitectura que viajaba en el tiempo, un ejemplo del buen gusto y de visión de futuro, el refinamiento llevado a la perfección». Sin embargo, cuando Chloe pensaba en aquellas palabras, veía al propio Lao ante sus ojos, no al castillo en el que se encontraba en aquellos momentos.

El mayordomo la condujo hacia una galería acristalada que abarcaba una especie de recoveco en la ladera de la montaña y desde la que se podían admirar muchos kilómetros a la redonda. Sintió un profundo escalofrío por todo el cuerpo y, cuando llegaron al otro lado, comenzaron a caminar por una larga pasarela que estaba construida con una pared entera de espejos antiguos. Chloe aprovechó la oportunidad para atusarse el cabello y estirarse la ropa, algo arrugada por el vuelo que la había llevado hasta allí desde Londres.

Se había vestido para su imponente esposo, a pesar de que él, muy pronto, iba a pasar a convertirse en su ex.

Lao siempre la había dejado sin aliento. Fuera lo que fuera para ella. Tanto si llevaba un traje oscuro, a juego con el triste ambiente de un verano londinense como si estaba en una playa de Brasil con una cierta indolencia a la que ella nunca había podido enfrentarse directamente.

En realidad, lo que la había cegado no había sido la indolencia, sino los músculos esbeltos y dorados que él le había mostrado, cubiertos ligeramente de un vello oscuro y con una sugerente uve en la parte inferior del abdomen que parecía atraer directamente la mirada hacia uno de esos pequeños trajes de baño que estiraba al máximo su capacidad sobre el…

Al pensar en aquella reunión en Brasil, sintió que las mejillas se le sonrojaban. No recordaba nada de lo que él le había dicho. Además, era totalmente posible que ella no hubiera podido pronunciar ni una sola palabra y que hubiera permanecido allí, perdida por completo en sus tumultuosos pensamientos.

Pensando exclusivamente en el color azul. El color de aquel traje de baño. Un color que, a pesar del tiempo transcurrido, seguía turbándola.

Una vez más, Chloe sonrió ante su propia necedad. Justo en aquel momento, el mayordomo murmuró algo que ella no terminó de entender. Entonces, la animó a que entrara en una sala que Chloe recordaba perfectamente.

Allí era donde se casaron, en aquel despacho prácticamente colgado sobre el acantilado. En aquella parte del castillo, todo era muy moderno, desde la decoración, los muebles y hasta los enormes ventanales que imitaban a los del castillo original, pero que eran completamente de cristal.

Lao Monteleone estaba allí, junto a los ventanales, justo donde se había casado con él hacía cinco años. Estaba de espaldas a ella.

Chloe se sintió de repente muy débil. Vio cómo Lao se daba la vuelta y el sol iluminó su rostro desde arriba, reflejándose en las duras planicies de su pétreo rostro. De repente, Chloe dejó de sentirse débil para, como era habitual en ella, quedarse sin aliento.

Siempre le ocurría lo mismo y, sin embargo, cada ocasión parecía diferente. Todo el mundo lo consideraba un hombre guapo, aunque, en realidad, no lo era en el estricto sentido de la palabra. Era demasiado imponente. Demasiado distante. Individualmente, sus rasgos eran demasiado fuertes para la clase de belleza masculina que se admiraba en las portadas de revistas. Los altos pómulos, la cruel nariz, los sensuales labios que parecían estar siempre apretados, mostrando desaprobación. Como en aquel momento.

Su físico era imponente, pero, además, de él emanaba un poder que era tan intimidante como su estructura física. Medía al menos un metro ochenta y tenía un físico muy musculado, parecido quizá a muchas de las estatuas que había por los pasillos del castillo. Sin embargo, tenía los hombros mucho más anchos. Aquel día, no iba vestido con su habitual traje ni, por suerte, tampoco con un minúsculo bañador en color azul cobalto. No obstante, tampoco se podía decir que su atuendo fuera informal. Llevaba un camisa blanca, con el cuello ligeramente desabrochado que permitía ver un poco de su dorada piel. Chloe era incapaz de comprender por qué, con solo mirarlo, sentía un anhelo casi insoportable en el interior de su cuerpo.

Desgraciadamente, estaba segura de que Lao podía notarlo, del mismo modo que era capaz de ver cómo se le habían ruborizado las mejillas.

–Hola, Lao –dijo.

Sintió el absurdo impulso de echarse a reír como si fuera una colegiala, algo que siempre le ocurría. El anhelo que sentía en su interior se hizo totalmente dueño de ella.

–Chloe. Confío en que hayas tenido un vuelo agradable –respondió él. El modo en el que pronunciaba su nombre sonaba a poesía. Además, la magia de su acento contenía tanto picante que ella tuvo que contenerse para no lamerse los labios.

–Sí, gracias. Muy agradable.

–He pedido que te traigan un té –dijo él. A Chloe no se le pasó por alto el énfasis que él puso en aquella última palabra.

Lao era italiano cien por cien. No comprendía la obsesión que los ingleses tenían con el té y mucho menos cuando este se diluía con leche. Sin embargo, se lo proporcionaba de todas maneras, dado que esa era su naturaleza. Se ocupaba de todo. Siempre. Parecía decidido a que ella, solo ella, supiera el protector que realmente era. No el mago negro de los negocios al que todos tanto temían, el inescrutable multimillonario que, en ocasiones, había sido el hombre más temido de toda Europa. Solo ella sabía la verdad.

–Sé lo mucho que los ingleses necesitáis el té –añadió.

–Muchas gracias.

Chloe le habría dado las gracias, aunque no hubiera motivo alguno para dárselas, pero, la verdad era que le vendría muy bien un té para que se le asentara el cuerpo. Necesitaba dejar de temblar y empezar a tener en cuenta que aquel viaje no solo era para expresarle su gratitud. Era para darle las gracias y divorciarse de él.

Lao le hizo una indicación con la cabeza a alguien que estaba detrás de Chloe. Ella se dio la vuelta y vio que el mayordomo se dirigía a otro de los empleados para que colocara una bandeja con un servicio completo de té sobre una mesa de madera tallada.

El silencio que reinaba en la estancia pareció profundizarse aún más cuando el mayordomo y su empleado se retiraron.

–Eres muy amable –dijo Chloe por fin. Se había prometido que no permitiría que él la acobardara. No toleraría que el sentimiento que la abrumaba la dejara una vez más sin palabras–. Quiero que sepas que te agradezco esto más de lo que puedo expresar. Estos últimos cinco años han sido un regalo maravilloso. No sé lo que habría sido de mí sin ti. Gracias a ti me siento lista y capaz de seguir con mi vida. Sola. No lo olvidaré nunca, Lao. Es maravilloso lo que has hecho por mí, cuando, técnicamente, ya no eras mi hermanastro.

Lao permaneció inmóvil.

–¿Por qué crees que te he convocado hoy aquí, Chloe?

–Bueno –respondió ella con una risita nerviosa–, he dado por sentado que estás dispuesto a seguir con el resto de tu vida y que un matrimonio poco conveniente con la hija de un hombre al que, según recuerdo, no le tenías mucha estima, podría impedírtelo.

Lao siguió en silencio, observándola atentamente. Una vez más, Chloe sintió que el calor se apoderaba de ella.

–No me importa que te quieras divorciar de mí, Lao –añadió precipitadamente–. De verdad. No tienes que preocuparte por mí.

–No me preocupo por ti porque sé que te están cuidando –afirmó, con una voz baja y profunda que no logró hacer desaparecer el temblor que se había apoderado de Chloe–. Sin embargo, las cosas deben cambiar. Creo que ya es hora.

–Estoy de acuerdo –afirmó ella. No obstante, tuvo que recordarse que no debía experimentar un sentimiento de desilusión poco razonable.

–Necesito un heredero –dijo él, de repente–. Y, como ya tengo esposa, no veo razón alguna para que ella no me lo pueda proporcionar.

–¿Un heredero?

A Chloe le estaba costando entenderlo. Tragó saliva, o por lo menos lo intentó, dado que parecía que la garganta no le funcionaba.

–¿Quieres… quieres decir conmigo? –añadió.

Lao la miró como si él estuviera hecho de trueno y lluvia, tan salvaje e indómito como las montañas sicilianas que los rodeaban. La miró como si ella fuera un pequeño y delicado objeto de cristal que tuviera en la palma de la mano.

Así era precisamente como se sentía Chloe.

–Sí, contigo –repuso Lao–. Ya va siendo hora de que te conviertas en mi esposa en todo el sentido de la palabra.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LAO Monteleone parecía haber esperado una vida entera para llegar a ese momento. Llevaba mucho tiempo deseando a Chloe Stapleton y Lao no tenía mucha experiencia en aquel sentido. Conseguía todo lo que deseaba sin demora alguna. Sin embargo, en el caso de Chloe Stapleton había preferido observar cómo se desarrollaba esa obsesión. No recordaba haber esperado para tener algo en toda su vida. Sin embargo, le había encantado aprender aquella lección porque le recordaba que era algo más que el actual dueño del enorme conglomerado de empresas de Monteleone. Le recordaba que, por debajo de todo aquello era tan solo un ser humano de carne y hueso. Un mortal. Un hombre como cualquier otro

Por supuesto, no necesitaba que nada se lo recordara aquel día. Chloe estaba ante él, como siempre, con la mirada de ensoñación en sus ojos color chocolate y unos suaves labios que parecían bordear siempre la sorpresa y la exclamación. Sabía que, normalmente, ella se vestía de una manera mucho más informal, pero también sabía que a Chloe le gustaba hacer un esfuerzo cuando quedaba con él. Le parecía muy bien, porque eso significaba que ella se había puesto un vestido que hacía destacar la delicadeza de sus clavículas, la elegante curva del cuello. Todo era como lo había esperado, y eso le gustaba.

Sin embargo, estaba disfrutando aún más con el modo en el que ella lo miraba. ¿Sabría Chloe lo mucho que lo deseaba o se lo tendría que mostrar él también?

Lao estaba más que dispuesto a descubrirlo.

–No lo comprendo… –susurró ella.

Él atravesó la estancia y se sentó junto a la mesa en la que habían servido el té. Era demasiado italiano para comprender el atractivo de un líquido lechoso que no era café y que, además, no formaba parte del desayuno. Sin embargo, eso no le impidió servir el té, tomar su taza, en la que no sirvió leche, y observar cómo ella se sentaba frente a él.

–Siempre había supuesto que terminarías divorciándote de mí –dijo ella mientras miraba la taza y añadía leche y tres cucharadas de azúcar. Entonces, sin darse cuenta de la mirada de desaprobación de Lao, tomó un sorbo–. Siempre di por sentado que ese era el plan. Los dos sabemos que tú solo te casaste conmigo para hacerme un favor. Nadie hubiera esperado que siguieras haciéndome ese favor durante el resto de mi vida.

–No deseo divorciarme de ti.

–Pero tienes que hacerlo –afirmó ella con mirada solemne. Y directa, lo que le resultó muy sorprendente dado que siempre tendía a desviarla–. Lao, si quieres un heredero, es lo único que tiene sentido.

–No, no es lo único.

Chloe separó los labios y parpadeó. La confusión se reflejaba en su rostro.

–En realidad no te entiendo. Lo único que tienes que hacer es anunciar que estás buscando una mujer para que se convierta en la madre de tu hijo y tendrás una larga fila en menos de una hora. Una fila que podría alargarse durante días y días y por varios continentes.

–No necesito nada de eso. Ya estoy casado. Además, quiero que mi heredero sea legítimo, por lo que esta me parece la solución más sencilla, ¿no te parece?

–Realmente no te entiendo.

Chloe frunció el ceño. Aquella fue la primera indicación que Lao había visto en mucho tiempo de que ella fuera mucho más que la muchacha perdida e indefensa en la que se había convertido después de un año de muertes. Primero, la madre de Lao, la complicada y resplandeciente Portia. Lao sabía que Chloe la adoraba, como todos los que la habían conocido. Seis meses después, el padre de ella, el aguerrido Charles Stapleton, un hombre hecho a sí mismo que había conseguido que Portia dejara de ser la viuda de un Monteleone. La muerte de Charles dejó a Chloe totalmente destrozada.

A Lao no le había agradado mucho que su madre volviera a casarse tan solo dieciocho meses después de la muerte de su padre. El hecho de que sus padres nunca hubieran sido felices juntos jamás le había afectado demasiado. Era su manera de pensar. ¿Qué tenía que ver la felicidad con los Monteleone?

–En la vida hay mucho más que los Monteleone, Lao –le había dicho Portia a Lao la noche en la que le confesó que iba a volver a casarse–. Incluso para ti.

–Yo no tengo prueba alguna que sugiera algo así –le había respondido Lao.

Se había sentido muy sorprendido y escandalizado por el hecho de que su madre hubiera seguido adelante con su decisión de casarse de todas maneras con Charlie Stapleton. Lao y Charles, al que el primero jamás se había referido como padrastro, nunca habían estado muy unidos. Se habían limitado a soportarse durante los escasos eventos familiares, sin hacer mucho por ocultar su antipatía.

Lo que Lao recordaba con más nitidez en la boda de su madre con Charlie Stapleton era la hija de este. Estaba muy enfadada y tan poco interesada en la boda como él mismo.

–Supongo que estás deseando tener una nueva madre –le había comentado él al ver la pequeña de siete años que, por razones desconocidas, se había quedado a solas con él. En realidad, no recordaba si había sido en la boda o en algún intento de reunión familiar antes de la misma. No recordaba con claridad los detalles, pero sí que recordaba a Chloe. La pequeña estaba cruzada de brazos y tenía el gesto torcido. Llevaba el cabello oscuro recogido en unas trenzas.

–Yo ya tengo madre –le había respondido la pequeña–. Es una desilusión. ¿Por qué iba a querer otra?

Lao se había echado a reír muy a su pesar, dado que había estado totalmente seguro de que ni siquiera sonreiría. Apoyaría a su madre hasta la muerte, pero no tenía intención alguna de mostrar afecto hacia Charlie Stapleton, su dinero o la niña que había tenido en su escandaloso matrimonio con una «actriz» cuya belleza sobrepasaba con mucho a su talento.

Sin embargo, y a pesar de todo, había sentido una inmediata simpatía por Chloe. Y, con el tiempo, había llegado a respetar a Charlie porque, a pesar de todos sus pecados, siempre había estado muy enamorado de Portia, de un modo que ni su primer esposo, el padre de Lao, la había amado.

Los Monteleone no eran personas que se dejaran llevar por los sentimientos. Eso era lo que su padre le había enseñado siempre. Los sentimientos eran para hombres de menor importancia, que tenían más tiempo para dejarse llevar por ese tipo de cosas. Los Monteleone construían imperios sobre imperios y los dirigían tan eficazmente que eran casi invisibles, a menos que alguien supiera precisamente dónde mirar.

–El poder verdadero nunca se ve a primera vista –le había dicho siempre su padre–. El poder verdadero no requiere de ningún escenario.

Sin embargo, Chloe no era una Monteleone. Al menos, no lo había sido entonces.

Lao había descubierto que sentía una enorme simpatía por la graciosa niña que siempre andaba haciendo travesuras por las mansiones que poseían. Sus ojos siempre estaban llenos de sueños y constantemente tenía un libro en las manos. Ella siempre le había hecho mucha gracia, a pesar de que aquel era un sentimiento que Lao no experimentaba con facilidad.

Pasó algún tiempo sin verla hasta que, poco después de que cumpliera los dieciocho años, Charlie murió y ella fue a Sicilia para pedirle ayuda.

Lao se la hubiera concedido sin dudarlo, en honor a la niña tan graciosa que recordaba. La única con la que había interactuado. También porque le habría agradado a su madre saber que él era capaz de hacer algo no porque fuera a ganar con ello, sino simplemente porque era su deber.

Portia había estado casada con el padre de Lao, un hombre gélido como un carámbano, durante años. Sin embargo, ella había sido capaz de mantener su calidez. Fue una mujer realmente maravillosa.

Lao habría ayudado a Chloe en cualquier caso, pero ella había estado de pie allí, en aquella misma estancia, esperándolo. Cuando Lao entró, ella se giró para mirarlo.

No hizo falta más. Incluso después de cinco años, Lao habría sido incapaz de decir qué era lo que había cambiado para él. Llovía en el exterior, por lo que la luz era escasa. Había pensado en muchas ocasiones, una y otra vez, que tal vez había sido la pena la que había transformado los rasgos de la niña que él había conocido en una mujer.

De un modo u otro, el deseo se había apoderado de él de una manera tan potente que seguía sorprendiéndole incluso a pesar del paso de los años. Había sido como si nunca hubiera visto a una mujer. Jamás habría imaginado que podía sentir algo tan intenso. De hecho, había llegado a pensar que se sentía indispuesto.

A pesar de todo, se había puesto manos a la obra. Se encargó inmediatamente de llamar a un sacerdote y de «donar» una cantidad apropiada para acelerar el proceso del matrimonio, que allí en Italia podía resultar bastante tedioso. Después, se casó con ella, la envió de vuelta a Inglaterra con la supervisión de un equipo de seguridad por si alguien descubría que ella era la esposa de Lao Monteleone y trataban de hacerle daño por su causa y se había puesto de nuevo a trabajar.

Había estado totalmente seguro de que lo que sentía por Chloe pasaría como cualquier otro virus. No fue así.

De vez en cuando, se reunía con su esposa para ver cómo estaba. La extraña reacción que experimentó la primera vez fue empeorando en cada ocasión, hasta que se hizo prácticamente insoportable cuando se reunió con ella en Brasil. Tras verla ataviada con un pareo transparente, que en vez de tapar parecía atraer aún más la atención a lo que había debajo y, peor aún, hacia su cuerpo, la imagen de Chloe lo había perseguido incansablemente desde entonces.

Curvas doradas contenidas por un bikini rojo.

Desde entonces, todo había sido un juego de esperas hasta que, por fin, habían llegado al momento en el que se encontraban. A aquel día. Por fin.

El día en el que Lao había decidido que había tenido más que suficiente.

Había decidido que, si tenía que vivir con aquel anhelo, lo mejor sería hacerlo con un propósito.

Chloe tenía el ceño fruncido. Parecía pensativa. Dio otro sorbo a su té.

–No se me había ocurrido pensar que, por supuesto, hoy en día la gente puede hacer todos los bebés que quiera en la consulta de un médico.

Lao podría haber refutado aquella sugerencia inmediatamente, pero no lo hizo. Se sentía demasiado intrigado por Chloe, dado que no tenía ni idea de adónde quería ella llegar con aquellas palabras. No recordaba la última vez que alguien lo había sorprendido.

Chloe se inclinó y volvió a dejar la taza sobre la mesa.

–Me encantaría tener un hijo tuyo, Lao –dijo–. Supongo que es una decisión algo extrema, por supuesto, pero no sabes lo mucho que tu protección ha significado para mí todos estos años. Hablo en serio cuando te digo que estaría encantada de gestar un hijo tuyo como madre subrogada.

–De ninguna manera –replicó él inmediatamente. Chloe frunció el ceño–. Ya te he dicho, Chloe, que quiero una esposa. Y la quiero en todos los sentidos.

Chloe permaneció totalmente inmóvil. Parecía haberse quedado totalmente atónita por lo que acababa de escuchar. Lao aprovechó la oportunidad para repasar todos los informes de seguridad que había memorizado sobre ella a lo largo de los últimos cinco años. Había esperado que ella se comportara como la mayoría de las mujeres de dieciocho años. En realidad, Chloe no se había encerrado en una torre, más bien lo contrario. Había asistido a todas las fiestas a las que habían ido sus amigas, pero, cuando ellas se iban con hombres, Chloe se había marchado a casa.

Había empezado a sospechar, y luego a desear, que ella fuera tan inocente como parecía. No era un requerimiento, pero rápidamente se estaba convirtiendo en una obsesión.

Lao se había dicho en repetidas ocasiones que era la novedad para un hombre cuyas amantes siempre habían sido mujeres de gran experiencia y más entusiasmo aún por las cosas que él, y su riqueza, podrían hacer por ellas.

Sin embargo, aquella mujer era Chloe. Su esposa.

–No en todos los sentidos –replicó ella.

Lao esperó.

Chloe podría ser una soñadora. Tal vez su padre la había mimado demasiado y le había permitido crecer tan ingenua en un mundo tan cruel. Sin embargo, Lao no era ninguna de las dos cosas. Su padre lo había criado del mismo modo en el que, a su vez, lo habían educado a él. Tan duramente como era posible, para que Lao estuviera preparado para la ingente tarea que lo esperaba en la vida adulta. La fortuna de los Monteleone era una entidad tan amplia que parecía vivir y respirar por sí misma y a la que había que dedicarle la vida entera.

Lao siempre se había tomado muy en serio su papel. Al contrario de muchos otros herederos, no había desperdiciado su juventud persiguiendo locuras inalcanzables. Nunca había sido carne de tabloides. No le gustaba llamar la atención de ninguna manera. A lo largo de toda su vida, se había asegurado de no frecuentar los lugares a los que acudían los paparazis y evitaba la clase de personas que atraían a las cámaras y los comentarios en redes sociales.

La familia Monteleone siempre había preferido que su poder quedara oculto porque, de esa manera, no se veía afectado por los vaivenes de la vida.

Los Monteleone siempre permanecían.

Por supuesto, eso no significaba que Lao no hubiera satisfecho todos y cada uno de sus apetitos. Lo había hecho a conciencia. Simplemente prefería que lo que hacía fuera exclusivamente asunto suyo y de nadie más.

Precisamente por eso, era capaz de reconocer un profundo y apasionado interés femenino cuando lo tenía delante. Y lo había estado detectando en Chloe Stapleton desde hacía ya algún tiempo. No había estado totalmente seguro de que fuera real hasta que se reunieron en Brasil. Y, en aquellos momentos, con Chloe frente a él, estaba absolutamente convencido.

Por suerte para ella, Lao estaba dispuesto a hacer algo al respecto.

–Creo… –dijo ella por fin, muy lentamente. En sus ojos se adivinaba una mirada que distaba mucho de ser soñadora–… creo que tienes que explicarme exactamente lo que quieres decir con eso.

–Creo que lo sabes perfectamente.

Chloe lo miró escandalizada.

–No puedes estar diciendo que quieres que yo sea la clase de esposa que tú deseas en todos los sentidos –afirmó por fin.

–No estoy casado con ninguna otra mujer –comentó él, levantando la delicada taza en la mano.

Chloe se sonrojó.

–Lao… no puedes estar refiriéndote a eso. No. Creo que no comprendo a lo que te refieres porque no puede ser…

Lao tomó un sorbo de su té y la observó atentamente.

–A lo que me refiero, Chloe, es a que te quiero en mi cama –murmuró en voz baja, observando con placer como ella se sonrojaba delicadamente al escuchar cada palabra–. Todas las noches. Y si nos tomamos nuestros deberes maritales a conciencia, mejor que mejor. No deseo que el legado de los Monteleone recaiga sobre una sola cabeza como hicieron mis padres. Estoy pensando en cuatro al menos.

–¿Cuatro niños? ¿Quieres tener cuatro hijos?

–Sí –le aseguró Lao–. Cuatro niños contigo, Chloe. Y a la manera tradicional, no en la consulta de un médico. En una cama. Contra la pared. En cualquier parte y en todas partes. ¿Te lo he aclarado ya lo suficiente?

Leo observó cómo ella iba asimilando sus palabras. Vio cómo la respiración se le entrecortaba. Vio en su rostro sentimientos que no era capaz de nombrar. Era un hombre que jamás había esperado nada de nadie, a excepción de aquella mujer… Por lo tanto, podía esperar algo más, pero solo un poco más.

–Yo… no lo comprendo –repitió ella, aunque el tono de su voz dejaba claro que estaba mintiendo.

–Yo creo que sí. Creo que me entiendes perfectamente.

En ese momento, por primera vez en su vida adulta, Lao Monteleone se encontró preguntándose si una mujer realmente lo deseaba.

Aquel concepto lo dejó atónito. Le resultaba tan imposible concebirlo que, si no hubiera estado allí, sintiendo una extraña sensación que tardó unos largos instantes en reconocer, se habría reído de sí mismo. La extraña sensación era incertidumbre.

Chloe se humedeció los labios y parpadeó una y otra vez, como si eso pudiera aportarle claridad.

–Nunca me has dado indicación alguna de que albergas esos sentimientos.

–Yo no albergo sentimientos, Chloe –le espetó él–. No confundas esto con empalagosa poesía. Tú ya eres mi esposa. Yo ya soy tu marido. Esta relación lleva demasiado tiempo sin consumarse. Lo que te estoy proponiendo es que demos un paso más allá.

–Que demos un paso más allá… –repitió ella, parpadeando.

–Como sabes, soy un hombre extremadamente ocupado. ¿Por qué iba a tomarme la molestia de divorciarme, para luego casarme otra vez antes de engendrar un heredero legítimo? Es una pérdida de tiempo y de esfuerzo cuando ya te tengo a ti, tú no tienes nada mejor que hacer y, además, ya estamos casados.

–Que Dios me perdone si soy yo quien te haga perder tiempo y esfuerzo –murmuró ella, entornando aún más la mirada.

–No hay razón alguna para no abordar este asunto de una manera eficiente. Eficiencia y circunspección. Es lo único que pido.

–Eficiencia… –repitió ella. La voz de Chloe había cambiado, haciéndose más aguda. Además, había un brillo desconocido en su mirada, un brillo que él no había visto en mucho tiempo y que sospechaba que era… temperamento–. Circunspección. Y, por supuesto, sexo contra las paredes, pero será mejor que obviemos esa parte.

Esa era la parte que Lao menos deseaba ignorar, pero nunca había imaginado que Chloe reaccionaría así. Más bien había estado seguro de que ella lloraría de gratitud del modo en el que lo había hecho cuando se casaron cinco años atrás y Lao se hizo cargo de todos los detalles de los que su padre la había dejado a cargo: facturas, casa, dinero, empleados…

No entendía por qué ella reaccionaba de un modo tan diferente o por qué se había imaginado que él la haría acudir a Sicilia para divorciarse de ella cuando podría haberle enviado los papeles a cualquier lugar del mundo en el que se encontrara.

–Ya disfrutas de los beneficios de mi protección –observó–. El único cambio serían los aspectos físicos de la relación –añadió, casi con una sonrisa–. Sin embargo, confío en que no encontrarás demasiado oneroso lo que yo requiero de ti.

Chloe lo miró fijamente durante un largo instante. Aquella mirada, casi eléctrica, hizo que Lao se tensara, pero entonces, ella la apartó y la posó sobre el regazo. Lao vio cómo se retorcía las manos, como si estuviera muy agitada.

No podía encontrar ni una sola razón por la que ella debería sentir la más mínima agitación. Él le estaba ofreciendo algo por lo que, solo por experimentarlo, la mayoría de las mujeres serían capaces de matar. Sabía que no era solo la vanidad lo que le hacía pensar así. Era simplemente la verdad.

Tal vez Chloe se sentía abrumada. Tal vez nunca se le había ocurrido que él pudiera hacerle una oferta tan generosa. Por lo tanto, decidió esperar, seguro de que, al cabo de un instante, ella volvería a levantar la mirada, le sonreiría y aceptaría lo que solo se podría considerar una oferta increíblemente generosa por parte de Lao.

Una vez más.

Por muy irritante que le resultara que Chloe hubiera podido pensar que se iba a divorciar de ella, comprendía que hubiera podido llegar a esa conclusión en una situación como la suya.

Sin embargo, lo que él le acababa de proponer era un regalo.

En ese momento, Chloe levantó la mirada, pero no sonreía. No había lágrimas es sus ojos. Parecía como si, de repente, ella se hubiera convertido en una extraña ante él. Lao casi no la reconocía, tan extraña era su mirada y también el gesto que tenía en el rostro.

–No –afirmó.

La palabra pareció flotar entre ellos, como si ella la hubiera arrojado entre ambos atada a una piedra. Lao comprendió que no recordaba la última vez que alguien le había dicho no.

Chloe era una revelación, aunque no una de la que estuviera disfrutando.

–¿Cómo has dicho?

–He dicho no –repitió ella–. Voy a tener que rechazar tu oferta.

Lao esperó a que ella se explicara, pero Chloe no lo hizo. Se limitó a mirarlo fijamente y, entonces, se puso de pie como si tuviera la intención de salir del despacho y, posiblemente, de marcharse de la casa.

Lao se estaba empezando a cansar de tanta novedad.

–¿Ni siquiera te vas a molestar en decirme por qué has decidido rechazarme? –le preguntó Lao, casi con una cierta pereza. Chloe no podía ni imaginarse que aquella actitud podría indicar el momento en el que su esposo era más peligroso.

Chloe se detuvo en seco, pero no se dio la vuelta.

–Si lo que quieres es una mujer que tenga relaciones sexuales contigo cuando te interese –le espetó ella, con una voz que apenas reconocía, totalmente diferente al tartamudeo habitual cuando hablaba con Lao–, estoy segura de que podrás encontrar muchas voluntarias. Sin embargo, yo no estaré entre ellas.

Era como si Lao le hubiera pedido que fuera su prostituta. Él, que durante años no había hecho otra cosa que protegerla y que había llegado hasta ofrecerle el gran honor de convertirse en la madre de la siguiente generación de los Monteleone. Lao no se podía creer lo que estaba escuchando.

No le gustaba y no pensaba tolerarlo.

–Creo que me has malinterpretado, Chloe –dijo con un suave tono de amenaza que no intentó ocultar en modo alguno–. No ha sido una petición.