4,99 €
Más que una venganza Clare Connelly Su venganza era estrictamente económica… hasta que descubrió que se había quedado embarazada de él. Esposo solo de nobre Barbara Dunlop Todo el mundo decía que eran la pareja perfecta… pero ¿era su acuerdo de boda demasiado bueno para ser verdad?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 356
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 319 - septiembre 2022
I.S.B.N.: 978-84-1141-232-2
Créditos
Índice
Más que una venganza
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Espeso solo de nombre
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
MADRID brillaba a sus pies como un mar de joyas, con sus luces nocturnas centelleando contra el azabache del cielo nocturno. Era una ciudad llena de Historia, una ciudad rica en historias; pero, en ese momento, Antonio Herrera solo pensaba en la suya: una historia marcada por un conflicto familiar y un odio profundamente arraigado en su corazón.
Algunos habrían dicho que su vida había sido fácil, pero eso estaba lejos de ser verdad. El odio a los diSalvo corría por sus venas de sangre española, envenenando su mente. Nada impediría que librara esa batalla. No, nada impediría que la ganara.
Las maquinaciones de los diSalvo habían destruido a su padre. Habían desmontado todo su imperio, asentado en décadas y décadas de trabajo, y Antonio se había visto obligado a poner las cosas en su sitio.
A los dieciocho años, se hizo cargo del negocio y luchó junto a su padre por detener la sangría financiera. Redujo las pérdidas y fortaleció los activos de tal manera que ahora, a sus treinta años, dirigía en solitario una corporación valorada en muchos miles de millones de euros, una corporación famosa en el mundo entero por ser un titán de la industria.
Apartó la vista de la ciudad y la clavó en su brillante mesa de madera de roble y en el informe que había recibido esa tarde.
Era extraño que llegara precisamente entonces, cuando ni siquiera había pasado un mes desde la muerte de su padre, del hombre que había sufrido tanto por culpa de los diSalvo, de un hombre por el que Antonio habría hecho cualquier cosa. Por fin la habían encontrado. Tras todo un año de búsqueda, su investigador había encontrado una pista sobre el paradero de la escurridiza mujer y había conseguido algunas respuestas.
Amelia diSalvo; o Amelia Clifton, como se llamaba a sí misma. Pero el apellido carecía de importancia, porque seguía siendo una diSalvo.
La última pieza del rompecabezas, la mujer que controlaba las acciones que Antonio necesitaba para tomar el control de Prim’Aqua, la joya de la corona del imperio de los diSalvo, que había pertenecido a las dos familias hasta que sus patriarcas se enamoraron de la misma mujer, rompieron su alianza y se convirtieron en enemigos jurados.
Y ahora, el control de la empresa estaba en manos de esa mujer. Y él no se detendría hasta convencerla de que le vendiera sus acciones.
Antonio se quedó mirando la fotografía del informe, buscando algún parecido con Carlo, su hermanastro. No lo encontró. Carlo era tan típicamente mediterráneo como él, de cabello oscuro, piel morena y ojos negros; pero Amelia era rubia y de piel clara, como su madre, la famosa supermodelo que había sido amante de Giacomo diSalvo.
Sin embargo, había una diferencia importante entre Penny Hamilton y Amelia: que la primera era alta y la segunda, minúscula. De hecho, Antonio pensó que parecía una especie de hada; por lo menos, en la fotografía. Se la habían sacado en la calle y, por lo visto, en un día de calor, porque llevaba un sencillo vestido de algodón, de falda hasta las rodillas, rayas finas y botones en la parte delantera.
Mientras la miraba, sintió algo sospechosamente parecido al deseo. Amelia tenía el sol a su espalda y, como estaba al contraluz, la fina tela dejaba entrever su silueta, de lo más tentadora. Pero ¿cómo era posible que deseara a una diSalvo, a un miembro de la familia que había jurado destruir?
A pesar de su férrea fuerza de voluntad, miró la imagen más tiempo del necesario, absorbiendo los detalles de su pálida piel, su ancha sonrisa, su anguloso rostro y su largo y rubio cabello, que parecía sacado de un cuadro de Botticelli. ¿Sus rizos serían de verdad? No lo sabría hasta que la conociera en persona.
Y sería pronto.
En un pequeño pueblo inglés, en las cercanías de Salisbury, vivía una heredera multimillonaria, la hija de una supermodelo británica y un magnate italiano, una mujer que había crecido en un ambiente de lujos y rivalidades. Y esa mujer era la clave en la vieja guerra entre las dos familias, que Antonio estaba decidido a ganar.
Sus ojos se volvieron a clavar en la foto. Sí, era muy bella, pero el mundo estaba lleno de mujeres bellas. Y seguía siendo una diSalvo.
Pero, por mucho que odiara a los suyos, apelaría a su sentido de la decencia y le rogaría que le devolviera lo que debería haber sido suyo desde el principio. Y, si se negaba, encontraría otra forma de conseguir sus acciones.
En cualquier caso, se saldría con la suya. Porque era Antonio Herrera, un hombre que no aceptaba la derrota.
EL DÍA había sido perfecto, cálido y sin nubes, y el sol de última hora de la tarde se había estado filtrando por las ventanas de su casa, bañándolo todo con su luz dorada. Pero ahora, a pocos minutos de la noche, el cielo se había empezado a encapotar, y el aire había adquirido un olor distinto, que anunciaba una tormenta veraniega.
Amelia no habría podido pedir nada más a su primer día de vacaciones. Se había levantado tarde, se había leído un libro entero, se había acercado al pueblo para tomarse una sidra en un pub local y había vuelto a casa, donde estaba preparando un pastel de pescado mientras oía un episodio de The Crown. Ya había visto la serie, pero le gustaba oír la televisión; sobre todo, tratándose de la reina inglesa.
Se puso un poco de harina en los dedos y la añadió a la salsa que estaba removiendo, reduciéndola y mejorando su aroma poco a poco. Siempre hacía la salsa con ajo y azafrán, y era tan fragante que su estómago soltó un pequeño gemido.
Sí, el primer día de las vacaciones escolares había sido deliciosamente perfecto; o eso fue lo que se dijo a sí misma, haciendo caso omiso de la sensación de vacío que intentaba abrirse paso en su mente. Un mes y medio de descanso era mucho tiempo; sobre todo, porque su trabajo era lo único que daba sentido a su vida.
La enseñanza no era necesariamente la vocación de todos los profesores, pero lo era para ella, y la perspectiva de estar siete semanas lejos de las aulas no le agradaba demasiado. La habían invitado a ir a Egipto con parte del claustro, pero había rechazado la invitación. Estaba cansada de viajar. Su infancia había sido un continuo ir y venir, siempre en función del trabajo o los amantes de su madre.
No, Amelia prefería quedarse donde estaba, en mitad de Inglaterra, en aquel pueblo tan encantador.
Sus ojos azules contemplaron el interior de su casita de campo, y una sonrisa triste se dibujó en sus labios. No se podía negar que Bumblebee Cottage estaba en las antípodas de la vida que había llevado de niña.
Durante sus primeros doce años de vida, había vivido casi constantemente en hoteles de cinco estrellas, donde a veces se quedaban varios meses. Ir al colegio era un lujo que a su madre le parecía innecesario; pero, como Amelia ardía en deseos de aprender y no dejaba de hacer preguntas que ponían en peligro la paciencia de Penny, su madre terminó por contratar a un tutor.
Luego, Penny falleció; y Amelia, que a sus doce años ya era muy parecida a la supermodelo con quien se había criado, se vio arrastrada a otra forma de vida: tan encopetada y glamurosa como la anterior, pero mucho más pública. Como la muerte de su famosa madre estaba relacionada con las drogas, la seguían a todas partes; y su padre, un hombre al que apenas conocía, no entendió lo que implicaba para ella.
Fue como salir de la sartén para acabar en el fuego. Si ser la hija de una mujer como Penny Hamilton era ser un imán para los paparazis, convertirse en una diSalvo empeoró las cosas. Y desde entonces, recibió el trato acorde a los diSalvo. La amaban, la mimaban, la adoraban. Pero Amelia siempre tuvo la sensación de que no encajaba entre ellos.
De hecho, no había encajado en ninguna parte hasta que se mudó al pequeño pueblo donde estaba y aceptó un empleo en la Hedgecliff Academy.
Sin pretenderlo, sus ojos se clavaron en el frigorífico y los dibujos que lo adornaban, imágenes de colores donde sus alumnos le daban las gracias con sus garabatos infantiles. Imágenes de felicidad que casi siempre le arrancaban una sonrisa.
Amelia terminó el pastel de pescado y lo metió en el viejo horno que estaba en la casa cuando llegó, y que no había cambiado porque funcionaba perfectamente. Luego, volvió a mirar la estancia.
Era absurdo que ya se sintiera tan sola. A fin de cuentas, las vacaciones acababan de empezar. Pero, hasta el día anterior, había estado en compañía de veintisiete niños de ocho años, felices y curiosos. Y además, ella era la única profesora que había rechazado las invitaciones y había decidido quedarse en casa.
Sin embargo, no tenía sentido que se sintiera mal por llevar una existencia tan solitaria. La había elegido ella. Había dado la espalda a su padre, a su hermanastro y al mundo en el que vivían. Y no se arrepentía de haberlo hecho.
¿O sí?
La casita era tan pintoresca como si se hubiera escapado de un libro de Beatrix Potter. De piedra, pintada de color crema, con rosas en el jardín delantero, una parra encaramada al arco de la entrada y un tejado de paja en el que se veían las pequeñas ventanas de los dormitorios de la planta de arriba. Las luces estaban encendidas, y daban tal calidez al lugar que a Antonio se le encogió el corazón.
La miró durante unos segundos, frunció el ceño y, durante un raro y poco habitual momento, se preguntó si era verdaderamente necesario que siguiera adelante. Al fin y al cabo, ya se había introducido en muchos de los negocios de Carlo diSalvo, utilizando compañías interpuestas y, aunque no los controlaba, tenía el suficiente poder como para complicarle la vida al hombre al que se había acostumbrado a odiar.
Sin embargo, aquello era distinto. Habría renunciado a todo lo demás con tal de tomar el control de aquella empresa. Y, si Amelia diSalvo se lo ponía difícil, si apelar a su sentido de la decencia no servía de nada, le haría saber lo que había estado haciendo y lo cerca que estaba de arruinar a su hermano.
Se cruzó de brazos en el preciso momento en el que cayó la primera gota de lluvia, a la que rápidamente siguieron más. Era una tormenta veraniega, acompañada por el olor de la hierba calentada por el sol de la tarde y una amenaza de rayos. En el interior de la casa se movió una sombra. Él entrecerró los ojos, clavándolos en ella.
Amelia.
Antonio contuvo la respiración inconscientemente cuando la sombra, de cabello rubio recogido en un moño, se volvió visible. Era de piel clara y, aunque no podía estar seguro a tanta distancia, le pareció que no llevaba maquillaje. Amelia se quedó mirando la ventana durante unos instantes y se giró.
Ya no tenía ninguna duda.
Era una diSalvo.
Y por tanto, su objetivo.
Había pasado menos de un mes desde que Antonio había enterrado a su padre. Y lo único que lamentó ese día fue que Javier no hubiera vivido para ver el final de su profundamente personal venganza.
Con determinación renovada, Antonio avanzó por el sinuoso sendero, con largas y seguras zancadas. La grava crujía bajo sus pies, y la luna, que se asomó brevemente tras las nubes de tormenta, envolvió su cuerpo en una luz plateada de lo más inquietante, dándole un aspecto que otros habrían definido como fantasmal. Otros, no él.
Junto a la puerta, había un cartel que decía: Bumblebee Cottage. Sin embargo, Antonio rechazó la sensación de dulzura y tranquilidad que evocaba ese nombre. Aunque Amelia diSalvo quisiera jugar a ese tipo de vida, seguía siendo la hija de una supermodelo y del canalla más implacable del mundo. Y también era la pieza del rompecabezas que necesitaba.
Por fin, la victoria estaba a su alcance.
El timbre sonó, como si su sentimiento de soledad hubiera creado un acompañante por arte de magia. Pero ella no era tan sensiblera y autocomplaciente como para olvidar su sentido común. Casi eran las nueve de la noche. ¿Quién podía llamar a esas horas?
Había comprado Bumblebee Cottage porque era un lugar aislado, sin vecinos fisgones ni motoristas en la calle. Estaba en un callejón sin salida que solo le interesaba a ella y a la granja con la que lindaba. Era un lugar perfecto, un refugio recóndito. Justo lo que necesitaba cuando huyó de la vida que había estado llevando.
Al oír el timbre, la carne se le puso de gallina. Y antes de acercarse a la puerta, entró en la cocina y tomó un cuchillo de carnicero.
–¿Quién es? –preguntó.
La voz que le respondió era de hombre. Una voz ronca, de acento europeo.
–¿Puedes abrir?
Puedo, pero no quiero hacerlo, se dijo a sí misma. Y a continuación, ya en voz alta, contestó:
–¿Qué quieres?
–Algo que discutiríamos mejor cara a cara.
La lluvia amortiguó sus palabras de tal manera que Amelia no le oyó.
–¿Cómo?
–He dicho que…
Él soltó una maldición en español, que ella entendió al instante. Cuando solo tenía ocho años, Amelia se había quedado a solas en el yate de su madre, y los empleados le habían enseñado a maldecir en francés, italiano, alemán, español, griego, chino mandarín y polaco.
–Es importante, Amelia –añadió Antonio.
El hecho de que conociera su nombre le llamó la atención. Frunció el ceño y abrió la puerta, con la cadena echada. El porche estaba a oscuras, pero la luz del interior le mostró una cara tan fuerte como interesante.
–¿Cómo es posible que sepas mi nombre?
–Soy un conocido de tu hermano. Necesito hablar contigo.
–¿Por qué? ¿De qué quieres hablar? ¿Le ha pasado algo a Carlo?
Amelia se preocupó al ver la expresión de sus ojos, pero él sonrió y dijo:
–Carlo está bien, hasta donde yo sé. Tengo una propuesta que hacerte.
Esta vez fue ella quien frunció el ceño.
–¿Qué tipo de propuesta?
–Una demasiado confidencial como para contártela así, a través de una puerta.
–Es muy tarde. ¿No puedes esperar a mañana?
–Es que acabo de aterrizar –dijo él, encogiéndose de hombros–. ¿Te he pillado en mal momento?
Ella quiso decirle que se marchara. Había algo en él que le aceleraba el corazón. ¿Miedo, quizá?
–No tardaré mucho –continuó Antonio, intentando tranquilizarla.
Amelia se preguntó cuándo se había vuelto tan desconfiada. Sí, vivir con su padre y su hermanastro había sido todo un bautismo de fuego. Había aprendido que siempre había gente dispuesta a hacer daño, aunque no fuera necesariamente un daño de carácter físico. Pero se había alejado de ese mundo. Había huido al pequeño pueblo donde estaba ahora, y ya no era ni Amelia Hamilton ni Amelia diSalvo, sino Amelia Clifton.
Había adoptado el verdadero apellido de su madre. Un apellido del montón, irreconocible; un apellido que no llamaba la atención de nadie, que no despertaba el interés de nadie. Un apellido que solo era suyo.
–Está bien.
Cerró la puerta para poder quitar la cadena y la volvió a abrir; esta vez, de par en par.
Hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo guapo que era aquel hombre. Su oscuro y corto cabello enfatizaba los duros rasgos de su estructura craneal, y tuvo la impresión de que no lo llevaba revuelto porque se lo peinara así, sino porque se había pasado la mano por la cabeza. Su cara era una fiesta de ángulos y superficies planas, tan simétrica como agradable, y su mandíbula parecía esculpida en piedra.
Amelia clavó la vista en su ancha boca y su recta y aristocrática nariz, interesada; pero fueron sus ojos los que la dejaron momentáneamente sin aliento. Eran de color gris oscuro, de forma almendrada, y con unas pestañas tan negras y rizadas que casi se sintió celosa. Ojos llenos de historia; ojos llenos de emociones y pensamientos que ella no alcanzó ni a adivinar.
–¿Y bien? –preguntó él, sonriendo de nuevo–. ¿Puedo entrar?
Amelia carraspeó.
–Sí, por supuesto.
Ella se quitó una chaqueta, revelando una camisa que la lluvia ya había mojado. Fue un gesto sin intención, pero le mostró la anchura de su pecho y la perfección escultural de su torso.
Incómoda, Amelia cerró los ojos un instante y se apartó para dejarle pasar.
–Lo siento. No recibo muchas visitas.
–Ya lo veo –replicó, ensanchando su sonrisa de tal forma que ella pudo ver sus perfectos y blancos dientes–. Pero ¿siempre te defiendes con un cuchillo de carnicero?
Ella asintió y dijo, con sorna:
–Será mejor que lo sepas. Soy cinturón negro en instrumentos de cocina.
–¿En serio?
–Deberías verme con un pelador de patatas.
Él soltó una carcajada ronca, sin dejar de mirarla. Ella quiso apartar la vista, pero no pudo.
–Bueno, puedes dejar tus armas a un lado. Te aseguro que no tengo intención de hacerte daño.
–No lo dudo, pero los asesinos no suelen anunciar sus intenciones –replicó ella.
–No, supongo que no.
–Entonces, cabe la posibilidad de que estés buscando la mejor forma de matarme sin montar un escándalo.
–Salvo que ya te he explicado el motivo de mi presencia… –alegó él, dedicándole una sonrisa que la estremeció.
Amelia no recibía muchas visitas. El día de su cumpleaños, varios profesores del colegio se pasaron por allí y, en cierta ocasión, había dado clases privadas a un alumno por hacer un favor a sus padres; pero, normalmente, estaba sola. Y, cuando él miró el interior de la casa con curiosidad, ella intentó contemplar su hogar desde el punto de vista de un extraño.
La decoración pintoresca, la hogareña simplicidad de los muebles, la ausencia de fotografías, la abundancia de flores y novelas de bolsillo.
–Ah, sí, tu propuesta –dijo Amelia–. Pasa al salón, por favor.
Él pasó por delante de ella, y ella se sorprendió admirándolo, distraída por su duro y musculoso trasero, que sus vaqueros enfatizaban. Distraída por el descubrimiento de que el simple hecho de mirar a aquel desconocido la pusiera de los nervios.
La experiencia de Amelia en materia de hombres se reducía a unas cuantas citas con Rick Steed, el subdirector del colegio. Y habían terminado con castos besos en la mejilla, nada particularmente tentador o apasionante.
Durante su adolescencia, se había rebelado contra lo que se esperaba de ella, es decir, que se preocupara tanto por su belleza y tuviera una actitud tan sexualmente libre como su madre. Y ahora, empezaba a pensar que era frígida, completamente ajena al deseo y los impulsos sexuales. Pero no le parecía mal. ¿De qué le servían los hombres de verdad, si ya tenía a todos los que salían en sus libros?
–Bonito lugar.
–Gracias.
Él se la quedó mirando en silencio, y ella se sintió en la necesidad de romper ese silencio.
–¿Te apetece beber algo?
–Sí, gracias.
–¿Qué prefieres? ¿Té? ¿Café?
Él arqueó una ceja.
–¿A estas horas?
Amelia se ruborizó, espantada de su ingenuidad.
–¿Vino?
–Sí, un vino estaría bien.
–Siéntate. Vuelvo enseguida.
EL SALÓN tenía un aspecto aún más acogedor que el exterior de la casita, si es que tal cosa era posible; bonito y delicado, con cojines por todas partes y cuadros de flores en las paredes. Pero, por cálido y hogareño que le pareciera a Antonio, su mente estaba en otra cosa: en la propuesta que le iba hacer, y en qué haría si ella la rechazaba.
Ya se había dado cuenta de que Amelia diSalvo no era como la había imaginado. Pero ¿eso importaba? ¿Cambiaba acaso lo que necesitaba de ella?
Gracias a su investigación, sabía que ni participaba en los negocios familiares ni asistía a reuniones. Estaba en la junta directiva, pero no contribuía de ningún modo. Era obvio que no le interesaba el día a día de las operaciones de Industrias diSalvo. Sin embargo, eso no significaba que estuviera dispuesta a venderle sus acciones.
¿Reconocería su apellido? ¿Se acordaría de la rivalidad que había entre sus dos familias? Y, en tal caso, ¿tendría él que pasar a su plan alternativo?
Hasta un segundo antes de conocerla, la idea de confesarle sus maquinaciones no le había preocupado en absoluto; pero ahora, estando en el salón de Bumblebee Cottage, se sorprendió sin prisa alguna por revelar sus intenciones. Algo absurdo, teniendo en cuenta que su investigador la había estado buscando un año entero, y que él mismo se había bajado de un avión y se había ido a buscarla en cuanto supo que la había localizado.
Habría sido mejor que pasara la noche en Londres y saliera a la mañana siguiente; de ese modo, habría llegado de día, y no se habría presentado en su puerta a última hora de una tarde lluviosa. Pero ya estaba allí, y no se iba a dejar influir ni por el hecho de que no fuera una dura y escéptica heredera ni porque pareciera dulce y divertida y viviera en una casa que era un tributo a la historia de lo pintoresco.
Llevaba toda la vida preparando su venganza, y ahora la tenía al alcance de los dedos. Aquella mujer era lo único que se interponía entre el éxito y él.
Sí, era distinta de lo que había imaginado, pero seguía siendo una diSalvo, la clave de todo el asunto.
Haría bien en recordarlo.
Amelia no supo por qué se sintió en la necesidad de tomarse un respiro en la cocina; pero terminó siendo más de uno, y tomó aire varias veces mientras buscaba una botella de vino y un sacacorchos, porque todas las botellas que le regalaban tenían corchos de verdad.
Su idea inicial de tomarse un té había saltado por la borda. Necesitaba algo que la animara, de modo que abrió la botella, alcanzó dos vasos y volvió al salón, donde se quedó pasmada al ver a su visita.
Estaba de pie, sin hacer nada, mirando una de sus acuarelas de hortensias; pero su presencia en el salón le resultó tan increíblemente perfecta y masculina que el corazón se le desbocó mientras admiraba su perfil, sus anchos hombros, su estrecha cadera y sus fuertes y atléticas piernas.
¿Qué le estaba pasando?
La boca se le había quedado seca, y tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista de su cuerpo y clavarla en sus ojos, donde vio un destello de ironía que llevó un súbito rubor a sus mejillas.
–Toma –dijo ella, pasándole los vasos.
Él sonrió y dijo, sin apartar la mirada:
–Gracias.
–¿Eres español? –se interesó.
–Sí.
Su voz le pareció especiada y misteriosa y, a pesar de que había empezado a llover, se sintió como si fuera un día cálido y soleado.
Definitivamente, necesitaba recuperar el aplomo. Ni siquiera sabía por qué estaba allí.
–¿Cómo te llamas?
–Antonio Herrera.
Ella frunció el ceño, intentando recordar de qué le sonaba ese nombre. Estaba segura de que el recuerdo estaba en algún lugar de su mente; pero era tan brumoso y lejano que se le escapaba, resbalando como una pastilla de jabón que se hubiera caído a la bañera.
–Conozco ese apellido –acertó a decir.
–¿En serio? –preguntó en voz baja.
Él alzó su copa a modo de brindis, y ella aceptó el envite. Sus dedos se rozaron un momento, pero Amelia se sintió como si acabara de tirarse desde un avión, en caída libre, profundamente desconcertada. De repente, el mundo era un lugar luminoso, y sus sentidos estaban más despiertos que nunca. No podía hablar. No se podía mover. Solo podía mirar sus implacables ojos, que la mantenían clavada en el sitio.
–¿Por qué me suena tanto? –dijo cuando recuperó el habla–. Ah… ¡Ya lo sé!
Él se puso tenso. O a ella se lo pareció.
–¿Lo sabes?
–Sí, eres ese tipo –contestó ella–. Leí algo sobre ti hace tiempo. Eres el que compró esa aerolínea e impidió que todos los trabajadores acabaran en la calle.
–Sí, pero no la compré por eso.
–¿No?
–No, es que estaba barata –afirmó, encogiéndose de hombros.
–Comprendo.
Amelia se preguntó por qué había descartado el altruismo de sus motivaciones. ¿Sería verdad que no le importaban las veinte mil personas a las que había salvado del paro? ¿O quería dar la impresión de que no le importaban?
Fuera como fuera, entrecerró los ojos y dijo:
–También tienes inversiones en colegios y hospitales.
Él arqueó una ceja.
–Veo que sabes mucho de mí.
–Era un artículo de prensa bastante largo –se justificó, ruborizándose nuevo–. Y adoro leer los periódicos. Los leo de cabo a rabo.
Amelia se dio cuenta de que estaba balbuceando un poco, para su desconcierto. A fin de cuentas, había estado rodeada de hombres como Antonio cuando se mudó a la casa de su padre, hombres que siempre eran demasiado: demasiado atractivos, demasiado inteligentes, demasiado ricos. Hombres de los que desconfiaba, porque su madre había caído una y otra vez bajo su hechizo, y ella había tomado la decisión de resistirse a sus encantos.
Pero Antonio no era como los demás. Era especial, como un acuario.
–¿Un acuario? –dijo él.
Amelia se sintió terriblemente avergonzada al darse cuenta de que lo había dicho en voz alta y, en lugar de contestar, se alejó y se sentó en un sillón. Pero lo lamentó enseguida, porque ahora estaba tan baja en relación con él que su altura le resultó apabullante.
–Siéntate, por favor –dijo, señalando el sofá.
–Te lo agradezco –replicó–, pero si me pudieras explicar eso… aunque solo sea para saber si me estás comparando con un tiburón o con una foca.
Antonio soltó una carcajada cuando se sentó. Sin embargo, no se acomodó en el sofá, sino en el sillón que estaba frente al suyo.
–No, no me refería a eso –dijo, probando su vino–. Cuando vas a un acuario, sabes que verás un montón de peces, así que no te llaman la atención ni los pingüinos ni el más bello de los peces tropicales. Pero, si estás paseando por la orilla del Támesis y te topas con un pingüino, te quedas sin habla.
–Sí, yo también me quedaría atónito si me encontrara uno en el centro de Londres.
Ella asintió, contenta de que no pidiera más explicaciones sobre su metáfora. Si hubiera conocido a Antonio en un lugar lleno de personas de su categoría, no la habría impresionado tanto; pero que se presentara en una casita de un pueblo pequeño y sonriera como si la encontrara fascinante, era increíble. ¿Cómo no se iba a sentir atraída por él?
–¿Llevas mucho tiempo aquí? –se interesó Antonio, llevando la conversación a terrenos más seguros.
Ella asintió y echó un vistazo a su alrededor.
–Me mudé al pueblo cuando salí de la universidad. Tenía intención de quedarme un año o algo así, pero los dueños de esta casa la pusieron en venta, y fue amor a primera vista –contestó, mirando el lugar con verdadero orgullo.
–No me extraña –dijo él con sorna.
Esta vez fue Amelia quien soltó una carcajada, porque Antonio le recordó a su hermano, Carlo. Para él, aquel lugar era poco más que una reliquia, y no entendía que no se hubiera comprado algo más grande y con más terreno. De hecho, había llegado a decir que la casita no era apropiada ni para un perro.
–Hablas igual que mi hermano –dijo con humor.
–¿En qué sentido?
–En que a él tampoco le gusta Bumblebee Cottage. Le van más el lujo y el glamour.
–¿A ti, no?
–¿Tú qué crees? –dijo, sonriendo.
Antonio se echó un poco hacia delante y, como tenía las piernas estiradas, rozó las suyas con el tobillo; probablemente, sin querer. Pero el efecto fue igual que si lo hubiera hecho a propósito.
–Pues yo creo que es una casa encantadora. Como su dueña.
Ella tragó saliva, con ojos grandes como platos. Y no solo por lo que acababa de decir, sino porque la rozó de nuevo. Y esta vez, no era accidental.
Amelia se dijo a sí misma que debía apartar las piernas. Hacer algo, lo que fuera, demostrarle que no iba a aceptar ese tipo de cosas. Pero estaba encantada con su contacto. Lo estaba de verdad.
–Gracias –replicó, incapaz de pensar.
Su cuerpo se había cargado de energía, sus sentidos se habían vuelto locos, y se preguntó cómo era posible que aquel multimillonario se hubiera presentado en su puerta precisamente cuando se arriesgaba a caer en pensamientos depresivos sobre la soledad y el vacío de estar sola.
–Bueno, Antonio –dijo, con la garganta seca–, ¿me puedes decir a qué se debe tu visita?
Antonio había ido a Bumblebee Cottage con la certeza de que odiaría a Amelia. A fin de cuentas, era una diSalvo, y estaba escrito que la debía odiar.
Pero no la odiaba.
Y no solo no la odiaba, sino que estaba disfrutando de su encuentro. De hecho, a él también le costaba pensar, y no podía hablar de negocios en esas circunstancias, con ella sonriendo, bromeando y clavando sus enormes ojos azules en su pecho, como si estuviera hambrienta y él fuera la única comida en muchos kilómetros a la redonda.
¿Qué diría cuando le confesara la verdad? ¿Qué diría cuando le contara lo que había ido a buscar? ¿Lo comprendería? ¿O le mandaría al infierno?
Quizá se viera obligado a pasar a su plan B, y la sonrisa de Amelia desaparecería en cuanto se diera cuenta de que estaba a punto de derrotar a su hermano. Y de que estaba disfrutando con ello.
¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había estado con una mujer? Meses, muchos meses. La enfermedad de su padre se había presentado de repente, y entre eso, la empresa y el fallecimiento de Javier, no había tenido ocasión de disfrutar de la vida.
¿Sería esa la razón de que se sintiera tan atraído por Amelia? ¿De que fuera reticente a confesarle el motivo de su visita?
No era lo que había planeado; pero estando allí, sentado frente a ella, se sorprendió deseando olvidar los negocios y su necesitad de venganza. Aunque fuera brevemente, por una noche. Un retraso temporal, mientras disfrutaba de su compañía.
Era comprensible. No tenía nada de malo.
–¿Antonio?
Él echó un trago de vino, pensativo. Luego, la miró y dijo muy despacio, intentando descubrir hasta qué punto estaba informada sobre las rencillas de sus dos familias:
–Nuestros abuelos fueron amigos.
–¿Cuándo?
Ella arrugó la nariz, y él se estremeció de deseo. Desde luego, le estaba complicando las cosas.
–Hace tiempo.
–¿Por eso has venido a verme?
–En parte.
Amelia lo miró con humor.
–¿Y por qué eres tan parco? ¿Estamos jugando a las adivinanzas, quizá?
–No, pero podríamos –contestó–. Deja que adivine por qué estás viviendo en un pueblo como este.
–¿Es que no te gusta?
–Es que está muy lejos de la vida que debiste de llevar en Roma.
–¿Por qué dices eso?
–Porque eres una diSalvo –replicó, esforzándose por no pronunciar el apellido con desprecio–. Y esta casa… no lo es.
Amelia volvió a reír.
–Sí, eso es cierto.
Ella volvió a clavar la vista en sus ojos, y Antonio se dedicó a gozar del silencio posterior, consciente de que la estaba afectando tanto como a él.
–Tengo la sensación de que te conozco –dijo ella al cabo de unos segundos–. Es absurdo, ¿verdad?
Lo era. Todo aquello lo era. Amelia tenía algo que él necesitaba, algo que quería con todo su ser; pero, en ese momento, no podía pensar en otra cosa que no fueran sus labios, sus lascivos ojos y su acelerada respiración.
–Debo de estar perdiendo la cabeza –añadió Amelia, parpadeando como si intentara salir de un sueño.
Amelia tomó un sorbito de vino, y le dedicó una sonrisa tímida que a Antonio le pareció lo más bello que había visto en su vida. ¿Cómo era posible que le perturbara tanto? ¿Por qué se había cargado el ambiente de electricidad? No lo sabía, pero había ido a verla con un objetivo un mente, un plan que llevaba mucho tiempo en marcha, y no iba a renunciar ahora.
–Mi abuelo se llamaba Enrique Herrera. ¿Tu padre nunca te habló de él?
Ella parpadeó, aparentemente confundida.
–No.
Antonio se quedó perplejo. Era increíble que Amelia no supiera nada de una disputa que había sido crucial en la vida de Carlo y en la suya.
–No se puede decir que tuviéramos una relación muy estrecha –continuó ella, encogiendo sus esbeltos hombros.
El movimiento de Amelia desvió la mirada de Antonio hacia la suave curva de su pecho y el escaso escote de su sencilla camiseta. Y entonces, ella clavó la vista en sus ojos y él tuvo una erección.
Antonio llevaba toda su vida adulta colocando las piezas en el lugar adecuado para destruir a Carlo diSalvo, y aquella mujer era la clave de todo. Amelia era la única persona que le podía dar el control de la empresa que necesitaba. Solo tenía que ganársela o, llegado el caso, chantajearla. Pero la encontraba tan atractiva que no podía pensar con claridad.
Una vez más, se recordó que llevaba meses sin acostarse con nadie. No había tenido tiempo. Los últimos meses de la vida de su padre, el luto posterior y la ejecución de su plan lo habían mantenido ocupado.
–Puede que mi hermano sepa más cosas de tu abuelo –dijo con suavidad, entreabriendo sus preciosos y generosos labios–. ¿Has hablado con él sobre Enrique?
Antonio pensó que había hablado dos veces, aunque sus conversaciones nunca terminaban bien. Se odiaban demasiado.
–Olvídalo. Carece de importancia –replicó él, frunciendo el ceño.
–Dudo que carezca de importancia, teniendo en cuenta que te has molestado en venir a mi casa para hablarme de él –afirmó ella, rozándole inadvertidamente las piernas bajo la mesita de café–. ¿O has venido por otra cosa?
Madre de Dios, se dijo Antonio, más consciente que nunca de su cuerpo. Había levantado una compañía desde la nada, había conseguido que Herrera Incorporated volviera a ser una de las principales empresas internacionales, y ahora se sentía amenazado por aquella mujer.
Se levantó bruscamente, y notó que ella lo miraba de arriba a abajo. Con hambre. Con necesidad. Con la misma curiosidad sensual que circulaba por sus propias venas.
Había ido a la pequeña casita campestre por una sola razón y, de repente, esa razón estaba en guerra con sus necesidades físicas más inmediatas.
Sin poder evitarlo, se preguntó qué se sentiría al poseerla. Al fin y al cabo, no podían ser más distintos: él era alto, moreno e implacable; ella, una rubia dulce, de piel pálida. ¿Qué se sentiría al reclamar su cuerpo? ¿Qué sentiría al volverla loca de deseo?
¡Pero era una diSalvo! No podía pensar en esos términos.
Justo entonces, ella se levantó, le puso una mano en el hombro y dijo:
–¿Antonio? ¿Qué pasa?
Antonio pensó que pasaba de todo. Estaba a punto de hundir a su familia, a punto de vengarse por lo que habían hecho a su padre. Y ahora, Amelia le hacía flaquear.
–¿Qué ocurre? –insistió ella, mirándolo con preocupación.
Antonio clavó la vista en sus ojos azules y en la larga cabellera rubia que ansiaba acariciar. Estaba tan cerca de él y era tan tentadora que todo su cuerpo le dijo que se dejara llevar sin pensar en las consecuencias.
Ya se vengaría más tarde, después de hacer el amor.
Con una mueca de fatalismo, Antonio tragó saliva, llevó una mano a su mejilla y se rindió por fin a esa locura. Ella entreabrió la boca y suspiró, rindiéndose a su vez.
Luego, él murmuró con voz ronca, en su español natal:
–Amelia, eres la mujer más bella que he visto nunca.
SUS PALABRAS se quedaron flotando en el aire, hechizándola de tal manera que Amelia no pudo hacer otra cosa que mirar sus ojos y su precioso cuerpo. Estaba perdida en aquella sensación, perdida en él, sin saber siquiera lo que estaba pasando.
–Yo… –acertó a decir, incapaz de formular una frase.
Amelia alzó una mano lentamente, como si el irresistible magnetismo de aquel hombre la forzara a ello. Después, la apretó contra su pecho y se excitó al sentir el estremecimiento de Antonio. Sus ojos brillaban con tanto deseo como inseguridad, pero eso no impidió que le acariciara y posara la mano en su hombro.
Él soltó algo parecido a un gemido e inclinó la cabeza, o tal vez fue ella quien se puso de puntillas para acercarse. En cualquier caso, sus labios y sus cuerpos entraron en contacto y se fundieron, y ella volvió a suspirar y abrió la boca, invitándolo a besarla con más intensidad.
En respuesta, Antonio le puso una mano en la nuca y la cerró sobre ella para que no se pudiera mover, para que siguiera como estaba mientras él la exploraba hasta volverla loca.
–Antonio… –susurró ella.
Un beso, un sencillo beso y su mundo había saltado por los aires.
Pero aquella situación no tenía nada de sencilla. Era demencial. Lo único que sabía de él era su nombre y que sus abuelos habían sido amigos. Y, sin embargo, estaba más que dispuesta a dejarse llevar.
Ya no le importaba el motivo de su visita. Solo le importaba que Antonio estaba allí, y que la deseaba tanto como ella a él.
Deseo. Una sensación desconocida para ella, una sensación que no comprendía; un hecho innegable que ahora la dominaba.
Justo entonces, un trueno estremeció la casita como si los cielos se hicieran eco de su pasión. Segundos después, un rayo iluminó el interior del edificio y cortó la electricidad, dejando la casa prácticamente a oscuras. Por suerte, Amelia tenía guirnaldas de luces por todas partes, que funcionaban a pilas y, aunque su destello era leve, bastaba para que se pudieran ver.
Antonio no se inmutó con el apagón. Bien al contrario, sus manos asaltaron el cuerpo de Amelia, descendieron por sus costados, encontraron el dobladillo de la camiseta y tiraron de ella hacia arriba con suma lentitud, tan despacio que la piel se le puso de gallina y los pezones se endurecieron contra el algodón del sostén.
Tras romper el contacto de sus labios, él se apartó lo justo para quitarle la camiseta por encima de la cabeza, y ella alzó los brazos hacia el cielo, febril. Sus miradas se encontraron en ese breve instante de separación y, cuando Antonio la volvió a besar, se habían transmitido algo potente con los ojos, una especie de comprensión mutua, de compromiso con lo que estaban haciendo, de bienvenida a lo que pudiera suceder.
Él se quitó la camiseta al cabo de unos momentos, y ella acarició su pecho desnudo sin pensar, sin plantearse nada, como si sus dedos actuaran por su cuenta. Luego, descendió hasta sus vaqueros, le desabrochó el botón y le bajó la cremallera mientras la mantenía cautiva con sus besos. Solo supo que, de repente, estaba cerrando las manos sobre sus nalgas, sintiendo su calor de un modo tan intenso como elemental.
Antonio soltó un gruñido de placer y la abrazó con fuerza, para que pudiera notar su erección. Atónita, ella tragó saliva y abrió los ojos un poco más; pero no tuvo ocasión de reaccionar, porque él la levantó como si no pesara nada, empujándola a cerrar las piernas sobre sus caderas y a sentir su erección contra su femenino sexo.
Amelia gimió, consciente de lo que iba a pasar. Él susurró unas palabras en español y la devolvió al suelo momentáneamente, lo justo para echar mano al bolsillo de atrás de sus pantalones y abrir la cartera, buscando preservativos.
Al ver que no sacaba uno, sino varios, Amelia se ruborizó y abrió la boca. Sabía que tenía que decir algo, que debía confesarle que era virgen. Pero, justo entonces, él le desabrochó los vaqueros y, tras bajárselos, se arrodilló delante de ella y le pasó la lengua por la cara interior de los muslos, dejándola muda.
En el fondo de su mente, en la pequeña parte de su cerebro que aún era capaz de pensar de forma racional, se atisbó un sentimiento de sorpresa. ¿Cómo era posible que no se sintiera incómoda? Sobre todo, cuando él le bajó las braguitas y empezó a lamer. Estaba prácticamente desnuda, pero no le importaba.
Las atenciones de Antonio era tan placenteras que gimió una y otra vez, ardiendo por dentro. De vez en cuando, pronunciaba su nombre y le acariciaba el pelo, con la cabeza echada hacia atrás. Se sentía arrastrada por una ola de excitación creciente, sin poder hacer nada por detenerla, sin querer hacer nada.
Una explosión de placer, radicalmente distinta a lo que había imaginado y, desde luego, a todo lo que conocía, destrozó hasta el último vestigio de su creencia de que no era un ser sexual. Si el sexo era así, se podía convertir en adicta a él.
Sin embargo, no tuvo tiempo de recuperarse. Antonio se incorporó y, con un rápido movimiento, le desabrochó el sostén y se lo quitó. Después, bajó la cabeza hasta sus senos y le besó los pezones con dulzura, avivando otra vez su deseo.
Amelia oyó cómo rompía el envoltorio del preservativo, y un pensamiento se empezó a formar en su mente, pero sin llegar a completarse. El placer la dominaba por completo, y era lo único que existía de verdad. Se había transformado en un ser salvaje. Estaba totalmente abandonada a lo que estaban haciendo.