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Por venganza y amor Caitlin Crews El famoso Nikos Katrakis andaba en busca de una nueva amante cuando, de repente, la heredera Tristanne Barbery se ofreció voluntaria. ¿Podían ser tan fáciles de conseguir placer y venganza? Tristanne sabía que no debía jugar con fuego, y menos con un hombre de tanto carisma como Nikos Katrakis. Sin embargo, a pesar de que sabía muy bien a lo que se exponía, no tenía elección.Para sorpresa de Nikos, Tristanne no era la chica débil, dócil y casquivana que había creído, y pronto sus planes de venganza empezaron a desmoronarse como un castillo de naipes.Matrimonio por venganza Nicola Marsh A Brittany Lloyd le propusieron el mejor trato de su vida… con el hombre que le rompió el corazón, el magnate italiano Nick Mancini. No se imaginaba que el que una vez fue su chico malo y rebelde era ahora un multimillonario.Nick no podía creer lo que veía. Su fierecilla pelirroja se había convertido en una mujer de negocios que vestía trajes de diseño. Ella necesitaba su ayuda… y él la deseaba. Así que le propuso un matrimonio de conveniencia: sólo negocios, por supuesto. Pero en realidad planeaba disfrutar de una ardiente noche de bodas que nunca olvidarían.
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Seitenzahl: 376
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Venganza, n.º 254 - junio 2021
I.S.B.N.: 978-84-1375-728-5
Créditos
Por venganza y amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Promoción
Matrimonio por venganza
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Epílogo
Promoción
APOYADO en la barra del bar, Nikos Katrakis era, con diferencia, el hombre más peligroso a bordo de aquel lujoso yate en las mediterráneas aguas de la Costa Azul, bajo el sol del atardecer. Era tan viril y misterioso que a Tristanne Barbery se le cortaba el aliento cada vez que lo miraba, y de ser otras las circunstancias habría salido huyendo nada más verlo.
«Da igual lo que sientas», se reprendió irritada, obligándose a relajar los puños apretados y a controlar el pánico y las náuseas. Estaba temblando, pero tenía que hacer aquello por su madre, porque las deudas la ahogaban y la situación se había vuelto insostenible.
Había otros hombres ricos a bordo, pero Nikos Katrakis era distinto del resto. Y no sólo porque fuera el propietario de aquel yate, ni por esa aura de poder que parecía emanar de él aun vestido como iba con unos vaqueros y una camisa blanca.
No, era por su porte orgulloso, y por esa energía que irradiaba. Tenía más poder del que había tenido su difunto padre, pero le daba la impresión de que no era tan frío, ni tampoco un bruto, como su medio hermano Peter, cruel hasta el punto de que se negaba a pagar las facturas médicas de su madre y que se había reído de la desesperación de Tristanne en su cara.
Pero también había algo que la asustaba de Nikos Katrakis. Era demasiado masculino, implacable. En cierto modo le recordaba a un dragón, pensó mientras estudiaba su corto cabello negro, sus facciones esculpidas y su impresionante físico, con ese cosquilleo que sentía en los dedos ante el impulso irresistible de dibujar cuando algo la fascinaba.
Estaba malgastando tiempo allí de pie, mirándolo e intentando reunir el coraje suficiente para acercarse a él cuando Peter debía estar buscándola y no tardaría en aparecer. Aunque había accedido a seguir su plan, sabía que no se fiaba de ella. Y seguiría su plan, pero sería ella quien pondría las reglas. Por eso había decidido escoger a aquel hombre al que Peter detestaba, a su principal rival en los negocios.
Tristanne había pasado del nerviosismo a que se le acelerase el pulso y le temblaran las rodillas. Sólo esperaba que no se le notase, que Nikos Katrakis únicamente viese lo que pretendía: a una mujer fría, indiferente, sofisticada.
Inspiró profundamente para calmarse, recitó en silencio una pequeña plegaria, y se obligó a avanzar hacia donde estaba Nikos Katrakis antes de que pudiera arrepentirse.
Cuando llegó junto a él, los ojos color miel del magnate, casi dorados como los de un dragón, se encontraron con los de ella, abrasándola. Tristanne contuvo el aliento, y una ola de calor la invadió. De pronto todos los ruidos se desvanecieron, el runrún de las conversaciones de los demás invitados, las risas, el tintineo de sus copas..., junto con el valor del que había hecho acopio.
–Buenas noches, señorita Barbery –la saludó. El leve acento griego que impregnaba su voz era como una brusca caricia.
No se irguió, sino que siguió con un codo apoyado en la barra, y jugueteó con el vaso en su mano, revolviendo el líquido ambarino que contenía, mientras la miraba fijamente. Tristanne estaba segura de que aquella postura relajada era sólo una fachada, que estaba más que alerta.
–Ignoraba que supiera mi nombre –dijo, manteniendo la compostura a pesar de las mariposas que sentía en el estómago. Era una de las «ventajas» de ser una Barbery: podía aparentar tenerlo todo bajo control cuando por dentro estaba hecha un manojo de nervios. Quería utilizar a aquel hombre para sus propios fines, no sucumbir a su legendario carisma. ¡Tenía que ser fuerte!
Katrakis enarcó una ceja.
–Soy el anfitrión, y considero mi deber conocer el nombre de todos mis invitados. Además, soy griego; la hospitalidad es algo más que una palabra para mí –dijo mirándola fijamente, igual que un gato que hubiera acorralado a un insensato ratón.
–Tengo que pedirle un favor –balbució de sopetón, lanzándose al vacío.
Había algo en el modo en que Nikos Katrakis estaba mirándola que la hizo sentirse como si el vaso de vino que se había tomado se le hubiese subido a la cabeza.
–Lo siento –murmuró, sorprendida al notar que le ardían las mejillas–. No pretendía ser tan brusca. Debe de estar pensando que soy la persona más grosera sobre la faz de la tierra.
Él volvió a enarcar una ceja y esbozó una media sonrisa.
–Aún no me ha dicho de qué favor se trata, así que quizá debería abstenerme de juzgarla hasta que lo haga.
–Es un favor pequeño, y confío en que no le desagrade –respondió Tristanne.
Estuvo a punto de echarse atrás, de hacer caso de los mensajes de pánico que le estaban mandando su cuerpo y su intuición. Casi se convenció de que no tenía por qué escoger precisamente a aquel hombre, que cualquier otro menos intimidante serviría, pero al girar la cabeza un momento para sobreponerse a la intensa mirada de Katrakis, sus ojos se encontraron con los de su medio hermano. Se dirigía hacia allí, abriéndose paso entre la gente, pero al ver con quién estaba, frunció el ceño, furibundo, y se detuvo. Detrás de él estaba el baboso financiero que Peter había escogido para ella.
–Tienes que hacerlo, Tristanne; si quieres que yo te ayude, tú tendrás que ayudarme a mí, apuntalando las tambaleantes finanzas de la familia –le había dicho seis semanas atrás, después del funeral de su padre.
Había empleado un tono autoritario, como si aquello no fuera a afectar a su futuro, a su vida. Ella se había vestido de luto para la ceremonia, pero no lo había hecho por que sintiera la muerte de su padre. Gustave Barbery no había sido un buen padre.
–No lo entiendo –le había respondido ella tensa–. Lo único que quiero es poder disponer de mi fondo fiduciario unos años antes de lo establecido.
Aquel condenado fondo fiduciario... Detestaba el hecho de que su padre lo hubiera creado, de que hubiera pensado que aquello le daría el derecho a intentar controlarla. Detestaba que Peter fuera el albacea testamentario, y que para ayudar a su madre y conseguir el dinero de ese fondo tuviera que dejarse manipular por él. Ella nunca había querido un céntimo de la fortuna Barbery, nunca había querido tener que deberle nada a su padre.
Todos esos años había vivido muy orgullosa ganándose el pan con el sudor de su frente, pero por desgracia las circunstancias la habían empujado a aquello. La salud de su madre, Vivienne, se había deteriorado rápidamente cuando su padre, Gustave, había enfermado, y sus deudas habían empezado a aumentar a un ritmo vertiginoso después de que Peter se hubiera hecho con el control de las finanzas de la familia y dejara de pagar las facturas de su madre. Ella había tenido que hacerse cargo de su madre, cosa que le resultaba muy difícil con lo poco que ganaba como artista en Vancouver. Por eso no tenía otro remedio más que hacer lo que Peter quería, con la esperanza de que le permitiera tener acceso a su fondo fiduciario antes de lo estipulado para poder salvar a su madre de la ruina. Había sentido ganas de llorar de pura frustración, pero se había negado a llorar delante de Peter, a mostrarse débil ante él.
–No tienes que comprender nada –había replicado él, con una mirada fría y llena de malicia–; sólo hacer lo que te digo. Encontrar a un hombre lo suficientemente rico e influyente, y lograr que se doblegue a tu voluntad. No creo que sea tan difícil, ni siquiera para alguien como tú.
–Lo que no alcanzo a comprender es qué sacarás tú de eso –le había dicho Tristanne educadamente, como si aquello no le revolviese el estómago.
–El que los medios te vinculen a ti, mi hermana, con un hombre rico e influyente, tranquilizará a mis inversores –le había contestado Peter–. Y te conviene que este plan salga bien, Tristanne, porque si no sale bien lo perderé todo, y la primera víctima será la inútil de tu madre.
Peter nunca había disimulado el desdén que sentía hacia la madre de Tristanne. Gustave, el padre de ambos, había dejado su imperio en manos de Peter al comienzo de su larga enfermedad, desheredando a Tristanne por cómo se había rebelado contra él años atrás. A ella sólo le había dejado el fondo fiduciario, controlado por Peter.
Sin duda Gustave debía de haber creído que su hijo Peter cuidaría de que, tras su muerte, su segunda esposa pudiera vivir sin estrecheces, y por eso no había estipulado nada al respecto en su testamento. Se había equivocado. Peter había esperado años para hacer pagar a Vivienne por haber usurpado el lugar de su difunta madre. Para él su frágil salud no era más que «una forma de llamar la atención», y había dejado que sus deudas se fueran amontonando. Era verdaderamente mezquino, capaz de cualquier cosa.
–¿Y qué es lo que quieres que haga? –le había preguntado Tristanne valerosamente. Haría lo que tuviera que hacer; tenía que hacerlo por su madre.
–Acostarte con ese tipo... casarte con él... me da igual –le había contestado Peter en un tono despectivo–. Lo importante es que te asegures de que se os vea juntos en público, que aparezca en las portadas de toda Europa. Lo que sea necesario para convencer al mundo de que la familia Barbery está vinculada a gente influyente y con dinero.
Tristanne volvió al presente apartando la vista del baboso financiero para mirar a su hermano, en cuyos ojos ardía el odio más absoluto. Fue entonces cuando su indecisión se desvaneció. Mejor consumirse en el fuego de Nikos Katrakis, y de paso enfurecer a Peter al escoger a su enemigo declarado, que sufrir un destino mucho más repulsivo, entre los tentáculos de aquel financiero. Tristanne se estremeció por dentro de sólo imaginarlo.
Cuando volvió a centrar su atención en Nikos Katrakis, vio que la sonrisa había desaparecido de su rostro. Y aunque aún seguía apoyado en la barra del bar, Tristanne tenía la impresión de que cada músculo de su cuerpo se había puesto tenso, en alerta roja. Todo aquel poder contenido, aquella masculinidad, hizo que se le secara la garganta. «Esto es un tremendo error», pensó, pero no tenía elección.
–¿Y bien? –inquirió Katrakis–. ¿Cuál es ese favor?
–Querría que me besara –le dijo Tristanne con voz clara. Ya estaba hecho; no había vuelta atrás. Carraspeó–. Aquí y ahora. Si no es molestia.
De todas las cosas que pudieran ocurrir durante el transcurso de aquella fiesta, el que la hija de Gustave Barbery acabara de pedirle que la besara, era lo último que Nikos Katrakis había esperado. Una sensación perversa de triunfo lo invadió. Los ojos castaños de Tristanne Barbery no rehuyeron su mirada, y Nikos se encontró sonriendo. No había duda de que era valiente; no como su cobarde y vil hermano. Sin embargo, aquella valentía no le serviría de mucho, no con él.
–¿Por qué debería besarla? –le preguntó, regocijándose al ver el rubor que tiñó sus mejillas. Jugueteó con su vaso y señaló a la muchedumbre con un ademán perezoso–. A bordo de este barco hay muchas mujeres que se pelearían por hacerlo. ¿Por qué tendría que escogerla a usted?
Una expresión de sorpresa cruzó por los ojos de Tristanne Barbery. Tragó saliva, y esbozó lentamente una sonrisa que a Nikos no lo engañó ni por un momento. Era un arma, una sonrisa afilada como una cuchilla.
–Yo creo que debería darme puntos por habérselo pedido directamente –respondió ella, alzando la barbilla desafiante–. En vez de pasearme por la cubierta con un vestido atrevido, esperando llamar su atención, quiero decir.
A Nikos le hizo gracia su respuesta a pesar de ese impulso que sentía de aplastarla porque era una Barbery, porque se había jurado hacía mucho que no descansaría hasta que ese apellido quedara pulverizado a sus pies.
Como había visto que la sabandija de su hermano estaba observándolos, dejó su vaso en la barra y dio un paso hacia Tristanne, invadiendo su espacio personal. Ella no retrocedió.
–Hay mujeres que no tienen ningún problema en exhibir sus encantos para conseguir lo que quieren –le dijo–, pero entiendo a qué se refiere.
La recorrió con la mirada, deleitándose con su melena ondulada de cabello rubio oscuro, sus inteligentes ojos castaños, y su esbelta figura, enfundada en un sencillo vestido que abrazaba sus curvas. Le gustaba especialmente su barbilla, una barbilla con personalidad, ese intelecto que no hacía nada por ocultar, y el hecho de que no parecía haber retocado sus facciones ni su cuerpo con inyecciones de Botox, de colágeno, ni con implantes de silicona.
No le pasó desapercibida la tensión en sus hombros y en su cuello, y al volver a mirarla a la cara lo satisfizo ver, antes de que ella lo disimulara mudando su expresión, que la había irritado con la contestación que le había dado.
–¿Qué tiene que no tenga otra mujer? –le preguntó.
Tristanne Barbery enarcó una delicada ceja en actitud desafiante.
–Todo –respondió ella–. Cada mujer es única y diferente de las demás.
Una ráfaga de deseo que no se esperaba sacudió a Nikos. Deseaba a Tristanne Barbery, sí, pero también quería arruinarle la vida, como Peter Barbery había destruido a su hermana Althea y a su padre.
–Buena observación –contestó, luchando por alejar aquellos oscuros recuerdos de su mente. Alargó la mano y tomó un largo mechón del cabello de Tristanne entre sus dedos. Parecía de seda, y era tan cálido... Ella entreabrió los labios, como si pudiera sentir la caricia de sus dedos–. Sin embargo, no tengo por costumbre besar a una perfecta desconocida delante de tanta gente –continuó en un susurro–. Suele ocurrir que ese tipo de cosas acaban apareciendo en las portadas de la prensa sensacionalista.
–Le pido disculpas entonces –murmuró Tristanne, desafiándolo de nuevo con su inteligente mirada–. Había oído decir que no le tenía miedo a nada, y que se reía de los convencionalismos. Tal vez lo he confundido con otro Nikos Katrakis.
–Me parte el corazón, señorita Barbery –le contestó Nikos dando un paso hacia ella. Tristanne no retrocedió, y eso lo excitó aún más–. Daba por hecho que había sido mi atractivo físico lo que la había traído hasta mí para suplicarme un beso. En vez de eso resulta que es usted como el resto. ¿Es una de esas mujeres que van por ahí flirteando con los tipos ricos, como esas adolescentes que coleccionan autógrafos de cantantes y actores?
–Por supuesto que no –replicó ella, echando la cabeza hacia atrás y enarcando las cejas–. Son los hombres ricos los que me persiguen y flirtean conmigo. Pensé que le hacía un favor ahorrándole las molestias.
–Es muy considerado por su parte, señorita Barbery
–murmuró él, trazando con las yemas de los dedos la tersa piel sobre el borde de su clavícula. La notó estremecerse ligeramente, y casi sonrió–, pero me temo que soy un hombre reservado, celoso de lo que es mío, y soy bastante reticente a compartir lo que es mío.
–Ya, y por eso ha organizado esta fiesta y ha invitado a toda esta gente.
–No tengo intención de besar a todas estas personas. Aunque a algunas de las mujeres que hay a bordo sí las he besado –puntualizó él.
–En ese caso me gustaría que me explicase cuáles son sus reglas –respondió Tristanne, y apretó ligeramente los labios, como si estuviera conteniéndose la risa–. Aunque debo confesarle que me sorprende que las haya. Parece que no son ciertas las historias que se cuentan del gran Nikos Katrakis, que no se pliega a los convencionalismos, que no sigue las reglas y se forja su propio destino. Si ese hombre existe, me gustaría conocerlo.
–Sólo hay un Nikos Katrakis, señorita Barbery; yo –dijo él. Estaba tan cerca de ella que el aroma de su perfume, con un toque floral, invadía el espacio entre ellos. Se preguntó si sus labios serían tan dulces como su perfume–. Espero que eso no suponga una decepción para usted.
–No tendré manera de juzgar si supone para mí una decepción o no si no me besa –apuntó ella, mirándolo a los ojos.
–Ah, así que se trata de algo inevitable.
–Por supuesto. ¿No lo ve igual que yo? –respondió ella ladeando la cabeza con una sonrisa.
Era un desafío en toda regla, y Nikos nunca había rehuido un desafío.
Claro que aquello no era en absoluto lo que había planeado; eso era cierto. La espontaneidad era para los que tenían poco que perder y aún menos que demostrar. Él quería vengarse del difunto Gustave Barbery y de su odioso hijo Peter como se merecían, no de cualquier manera. Era una venganza que había estado urdiendo durante los últimos diez años: un tirón por aquí, un rumor por allá, y había puesto zancadillas a los Barbery que habían hecho que sus negocios comenzaran a ir cuesta abajo, sobre todo desde la enfermedad del viejo.
En sus planes de venganza iniciales no entraba lachica. Él no era como los Barbery, no era como Peter Barbery, que había seducido a Althea, dejándola embarazada y abandonándola después. Sin embargo, jamás podría haber imaginado que la hermana de su mayor enemigo fuera a abordarlo de esa manera.
Ni tampoco, y aquello era aún más intrigante y peligroso, que estuviera sintiéndose tentado de bajar la guardia, que estuviera a punto de resquebrajar el férreo control que tanto se había esforzado por mantener sobre sí mismo. No era contrario a utilizarla para conducir a su familia a la destrucción, pero nunca se habría esperado sentir aquel deseo arrollador hacia ella.
–Supongo que sí –murmuró.
La expresión desafiante que había en los ojos de Tristanne flaqueó. Fue sólo un instante, pero no le pasó desapercibido, y algo dentro de él rugió triunfante. Aquella fría indiferencia suya no era más que una fachada, era evidente.
Alargó la mano y deslizó la palma por detrás de su cuello para asirla por la nuca. Aquel contacto fue como una descarga eléctrica. Ella abrió mucho los ojos y apoyó las manos en su pecho.
Nikos se lo tomó con calma, consciente del interés de los curiosos que los rodeaban. No sabía a qué estaba jugando Tristanne Barbery, pero sí sabía que no tenía ni idea de con quién estaba jugando.
Prácticamente ya había ganado la batalla, y estaba dispuesto a valerse de Tristanne para destruir el imperio Barbery de una vez por todas, igual que los Barbery habían estado casi a punto de destruirlo a él tiempo atrás.
Sin embargo, en vez de saborear esa victoria que casi podía tocar con la punta de los dedos, centró su atención en los sensuales labios de Tristanne, y la atrajo hacia sí.
FUEGO! Tristanne habría gritado aquella palabra si hubiera podido. En vez de eso, había respondido al beso, si ésa era la palabra adecuada para describir aquella apasionada y ardiente unión de sus labios. En su cerebro se dispararon alarmas que gritaban: «¡Peligro!, ¡peligro!»; tenía el estómago lleno de mariposas y la piel le quemaba.
No había imaginado que besar a aquel hombre, o más bien ser besada por él, pudiera ser así. Era algo casi salvaje. Tomaba, exigía, reclamaba.
Ella tenía la sensación de que jamás quedaría saciada. Katrakis ladeó la cabeza, explorando su boca con la lengua, con una maestría y una seguridad que la hizo estremecer de deseo.
Era algo primitivo, carnal. La mano con que le sujetaba la nuca irradiaba calor, como si estuviese marcándola a fuego de un modo posesivo. El sabor de su boca, intenso como el de un vino caro, resultaba adictivo. Los dedos de Tristanne se aferraron a su camisa, tensos, pero en vez de empujarlo para apartarlo de ella, al instante siguiente se relajaron, deslizándose por su pecho, por sus músculos de acero.
Fue como si el tiempo se detuviera, consumiéndose en aquel fuego, hasta que finalmente él levantó la cabeza, despegando sus labios de los de ella. Sus ojos dorados buscaron los de ella, y Tristanne sintió que las piernas le temblaban.
Resistió el impulso de llevarse los dedos a los labios, que se notaban hinchados y palpitantes por aquel beso apasionado.
–Confío en que eso la haya satisfecho.
Había un brillo extraño en los ojos de él, algo que hacía que sintiera un cosquilleo en la piel, como una advertencia. Apartó la mano de su nuca, lentamente, y sus dedos dejaron un rastro ardiente mientras se retiraban, abrasándola.
Tristanne hizo un esfuerzo por no estremecerse, segura de que él utilizaría las respuestas de su cuerpo contra ella.
–Creo que sí –murmuró Tristanne. Su voz sonó ahogada.
Se notaba los senos tirantes, pesados, y por un instante se apoderó de ella un impulso de apretarlos contra su duro pecho. Era como si Nikos Katrakis hubiese vuelto a su cuerpo en su contra. «Basta», se ordenó mentalmente. La cabeza le daba vueltas y su respiración se había tornado entrecortada. Tenía que parar aquello, respirar, controlarse.
–¿Cree que sí? ¿No lo sabe? –la picó él una sonrisa divertida, sensual–. Entonces es que no lo he hecho bien.
Tristanne se dio cuenta entonces de que aún tenía las manos apoyadas en su pecho; podía sentir el calor de su cuerpo a través de la camisa de algodón. Ya hacía rato que debía haber bajado las manos, que debía haberse apartado de él.
«¡Por amor de Dios, contrólate!», se ordenó desesperada. Pensó en la frágil y delgada figura de su madre, en su tos constante, en los ojos ojerosos por la falta de sueño. Tenía que mantener la cabeza fría o lo echaría todo a perder.
Bajó las manos, y al hacerlo le pareció que en la sonrisa de él se acentuaba el sarcasmo. Aquello la hizo erguirse, recordarse por qué estaba haciendo aquello, y por quién.
–Ha sido un beso... aceptable –le respondió, fingiéndose indiferente, y casi aburrida, a pesar de que el corazón se le había desbocado y le palpitaba el estómago.
Él no reaccionó a la provocación, pero sus ojos permanecieron fijos en ella, como un depredador a punto de atacar, o como un dragón a punto de lanzar una llamarada por la boca.
–Aceptable –repitió.
Ella se encogió de hombros, como si no sintiese que las mejillas le ardían, como si aquel beso no la hubiese sacudido por completo.
En ese momento vio que su hermano se había aproximado a ellos un poco más, sin duda para intentar escuchar su conversación con Katrakis. Por la expresión de su rostro era evidente que estaba furioso. Sus fríos y crueles ojos ardían de ira.
–Tal vez deberíamos experimentar un poco más –sugirió Katrakis.
Su voz aterciopelada la hizo apartar la vista de Peter.
–No tengo problema en repetirlo –añadió Katrakis–; no quiero decepcionarla.
–Es usted verdaderamente magnánimo –murmuró ella bajando la vista, temerosa de que pudiera ver el efecto devastador que tenía en ella.
–Soy cualquier cosa menos magnánimo, señorita Barbery –replicó él–. No tengo un ápice de generosidad, y le aconsejo que no lo olvide.
Tristanne sabía lo que debía hacer. Antes incluso de que Peter le expusiera sus repugnantes condiciones para que pudiera disponer de su fondo fiduciario, había decidido que haría lo que fuera para liberar a su madre de su control. Le daba igual que la fortuna Barbery y su imperio financiero se desmoronaran. Hacía mucho tiempo que se había desentendido de todo aquello, pero no iba a darle la espalda a su madre.
–Es una lástima –dijo con una calma que no sentía, alzando de nuevo la vista hacia él.
–No, no es más que la verdad –respondió Katrakis.
Tristanne tragó saliva.
–Pues yo creo que lo es... porque había oído que ahora mismo no hay ninguna mujer en su vida, y esperaba poder convertirme en su próxima amante –se obligó a decir.
Los ojos de él relampaguearon, pero Tristanne le sostuvo la mirada como si fuera tan valiente, tan atrevida como sus palabras sugerían.
–Claro que, a cambio de convertirme en su amante, esperaría que fuera generoso conmigo; muy generoso –añadió, aunque tenía un nudo en la garganta.
Aquél era el quid de la cuestión, y sabía que Peter estaba escuchándola. Durante un instante que se le hizo eterno, Katrakis se quedó mirándola con indiferencia, como si no acabara de ofrecérsele igual que una prostituta, con la naturalidad de quien pide una copa en la barra de un bar.
Hasta que de pronto, cuando creía que ya no podría soportar ni un segundo más la tensión, Katrakis esbozó una sonrisa que hizo que se le erizara el vello de excitación y se le endurecieran los pezones.
Había estado esperando aquel momento durante mucho tiempo, y Nikos no pudo evitar saborearlo, recrearse. Nunca habría imaginado que un día la hermana de su enemigo se le ofrecería como amante, poniéndole la victoria definitiva en bandeja de plata. Y no iba a rechazarla.
No le hacía falta mirar a Peter Barbery para sentir su ira; emanaba de él a raudales. Aquella venganza era tan dulce como siempre había imaginado que sería durante todos aquellos años que había pasado planeándola cuidadosamente, cerrando poco a poco el cerco en torno a los Barbery, llevándolos un paso más hacia la ruina.
Sin embargo, le habría gustado no ser el último miembro de los Katrakis que fuese a celebrar esa victoria, que su crítico y desaprobador padre, y que su apasionada medio hermana, Althea, hubieran vivido para ver que se habían equivocado. Para que hubieran podido ver que se había mantenido fiel a su palabra, a lo que les había jurado que iba a hacer: destruir a los Barbery, hacerles pagar. Los dos habían muerto odiándolo, culpándolo a él de todo: primero Althea, por su propia mano y con el corazón destrozado, y luegosu padre, el padre al que se había esforzado tanto por impresionar, aunque jamás lo había conseguido.
Claro que tampoco se había venido abajo por eso. Había utilizado aquella frustración para alimentar su voluntad de no rendirse, igual que había hecho a lo largo de su vida con todas las cosas malas que le habían pasado. No había dejado que el hecho de haber crecido en un barrio pobre de Atenas se convirtiera en un lastre para él, ni que su padre se hubiese desentendido de su madre, que para él sólo había sido una amante, y de él, y que luego su madre hubiera muerto por una sobredosis de narcóticos. Cuando finalmente había logrado salir del arroyo, luchando con uñas y dientes, y con la cabezonería como su única arma, había ido en busca de su padre. Se había esforzado por demostrarle su valía a su duro, y a menudo cruel padre, y por ganarse el cariño de Althea, la hija legítima, la favorita. Nunca había sentido resentimiento alguno hacia ella por eso, aunque Althea lo había acusado precisamente de eso cuando Peter Barbery la había dejado tirada después de dejarla embarazada.
Miró a Tristanne con sus palabras resonando aún en sus oídos como las notas de una dulce melodía, la de la venganza.
No sabía a qué estaban jugando su hermano y ella, pero le daba igual. ¿Acaso se había creído Tristanne Barbery que era una especie de Mata Hari? ¿Creía que podía utilizar el sexo para controlarlo, para influir en él de algún modo? Que lo intentara.
–Sígame –le dijo, señalando con la cabeza en dirección a la parte del yate donde estaban sus aposentos privados.
Ella lo miró, como vacilante.
–¿Se lo está pensando mejor? –la picó él.
–Es de usted de quien estoy esperando una respuesta, señor Katrakis –contestó ella, alzando la barbilla e irguiendo los hombros.
Aquella actitud desafiante lo excitaba. La quería desnuda debajo de él. Ya. «Pero sólo por venganza», se dijo, «no por nada más».
–Es cierto, pero creo que tenemos mucho que discutir, y deberíamos hacerlo en privado.
Tristanne tragó saliva, y aquello fue lo único que le dejó entrever que ni estaba tan calmada ni aquello le resultaba tan indiferente como pretendía. Sus ojos se oscurecieron.
–¿Va a llevarme a su guarida? –le preguntó.
–Si quiere llamarlo así... –respondió él, divertido.
Tristanne no dijo nada más. Él la tomó por la cintura, y se aseguró de que todas las miradas, incluida la de Peter Barbery, estaban fijas en ellos mientras la conducía a su camarote, a su guarida.
AQUÉLLA no era la primera vez que veía a Nikos Katrakis. Tristanne lo recordaba como si hubiera ocurrido el día anterior, aunque hacía ya diez años. Se dejó guiar por él entre la gente con la cabeza alta y la espalda recta como si fuera a su coronación en vez de al dormitorio de un hombre al que acababa de ofrecerle su cuerpo. A cambio de dinero.
Sin embargo, en su mente volvía a tener diecisiete años y estaba en un abarrotado salón de baile en la señorial casa de su padre en Salzburgo. Aquél había sido su primer baile, y Nikos Katrakis había estado entre los invitados. La había fascinado aunque sólo había sido de lejos y no había hablado con él, al verlo avanzar, tan viril y misterioso, por el salón de baile como si le perteneciera.
Entonces no había comprendido por qué se le había cortado el aliento, ni por qué el corazón había empezado a latirle a toda prisa, como si la hubiese invadido un pánico inexplicable, pero no había sido capaz de apartar los ojos de él.
De eso hacía ya diez años, y aún no lo comprendía. Sólo sabía que en ese momento iba siguiéndolo como un dócil corderito por su propia voluntad. Al fin y al cabo era ella la que lo había sugerido, ¿no? Había sido elección suya.
Katrakis la condujo lejos de la muchedumbre, y se adentraron en las profundidades del lujoso yate. Atravesaron pasillos con revestimiento de madera y salones decorados con opulencia, pero Tristanne estaba tan nerviosa y tan pendiente del atractivo hombre cuyo brazo aún le rodeaba la cintura, que apenas se fijó.
Tenía que recobrar el control sobre sí, se dijo desesperada. No podía dejar que un beso de aquel hombre, o el más leve contacto la desbarataran de esa manera. Estaba utilizándolo, se recordó; era el medio para conseguir un fin.
Nikos la hizo entrar en una habitación y cerró la puerta tras de sí. Tristanne miró a su alrededor, pero sólo tuvo una vaga impresión de que era una habitación espaciosa, elegante, y que en ella había una cama. Una cama enorme.
–Señor Katrakis... –comenzó a decir, girándose hacia él.
Aún no era demasiado tarde para recobrar el control de la situación. Lo único que tenía que hacer era mostrarse firme, ser fuerte.
–Me parece que deberíamos tutearnos –la interrumpió, acercándose a ella.
Tristanne dio un paso atrás, pero él se limitó a sonreír. Se sentía como si estuviera al borde de un acantilado, y él fuera un fuerte viento que podría derribarla en cualquier momento y hacerla caer.
Katrakis se metió las manos en los bolsillos del pantalón, pero aquel gesto casual no disminuyó en absoluto la inconfundible amenaza sensual que rezumaba. De pronto sus hombros parecían más anchos, igual que su torso, y parecía un gigante. ¿O era que ella se sentía de repente pequeña y vulnerable, ahora que flaqueaba la bravuconería que la había llevado hasta allí?
–Puedes llamarme Nikos.
Tristanne sabía que debería decir algo, pero no era capaz de articular ni una palabra.
Una sonrisa sardónica acudió a los labios de él, que apoyó la espalda contra la puerta, pero no dijo nada. Luego, cuando Tristanne empezaba a notarse tan tensa que sentía que de un momento a otro iba a ponerse a chillar o a echarse a llorar, Nikos levantó la mano y le hizo una señal doblando el dedo hacia sí para que se acercara.
Era un gesto arrogante que denotaba la confianza que tenía en sí mismo, lo seguro que estaba de que sus órdenes serían obedecidas al instante. Parecía que después de todo no era muy distinto de hombres como su padre y su hermano. Estaba tratándola como si fuese un perro.
Una ira repentina palpitó en su interior, pero de algún modo logró reprimirla. ¿Acaso no era eso lo que se esperaba de una amante, que estuviera al servicio del hombre, a merced de sus caprichos?
¿Qué importancia tenía cómo la tratara aquel hombre arrogante? Aquello sólo era una ficción, algo temporal. «Sólo será unos días», se dijo. Saldrían a cenar unas cuantas veces, tal vez compartirían unos cuantos besos más, y preferiblemente a la vista de los paparazzi, para convencer a su hermano Peter y sus inversores. No sería más que una pantomima, y Nikos Katrakis no tenía por qué enterarse.
Además, era por una buena causa, y eso era lo más importante: por su madre, que estaba impedida, y parecía que aún no se había dado cuenta de que su hijastro era un monstruo y que no tenía intención alguna de cuidar de ella como Gustave había esperado que hiciera.
Por eso necesitaba disponer de su fondo fiduciario, cosa que legalmente no sería posible hasta que cumpliera los treinta años a menos que Peter lo permitiera, para pagar las deudas de su madre y ocuparse de que estuviera atendida por buenos médicos. No tenía otra elección.
Avanzó hacia Nikos, dejando que sus caderas se contonearan ligeramente a cada paso.
–Tal vez deberías llamarme con un silbido –le dijo sin poder contenerse–; así no habría lugar para la confusión.
–Yo no estoy confundido –murmuró él.
Se irguió, y se apartó de la puerta con un movimiento de una gracilidad casi felina que la habría dejado aturdida si le hubiera dado tiempo de reaccionar. En vez de eso la asió por la muñeca de improviso y la atrajo hacia sí.
La tomó de la barbilla para levantarle el rostro y hacer que lo mirara a los ojos. Era un gesto claramente posesivo, pero a la vez, de algún modo, casi tierno, y un gemido ahogado escapó de los labios de Tristanne.
Luego, sin previo aviso, la boca de Nikos descendió sobre la suya, y la hizo girar con él para empujarla contra la puerta mientras la besaba con ansia, como si quisiera devorarla.
Y aunque Tristanne sabía que debería concentrarse en por qué estaba allí, y no dejarse llevar, respondió a sus besos con idéntico ardor. No quería que parase.
Nikos se sentía como si nunca fuese a saciarse de ella, del dulce sabor de su boca, de los gemidos que escapaban de su garganta. Una ola de calor estaba envolviéndolo, excitándolo, pero no hizo intento alguno por parar aquello. No habría podido pararlo aunque hubiese querido.
Tristanne Barbery quería convertirse en su amante, y él la deseaba con una intensidad que no había esperado, pero que tampoco podía negar.
Sus manos recorrieron con avidez las curvas de Tristanne. Una de ellas la agarró del cabello y le hizo echar la cabeza hacia atrás para tener mejor acceso a su boca, mientras la otra descendía por su elegante cuello hasta su pecho.
Luego, despegando sus labios de mala gana de los de ella, centró toda su atención en sus senos, acariciando la parte superior, que dejaba al descubierto el escote del vestido. Después los tomó en sus manos, palpándolos y frotando las yemas de los pulgares contra los endurecidos pezones hasta hacerla gemir.
Con la sangre bombeándole en las venas, bajó las manos hasta encontrar el dobladillo de la falda del vestido, y se lo levantó hasta la cintura, dejando al descubierto sus sedosos muslos y el calor de su feminidad entre ellos. Asió una de las largas y exquisitas piernas de Tristanne, la colocó en torno a su cadera, y apretó su erección contra ella. Sólo los separaba la tela de sus pantalones y las minúsculas braguitas de seda de ella. Tristanne gimió y se arqueó hacia él. Había echado la cabeza hacia atrás, contra la puerta, y tenía los ojos cerrados.
Nikos volvió a tomar su boca mientras movía las caderas. Bajó la cabeza para besarla en el hueco del cuello y su mano se abrió paso entre sus muslos. Apretó la palma de la mano contra su monte de Venus, y se encontró con que estaba ardiendo. Un gemido ininteligible escapó de los labios de Tristanne. ¿Había dicho su nombre?
¿Qué más daba eso? Era una Barbery, pertenecía a la familia de su enemigo. Sólo quería utilizarla para vengarse, y además aún no sabía qué quería de él. En ese momento lo único que sabía era que quería hacerla suya; tenía que hacerla suya.
Nikos apartó un poco las braguitas para poder acariciarla con sus largos dedos. Tristanne gimió de un modo incoherente, y siguió torturándola, dibujando círculos antes de sucumbir a la tentación de introducir sus dedos en ella. Estaba tan húmeda, tan caliente, y era tan suave al tacto, que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no arrojarla al suelo y hundirse en su interior, hasta lo más hondo de ella. En vez de eso, movió sus dedos, primero suavemente, y luego un poco más deprisa.
Tristanne jadeó, y sus caderas comenzaron a moverse, cabalgando sobre sus dedos, mientras sus manos se aferraban a sus hombros.
–Mírame –le ordenó.
Cuando Tristanne abrió los ojos, había en ellos un fuego salvaje. La notó tensarse, y sus mejillas se tiñeron de rubor. Todo su cuerpo palpitaba de satisfacción por verla así, indefensa, completamente a su merced. Comenzó a mover sus dedos de nuevo, concentrándose en aquel calor húmedo. Sabía que Tristanne estaba a un paso de alcanzar el éxtasis.
–Entrégate a mí –le susurró entre dientes, antes de imprimir besos ardientes en su boca, en su mejilla, en el cuello–. Ahora...
Aquello era un error, pensó Tristanne desesperada, en medio de aquel frenesí, pero su cuerpo, que estaba más centrado en lo que estaban haciendo los dedos de Nikos que en los pensamientos erráticos que cruzaban por su mente, estalló de placer.
Durante un buen rato permaneció temblando por aquel orgasmo, del que le costó recobrarse. Cuando al fin lo hizo, vio que Nikos estaba observándola con esos ojos de depredador. No sabía qué podía hacer, cuando aún tenía su mano entre las piernas y los labios húmedos por sus besos. Se estremeció, sin saber muy bien si era por la excitación que le provocó ese pensamiento, o un último coletazo retardado del orgasmo que la había sacudido con tanta fuerza.
Nikos enarcó una ceja.
Dios del cielo... Aún no estaba satisfecho, pensó Tristanne espantada. Quería más. ¿Cómo podía haber dejado que ocurriera aquello? No sólo no había hecho nada para impedírselo, sino que incluso lo había alentado a que no parara. No comprendía cómo podía haber perdido el control sobre la situación tan deprisa, hasta ese punto.
¿Y por qué se sentía como si, a pesar de estar culpándose y reprochándose, hubiera una parte de ella que ansiaba olvidarse de todo y dejarse llevar, dejar que hiciera con ella lo que quisiera?
–¿Qué estamos hacien–...? –balbució confundida, antes de poder contener su lengua.
¿Cómo habría podido hacerlo cuando ni siquiera podía controlar las emociones contradictorias que se agitaban en su interior? Los ojos de Nikos la miraban burlones.
Tristanne, que tenía las manos apoyadas en su pecho, apretó los puños. ¿Para qué?, se preguntó contrariada. ¿Qué iba a hacer, golpearle para que se apartase? ¿Después del entusiasmo con el que se había entregado a él? ¿Qué diablos le pasaba? Quería echarse a llorar. Todo aquello era demasiado para ella. Se sentía como una extraña en su propio cuerpo, que vibraba con sensaciones que no podía identificar.
Nikos dejó que su pierna se deslizara hasta el suelo, y Tristanne se dio cuenta entonces de que aún tenía el vestido subido. Se apresuró a bajárselo, azorada y humillada, con manos temblorosas.
–Tal vez te malinterpreté –dijo él con voz aterciopelada, aunque su mirada se había vuelto de nuevo punzante, como la de un ave de presa. No se apartó de ella, y con la mano libre le remetió un mechón por detrás de la oreja, haciendo que se le cortara el aliento–. Creí haber entendido que querías ser mi amante. ¿No fue eso lo que me dijiste? ¿En qué creías que consistía el papel de amante?
–Sé en lo que consiste –replicó ella.
–Pues a mí me parece que no –contestó él con una sonrisa sardónica–. O puede que tu experiencia en estas cuestiones difiera de la mía. A mí me gusta que mis amantes sean...
–No se trata de eso –lo interrumpió ella con aspereza–. Es sólo que me he quedado atónita por la rapidez con la que quieres consumar la relación.
Nikos se apartó de ella.
–¿Y qué esperabas entonces?, ¿que te llevara a cenar a restaurantes caros y a la ópera? Me parece que no comprendes lo que se requiere de ti. Soy yo quien pone las reglas, no tú –dijo ladeando la cabeza–. Dime, Tristanne, ¿cuántos hombres cuentas en tu dilatada experiencia como amante de hombres ricos?
–¿Qué? ¡Ninguno! –exclamó horrorizada, aunque se había estremecido al oírle pronunciar su nombre.
De inmediato sintió deseos de pegarse un puntapié a sí misma. No debería haber dicho eso.
–Ah, ya veo –murmuró él, con un brillo perverso de satisfacción en la mirada–. ¿Y por qué me has distinguido entonces con este honor? ¿Cómo es que la heredera de la fortuna Barbery se ha ofrecido a ser mi amante? No alcanzo a entenderlo.
Tristanne se mordió el labio, y se alejó de él unos pasos, dándole la espalda, antes de detenerse en mitad de la habitación.
–Son tiempos difíciles –dijo encogiéndose de hombros. Lo que no podía decirle era que su hermano estaba a punto de hacer que la familia se quedase en la ruina–. Y tú eres, como sabrás, un hombre muy deseable.
–Ya. Y a mí me parece que no tienes la menor idea de lo que significa ser la amante de un hombre.
Tristanne se giró hacia él y alzó la barbilla.
–Aprendo rápido.
Tenía que hacerlo por su madre, se repitió. Si no hubiera huido a Vancouver cuando su padre se negó a seguirle pagando la universidad porque no había escogido la carrera que él quería... Si no hubiese abandonado a su madre a merced de Peter...
Nikos estaba observándola divertido, como si supiese cosas sobre ella que ni ella misma sabía.
–Este barco zarpa mañana por la mañana para la isla griega de Cefalonia, mi hogar –le dijo con voz acariciadora, y el brillo de un desafío en la mirada–. Si quieres ser mi amante, estarás aquí de nuevo mañana.
AL SUBIR a bordo del yate a la mañana siguiente, Tristanne encontró a Nikos en la cubierta, sentado al sol frente a una mesa con periódicos en tres idiomas, y una taza de café, pero no alzó la vista cuando se acercó a él.
Se detuvo a unos pasos de él, y trató de controlar su agitada respiración. Se irguió, poniendo la espalda bien recta y la cabeza bien alta. Se detestó a sí misma y a él cuando vio que pasaba un rato y seguía ignorándola, como si fuera un rey y ella una campesina esperando audiencia. Pero no pensaba rebajarse, si eso era lo que esperaba que hiciera. Continuaría interpretando el papel de mujer dura y sofisticada, a la que sólo le interesaba su dinero. Y pensaría en su pobre madre enferma y agobiada por las deudas, porque era por ella por quien estaba haciendo aquello.
«Vendiéndote como una puta al mejor postor, ¿eh?», se había mofado Peter el día anterior cuando se había reunido con él después de la fiesta. No iba a pensar en Peter, se dijo Tristanne. No iba a dejar que sus palabras la afectaran. Contuvo el impulso de tocarse el moño y de alisarse las perneras del pantalón con las manos. No iba a mostrarse nerviosa delante de aquel hombre.