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En "El alienista", de Machado de Assis, el doctor Simão Bacamarte abre un manicomio para estudiar la locura en la ciudad de Itaguaí. Decidido a comprender la mente humana, interna a varios ciudadanos, generando polémica y revuelta. La historia satiriza la ciencia, la sociedad y los límites entre la cordura y la locura, culminando con un giro sorprendente.
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Seitenzahl: 73
Veröffentlichungsjahr: 2024
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En “El alienista”, de Machado de Assis, el doctor Simão Bacamarte abre un manicomio para estudiar la locura en la ciudad de Itaguaí. Decidido a comprender la mente humana, interna a varios ciudadanos, generando polémica y revuelta. La historia satiriza la ciencia, la sociedad y los límites entre la cordura y la locura, culminando con un giro sorprendente.
Locura, Ciencia, Sociedad.
Este texto es una obra de dominio público y refleja las normas, valores y perspectivas de su época. Algunos lectores pueden encontrar partes de este contenido ofensivas o perturbadoras, dada la evolución de las normas sociales y nuestra comprensión colectiva de las cuestiones de igualdad, derechos humanos y respeto mutuo. Pedimos a los lectores que se acerquen a este material comprendiendo la época histórica en que fue escrito, reconociendo que puede contener lenguaje, ideas o descripciones incompatibles con las normas éticas y morales actuales.
Los nombres en lenguas extranjeras se conservarán en su forma original, sin traducción.
Cuentan las crónicas de la ciudad de Itaguaí que, antiguamente, vivía allí un médico, el Dr. Simão Bacamarte, hijo de la nobleza de la tierra y el más grande médico de Brasil, Portugal y España. Había estudiado en Coimbra y Padua. A los 34 años volvió a Brasil, y el rey no consiguió que se quedara en Coimbra, dirigiendo la universidad, ni en Lisboa, ocupándose de los asuntos de la monarquía.
—La ciencia —le dijo a Su Majestad— es mi único trabajo; Itaguaí es mi universo.
Dicho esto, se fue a Itaguaí y se entregó en cuerpo y alma al estudio de la ciencia, alternando las curas con la lectura y la demostración de teoremas con las cataplasmas. A los cuarenta años, se casó con D. Evarista da Costa e Mascarenhas, una dama de veinticinco años, viuda de un juez de fuera, y ni bonita ni simpática. Uno de sus tíos, cazador de pacas ante el Eterno, y no menos franco, se maravilló de tal elección y se lo dijo. Simão Bacamarte le explicó que la señora Evarista tenía condiciones fisiológicas y anatómicas de primer orden; digería con facilidad, dormía regularmente, tenía buen pulso y excelente vista; era, por tanto, apta para darle hijos robustos, sanos e inteligentes. Si además de estos dones —los únicos dignos de la preocupación de un sabio— los rasgos de la señora Evarista eran pobres, lejos de lamentarlo, daba gracias a Dios, porque no corría el riesgo de descuidar los intereses de la ciencia en la contemplación exclusiva, mezquina y vulgar de su consorte.
Evarista mintió las esperanzas del Dr. Bacamarte; no le dio hijos robustos ni mohosos. La naturaleza natural de la ciencia es sufrida; nuestro doctor esperó tres años, luego cuatro, después cinco. Al cabo de ese tiempo, estudió a fondo el tema, releyó a todos los escritores árabes y de otras lenguas que había traído a Itaguaí, envió consultas a universidades italianas y alemanas, y acabó aconsejando a su esposa un régimen dietético especial. La ilustre dama, alimentada exclusivamente con la fina carne de cerdo de Itaguaí, no atendió a las admoniciones de su marido; y a su resistencia —explicable, pero indecible— debemos la extinción total de la dinastía de los Bacamartes.
Pero la ciencia tiene el don inefable de curar todas las penas; nuestro médico se sumergió por entero en el estudio y la práctica de la medicina. Fue entonces cuando uno de sus rincones le llamó especialmente la atención: el rincón psíquico, el examen de la patología cerebral. No había una sola autoridad en la colonia, ni siquiera en el reino, sobre este tema, apenas explorado o casi inexplorado. Simão Bacamarte se dio cuenta de que la ciencia lusitana, y en particular la brasileña, podía cubrirse de “laureles sin par” —expresión que él mismo utilizaba, pero en un arranque de intimidad doméstica; exteriormente era modesto, como corresponde a los entendidos.
—A la salud del alma —gritó—, y a la más digna ocupación del médico.
—El médico de verdad —añadió Crispim Soares, boticario de la ciudad y uno de sus amigos y comensales.
El Ayuntamiento de Itaguaí, entre otros pecados de los que es acusado por los cronistas, tuvo el de no prestar atención a los locos. Así, cada loco delirante era encerrado en una alcoba de su propia casa y no curado, sino desatendido, hasta que la muerte venía a quitarle el beneficio de la vida; los mansos vagaban por las calles. Simão Bacamarte decidió inmediatamente reformar esta mala costumbre; pidió permiso al Consejo Municipal para alojar y tratar a todos los locos de Itaguaí y de los demás pueblos y ciudades en el edificio que iba a construir, a cambio de un estipendio, que el Consejo le daría cuando la familia del enfermo no pudiera hacerlo. La propuesta despertó la curiosidad de todo el pueblo, y encontró gran resistencia, pues es cierto que es difícil desarraigar costumbres absurdas o incluso malas. La idea de meter a los locos en la misma casa, viviendo juntos, parecía en sí misma un síntoma de demencia, y no faltó quien se lo sugiriera a la mujer del médico.
—Mire, señora Evarista —le dijo el padre Lopes, el vicario local—, a ver si su marido hace un viaje a Río de Janeiro. Estudiar todo el tiempo no es bueno, te desconcentra.
Evarista estaba aterrorizada; fue a ver a su marido y le dijo que tenía algunos deseos, uno en particular, venir a Río de Janeiro y comer todo lo que le pareciese apropiado para un determinado fin. Pero aquel gran hombre, con la rara sagacidad que lo distinguía, se dio cuenta de la intención de su mujer y le dijo sonriendo que no tuviera miedo. De allí se dirigió al ayuntamiento, donde los concejales debatían la propuesta, y la defendió con tanta elocuencia que la mayoría decidió autorizarle a hacer lo que había pedido, votando al mismo tiempo un impuesto para subvencionar el tratamiento, alojamiento y manutención de los locos pobres. El tema del impuesto no era fácil de encontrar; en Itaguaí se gravaba todo. Después de largos estudios, se acordó permitir el uso de dos gallardetes en los caballos para los entierros. Quien quisiera emplumar los caballos de una carroza mortuoria pagaría dos peniques al ayuntamiento, y esta cantidad se repetiría tantas veces como horas transcurrieran entre el fallecimiento y la última bendición sobre la tumba. El secretario se perdió en los cálculos aritméticos de los posibles ingresos del nuevo impuesto; y uno de los concejales, que no creía en la empresa del doctor, pidió que el secretario fuera relevado de su inútil trabajo.
—Los cálculos no son exactos —dijo— porque al doctor Bacamarte no se le ocurre nada. ¿Quién vio venir meter a todos los locos en la misma casa?
El honorable magistrado se equivocó; el doctor lo arregló todo. En cuanto tuvo la licencia, empezó a construir la casa enseguida. Estaba en la Rua Nova, la calle más bonita de Itaguaí en aquella época. Tenía cincuenta ventanas a cada lado, un patio en el centro y numerosos cubículos para los huéspedes. Como era un gran arabista, encontró en el Corán que Mahoma declaraba venerables a los locos, con el argumento de que Alá les quita los sentidos para que no pequen. La idea le pareció hermosa y profunda, y la hizo grabar en el frontispicio de la casa; pero como temía al vicario, y por tanto al obispo, atribuyó el pensamiento a Benedicto VIII, y con este fraude mereció que el padre Lopes le contara en el almuerzo la vida de aquel eminente pontífice.
La Casa Verde fue el nombre dado al asilo, en alusión al color de las ventanas, que por primera vez en Itaguaí eran verdes. Fue inaugurado con inmensa pompa; de todas las aldeas y ciudades cercanas, e incluso remotas, y de la propia ciudad de Río de Janeiro, acudió gente para asistir a las ceremonias, que duraron siete días. Muchos de los dementes ya habían sido acogidos, y sus familiares tuvieron ocasión de comprobar el afecto paternal y la caridad cristiana con que eran tratados. Evarista, alborozada por la gloria de su marido, se vistió fastuosamente, se cubrió de joyas, flores y sedas. Era una verdadera reina en aquellos días memorables; nadie dejaba de visitarla dos o tres veces, a pesar de las costumbres caseras y modestas del siglo, y no sólo la cortejaban, sino que la alababan; porque —y este hecho es un documento muy honroso para la sociedad de la época— porque veían en ella a la esposa feliz de un espíritu elevado, de un hombre ilustre, y si la envidiaban, era la santa y noble envidia de sus admiradores.
Después de siete días, las fiestas públicas terminaron; Itaguaí tuvo por fin una casa de orates.
Tres días después, en íntima discusión con el boticario Crispim Soares, el alienista develó el misterio de su corazón.
—La caridad, señor Soares, entra ciertamente en mi procedimiento, pero entra como un condimento, como la sal de las cosas, que es como yo interpreto la frase de San Pablo a los Corintios: “Si sé cuanto se puede saber, y no tengo caridad, nada soy”. Lo principal de mi trabajo en la Casa Verde es estudiar a fondo la locura, sus diferentes grados, clasificar sus casos, descubrir finalmente la causa del fenómeno y el remedio universal. Este es el misterio de mi corazón. Creo que es un buen servicio a la humanidad.
—Un excelente servicio —corrigió el boticario.
—Un buen servicio —dijo el doctor—. Un excelente servicio sería encontrar la cura de todas las enfermedades y salvar al mundo entero de la muerte. A mí me basta con entender el misterio del alma.