El amor cae del cielo - Esther Sanz - E-Book

El amor cae del cielo E-Book

Esther Sanz

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Beschreibung

¿Pueden las FLORES mostrarnos el camino? ¿Es posible olvidar el primer AMOR? ¿La verdadera AMISTAD resiste el tiempo? Violeta es una ilustradora que debe terminar el encargo más importante de su carrera. Una aislada casa de campo en un pueblito español será el sitio perfecto para inspirarse y reunirse con sus amigos de la adolescencia. Los anhelos escondidos y la magia del lugar ¿serán suficientes para que también encuentre el amor?

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Vive rápido.

Siente despacio.

Sé auténtica.

Sueña despierta.

Ofrece tu mejor versión.

Agradece lo bueno.

Piensa lo mejor.

Desea con pasión.

Sé el amor.

vera.romantica

vera.romantica

En reconocimiento a todas las mujeres de mi familia, pasadas y presentes, con todas sus bendiciones y las mías, para mis hijas: Martina y Violeta.

Violeta se incorporó repentinamente del sofá y corrió a cerrar la ventana. Se había quedado dormida con el tintineo de las primeras gotitas que chocaban con timidez contra el cristal. Había dejado una rendija abierta para ventilar la habitación en la que se había pasado varios días encerrada, terminando un encargo urgente. Pero ahora, la tormenta estaba encima y el viento hacía que la lluvia se colara con furia por la ventana.

El agua había formado un charquito en el suelo y había llenado de gotas su mesa de trabajo, pero suspiró aliviada al comprobar que las acuarelas de flores estaban intactas. Se había pasado toda la noche trabajando para entregarlas esa misma tarde, así que se sintió afortunada de no tener que pagar caro su despiste.

Apoyada en la ventana, contempló cómo el viento hacía bailar a su antojo los árboles de la acera y desvestía con violencia sus ramas, cubriendo el suelo de hojarasca. Cerró los ojos y pudo sentir el silbido del aire y las hojas secas que crujían bajo las pisadas de los transeúntes. Al abrirlos, enfocó la mirada en el cristal y se guiñó un ojo a sí misma. Estaba contenta. Las últimas semanas habían sido muy duras, pero ahora, por fin, asomaban planes interesantes en el horizonte. Le esperaban unos días de relax en la montaña con cinco amigos de la infancia. Cuando recibió aquel misterioso e-mail de Lucía, no dudó ni un instante en aceptar la invitación. Como siempre, tardó apenas unos segundos en arrepentirse de su decisión. ¿Por qué fui tan impulsiva?, se reprochó. Hacía más de quince años que no se veían y lo más probable era que acabara sintiéndose incómoda rodeada de extraños. Aun así, tenía mucha curiosidad; la incertidumbre de no saber qué ocurriría durante esos días la hacía sentirse extrañamente excitada.

Mientras recogía su desordenada melena en una cola alta, Violeta se asustó con un sonoro trueno y algunos mechones de pelo se le escaparon de las manos. Mejor así, pensó al ver terminado su peinado frente al espejo. Saúl siempre le pedía que se lo recogiera. Le gustaba ver su largo cuello desnudo. Decía que le daba un toque de distinción y la hacía parecer más alta y esbelta. Pronto cumpliría los treinta, pero su aspecto menudo y las pecas salpicadas por sus mejillas y por su nariz respingona la hacían parecer más joven.

Apenas hacía un mes que se había mudado a ese ático de la calle Cisne. Estaba situado en pleno barrio de Gracia, junto al mercado, en un edificio de finales del siglo diecinueve. El estudio, de cuarenta metros cuadrados, sorprendía por su simplicidad bohemia y por lo bien aprovechado que estaba el espacio. Se componía de un amplio salón con cocina americana, un dormitorio, un cuartito trastero y un baño con ventana. El suelo era de mosaico modernista y colores alegres, y su dibujo geométrico variaba en cada ambiente. Las paredes blancas daban amplitud al espacio, y estaban decoradas con acuarelas y óleos que Violeta había pintado con motivos cotidianos. Uno de ellos, su favorito, reproducía la escena de una pareja que tomaba el té en una soleada terraza, rodeada de flores. En otro, un gatito gris de largos bigotes jugaba con un ovillo de lana roja. Los techos eran muy altos y con vigas de madera restauradas y tratadas con un barniz de nogal. Aunque estaba encantada de vivir en un vecindario como aquel, en continua ebullición, lo mejor del apartamento era su fantástica terraza, desde donde podría pintar en verano. Pero para eso aún faltaba mucho, el otoño estaba siendo muy frío y se avecinaba un largo invierno.

Enfundada en su abrigo verde de lana gruesa, que se ponía para estar calentita y cómoda en casa, Violeta sintió un escalofrío y se dirigió a la cocina para prepararse un té. Después de repasar con la mirada todas las cajitas de lata, dispuestas en fila, en las que guardaba las distintas variedades, se decidió por un Lady Grey. El té negro la mantendría despierta para afrontar el resto del día. Todavía tenía que ir a la editorial. Con un poco de suerte, quizá le encargarían más ilustraciones para otro libro. También tenía que comprar algunas cosas para el viaje, preparar la maleta y llamar a Saúl. De repente se sintió triste, sabía que no podía postergar más ese momento; pero le faltaban las fuerzas para afrontarlo… Aspiró el aroma intenso a naranja, bergamota y rosas de su té humeante. Quería fundirse en ese agradable olor y borrar la mirada derrotada de Saúl suplicándole que no se marchara.

Aquel sábado por la mañana, cuando Violeta terminó de empaquetar todas sus cosas, en el apartamento de Saúl, se sintió desconcertada. Cerró los ojos y trató de hacer un repaso de los momentos felices compartidos, pero no le venía ningún recuerdo especial, ninguno por el que mereciera la pena dar marcha atrás y reconsiderar su decisión. Quiso esforzarse y visualizó el día que se conocieron en el parque y a ella le pareció tan guapo y enigmático… Él se había acercado con el pretexto de preguntarle la ubicación de una calle; más tarde confesaría que aquel era su barrio y que conocía cada esquina. Después hizo un comentario sobre el libro que ella estaba leyendo. Y como no parecía incomodarla, sino más bien lo contrario, se sentó a su lado en la misma banca e iniciaron una conversación. Era una tarde de mediados de octubre, cuando el calor todavía persiste, pero la luz se vuelve más tenue y melancólica. Recordaba bien el momento en el que las hojas de un platanero cercano empezaron a caer sobre sus cabezas y él atrapó una al vuelo. “Te regalo este señalador si me aceptas un café”. Ella asintió con la cabeza y rio para sus adentros, porque era la primera vez que aceptaba la invitación de un extraño y le recordó al protagonista de un libro que había leído, tan impulsivo y encantador. Durante unos segundos imaginó que aquello podía ser el inicio de una bonita historia y fantaseó con la idea de besarlo en los labios y sentir la electricidad de la pasión recorriendo sus venas.

Cuando su deseo se materializó, apenas unos días después, notó una chispa pequeña, un débil fogonazo que prendió durante los primeros meses de relación, cuando las ganas de descubrirse y de amarse eran más fuertes que la certeza de que no estaban hechos el uno para el otro.

Antes de marcharse para siempre, recorrió el apartamento, sorteando las cajas que había dejado apiladas en el pasillo, abriendo todas las puertas en busca de más recuerdos… Pero nada. Solo acudían a ella situaciones de la vida cotidiana cargadas ahora de culpa, pena y desilusión por los sueños no cumplidos y por el daño que había causado.

Habían pasado dos años desde que decidieron vivir juntos. Durante ese tiempo, ninguna discusión, ningún reproche. Al principio, Violeta pensó que era muy afortunada y que Saúl era el hombre ideal: atento, culto, guapo, educado; y aunque tardó poco en darse cuenta de que no lo amaba y de que nunca sería del todo feliz a su lado, pensó que el tiempo se encargaría de poner el amor en su sitio.

Después de retirar las cajas, abrió la gaveta del recibidor con el propósito de dejar las llaves y se sorprendió al encontrar allí su carta de despedida, perfectamente doblada por la mitad, como la había dejado ella hacía apenas unas semanas…

Querido Saúl:

Llevo días dándole vueltas a esto, tratando de encontrar la mejor manera de explicarte que no puedo seguir así, pero creo que no la hay. Sé que pensarás que soy una cobarde, o algo peor, por no atreverme a decírtelo en persona, y tendrás toda la razón al hacerlo. Estuve a punto de hablar contigo esta mañana mientras desayunábamos, pero en el último momento me faltó el valor. Ya sabes que nunca he sido una persona valiente. ¿Recuerdas cuando me bajé del Dragon Khan, justo cuando la atracción debía ponerse en marcha? Durante la hora y media de espera, en la fila, no fui capaz de darme la vuelta. No supe reaccionar hasta que me vi allí sentada, a punto de que aquella montaña rusa pusiera mi cuerpo del revés. Así es como me siento ahora, Saúl. Al borde del abismo. Estoy perdida hace demasiado tiempo y ya no quiero arrastrarte más conmigo ni hacerte perder la vida en una relación que ni yo misma sé adónde va. Por eso, tomé la decisión de irme hoy de casa. Te lo dije el otro día cuando hablamos: contigo todo es muy fácil. Eres el hombre más comprensivo del mundo, siempre pendiente de mí y de todos. Eres el tipo de hombre que cualquier mujer desearía tener a su lado. Cualquiera que no sea una tonta como yo. Te quiero muchísimo y siempre lo haré. Sabes que haría cualquier cosa por ti; incluso darte un riñón si te hiciera falta. Pero con mi corazón no funciona así: no puedo obligarlo a amarte como tú mereces. Y me siento fatal por ello.

Ahora mismo necesito pensar, pero te llamaré pronto. Vendré el sábado a recoger mis cosas y creo que es mejor que no nos encontremos en casa.

Por favor, no me odies. Lo siento, de corazón.

Violeta

–¡Maldita lluvia! No puedo creerlo… –se lamentó Violeta consternada mientras contemplaba paralizada cómo sus acuarelas de flores se cubrían de agua, flotando en un charco de lodo.

Antes de reaccionar y agacharse a recogerlas, estuvo tentada a salir corriendo. La imagen era demasiado dolorosa. Le había llevado semanas terminar el encargo y justo esa tarde que debía entregarlas… pasaba esto.

Había salido con tanta prisa de casa que olvidó cerrar del todo la cremallera de su portafolio, dejando vía libre a las flores pintadas para que escaparan caprichosas en busca de agua fresca.

Llegaba tarde a su cita y sabía que Malena, la directora editorial, odiaba que la hicieran esperar. Pero, ahora, eso era lo que menos le preocupaba.

Violeta rescató una a una las láminas sosteniéndolas de una punta y sacudiéndolas delicadamente. Aunque las había rociado con un spray fijador en casa, el exceso de agua había corrido los colores formando figuras abstractas de tonos marrones.

–¡Mierda! –gritó llena de rabia mientras protegía bajo su abrigo el portafolios con las láminas intactas y hacía malabarismos con el paraguas para que el resto no siguiera mojándose–. ¿Cómo pude ser tan tonta?

En ese momento, un joven con impermeable negro pasó velozmente a su lado y pisó la última que le quedaba por recoger. Al ver la cara de desesperación de Violeta, y el puñado de papeles mojados que sostenía entre sus manos, comprendió enseguida lo que acababa de suceder y se inclinó para disculparse y ayudarla a levantarse.

Pero Violeta no veía la mano tendida de ese chico. Su mirada se había quedado clavada en la última flor mojada y pisoteada. Estaba manchada de lodo y no había ni rastro de la belleza del trazo firme y delicado de su autora, la perfección con la que usaba la luz y las sombras, y la combinación exquisita de los colores que hacían sus obras tan reales que casi amenazaban con salirse del papel… Aun así, la reconoció enseguida, los chorreones de tinta lila la delataban: era la violeta.

Violeta se sintió como su flor: mojada, pisoteada y destrozada. Y entonces, se derrumbó. Como una niña invadida por una pataleta, cedió a la gravedad de las circunstancias. Lloró amargamente, sin tapujos, cubriéndose la cara con las manos, sin reprimir los sollozos que escapaban de su boca. No le importó que el joven se marchara con cara extrañada, como quien contempla a una loca, ni las miradas curiosas de la gente que pasaba apresurada con sus paraguas de colores. Lloraba por sus flores y por ella misma, lloraba porque había fracasado una vez más y le quedaban pocos cartuchos que quemar.

Hacía años que había dejado atrás la facultad de Bellas Artes y aquel era el primer encargo serio con el que se enfrentaba. Durante un tiempo, había compaginado su trabajo habitual de teleoperadora con los encargos que la editorial le hacía: hasta el momento cosas pequeñas, proyectos sin importancia a la altura de cualquier principiante. Álbum de flores había sido su primer reto serio. Su nombre aparecería en la portada y sus flores ilustrarían preciosas fábulas y citas de un conocido autor. Había firmado incluso un contrato por una cantidad nada desdeñable; así que, reuniendo el valor necesario, había dejado su empleo gris para dedicarse de lleno a su gran pasión.

Estaba aterrada porque no podía permitirse perder ese contacto y temía la reacción de su editora. Pero haciendo acopio de sus últimas fuerzas, metió las flores mojadas en una bolsa de plástico y se levantó dispuesta a enfrentarse a su suerte.

Las flores habían decidido suicidarse a dos pasos de la entrada del ferrocarril. Así que, Violeta corrió a refugiarse de la lluvia, dejándose engullir por la boca del metro. Ya sentada en el vagón, secó sus lágrimas y extrajo las láminas destrozadas de la bolsa. Solo contó cinco de las treinta que llevaba en su carpeta… Por suerte, el resto se había quedado dentro.

Pensó que, tal vez, Malena se apiadaría de ella y le daría unos días más. Al fin y al cabo, llevaba consigo la prueba del accidente, que descartaba la versión de cualquier excusa. Aunque también sabía que las fechas de imprenta eran casi siempre inflexibles y que podía pagar caro su descuido no recibiendo nuevos encargos. Hasta ese momento, siempre había cumplido puntualmente, pero… ¿y si ahora que se había decidido a dar el salto le fallaba el trabajo? ¿Qué haría?

Al llegar, Violeta se dejó impresionar, una vez más, por el edificio de mármol blanco de la editorial, que se alzaba orgulloso en Tres Torres, uno de los barrios más ricos de Barcelona. Entró en el hall y, tras saludar a la recepcionista, se coló rápidamente en el elevador. Estuvo a punto de soltar un grito al verse reflejada en el espejo, pero pensó que sería más útil aprovechar los cinco pisos de trayecto para arreglarse el pelo y limpiarse un poco la cara con un pañuelo.

–Violeta, ¿qué te ha pasado, mujer? Te ves horrible. ¡Estás empapada! Llevas el bajo del abrigo cubierto de lodo y el pelo mojado y revuelto…

Violeta pensó que Malena, a pesar de ser una profesional de las palabras, siempre escogía las menos adecuadas para tratar a los demás. Se lamentó de haberse encontrado con ella a la salida del elevador; le hubiera gustado terminar de arreglarse en el lavabo.

Entonces reparó en el aspecto impoluto y elegante de la directora, y se sintió pequeña e insignificante. Aquella mujer, aunque no era especialmente bonita, irradiaba encanto y personalidad. Hacía años que había cumplido los cuarenta, pero su cuerpo esculpido durante horas de gimnasio y su aspecto cuidado la hacían verse mucho más joven. Además, poseía un gusto exquisito para la ropa. Como era alta, no necesitaba tacones para imponer su belleza y la camiseta más simple de H&M o el traje menos sofisticado de Zara, combinados con accesorios únicos que compraba en las tiendas más bohemias de Barcelona, parecían en su cuerpo modelos exclusivos de algún diseñador de prestigio.

La siguió hasta su despacho. Como ella, la oficina era fría pero con estilo. La moqueta gris del suelo lucía perfecta y Violeta se disculpó al ver sus botas manchadas de lodo. Malena hizo un gesto de despreocupación con la mano y la invitó a sentarse en una de las sillas, con estampado de cebra, que bordeaban la mesa de cristal de reuniones. Sobre esta, una enorme orquídea blanca presidía el centro. Violeta sonrió al recordar que en el lenguaje de las flores las orquídeas son mensajeras de sofisticación y frialdad.

Sobre las estanterías de acero, los libros lucían perfectamente ordenados por tamaños y temas. Los del sello que dirigía Malena ocupaban un lugar de honor. Casi todos eran libros caros, de ediciones muy cuidadas y, aunque no destacaban por su comercialidad, la editorial se vanagloriaba de publicarlos para dar prestigio a la firma.

La mesa de trabajo de Malena mantenía un justificado desorden. Sobre esta se amontonaban varias pilas de papeles y libros. Violeta sabía que detrás de toda esa apariencia de suficiencia se escondían horas y horas de trabajo, esfuerzo y dedicación. Sin embargo, algunos detalles personales de Malena, como su pluma Montblanc o su agenda de piel Gucci, acababan delatando su personalidad. Violeta reparó en el marco de plata que se escondía tras la pantalla de plasma del ordenador y pudo distinguir desde su silla la imagen de un hombre guapo, de traje oscuro y amable sonrisa, rodeado de dos niñas monísimas. La estampa era tan perfecta que, si no fuera porque sabía que la directora tenía un esposo y dos niñas, hubiera jurado que se trataba de una de esas fotos de estudio que vienen incorporadas al marco.

Después de dar un par de sorbos al café que le ofreció Malena y de respirar profundamente, Violeta, por fin, se atrevió a hablar.

–Malena, he tenido un pequeño… No, un gravísimo, percance. No lo vas a creer, pero… las flores… la lluvia… yo… –balbuceó de forma incomprensible.

En ese momento, las horas de cansancio, los nervios y el frío que se calaba en su cuerpo empapado hicieron tambalear su seguridad, mientras, entre lágrimas sofocadas, le mostraba a Malena, una a una, las láminas mojadas y le explicaba entrecortadamente lo que había pasado.

La cara de horror de la directora, que la miraba por encima de sus gafas de pasta negra de Prada, la hizo reaccionar a tiempo y extrajo rápidamente del portafolio las flores que se habían salvado del diluvio.

–Esto no es nada profesional, Violeta –sentenció Malena señalando las flores mojadas–. Algo así es inadmisible en una editorial seria como esta… Me jugué todo por ti, apostando por una ilustradora desconocida y tú…

–Fue la lluvia… –balbuceó Violeta.

–Asume tu responsabilidad de una vez. ¡Tenías que haber sido más lista, mujer! –espetó Malena–. Te encargué un proyecto ambicioso. Firmaste un contrato. Y acabaste actuando de forma irresponsable y estúpida. Mira, si no eres capaz de responder por tu trabajo es mejor que vuelvas a tu empleo de vendedora telefónica.

–Eso no es justo. Trabajé mucho. Si pudieras darme unos días más…

–Ya no confío en ti. ¿Quién me asegura que dentro de unos días no te vas a presentar con otra nueva excusa?

–¡Fue un accidente! –protestó Violeta tratando de defenderse una vez más.

–Tú sí que eres un accidente –respondió Malena entre dientes y Violeta se mordió el labio para no replicar. Su jefa tenía razón. Había sido una tonta y una imprudente–. Pero estás de suerte. Esta mañana hemos adelantado a imprenta otro libro sobre edificios orientales por la muerte de un famoso arquitecto japonés, y puedo darte unos días más.

Violeta respiró aliviada.

–Quiero las flores en mi mesa en una semana. ¿Has oído? Tienes siete días para solucionar este “accidente”. Eso sí… –añadió mientras repasaba con aprobación, una a una, las láminas intactas que Violeta había extraído de su portafolio–, tienen que estar, como mínimo, tan bien como estas. Tengo que reconocer que son perfectas.

–Te lo prometo –sentenció Violeta muy seriamente, aliviada por las últimas palabras de Malena–. Serán tan perfectas que parecerán casi reales.

Violeta se despertó con la luz tenue de los primeros rayos de sol acariciándole la cara. Había dormido plácidamente y se sentía optimista. Estiró los brazos para desperezarse y saltó de la cama de un brinco. Al principio de separarse, había echado de menos el cuerpo cálido de Saúl tendido a su lado, sobre todo los sábados, cuando ninguno de los dos tenía que madrugar y se hacían los remolones hasta bien entrada la mañana… Pero pronto aprendió a saborear el placer de despertarse e iniciar el día sola. Después de un mes de independencia, en su apartamento, Violeta ya no cambiaba sus sábados, ni ningún otro día de la semana, por la compañía de Saúl. Desde la ruptura, él la había llamado dos veces para pedirle que reflexionara o, al menos, que se vieran y tomaran tranquilamente un café. Por el tono de su voz, Violeta sabía que él esperaba que ella volviera. No la veía capaz de estar mucho tiempo sola y, en el fondo, deseaba que ella reconociera que sin él estaba perdida. De hecho, habían quedado para ese mismo sábado. Y aunque eso fue antes de aceptar la invitación de Lucía, todavía no había reunido el valor suficiente para llamarlo y aplazar su cita. Le partía el corazón escuchar la voz ronca y profunda de Saúl entrecortada, cuando le decía que la echaba de menos, que la quería…

A veces, cuando se sentía triste y sola, tenía momentos de duda; entonces tenía que controlarse para no marcar el número de Saúl y pedirle que volvieran. Pero algo en su corazón le decía que no estaba equivocada y que había tomado la decisión correcta. No estaba enamorada de él, y Saúl merecía una mujer que lo amara de verdad y no de una manera fraternal. ¿O quizá el amor era eso?

Las agujas del reloj de pared colgado en la sala marcaban las diez y Violeta pensó que debía darse prisa. Había quedado a las tres con Lucía en la estación de Sants para que pasara a recogerla con su coche, pero antes tenía que ir al centro para comprar material de dibujo. Quizá, incluso, tendría tiempo para pasear un rato. A Saúl ya lo llamaría durante el viaje.

Se dio una ducha. El agua fresca le devolvió la sonrisa. Se había acostado preocupada. Después de la conversación con Malena, había estado a punto de llamar a Lucía y decirle que no podía ir de viaje con ellos. Pensó que era preferible encerrarse en casa y terminar su encargo sin distracciones. Sin embargo, ahora lo veía todo distinto. Un poco de aire fresco de la sierra no le vendría mal, podría inspirarse en la naturaleza y pintar, quizá, algunas flores en directo, con su modelo real, y no de una fotografía como solía hacer. Además, si algo salía mal, siempre podría tomar un tren de vuelta a Barcelona.

Mientras se enjabonaba, le vino a la cabeza un sueño que había tenido esa misma noche. La imagen acudió a su mente con precisión y no pudo reprimir una carcajada al recordar el desvarío de su inconsciente.

En su sueño, se encontraba en el despacho de Malena, sentada en el mismo lugar de la tarde anterior. No había rastro de la editora, pero sí de algunas flores sobre las sillas de cebra dispuestas alrededor de la mesa de cristal. Parecía una reunión importante. Todas hablaban al mismo tiempo… Violeta no podía entender lo que decían, pero comprendía que estaban muy enojadas. El jazmín alzaba sus hojas amenazantes y señalaba a la pobre Margarita, cuyos pétalos en vez de blancos se habían vuelto marrones. El pensamiento lloraba amargamente mientras la gardenia trataba de consolarla… La azalea se quejaba a la angélica y miraban de reojo, con desconfianza, a la violeta que, más mustia que viva, gemía en un rincón de la mesa.

–¡Basta! –se atrevió a decir la Violeta de carne y hueso–. Está bien, está bien… No logro entender lo que tratan de decirme, pero sé que les fallé. Prometo que las compensaré.

En ese momento, todas las flores se levantaron y empezaron a aplaudir enérgicamente con sus hojas… al tiempo que iban abriéndose y floreciendo con una belleza asombrosa, ante la mirada alucinada de Violeta.

Mientras el agua corría por su cuerpo desnudo, Violeta pensó que la interpretación estaba clara: sus flores la acusaban de haberlas destrozado y le exigían una compensación. Pero, quizá, ese no era exactamente el mensaje… Tal vez las flores, descontentas con su trabajo, habían decidido autoinmolarse para que ella comprendiera mejor el significado oculto de cada una de ellas y pudiera plasmar de verdad su belleza esencial. En realidad, al reclamar ese derecho le estaban concediendo una segunda oportunidad, para perfeccionar su obra y posicionarse en el mundo editorial como una ilustradora de renombre.

Violeta se sorprendió al ver su cara seria y pensativa en el espejo del lavabo. Estaba algo empañado por el vapor, pero distinguió perfectamente su expresión perpleja, como de quien acaba de descifrar un difícil acertijo, y volvió a reírse con ganas. Definitivamente, estaba un poco chiflada, pero la interpretación de su sueño había conseguido que volviera a ilusionarse con el trabajo que la esperaba. Estaba dispuesta a superarse a sí misma y a dibujar las flores más bellas del mundo. Sí, aquella era la mejor lectura de lo que había pasado y Violeta aceptaba el reto. Pondría su alma y su corazón en aquel encargo.

En menos de diez minutos, arregló la habitación y preparó su bolso de viaje con ropa de abrigo para cinco días. El tiempo empezaba a apremiar, así que escogió algunas prendas y se vistió apresuradamente. El espejo de cuerpo entero aplaudió su elección y Violeta decidió premiarse con un té y unas galletas de mantequilla.

Ya en la tienda de Bellas Artes, hizo un cálculo aproximado de lo que iba a necesitar. Todavía le quedaban algunos tubos de acuarela Taker, así que compró varios tonos de los colores que más usaba, algunos lápices, tres pinceles Da Vinci de distintos tamaños, y las suficientes láminas como para equivocarse unas cuantas veces. Al salir, se compró un sándwich de vegetales en la cafetería de la esquina y aceptó la invitación del sol de ir caminando hasta casa. Tenía más de media hora a paso ligero, pero después de tantos días de mal tiempo y encierro, se resistía a descender a los oscuros túneles del metro. Decidió subir por Paseo de Gracia por si el tiempo se le echaba encima y se veía obligada a tomar el autobús. La temperatura era muy buena para estar casi en noviembre y Violeta disfrutó, como siempre, observando los escaparates y a la gente que bajaba en dirección contraria. Durante unos segundos, se lamentó de su viaje a la sierra castellana. Seguramente allí haría frío y se perdería los últimos coletazos de buen tiempo en Barcelona, antes del invierno.

Una vez en casa, abrió su enorme maletín de madera e introdujo allí todos los utensilios de pintura que había comprado.

Mientras esperaba un taxi para ir a la estación de Sants, releyó una vez más el e-mail de Lucía para confirmar la hora. En el destinatario figuraban cinco direcciones de correo electrónico. La de Víctor y la de Alma eran fácilmente reconocibles, pero las otras dos, escritas con números y palabras que no le decían nada, eran imposibles de resolver. Aun así, supo que se trataban de Mario y Salva incluso antes de leer el mensaje completo. Los seis habían sido inseparables durante la primaria y habían formado incluso un club secreto: “Los seis salvajes”. Desde los diez hasta los quince, se habían reunido casi todas las tardes al salir de clase. No se habían vuelto a ver desde entonces, y Violeta era incapaz de precisar los motivos por los que dejaron de hacerlo si vivían en el mismo barrio. El e-mail imitaba las notas telegráficas en clave que se enviaban de pequeños antes de convocar alguna reunión.

Sábado 30 de octubre, 23 h, Villa Lucero (antigua vaquería). Reunión de Los seis salvajes. Gran celebración 30 aniversario. Feriado puente del 1 de noviembre. Regumiel de la Sierra. Burgos. Se ruega confirmación.

Más abajo, Lucía adjuntaba una persuasiva nota en la que explicaba cómo había encontrado sus direcciones de correo electrónico y los motivos por los cuales los seis debían tomarse unos días de vacaciones y recorrer quinientos kilómetros para reencontrarse.

Queridos Salva, Violeta, Mario, Víctor y Alma:

Soy Lucía Ibáñez. No sé si se acuerdan de mí… Aunque espero que sí, porque yo los recuerdo muy bien a cada uno de ustedes.

El otro día encontré sus direcciones de correo electrónico en la página web del colegio donde estudiamos primaria. No sé si tienen Facebook, Instagram o LinkedIn, la verdad es que no los busqué en redes, me parecía más romántico no saber nada de sus vidas antes de vernos, para que podamos ponernos al día en persona.

Hace quince años nos hicimos una promesa, ¿lo recuerdan? Acordamos que, pasara lo que pasara, volveríamos a reunirnos a los treinta.

Durante este año, todos hemos cumplido o estamos a punto de cumplirlos… Quizá les parezca extraño que después de tanto tiempo les haga esta propuesta; pero ¿por qué no hacemos una celebración conjunta y cumplimos con el pacto que hicimos de niños?

Conozco un lugar idílico, entre Burgos y Soria, en el que podríamos reencontrarnos y pasar unos días muy agradables. Está en plena sierra de pinares. Es un pueblecito llamado Regumiel. Podríamos pasar allí el feriado puente de Todos los Santos. Este año son ¡cinco días! Puedo reservar una casa rural encantadora.

Si se animan, confirmen enseguida y les explico todos los detalles para llegar hasta allí.

Sería tan emocionante volver a vernos después de tantos años…

¡Estoy impaciente por saber si habrá reencuentro de Los seis salvajes!

Besitos a los cinco.

Lucía

Emocionada por el reencuentro, Violeta no lo pensó dos veces antes de responder, de manera escueta:

Confirmado. Violeta.

Después de pulsar “Enviar”, tuvo un momento de arrepentimiento y se lamentó por haber respondido tan pronto, pero ya no había vuelta atrás. Dos días más tarde, tenía un nuevo mensaje de Lucía en el que le explicaba el plan con más detalle. Ellas dos saldrían de Barcelona el sábado a las tres de la tarde y recogerían a Víctor en Zaragoza a las ocho. A las once de la noche se reunirían con Salva y Mario ya en Regumiel. Alma llegaría al día siguiente en el autobús regional.

A Violeta le pareció que Lucía no había calculado bien el tiempo y que llegarían a su destino mucho antes de lo planeado, pero cuando vio llegar a su amiga en un viejo Mini destartalado, lo entendió todo…

Durante unos segundos dudó que aquella chica alta y delgada, de pelo muy corto y rubio, que la saludaba desde lejos con las dos manos y una sonrisa de oreja a oreja fuera Lucía. Lo primero que pensó fue que ese coche era demasiado pequeño para una chica que quizá rozaba el metro ochenta; después, reparó en el tubo de escape medio roto y se preguntó si aguantaría un viaje tan largo.

Lucía, impaciente al ver que Violeta se acercaba lentamente por el peso de sus bolsas y la maleta de madera, corrió a su encuentro. Las dos amigas se abrazaron fuerte y, durante unos segundos, sintieron que el tiempo no había pasado entre ellas.

–¡Estás lindísima! –exclamó Violeta con sinceridad.

De cerca, Violeta reconoció con facilidad a la niña que había sido su mejor amiga durante la infancia. El brillo de esos ojos azules, la sonrisa pícara de su boca enorme y esa piel tan fina y blanca que siempre había admirado, seguían intactos en el rostro de Lucía. El tiempo la había estilizado. Había sustituido sus eternas trenzas rubias por un corte a lo garçon muy favorecedor y sofisticado. Su cara era menos redonda y sus dientes, ya sin los brackets, lucían perfectos en un rostro de rasgos más afilados. Violeta la recordaba alta pero con tendencia a encorvarse para no destacar entre los demás chicos. Ahora, en cambio, caminaba con los hombros rectos y la elegancia de una modelo de pasarela.

–¡Tú sí que estás linda, Violetita! ¡Qué alegría verte! ¡Estoy tan contenta de que hayas venido…!

Luego de reconocerse y abrazarse por un rato, mientras Lucía hablaba eufórica y movía sus manos sin cesar, Violeta temió el momento de meter su equipaje en el Mini. Se avergonzó de haber empacado tantas cosas, pero Lucía la tranquilizó:

–No vamos a ir a Burgos con este cacharro… Quedé en encontrarme aquí con un amigo para que me devuelva mi coche. Lo intercambiamos porque él tenía una reunión importante y debía llevar a unos clientes a visitar la ciudad. Hace semanas que debería habérmelo devuelto –continuó con una sonrisa–, pero ha estado muy ocupado últimamente.

En ese momento, un deportivo negro se acercó a ellas a toda velocidad. Violeta, que no entendía de coches, admiró la elegancia de aquel Mercedes.

De él salió un chico moreno, con gafas de sol, bastante más bajito que Lucía, y se acercó sonriendo a ellas.

–Lo siento, cielo. Debería habértelo devuelto hace días –dijo con voz ronca y arrastrando las palabras–, pero los canadienses tardaron más de lo previsto en marcharse y tuve que hacer muchas horas extras… Por eso tampoco pude llamarte en estos días. Casi no he dormido...

Lucía arrugó la frente mientras se fijaba en el traje arrugado de Ernesto y en cómo se cubría los ojos al quitarse las gafas.

–Perdonen mi estado –dijo tocándose el pelo revuelto y su cara sin afeitar, mientras acercaba las llaves a los brazos cruzados de Lucía.

Violeta pensó que su estado delataba más una noche de juerga, que horas de intenso trabajo. Y observó cómo su amiga apretaba los dientes antes de bajar la guardia y abalanzarse hacia él para tomar las llaves y besarlo con efusividad.

–Menudo cuento tienes, Ernesto –le soltó como reprimenda cuando él ya se alejaba.

–Parece simpático –dijo Violeta con poca convicción–. ¿Están...?

–¿Juntos? –Lucía arqueó una ceja–. No estoy segura. Me gusta bastante y nos compenetramos bien en... ya sabes, pero no hay compromiso entre nosotros.

–Entiendo.

–Nos divertimos juntos –resumió Lucía mientras metían los bultos en la cajuela–. No es el amor de mi vida, pero tampoco lo espero sentada.

Una vez acomodadas en los confortables asientos de piel, donde pasarían varias horas de viaje, Violeta se ofreció para buscar la dirección en Google Maps y hacer las funciones de copiloto.

–Tranquila, conozco bien el camino… Podría llegar con los ojos vendados. Mi madre es de allí y, de pequeña, siempre veraneaba en casa de mis abuelos. Lástima que la demolieran para ceder unos metros más a la plaza del pueblo…

Las dos primeras horas de viaje pasaron volando para las amigas. Habían transcurrido quince años desde que dejaron de verse; sin embargo, continuaban teniendo espíritus afines y encajaron, de nuevo, a la perfección. Lucía tenía una memoria prodigiosa y Violeta disfrutaba escuchando las historias que su amiga repasaba de su infancia compartida, aunque algunas las hubiera desvirtuado o retocado con dosis de su imaginación.

–Nos conocimos en segundo, ¿lo recuerdas? Teníamos siete años y a mí me habían cambiado de colegio. Estaba muerta de miedo porque todos los demás ya se conocían y pensé que me costaría hacer amigos. La profesora me sentó a tu lado y tú me regalaste una bufanda de bienvenida… Fue un gesto muy tierno.

A Violeta le vino clara esa escena a la mente. Lucía estaba tan nerviosa que vomitó sobre el libro de matemáticas de Violeta. Lo recordaba bien porque, a pesar de que lo limpió enseguida con varias hojas arrancadas de su cuaderno, el fuerte olor agrio la acompañó durante todo el curso e hizo que acabara odiando todo lo relacionado con sumas, restas y multiplicaciones. Violeta le había dado su bufanda para que se limpiara porque era lo único que tenía a mano; pero Lucía se la enroscó rápidamente en el cuello para tapar algunas manchas que habían resbalado por su blusa.

Cuando le explicó su versión a Lucía, ella abrió mucho los ojos y casi se muere de la risa.

–No puede ser –rio divertida–. No lo recuerdo… ¿De verdad vomité en tu libro de mate? La memoria, a veces, es tan selectiva que olvida lo que no le interesa. Pero esta anécdota es muy graciosa.

Durante unos instantes, las dos chicas permanecieron en silencio. Lucía conducía pensativa tratando de reubicar en su memoria ese nuevo recuerdo, al tiempo que acompañaba tatareando, muy bajito, una balada que salía del equipo de música.

Mientras, Violeta contemplaba ensimismada, a través de la ventanilla, el paisaje que iban dejando atrás. En Barcelona, el día había amanecido soleado y despejado. Sin embargo, a medida que se alejaban de la ciudad, el cielo se iba tornando cada vez más gris y la niebla amenazaba con cubrirlo todo con su fina tela. Amante de los días luminosos y brillantes, Violeta se sorprendió al admirar la belleza del paisaje en brumas. Los campos catalanes de viñedos, alineados en perfecta simetría, desprovistos de hojas y frutos tras la vendimia, ofrecían un aspecto melancólico.

El coche marcaba una temperatura exterior de siete grados; pero a Violeta no le importó que Lucía bajara un poco el cristal. El aire helado que entraba por la ventana hizo que sus mejillas se encendieran y su espíritu se sintiera libre y vivo.

Observó a su compañera de viaje y admiró la posición erguida de su cabeza mientras conducía y la forma elegante que tenía de sujetar el volante o de mover las manos para acompañar alguna explicación.

Sin apartar la mirada de la carretera, Lucía la sacó de su ensimismamiento.

–¿Por qué “Los seis salvajes”? ¿Recuerdas por qué le pusimos ese nombre a nuestro club secreto?

–Sí, fue idea de Salva. Lo propuso una tarde mientras jugábamos en la vieja barbería.

–Ya recuerdo… –añadió Lucía confirmando la explicación de Violeta–. Salva decía que la palabra “salvajes” nos definía porque éramos “espíritus libres que no seguíamos al rebaño” –recordó resaltando cada palabra para demostrar que se trataba de una cita literal–. Una forma bonita de llamarnos frikis, supongo. Desde luego, algo raritos sí éramos.

A los seis les gustaban los libros de fantasía y los juegos de rol. Violeta sonrió al recordar el extraño club de lectura que había inventado Salva. Entre todos, elegían un libro y lo dividían en seis partes. Cada uno tenía una semana para leer sus páginas y explicar lo que ocurría al resto del grupo. Al principio lo habían hecho con las lecturas obligatorias del colegio, para ahorrar esfuerzo y disponer de más tiempo para jugar a Dungeons & Dragons, pero después empezaron a hacerlo por pura diversión. A todos les parecía una manera interesante y rápida de leer muchos libros y, además, resultaba fascinante escuchar cómo cada uno interpretaba y explicaba su parte de la historia.

Salva siempre fue el mejor narrador.

–Aunque todos sabíamos que “salvajes” significaba en realidad otra cosa –dijo Violeta pensativa.

–¿Ah, sí? ¿Lo sabíamos? –preguntó Lucía extrañada.

–¿Recuerdas el apellido de Salva?

–Mmm… ¿Gutiérrez?

–Exacto. Salva G., que suena: “salvaje”. Así todos nos convertíamos en “salvajes”; es decir, en “seguidores de Salva”, en “su” grupo… Salva siempre ejerció de líder –continuó Violeta–. De hecho, siempre era él quien convocaba nuestros encuentros y, además, nos reuníamos en su local.

–¡Vaya! No me había dado cuento de eso –exclamó Lucía observándola alucinada, mientras desviaba unos segundos la mirada de la carretera.

–Bueno, a ninguno nos importó porque lo queríamos y sentíamos mucho lo de su padre, que acababa de morir. Se llamaban igual y en la puerta del local había un cartel oxidado que decía: “Salva G”. Era el nombre de la barbería.

Violeta lo recordaba muy bien. Tenían doce años cuando empezaron a reunirse en ese viejo local. El padre de Salva estaba entonces ya muy enfermo y no pasaba por allí desde hacía años. Entre todos habían construido una mesa con una puerta que encontraron entre los escombros de la basura y habían dispuesto varios sillones de barbero alrededor de ella. Tras la muerte del padre de Salva, nadie había vuelto a preocuparse por la barbería. Su madre los descubrió un día, poco tiempo después de que muriera su esposo. Había decidido ir a ponerlo todo en orden, cuando encontró a los pequeños haciendo allí tranquilamente sus deberes. Lo habían mantenido limpio y cuidado, así que pensó que no había motivo para prohibirles la entrada. Después de verse sorprendidos, los niños temieron quedarse sin local, así que se quedaron perplejos cuando una semana después encontraron un refrigerador viejo lleno de refrescos.

Años más tarde, en plena adolescencia, despejaron los sillones en un rincón para hacer una pista de baile y sustituyeron la mesa por un viejo sofá de escay color café, que la madre de Salva había desterrado de su casa tras comprarse uno nuevo. Violeta no pudo evitar sonreír al recordar el sonido que emitía la tapicería de plástico cada vez que se sentaban en él. Ese pensamiento la transportó a otro: el viejo sofá había sido también testigo de su primer beso. Ocurrió en una verbena de San Juan.

Los salvajes habían reunido a gran parte del instituto en su local. Era la primera fiesta que organizaban para más gente y con alcohol incluido, un ponche de cava, limonada y frutas que ellos mismos habían preparado; pero la ocasión bien lo merecía: las clases habían terminado. Atrás dejaban la secundaria y tenían por delante un largo y caluroso verano.

Aquella tarde, después de bailar todas las canciones de Coldplay y Maroon 5, Violeta se acomodó en una silla. Estaba agotada y algo mareada por la bebida, así que aprovechó el momento de los lentos para respirar y descansar los pies. Ahora era el turno de James Blunt y su You’re beautiful. Cerró los ojos y se dispuso a disfrutar de su balada favorita, cuando una voz masculina la sorprendió.

–¿Bailas?

Violeta no daba crédito a lo que estaba sucediendo: Bruno, el chico más guapo de toda la escuela, le tendía la mano, invitándola a bailar. ¡A ella!, con quien jamás había cruzado una sola palabra.

Las miradas del resto de las chicas se posaron envidiosas en Violeta mientras ella asentía tímidamente con la cabeza y aceptaba su mano para levantarse. Estaba tan emocionada que le costó varios segundos procesar las siguientes palabras de aquel chico.

–¡Qué bien! Mientras tú bailas, yo ocuparé tu silla. Estoy tan cansado…

Las risas divertidas de los que habían presenciado la escena la devolvieron a la realidad. Sin embargo, cuando se dirigía nerviosa y avergonzada hacia la puerta de salida, notó que un brazo la agarraba por la cintura haciéndole perder el equilibrio hasta aterrizar en el sofá de cuero sintético.

–¿Te hago un hueco, Violeta? Pareces cansada de tanto bailar –le dijo Mario divertido acomodándola a su lado.