El barroquismo en la arquitectura - I - Ernesto Ballesteros Arranz - E-Book

El barroquismo en la arquitectura - I E-Book

Ernesto Ballesteros Arranz

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eBool Interactivo. Entendemos por arquitectura barroca un estilo de construcción y decoración característico, que comienza a instalarse en Europa a finales del siglo XVI y perdura sin trascendentales variaciones hasta la segunda mitad del XVIII. El siglo clave, pues, del arte barroco es el XVII. Las fronteras exactas de este modo arquitectónico no pueden determinarse, pues, aunque tradicionalmente venía concediéndose a Lorenzo Bernini la paternidad simbólica del estilo, la historiografía actual descubre antecedentes barrocos en hombres de tanta importancia como Miguel Angel.

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ÍNDICE

1. Ayuntamiento de Toledo

2. Panteón de los Reyes. El Escorial. Madrid

3. Palacio de Santa Cruz. Madrid

4. Palacio del Buen Retiro. Madrid

5. Monasterio de la Encarnación. Madrid

6. Plaza Mayor de Madrid

7. Antiguo Ayuntamiento de Madrid

8. Iglesia de las Bernardas. Alcalá de Henares

9. La Clerecía de Salamanca

10. Catedral de San Isidro. Madrid

11. Capilla de San Isidro. Iglesia de San Andrés. Madrid

12. El Pilar de Zaragoza

13. Casa de la Panadería. Plaza Mayor. Madrid

14. Fachada de la Iglesia del Carmen. Madrid

15. Retablo de San Esteban. Salamanca

16. Palacio de Nuevo Baztán

17. Academia de San Fernando. Madrid

18. Colegio de Calatrava. Salamanca

19. Plaza Mayor de Salamanca

20. Trascoro y detalle lateral. Catedral de Salamanca

21. Ayuntamiento de Salamanca

22. Torres y Espadaña de la Clerecía. Salamanca

23. Iglesia de Montserrat. Madrid

24. Antiguo Hospicio de Madrid

25. Iglesia de San Cayetano. Madrid

26. Ermita de la Virgen del Puerto. Madrid

27. Fachada de la Universidad de Valladolid

28. Transparente de la Catedral de Toledo

29. Iglesia de San Miguel. Madrid

30. Exterior del Palacio Real de Madrid

31. Interior del Palacio Real. Madrid

32. Iglesia de San Marcos. Madrid

OTRAS PUBLICACIONES

Entendemos por arquitectura barroca un estilo de construcción y decoración característico, que comienza a extenderse en Europa a finales del siglo XVI y perdura sin trascendentales variaciones hasta la segunda mitad del XVIII. El siglo clave, pues, del arte barroco es el XVII.

Las fronteras exactas de este modo arquitectónico no pueden determinarse, pues, aunque tradicionalmente venía concediéndose a Lorenzo Bernini la paternidad simbólica del estilo, la historiografía actual descubre antecedentes barrocos en hombres de tanta importancia como Miguel Ángel, que vislumbra ya, tanto en arquitectura como en escultura y pintura, los principios del nuevo estilo.

La arquitectura barroca sufrió una dura crítica a finales del siglo XVIII y casi todo el XIX, a cargo de los historiadores neoclasicistas, que veían en ella «un fenómeno artístico desmesurado, confuso y extravagante». Autores de tanto prestigio como Winckelmann, Burchardt o el mismo Goethe se muestran enemigos irreconciliables de este «horrible» estilo, caprichoso y falto de reglas.

Sólo a principios del siglo actual comienza a revalorizarse el barroco, a raíz sobre todo de los estudios de Wölfflin, Mâele, Weisbach y otros pensadores de gran talla. La hazaña de Wölfflin con su teoría de los cinco pares de conceptos «Renaclmiento-barroco» fue un paso gigantesco en orden a la rehabilitación de uno de los estilos más importantes de Occidente. Su obra, que adolecía de una óptica exclusivamente formalista, fue completada con la aportación de Mâle, Weisbach y, en la actualidad, Hauser y otros, que descubren enfoques diversos (religiosos, económicos, sociales) y facilitan una mejor interpretación del arte barroco. En la actualidad puede decirse que el barroco sigue su proceso de revalorización y continúa ganando enteros, a costa muchas veces del propio Renacimiento, que va perdiendo paulatinamente aquella aureola inmarcesible que antaño gozara.

No son pocos los problemas que plantea la sistematización del barroco, y la mayoría de ellos permanecen intactos. Uno de los más perentorios era la falta de unidad de estilo que se percibía en sus obras. A causa de ello, los historiadores neoclasicistas habían anatematizado la arquitectura barroca y no pocos capítulos de su pintura y escultura, al mismo tiempo que reverenciaban la labor de un artista como Poussin, cronológicamente barroco y estrictamente coetáneo del Borromini. La escisión conceptual que el barroco representaba surgía bien a las claras cuando se comprobaba que Borromini o Rubens habían sido contemporáneos de Descartes, el padre de la verdad clara y distinta y, por tanto, del racionalismo moderno. Una primera solución a tan desmesurada paradoja la ha ensayado Arnold Hauser, quien, interpretando la historia del arte desde un punto de vista sociológico y considerando que hay tantos estilos como grupos sociales demandan obras de arte en cada momento, declara que «el barroco comprende esfuerzos artísticos tan diversificadores, los cuales surgen en formas tan varias en los distintos países y esferas culturales que parece dudosa la posibilidad de reducirlos a un denominador común». Claro que no resulta totalmente satisfactoria esta explicación que tolera la diversidad de antemano. El mismo Hauser lo presiente así, y unas páginas más adelante trata de buscar una analogía, un principio común a todo el arte barroco europeo, que encuentra en la nueva concepción del Universo que alumbra la física de Galileo y Copérnico. Dice Hauser: «Con la concepción de la ley natural, que no conoce ninguna excepción surgió el concepto de una nueva necesidad, completamente distinta de la teológica.» «Todo el arte del barroco está lleno de este estremecimiento, del eco de los espacios infinitos y la correlación de todo el ser. La obra de arte pasa a ser en su totalidad como organismo unificado y vivificado en todas sus partes, símbolo del Universo». El mismo autor, consciente de la escasez de esta explicación, concluye: « Esto es, sin duda, un rasgo unificador; pero ¿es suficiente para poder hablar de una unidad de estilo barroco?...» Para el autor, el problema puede quedar solucionado con esta pregunta, a la que responde tranquilamente: «No.» Desde el enfoque sociológico que Hauser emplea, la unidad de estilo es algo innecesario. En los siguientes capítulos pasa, sin más preámbulo, a analizar la diferencia entre el barroco de las cortes católicas y el barroco protestante y burgués. El problema puede parecer baladí a los sociólogos, pero nunca a un verdadero historiador que pretenda conocer al hombre en su unidad. Por eso hemos de detenernos aquí. La definitiva interpretación del barroco, que no puede basarse más que en la comprensión de la vida del «hombre barroco», aún está por hacer.

Pero, volviendo al firme terreno de las formas, la arquitectura barroca se caracteriza por algunas coordenadas fácilmente explicadas. Ante todo hay que decir que es una arquitectura que se pone al servicio del catolicismo triunfalista de la Contrarreforma y de la monarquía absoluta del siglo XVI. Tanto el papado como los autócratas necesitan un boato y una ostentación arquitectónica que realce el significado de su poder absoluto. Los artistas intentan lograr este efecto a base de unas proporciones grandiosas y una decoración escenográfica y efectista que intimida al espectador. Por lo tanto, el nuevo estilo se caracteriza tanto por la arquitectura de los espacios como por la arquitectura plana que pudiéramos llamar «ornamental». No se puede enjuiciar la arquitectura barroca con el pertrecho de nuestros conceptos actuales. Para nosotros, la ornamentación es un fenómeno artístico individual, racionalmente separado y distinto del fenómeno arquitectónico en sí. Consideramos actualmente la arquitectura como la organización del espacio exterior e interior; la ornamentación pasa a ser un atributo superfluo. Para que se entienda con claridad, nosotros podemos imaginar perfectamente un edificio sin ornamentación alguna, mientras que el «hombre barroco» no podía imaginar un edificio desnudo. Es decir, podía imaginarlo, pero nunca como una obra «arquitectónicamente» acabada. El barroco olvida y rechaza la abstracción de arquitectura, pintura y escultura y no comprende bien la distinción entre estas parcelas artísticas. Al igual que el sumerio o el egipcio, no tenían clara noción de la escultura separada de un funcionalismo y una eficacia mágico-religiosa. El artista barroco nunca proyecta un edificio sin pensar, al mismo tiempo -como una sola realidad indivisible-, en su decoración. Quizá sea esta unidad esencial entre las distintas modalidades artísticas el principio más fecundo a la hora de interpretar formalmente una obra barroca. Prueba evidente de la confusión o interpolación entre las regiones artísticas colindantes es que los más grandes arquitectos barrocos son también excelentes pintores o geniales cincelistas. Es el caso del Bernini. Pero si nos atenemos a este principio formal, tendríamos que adelantar varios decenios la llegada del barroco a Europa. Aquellos arquitectos como Vignola, Paladio, Maderna o el propio Miguel Angel ya concebían su arquitectura en inseparable ayuntamiento con los frescos que decoraban las bóvedas o las estatuas que coronaban la crestería, prolongando el movimiento arquitectónico ascensional. En pocos ejemplos se aprecia más claramente este intento que en los frescos arquitectónicos de los templos italianos. El arquitecto recurría al pincel para dar la sensación de una elevación muy superior a la que realmente tenía el edificio. Explicándolo de otra manera, diríamos que, no pudiendo dar más altura al edificio con los materiales pesados (no tenía una técnica capaz), se la daba con el ilusionismo pictórico. Utilizando este concepto de radical unidad entre los diversos elementos artísticos indiferenciados estamos mejor capacitados para adentrarnos en la contemplación y valoración de la arquitectura barroca. Pero detengamos aquí, por un momento, nuestros pasos y volvamos a la descripción de las normas estilísticas del barroco.

En cualquier tratado sobre el tema podemos leer que la arquitectura barroca conserva, en lo esencial, los elementos renacentistas (columnas, órdenes, disposición general, etc.), pero se distingue por el incurvamiento y rotura de sus arquitrabes y frontones. Los elementos horizontales de la arquitectura clásica se sienten «agitados por un temblor interno» y se retuercen e incurvan poderosamente, describiendo curvas y contracurvas, elipses, espirales y trazados mixtilíneos... Debemos observar que esto se cumple en la mayoría de los casos, pero puede también inducir a error. Basta comprobar la arquitectura de nuestro compatriota Valdelvira, que, a pesar de ser considerado como renacentista, se adelanta en muchos decenios a los italianos en la incurvación y rotura de frontones y en el empleo de elementos verticales retorcidos.

El soporte más característico del barroco es la columna salomónica, cuyas normas dicta el Bernini al trazar el baldaquino de San Pedro del Vaticano. En España aparece otro elemento vertical diferente: el estípite, que es la reacción quebrada contra el impulso ondulatorio italiano. Se emplea también, sin embargo, la columna salomónica en la misma o mayor proporción que el estípite.

La decoración barroca -según los tratados convencionalesse multiplica y recarga hasta el infinito. Conserva los temas geométricos y vegetales heredados del Renacimiento, pero enriquece progresivamente su frecuencia de aparición hasta colmar los espacios vacíos con estos ornamentos. Parece como si los elementos constructivos (columnas, dinteles, arcos) se multiplicaran innecesariamente y se convirtieran en elementos decorativos. Columnas y pilastras recorren los paramentos sin necesidad de sostener ningún empuje vertical, con un criterio puramente decorativo. Los arcos, que nada soportan, pueden permitirse el lujo de formas retorcidas y caprichosas de estrechísimas dimensiones, o llegan a evaporarse tranquilamente en algunos tramos. En otros momentos históricos se ha notado este mismo fenómeno acompañado siempre de un cierto descuido en el tratamiento constructivo exterior y un empobrecimiento de los materiales constitutivos del edificio. Pongamos por caso la arquitectura romana del siglo II o la musulmana del XI, que convierte soportes, arcos y cubiertas en meros pretextos de yeso para «decorar» el espacio interior.

Es, por tanto, un estilo de recargamiento ornamental que muchos juzgan arbitrario, contraproducente y superfluo. Pero si miramos estos hechos a la luz de los conceptos expuestos anteriormente, considerando que la llamada «ornamentación» no ha sido siempre una realidad racionalmente separada, individualizada y conclusa por sí misma, sino que para el «hombre barroco» (o mejor las «generaciones barrocas») formaba parte inseparable de la arquitectura, entonces hemos de emprender un replanteamiento de términos históricos, intentando ajustarlos al verdadero significado que tuvieron para los que los vivían, que es tanto como decir acercarnos a su «significado vital». A título de higiénico ensayo, debemos sustituir el predicado «recargamiento de ornamentación» -que antes empleábamos para entrar sin sobresaltos en la cuestión- por aquel otro de «arquitectura superficial», en contraposición de la «arquitectura espacial», que es la que actualmente entendemos como tal. Sin este esfuerzo de inversión de perspectivas no podemos entender no ya el sentido arquitectónico del barroco, sino tampoco un solo hecho histórico que valga la pena.