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El bermejino prehistórico o las salamandras azules es un relato de Juan Valera que transcurre a lo largo del Mediterráneo. Desde España hasta Jerusalén los personajes se encuentran y desencuentran afrontando las más disímiles peripecias. El bermejino prehistórico es una compleja mezcla de mitología, historia bíblica y ficción inventada. La figura central, Abaris, es un personaje de la mitología griega, un curandero y sacerdote del dios Apolo, famoso por su supuesto poder de volar en una flecha dorada, regalo del propio Apolo. El relato hace uso de personajes y eventos de la Biblia, específicamente del Antiguo Testamento, para enmarcar la historia. Mencionando a figuras bíblicas como el Rey David y su hijo, el Rey Salomón, así como a Abisag de Sunam, una joven hermosa mencionada en el primer libro de los Reyes, que se convierte en una especie de enfermera para el anciano Rey David. A medida que la historia de El bermejino prehistórico avanza, el autor teje una narrativa donde Abaris utiliza su astucia y supuestos poderes mágicos para engañar a todos y lograr su objetivo, que parece ser ganar el amor de Abisag. En este proceso, manipula a dos jóvenes iberos, Echeloría y Mutileder, haciéndoles creer que son sus hijos perdidos, y que su amor mutuo es en realidad un amor fraterno. Estos jóvenes iberos parecen ser personajes inventados para esta narrativa.
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Seitenzahl: 70
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Juan Valera
El bermejino prehistórico o las salamandras azules
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: El bermejino prehistórico o las salamandras azules.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9816-317-9.
ISBN ebook: 978-84-9897-941-1.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
El bermejino prehistórico 9
I 9
II 13
III 17
IV 22
V 26
VI 31
VII 36
VIII 39
Libros a la carta 45
Brevísima presentación
La vida
Juan Valera (18 de octubre de 1824, Cabra). España.
Era hijo de José Valera y Viaña, oficial de la Marina, y de Dolores Alcalá-Galiano y Pareja, marquesa de la Paniega. Tuvo dos hermanas, Sofía y Ramona y un hermanastro: José Freuller y Alcalá-Galiano.
Su padre vivió de joven en Calcuta y adoptó posiciones liberales. Por ello fue removido de su puesto. Tras la muerte de Fernando VII en 1834, el nuevo gobierno liberal fue rehabilitado y se le nombró comandante de armas de Cabra y después gobernador de Córdoba.
La madre se opuso a que Juan Valera siguiera la carrera militar. Este estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada, en 1841. Luego estudió Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada, donde se graduó en 1846.
En 1844 publicó primer libro de poemas. Leyó mucha poesía, y en particular a José de Espronceda, y a los clásicos latinos: Catulo, Propercio y Horacio. Hacia 1847 empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador Ángel de Saavedra, duque de Rivas. Vuelto a Madrid, frecuentó las tertulias y los círculos diplomáticos a fin de conseguir un puesto como funcionario del Estado.
Así viajó por Europa y América. En Lisboa empezó su amor por la cultura portuguesa y el iberismo político. De regreso a España, empezó a escribir y publicar ensayos en 1853 en la Revista Española de Ambos Mundos; en 1854 fracasó en un intento de ser diputado, y por entonces estuvo en los consulados de España en Frankfurt y Dresde con el cargo de secretario de embajada.
Hacia 1857 se fue seis meses con el duque de Osuna a San Petersburgo; polemizó con Emilio Castelar en La Discusión, y escribió su ensayo De la doctrina del progreso con relación a la doctrina cristiana. Asimismo, tras ser elegido diputado por Archidona en 1858, escribió en numerosas revistas como redactor, colaborador o director.
El 5 de diciembre de 1867 se casó en París con Dolores Delavat, veinte años más joven y natural de Río de Janeiro, y tuvo tres hijos: Carlos Valera, Luis Valera y Carmen Valera, nacidos en 1869, 1870 y 1872.
Durante la Revolución española de 1868 fue un cronista de los hechos y escribió los artículos «De la revolución y la libertad religiosa» y «Sobre el concepto que hoy se forma de España».
Juan Valera fue elegido senador por Córdoba en 1872 y en ese mismo año fue director general de Instrucción pública; en 1874 publicó su obra más célebre, Pepita Jiménez y, en esa época, conoció a Marcelino Menéndez Pelayo, con quien hizo gran amistad.
En 1895 perdió casi por completo la vista, se jubiló y volvió a Madrid; allí publicó Juanita la Larga (1895), y Morsamor (1899); frecuentó diversas tertulias y tuvo una en su propia casa.
Valera fue elegido miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas en 1904. Murió en Madrid el 18 de abril de 1905 y fue enterrado en la sacramental de San Justo.
Sus restos fueron exhumados en 1975 y llevados al cementerio de Cabra.
Este relato transcurre a lo largo del Mediterráneo, desde España hasta Jerusalén los personajes se encuentran y desencuentran afrontando las más disímiles peripecias.
El bermejino prehistórico
I
Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, tenía yo otras mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afición científica prevalece y triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna, me sucede algo muy singular. Las ciencias me gustan en razón inversa de las verdades que van demostrando con exactitud. Así es que apenas me interesan las ciencias exactas, y las inexactas me enamoran. De aquí mi inclinación a la filosofía.
No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de sutileza y de imaginación que se emplea en descubrir la verdad, aunque no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y patente, suele dejarme frío. Así, un mancebo galante, cuando va por la calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le entusiasma, y luego se adelanta, la mira el rostro y ve que es vieja, o tuerta, o tiene hocico de mona.
El hombre, además, sería un mueble si conociera la verdad, aunque la verdad fuese bonita. Se aquietaría en su posesión y goce y se volvería tonto. Mejor es, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la curiosidad, se aviva la fantasía y se inventan teorías, dogmas y otras ingeniosidades que nos entretienen y consuelan durante nuestra existencia terrestre; de todo lo cual careceríamos, siendo mil veces más infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de puro hábiles llegásemos a desentrañar su hondo y verdadero significado.
Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en moda ahora, que es objeto de mi predilección. Hablo de la prehistoria.
Yo, sin saber si hago bien, divido en dos partes esta ciencia. Una, que me atrevería a llamar prehistoria geológica, está fundada en el descubrimiento de calaveras, canillas, flechas y lanzas, pucheretes y otros cacharros, que suponen los sabios que son de una edad remotísima, que llaman de piedra. Esta prehistoria me divierte menos, y tiene, a mi ver, muchísimos menos lances que otra prehistoria que llamaremos filológica, fundada en el estudio de los primitivos idiomas y en los documentos que en ellos se conservan escritos. Esta es la prehistoria que a mí me hace más gracia.
¡Qué variedad de opiniones! ¡Qué agudas conjeturas! ¡Con qué arte se disponen y ordenan los hechos conocidos para que se adapten al sistema que forja cada sabio! Ya toda la civilización nace de Egipto; ya de los acadíes, en el centro del Asia; ya viene de la India; ya de un continente que llaman Lemuria, hundido en el seno del mar, al Sur, entre África y Asia; ya de otro continente que hubo entre Europa y América, y que se llamó la Atlántida.
Sobre el idioma primitivo, así como sobre la primitiva civilización, se sigue disputando. Hasta se disputa sobre si fue uno o fueron varios los idiomas: esto es, sobre si los hombres empezaron a dispersarse por el mundo alalos, o digamos, sin habla aún y en manadas, y luego fueron inventando diversos idiomas en diversos puntos, o sobre si antes de la dispersión hablaban ya todos una sola lengua.
Mi prurito de curiosear me induce a leer cuantos libros nuevos van saliendo sobre esta materia, que no son pocos; y mientras más desatinados son, miradas las cosas por el vulgo de los timoratos, más me divierten los tales libros.
En estos últimos días, los libros que he leído van en contra de los arios, de los egipcios, de los semitas y de otras naciones y castas que antes pasaban por las civilizadoras en grado superior. Si los libros antiguos han sostenido que la civilización, como la luz solar, se difundió de Oriente hacia Occidente, estos nuevos libros afirman que se difundió en sentado inverso, de Occidente hacia Oriente. Todo el saber de los magos de Irán y de Caldea, de los brahmanes de las orillas del Ganges, de los sacerdotes de Isis y Osiris, de los iniciados en Samotracia y de los pueblos de Fenicia y Frigia, no vale un pito, comparado al saber de ciertos galos primitivos, cuyo centro de luz estuvo en un París prehistórico.
Los galos y sus bardos y druidas, poetas y sacerdotes, lo enseñaron todo; pero su misma ciencia era ya reflejo confuso y recuerdo no completo de la ciencia que poseyeron, en el centro del país fértil y hermoso que hoy se llama Francia, antes de la venida de los celtas, otros hombres más primitivos y excelentes que llamaremos hiperbóreos o protoescitas.