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El comendador Mendoza, de Juan Valera (1876), sitúa los acontecimientos en 1794. Don Fabrique López de Mendoza vuelve a su pueblo natal, Villabermeja, ya con cincuenta años, después de haber llevado una vida llena de aventuras y haber ganado honores y fortuna en lugares remotos. Don Fabrique combate en La Habana contra la flota de Pocock y gana honores en aquella batalla. Así vuelve a su pueblo. Es un hombre con un temperamento liberal que le acerca a las ideas de los enciclopedistas franceses y la filosofía naturalista. Don Fabrique personaje peculiar, conocido como el Comendador, tuvo relaciones ilícitas en su juventud con doña Blanca Roldán, esposa del hacendado don Valentín de Solís. De estos amores ilegítimos nació una niña llamada Clara. En edad de contraer matrimonio, su madre, doña Blanca, quiere remediar de algún modo el desliz cometido cuando era solo una muchacha. A este efecto concibe dos soluciones: - Primera, que casar a su hija con don Casimiro, heredero de don Valentín. Esta primera solución se desvanece ante la repugnancia de Clara a unirse a un hombre mucho mayor que ella y además está enamorada de don Carlos de Atienza, estudiante de Derecho. - La segunda solución, es que abrace la vida monacal.La astucia y el carisma de don Fabrique evitan que Clara se encierre en un convento y consigue que ésta se una a su amado Carlos.
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Seitenzahl: 322
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Juan Valera
El comendador Mendoza
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: El comendador Mendoza.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-363-4.
ISBN rústica: 978-84-9816-320-9.
ISBN ebook: 978-84-9897-205-4.
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Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
A la excelentísima señora doña Ida de Bauer 9
El comendador Mendoza 13
I 13
II 14
III 23
IV 26
V 32
VI 37
VII 41
VIII 50
IX 60
X 63
XI 67
XII 70
XIII 77
XIV 85
XV 89
XVI 91
XVII 102
XVIII 109
XIX 112
XX 118
XXI 121
XXII 128
XXIII 130
XXIV 135
XXV 144
XXVI 150
XXVII 152
XXVIII 159
XXIX 164
XXX 166
Libros a la carta 181
Juan Valera (18 de octubre de 1824, Cabra). España.
Era hijo de José Valera y Viaña, oficial de la Marina, y de Dolores Alcalá-Galiano y Pareja, marquesa de la Paniega. Tuvo dos hermanas, Sofía y Ramona y un hermanastro: José Freuller y Alcalá-Galiano.
Su padre vivió de joven en Calcuta y adoptó posiciones liberales. Por ello fue removido de su puesto. Tras la muerte de Fernando VII en 1834, el nuevo gobierno liberal fue rehabilitado y se le nombró comandante de armas de Cabra y después gobernador de Córdoba.
La madre se opuso a que Juan Valera siguiera la carrera militar. Este estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada, en 1841. Luego estudió Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada, donde se graduó en 1846.
En 1844 publicó primer libro de poemas. Leyó mucha poesía, y en particular a José de Espronceda, y a los clásicos latinos: Catulo, Propercio y Horacio. Hacia 1847 empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador Ángel de Saavedra, duque de Rivas. Vuelto a Madrid, frecuentó las tertulias y los círculos diplomáticos a fin de conseguir un puesto como funcionario del Estado.
Así viajó por Europa y América. En Lisboa empezó su amor por la cultura portuguesa y el iberismo político. De regreso a España, empezó a escribir y publicar ensayos en 1853 en la Revista Española de Ambos Mundos; en 1854 fracasó en un intento de ser diputado, y por entonces estuvo en los consulados de España en Frankfurt y Dresde con el cargo de secretario de embajada.
Hacia 1857 se fue seis meses con el duque de Osuna a San Petersburgo; polemizó con Emilio Castelar en La Discusión, y escribió su ensayo De la doctrina del progreso con relación a la doctrina cristiana. Asimismo, tras ser elegido diputado por Archidona en 1858, escribió en numerosas revistas como redactor, colaborador o director.
El 5 de diciembre de 1867 se casó en París con Dolores Delavat, veinte años más joven y natural de Río de Janeiro, y tuvo tres hijos: Carlos Valera, Luis Valera y Carmen Valera, nacidos en 1869, 1870 y 1872.
Durante la Revolución española de 1868 fue un cronista de los hechos y escribió los artículos «De la revolución y la libertad religiosa» y «Sobre el concepto que hoy se forma de España».
Juan Valera fue elegido senador por Córdoba en 1872 y en ese mismo año fue director general de Instrucción pública; en 1874 publicó su obra más célebre, Pepita Jiménez y, en esa época, conoció a Marcelino Menéndez Pelayo, con quien hizo gran amistad.
En 1895 perdió casi por completo la vista, se jubiló y volvió a Madrid; allí publicó Juanita la Larga (1895), y Morsamor (1899); frecuentó diversas tertulias y tuvo una en su propia casa.
Valera fue elegido miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas en 1904. Murió en Madrid el 18 de abril de 1905 y fue enterrado en la sacramental de San Justo.
Sus restos fueron exhumados en 1975 y llevados al cementerio de Cabra.
El comendador Mendoza (1876), es un personaje peculiar, abuelo de Faustino y habitante de Villabermeja en el siglo XVIII, que evita con su carisma que Clara, otro de los personajes de la novela, sea monja y consigue que ésta se una a su amado Carlos.
Nunca, estimada señora y bondadosa amiga, soñé con ser escritor popular. No me explico la causa, pero es lo cierto que tengo y tendré siempre pocos lectores. Mi afición a escribir es, sin embargo, tan fuerte, que puede más que la indiferencia del público y que mis desengaños.
Varias veces me di ya por vencido y hasta por muerto; mas apenas dejé de ser escritor, cuando reviví como tal bajo diversa forma. Primero fui poeta lírico, luego periodista, luego crítico, luego aspiré a filósofo, luego tuve mis intenciones y conatos de dramaturgo zarzuelero, y al cabo traté de figurar como novelista en el largo catálogo de nuestros autores.
Bajo esta última forma es como la gente me ha recibido menos mal; pero aun así, no las tengo todas conmigo.
Mi musa es tan voluntariosa, que hace lo que quiere y no lo que yo le mando. De aquí proviene que, si por dicha logro aplausos, es por falta de previsión.
Escribí mi primera novela sin caer hasta el fin en que era novela lo que escribía.
Acababa yo de leer multitud de libros devotos.
Lo poético de aquellos libros me tenía hechizado, pero no cautivo. Mi fantasía se exaltó con tales lecturas, pero mi frío corazón siguió en libertad y mi seco espíritu se atuvo a la razón severa.
Quise entonces recoger como en un ramillete todo lo más precioso, o lo que más precioso me parecía, de aquellas flores místicas y ascéticas, e inventé un personaje que las recogiera con fe y entusiasmo, juzgándome yo, por mí mismo, incapaz de tal cosa. Así brotó espontánea una novela, cuando yo distaba tanto de querer ser novelista.
Después me he puesto adrede a componer otras, y dicen que lo he hecho peor.
Esto me ha desanimado de tal suerte, que he estado a punto de no volver a escribirlas.
Entre las pocas personas que me han dado nuevo aliento descuella usted, ora por la indulgencia con que celebra mis obrillas, ora por el valor que los elogios de usted, si prescindimos por un instante de la bondad que los inspira, deben tener para cuantos conocen su rara discreción, su delicado gusto y el hondo y exquisito sentir con que percibe todo lo bello.
Aunque yo no hubiese seguido de antemano la sentencia de aquel sabio alejandrino que afirmaba que solo las personas hermosas entendían de hermosura, usted me hubiera movido a seguirla, mostrándose luminoso y vivo ejemplo y gentil prueba de su verdad.
No extrañe usted, pues, que, lleno de agradecimiento, le dedique este libro.
Por ir dedicado a usted, quisiera yo que fuese mejor que Pepita Jiménez, a quien usted tanto celebra; pero harto sabido es que las obras literarias, y muy en particular las de carácter poético, solo se dan bien en momentos dichosos de inspiración, que los autores no renuevan a su antojo.
En esto como en otras mil cosas, la poesía se parece a la magia. Requiere la intervención del cielo.
Cuentan de Alberto Magno que, yendo en peregrinación de Roma a Alemania, pasó una noche a las orillas del Po, en la cabaña de mi pescador. Agasajado allí muy bien, quiso el doctor probar su gratitud al huésped, y le hizo y le dio un pez de madera, tan maravilloso que, puesto en la red atraía a todos los peces vivos. No hay que ponderar la ventura del pescador con su pez mágico. Cierto día, con todo, tuvo un descuido, y el pez se le perdió. Entonces se puso en camino, fue a Alemania, buscó a Alberto, y le rogó que le hiciera otro pez semejante al primero. Alberto respondió que lo deseaba (también deseo yo hacer otra Pepita Jiménez); mas que, para hacer otro pez que tuviese todas las virtudes del antiguo, era menester esperar a que el cielo presentase idéntico aspecto y disposición en constelaciones, signos y planetas, que en la noche en que el primer pez se hizo, lo cual no podía acontecer sino dentro de treinta y seis mil y pico de años.
Como yo no puedo esperar tanto tiempo, me resigno a dedicar a usted El comendador Mendoza.
Este simpático personaje, antes de salir en público, no ya escondido y a trozos, sino por completo y por sí solo, pasa, con la venia de Lucía, a besar humildemente los lindos pies de usted y a ponerse bajo su amparo. Remedando a un antiguo compañero mío, elige a usted por su madrina. No desdeñe usted al nuevo ahijado que le presento, aunque no valga lo que Pepita, y créame su afectísimo y respetuoso servidor.
Juan Valera
A pesar de los quehaceres y cuidados que me retienen en Madrid casi de continuo, todavía suelo ir de vez en cuando a Villabermeja y a otros lugares de Andalucía, a pasar cortas temporadas de uno a dos meses.
La última vez que estuve en Villabermeja ya habían salido a luz Las Ilusiones del doctor Faustino.
Don Juan Fresco me mostró en un principio algún enojo de que yo hubiese sacado a relucir su vida y las de varios parientes suyos en un libro de entretenimiento, pero al cabo, conociendo que yo no lo había hecho a mal hacer, me perdonó la falta de sigilo. Es más: don Juan aplaudió la idea de escribir novelas fundadas en hechos reales, y me animó a que siguiese cultivando el género. Esto nos movió a hablar del comendador Mendoza.
—¿El vulgo —dije yo—, cree aún que el comendador anda penando, durante la noche, por los desvanes de la casa solariega de los Mendozas, con su manto blanco del hábito de Santiago?
—Amigo mío —contestó don Juan—, el vulgo lee ya El Citador y otros libros y periódicos librepensadores. En la incredulidad, además, está como impregnado el aire que se respira. No faltan jornaleros escépticos; pero las mujeres, por lo común, siguen creyendo a pie juntillas. Los mismos jornaleros escépticos niegan de día y rodeados de gente, y de noche, a solas, tienen más miedo que antes de lo sobrenatural, por lo mismo que lo han negado durante el día. Resulta, pues, que, a pesar de que vivimos ya en la edad de la razón y se supone que la de la fe ha pasado, no hay mujer bermejina que se aventure a subir a los desvanes de la casa de los Mendozas sin bajar gritando y, afirmando a veces que ha visto al comendador, y apenas hay hombre que suba solo a dichos desvanes sin hacer un grande esfuerzo de voluntad para vencer o disimular el miedo. El comendador, por lo visto, no ha cumplido aún su tiempo de purgatorio, y eso que murió al empezar este siglo. Algunos entienden que no está en el purgatorio, sitio en el infierno; pero no parece natural que, si está en el infierno, se le deje salir de allí para que venga a mortificar a sus paisanos. Lo más razonable y verosímil es que esté en el purgatorio, y esto cree la generalidad de las gentes.
—Lo que se infiere de todo, ora esté el comendador en el infierno, ora en el purgatorio, es que sus pecados debieron de ser enormes.
—Pues, mire usted —replicó don Juan Fresco—, nada cuenta el vulgo de terminante y claro con relación al comendador. Cuenta, sí, mil confusas patrañas. En Villabermeja se conoce que hirió más la imaginación popular por su modo de ser y de pensar que por sus hechos. Sus hechos conocidos, salvo algún extravío de la mocedad, más le califican de buena que de mala persona.
—De todos modos, ¿usted cree que el comendador era una persona notable?
—Y mucho que lo creo. Yo contaré a usted lo que sé de él, y usted juzgará.
Don Juan Fresco me contó entonces lo que sabía acerca del comendador Mendoza. Yo no hago más que ponerlo ahora por escrito.
Don Fadrique López de Mendoza, llamado comúnmente el comendador, fue hermano de don José, el mayorazgo, abuelo de nuestro don Faustino, a quien supongo que conocen mis lectores.
Nació don Fadrique en 1744.
Desde niño dicen que manifestó una inclinación perversa a reírse de todo y a no tomar nada por lo serio. Esta cualidad es la que menos fácilmente se perdona, citando se entrevé que no proviene de ligereza, sino de tener un hombre el espíritu tan serio, que apenas halla cosa terrena y humana que merezca que él la considere con seriedad; por donde, en fuerza de la seriedad misma, nacen el desdén y la risa burlona.
Don Fadrique, según la general tradición, era un hombre de este género: un hombre jocoso de puro serio.
Claro está que hay dos clases de hombres jocosos de puro serios. A una clase, que es muy numerosa, pertenecen los que andan siempre tan serios, que hacen reír a los demás, y sin quererlo son jocosos. A otra clase, que siempre cuenta pocos individuos, es a la que pertenecía don Fadrique. Don Fadrique se burlaba de la seriedad vulgar e inmotivada, en virtud de una seriedad exquisita y superlativa; por lo cual era jocoso.
Conviene advertir, no obstante, que la jocosidad de don Fadrique rara vez tocaba en la insolencia o en la crueldad, ni se ensañaba en daño del prójimo. Sus burlas eran benévolas y urbanas, y tenían a menudo cierto barniz de dulce melancolía.
El rasgo predominante en el carácter de don Fadrique no se puede negar que implicaba una mala condición: la falta de respeto. Como veía lo ridículo y lo cómico en todo, resultaba que nada o casi nada respetaba, sin poderlo remediar. Sus maestros y superiores se lamentaron mucho de esto.
Don Fadrique era ágil y fuerte, y nada ni nadie le inspiró jamás temor, más que su padre, a quien quiso entrañablemente. No por eso dejaba de conocer y aun de decir en confianza, cuando recordaba a su padre, después de muerto, que, si bien había sido un cumplido caballero, honrado, pundonoroso, buen marido y lleno de caridad para con los pobres, había sido también un vándalo.
En comprobación de este aserto contaba don Fadrique varias anécdotas, entre las cuales ninguna le gustaba tanto como la del bolero.
Don Fadrique bailaba muy bien este baile cuando era niño, y, don Diego, que así se llamaba su padre, se complacía en que su hijo luciese su habilidad cuando le llevaba de visitas o las recibía con él en su casa.
Un día llevó don Diego a su hijo don Fadrique a la pequeña ciudad, que dista dos leguas de Villabermeja, cuyo nombre no he querido nunca decir, y donde he puesto la escena de mi Pepita Jiménez. Para la mejor inteligencia de todo, y a fin de evitar perífrasis, pido al lector que siempre que en adelante hable yo de la ciudad entienda que hablo de la pequeña ciudad ya mencionada.
Don Diego, como queda dicho, llevó a don Fadrique a la ciudad. Tenía don Fadrique trece años, pero estaba muy espigado. Como iba de visitas de ceremonia, lucía casaca y chupa de damasco encarnado con botones de acero bruñido, zapatos de hebilla y medias de seda blanca, de suerte que parecía un Sol.
La ropa de viaje de don Fadrique, que estaba muy traída y con algunas manchas y desgarrones, se quedó en la posada, donde dejaron los caballos. Don Diego quiso que su hijo le acompañase en todo su esplendor. El muchacho iba contentísimo de verse tan guapo y con traje tan señoril y lujoso. Pero la misma idea de la elegancia aristocrática del traje le infundió un sentimiento algo exagerado del decoro y compostura que debía tener quien le llevaba puesto.
Por desgracia, en la primera visita que hizo Don Diego a una hidalga viuda, que tenía dos hijas doncellas, se habló del niño Fadrique y de lo crecido que estaba, y del talento que tenía para bailar el bolero.
—Ahora —dijo don Diego—, baila el chico peor que el año pasado, porque está en la edad del pavo: edad insufrible, entre la palmeta y el barbero. Ya ustedes sabrán que en esa edad se ponen los chicos muy empalagosos, porque empiezan a presumir de hombres y no lo son. Sin embargo, ya que ustedes se empeñan, el chico lucirá su habilidad.
Las señoras, que habían mostrado deseos de ver a don Fadrique bailar, repitieron sus instancias, y una de las doncellas tomó una guitarra y se puso a tocar para que don Fadrique bailase.
—Baila, Fadrique —dijo don Diego, no bien empezó la música.
Repugnancia invencible al baile, en aquella ocasión se apoderó de su alma. Veía una contrariedad monstruosa, algo de lo que llaman ahora una antinomia, entre el bolero y la casaca. Es de advertir que en aquel día don Fadrique llevaba casaca por primera vez: estrenaba la prenda, si puede calificarse de estreno el aprovechamiento del arreglo o refundición de un vestido, usado primero por el padre y después por el mayorazgo, a quien se le había quedado estrecho y corto.
—Baila, Fadrique —repitió don Diego, bastante amostazado.
Don Diego, cuyo traje de campo y camino, al uso de la tierra, estaba en muy buen estado, no se había puesto casaca como su hijo. Don Diego iba todo de estezado, con botas y espuelas, y en la mano llevaba el látigo con que castigaba al caballo y a los podencos de una jauría numerosa que tenía para cazar.
—Baila, Fadrique —exclamó don Diego por tercera vez, notándose ya en su voz cierta alteración, causada por la cólera y la sorpresa.
Era tan elevado el concepto que tenía don Diego de la autoridad paterna, que se maravillaba de aquella rebeldía.
—Déjele usted, señor de Mendoza —dijo la hidalga viuda—. El niño está cansado del camino y no quiere bailar.
—Ha de bailar ahora.
—Déjele usted; otra vez le veremos —dijo la que tocaba la guitarra.
—Ha de bailar ahora —repitió don Diego—. Baila, Fadrique.
—Yo no bailo con casaca —respondió éste al cabo.
Aquí fue Troya. Don Diego prescindió de las señoras y de todo.
—¡Rebelde! ¡mal hijo! —gritó—: te enviaré a los Toribios: baila o te desuello; y empezó a latigazos con don Fadrique.
La señorita de la guitarra paró un instante la música; pero don Diego la miró de modo tan terrible, que ella tuvo miedo de que la hiciese tocar como quería hacer bailar a su hijo, y siguió tocando el bolero.
Don Fadrique, después de recibir ocho o diez latigazos, bailó lo mejor que supo.
Al pronto se le saltaron las lágrimas; pero después, considerando que había sido su padre quien le había pegado, y ofreciéndose a su fantasía de un modo cómico toda la escena, y viéndose él mismo bailar a latigazos y con casaca, se rió, a pesar, del dolor físico, y bailó con inspiración y entusiasmo.
Las señoras aplaudieron a rabiar.
—Bien, bien —dijo don Diego—. ¡Por vida del diablo! ¿Te he hecho mal, hijo mío?
—No, padre —dijo don Fadrique—. Está visto: yo necesitaba hoy de doble acompañamiento para bailar.
—Hombre, disimula. ¿Por qué eres tonto? ¿Qué repugnancia podías tener, si la casaca te va que ni pintada, y el bolero clásico y de buena escuela es un baile muy señor? Estas damas me perdonarán. ¿No es verdad? Yo soy algo vivo de genio.
Así terminó el lance del bolero.
Aquel día bailó otras cuatro veces don Fadrique en otras tantas visitas, a la más leve insinuación de su padre.
Decía el cura Fernández, que conoció y trató a don Fadrique, y de quien sabía muchas de estas cosas mi amigo don Juan Fresco, que don Fadrique refería con amor la anécdota del bolero, y que lloraba de ternura filial y reía al mismo tiempo, diciendo mi padre era un vándalo, cuando se acordaba de él, dándole de latigazos, y retraía a su memoria a las damas aterradas, sin dejar una de ellas de tocar la guitarra, y a él mismo bailando el bolero mejor que nunca.
Parece que había en todo esto algo de orgullo de familia. El mi padre era un vándalo de don Fadrique casi sonaba en sus labios como alabanza. Don Fadrique, educado en el lugar y del mismo modo que su padre, don Fadrique cerril, hubiera sido más vándalo aún.
La fama de sus travesuras de niño duró en el lugar muchos años después de haberse él partido a servir al rey.
Huérfano de madre a los tres años de edad, había sido criado y mimado por una tía solterona, que vivía en la casa, y a quien llamaban la chacha Victoria.
Tenía además otra tía, que si bien no vivía con la familia, sino en casa aparte, había también permanecido soltera y competía en mimos y en halagos con la chacha Victoria. Llamábase esta otra tía la chacha Ramoncica. Don Fadrique era el ojito derecho de ambas señoras, cada una de las cuales estaba ya en los cuarenta y pico de años cuando tenía doce nuestro héroe.
Las dos tías o chachas se parecían en algo y, se diferenciaban en mucho.
Se parecían en cierto entono amable y benévolo de hidalgas, en la piedad católica y en la profunda ignorancia. Esto último no provenía solo de que hubiesen sido educadas en el lugar, sino de una idea de entonces. Yo me figuro que nuestros abuelos, hartos de la bachillería femenil, de las cultas latini-parlas y de la desenvoltura pedantesca de las damas que retratan Quevedo, Tirso y Calderón en sus obras, habían caído en el extremo contrario de empeñarse en que las mujeres no aprendiesen nada. La ciencia en la mujer hubo de considerarse como un manantial de perversión. Así es que en los lugares, en las familias acomodadas y nobles, cuando eran religiosas y morigeradas, se educaban las niñas para que fuesen muy hacendosas, muy arregladas y muy señoras de su casa. Aprendían a coser, a bordar y a hacer calceta; muchas sabían de cocina; no pocas planchaban perfectamente; pero casi siempre se procuraba que no aprendiesen a escribir, y apenas si se les enseñaba a leer de corrido en El Año Cristiano o en algún otro libro devoto.
Las chachas Victoria y Ramoncica se habían educado así. La diversa condición y carácter de cada una estableció después notables diferencias.
La chacha Victoria, alta, rubia, delgada y bien parecida, había sido, y continuó siendo hasta la muerte, naturalmente sentimental y curiosa. A fuerza de deletrear, llegó a leer casi de corrido cuando estaba ya muy granada; y sus lecturas no fueron solo de vidas de santos, sino que conoció también algunas historias profanas y las obras de varios poetas. Sus autores favoritos fueron doña María de Zayas y Gerardo Lobo.
Se preciaba de experimentada y desengañada. Su conversación estaba siempre como salpicada de estas dos exclamaciones: «¡Qué mundo éste!» «¡Lo que ve el que vive!». La chacha Victoria se sentía como hastiada y fatigada de haber visto tanto, y eso que sus viajes no se habían extendido más allá de cinco o seis leguas de distancia de Villabermeja.
Una pasión, que hoy calificaríamos de romántica, había llenado toda la vida de la chacha Victoria. Cuando apenas tenía dieciocho años, conoció y amó en una feria a un caballero cadete de infantería. El cadete amó también a la chacha, que no lo era entonces; pero los dos amantes, tan hidalgos como pobres, no se podían casar por falta de dinero. Formaron, pues, el firme propósito de seguir amándose, se juraron constancia eterna y decidieron aguardar para la boda a que llegase a capitán el cadete. Por desgracia, entonces se caminaba con pies de plomo en las carreras, no había guerras civiles ni pronunciamientos, y el cadete, firme como una roca y fiel como un perro, envejeció sin pasar de teniente nunca.
Siempre que el servicio militar lo consentía, el cadete venía a Villabermeja; hablaba por la ventana con la chacha Victoria, y se decían ambos mil ternuras. En las largas ausencias se escribían cartas amorosas cada ocho o diez días; asiduidad y frecuencia extraordinarias entonces.
Esta necesidad de escribir obligó a la chacha Victoria a hacerse letrada. El amor fue su maestro de escuela, y le enseñó a trazar unos garrapatos anárquicos y misteriosos, que por revelación de amor leía, entendía y descifraba el cadete.
De esta suerte, entre temporadas de pelar la pava en Villabermeja, y otras más largas temporadas de estar ausentes, comunicándose por cartas, se pasaron cerca de doce años. El cadete llegó a teniente.
Hubo entonces un momento terrible: una despedida desgarradora. El cadete, teniente ya, se fue a la guerra de Italia. Desde allí venían las cartas muy de tarde en tarde. Al cabo cesaron del todo. La chacha Victoria se llenó de presentimientos melancólicos.
En 1747, firmada ya la paz de Aquisgrán, los soldados españoles volvieron de Italia a España; pero nuestro cadete, que había esperado volver de capitán, no parecía ni escribía. Solo pareció, con la licencia absoluta, su asistente, que era bermejino.
El bueno del asistente, en el mejor lenguaje que pudo, y con los preparativos y rodeos que le parecieron del caso para amortiguar el golpe, dio a la chacha Victoria la triste noticia de que el cadete, cuando iba ya a ver colmados sus deseos, cuando iba a ser ascendido a capitán, en vísperas de la paz, en la rota de Trebia, había caído atravesado por la lanza de un croata.
No murió en el acto. Vivió aún dos o tres días con la herida mortal, y tuvo tiempo de entregar al asistente, para que trajese a su querida Victoria, un rizo rubio que de ella llevaba sobre el pecho en un guardapelo, las cartas y un anillo de oro con un bonito diamante.
El pobre soldado cumplió fielmente su comisión.
La chacha Victoria recibió y bañó en lágrimas las amadas reliquias. El resto de su vida lo pasó recordando al cadete, permaneciendo fiel a su memoria y llorándole a veces. Cuanto había de amor en su alma fue consumiéndose en devociones y transformándose en cariño por el sobrino Fadriquito, el cual tenía tres años cuando supo la chacha Victoria la muerte de su perpetuo y único novio.
La pobre chacha Ramoncica había sido siempre pequeñuela y mal hecha de cuerpo, sumamente morena y bastante fea de cara. Cierta dignidad natural e instintiva le hizo comprender, desde que tenía quince años, que no había nacido para el amor. Si algo del amor con que aman las mujeres a los hombres había en germen en su alma, ella acertó a sofocarlo y no brotó jamás. En cambio tuvo afecto para todos. Su caridad se extendía hasta los animales.
Desde la edad de veinticuatro años, en que la chacha Ramoncica se quedó huérfana y vivía en casa propia, sola, le hacían compañía media docena de gatos, dos o tres perros y un grajo, que poseía varias habilidades. Tenía asimismo Ramoncica un palomar lleno de palomos, y un corral poblado de pavos, patos, gallinas y conejos.
Una criada llamada Rafaela, que entró a servir a la chacha Ramoncica cuando ésta vivía aún en casa de sus padres, siguió sirviéndola toda la vida. Ama y criada eran de la misma edad y llegaron juntas a una extrema vejez.
Rafaela era más fea que la chacha, y, hasta por imitarla, permaneció siempre soltera.
En medio de su fealdad, había algo de noble distinguido en la chacha Ramoncica, que era una señora de muy cortas luces. Rafaela, por el contrario, sobre ser fea, tenía el más innoble aspecto; pero estaba dotada de un despejo natural grandísimo.
Por lo demás, ama y criada, guardando siempre cada cual su posición y grado en la jerarquía social se identificaron por tal arte, que se diría que no había en ellas sino una voluntad, los pensamientos mismos y los mismos propósitos.
Todo era orden, método y, arreglo en aquella casa. Apenas se gastaba en comer, porque ama y criada comían poquísimo. Un vestido, una saya, una basquiña, cualquiera otra prenda, duraba años y años sobre el cuerpo de la chacha Ramoncica o guardada en el armario. Después, estando aún en buen uso, pasaba a ser prenda de Rafaela.
Los muebles eran siempre los mismos y se conservaban, como por encanto, con un lustre y una limpieza que daban consuelo.
Con tal modo de vivir, la chacha Ramoncica, si bien no tenía sino muy escasas rentas, apenas gastaba de ellas una tercera parte. Iba, pues, acumulando y atesorando, y pronto tuvo fama de rica. Sin embargo, jamás se sentía con valor de ser despilfarrada sino por empeño de su sobrino Fadrique, a quien, según hemos dicho, mimaba en competencia de la chacha Victoria.
Don Diego andaba siempre en el campo, de caza o atendiendo a las labores. Sus dos hijos, don José y don Fadrique, quedaban al cuidado de la chacha Victoria y del padre Jacinto, fraile dominico, que pasaba por muy docto en el lugar, y que les sirvió de ayo, enseñándoles las primeras letras y el latín.
Don José era bondadoso y reposado, don Fadrique un diablo de travieso; pero don José no atinaba hacerse querer, y don Fadrique era amado con locura de ambas chachas, del feroz don Diego y del ya citado padre Jacinto, quien apenas tendría treinta y seis años de edad cuando enseñaba la lengua de Cicerón a los dos pimpollos lozanos del glorioso y antiguo tronco de los López de Mendoza bermejinos.
Mientras que el apacible don José se quedaba en casa estudiando, o iba al convento a ayudar a misa, o empleaba su tiempo en otras tareas tranquilas, don Fadrique solía escaparse y promover mil alborotos en el pueblo.
Como segundón de la casa, don Fadrique estaba condenado a vestirse de lo que se quedaba estrecho o corto para su hermano, el cual, a su vez, solía vestirse de los desechos de su padre. La chacha Victoria hacía estos arreglos y traspasos. Ya hemos hablado de la casaca y de la chupa encarnadas, que vinieron a ser memorables por el lance del bolero; pero mucho antes había heredado don Fadrique una capa, que se hizo más famosa, y que había servido sucesivamente a don Diego y a don José. La capa era blanca, y cuando cayó en poder de don Fadrique recibió el nombre de la capa-paloma.
La capa-paloma parecía que había dado alas al chico, quien se hizo más inquieto y diabólico desde que la poseyó. Don Fadrique, cabeza de motín y de bando entre los muchachos más desatinados del pueblo, se diría que llevaba la capa-paloma como un estandarte, como un signo que todos seguían, como un penacho blanco de Enrique IV.
No era muy numeroso el bando de don Fadrique, no por falta de simpatías, sino porque él elegía a sus parciales y secuaces haciendo pruebas análogas a las que hizo Gedeón para elegir o desechar a sus soldados. De esta suerte logró don Fadrique tener unos cincuenta o sesenta que le seguían, tan atrevidos y devotos a su persona, que cada uno valía por diez.
Se formó un partido contrario, capitaneado por don Casimirito, hijo del hidalgo más rico del lugar. Este partido era de más gente; pero, así por las prendas personales del capitán, como por el valor y decisión de los soldados, quedaba siempre muy inferior a los fadriqueños.
Varias veces llegaron a las manos ambos bandos, ya a puñadas y luchando a brazo partido, ya en pedreas, de que era teatro un llanete que está por bajo de un sitio llamado el Retamal.
Siempre que había un lance de éstos, don Fadrique era el primero en acudir al lugar del peligro; pero es lo cierto que no bien corría la voz de que la capa-paloma iba por el Retamal abajo, las calles y las plazuelas se despoblaban de los más belicosos chiquillos, y, todos acudían en busca del capitán idolatrado.
La victoria, en todas estas pendencias, quedó siempre por el batido de don Fadrique. Los de don Casimiro resistían poco y se ponían en un momento en vergonzosa fuga: pero como don Fadrique se aventuraba siempre más de lo que conviene a la prudencia de un general, resultó que dos veces regó los laureles con su sangre, quedando descalabrado.
No solo en batalla campal, sino en otros ejercicios y haciendo travesuras de todo género, don Fadrique se había roto, además, la cabeza otra tercera vez, se había herido el pecho con unas tijeras, se había quemado una mano y se había dislocado un brazo: pero de todos estos percances salía al cabo sano y salvo, merced a su robustez y a los cuidados de la chacha Victoria, que decía, maravillada y santiguándose:
—¡Ay, hijo de mi alma, para muy grandes cosas quiere reservarte el cielo, cuando vives de milagro y no mueres!
Casimiro tenía tres años más de edad que don Fadrique, y era también más fornido y alto. Irritado de verse vencido siempre como capitán, quiso probarse con don Fadrique en singular combate. Lucharon, pues, a puñadas y a brazo partido, y el pobre Casimiro salió siempre acogotado y pisoteado, a pesar de su superioridad aparente.
Los frailes dominicos del lugar nunca quisieron bien a la familia de los Mendozas. A pesar de la piedad suma de las chachas Victoria y Ramoncica, y de la devoción humilde de don José, no podían tragar a don Diego, y se mostraban escandalizados de los desafueros e insolencias de don Fadrique.
Solo el padre Jacinto, que amaba tiernamente a don Fadrique, le defendía de las acusaciones y quejas de los otros frailes.
Estos, no obstante, le amenazaban a menudo con cogerle y enviarle a los Toribios, o con hacer que el propio hermano Toribio viniese por él y se le llevase.
Bien sabían los frailes que el bendito hermano Toribio había muerto hacía más de veinte años; pero la institución creada por él florecía, prestando al glorioso fundador una existencia inmortal y mitológica. Hasta muy entrado el segundo tercio del siglo presente, el hermano Toribio y los Toribios en general han sido el tema constante de todas las amenazas para infundir saludable terror a los muchachos traviesos.
En la mente de don Fadrique no entraba la idea de la fervorosa caridad con que el hermano Toribio, a fin de salvar y purificar las almas de cuantos muchachos cogía, les martirizaba el cuerpo, dándoles rudos azotes sobre las carnes desnudas. Así es que se presentaba en su imaginación el bendito hermano Toribio como loco furioso y perverso, enemigo de sí mismo para llagarse con cadenas ceñidas a los riñones, y enemigo de todo el género humano, a quien desollaba y atormentaba en la edad de la niñez y de la más temprana juventud, cuando se abren al amor las almas y cuando la naturaleza y el cielo debieran sonreír y acariciar en vez de dar azotes.
Como ya habían ocurrido casos de llevarse a los Toribios, contra la voluntad de sus padres, a varios muchachos traviesos, y como el hermano Toribio, durante su santa vida, había salido a caza de tales muchachos, no solo por toda Sevilla, sino por otras poblaciones de Andalucía, desde donde los conducía a su terrible establecimiento, la amenaza de los frailes pareció para broma harto pesada a don Diego, y para veras le pareció más pesada aún. Hizo, pues, decir a los frailes que se abstuviesen de embromar a su hijo, y mucho más de amenazarle, que ya él sabría castigar al chico cuando lo mereciese; pero que nadie más que él había de ser osado a ponerle las manos encima. Añadió don Diego que el chico, aunque pequeño todavía, sabría defenderse y hasta ofender, si le atacaban, y que, además, él volaría en su auxilio, en caso necesario, y arrancaría las orejas a tirones a todos los Toribios que ha habido y hay en el mundo.
Con estas insinuaciones, que, bien sabían todos cuán capaz era de hacer efectivas don Diego, los frailes se contuvieron en su malevolencia; pero como don Fadrique (fuerza es confesarlo, si hemos de ser imparciales) seguía siendo peor que Pateta, los frailes, no atreviéndose ya a esgrimir contra él armas terrenas y temporales, acudieron al arsenal de las espirituales y eternas, y no cesaron de querer amedrentarle con el infierno y el demonio.
De este método de intimidación se ocasionó un mal gravísimo. Don Fadrique, a pesar de sus chachas, se hizo impío, antes de pensar y de reflexionar, por un sentimiento instintivo. La religión no se ofreció a su mente por el lado del amor y de la ternura infinita, sino por el lado del miedo, contra el cual su natural valeroso e independiente se rebelaba. Don Fadrique no vio el objeto del amor insaciable del alma, y el fin digno de su última aspiración, en los poderes sobrenaturales. Don Fadrique no vio en ellos sino tiranos, verdugos o espantajos sin consistencia.
Cada siglo tiene su espíritu, que se esparce y como que se diluye en el aire que respiramos, infundiéndose tal vez en las almas de los hombres, sin necesidad de que las ideas y teorías pasen de unos entendimientos a otros por medio de la palabra escrita o hablada. El siglo XVIII tal vez no fue crítico, burlón, sensualista y descreído porque tuvo a Voltaire, a Kant y a los enciclopedistas, sino porque fue crítico, burlón, sensualista y descreído tuvo a dichos pensadores, quienes formularon en términos precisos lo que estaba vago y difuso en el ambiente: el giro del pensamiento humano en aquel período de su civilización progresiva.
Solo así se comprende que don Fadrique viniese a ser impío sin leer ni oír nada que a ello le llevase.
Esta nueva calidad que apareció en él era bastante peligrosa en aquellos tiempos. Don Diego mismo se espantó de ciertas ideas de su hijo. Por dicha, el desenvolvimiento de tan mala inclinación coincidió casi con la ida de don Fadrique al Colegio de Guardias marinas, y se evitó así todo escándalo y disgusto en Villabermeja.
Las chachas Victoria y Ramoncica lloraron mucho la partida de don Fadrique; el padre Jacinto la sintió; don Diego, que le llevó a la Isla, se alegró de ver a su hijo puesto en carrera, casi más que se afligió al separarse de él; y los frailes, y Casimirito sobre todo, tuvieron un día de júbilo el día en que le perdieron de vista.
Don Fadrique volvió al lugar de allí adelante, pero siempre por brevísimo tiempo: una vez cuando salió del Colegio para ir a navegar; otra vez siendo ya alférez de navío. Luego pasaron años y años sin que viese a don Fadrique ningún bermejino. Se sabía que estaba, ya en el Perú, ya en el Asia, en el extremo Oriente.
De las cosas de don Fadrique, durante tan larga ausencia, se tenía o se forjaba en el lugar el concepto más fantástico y absurdo.
Don Diego y la chacha Victoria, que eran las personas de la familia más instruidas e inteligentes, murieron a poco de hallarse don Fadrique en el Perú. Y lo que es a la cándida Ramoncica y al limitado don José, no escribía don Fadrique sino muy de tarde en tarde, y cada carta tan breve como una fe de vida.
Al padre Jacinto, aunque don Fadrique le estimaba y quería de veras, también le escribía poco, por efecto de la repulsión y desconfianza que en general le inspiraban los frailes. Así es que nada se sabía nunca a ciencia cierta en el lugar de las andanzas y aventuras del ilustre marino.
Quien más supo de ello en su tiempo fue el cura Fernández, que, según queda dicho, trató a don Fadrique y, tuvo alguna amistad con él. Por el cura Fernández se enteró don Juan Fresco, en quien influyó mucho el relato de las peregrinaciones y lances de fortuna de don Fadrique para que se hiciese piloto y siguiese en todo sus huellas.
Recogiendo y ordenando yo ahora las esparcidas y vagas noticias, las apuntaré aquí en resumen.
Don Fadrique estuvo poco tiempo en el Colegio, donde mostró grande disposición para el estudio.
Pronto salió a navegar, y fue a La Habana en ocasión tristísima. España estaba en guerra con los ingleses, y la capital de Cuba fue atacada por el almirante Pocok. Echado a pique el navío en que se hallaba nuestro bermejino, la gente de la tripulación, que pudo salvarse, fue destinada a la defensa del castillo del Morro, bajo las órdenes del valeroso don Luis Velasco.