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El desaparecido E-Book

Franz kafka

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Texto de iniciación en un doble sentido: con El desaparecido, Franz Kafka comienza su camino en la narrativa a gran escala y en la escritura "verdadera", que acaba de ejercitar en su breve relato "La condena". También para su protagonista empieza una nueva vida en un nuevo territorio, el continente americano. Quien quiera entender la narrativa de Kafka, verá en este libro el inicio de temas, constructos, estilos y espacios que predicen lo que vendrá. Quien quiera saber de Karl Roßmann y sus peripecias en el gran país del progreso del capital, tendrá en esta novela motivo de deleite y de reflexión. Ambos verán a través de las páginas de El desaparecido que en la escritura de Kafka reina el cálculo, la lógica (dialéctica) y la desesperación, todo bajo el halo de una inquietud del yo por conocer, ordenar y entender, tal como lo exploró su época, en la ciencia y en la filosofía. Kafka se muestra ya en esta primera novela como el gran estilista que fue, de la palabra y del pensamiento. Mariana Dimópulos

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Franz Kafka

EL DESAPARECIDO

Al entrar en el puerto de Nueva York, con el barco avanzando ya más lento, Karl Roßmann, un joven de diecisiete años al que sus pobres padres habían enviado a Estados Unidos porque una criada lo había seducido y había tenido un hijo de él, notó que la estatua de la diosa Libertad, que venía observando hacía un rato, brillaba bajo una luz solar de pronto más intensa. Parecía que acabara de alzar el brazo con la espada y alrededor de su figura soplaban los aires libres.

Texto de iniciación en un doble sentido: con El desaparecido, Franz Kafka comienza su camino en la narrativa a gran escala y en la escritura “verdadera”, que acaba de ejercitar en su breve relato “La condena”. También para su protagonista empieza una nueva vida en un nuevo territorio, el continente americano. Quien quiera entender la narrativa de Kafka, verá en este libro el inicio de temas, constructos, estilos y espacios que predicen lo que vendrá. Quien quiera saber de Karl Roßmann y sus peripecias en el gran país del progreso del capital, tendrá en esta novela motivo de deleite y de reflexión. Ambos verán a través de las páginas de El desaparecido que en la escritura de Kafka reina el cálculo, la lógica (dialéctica) y la desesperación, todo bajo el halo de una inquietud del yo por conocer, ordenar y entender, tal como lo exploró su época, en la ciencia y en la filosofía. Kafka se muestra ya en esta primera novela como el gran estilista que fue, de la palabra y del pensamiento.

Mariana Dimópulos

El desaparecido

FRANZ KAFKAPrólogo y edición en español al cuidado de Mariana Dimópulos Traducción de Ariel Magnus

Índice

CubiertaSobre este libroPortadaPrólogo. Por Mariana DimópulosLa escritura y el estorbo del yoImágenesUn cuerpo que veForzada metamorfosisLa falla del siglo XXAcerca de esta ediciónCapítulo I. El fogoneroCapítulo II. El tíoCapítulo III. Una casa de campo cerca de Nueva YorkCapítulo IV. La marcha a RamsesCapítulo V. En el Hotel OccidentalCapítulo VI. El caso Robinson[Capítulo VII][Capítulo VIII]Fragmentos(I). Partida de BruneldaII. [El teatro al aire libre de Oklahoma][III]Sobre el autorPágina de legalesCréditos

PRÓLOGO

Irse y dejar todo tras de sí, ser nuevo. A ojos de muchas generaciones de europeos, ese proyecto llevó primordialmente un nombre: América. El sistema colonial había ofrecido también otros destinos, pero el continente americano fue el gran depositario de expectativas para pobres, para desesperados y para aventureros. El desaparecido, primera novela de Franz Kafka, redactada entre 1912 y 1914, pertenece a un largo linaje de escritos de prospección, hacia otros continentes, hacia otras realidades, hacia claras promesas. Una prospección tal forma parte del amplio sistema de lo posible. En un individuo, eso posible se mira interiormente en la conciencia, y si lo visto es nítido y el observador lo bastante reflexivo aparece, tras el proceso, una imagen articulada del futuro. Eso no significa que la imagen haya de cumplirse, ni que el futuro sea benéfico.

Prospecciones, imágenes y futuros posibles coinciden en esta novela inconclusa de Kafka, publicada por primera vez pasados tres años de su muerte, en 1927. El destino del libro no puede desligarse del propio del autor, en la legendaria unidad que conforman la obra y la vida de Kafka, y su vida como obra. La copertenencia de ambas fue forjada en numerosos años de introspección echado en su canapé, en apuntes y entradas de diarios, de escritura de cartas y de lecturas de otras vidas interiores, para escándalo de los lectores estructurales, para molestia de los especulativos y para solaz de los melancólicos y los biográficos. Kafka reúne a todos ellos tras haberse convertido en el autor más famoso en lengua alemana, a la par de Goethe y de Thomas Mann, una lengua que le era propia de un modo peculiar: como ciudadano del Imperio austrohúngaro y habitante de Praga, en estrecha convivencia con el checo. Su bilingüismo era cosa natural para un bien educado hijo de comerciantes judíos, que necesitaban un contacto estrecho con la comunidad de habla checa en la práctica cotidiana de sus negocios.1 El alemán era considerado la lengua de la cultura y la asociada a las élites de la ciudad, la lengua del dominio. Ambas, la checa y la imperial, convivieron durante siglos tal como les permitieron los diversos nacionalismos; controversias, persecuciones y rupturas, leyes de restricción y de expansión se combinaron hasta la separación de territorios, cumplimentada por la Primera Guerra Mundial, aunque no por completo. En viaje en el extranjero, en Italia o en Francia, Kafka respondía: soy austríaco, soy alemán, a la pregunta por su procedencia. Esa respuesta era un atajo. La cuestión de la identidad comunitaria de Kafka, el lugar del alemán en esa identidad y el destino de sus escritos como clásicos de una de las mayores lenguas europeas han dado y siguen dando origen a querellas. Hace años, algunos imaginaron esa lengua como “menor”, y a sus escritos como producto de una máquina de escritura y no de un sujeto historiable. Otros creyeron ver en Kafka un profeta ligado a su dios. Se multiplicaron las lecturas psicoanalíticas y sociológicas. Pero ni a esa lengua le corresponde una minoridad, ni a esa subjetividad una cancelación, ni a esos textos ser monumento de complejos del yo.

En Praga, la prensa se leía en alemán cotidianamente, las revistas literarias llegaban desde Berlín, se viajaba a Leipzig en busca de editores, o a Múnich a la universidad, como hizo otro escritor nacido en esa ciudad pero poeta, Rainer Maria Rilke. ¿De quién era esa lengua alemana que había alcanzado en el siglo XVIII su universalidad literaria? Desde la perspectiva de Kafka, esa lengua era la de Goethe y la de Kleist, autores leídos y releídos junto con el vienés Grillparzer y el francés Flaubert. Un clasicismo ha dejado su rastro innegable en esta prosa por momentos concisa y prudente, en otros de una acumulación apenas riesgosa, tendiente a la parataxis. De cómo se la caracterice depende la comprensión de esta obra en su conjunto, que tuvo una primera fase en los escritos previos a 1912 y su consolidación en este año clave, que es también el de El desaparecido.

Esta primera novela de Kafka –le seguirán otras dos: El proceso de 1914 y El castillo de 1922– abre con una frase que dimana claridad, tiene un protagonista, tiempo, espacio y motivo; si no fuera porque la estatua de la Libertad es la de una diosa Libertad, y si no fuera porque en la siguiente oración sostiene una espada en lugar de una antorcha, esa corrección no tendría su contraparte desestabilizadora. “El fogonero” –así se llama el primer capítulo– fue concebido como parte del libro pero tallado con cierta autonomía; está escandido por paralelos y repeticiones; está limpio de dramatismo; contiene en miniatura los componentes temáticos que más tarde se desplegarán en otros libros y relatos del autor: el juicio y lo injusto, lo burocrático y lo implacable, la felicidad llegada de lejos, ligera e inmerecida. La crítica social al fordismo del sistema estadounidense apenas se vislumbra en el comienzo. Este inicio de El desaparecido se da bajo el signo de la imagen y la tentación constante del mirar. Y aunque sea el primero, este capítulo es resultado de muchos otros redactados previamente, de los cuales no ha quedado documento mayor que esporádicas menciones en cartas y diarios, que hacen referencia a una versión anterior de El desaparecido, comenzada a principios, se cree, de ese mismo año, cuando Kafka está a punto de tener su primera publicación en formato de libro (el brevísimo volumen Contemplación) y sobre cuyo final escribirá, inspirado en días afiebrados, su relato más famoso: La metamorfosis. Todo esto ocurre en 1912, y no por nada, tal como lo registra su biografía, es este el año del orden de la vida y del orden del amor, y uno amenazará al otro, y entremedio se escribirán lúgubres páginas de diarios, urgidas cartas, dos relatos fundacionales y la novela de América.

LA ESCRITURA Y EL ESTORBO DEL YO

¿Qué había escrito Kafka hasta ese año del nuevo orden? Corresponde una genealogía. En algún pasaje se habla de quince años de ejercicios literarios, de los que han sobrevivido unas decenas de páginas en la edición completa. La narración más larga del período previo se llama “Descripción de una lucha”, de la cual se conservan dos versiones. Un dichoso y un desdichado se enfrentan en diferentes formas, formas en las que no falta ni lo arbitrario ni lo oscuro; hay algo de sueño y algo de crueldad, y varias elipsis que la segunda versión, más consistente y menos libre, resuelve al precio de la monotonía. Un hombre ha tenido un intercambio con una mujer, y no puede contenerse de contarlo a otro, que no conoce el amor. Es febrero, hace frío. Mientras van de relato en relato –y cambian los narradores–, estos dos hombres caminan por Praga; las referencias a paseos y monumentos se repiten, referencias que más tarde quedarán suprimidas. Las descripciones son realistas siempre que lo sea el contexto, y cuando irrumpe lo onírico lo hace para desestabilizar todas las coordenadas de la narración. El orden clásico se consigue difícilmente, a costa de los personajes, tras años de correcciones; la melancolía, como en los diarios, es siempre del yo.

Se trata de dificultades que Kafka resolverá solo tras el abandono del proyecto de “Descripción de una lucha”, relato del que, en su momento, solo se publicaron dos pasajes en una revista literaria alemana y, en Contemplación, unos pocos fragmentos. Esta colección de textos breves, la primera publicación en libro de Kafka, recoge otras redacciones antiguas. Kafka juzga a esta brevísima colección como un librito “no muy bueno”. Hay que escribir algo mejor, le dice a su prometida Felice Bauer en una carta de septiembre de 1912, apenas publicada la colección y en pleno proceso de gestación de El desaparecido. En la depuración a la que fue sometida esa breve antología se ha borrado la especificación del espacio, sea Praga o sus alrededores; callejas, ríos y puentes aparecen sin nombre determinante. El protagonismo todavía está en el yo o en el nosotros; son textos íntimos que aún dependen del sistema de la interioridad que Kafka ha desarrollado –y lo seguirá haciendo– en los diarios, cuyo registro comienza en 1910 y cuyo tema central, además de la obligada referencia a la propia persona, es la escritura.

Kafka se estudia, se disecciona, se recompone; teje especulaciones, hace cálculos de lo que vendrá. Hacia 1910, ha comenzado a establecer un sistema del vivir que combina reducción y expansión: reducción de la vida y expansión de la escritura. Trabaja desde hace un tiempo como funcionario en el Instituto de Seguros de Accidentes Laborales para el reino de Bohemia, tras un breve paso por el mundo inhabitable del negocio de los seguros privados. Como discute con su amigo y mentor Max Brod en cartas y encuentros, “la oficina” amenaza con obturar bajo su órbita –de seis horas diarias, frente a las tantas más del comercio– el proyecto literario que necesita, para hacerse real, ocupar el lugar central del esquema de la vida. Entonces, Kafka empieza a introducir su orden: ir a la oficina –donde forjará con los años una reconocida carrera de funcionario–, volver a casa, dormir por la tarde, cenar, dar un paseo y regresar a su cuarto para escribir. Un resto, con suerte, será dedicado nuevamente al sueño de madrugada. Se trata de una esgrima con las horas, y la crónica de esos días, que mantendrá hasta casi el final de su vida, es la de la claridad y la del lamento.

El yo que no escribe es un montículo de paja, cuyo destino –antes del “vuelco” de 1912, en la primavera de 1910– no es otro que prenderse fuego cuando llegue el verano. Por ese entonces, aquella esgrima se daba también por la fuente de la escritura: todavía la imaginación, las ocurrencias, no salían de la raíz sino del medio del tallo, según la metáfora del propio Kafka en sus diarios. Y hacía falta la radicalidad de la raíz para que la escritura fuera verdadera. ¿Pero de qué radical se trata? Ojalá fuese como los artistas japoneses, piensa Kafka –estuvieron de visita en Praga ese año–, que son capaces de trepar una escalera sin mayor sustento que el de otro artista que la sostiene con los pies. El mismo diagnóstico de inestabilidad le corresponde al yo: “¿por qué no me quedo en mí?”. Nada se sostiene como debiera. Al año siguiente decide comenzar de nuevo, como un infante que empieza a caminar. Ya no debe escribir como antes, cuando lo representado debía estar “palabra por palabra” unido a la propia vida (19/1/1911). En este contexto de sus reflexiones en su diario, aparece la primera mención de un antiguo proyecto de novela donde el tema “América” entra en foco: dos hermanos luchan entre sí, ante lo cual uno se va al otro continente –al continente otro– mientras que el segundo permanece en una “prisión europea” –en Europa como prisión–. La narración planificada se concentraba en el prisionero, la cárcel, sus corredores, en el lugar autóctono y no en el lejano mundo nuevo, según recuerda Kafka de su antiguo proyecto. Un año más tarde la ecuación se invertirá, y en la división bíblica de la dicha y la desdicha entre hermanos, El desaparecido se enfocará en el afortunado que parte al nuevo continente. Para entonces, Kafka ha descubierto un carácter particular de su inspiración. “Cuando escribo una oración cualquiera [es decir, por fuera de un relato específico] por ejemplo: ‘Él miró por la ventana’, ya está perfecta” (19/2/1911). Esta es la fuerza de lo clásico, una oración suelta que se sostiene en sí misma, a diferencia del yo. Pero el niño que debía comenzar todo de nuevo en 1911 no logra tan fácil ese comienzo; tiene un cuerpo demasiado largo para ser recién nacido, para el cual la circulación de la sangre no alcanza o solo a duras penas. Al mismo tiempo, la atención también se posa sobre el cuerpo de los otros. En las páginas del diario se suceden las descripciones de caras, de rápidas caídas de la línea de la nariz, de movimientos de brazos que aparecerán luego en los escritos narrativos, porque el diario es escuela estilística; todo el amplio dominio de la gestualidad, tan mentado por la crítica, se hace presente primero en estas páginas personales. Ese largo cuerpo débil y atravesado de sueños –que en la noche se alternan con periódicos insomnios–, no es más que un rejunte, como compuesto “de los trastos de un altillo” (23/11/1911). Todavía para diciembre de ese 1911 el yo auscultado continúa su dominio: “Tengo en este momento y lo tuve ya al mediodía un gran deseo de quitarme escribiendo todo este estado de desasosiego en mí, y tan pronto lo haya sacado de la profundidad, volcarlo a lo profundo del papel […] Este no es un deseo artístico” (8/12/1911). Este deseo no artístico podría materializarse en una autobiografía; entonces la escritura sería una gran alegría, imagina Kafka, pues resultaría tan sencilla como la puesta por escrito de los sueños, y de sueños esos mismos cuadernos de diarios están llenos. Lo mismo de contemplaciones; por algo aquel primer volumen publicado lleva semejante título. Lo visto más que lo oído, lo tocado o lo olfateado, en forma de gestos y fisonomías. La novela de América, cuya redacción definitiva comienza en septiembre de 1912, está construida sobre el sentido visual, pero ya despojada de la trampa del yo. Es la primera muestra evidente del carácter radical de los comienzos, reconocibles en todas sus novelas y en buena parte de los relatos: cada vez empezar de cero, percibir un mundo y tratar de comprender, en suma, ser nuevo.

IMÁGENES

Así, Karl Roßmann llega en un barco a las Américas y a la más prometedora de todas, al puerto de Nueva York, y lo primero que hace es ver –y ser visto por los edificios de la ciudad–. Ve una alta escultura dedicada a la libertad, pero que alza una espada en lugar de una antorcha. Bajo este desplazamiento quedará todo el libro.2 Cada una de sus imágenes se construirá sobre el deseo de precisión. Karl Roßmann observa al fogonero y a quienes lo rodean en el primer episodio; lo sabemos por un narrador en tercera que nunca abandona la perspectiva del protagonista. Este narrador no dice lo que los otros personajes hacen, puesto que para eso debería juzgar sus movimientos como acciones reconocibles. Está un paso antes: ve y describe. Hay unas personas que se mueven de tal y cual modo. A cada uno de estos modos de moverse corresponde el nombre de ciertas acciones en el mundo de la comprensión. Pero no estamos en ese mundo de los sentidos comunes y las palabras que nombran lo que pasa; estamos en el nivel más bajo, el de las impresiones y de la conciencia inmediata que luego, en un segundo momento, intentará hacer un juicio sobre esas acciones, esto es, atribuirles una designación. En este grado cero del apercibir, el mundo se vuelve primario, como una superficie lisa y brillante. En el caso de Roßmann, son ojos limpios los que miran, pues el suyo es el ver de los comienzos.

Una serie de sucesos contemporáneos sugiere que esta preocupación de Kafka no es contingente, que la preeminencia de la mirada y la pregunta por la interpretación de lo percibido se estaban combinando variadamente para el cambio de siglo. La doctrina de la conciencia inmediatamente previa al psicoanálisis3 había pasado del estudio exclusivo de la razón conocedora y volitiva –Kant– a un examen de los procesos psíquicos. Captamos lo que nos rodea, antes de conocer, mediante diversos actos de la conciencia. Lo dado del mundo incluye no solo los objetos existentes afuera sino los que se presentan a esta conciencia en su interior, sean estos imaginaciones, recuerdos o expectativas. La naturaleza de estos últimos objetos internos fue el centro de prolongadas discusiones, que nos alcanzan hasta hoy. De ahí –también– la actualidad de Kafka. Edmund Husserl, Christian von Ehrenfels y Anton Marty –todos ellos vinculados a Bohemia– fueron discípulos de Franz Brentano, maestro antimetafísico del siglo XIX alemán y refundador de la doctrina de los fenómenos que, aunque dominante ya por entonces, se concentrará ahora en la intuición como captación intencional de objetos. Los lectores biográficos tendrán en esto algo en que solazarse: tanto Ehrenfels como Marty dieron clases en la Universidad de Praga, ante alumnos entre los que también estuvo Kafka.4 A la par, Husserl escribe unas lecciones sobre la percepción y la fantasía que ponían en cuestión la distinción fundamental de Brentano entre representación auténtica e inauténtica, distinción que buscaba separar los objetos entre reales e imaginados.5 Esta diferencia no podía residir en la realidad o falsedad del objeto de la representación, decía Husserl, sino en el tipo de acto de captación de la conciencia. Así, percibir y recordar tanto como imaginar y proyectar pasaban a pertenecer a un mismo plano; eran actividades previas al conocer de esa conciencia que, para la misma época, estaba siendo diseccionada en otras disciplinas, tan promisorias como la fenomenología y tan determinantes para todas las concepciones del yo –incluida su muerte– que se darán algunos años más tarde.

La intuición –en el sentido técnico, como captación inmediata de la conciencia– ha tenido desde sus orígenes una clara correspondencia con el ver.6 Imágenes no solo exteriores sino también interiores, sean del pasado, anticipadoras u oníricas: el yo es una fuente inagotable de recursos, que sobrepasan en mucho los meros de la razón. Ahí está Kafka entonces: hombre entre siglos, contemporáneo de la filosofía de la percepción de un yo cada vez más sofisticado y de seres cada vez más dispuestos a inspeccionarlo. La descripción –ese el programa de la fenomenología: describir– es herramienta primordial de la relación con el mundo, interior y exterior, pasado, futuro y efectivo. Antes de atribuir un concepto a una cosa o a una acción, se ve y se describe lo visto. Desde las más complicadas instancias gubernamentales hasta la mínima acción de una persona en una habitación; todo puede ser sometido de la misma forma a ese principio de la experiencia básica y desnuda que parece ser la imagen. Esta primacía de la imagen en la experiencia interna tuvo su contraparte en la multiplicación de las imágenes externas, por la misma época. Las imágenes interiores se habían diversificado por el interés renovado por lo onírico –La interpretación de los sueños es de 1900– y las del exterior por los vertiginosos desarrollos técnicos de la fotografía, ya hacía unos años, y del cine que empezaba a popularizarse en ese momento. El mundo ha quedado sometido a una gigantesca multiplicación.

Kafka lo sabía. En febrero de 1911 viajó a Friedland en su carácter de funcionario del Instituto de Seguros de Accidentes Laborales a cargo de inspeccionar la industria del norte de Bohemia. En sus diarios de viaje cuenta sobre su visita a un Kaiserpanorama, un sistema de observación de imágenes, ante el cual las personas se sentaban para mirar a través de lentes –empotradas sobre un amplio cilindro de madera– el cambio de figuras y escenas estereoscópicas iluminadas desde atrás. Kafka ha olvidado cómo funciona el mecanismo de los panoramas y por un momento cree que debería levantarse de su asiento para cambiar de imagen, y luego recuerda que son estas las que se mueven al interior del aparato. “Las imágenes son más vivas que en el cine, porque permiten a la mirada la quietud de la realidad. El cine da a la vista la inquietud de su movimiento, la quietud de la mirada parece más importante” (Diarios, Viaje a Friedland). ¿Pero qué realidad está en verdad tan quieta como las imágenes de un panorama? No la ofrecida por el mar, como constata Karl Roßmann al arribar al puerto de Nueva York y observar, por el ojo de buey, los barcos y los botes, sus cargas y sus pasajeros, en el móvil elemento del agua. “No permanezco en mí, no siempre soy ‘algo’, y cuando he sido ‘algo’, lo pago con el ‘no ser’ de meses” (Cartas a Felice, 4/03/1913). También el yo está asediado por la inquietud de su elemento. Acaso las fotos sean una forma de anclarse. El intenso intercambio de imágenes fotográficas que acompaña las cartas a su prometida Felice lo sugiere. Aunque sabemos de su gusto por el cine, común a sus contemporáneos,7 Kafka confiesa a Felice no ser gran visitador del cinematógrafo. Para imágenes no hacía falta que fueran móviles. “Mi distracción, mi necesidad de entretenimiento queda saciada en los afiches, me libero así de mi malestar habitual y más íntimo, de esta sensación de lo eternamente provisorio encuentro reposo ante un afiche”. Le pasaba cuando volvía del veraneo y veía las imágenes de los afiches de la ciudad desde el tranvía. La perspectiva del viajero, constata en sus diarios leyendo los de Goethe, depende del medio de transporte. Trasladándose en coche postal, como en el siglo XIX, el paisaje avanzaba más lentamente. De ahí la ausencia de las observaciones instantáneas entre los apuntes de Goethe. Por el contrario, en los propios traslados, como en viaje con Max Brod a París, Kafka hablará de una “perspectiva de sótano” para el automóvil que recorre una gran ciudad. Más tarde, movimiento y quietud entrarán en una nueva dialéctica, con aires metafísicos: “El bosque y el río: iban nadando frente a mí mientras yo lo hacía en el agua”.8

Todas esas imágenes externas dependen de un medio distinto al opaco y misterioso de la mente: la luz. Karl Roßmann lo comprueba en la casa de campo de las afueras de Nueva York, mientras recorre pasillos con velas halladas y perdidas. La visión es un trabajo arduo y dichoso. Pero la precisión de las descripciones, cuando hay luz suficiente, se combina con la exageración. La dicha prometida en América es mirada con lente de aumento; la hipérbole ha sido ejercitada largamente en cartas y en entradas del diario para el examen del yo. En El desaparecido el mecanismo de aumento ha pasado a las cosas que componen el mundo, y abandona a veces las reglas de lo real. Lo externo se amplía, se dobla y se multiplica; la exageración aparece hermanada a la modernidad de América, que es tanto promisoria como amenazante.

En ese estado de aumento estas imágenes se asemejan a las de los sueños. Si la mansión del señor Pollunder es un laberinto, sus salidas son oníricas: una puerta que desde el centro de la casa da al vacío. También la especulación sobre lo que vendrá llena de imágenes la novela. Pero tras la visión de lo posible venidero, del breve pasado –una foto de los padres que se pierde– y de lo dado del mundo, con toda su hipérbole de decenas de ascensores y enormes velocidades, la interioridad debe ensayar un paso más: juzgar lo captado y, con algo de suerte, comprender. Esta función cognoscitiva atraviesa la escritura de Kafka tanto como su contraparte perceptiva. El proceso y El castillo también están construidos sobre esta doble articulación. Pero al igual que en El desaparecido, el flujo de lo dado, y sus interpretaciones habituales, está cortado. Y lo que la conciencia debería producir, el paso de la apercepción a la comprensión, esa conciencia no es capaz de darlo. Toda La metamorfosis refiere al desliz perceptivo de un yo que aprende a captar como un insecto lo circundante. Las narraciones posteriores, cuya primera persona es un animal –mono, topo, perro– ya no necesitarán la entrada desde el sueño, como en el caso de Gregor Samsa, que se despierta y se encuentra convertido en insecto.

Desacopladas, la función de la percepción y la del entendimiento marchan a destiempo ahora. Este el drama fenomenológico de toda la obra de Kafka. Una plenitud de imágenes, vistas desde una cierta perspectiva –ventana de edificio, ojo de buey, un balcón en las alturas– se sucede a otra sin la prerrogativa de la comprensión. Por más que nos abstengamos, una vez que se ha de narrar habrá acciones en un mundo, y se sabe que mundo y sentido traen desde sus orígenes un pacto. En los mundos de Kafka esa ley también deberá aplicarse. Pero disociadas como están percepción e intelección, el esfuerzo de la asignación de sentido se vuelve doble y sus resultados, escasos. Lo demasiado grande, lo demasiado rápido, los gestos y las miradas de El desaparecido cuentan a través de los ojos de Roßmann de la esforzada tarea. Pero no se trata de un punto de vista ni de una particular ignorancia: es el entero teatro del mundo el que expresa aquel desacoplamiento, y esto ocurre toda vez que, estando en el mundo, queremos pisarlo y actuar. También los otros están ahí para mostrar hasta qué punto es posible caer en un fracaso de la intelección, y lo hacen mediante juicios. El término juicio, en sus múltiples valencias, remite al juicio como proceso del intelecto sobre las cosas y seres del mundo, así como al juicio como institución del mundo sobre las acciones de los hombres. Ambos producen una intelección siempre que las facultades estén en marcha tal como se las había pensado hasta ese entonces –fines del siglo XIX–: como herramientas de la razón. Pero el descubrimiento de los laberintos de la experiencia interior –que dio origen a la psicología moderna– ha complicado durante ese mismo siglo procesos y resultados. Y lo obtenido no es el nítido juzgar del entendimiento ni lo justo en el juicio de los tribunales. Esta falla recorre toda la geografía de la obra de Kafka, y no porque le pertenezca exclusivamente ni porque resulte un fracaso propio. Se trata de una conclusión más, a la par de otras –fenomenología, psicoanálisis– del examen del yo que se había puesto en marcha.

UN CUERPO QUE VE

La percepción, cuando es sensible, involucra a los cuerpos, no importa cuán escasa sea su materia. “Sin peso, sin huesos, sin cuerpo caminé dos horas por las calles, pensando lo que había soportado por la tarde al escribir” (Diarios, 2 de junio de 1912). Lo soportado es la escritura de la primera versión de su novela. El bien documentado proceso de redacción de la segunda versión de El desaparecido –la única versión que conocemos– gira alrededor de una fecha –septiembre de 1912– y un suceso que se cuenta entre los “acontecimientos decisivos” de la historia literaria europea, tal como dice la amable, magna biografía de Kafka escrita por Reiner Stach. “‘Kafka en éxtasis’, apunta Max Brod en su diario, ‘se pasa las noches escribiendo una novela que transcurre en Estados Unidos’. Dos días más tarde: ‘Kafka en increíble éxtasis’. Y de nuevo al día siguiente: ‘Kafka, que continúa muy inspirado. Un capítulo está listo. Estoy feliz con esto’”.9 Aunque este pueda considerarse el suceso inaugural para la obra que vendrá, ha sido precedido por otro en el que –como tantas veces en la vida de Kafka– la figura de Max Brod resulta clave. Unas semanas atrás ha conocido a Felice Bauer, una berlinesa de 24 años, en casa de la familia Brod. Pasado poco más de un mes, Kafka le escribirá la carta inaugural de una inmensa y épica correspondencia, que se extenderá hasta 1917.

“Muy estimada señorita: En el caso bastante probable de que usted no se acuerde de mí en lo más mínimo vuelvo a presentarme: mi nombre es Franz Kafka y soy aquel que la saludó por primera vez en casa del director Brod en Praga, luego le fue pasando por sobre la mesa fotografías de un viaje al país de Thalía,10 una tras otra, y finalmente en esta mano que ahora presiona las teclas tomó la suya, con la que usted ratificó entonces la promesa de hacer conjuntamente un viaje a Palestina”. La carta lleva fecha del 20 de septiembre de 1912; dos noches más tarde Kafka escribe de un tirón “La condena”, y a la madrugada, lee en voz alta y en triunfo el relato a su hermana menor, proceso que repetirá luego ante Max Brod y otros, y que acabará con él mismo enjugándose las lágrimas ante su íntimo público. La sensación de falsedad de lo escrito ha terminado. “Convicción confirmada de que con la redacción de mi novela [i.e. la primera versión perdida de El desaparecido] me encuentro en vergonzantes zonas bajas de la escritura. Solo así puede escribirse, solo con este tipo de consistencia, con esta absoluta apertura del cuerpo y del alma” (Diarios, 23/09/1912). Solo así puede escribirse: tal como acaba de escribir “La condena”. Se pone en marcha de este modo el orden de la vida que había sido instalado dos años antes: no dormir para escribir de verdad. Kafka redacta el primer capítulo de El desaparecido (“El fogonero”) días después, tras dos o tres noches de una violenta y forzada abstención de escritura. Hasta fin de noviembre de 1912 escribirá los seis primeros capítulos del libro, con no pocos altibajos en ese orden que la vida se resiste a adoptar. Luego, una pausa forzada mientras sigue avanzando la escritura de cartas a Felice, cartas de amor y de desesperación, cartas de incertidumbre, cartas en clave, decenas de cartas hasta una primera crisis: la crisis del abandono del “usted”. Mientras aguarda respuesta a ese acercamiento, que en el alemán del largo siglo XIX significaba una confesión amorosa, Kafka imagina tendido en su cama, insomne, una metamorfosis en insecto, y redacta en cinco semanas su relato más famoso en una pausa de escritura de su primera novela. La metamorfosis como un desenlace interior a El desaparecido. La contraparte estricta, según la divisoria del antiguo proyecto de una novela sobre dos hermanos, es El proceso, escrita en 1914. Si uno de los hermanos iba a América, el otro permanecía en la cárcel en Praga, en Praga como una cárcel: la imagen es recurrente en los diarios y las tentativas de escapatorias lo son en la vida.

Los últimos dos capítulos terminados de El desaparecido fueron redactados durante la segunda fase de escritura de la novela, una vez acabada La metamorfosis, entre diciembre de 1912 y enero de 1913. Los fragmentos finales inacabados –la tercera fase de escritura– pertenecen al ciclo de creación de El proceso, entre agosto y octubre de 1914, apenas comenzada la guerra. Esa tercera y última fase de redacción de El desaparecido también tuvo su origen emocional. Kafka estaba a punto de abandonar Praga y mudarse a Alemania cuando la guerra cerró las fronteras, y la ciudad confirmó ser tal como siempre la había imaginado, un encierro.

Junto a Praga hubo otras. París como ciudad visitada, Berlín como promesa, Nueva York imaginada, a la par de la cárcel de la ciudad propia: esta cartografía carece de paisajes, y su territorio es mayormente de los interiores. “Cada persona lleva dentro una habitación”.11 Una mansión en las afueras de Nueva York, un inmenso hotel, la casa de una cantante de ópera, hasta las instalaciones donde se convoca a los futuros trabajadores de Oklahama; todos escenarios bien descriptos y reglados de El desaparecido. En las casas de La condena y La metamorfosis reinan los cuartos, visibles o a oscuras, bien determinados en su mobiliario. La primacía de lo visual es la del espacio que, arrebatado del tiempo, pertenece por principio a la quietud. Los tribunales con sus propios laberintos, la falta de aire y de luz, las oficinas administrativas que el funcionario Kafka había descripto más de una vez en sus cartas a Felice, son otros de estos paisajes interiores cuyos ciclos están determinados no por la arbitrariedad de las leyes naturales, sino por las de los hombres. Toda espectacularidad del espacio, montañas, puestas de sol, desiertos y cascadas es desconocida para estas interioridades que, a punto de ser risibles, están habitadas por seres que para tener ese derecho se han dejado moldear por esos mismos espacios y deben conservar el aire de lo pequeño. Su espectacularidad es otra. Todo lo restringido hace su arabesco en el copo de nieve y en la nervadura de la hoja. Esos seres serán en la obra posterior de Kafka no solo funcionarios judiciales o recepcionistas de hotel sino, un mono parlante, un caballo abogado, un topo constructor o un jinete de los cubos: todos ellos mantienen una clara sobriedad en su pacto con el espacio y con el presente, dudan, hacen cálculos, imaginan distancias, se ordenan como pueden en tanto piezas en un mundo en el que, al parecer, son menores.

Esta minoridad en las historias de Kafka ha generado su propia esfera mítica. A la par de las preocupaciones por lo clásico, aparece en su diario la célebre reflexión sobre esa condición de las literaturas “pequeñas” (“menores” es una traducción imprecisa), entendidas como nacionales, de un pueblo y de una lengua. La entrada tiene fecha: 25 de diciembre de 1911. Quien reflexiona es el Kafka anterior a La condena y a El desaparecido, el que aún no se ha librado de “lo falso”. Ese año ha conocido a un grupo de teatro yiddish proveniente del Este (Galitzia), ha seguido sus espectáculos y ha entablado amistad con uno de sus actores –llamado Yitzhak Löwy– y fantasías de enamoramiento con alguna de sus actrices. Son asuntos marginales para el gran público y la prensa cultural de Praga: no solo por la lengua, que considerada desde el alto alemán parecía “menor”, sino también por el tipo de performance, el trabajo en malas condiciones, las dificultades económicas en que se producían las obras, la situación itinerante de la compañía. Kafka estuvo mucho tiempo fascinado por este grupo, del que fue público fiel durante varios meses. Bajo la luz de la literatura yiddish, y la de la literatura checa, surgen las reflexiones sobre las literaturas pequeñas que se diferencian de las grandes –en su ejemplo, la alemana– por su vitalidad (polémicas, escuelas, revistas), por su vínculo claro con un pueblo (incluyendo una idea de lo nacional y de lo político) y por una cierta ligereza proveniente de la ausencia de grandes modelos, es decir, ausencia de una dominancia de los clásicos. Son literaturas donde los talentos escasean, dice Kafka. ¿Pertenecía él a una literatura pequeña? La respuesta es negativa. Pero depende de cómo se juzgue la identidad lingüística de Kafka y hasta qué punto esa identidad esté articulada sobre lo alemán.

FORZADA METAMORFOSIS

El célebre libro de Gilles Deleuze y Félix Guattari dedicado a Kafka, que lleva la idea de una “literatura menor” en el título, universalizó este nombre. Su programa se inscribe en una múltiple controversia dentro del ambiente intelectual francés de los años setenta del siglo XX. Esa controversia fue instalada por los autores contra el psicoanálisis, contra el estructuralismo y contra la interpretación (en especial de la ley y su conexión con “lo edípico”), en favor de un Kafka político, un Kafka máquina de escritura, una experimentación de Kafka.12 En este marco, la lógica subyacente a todo cambio debe ser no la Historia con mayúscula sino el devenir. Y quienes cambian también han de pensarse de forma nueva. Para esto, Deleuze y Guattari introducen el concepto de agenciamiento, que resolverá el agudo problema del sujeto, planteado radicalmente por Michel Foucault poco antes. Nada de trascendencia de la ley, ni de interioridad culpable, ni de enunciación trágica del yo en Kafka. “No hay sujeto –ni narrador ni héroe–, no hay más que agenciamientos colectivos de enunciación, y la literatura expresa estos agenciamientos”. Una lectura política de Kafka necesitaba esta reformulación. Así, es la obra misma de Kafka como máquina la que pone en acto agenciamientos sociales y de deseo. ¿Cómo ocurre eso? ¿Será su condición de literatura menor lo que lo haga posible? Lo rico de este programa filosófico es inversamente proporcional a su veracidad.

En Kafka. Por una literatura menor (KLM) las tres características de las literaturas pequeñas formuladas claramente por Kafka en la entrada de diario de 1911 (vivacidad, ligereza, popularidad) se han convertido en otras tres: (1) en un movimiento de desterritorialización, (2) en el hecho de que todo en esas literaturas es político y (3) en que todo comporta allí un valor colectivo. Pero la notable transformación ocurre ya al momento de introducir la locución que da título al libro: “El problema de la expresión no es planteado por Kafka de una forma abstracta universal, sino en relación con las literaturas llamadas menores, por ejemplo la literatura judía en Varsovia o en Praga. Una literatura menor no es la de una lengua menor, sino más bien la que una minoría hace en una lengua mayor” (KLM, p. 29, subrayado nuestro). En los sintagmas marcados ha tenido lugar la metamorfosis conceptual. La literatura checa y la literatura en lengua yiddish, referidas expresamente por Kafka en su entrada de diario de 1911, se convierten ahora en una “literatura judía”, de ahí que sea atribuida a Varsovia –puesto que Yitzhak Löwy, el actor de la compañía de teatro, procedía de la Polonia rusa– y a Praga –atributo geográfico de Kafka–. Las lenguas pequeñas (entendidas como de pequeñas comunidades lingüísticas, y nacionales; repetimos: el checo y el yiddish) son transformadas en esta metamorfosis conceptual en lenguas menores. Y esa condición de minoridad es trasladada inmediatamente a una minoría dentro de una lengua mayor, idea que Deleuze había heredado de Proust en relación a la literatura, y que retomará también más tarde en varios otros de sus libros: la escritura en tanto que experiencia de ser extranjero –ciudadano en condición de minoría– en la propia lengua.13 Así, el traslado conceptual queda sellado. Y es sustentado no solo por la arbitrariedad (por la urgencia filosófica), sino también por una carta de Kafka, muy posterior, de 1921, en donde este discute con Max Brod el problema de una supuesta literatura judía. Para que la operación de transformación fuera completa, hacía falta caracterizar esa “lengua judía” que, según la fórmula de Proust, en tanto menor debía ocurrir dentro de una lengua mayor. Es decir, había que hacer hablar a los hablantes de alemán de Praga una lengua distinta, en condición de minoridad lingüística, gramatical, léxica, respecto del alemán estándar. No hizo falta a los franceses emprender este trabajo; ya había sido hecho por Klaus Wagenbach.14

Falso uso de las preposiciones, abuso del reflexivo, elipsis del artículo, limitación del vocabulario: todas pruebas esgrimidas por el berlinés Wagenbach, en su biografía del joven Kafka publicada en 1958 y traducida al francés en 1967, para retratar una patente pobreza del alemán de Praga. En respuesta a esta limitación, los escritores en lengua alemana nacidos en Praga –en buena parte judíos– habían reaccionado, según Wagenbach, por saturación: creando una lengua florida, artificiosa, un “caos de lenguaje” (Wagenbach, 81). Pero Kafka, según su biógrafo, se había alejado de esta tendencia a través de un purismo en la escritura; un regreso dignificante, podemos decir, a la pobreza inicial de la lengua alemana de Praga. El argumento es extenso, consta de documentos más o menos plausibles y ribetes más o menos contradictorios, pero no deja de ser un ejemplo de etnocentrismo en la descripción de una variedad dialectal. Wagenbach reconoce que Kafka nunca tematizó esta supuesta pobreza ni las particularidades regionales como deformación. Un documento –esgrime– parece sin embargo comentar esa condición especial: es esa carta de 1921 enviada a Max Brod que habla sobre una supuesta literatura judía y remite a tres imposibilidades, carta retomada por Deleuze y Guattari en 1975. Esas imposibilidades eran la de no escribir, la de escribir en alemán, la de escribir de otra manera. Pero estos comentarios de Kafka pertenecen a una querella –no eran pocas– con el vienés Karl Kraus sobre lo literario alemán y lo judío (o lo judío-alemán-literario), y puede entenderse al interior de la variedad dialectal (por entonces en disputa, tras la caída del imperio) del alemán que había pertenecido a la esfera austro-húngara.15 Del mismo modo, concernía a la tensión existente dentro de la comunidad de escritores judíos en lengua alemana dentro del doble proceso de asimilación y de reivindicación de la propia identidad que se dio en los primeros años del siglo XX –años de expansión del sionismo–, y que afectaba tanto a un escritor de Praga como de Viena.

Las consideraciones de Kafka sobre las literaturas pequeñas habían sido formuladas, diez años antes, sobre dos lenguas y tradiciones literarias que no eran la suya –el yiddish y el checo–. Para convertir a Kafka en un escritor de una literatura menor, Deleuze y Guattari tuvieron que desligar la descripción de la literatura menor de esas dos lenguas, para luego aplicarla al alemán de Kafka y hacer de su “purismo”, de la “sobriedad”, de la construcción de su estilo en tanto hablante de alemán, la estetización de un origen deficiente. Solo el manto del “mal alemán” permite, así, la puesta en equivalencia entre literatura menor, lengua extranjera en lengua mayor (la literatura según Proust) y la enunciación colectiva (hasta revolucionaria) de una minoría política en un Estado nacional. La empresa del desarme sistemático del sujeto –tema dilecto de lo que se llamó postestructuralismo– se completa así sobre operaciones a costa de la letra de Kafka. “No hay sujeto, no hay sino agenciamientos colectivos de enunciación”, dicen Deleuze y Guattari. La revolución de la lengua menor se convierte luego en revolución colectiva comunitaria. Una inspiración coyuntural (los movimientos de liberación de los años setenta) y una necesidad epistémica (deshacerse del sujeto de la enunciación) han convertido a Kafka a una despersonalización que no fue la suya; la suya fue otra. El drama del abandono del yo y de la conciencia frente al mundo quedaba así obstruido.

LA FALLA DEL SIGLOXX

En 1911, Kafka observaba desde afuera esas literaturas llamadas “pequeñas” y sentía fascinación, pues carecían de inamovibles modelos. En la verticalidad de las grandes, como la alemana a la que él mismo pertenece, el nombre propio de lo clásico era el de Goethe. Qué hacer con la fuerza de semejante arquetipo –leído, comentado, citado en los escritos de Kafka– era preocupación mayor. “Es probable que Goethe detenga mediante el poder de su obra el desarrollo de la lengua alemana” (Diarios, diciembre de 1911). La prosa alemana –advierte– se había alejado de esa figura pero ahora volvía a ella, aunque prestando atención a giros que en Goethe carecían de consistencia, es decir, según Kafka, su época hacía un regreso arbitrario al pasado clásico. Había otros mejores; uno de ellos sería crear una nueva clasicidad de la escritura. La fuerza de lo clásico atraviesa y conforma esta escritura de Kafka en tanto resultado: la ausencia de manierismo, de neologismos, la organización de la frase, las enumeraciones y parataxis cuyo estatuto controlado Kafka abandonará solo con el tiempo. Poco después, hacia la época de redacción de El desaparecido esa fuerza de lo clásico domina la escritura, y el primer párrafo del libro, con su claridad y delicada provocación, lo confirman. Es la misma fuerza que la carta que inicia la correspondencia –son escritos contemporáneos– con su prometida Felice. No pureza ni pobreza, ni velada sintaxis del grito: construcción.

Pertenecer a lo que, desde la perspectiva occidental, es una “gran literatura” no ocurre siempre de la misma manera, y cualquier autor que no viviera en suelo alemán sino austríaco o suizo conocía de limitaciones y sospechas de provincialismo, y se desplazaba a Múnich, a Leipzig o a Berlín para hacer coincidir la lengua clásica con su clásico territorio. Así hizo Kafka también; todos sus libros fueron publicados originalmente en Alemania. El otro rasgo de las literaturas “mayores” es su instantáneo universalismo; quien está en el núcleo de algo dice automáticamente su verdad. La korrektur de Kafka hacia esta idea fue menos en dirección a las literaturas menores que hacia la modificación en las lenguas mayores de la enunciación del universal. No a través de referencias nacionales ni pertenencia nítida y automática a una comunidad, tampoco en la pelea de escuelas literarias ni la discusión política abierta, como en las literaturas pequeñas, ni feliz ignorancia de la fuerza de lo clásico, sino en un acto interno a la tradición occidental. Sin marcas –Praga desaparece pronto de escena– sin lugares comunes, en pos de los espacios literarios más clásicos: el mito, la fábula, la parábola. Lo mismo el tiempo: se convertirá en el de los emperadores que envían misivas, o el de los animales, que no conocen tampoco ninguno. Son formas de la eternidad. Esta detención en el tiempo deja en claro la preeminencia de lo espacial, necesaria para todo grado cero de la percepción. Hemos dicho: si la imagen reina en esta obra es porque, cognitivamente, es primera. Alguien observa –Josef K. a su abogado, Rotpeter a sus captores, Karl Roßmann la ciudad– y un narrador describe una realidad que a todas luces presenta problemas, que no cabe en el sentido común. Los temas detrás son mayores; no por nada la crítica ha tendido toda una red interpretativa alrededor de esta buscada y nunca obtenida objetividad. Porque reafirmar un sujeto (unos sujetos) en los textos de Kafka, más precisamente, unas conciencias que perciben, intentan juzgar, a veces preguntan sobre el sentido, no implica la afirmación de un perspectivismo. No se trata de inseguridades del yo moderno, ni la formación de una interioridad particular; antes bien, la ecuación ha sido invertida. Ni sentimientos ni puntos de vista: lo que se intenta y se ensaya es un orden intelectivo. Ese yo mantiene puesto todo el manto regio de racionalidad, pero constata –una y otra vez– que hay un desacople. El correlacionismo –desde Kant– había establecido la fórmula de la percepción que sirve al conocimiento del mundo; hay un sujeto y un objeto en correlación ineludible, nunca uno sin el otro.16 En caso de que se rompiera esa correlación, si se ignoraba el carácter necesario de las leyes de ese pensamiento sobre el mundo, entonces resultaba inevitable caer en el caos.

Esta la amenaza que sobrevuela toda la obra de Kafka. Soplan vientos fenomenológicos a principios del siglo XX, cuando el correlacionismo volvía a afirmarse en otra de sus versiones, la incipiente fenomenología heredera de Brentano y forjada por Husserl. Kafka los respira y sospecha de la posibilidad de semejante correlación de sujeto-objeto, de lenguaje y mundo, de pensamiento y ser. No por haber puesto en duda la universalidad de la dimensión subjetiva, como sí hicieron otros (Woolf, Proust) sino al poner en juicio –en su múltiple valencia– el mundo mismo, echando mano del acertijo fundante de la ficción moderna: ser realista por lo fictivo, decir la verdad por lo falso. Al menos dos formas cobra este proceder de Kafka en sus relatos. Por medio de un sujeto radicalmente nuevo –transformación de las condiciones de la percepción, como en Gregor Samsa, que de pronto es insecto– o por medio de un objeto radicalmente otro –transformación del mundo circundante, como la llegada a un continente o al pueblo al pie del castillo desconocido–. Estamos en el sistema de la correlación, pero ya un poco marchitado, y la separación entre ambas esferas comienza a ser indiscernible. Hasta el adentro y el afuera –sabemos de las habitaciones particulares que son oficinas, de las ciudades prisiones– quedan anulados como tales en la correlación. “[En la conciencia y en el lenguaje] todo está adentro porque, para poder pensar lo que sea que pensemos, hay que ‘poder tener conciencia de ello’, hay que poder decirlo, y entonces quedamos encerrados en el lenguaje o en una conciencia, sin poder salir de allí. En este sentido [conciencia y lenguaje] no tienen exterior. Pero en otro sentido, están completamente vueltos hacia el exterior, son la ventana misma del mundo: porque tener conciencia es siempre tener conciencia de algo, hablar es necesariamente hablar de algo. Tener conciencia del árbol es tener conciencia del árbol mismo, y no de una idea de árbol, hablar del árbol no es decir una palabra sino hablar de la cosa, a pesar de que conciencia y lenguaje solo encierren el mundo en sí mismos porque, a la inversa, están por completo en él. Estamos en la conciencia o en el lenguaje en una jaula transparente. Todo está afuera, pero es imposible salir”.17

La jaula transparente de la correlación quedó puesta en entredicho de diversas formas durante el siglo pasado. Una de ellas –inaugural– es la obra de Kafka. El afuera y el adentro resultan inseparables. Es tanto el mundo de los tribunales, que son interiores y exteriores, como la percepción de la posible culpa, que es interna y se proyecta; es tanto la visión del insecto como el mundo familiar trastocado por su presencia; es tanto la juventud de Roßmann como el fordismo de América bajo la lente de aumento de la hipérbole y la ficción. Por esta falla que, hemos dicho, subyace a la geografía de Kafka, aparecen temblores. Contra lo racional de un sujeto, el mundo circundante queda bajo comienzo radical; contra la evidencia de un mundo dado, la duda radical de quien lo habita. Acabar con lo individual por mor de una colectivización política de Kafka, como hacen Deleuze y Guattari, obstruye este entramado entre percepción, razón y objetividad construido a partir de una prosa de fuerza clásica: quieta, límpida, resonante. Más adelante, cuando la obra de Kafka pase por su etapa aforística, con ciertos visos metafísicos, la antigua sobriedad de su escritura tendrá una reformulación, como ocurre en la breve pieza “En la galería” de Un médico rural, pero que ya era visible en sus cartas, en sus diarios, todo ese despliegue casi retórico de la lengua alemana.

El universal del siglo XIX, que había consagrado una perspectiva, la racional-europea, como la única válida, empieza a caducar y se levanta ahora, a principios del XX, el otro, el tan conocido para nosotros: el universal de la falla. Aunque también este tiene su fecha de vencimiento próximo, sigue estando vigente, al igual que Kafka, que lo señaló con su dedo objetivo. La ley, el poder, las estructuras sociales burocráticas, la soledad: todo un catálogo de escenarios que ponen en juego, hacen visible (por imágenes, precisamente) la falla en el ida y vuelta entre percepción y fenómeno, entre pensamiento y mundo. No hay lógica, no alcanza el juicio para entender lo que hay. La clave en Kafka –el truco– está en hacerla visible ahí donde la falla se hace más dolorosa: donde debiera haber una trascendencia, como en la idea de lo justo de la ley o del orden social del progreso. La comprensión (o intelección) está en discreto derrumbe: llegamos, pero la sala está a oscuras, hay niebla y el castillo resulta indiscernible, la casa tiene un pasillo pero las velas escasean o abundan las corrientes de aire. No hay nadie, pero de pronto vemos a alguien. Pareciera que todo marcha, que hay tiempo y hay vida humana, pero en verdad el devenir está quieto. Entonces los personajes se precipitan en especulaciones y largos diálogos sobre las posibilidades del futuro, de la interpretación, de lo que se ve.

Para salir de este callejón –y es lo que reclaman tantos personajes de Kafka, como Rotpeter en “Informe para una academia”: quiero solo una salida, no la libertad– no hay fórmula alguna, y ese es el sabor de fracaso que empapa estas ficciones. Si el K. de El castillo abandona la posada, es para encontrarse en el afuera inhabitable de la nieve. Y puesto que en estos espacios cosmogónicos no hay tiempo, tampoco las novelas pueden terminar. El inicio radical de estos relatos ha instalado una nueva temporalidad que, a su vez, es estática. Si el tiempo es uno y el mismo del principio al fin, entonces no habrá cambio alguno. Los pasados se pierden en las antigüedades indeterminadas de las fábulas y los cuentos tradicionales. Tras una transformación que ha ocurrido antes, fuera de escena, tras la llegada a un territorio desconocido, ocurre un comienzo radical. Este inicio –ser nuevo en América, ser nuevo al pie del castillo, ser insecto, ser mono, ser arrestado– da lugar, más que a un tiempo, a una nueva espacialidad. La jaula transparente de la correlación muestra así sus ángulos, aunque no su solución. En la actualidad, tras cien años de esta descripción de la falla, es posible imaginar que la realidad misma, sin nosotros, sin que nadie la vea ni la entienda ni la nombre con necesidad, se mantendrá en pie y tendrá su verdad.

¿Hay entonces un más allá de la falla, un camino fuera de la vieja correlación dramatizada por la obra de Kafka? El siglo XXI se sumerge en la posibilidad de la contingencia de las leyes del pensamiento y piensa en la multiplicación de los mundos, en estabilidades pasajeras, en una sin-razón que ni siquiera será el caos. Para ello imagina múltiples y se codea con un nuevo universal de la física y los universos posibles. Cree haber salido de la jaula, aunque el orden del mundo, el conocido, el temiblemente estable de los seres humanos, lo niegue día a día. Kafka, en sus secas elucubraciones, había habilitado la dialéctica y la paradoja, pero seguía aferrándose al principio de razón. Debía haber una razón para el poder del castillo, para la arbitrariedad de los tribunales, para el sistema del supuesto progreso americano. ¿Qué pasaría si dijéramos lo contrario? Kafka sería entonces una muestra del pasado, y su prosa, al fin, un clásico.

MARIANA DIMÓPULOS

Buenos Aires, octubre de 2020

1 Por parte de su madre, Julie Löwy, Kafka perteneció a una familia de estudiosos de la tradición judía, reconocidos por la comunidad. Hermann Kafka, el famoso padre, provenía de una familia de pocos recursos y había debido trabajar desde muy joven. El alemán era en casa de la familia la lengua de comunicación habitual; el checo era hablado por quienes se encargaban del trabajo doméstico. Respecto de las lenguas habladas por Kafka, cabe destacar que estudió hebreo con bastante intensidad hacia el final de su vida, a la par de su interés creciente por Palestina. Qué lengua era propia de Kafka y cuántas otras tuvo está en el centro de la discusión de su pertenencia “nacional” o minoritaria. Para una discusión detallada desde una perspectiva actual, ver Marek Nekula, Franz Kafka and His Prague Context, Praga, Karolinum Press (Charles University in Prague), 2016.

2 Aunque pudiera entenderse como un acto involuntario (hay varios errores de realismo en esta obra), la crítica considera esta referencia a la espada como algo intencional, basándose para esto en una oración tachada en el manuscrito de “El fogonero”, donde se lee: “Él [Karl] levantó la vista hacia allí [la estatua de la Libertad] y descartó lo que había aprendido sobre ella”. Ver Manfred Engel y Bernd Auerochs (eds.), Kafka-Handbuch. Leben-Werk-Wirkung, Stuttgart, Metzler, 2010, p. 184. Recuérdese que Kafka basaba su conocimiento de América en libros y alguna conferencia oída en Praga, puesto que nunca abandonó el continente europeo.

3 Kafka se mantuvo positiva y esforzadamente a distancia de la doctrina psicoanalítica, que conoció menos por leer a Freud que a discípulos y comentaristas, a través de artículos en diarios y revistas. Todo lo psicoanalítico, juzga en una carta a Brod de noviembre de 1917, nos “satisface sorprendentemente en el primer instante, pero poco después volvemos a sentir el mismo hambre de siempre”.

4 Ehrenfels es considerado el originador de la teoría gestáltica y Anton Marty el más estrecho discípulo de Franz Brentano. En la crítica sobre la obra de Kafka, no faltan intentos de vincularlo a las teorías de los brentanitas, un círculo de seguidores de las doctrinas de Franz Brentano, entre los que se contaban su amigo de la juventud Hugo Bergmann y de cuyo círculo, aunque irregularmente, Kafka participó alguna vez. De todas formas, hay que insistir en que su posición nunca fue teórica ni le interesó la filosofía como disciplina ni conocimiento formal.

5 Edmund Husserl, Phantasie, Bildbewusstsein, Erinnerung, ed. Eduard Marbach, La Haya, Martinus Nijhoff, 1980.

6 En alemán, la copertenencia entre intuición y visión queda plasmada en el mismo término de Anschauung [visión/intuición], del verbo anschauen, que junto con sehen, betrachten y sus derivados forman la familia del ver, el mirar, el observar y el contemplar, todos verbos que abundan significativamente en las obras de Kafka y, en muchos casos, determinan la acción.

7 El tema era predilecto para la época. Max Brod había publicado un artículo, entre jocoso y reflexivo, sobre ese nuevo medio visual desde diversas perspectivas; la discusión era muy actual, y convivían entusiastas y detractores del cine. El artículo de Brod, de 1909, está hoy en la compilación Über die Schönheit hässlicher Bilder (Göttingen, Wallstein, 2014) y lleva el título “Kinematographentheater”. En The Promise of Cinema. German Film Theory, 1907-1933 (Anton Kaes, Nicholas Baer y Michael Cowan (comps.), Oakland, University of California Press, 2016), una larga selección de escritos sobre el cine muestra lo vívido de esta discusión. En Kafka va al cine (trad. de Jorge Seca, Barcelona, Minúscula, 2008), Hanns Zischler describe y analiza con gran sutileza la relación de Kafka con el cine y las características de su memoria visual, cómo las imágenes vistas en un film quedaban retenidas en su memoria y luego reaparecían sutilmente en sus escritos.

8 NSF I 402, 407, 403 (Cuadernos en octavo, E).

9 Reiner Stach, Kafka. Die frühen Jahren; Kafka. Die Jahren der Entscheidungen; Kafka. Die Jahre der Erkenntnisse, 3 volúmenes, Frankfurt, Fischer, 2014, 2015, 2015. Tomo 2, pp. 119-120 [Kafka, trad. de Carlos Fortea, Barcelona, Acantilado, 2016].

10 Entiéndese como una referencia a su viaje a Weimar junto con el propio Brod. El “director Brod” es el padre de Max. En esa noche, como el mismo Kafka relata en sus diarios, se habló de un posible viaje a Palestina integrado por Felice (prima política de los Brod), Max y él mismo.

11 (Cuadernos en octavo, I) La inversión de interioridad y exterioridad se entiende en el tercer cuaderno del siguiente modo: “Cuán lamentable es mi autoconocimiento, comparado con mi conocimiento de mi habitación. (Por la noche). ¿Por qué? No hay observación del mundo interior como la hay del mundo exterior. […] El mundo interior no se deja describir, solo vivir”. Franz Kafka, Hochzeitsvorbereitungen auf dem Lande und andere Prosa aus dem Nachlass, ed. Max Brod, Frankfurt, Fischer, 1987, p. 53 [Cuadernos en octavo, trad. de Carmen Gauger, Madrid, Alianza, 2018].

12 Ver Kafka. Pour une littérature mineure, París, Minuit, 2013 [Kafka. Por una literatura menor, trad. de Jorge Aguilar Mora, México, Ediciones Era, 1990]. Este programa de espíritu claramente polémico incluye la revocación de la propia lectura de Kafka hecha por Deleuze en 1970. Ver la convincente exposición de Catarina Pombo Nabais, Gilles Deleuze: Philosophie et littérature (París, L’Harmattan, 2013).

13 Como en el apartado “La literatura y la vida” de Crítica y clínica (trad. de Thomas Kauf, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 17).

14Franz Kafka. Eine Biographie seiner Jugend, Berlín, Verlag Wagenbach, 2006 [1958].

15 La querella comentada por Kafka es la que se desató entre Karl Kraus (desde Viena) y Franz Werfel (desde Praga), iniciada a partir del uso del término “dorten” (de “dort”, “ahí”); tenía una larga prehistoria en la tensa relación de ambos autores. En esa ocasión, Werfel acusa a Kraus –el rey de la retórica austríaco-alemana– de haber utilizado sin darse cuenta un término yiddish y Kraus le contesta que ya se usaba en el alemán del siglo XVIII. La discusión involucra la compleja relación de Kraus con el judaísmo (su conversión al catolicismo y su coqueteo con el antisemitismo incluido) y su papel de mentor de escritores austro-húngaros, entre los que se contaban varios provenientes de Praga. Kraus acostumbraba a criticar la supuesta forma típica de hablar de algunos judíos de habla alemana, que mezclaban sus usos con expresiones provenientes del yiddish. Llamaba despectivamente a este modo de hablar “mauscheln”, término que al parecer hace referencia a una lengua o murmullo incomprensible. (Ver, entre otros, Wilma Abeles Iggers, Karl Kraus. A Vienesse Critic of the Twentieth Century, La Haya, Martinus Nijhoff, 1967; también la correcta exposición crítica del multilingüismo de Kafka y otros escritores de Bohemia en Marek Nekula, ob. cit.).

16 Tomamos el término “correlacionismo” de Quentin Meillassoux, en Après la finitude. Essai sur la nécessité de la contingence, París, Seuil, 2006 [Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia