El dolor que nos une - David Mark - E-Book

El dolor que nos une E-Book

David Mark

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Beschreibung

Hay personas que harían cualquier cosa por los demás. Como Philippa Longman, una abuela de 53 años con una familia que la adora, marido, tres hijos, nietos pequeños, que solo desea llegar a casa después de su trabajo en la tienda en una noche calurosa y asfixiante. Como Roisin McAvoy, una jovencísima madre de corazón de oro, una mujer leal a su marido que protege a sus amigos con uñas y dientes. Como el sargento Aector McAvoy, un hombre obsesionado con proteger a los demás, ya sea a su familia del resto del mundo o a los habitantes de Hull, Inglaterra, de una epidemia de crímenes violentos. Hay personas que harían cualquier cosa para vengarse. Pero hay rencores que nunca mueren que son más fuertes que la bondad, y pronto estos tres espíritus afables aprenderán la misma lección: a las buenas personas también les suceden cosas malas. El dolor que nos une es un thriller policiaco, el tercero de la serie del sargento McAvoy escrita por David Mark, que nos demuestra que la gente de buen corazón es casi siempre presa fácil y que el mal es un veneno que disuelve los lazos entre las buenas personas, hasta dejarlos únicamente unidos por el dolor.

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Créditos

Edición en formato digital: septiembre de 2015

 

Título original: Sorrow Bound

En cubierta: fotografía © Chamille White/Shutterstock.com

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© David Mark, 2014

© De la traducción, María Porras Sánchez

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16465-57-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Dedicatoria

Cita

Prólogo

EL DOLOR QUE NOS UNE

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

SEGUNDA PARTE

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

TERCERA PARTE

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

CUARTA PARTE

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Epílogo

Agradecimientos

 

Para mis hijos, George y Elora.

Nunca dejéis de ser un maravilloso

par de bichos raros.

 

«He oído a menudo que la pena ablanda el alma,

la degenera y la vuelve medrosa.

Pensemos por tanto en vengarnos y en dejar de llorar».

 

W. SHAKESPEARE,

Enrique VI, segunda parte, acto IV, escena 4

Prólogo

«Sigue adelante, sigue adelante, solo es dolor, respira y corre. ¡Respira y corre, joder!».

Resbala. Patina sobre la sangre y el hielo. Rueda sobre la nieve y oye un ruido, como una rasgadura de papel. Nota que se desprende el colgajo de piel quemada que le pendía del pecho como una vela, tras engancharse en una piedra inclemente.

Su grito tiene algo de inhumano. Algo primario, indómito.

«Levántate, corre, corre...».

Sollozando, se muerde la palma de la mano. Sabe a carne carbonizada. Escupe sangre, piel y bilis. Gasolina. Pelo de otra persona.

«Así no. Ahora no...».

Trata de levantarse, pero está desnudo y los dedos de los pies, congelados, no le obedecen. Sumerge las manos destrozadas en la nieve y se incorpora, pero vuelve a resbalar y se golpea la cabeza contra el suelo.

«Mantente despierto. Mantente con vida».

Se le nubla la vista. Sin venir a cuento, aparece en su mente el televisor de su antiguo piso de estudiante... La forma en que la imagen desaparecía en el centro de la pantalla engullida por un círculo de color menguante, creando un remolino en miniatura de formas y colores. Así es como se ve él ahora, como si todo su mundo estuviera menguando. Los sentidos, la razón, todo se vuelve un caleidoscopio que declina todos los tonos posibles de negro y carmesí.

Medio destrozado, prácticamente roto, levanta la cabeza y vuelve la vista al espeluznante camino que ha ido trazando sobre la nieve. Charcos diminutos de sangre entre negra y azulona, diseminados azarosamente entre cráteres afilados.

—¡Allí! ¡Allí está! ¡Detenedlo! ¡Alto!

Las voces le obligan a incorporarse, los ojos se reactivan, se agudizan los sentidos y, por un instante, consigue recobrarse y captar lo que le rodea. Ve la fila de casas victorianas con sus grandes ventanales y macetas de las que cuelgan plantas yermas, con sus carteles de «habitaciones disponibles» y guirnaldas de bombillas de colores, ahora apagadas y mustias.

Oye su propia voz.

—Mierda, mierda.

Se da cuenta de que puede oír el mar; chispazos, guijarros que caen sobre el barro y la arena al otro lado del muro de contención del puerto.

Y, de repente, se encuentra a la deriva envuelto en una sinfonía de sentidos.

Sonidos. Aromas. Sabores.

Huele la sal y el vinagre de la tienda de patatas fritas; la cerveza pasada del sótano del pub. Oye los gritos de las gaviotas y el beso húmedo de los maderos podridos entrechocando cuando las barcas de pesca se rozan. Puertas que se abren. Ventanas de par en par. Vasos sobre madera barnizada. A lo lejos, la musiquilla triunfal de una máquina tragaperras escupe su premio. Vítores. El tintineo de las monedas...

«Arriba. ¡Corre!».

No llega a caminar ni una docena de pasos cuando las fuerzas le abandonan. Cae hacia delante. Siente que la nieve lo cubre como un manto. En su delirio, trata de envolverse en él. Convertir la acera en una almohada.

Pasos a la carrera. Voces.

«Arriba. ¡Arriba!».

Una mano le rodea el cuello y le obliga a incorporarse. Recibe un golpe en la sien. Un puño, quizá una rodilla.

—¡Cabrón! ¡Cabrón!

Entrechoca los dientes con fuerza: el impacto de la hoja de un cuchillo que horada la madera. Estrellas y barro, nieve y nubes, botas y puños y el cráneo que golpea la acera, una vez, y otra, y otra...

Y se adentra a la deriva en un túnel de sombras. Está a punto de desaparecer.

Todo mengua. Todo se oscurece.

«Se acabó. Ya no queda nada...».

La nieve es tan suave. Tan oscura y tan acogedora.

Otras manos le tocan. Manos, no puños. Suaves. Firmes, pero llenas de ternura. Carne sobre carne.

Una cara se cierne sobre él.

—Mira lo que le has hecho.

Un momento de lucidez, antes de que un océano negro se lo trague...

—Déjale morir. Por favor, deja que se muera este hijo de puta.

EL DOLOR QUE NOS UNE

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Lunes por la mañana. 9:16 horas.

Una habitación pequeña, sin ventilación, en el centro de salud de Cottingham Road.

El sargento Aector McAvoy se siente incómodo y ridículo sentado en una silla escolar de plástico; las rodillas prácticamente le llegan a la altura de las orejas.

—¿Aector?

Se da cuenta de que está sacudiendo la pierna. «¡Maldición!». La loquera ha debido de notarlo también. Decide dejar que siga moviéndose para que ella no lo malinterprete.

La mira a los ojos. Aparta la vista. Deja de sacudir la pierna.

—Aector, no intento engañarte. No tienes por qué juzgarte todo el tiempo.

McAvoy asiente y nota que otra gota de sudor le baja desde el cuello de la camisa. Hace demasiado calor en la consulta. Las paredes, con su papel pintado color tirita, dan la impresión de estar sudando también, y las ventanas bloqueadas se están empañando.

Ella continúa hablando. «Palabras, palabras, palabras...».

—Ya me he disculpado, ¿verdad? Me refiero a la consulta. He intentado conseguir otra pero no había ninguna disponible. Creo que si le diéramos un buen tirón a la ventana podríamos abrirla, pero entonces entraría el ruido de la calle.

McAvoy hace un gesto con las manos para restarle importancia aunque, en realidad, tiene tanto calor y se siente tan incómodo que incluso se le ha ocurrido lanzarse de cabeza contra el cristal. De hecho, ya estaba empapado antes de cruzar la puerta. Durante las últimas dos semanas, la ciudad ha vivido con la sensación de tener un perro mojado sacudiéndose encima, pero la ola de calor no ha traído un cielo azul. Por el contrario, Hull languidece bajo un cielo del color del cemento húmedo. Es un clima que tensa el ánimo, induce al letargo y les hace la vida imposible a los hombres grandullones y pelirrojos como el sargento Aector McAvoy, que lleva días sintiéndose sudado, cabreado y cohibido. Es un calor febril, un manto pestilente y tóxico. McAvoy no se quita de encima la sensación de estar revolviéndose entre sábanas mojadas tendidas a secar. Todo el mundo opina que la ciudad necesita una buena tormenta que aclare la atmósfera, pero los truenos aún no han abierto los cielos.

—Creo que disfrutaste en la última sesión. Parecías más animado a medida que avanzábamos. —La terapeuta baja la vista para consultar sus notas—. Estábamos hablando de tu padre...

McAvoy cierra los ojos. No quiere parecer maleducado, de modo que se muerde la lengua. Por lo que recuerda, él ni siquiera ha mencionado a su padre. Ella sí.

—Vale, ¿qué tal si lo intentamos con algo un poco menos personal? ¿Tu trabajo, quizá? ¿Tus ambiciones?

McAvoy mira por la ventana con cierta ansiedad. La escena que ve podría tomarse por una fotografía. Las hojas y las ramas del serbal cuelgan exánimes e inertes, impidiendo que pueda ver la universidad que queda al otro lado de la concurrida calle, aunque no le cuesta nada imaginársela. Visualiza a las estudiantes con la tripa al aire y minipantalones vaqueros diminutos; los calcetines por la rodilla y el pelo peinado hacia atrás. Cierra los ojos y solo ve víctimas. Esta tarde acudirán a las terrazas de las cervecerías. Beberán más de lo aconsejable. Alguien les llamará la atención y, envalentonadas por el alcohol, algunas sonreirán y flirtearán y disfrutarán de la sensación de ir ligeras de ropa. Cometerán errores. Habrá confusión, calor, deseo y miedo. A la mañana siguiente, los detectives tendrán que investigar las agresiones. Quizá algún apuñalamiento. Los padres se angustiarán y la inocencia se habrá perdido para siempre.

Se quita la idea de la cabeza. Se maldice. Oye la voz de Roisin que, como siempre, le dice que deje de hacer el tonto y vaya a disfrutar del sol. Se la imagina tumbada en biquini, con los pies descalzos, absorbiendo todo el calor en el recuadrito de césped agostado que hay delante de la casa; pura despreocupación.

¿Qué le acababa de preguntar? Ah, sí...

—No trato de ser evasivo —dice finalmente—. Sé que tu trabajo es beneficioso para algunas personas. Estudié algo de psicología en la universidad. Admiro mucho tu profesión. Lo que pasa es que dudo que cualquier cosa que pueda contarte vaya a beneficiarnos a ninguno de los dos. No me guardo las cosas. Hablo con mi mujer. Tengo válvulas de escape para mis sentimientos oscuros, como tú los defines. Estoy bien. A veces desearía que mi cerebro se comportara de otra manera y otras veces agradezco que actúe como actúa. La verdad es que soy bastante normal.

La psicóloga ladea la cabeza, como un perro labrador que pidiera sutilmente que lo sacaran a pasear.

—Aector, estas sesiones pueden ser lo que tú quieras que sean. Ya te lo he dicho. Si quieres hablar del trabajo policial, hazlo. Si quieres hablar sobre tu vida personal, no hay problema. Quiero ser de ayuda. Si te quedas sentado en silencio, eso será lo que escriba en mi informe.

McAvoy baja la cabeza y contempla un momento la moqueta. Está extenuado. El calor hace que su hija pequeña esté irritable y no quiera dormir más que con papá. Se ha pasado la noche en una tumbona en el jardín trasero, medio tapado y con su hija encima, mientras ella le agarraba el cuello de su camiseta de rugby y gemía en sueños.

—El serbal —comenta McAvoy de pronto, señalando por la ventana—. Solían plantar ese árbol junto a las iglesias para ahuyentar a las brujas. ¿Sabías eso? Hice un trabajo cuando tenía ocho años. Sorbus aucuparia, se llama así en latín. Conozco el nombre de una veintena de árboles en latín. No sé por qué los recuerdo pero ahí están. Para ser sincero, ni siquiera sé por qué te estoy contando esto. Se me ha ocurrido sin más. Supongo que es agradable poder decir algo sin tener que preocuparme de que la gente me tome por un listillo.

La psicóloga levanta un dedo.

—¿Y en este momento no te preocupa? Eso ya de por sí resulta interesante...

McAvoy suspira; le exaspera estar siendo analizado por alguien que no es él. Él conoce perfectamente su forma de ser. No quiere que lo desmonten por si luego resulta imposible volver a encajar las piezas.

—¿Aector? Oye, ¿te gustaría estar en otra parte?

Levanta la vista y mira a la psicóloga. Se llama Sabine Keane. McAvoy cree que está divorciada. No lleva alianza pero duda que sus padres la llamaran así por gusto, rimando nombre y apellido. Tendrá cuarenta y pocos años y está muy delgada, lleva el cabello recogido en un desordenado moño de pelo rubio pajizo y gris. Va vestida acorde con el calor que hace, con sandalias, una falda de lino y una camiseta negra y lisa que deja al descubierto unos brazos un poco flácidos. No lleva maquillaje y tiene un pegote de algo que parece mermelada en mitad del brazo derecho. Posee una voz cantarina muy apropiada para contar historias, de esas que supuestamente resultan reconfortantes pero que a menudo a él le chirrían. McAvoy no tiene nada contra ella y le encantaría ser capaz de contarle algo que mereciese la pena, pero le cuesta encontrarles el sentido a estas sesiones. Le agradece que haya aprendido a pronunciar su nombre a lo celta y lo cierto es que tiene una sonrisa simpática, pero la cabeza de McAvoy tiene puertas que no desea abrir. El hecho de que el comienzo fuera tan surrealista tampoco ayudó mucho. Cuando iba de camino a la primera sesión, fue testigo de un incidente en el que se vio envuelta la terapeuta. Ella iba en bicicleta. Es difícil creer que una persona tenga el poder de sanarte el alma después de haberla visto pedaleando a toda leche por el carril bus mientras soltaba toda su rabia y gritaba obscenidades a un Volvo.

McAvoy vuelve a intentarlo.

—Verás, los de salud laboral han insistido en que acuda a seis sesiones con un terapeuta aprobado por la policía. Es lo que estoy haciendo. Por eso estoy aquí. Responderé a tus preguntas, pero me está costando mucho no ser maleducado contigo, porque hace calor, estoy cansado y tengo trabajo que hacer. Y sí, preferiría estar en muchos sitios antes que aquí. Estoy seguro de que tú también.

Se hace el silencio por un segundo. McAvoy oye el pitido que anuncia las citas de la consulta del médico de la planta de abajo. Se imagina la escena. Una sala de espera llena de estudiantes enfermos y extranjeros parlanchines, de bohemios de clase media que van a que les receten las píldoras contra la malaria y las inyecciones para la fiebre amarilla antes de poner rumbo a Goa con sus hijos con nombres a la moda, pongamos Jeremiah o Hermione.

Finalmente, Sabine vuelve a intentarlo.

—Tienes tres hijos, ¿no es así?

—Dos —contesta McAvoy.

—¿La pequeña no te deja dormir?

—Es parte del trabajo.

—Es tu deber, ¿no?

—Por supuesto.

—Háblame del deber, Aector. Dime qué significa para ti.

McAvoy aprieta los puños. Se lo piensa.

—Es lo que se espera de uno.

—¿Quién lo espera?

—Todo el mundo. Tú mismo. Es lo correcto.

Sabine no dice nada durante un momento, luego se agacha y saca un bloc de notas de su bolso. Escribe algo en una página pero McAvoy ignora si se trata de algún apunte clínico o un recordatorio para comprar papel higiénico de camino a casa.

—Has elegido un trabajo que se basa en el deber, ¿no es así? ¿Siempre quisiste ser policía?

McAvoy se pasa una mano por la frente. Se endereza la corbata verde y dorada. Se remanga los puños de la camisa negra y luego vuelve a alisarlos.

—No —responde, por fin—. Donde me crié... Tal y como estaban las cosas en casa... Es como si el guion estuviera escrito de antemano.

Sabine vuelve a mirar su libreta y la hojea hasta encontrar algo. Levanta la vista.

—Creciste en las Highlands de Escocia, ¿no? ¿En una granja? Una propiedad pequeña, según tengo entendido...

—Viví allí hasta que cumplí diez años.

—¿Fue entonces cuando te enviaron a un internado?

McAvoy aparta la vista. Se alisa una arruga en los pantalones grises de vestir y juguetea con el bolsillo del chaleco a juego.

—Un poco después.

—Supongo que eso resultaría caro para un granjero. —Su voz es suave pero inquisitiva.

—El nuevo marido de mi madre tenía bastante dinero.

La psicóloga anota algo más.

—¿Mantienes una buena relación con tu madre?

McAvoy aparta la vista.

—¿Qué tal te llevas con tu padre?

—A ratos.

—¿Qué opina él de tus éxitos?

McAvoy no puede reprimir la sonrisa.

—¿Qué éxitos?

Sabine señala con la mano sus notas y el archivador de cartón que hay junto a sus pies.

—Los casos que has resuelto.

Él niega con la cabeza.

—No funciona así. Yo no he resuelto nada. —Lo sopesa, se encoge de hombros—. O sí. En fin, quizá simplemente estuve en el lugar oportuno. Y cuando lo hice todo por mi cuenta, cuando a nadie más le importaba un carajo, llegué a la conclusión de que no debería haberme tomado tantas molestias. Aunque también pensé si debería haber hecho más.

La habitación se queda en silencio. McAvoy se reclina en la sillita de plástico dejándola sobre dos patas, luego se echa hacia delante y nota cómo se tambalea.

Un momento después, Sabine asiente, como si hubiera tomado una decisión.

—Háblame de Doug Roper —le pide, sin mirar su libreta.

McAvoy aprieta la mandíbula de manera involuntaria. Siente que se le seca el interior de las mejillas. No dice nada por miedo a que se le haya hinchado la lengua y suelte una sarta de incoherencias.

—En los informes solo nos dan los detalles básicos, Aector. Pero sé leer entre líneas.

—Fue mi primer superintendente jefe en el Departamento de Investigación Criminal —dice McAvoy con suavidad.

—¿Y?

—¿Y qué? Probablemente hayas oído hablar de él.

Sabine se encoge ligeramente de hombros.

—Lo busqué en Google. Por lo visto es un policía famoso.

—Ahora está jubilado.

—¿Y tú tuviste algo que ver en eso?

McAvoy se pasa la lengua por el interior de la boca.

—Algunas personas así lo creen.

—¿Y eso te ha convertido en alguien impopular?

—La cosa ha mejorado. Trish Pharaoh ha sido de gran ayuda.

—Ella es tu nueva jefa, ¿no es así? Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado, ¿cierto? Sí, la mencionaste la última vez. La verdad es que la nombras a menudo.

McAvoy esboza una sonrisa cansada.

—Mi mujer dice lo mismo.

Sabine ladea la cabeza.

—¿Significa mucho para ti?

—¿Mi mujer? Ella lo es todo...

—No. Tu jefa.

McAvoy empieza a sacudir la pierna otra vez.

—Es una oficial de policía excelente. Al menos eso creo. Quizá no lo sea. Quizá Doug Roper estuviera en lo cierto. No lo sé. La verdad es que no sé casi nada. Alguien me dijo en una ocasión que me volvería loco tratando de entender de qué va esto. Me refiero a la justicia. El bien. El mal. A veces creo que casi lo he entendido. Otras veces soy lo bastante listo como para darme cuenta de lo poco que sé.

—El informe señala que te tomas muy en serio las normas. ¿Puedes explicarme qué crees que podría significar?

McAvoy le sostiene la mirada. ¿Se está burlando de él? No sabe qué responder. ¿De verdad hay algún comentario en el informe que haga alusión a su respeto por las normas? Lo cierto es que rellena el papeleo por triplicado por si acaso se extravía el original y que no saca un bolígrafo nuevo del armario de artículos de oficina a menos que el viejo esté seco.

No dice nada. Se queda escuchando el sonido de los neumáticos sobre la calle reseca y el zumbido de la sangre en los oídos.

—El informe dice que tienes montones de cicatrices, Aector.

—Estoy bien.

McAvoy intenta ser un hombre honesto y por eso no se plantea la respuesta. Está bien. Tanto como cabe esperar. Se las apaña bien. Hace lo que puede. Se conforma. Tiene un montón de maneras superficiales y huecas de describir cómo es y sabe que si tuviera que sentarse ahí e intentar explicarlo todo en condiciones, acabaría hecho polvo. En casa está mejor que bien. Todo es perfecto. Cuando está abrazado a su mujer y a sus hijos se siente radiante. Pero en el trabajo no tiene ni puta idea de cómo sentirse. No sabe si se arrepiente de sus actos. No sabe qué piensa en realidad del superintendente jefe del DIC de Humberside, un hombre corrupto y despiadado que vio languidecer su carrera cuando McAvoy trató de sacar sus crímenes a la luz. Ya fueran nobles o ingenuas, las acciones de McAvoy le costaron su reputación como joven promesa. Este hombre grandullón, amable, humilde y tímido se convirtió en un paria a ojos de sus compañeros, que lo miraban con recelo. Lo arrinconaron en la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado, como si no fuera más que un contable, un bocazas listo para ser masticado y escupido por la jefa del escuadrón, la superintendente Trish Pharaoh, una mujer de armas tomar, siempre embutida en sus botas de motero y maquillada con una gruesa capa de máscara de pestañas. En lugar de eso, ella lo convirtió en su protegido. Casi un amigo. Y, a su lado, él ha atrapado a muchos criminales.

Las quemaduras de la espalda y la puñalada del pectoral izquierdo que le entró hasta el hueso no son sus únicas cicatrices pero, con el tiempo, se han convertido en sus medallas redentoras. Ha sufrido por defender lo que creía que era justo.

Sabine deja caer el bolígrafo y saca el teléfono del bolso. Mira la pantalla y luego se centra en McAvoy.

—Nos queda media hora. Seguro que quieres quitarte algún peso de encima.

McAvoy saca su móvil para confirmar la hora y ve que tiene ocho llamadas perdidas del mismo número. Se disculpa con un gesto y, antes de que Sabine pueda objetar algo, devuelve la llamada.

Trish Pharaoh responde al segundo tono. Escupe su nombre como es habitual en ella, con una mezcla de azúcar y acero.

—Hector, joder, gracias por contestar. Tenemos un cadáver. Dile a la loquera que rellene el formulario y que te deje ir. Estás en forma. Espero que sepas controlar tus ganas de vomitar. Este te va a dar arcadas.

 

Tictac, tictac, suena el intermitente derecho. Se oye el zumbido continuo de un moscardón en la luna trasera. El claxon de algunos coches y el estruendo de un taladro neumático. Unos obreros descamisados se apoyan contra la fachada de la tienda de la esquina, comiendo sándwiches de huevo y beicon envueltos en papel grasiento que gotea sobre sus manos sucias.

El semáforo se pone en verde pero nadie se mueve. El tráfico no fluye. Dos emisoras de radio diferentes atronan a través de las ventanillas abiertas. Lady Gaga combate por la supremacía con The Mamas and the Papas...

Una ciudad paralizada por la fiebre: irritable, inquieta, en carne viva.

McAvoy echa un vistazo al teléfono. Sin novedad. Guiña los ojos para leer la pegatina de la luna trasera del Peugeot que hay dos coches más allá, pero renuncia al comprobar que le sudan las sienes.

Mira a la derecha, a la tienda polaca de la esquina: el rótulo es un revoltijo de consonantes enfurecidas. A la izquierda, un gimnasio con un cartel gigante anuncia clases de fitness y barra americana. Se pregunta cuántos inmigrantes polacos de esta zona de la ciudad se sentarán a la barra del bar...

Está al final de Anlaby Road y se arrepiente de haber girado a la derecha al salir del consultorio. Conduce el utilitario de cinco años que Roisin y él decidieron comprar hace un mes. Hay dos sillitas de niño en el asiento trasero, cosa que inquieta constantemente a McAvoy por si más de un compañero le pide que lo lleve a algún sitio.

El semáforo vuelve a ponerse en verde y el coche se abre paso lentamente hasta la sombra de un local temático clausurado. Se acuerda de cuando lo abrieron. Un hombre de negocios de la ciudad invirtió más de un millón en renovar el edificio, convencido de que un antro nocturno sofisticado y lujoso era precisamente lo que esta parte de la ciudad necesitaba. Duró un año. Viendo la zona, tampoco es de extrañar. Este extremo de Anlaby Road está plagado de tiendas de segunda mano y pizzerías, casas de empeños y bares donde el camarero y el único cliente se turnan para salir a fumar un pitillo. Las calles de este barrio son un laberinto de hileras de casitas idénticas con salones donde a un hombre del tamaño de McAvoy le costaría tumbarse. Hubo un tiempo en que la gente lo habría definido como un barrio «pobre pero honrado». Quizá incluso «de clase obrera». Hoy en día las directrices de la policía no incluyen ningún eufemismo para definir a sus habitantes. Solo son gente. Gente normal, con sus defectos, sus deseos y sus sueños. Gente de Hull, temperamentales y orgullosos.

El semáforo vuelve a abrirse y McAvoy por fin puede desviarse hacia la calle Walliker.

Mete segunda. Tercera.

Antes de que pueda meter cuarta ha llegado a la escena del crimen. Tres coches de policía bloquean la calle y hay dos agentes y una figura vestida de blanco que está levantando una tienda de lona blanca. El pequeño descapotable de Pharaoh está aparcado junto a la camioneta del equipo forense, frente a una casa con grandes ventanales con los marcos pintados de marrón y unos visillos corridos y sucios. En el patio delantero de la casa contigua hay una mujer vestida con pantalones de camuflaje y una camiseta del Hull City que está hablando con un hombre que va en bata. McAvoy se pregunta si los dos curiosos habrán resuelto ya el caso.

Abandona el coche en mitad de la calle y rebusca en el asiento de atrás su bolso de cuero. Su mujer se lo regaló hace un par de años y es una inagotable fuente de burlas por parte de sus compañeros.

—Hector. Por fin.

McAvoy se golpea la cabeza con el marco de la puerta al oír la voz de su jefa. Levanta la vista y ve que Pharaoh se dirige hacia él. A pesar del calor, se ha negado a desprenderse de sus botas de motorista, aunque ha hecho algunas concesiones al clima. Lleva un vestido rojo con lunares blancos y se ha puesto un pañuelo de lino color crema al cuello. McAvoy supone que será para disimular su impresionante escote. Luce unas gafas de sol grandes y caras, y el pelo oscuro ondulado, como si se lo hubiera secado al aire, sin molestarse en cepillarlo.

—¿Jefa?

Ella se queda mirando a su sargento un momento demasiado largo y luego asiente.

—¿Te presentas sin la chaqueta del traje, Hector?

McAvoy hace un repaso a sus pantalones de marca planchados, el chaleco, la camisa abotonada hasta arriba y la corbata anudada con un doble Windsor perfecto.

—Me puedo pasar por casa si...

Pharaoh se echa a reír.

—Joder, debes de estar cociéndote. Desabróchate un botón, por Dios.

A McAvoy se le suben los colores. Pharaoh es capaz de conseguir que cualquier hombre se ruborice, pero tiene una habilidad especial para transformar a su sargento en una lámpara de lava con una sola frase o una sonrisa. Él se niega a llevar camisas blancas desde que ella comentó que se le transparentaban los pezones, y todavía tiene pendiente encontrar una manera de mirarla sin fijarse en alguna de sus numerosas curvas. Se lleva las manos al cuello pero opta por no desabrocharse.

—Estaré bien.

Pharaoh suspira y menea la cabeza con incredulidad.

—¿Qué tal todo con la loquera?

Él extiende las manos.

—Quiere crearme más problemas de los que ya tengo.

—Para eso le pagan.

—Fue un alivio recibir su llamada.

—Todavía no has visto a la pobre mujer.

Cruzan juntos la callecita, tras pasar por una tienda de fish and chips cerrada que parece haber sido construida en el salón de una de las casas. La fila de viviendas se corta abruptamente y, detrás del muro de la última casa, se abre un solar que se utiliza como aparcamiento. El suelo de cemento está fracturado y agujereado y las botellas rotas atestiguan que no es un lugar seguro para dejar el coche.

El equipo forense ha montado la tienda en una parcela de césped detrás del aparcamiento, junto a una pequeña arboleda que ha crecido en un pedazo de tierra reseca y rebosante de basura. Junto a ella está el puente que atraviesa las vías y conduce a otra urbanización.

—Agárrate fuere —le advierte Pharaoh, levantando la lona de la tienda y accediendo al interior.

—¿Jefa?

—Echa un vistazo.

Un miembro del equipo forense vestido de blanco está en cuclillas junto al cuerpo, pero deja de tomar fotografías y retrocede como un cangrejo cuando McAvoy entra en la tienda. Este respira despacio y se acerca a donde yace el cuerpo.

La víctima está boca arriba. Lo primero que le llama la atención es el ángulo que presenta la cabeza. Está mirando hacia arriba, como si hubiera torcido el cuello para evitar contemplar el destrozo que ha sufrido su cuerpo. Aun así, el cadáver presenta una expresión angustiada. Tiene los tendones del cuello tan estirados que parecen a punto de romperse, y en su rostro se lee un grito congelado. Tiene la boca abierta y solo se ve el blanco de los ojos, como si sus iris azules también hubieran querido huir.

McAvoy traga saliva. Se obliga a mirar más allá de las heridas.

La mujer tendrá cincuenta y tantos años y lleva el pelo corto y castaño, aunque las raíces son grises. Viste mallas negras y calza unas viejas sandalias de tiras que dejan al descubierto unas uñas pintadas de azul oscuro. Los dedos de las manos son cortos pero bonitos, con las uñas esmeradamente recortadas. Se distinguen un anillo de compromiso de oro y una alianza en el dedo corazón de la mano izquierda.

Solo después se permite contemplar su torso. La bilis se le sube a la boca. Procura tragársela. El pecho de la mujer está hundido. Le han fracturado los huesos de las costillas, astillándoselos, aplastándole los pechos y los pulmones. La parte superior del torso es un amasijo de piel y tejido despachurrados, sangre negra y órganos machacados. Su sujetador blanco, junto con lo que queda del pecho, corona esa miasma de carne removida. Durante un momento espantoso, McAvoy se imagina el sonido que se oirá cuando el forense desenrede todos los órganos para su examen.

Se aparta. Inspira una bocanada de aire que no esté tan impregnado de vísceras.

Le da la espalda al horror y se estremece.

A pesar de que le avergüenza que se le haya ocurrido, a McAvoy le viene a la mente un pollo abierto en canal; con las pechugas separadas y aplastado, listo para asar.

Nota la mano de Pharaoh en el hombro y la mira a la cara. Ella asiente y abandonan la tienda.

—Hostia, jefa —dice McAvoy. Le falta el aire.

—Lo sé.

Él respira lentamente. Se da cuenta de que todo da vueltas a su alrededor y espera a que se le pase el mareo. Se obliga a comportarse como un policía.

—¿Qué clase de arma provoca esas heridas?

Pharaoh se encoge de hombros.

—Supongo que estamos buscando a un tipo montado a caballo que empuñe una maza.

—La causa de la muerte no ha podido ser esa, ¿verdad? Tiene que tener alguna herida en la cabeza, o una puñalada en alguna parte, debajo de todo eso...

—El forense sacará las conclusiones. Lo único que tengo claro es que no ha sido suicidio.

McAvoy levanta la vista al cielo. Sigue presentando el color del agua sucia. Nota el sudor que se le acumula en la espalda y se pasa la mano por la cara porque está chorreando. A pesar de que no sabe nada de la vida de la mujer de la tienda, lo poco que ha visto sobre su muerte le cabrea. Nadie debería morir así.

—¿Bolso? ¿Cartera?

Pharaoh asiente.

—Lo tenemos todo. Han sido hallados a unos metros del cuerpo.

—¿Hora?

—La descubrieron hace un par de horas. Fue un tipo que iba a comprar el periódico. Vio asomar un pie y llamó al número de emergencias.

—Entonces a los del DIC no les ha dado tiempo a echar un vistazo...

—Nos lo han derivado a nosotros.

—¿Cómo dice, jefa?

Pharaoh se lleva la mano al cuello y hace gesto de cortárselo, indicándole que cierre el pico. Como jefa de la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado, Pharaoh está acostumbrada a las luchas internas y los enredos políticos que contaminan las más altas esferas del cuerpo de policía de Humberside. Su unidad fue creada para investigar homicidios, un escuadrón al margen del cuerpo principal de detectives, pero los recortes presupuestarios y los cambios de personal no permiten al equipo tener un papel definido. Por el momento, se supone que Pharaoh y sus oficiales se encargan de investigar a una banda de narcotraficantes que presuntamente se ha hecho con el tráfico de estupefacientes de la costa este. Su actividad ha coincidido con un marcado repunte del número de crímenes violentos y tanto McAvoy como Pharaoh saben a ciencia cierta que los sicarios de la banda son responsables de varias muertes. Sus métodos son tan eficientes como brutales y sus armas favoritas, la pistola de clavos y el soplete. La unidad de Pharaoh ha metido entre rejas a tres miembros importantes de la banda pero, por el momento, la información que han conseguido recabar acerca de la cúpula es escasa. Son despiadados, eficientes, resueltos y tan bien informados que asusta, y cada nivel de la organización parece estar aislado del siguiente. Los sicarios no tienen ni idea o saben poco de quiénes les transmiten las órdenes. Se comunican entre ellos mediante teléfonos móviles y complejos códigos, y están reclutando matones más competentes de lo normal gracias a una combinación de miedo justificado y una remuneración considerable.

—¿Han considerado que esto es un asunto de bandas? —pregunta McAvoy con incredulidad. Solo de esa forma el crimen podría haber sido derivado a Pharaoh.

Pharaoh le dedica una sonrisa triste.

—La víctima presidía una asociación de vecinos. Durante una asamblea reciente criticó a los camellos que están cargándose el barrio.

McAvoy cierra los ojos.

—Entonces, ¿qué sabemos?

Pharaoh no necesita consultar sus notas. Ya se ha aprendido todos los detalles de memoria.

—Philippa Longman. Cincuenta y tres años. Residía en Conway Close. Después de Boulevard, cerca de los terrenos de recreo. Ahora mismo un inspector uniformado de la comisaría de la calle Gordon está con la familia. Philippa trabajaba en la tienda por donde has pasado con el coche. Antes de que me preguntes, anoche estaba trabajando. Esto pudo haberle sucedido de camino a casa. Alguien la interceptó. La metió detrás de los árboles. Y le hizo esto.

—¿La familia?

—Esa es nuestra siguiente parada, querido mío.

—¿Y el tipo que la encontró?

—Todavía está temblando. El pobre no se ha podido quitar el sabor a vómito de la boca.

—Entonces nos quedamos con el caso, ¿no? ¿No armarán follón los del DIC?

Pharaoh le mira por encima de la montura de las gafas de sol.

—Por supuesto que habrá follón. Pase lo que pase, la liarán.

McAvoy inspira hondo.

—Supuestamente tendría que estar preparándome para declarar. El juicio de Ronan Gill es dentro de un mes y los testigos se están poniendo nerviosos...

Sin inmutarse, Pharaoh alarga la mano y le tapa la boca a McAvoy con la palma caliente. Cuando sonríe, el sargento le raspa la piel con la barba que empieza a asomar.

—Si la necesitas, tengo una mano libre para darte un puñetazo en los riñones —añade con dulzura.

McAvoy vuelve la vista a la tienda. Piensa en el cuerpo destrozado que yace en su interior. Quiere saber quién lo hizo. El motivo. Quiere impedir que vuelva a suceder. Quiere asegurarse de que todo aquel que apreciase a esta mujer tenga al menos una cara a la que odiar.

Desearía que la maldita psicóloga estuviera aquí en este momento. Sería la única manera de que entendiese por qué lleva a cabo un trabajo que odia. Querría decirle que así es él. Este es el hombre que se obliga a ser. Aquí, en algún lugar entre el dolor y el olvido.

—De acuerdo.

Capítulo 2

—Pobre mujer —dice McAvoy.

—Sí.

—Se puede oír, ¿verdad? Cuando el pánico se transforma en algo más...

—Joder, es algo aterrador. Deberían ponerle la grabación a todo aquel que se le ocurriera salir de casa sin llevar un pitbull y una lanza.

McAvoy sostiene el móvil de Philippa Longman junto al oído, aún protegido por la bolsa de plástico del laboratorio. Está oyendo sus mensajes de voz. Tiene diez. El primero es una llamada amable de un hombre con acento de West Yorkshire que le pregunta si se encuentra de camino a casa, seguido de distintas llamadas de hijos e hijas, cada vez más desesperados, preguntando dónde está, si está bien, que les llame, llámanos, por favor...

—Al menos sabemos que no era propio de ella —comenta McAvoy. Apaga el teléfono y lo vuelve a meter en el bolso rojo de piel de Pharaoh, que sostiene sobre las rodillas, sentado en el asiento del copiloto del descapotable.

—¿Que la asesinaran? Sí, definitivamente eso no le había pasado antes.

—No, me refiero a...

—Sé a lo que te refieres.

McAvoy mira por la ventanilla. No conoce bien esta zona de Hull. Están en una barriada casi al final de Hessle Road, donde vivían los que trabajaban en la industria pesquera. Es una zona venida a menos, aunque bajo esta luz grisácea nada es bonito.

—Diez libras para el primero que encuentre una pegatina del impuesto de circulación sin caducar —murmura Pharaoh.

Ninguno de los coches aparcados sobre el bordillo y los arcenes llenos de hierba tendrá menos de diez años. No es de extrañar que el descapotable de Pharaoh atraiga las miradas de un grupo que está junto a un muro que termina en un almacén vallado. Son de edades distintas. Hay dos jóvenes sin camiseta con el pelo rapado, apoyados perezosamente en sus bicis BMX. Dos hombres con tatuajes en el cuello fuman cigarrillos de liar. Una mujer de más de sesenta años, con el pelo gris y pantalones de chándal, bebe una lata de cerveza mientras cuenta alguna historia. Uno de ellos dice algo, pero el coche tiene la capota puesta y las palabras se pierden con el sonido de las llantas sobre la calle reseca.

Pasan ante un cartel que les informa de que se encuentran en la calle Woodcock, y McAvoy recuerda vagamente que oyó que el ejército había utilizado este vecindario en una ocasión para realizar maniobras con tanques antes de ir a Afganistán. Se pregunta si habrá algo de verdad en todo eso.

—Por aquí. Los terrenos de recreo.

Ante ellos se extienden varios metros cuadrados de césped descuidado: a un lado ven un parque infantil y al otro un monumento conmemorativo de piedra. En la calle se distingue un coche de policía abandonado, entre media docena de vehículos aparcados al azar alrededor de una casa que hace esquina. Se diría que han sido abandonados allí tras llegar a toda velocidad.

Pharaoh y McAvoy se apean del coche. Mientras McAvoy se alisa la ropa y se pone un poco más presentable, echa un vistazo por encima del muro que rodea el parque. En el extremo opuesto han colocado algunas lápidas antiguas, con inscripciones borradas por el musgo y nombres que se pierden en el tiempo y el viento.

—¿Vamos?

McAvoy inspira con fuerza. Lleva demasiado tiempo haciendo esto, sentándose en habitaciones invadidas por la tristeza; ha sentido demasiados ojos puestos en él cuando hacía promesas a los muertos.

Se dirigen hacia la casa. Dejan atrás un parterre de flores lleno de tierra seca donde no crecen más que algunos tocones desmochados. Luego comienza un camino hecho a base de manchurrones multicolores de asfalto.

—Pobre mujer —repite McAvoy mientras abre el portón.

La casa donde vivía Philippa Longman es la más bonita de la calle. Una verja recién pintada de negro conduce a un camino de acceso de ladrillos ordenados, desde donde se distingue un cobertizo bien barnizado con doble cerradura y una casita de plástico para los niños. Hay dos macetas colgantes ante la puerta de cristal doble y en la ventana de la habitación delantera se exhiben carteles con información sobre un desayuno benéfico y una guardería local.

Pharaoh se dispone a llamar a la puerta, pero esta se abre antes de que pueda hacerlo. En la entrada aparece un oficial de enlace que McAvoy recuerda de otra ocasión. El hombre rondará los cuarenta años, tiene entradas y los dientes un poco torcidos, y siempre esboza el mismo gesto, como si estuviera guiñando los ojos por culpa de la luz. Es un tipo bastante agradable que comprende la razón de ser de su trabajo. No le corresponde aliviar a estas personas ni encontrarles sentido a los hechos. Solo está aquí para demostrarles que la policía está haciendo su trabajo. Que estas personas importan. Que esta muerte es importante...

—Están en el salón —dice con un marcado acento de Hull—. El marido se llama Jim. Es un tipo afable. Dos hijos, uno está furioso y el otro hecho polvo. Un par de nueras. Un vecino. Una hermana también, si no he entendido mal el parentesco. La hija mayor salió pitando hará unos veinte minutos. Me parece que ha llevado a los críos al parque. Un niño y una niña. Y un primo también. Era demasiado para ella. El inspector Moreton y la agente Audrey Stretton se han hecho cargo. La familia sabe que mamá no va a volver. Saben que hemos hallado un cuerpo que encaja con su descripción. Ellos han denunciado su desaparición a las cinco de esta mañana.

Pharaoh asiente, se vuelve hacia McAvoy y, sin necesidad de mediar palabra, este se aleja de la casa. El oficial abre la puerta del salón y Pharaoh entra. McAvoy oye el murmullo apagado de una conversación circunspecta, interrumpida por un llanto atragantado...

Se dirige a la entrada de los terrenos de recreo y sigue el camino que atraviesa la extensa parcela de césped seco que conduce al parque infantil, más allá de una fila de robles. Quercus robur, recuerda de manera involuntaria, y le viene a la mente una imagen suya sentado a la mesa de la cocina, respirando el humo de la turba y las virutas de madera del fuego mientras moja pan casero en una sopa de patata; su padre lava los platos en el fregadero de piedra a la vez que imparte sabiduría por encima del hombro a su hijo de ocho años: «En algunos lugares lo llaman “petraea”. Florece en mayo y le salen pronto las hojas. A veces rebrotan por segunda vez, sobre todo si ha sido un mal año de orugas. Se conocen como brotes de Lammas. ¿Sabes deletrear eso? Escríbelo y luego te lo corrijo. Del roble proviene el mejor carbón para forjar espadas. Arde lentamente. La corteza se usa para curtir pieles, Aector. Sobre todo cuero de calidad...».

Se obliga a regresar al presente. Mira hacia delante. Es un parque infantil moderno, con superficies protectoras de goma y mucho acolchado. Recuerda haberle mencionado a Roisin que ahora los parques le parecen demasiado seguros. Le dijo que era absurdo envolver las instalaciones en plástico de burbujas teniendo en cuenta que los niños acostumbraban a darse cabezazos unos a otros. Predice que en menos de cinco años será obligatorio el uso de casco en los carruseles.

Hay algunos adultos en el parque infantil y McAvoy distingue a la hija de Philippa Longman de inmediato. Está columpiando a un niño pero, entre un impulso y otro, se lleva las manos a la cara para secarse las lágrimas, y tiene los mofletes enrojecidos y rozados. Viste una falda vaquera y una camiseta verde de tirantes, y lleva el pelo recogido en una cola de caballo con un flequillo severo que le tapa la frente. No le pega. Posee un rostro cálido y expresivo que augura una sonrisa agradable.

Ve cómo se acerca McAvoy. Enseguida se da cuenta de que es policía, le hace un ligero gesto de asentimiento y sujeta el columpio para frenarlo. Baja al niño y le da una palmadita en el trasero antes de señalar un arco metálico donde un niño mayor está colgado boca abajo. Le dice que vaya a jugar con su primo. El niño se aleja bamboleándose y la mujer le tiende una mano.

—Elaine —se presenta, con voz entrecortada—. Elaine —repite.

—Soy Aector —dice él, estrechándole la mano. Contra su palma grande y carnosa, la de la mujer parece fría, diminuta, frágil—. Soy detective.

—La casa está por allí —señala Elaine distraídamente—. Están todos ahí metidos. Lloran y lloran, joder. No podía aguantarlo.

McAvoy reconoce su voz. Ha sido la que ha dejado la mayoría de los mensajes en el teléfono de Philippa. En el último le faltaba el aliento, apenas podía articular un «por favor».

—Cada persona es diferente —apunta McAvoy, mientras conduce a Elaine a un banco desde donde se divisa todo el parque—. Algunas necesitan compañía, otras espacio. Hagas lo que hagas es una tortura.

Elaine mira a McAvoy a los ojos. Le sostiene la mirada. Él la observa mientras las lágrimas vuelven a aflorar.

—No sé qué hacer —confiesa Elaine, apartando la vista—. Anoche tenía madre. Los niños tenían abuela. Era todo normal, ¿sabes? Vi un DVD y me tomé una botella de vino blanco y acosté a mi hijo y me fui a la cama. Una llamada de papá me despertó. Mamá no había regresado a casa. Me preguntó si estaba conmigo, si sabía algo de ella, si se me ocurría dónde podría estar. La llamé al móvil, como si él no lo hubiera intentado ya. Nada. Llamé al trabajo y allí no había nadie. Desperté a Lucas y fuimos a la tienda. Hicimos el mismo camino que suele recorrer ella. Joder, seguramente pasé por delante de donde estaba tirada.

Un escalofrío le recorre el cuerpo.

—¿Y si el tipo la estaba asesinando mientras yo pasaba? ¿Y si hubiera podido salvarla...?

Elaine se deshace en lágrimas. Se encoge, es un cúmulo de dolor y desesperación. Deja caer la cabeza hacia delante y las lágrimas y los mocos le recorren la cara. McAvoy solo tiene que rozarle levemente la nuca para que ella se deje caer entre sus brazos, donde se estremece como un animal moribundo.

McAvoy no tenía intención de abrazarla. Sabe que hay agentes a los que no les resulta difícil mantener la distancia, como recomiendan las directrices, pero él es incapaz de presenciar el dolor ajeno sin ofrecer consuelo.

—Oh, Dios mío, Dios mío...

Además de oírlas, siente las palabras, susurradas junto a su piel. Con delicadeza, como si ella estuviera hecha de porcelana resquebrajada, la devuelve a su sitio y trata de levantarle la cabeza para mirarla a los ojos. Ella lo esquiva y, de repente, suelta una risotada.

—Tu camisa. Lo siento mucho...

McAvoy echa un vistazo a su chaleco y se encuentra un manchurrón de lágrimas y mocos.

—No pasa nada.

—Toma, tengo un pañuelo...

—Tú lo necesitas más que yo.

Entonces ella deja de hablar. Se limita a mirarlo. Luego se seca las lágrimas con las muñecas y saca un pañuelo de papel del bolsillo de la falda. Se limpia superficialmente la nariz.

—No hagas eso, suénate bien —la anima McAvoy.

Elaine obedece. Dobla el pañuelo. Vuelve a sonarse.

—Al parecer tienes hijos, ¿no? —pregunta, guardándose el pañuelo. Consigue esbozar una sonrisa, fruto de un recuerdo—. Mi padre siempre me habla así. Todavía me coge del brazo cuando vamos a cruzar una calle. ¿Cuántos tienes?

—Un chico y una niña pequeña.

Ella lo mira de arriba abajo.

—Apuesto que los chavales no se meterán con ella cuando crezca, ¿eh? Podrías partirlos en dos.

McAvoy sonríe.

—Será capaz de arreglárselas ella sola. Eso es lo que quieres para tus hijos, ¿no es así? Que sean buenas personas. Responsables. Capaces de cuidarse.

Elaine asiente y luego aprieta los labios.

—Creo que mamá lo hizo bien con nosotros. Al menos lo hizo lo mejor que pudo. Somos tres, contando a mis dos hermanos. Tuvo dos nietos. Mi hijo y el de Don. Don es el segundo, por si te sirve de algo. —Se detiene—. ¿Qué necesitas saber? De verdad. En la casa sobro. La mujer de Don es el drama en persona. Si regreso hablaré de más. A papá no le conviene en absoluto. Él tampoco sabe qué hacer pero, cuando termine de repartir tazas de té, se sentirá devastado. Estuvieron juntos durante treinta y tres años, ¿sabes? Se casaron nada más enterarse de que mi madre estaba embarazada de mí. Papá podría haber salido por piernas, ¿no crees? Pero no lo hizo. Se casó con ella en un santiamén. La última vez que estuvieron de acuerdo en algo fue cuando dijeron «sí, quiero», pero se querían.

Elaine calla. Como no sabe qué hacer con las manos, las enlaza en el regazo. McAvoy mira más allá de donde está sentada. Ve que los demás padres del parque se han juntado y que los miran con interés. McAvoy se pregunta si ya sabrán lo que le ha sucedido a Philippa o si pensarán que él es un bestia o el novio que acaba de hacer llorar a su chica.

—Mi madre colaboró para recabar fondos para construir el parque —dice Elaine, abarcando con el gesto los toboganes y los columpios de colores brillantes—. Acosó al Ayuntamiento de tal manera que no pudieron negarse...

McAvoy mira a su alrededor. Se pregunta si será demasiado pronto para sugerir que le cambien el nombre en honor a la fallecida. Trata de pensar en algo que decir pero acaba fijándose en el hijo de Elaine, que está sentado en el carrusel con la esperanza de que alguien vaya a darle impulso. Su primo parece haberse alejado. McAvoy se levanta y va hasta el carrusel. Sonríe al pequeño y luego le da un empujoncito mientras echa a andar junto al tiovivo a la misma velocidad que la atracción, por si acaso el niño tropieza y se cae. Siente una presencia a su lado y al girarse se encuentra con Elaine, que le sonríe débilmente.

—¿Qué voy a hacer sin ella? ¿Y él?

McAvoy se agacha y coge al niño en brazos. Le hace cosquillas en la barriga, debajo de la barbilla y se ve recompensado con una risita deliciosa.

Sin soltar al niño, escoge las palabras con cuidado.

—Elaine, la unidad para la que trabajo combate el crimen organizado. Hay indicios que señalan que tu madre había denunciado públicamente a algunos indeseables del barrio.

La expresión de Elaine no cambia.

—¿Tiene algo que ver con esto?

—No lo sabemos.

Ella se aparta y se queda mirando la extensión de césped que conduce a la casa de su madre.

—No vivo en la zona —explica poco después—. Vivo en Kirk Ella. Es una casa bonita, vivimos solo nosotros dos. Tampoco me crié aquí. Somos de Batley, en West Yorkshire. Papá vino por trabajo hará como quince años y compraron la casa. No puedo contarte mucho de la zona, pero mamá decía que la gente parecía agradable. Montó una bonita casa, no hay más que verla, ¿verdad? Y nunca fue una mujer de puertas adentro. No podía evitar involucrarse en distintas causas. Llevaba un año viviendo aquí y ya había creado una asociación de vecinos. Incluso se presentó a las elecciones como concejal independiente. Los periódicos solían acudir a ella en busca de declaraciones y nunca les defraudó. Les contó que este era un barrio agradable pero que unas cuantas manzanas podridas lo estaban fastidiando. Lo creía de verdad.

—¿Llegó a dar nombres?

—No creo que supiera ninguno —dice Elaine—. En este barrio todo el mundo sabe cómo agenciarse un poco de esto o de aquello, pero mamá no representaba ninguna amenaza para nadie. Realmente no. Como mucho sería una molestia. Solía daros la lata por la falta de patrullas de policía y se quejaba de que no hubiera agentes en las calles, pero en realidad lo hacía por entrometerse un poco. No era lo que se dice una soplona. Por Dios, si trabajaba en una jodida tienda de barrio...

—¿Siembre regresaba caminando a casa? Es un buen trecho.

—Eso es culpa mía —responde Elaine, y le da una patada a un penacho de hierba que está creciendo en una rendija de la superficie esponjosa del parque—. Hace un par de años nos sumamos a un reto saludable. Tienes que caminar una cantidad diaria de pasos y anotar la cifra en una página web que te informa de la distancia que ha recorrido tu equipo alrededor del mundo. Se lo tomó en serio. Nos regalaron podómetros y las dos perdimos algo de peso a base de hacer millas. Yo lo dejé cuando me quedé embarazada pero mi madre continuó. Dijo que quería alardear de que había llegado hasta México. Descubrió que si iba a trabajar andando y se pegaba una buena caminata durante el fin de semana, podría conseguirlo antes de cumplir los sesenta.

—Entonces, todo aquel que la conociera sabría que solía volver caminando, ¿verdad? Cualquiera que la hubiera estado esperando podría haberlo sabido.

Elaine extiende los brazos y coge a Lucas, sosteniéndolo como un osito de peluche.

—Esto no tiene nada que ver con drogas o con bandas —dice bajando la voz—. No puede ser.

—¿Sabes de alguien que quisiera hacerle daño?

—Era una buena persona. Mi mejor amiga...

—Elaine, estamos en la primera fase de la investigación, pero necesitamos construir una imagen de tu madre tan fidedigna como sea posible. ¿Tenía enemigos? ¿Alguna vez se había sentido amenazada?

La hija de la fallecida niega con la cabeza.

—Trababa amistad con todo el mundo. Era capaz de salvar vidas. Sin embargo...

Elaine se detiene y se lleva una mano a la boca.

—Darren —dice con un hilo de voz.

—¿Cómo dices?

Elaine deja a su hijo en el suelo. Le pide que vaya a jugar.

—Mi ex.

—¿Elaine?

Se mesa el flequillo y las lágrimas regresan.

—Mierda, nunca pensé...

McAvoy la toma de los hombros y busca su mirada. Trata de hacer bien las cosas.

—Elaine, me lo puedes contar.

Ella solloza, se cubre la mano con la boca.

—Dijo que, si alguna vez volvía a verla, la mataría. Que le arrancaría el corazón igual que yo había hecho con el suyo...

Capítulo 3

—Con olor a limón.

Helen Tremberg retrocede hasta el coche y mete la cabeza por el hueco de la ventanilla.

—¿Cómo dice, señora?

Sharon Archer golpea el volante con la palma de la mano. Cuando vuelve a dirigirle la palabra, lo hace enseñando los dientes y sin mover los labios; por un momento, tiene pinta de ventrílocua psicótica.

—He dicho que con olor a limón, joder.

Tremberg asiente y sonríe, tratando de reprimir una carcajada. Le resulta tan difícil contenerse como llamar «señora» a una mujer que solo le saca dos años.

—¿Le apetece un sándwich o algo?

Archer se gira y la contempla con ojos furiosos.

—¿Te parece que estoy de humor para comerme un maldito tentempié?

Tremberg se da media vuelta y se dirige a la farmacia, el único establecimiento que pertenece a una cadena dentro de este pequeño desfile de tiendas independientes y peluquerías. Se detiene un momento a mirar el despliegue de cupcakes en el escaparate de una pastelería, pero el sonido de un claxon rabioso le indica que Archer la está observando por el espejo retrovisor y que no está dispuesta a esperar.

—Vale, vale —murmura, aguantándose las ganas. No hay tiempo de tarta.

Hace fresco en el interior de esa tienda tan iluminada y, por primera vez en varios días, a Tremberg se le pone la piel de gallina cuando se le enfría el sudor sobre los brazos desnudos. Aunque no acostumbra a dejar mucha carne al descubierto cuando está de servicio, hoy ha transigido y se ha puesto una blusa de manga corta que lleva por fuera de los pantalones de raya diplomática.

—Toallitas húmedas, toallitas...

Encuentra el estante correcto y finge no ver las toallitas con aroma a limón. Elige la variedad que considera que huele más a producto químico y luego se dirige al mostrador, donde una señora bajita de origen asiático le dirige una gran sonrisa.

—Hay dos por uno —le comenta en tono conspirador—. Oferta especial.

Tremberg se encoge de hombros.

—Son para mi jefa. Se lo puede permitir.

La señora sonríe y Tremberg le entrega el billete de cinco libras que Archer le ha dado.

—Quédese el cambio para la hucha de causas benéficas —dice, y arruga el recibo.

—No tenemos.

—Entonces cómprese un helado.

Tremberg se dirige a la salida y, antes de marcharse, capta su imagen reflejada en el espejo que hay detrás de la sección de maquillaje. Se siente a gusto con lo que ve. Con treinta y un años, está felizmente soltera y rara vez sola y, aunque tampoco le importaría ser un poco más estrecha de espaldas, no le disgustan ni esa cara redonda de rasgos finos ni ese pelo castaño con un corte sencillo.

«Le gustará», se dice. «Reúne el valor para pedirle salir a tomar una copa. ¡Y deja de consultar el móvil!».

Durante las últimas semanas, Helen ha estado recibiendo a diario mensajes cada vez más subidos de tono de un abogado que conoció mientras esperaba para testificar en el juzgado. Sus correos electrónicos le alegran el día y comprueba el móvil de manera casi obsesiva. A pesar de que está habituada a las relaciones, le pone nerviosa ser la primera en entablar contacto. Le parece más importante ser la que responda a sus insinuaciones que tomar la iniciativa.

Helen regresa al bochorno del exterior y contempla la calle. Nunca se había apeado del coche en este tramo y se pregunta si alguna vez volverá a hacerlo. No es una zona particularmente deteriorada y solo hay unos cuantos locales comerciales vacíos. Todas las plazas de aparcamiento junto a la acera están ocupadas y hay una procesión continua de compradores que van de un negocio a otro, llenando sus bolsas de verdura y fruta, panecillos o carne, que se saludan entre el ruido del tráfico mientras piensan cómo podrían darle vidilla a la ensalada que tomarán esta noche. A Tremberg le recuerda al barrio de Grimsby donde creció. Gente llana. Personas normales. Un poco pelados de pasta la tercera semana del mes, una semana de vacaciones en Benidorm en junio, y gracias. Los viernes toca cena a base de fish and chips y los domingos, el Gran Premio en la tele acompañado de seis latas de cerveza del súper. Si se hizo poli fue por esta gente. Esta es la gente que merece la pena proteger.

Tremberg trata de orientarse. Determina dónde se encuentra. Está a menos de un kilómetro de la cárcel que hay en la carretera que conduce al barrio de Preston Road. Solo lleva un año trabajando en Hull y todavía no le ha dado tiempo a familiarizarse con todos los barrios, pero conoce la reputación de ese y agradece que nunca le haya tocado visitarlo vestida de uniforme. Comparado con cualquier otro barrio de la ciudad, tiene la tasa más alta de órdenes emitidas por comportamiento antisocial, y no se publica ninguna edición del Hull Daily Mail sin que aparezca algún reportaje sobre bandas juveniles que arruinan la vida de la gente «decente».

Tremberg rara vez se interesa por el aspecto político de su trabajo o el trasfondo social de los crímenes que investiga. Hace lo que le ordenan y disfruta metiendo a los criminales entre rejas. Además, se le da bien, a pesar de que últimamente no está demasiado contenta en su trabajo. Como una de los cuatro agentes de la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado, no tiene voz ni voto a la hora de decidir con qué superior trabaja, pero está más a gusto cuando le toca ayudar a McAvoy o Pharaoh. Por el momento, está con la inspectora Shaz Archer y lo odia profundamente. Archer y el inspector jefe Colin Ray están al mando de la investigación sobre el incremento de actividades relacionadas con el crimen organizado. Pharaoh la supervisa pero, como su día a día está marcado por el papeleo y las reuniones de presupuesto, Ray y Archer son los que dirigen el cotarro, y están encantados.