El domador de tornados - Jorge Galán - E-Book

El domador de tornados E-Book

Jorge Galán

0,0

Beschreibung

La sombra crece sobre el mundo, el equilibrio se ha alterado y la magia del Árbol de Homa peligra. No queda región que no se encuentre sumida en la incertidumbre. La guerra se acerca por los cuatro puntos cardinales y resistir parece una tarea imposible. Lobías Rumin, acompañado de Ballaby y Furth, debe regresar a Trunaibat y enfrentarse al ejército de la niebla. Parece una misión suicida, pero Lobías no está dispuesto a mirar atrás. Nadie sospecha de su llegada. Nadie intuye tampoco en quién se ha convertido. «La escritura de Jorge Galán, sabia, limpia y tersa, revela toda la potencia de una gran historia… Bienvenidos a la magia de la emoción, al milagro de la literatura.» Almudena Grandes «Una voz individual, coherente y sincera… Una técnica impecable.» Eduardo Mendoza

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 370

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



PARTE 1

DOMADORES EN LA OSCURIDAD CRECIENTE

1

El frío llenó el mundo. También la sombra. Las nubes, que en los días pasados eran blancas como madejas de cabellos ancianos, se volvieron grises. Parecía que la primavera convalecía, que un nuevo invierno avanzaba por las regiones del mundo. Muchos vieron llegar del mar una niebla gris o bajar de las colinas y las montañas o ascender desde las aguas vertiginosas de los ríos. Las aves callaron, no respondieron ante la débil luz solar, y sólo el búho emitió su ulular tenebroso, como un anuncio de lo que acontecía. Los caminos se vaciaron. En las casas, muchos despertaron con fiebre. Y la mayoría, incluso los niños, tuvieron pesadillas donde caminaron a través de bosques cuyos árboles eran ceniza petrificada. La incertidumbre habitó en cada uno de los pobladores, si bien casi ninguno supo qué significaba aquella sensación tan extraña. Creyeron que era por la guerra, por los rumores que llegaban de todas partes, pocos comprendieron que un evento de naturaleza más sombría había acontecido.

—Debemos movernos deprisa —susurró By.

El aire gélido soplaba desde el este. Los cuatro, Lobías, Ballaby, Lóriga y Furth se encontraban frente al Árbol de Homa, cuyas llamas producían enormes columnas de humo que se elevaban hacia el cielo.

—¿Movernos adónde? —preguntó Lóriga.

By miraba con fijeza las llamas, perdida en su movimiento. De pronto, giró el cuello para mirar el cielo. Lóriga también lo hizo. Una nube de cuervos avanzó hacia el oeste hasta perderse de vista.

—Se dice que un mago que domine las antiguas artes mágicas puede llevarte por el revés del mundo —dijo By—, donde quedarás atrapado y sin oportunidad de volver. Un lugar que no tiene principio ni fin y donde el invierno sólo da paso al otoño, y el otoño al invierno, en un ciclo interminable. Los que habitan allí, al cabo de un tiempo, conocerán la locura, poco antes de la muerte. Es lo que se dice del poder de los antiguos magos.

—Si no están aquí, es posible que todos sean víctimas de lo mismo que Balfalás —exclamó Lobías—. ¿Es eso lo que dices, By? ¿Crees que los domadores están dormidos?

—Es lo más probable —susurró By—. Por eso debemos movernos deprisa, porque si es así, no tenemos mucho tiempo. Furth, debemos partir de inmediato.

—Así parece —confirmó Furth, que corrió en dirección al pueblo de los naan.

—¿Dónde debemos buscar, By? —preguntó Lobías.

—Debemos seguir la nube de cuervos —respondió la chica.

Poco después, Lobías preguntó a Lóriga si quería quedarse o marchar con ellos, y la señora ralicia respondió que no tenía fuerzas para seguir.

—Estoy desolada —musitó Lóriga.

—No debemos perder la esperanza —dijo Lobías, pero sus palabras resonaron en el alma de Lóriga como una cubeta que cae por un pozo vacío. La mujer asintió y se dejó caer sobre sus piernas.

—Me hará bien repetir una oración —dijo la señora, así que Lobías la dejó sola.

Poco después, Rumin subió a su caballo y cabalgó junto a By.

Ballaby conducía la carreta donde Balfalás se encontraba sumido en el más profundo de los sueños. Furth los seguía a poca distancia conduciendo una carreta semejante a la de By. Al bordear una colina, se encontraron con una pradera. Trechos de flores grises, marchitas, se extendían a un lado y otro. Ballaby aseguró a Lobías que la sombra de una maldición se cernía sobre la región entera y quizá también más allá.

—Ninguna flor debería morir en primavera —dijo Ballaby—. Sólo espero que se detenga, porque si esto sigue así, en unos días las cosechas se habrán perdido. ¿Te das cuenta? Todo lo que conocemos puede acabar, Rumin.

—Prefiero no pensarlo —dijo Lobías, quien se resistía a creer en las palabras de By. Nunca había sido un optimista, pero no era fácil para él convencerse de que estaban en medio de una batalla que podía ser su fin. No estaba dispuesto. Y pese a ello, todo a su alrededor le decía que avanzaban en un camino de sombras. De pronto, Lobías pensó en el viejo Leónidas Blumge, el bisabuelo de Maara. Recordó su advertencia la mañana que conoció a Lóriga y Nu. “¿Has sentido el viento en la madrugada?”, preguntó entonces el viejo Blumge. Y siguió: “No era sólo un viento frío, muchacho, era un extraño viento del norte, oscuro y lleno de magia, una magia maligna y antigua como un presagio. ¿No te das cuenta? ¿Es que nadie se da cuenta de que algo sucede…? Si tuviera veinte años menos, afilaría mi espada ahora mismo”. Eso le dijo el señor Blumge a Lobías, que se preguntó ¿cómo pudo saberlo? Y tocó con la mano la empuñadura de su espada, mientras apuraba las riendas de su caballo.

2

En la lejanía, By y Lobías contemplaron la nube de cuervos bajar en picada. Ambos espolearon a sus caballos, pues sabían que el tiempo se acababa.

La brisa se llenó de voces. En el occidente, los rayos iluminaban las nubes por dentro. Una manada de venados cornudos se atravesó frente a ellos, saltando desesperados, como si huyeran de una bestia que los persiguiera de cerca. El bullicio de los cuervos llegó con claridad. Lobías agitó las bridas de su caballo, y éste avanzó, adelantándose a By muchos metros. Luego de atravesar una colina, los divisó. Primero reconoció sus caballos, esas bestias formidables de crines recogidas en trenzas. Se encontraban echados junto a sus dueños. Alrededor había más cuervos de los que podía contar. Pronto comprendió que los caballos defendían a los domadores de los picotazos de los cuervos. Lobías apuró el paso otra vez. Cuando estuvo a su alcance, embistió a las aves, que levantaron el vuelo. Pero no sería tan simple. Los cuervos sólo se elevaron para caer con violencia sobre Lobías Rumin, que se defendió con su espada, tratando de repelerlos.

Un cuervo de buen tamaño cayó como una flecha hiriendo con su pico la mano de Lobías, que soltó su arma. Lobías bajó de su caballo, se arrastró hasta recuperarla, al tiempo que el cuervo volvía a atacar. Rumin pensó que no era natural que un ave de ese tamaño lo embistiera de tal forma. Se preguntó si habían enloquecido o si la maldición de Anrú obraba sobre la voluntad de aquellos animales. Segundos después, otros cuervos se unieron al ataque. Lobías logró alcanzar su espada, pero eran tantos que apenas podía defenderse. Sintió los picotazos en sus brazos y sus piernas. De reojo, advirtió cómo una pareja de cuervos picoteaba el pecho de uno de los domadores, junto al que se encontraba un caballo muerto, con el hocico abierto y la lengua de fuera. Lobías acusó un golpe en la nuca, tan fuerte que cayó de rodillas, apoyando las manos en el suelo. Se sintió desfallecer. Un dolor agudo le recorrió desde el cuello hasta la coronilla.

—Malditas bestias —gritó Lobías Rumin, mientras se levantaba. Giró su espada para asestar un golpe a la cabeza de uno de los cuervos. Hizo lo mismo con otro que lo atacaba por la espalda. Fue tan rápido, que volvió a lanzar un golpe para abatir a un tercero. Rumin luchaba con todas sus fuerzas.

De pronto, una nube de aves bajó para rodearlo. Desde donde se encontraba, Ballaby observó cómo Lobías Rumin se perdía en medio de aquella oscuridad vertiginosa, como lo haría en medio de un tornado.

By agitó su caballo con todas sus fuerzas. Junto a ella apareció Furth. Su carreta, tirada por dos robustos caballos de la raza de los abouir de las montañas, se adelantó a la de By sin dificultad. Si bien, los abouir no eran tan veloces, su fuerza les permitía no bajar nunca el ritmo, lo que era clave en las largas distancias.

Furth saltó de la carreta empuñando dos espadas. Sus brazos se movieron en círculos, despedazando a cuánto cuervo se encontraba a su paso. Cuando By se unió a la batalla, Furth había arrancado medio centenar de cabezas, y ya la nube se disipaba. Lobías apareció en medio de un charco de sangre, rodeado de cabezas de cuervo y picos destrozados. By corrió hasta él. En un primer momento, era imposible distinguir el estado de Rumin. Al acercarse, la chica comprobó que tenía los ojos abiertos, y contempló vida en ellos. Eso la tranquilizó.

—¿Estás bien? —preguntó By—. ¿Puedes levantarte?

—Estoy bien, supongo —dijo Lobías, cuando se incorporaba. Tenía heridas en su espalda y en su cabeza, todas ellas leves, pero dolorosas.

Lobías caminó sin decir palabra hacia una colina cercana, donde antes había descubierto un arroyo. Furth y By, en cambio, se apresuraron a buscar a los domadores. Algunos presentaban heridas en los brazos, el pecho o la cabeza, todas ellas propinadas por los filosos picos. Uno solo de ellos había perdido los ojos. Dos hilos de sangre salían de sus cuencas. También tenía el pecho desgarrado. Cuando By se acercó a aquel hombre notó que ya no tenía pulso. Su piel era fría como agua que baja de un glaciar. El resto de los domadores, aunque heridos, se encontraban con vida.

Subieron uno tras otro a ambas carretas. Mientras tanto, Lobías Rumin llegó hasta el arroyo, se inclinó y palpó el agua fría que corría colina abajo, se limpió el rostro, las manos, y luego se quitó la camisa, antes de recostarse de espaldas sobre una piedra lisa. Sintió el agua en su espalda y se estremeció, pero no se levantó. Con el rabillo del ojo observó sutiles líneas de su propia sangre teñir el arroyo. Poco después, se incorporó, pero volvió a inclinarse para sumergir el rostro. En ese momento pudo percibir, con total claridad, una sombra que se cernía sobre él, una oscuridad palpable, como un peso terrible y real que presionaba hacia abajo. Levantó la cabeza y miró hacia atrás, hacia el cielo, pero no encontró nada, salvo una nube interminable y gris.

3

Syma, la señora de Or, salió de la casa seguida a poca distancia por dos guerreros bien armados. Luego de la batalla contra los hombres de las montañas, éstos tenían orden de protegerla cuando ella saliera de paseo por el pueblo o por el bosque cercano. Pero aquella mañana, la señora no estaba de paseo. Salió al camino porque esperaba una visita. Lo había sabido al despertar. Después del desayuno, pidió a las mujeres que prepararan un amplio salón con mantas y colchones elaborados de tela y rellenos de plumas de meir, unas aves que perdían su plumaje cada verano, y que en la Casa de Or utilizaban para rellenar almohadas y colchones, una práctica que se realizaba desde hacía siglos. También se encendió la chimenea en el salón, se llevaron bandejas con jarras de agua, sábanas y velas. Cuando las mujeres preguntaron a quiénes esperaban, la señora Syma respondió que no lo sabía, que no estaba segura si a vivos o muertos, pero que pronto encontraría una respuesta. Las mujeres, desconcertadas, incrédulas, no hicieron otra cosa que obedecer mientras cuchicheaban, e incluso llegaron a decir que quizá no vendría nadie, y que aquel pequeño misterio era la manera que la señora tenía de distraerlas, luego de los terribles acontecimientos de los últimos días. En ocasiones, la señora Syma se sentaba con las mujeres que trabajaban en la Casa de Or a la hora del desayuno o de la comida, a la mesa junto a la chimenea en el salón que daba al patio. Entonces preguntaba a cada una de ellas por sus hijos o sus nietos o sus esposos, y también por sus sueños. Si alguna tenía un hecho extraordinario que contar, como haber recibido la visita de su madre muerta o haber presenciado en la madrugada el vuelo de un ave extraordinaria, la señora Syma siempre quería escuchar. A veces, era la señora quien les contaba una antigua historia, o una nueva que hacía pasar como antigua, y les aseguraba que no dejaba de encontrarse con sus ancestros en forma de sombras cuando salía a caminar por el bosque. Aquella mañana, sin embargo, la señora no quiso contar ninguna historia. Su rostro estaba serio; su aspecto, pálido. Ni siquiera quiso comer. Se conformó con una taza de té y algo de leche.

La señora Syma caminó hasta el borde del bosque. No pasó mucho tiempo para que escuchara el sonido de los caballos que trotaban arrastrando las carretas. Primero vio a Lobías Rumin, quien cabalgaba delante de la comitiva, seguido de By y de Furth. Cuando se encontraban a poca distancia, Ballaby la saludó levantando la mano. La señora Syma salió a su encuentro. Lobías hizo que su caballo se retrasara para que By pudiera alcanzarlo y así llegaron juntos hasta donde se encontraba la señora Syma.

—¿Qué cargamento traes, querida hija? —preguntó la señora Syma cuando se encontró con By—. No hay presagios buenos en este día, que es una sombra. Además, leo malas nuevas en sus rostros.

—El árbol se muere, madre —musitó By, con dificultad—. Y lo que traigo es un cargamento de domadores. Están vivos, pero no sé cómo despertarlos.

La señora Syma se asomó a la carreta. Estiró el brazo, tomó la mano de Balfalás y movió la cabeza a un lado y otro, apretando los labios.

—Si pudiera decir en qué estado se encuentra —dijo Syma—, es como una persona que duerme y sufre una pesadilla interminable. Está vivo pero a la vez muerto. Vivo, pero rodeado de una tierra de muerte, y no tardará en pertenecer a ella, según creo.

—¿Nada se puede hacer, señora? —preguntó Lobías.

—Quizá sí o quizá no —respondió la señora Syma—, y no quiero hablar como uno de esos charlatanes que inventan trabalenguas; digo que sí, porque sé que es posible despertarlos, y que no, porque no son artes que yo domine. Es claro que debemos cuidarlos. Cuidarlos lo mejor posible y esperar que puedan encontrar el camino de regreso. By, ¿qué ha pasado con el árbol?

—Arde en llamas, madre.

—Eso no es posible —se lamentó la señora Syma, que se cubrió la boca con una mano.

—Lo es —dijo Lobías—, todos lo vimos.

—Te creo, pero, aun así, no es posible —siguió la señora Syma—. Si sé lo que sé, nadie puede destruir el árbol, y si alguien ha podido hacerlo, no tendremos oportunidad ante magia semejante, y cualquier intento de sobrevivir será inútil.

—Anrú, el mago del país de la niebla, ha derramado un hechizo de fuego sobre el Árbol de Homa —sentenció By—. Y el árbol se consume. Es así, madre.

—Eso tendré que verlo con mis propios ojos —dijo la señora Syma, al tiempo que subía a la carreta de By—. Pero, por el momento, debemos ir a casa, hay un salón esperando por estos buenos hombres.

4

El polvo ardía bajo los pies de los naan. Los más jóvenes corrieron hacia el arroyo cercano, se reunieron allí muy juntos, cuchicheando, asustados por lo que ocurría. El humo se elevaba en el cielo en una sola columna que se dilataba en la altura, formando una nueva nube sombría del color del plumaje de los cuervos. La anciana Elaann caminó hasta donde se encontraban los más jóvenes. Otros ancianos también lo hicieron, pero la mayoría de ellos no se movió del lugar donde estaban, se sentaron sobre sus piedras y oraron en silencio o emitiendo leves susurros. Cada uno de ellos sabía que ocurría algo terrible. La desgracia se volvía una emoción que debían intentar controlar. La anciana Elaann habló con palabras amables a los más jóvenes. Les pidió que tomaran sus manos y la acompañaran. La voz de Elaann era suave como el sonido del arroyo y a ella se aferraron los chicos y las chicas naan.

Poco después, un anciano llamado Emummabat hizo sonar un silbato en medio de un descampado a la orilla del pueblo. Cada uno de los naan caminó hasta aquel lugar, y también lo hizo la anciana Elaann, seguida de los más jóvenes. Al encontrarse todos reunidos, Emummabat tomó la palabra:

—En tiempos de tempestad, la calma debe estar en nosotros. En tiempos de oscuridad, debemos ser la luz y caminar el sendero de la luz. En tiempo de fuego, debemos ser el arroyo, el río, la lluvia, el océano, la niebla húmeda, la tormenta de nieve. No debemos temer en esta hora terrible, debemos ser fuertes y estar en paz.

Al callar, empezó a andar hasta encontrar el sendero que lleva al árbol. Sus hermanas y hermanos lo siguieron. Frente a Homa se encontraba Lóriga, quien observó a los naan llegar y rodear al árbol, mientras emitían una especie de mantra, un susurro. Vestían túnicas de hilo, incluso los niños, e iban descalzos. Se sentaron alrededor del árbol e invitaron a Lóriga a hacer lo mismo. Cerraron sus ojos y así permanecieron, sentados, repitiendo el mantra que, según Lóriga, imitaba el sonido de la brisa en los arbustos o el viento alisando las colinas, y que hizo que su propio dolor y angustia se disiparan. El sonido interminable emitido por los naan fue una canción de cuna para ella, quien, sin darse cuenta, se recostó en el suelo y quedó dormida. Días más tarde, cuando se reunió con Nu, Lóriga le contaría que nunca tuvo un sueño ni tan plácido ni tan vívido como aquél, que la hizo volver a la antigua biblioteca de la casa de sus abuelos. “No fue ni un recuerdo ni un sueño”, diría entonces la señora ralicia, “parecía estar allí con mis abuelos, leyendo un viejo libro de rimas que contaba la historia de una hechicera que tuvo nueve hijas. Una historia de amor”, le aseguró Lóriga a Nu.

5

El salón era un rectángulo con una sola ventana al fondo, un círculo que atravesaban dos brazos de madera, formando una cruz. Sobre ella, dos clavos que sobresalían de una viga horizontal sostenían una especie de cortina de lana, que se descorría si el viento amainaba por las noches. En los días de frío, la ventana podía cerrarse desde dentro con una tabla de madera. Lobías estaba sentado en una cama frente a la ventana y miraba hacia una lejanía de colinas y pinos. Una enorme nube se desplegó en el cielo.

De afuera llegaban voces y ruido de pasos. By le había pedido que la esperara en la habitación. Era un sitio cálido. Sobre la cama lucía una sábana de hilo y almohadones. Una mesa con una sola silla se encontraba a un lado de la ventana, con una vela del ancho de un puño cerrado y una base de cera derramada, petrificada. Un olor a flores marchitas llegaba desde una especie de olla de metal que descansaba en una cómoda junto a la cama. Había otras velas desperdigadas por toda la habitación. Lobías notó que todo el lugar olía a By.

Cuando la puerta se abrió, entró la señora Syma.

—Hola, muchacho —saludó la señora. Cargaba un cuenco del cual sobresalían unas ramas. También llevaba un pañuelo de hilo.

La señora se sentó junto a Lobías.

—Quítate la camisa —le pidió la señora Syma. Y Lobías de inmediato obedeció. Se encontraba dolorido, herido en muchas partes de su pecho, su espalda y su cabeza.

Lobías Rumin dejó su camisa a un lado. Sintió entonces las manos de la señora Syma. Notó la suavidad de sus dedos cuando lo palpó para examinar las heridas de los picotazos. Hasta entonces, no se había percatado de lo parecida que era a su hija.

—No son profundas —sentenció la señora Syma—. Esto huele mal, pero verás cómo te ayuda.

—¿Qué es? —preguntó Lobías. En el interior del cuenco flotaba una especie de mezcla espesa parecida a una papilla de trigo y miel, aunque su color era blanco, y su olor poco agradable.

—Las ramas son de hamiú —musitó la señora Syma, mientras mojaba un pañuelo en la mezcla—, un arbusto que tiene la cualidad de calmar la inflamación de la piel, y también hay algo de miel de abeja amanaíta, una variedad más pequeña que las abejas Morneas; además, lleva vino blanco de heeta y algo de hierbas, hojas de castaño rojo molidas, agua corriente y raspadura de plata.

—No entiendo nada, señora —aceptó Lobías.

—Esto te dolerá —dijo la señora, al tiempo que limpiaba la primera de las heridas. Lobías sintió un escozor al contacto con el líquido, pero se negó a quejarse, no quería mostrarse débil ante la señora Syma—. Pero será sólo un momento, verás cómo te ayuda a cicatrizar. Y pronto estarás bien.

La puerta volvió a abrirse y entró By, que caminó hasta donde se encontraban Lobías y su madre.

—Eso no se ve bien —aventuró By.

—Se recuperará —replicó la señora Syma—. Además, es un chico valiente.

By tomó otro pañuelo y ayudó a su madre, limpiando a Lobías las heridas de la cabeza. Rumin cerró los ojos y se dejó hacer. Y, por un instante, se permitió olvidar su dolor, su cansancio, e incluso su preocupación por lo sucedido con el Árbol de Homa. Hubiera querido desvanecerse, recostarse sobre la cama y dormir, y olvidar. Deseó que aquel tiempo fuera otro dónde nada sucediera y su única preocupación fuera estar listo para la hora de la cena.

—¿Cómo están los domadores? —quiso saber la señora Syma.

—Recostados y bien atendidos —se apresuró a contestar By—. La chimenea está encendida, madre.

—Ya lo creo que sí —dijo la señora Syma.

—¿Tendremos que esperar? —cuestionó By.

—¿Qué debemos esperar? —preguntó Lobías.

—No lo sé aún —repuso la señora Syma—, pero es obvio que hay que esperar. Todavía no sé si puedo ayudarlos o si sólo debemos preparar el camino para la llegada de alguien más. Sabemos tan poco estos días, lector.

—Si tan sólo pudiera leer el libro una vez más —musitó Lobías.

—A veces es bueno creer en cosas imposibles —dijo By.

—Oh, no puedo estar más de acuerdo —aseveró la señora Syma.

—Entonces yo también creeré en eso —agregó Lobías Rumin.

Poco después, la señora Syma salió de la habitación. By acabó de untar el menjurje en la última herida de Lobías y luego le pidió que se recostara un momento en la cama. Lobías así lo hizo. By se levantó y buscó un pedernal para encender una de las velas, la cual despidió un agradable aroma que a Lobías le recordó un camino de pinos que solía recorrer cuando se dirigía a la casa de su tío Doménico.

—Es muy agradable —dijo Lobías.

—Sí que lo es —respondió By, mientras se sentaba en el borde de la cama—. Ahora cierra los ojos, Rumin.

Lobías hizo caso a la chica. Sintió muy cerca de su oído derecho la presencia de By, a través de su aliento, que se convirtió en un susurro. Lobías no entendió la frase que le dijo ella. Sintió que sus manos cayeron sobre su regazo y que se deslizaban, igual que si estuviera sobre una colina de hierba húmeda. Y así, sin apenas darse cuenta, cayó en el sueño. Al despertar, era de noche ya. Un delicioso aroma de guiso llegaba de alguna parte. A través de la ventana abierta, podía ver que la nieve caía.

—Vaya —dijo para sí—, otra vez es invierno.

Y Lobías Rumin dudó si había dormido apenas unas horas o meses enteros.

6

Sin quererlo, Ballaby se quedó dormida en el salón donde yacían los domadores, tendida sobre una piel de oso de las montañas. Esa noche volvería a soñar con Lobías Rumin. Pero esta vez su sueño fue distinto a todos los anteriores, pues no sucedía nada extraño ni heroico. Ballaby se vio caminar con Lobías a través de un jardín, llevando consigo una bolsa de hilo que contenía algunas semillas, que depositaron en unos hoyos diminutos excavados a lo largo de una especie de jardín. Era una mañana luminosa, pero fría, pues ambos se cubrían con atuendos de lana. Ballaby escuchó el lejano balar de las cabras, así como risas que venían de algún lugar cercano. Luego, aparecieron junto a un arroyo y Lobías estaba dormido, y ella, sentada junto a él, leía un viejo libro de hechizos que había hojeado muchas veces en la biblioteca de su madre. By notó que tomaba la mano de Rumin, que la apretaba dulcemente. Ella supo que estaban juntos de una manera que no podía prever, como si hubieran pasado muchos años y encontrarse en una situación como aquella fuera tan natural como la llegada del invierno. Unas diminutas hadas corrían sobre el arroyo. Cuando alzó la vista, Lobías estaba sentado junto al borde de una terraza. Hasta ellos llegaba el ruido de niños que reían en alguna parte, quizás abajo, en un patio, pero no pudo verlos. Lobías parecía muy cansado, envejecido. Y ella tomó su cabeza y la rodeó con sus brazos, y se agachó y dio un beso en la coronilla. Ninguno de los dos dijo una sola palabra. Ballaby despertó con una sensación que no supo explicar, una mezcla de fascinación, ansiedad y sorpresa, y se preguntó si no sería una visión del futuro.

Poco después, cuando Lobías entraba en el salón, se sintió nerviosa, como si le ocultara un secreto que debía revelar, pero no se atrevía. Su repentina inseguridad la tomó por sorpresa.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó By cuando Lobías se acercó.

—¿Qué les sucede a los domadores? —preguntó Lobías, que notó un incomprensible y leve murmullo en toda la sala—. ¿Entiendes lo que dicen?

—Están soñando —respondió By—. O eso dice mi madre, que están atrapados en una pesadilla.

—Ya veo —musitó Rumin.

Los domadores estaban apilados uno junto al otro, recostados sobre edredones de gruesa lana. De la chimenea emanaba el dulce aroma de las hojas de bumbria, una planta aromática que By había lanzado al fuego. La joven sostenía un libro en sus manos, que cerró cuando Lobías entró al salón.

—Y tú, ¿cómo te encuentras? —quiso saber By.

—Mejor, pero hambriento —confesó Lobías—. Y ansioso por volver, tengo que volver al árbol, By. Necesito estar cerca de los naan. ¿Cómo puedes leer en un momento como éste?

—No leo, sólo repito las rimas —mintió By, pues no había podido concentrarse para leer en toda la mañana, ya que su único pensamiento era el recuerdo de su extraño sueño con Lobías—. A veces me ayuda.

—Entiendo.

—Furth ha alimentado a los caballos y afilado la espada —siguió la chica—. Volveremos al árbol, pero no iremos solos. Hay devoradores de serpientes por toda la zona que va desde aquí a Naan y también por las montañas Etholias. Se dice que han atacado Dembley del Norte y Dembley del Sur. Y también han llegado noticias de un pequeño pueblo minero, Ámberin, donde todos los hombres llevan dormidos desde ayer y no hay manera de despertarlos.

—¿La maldición?

—Así parece, aunque nadie sabe por qué —confirmó By.

—¿Tu madre tiene algo nuevo que decir? —quiso saber Lobías.

—Nada por ahora, pero no perdamos la esperanza, Rumin, mientras los domadores estén con vida, debemos esperar lo mejor.

—El viento ha cambiado, By.

—Ha llegado la nieve, lo sé.

—Debemos volver al árbol, necesito saber qué sucede —agregó Lobías.

—En la cocina hay buena comida —dijo By—, debemos comer lo mejor posible antes de partir. Y que el destino nos lleve adonde deba llevarnos, señor Rumin.

—Que así sea —afirmó Lobías.

Ballaby de Or se levantó y dejó caer su mano sobre el hombro de Lobías Rumin. De algún modo, su solo contacto tranquilizó a Lobías. Admirar la leve sonrisa del rostro de la chica aligeró su angustia y lo llenó de confianza. Lobías asintió moviendo la cabeza de arriba abajo.

—Sígueme —le pidió la chica.

Ballaby dejó el libro sobre la silla y caminó en dirección a la puerta del salón, en medio de una hilera de domadores que susurraban una jerga ininteligible. Lobías la siguió. Justo antes de salir, Rumin sintió una mano que tomó su tobillo izquierdo. Era la mano fuerte de uno de los domadores. Lobías miró al domador, que aún tenía los ojos cerrados, se inclinó para tratar de zafarse, intentando abrir la mano que lo apresaba, pero no fue fácil, los dedos se aferraban a su tobillo con rudeza. Otra mano aferró a Lobías del antebrazo, lo que hizo que Rumin cayera de espaldas. By tardó unos segundos en darse cuenta de lo que ocurría.

—Eh, basta, basta —se quejó Lobías, mientras tiraba de su brazo, logrando quitarse de encima al segundo domador.

Rumin se puso de pie y pateó la mano del otro. Al tercer golpe, los dedos del domador se abrieron y Rumin saltó levemente, escapando.

—¿Qué pasó? —preguntó By.

—Me agarró del pie, By. ¿Lo viste? Y el de al lado me sostuvo del brazo. Me pregunto si sabía lo que hacía.

—No lo sé, pero supongo que fue un reflejo —respondió la chica.

—Tenía la mano tan fría como la de un muerto—agregó Lobías Rumin—, pero la fuerza de dos fortachones muy vivos.

—De alguna manera, es más un muerto que un vivo —dijo By—. Quizás un muerto que se mantiene aferrado a la antigua vida, aunque no lo sepa, por mero instinto.

7

Amanecía cuando el grupo de devoradores de serpientes se escondió en la maleza alta, junto a un riachuelo. Eran una docena que se arrastraban aplastando las hojas de hierba dócil, en dirección contraria al viento, que los hubiera delatado llevando su olor hasta las narices de los venados que perseguían: los devoradores estaban cazando.

Los venados eran cuatro y se inclinaron para beber todos a la vez. Su pelaje corto era más cercano al rojo que al dorado. Sus ojos eran negros como las piedras del fondo del riachuelo donde abrevaban. De piernas fuertes y astas cortas, solían rondar en aquella región, la que iba desde las montañas del norte hasta el Paso de Emulás, Esmautis y las colinas de los dragones dorados, a la orilla del Valle de las Nieblas.

Los hombres avanzaron con una extraña agilidad, rodeando a los animales. Cuando uno de ellos emitió un sonido que pretendía imitar un pájaro, los venados levantaron la cabeza. El más joven de los venados se acercó a su madre, que tenía la vista clavada en la maleza. Un macho fuerte, quizás el líder de la manada, se encabritó y, súbitamente, corrió en dirección al sur. Los otros lo siguieron, pero el joven se deslizó en el fango. Cuando el macho fuerte dio un giro repentino y saltó para internarse en la maleza, uno de los devoradores de serpientes lo sorprendió levantando su lanza. El venado no pudo evitar caer sobre ella. La punta filosa se le clavó a la altura del corazón. Chilló con fiereza. Los otros hombres atacaron al resto de la manada. Pronto, dieron caza al más joven y a la madre, que había retrocedido en busca de la cría. El cuarto de ellos, un ejemplar joven de aspecto saludable, recibió el impacto de una lanza en su pata derecha, pero apenas le rozó, por lo que pudo alejarse maleza adentro, saltando con agilidad a medida que evadía hasta a tres cazadores. El animal corrió con todas sus fuerzas, brincando sobre las raíces y los arbustos, hasta que poco después fue alcanzado por una flecha que se clavó en su cabeza con una trayectoria que no pudo prever. El venado cayó sobre un trecho de polvo. Con su última consciencia, observó acercarse a una mujer. La mujer era Ehta, quien sostenía un arco. La bruja se inclinó sobre el venado, tomó un hacha, que llevaba colgada a la cintura, y cortó sus cuartos traseros con una habilidad que denotaba pericia. Y así era. De niña había ayudado a su padre muchas veces en el establo.

—Hazlo, niña —decía Anrú en estas ocasiones, y la niña, de apenas nueve años cuando empezó ese entrenamiento, levantaba el hacha para cortar la cabeza de un conejo, una gallina, un cerdo, o, más tarde, de un venado.

—No quiero, padre —se quejó al inicio.

—Será malo una sola vez, pero luego, no te importará, hija —insistía Anrú—. Además, disfrutaremos de una buena cena, y todo será gracias a ti.

—No me gusta la sangre, padre —insistía la niña—. No soporto su olor.

—No lo soportas ahora, pero luego verás como no te importa —respondía el mago—. Además, estoy seguro de que detestas más el hambre que sufres que el hedor de la sangre. No tengo ninguna duda, hija mía, a ese respecto.

La niña bajaba la vista, respiraba y, finalmente, se convencía de obedecer a su padre, pues no quería decepcionarlo. La primera ocasión le cortó el cuello a una gallina. Resultó más fácil de lo que pudo suponer. La segunda destripó a unos simples pescados. Luego cortó un pato y más tarde, una perdiz. En su décima ocasión tuvo que cortar el cuello a una liebre. Ni siquiera estaba muerta. Su padre y sus hermanas la sostuvieron de las patas y la niña golpeó con todas sus fuerzas, pero no fue fácil a pesar del filo del hacha. Sin embargo, todo sucedió como su padre le dijo, con el tiempo se volvió indiferente al olor de la sangre, y todo se hizo más simple con cada ocasión.

Al tiempo que memorizaba rimas antiguas que invocaban la oscuridad o hacían padecer las maldiciones más terribles, Ehta aprendía a usar el arco, la espada, el hacha y el cuchillo. Se hizo fuerte. Se volvió una roca, pero tan ágil como el cauce de un río. Moldeó su cuerpo, a la vez que su mente adquirió el conocimiento necesario para convertirse en la bruja que estaba destinada a ser.

—Ahora tendremos un buen desayuno —dijo Ehta, mientras pensaba en su padre, que la esperaba en casa.

Un presentimiento la hizo girar el cuello hacia el oeste y observó que llegaban los devoradores de serpientes. Cargaban venados y alguna alimaña que ella no hubiera comido jamás. Para Ehta, eran unos salvajes, pero unos salvajes tan útiles y leales, que podía controlar sin problema.

Ehta tomó dos partes del venado y señaló su presa a los devoradores de serpientes para que cargaran el resto. Caminó entonces por delante de ellos, que la siguieron sin hablar. Al llegar a casa, antes de cerrar la puerta tras de sí, aquellos hombres subieron a los árboles y se colgaron de las ramas, aferrándose con sus piernas, cabeza abajo, como lo hacían los murciélagos.

8

Balfalás divisó una luz a poca altura. El domador se preguntó si el desierto donde se encontraba no sería un océano seco, y lo que veía, la luz de un antiguo faro, inútil para siempre. No supo en verdad por qué, pero pensó que debía ir hasta allí. Bajo sus pies, la arena era suave y se expandía a través de las dunas. No era difícil caminar sobre ella, aunque podía percibir su aridez. Tres lunas llenas alineadas en mitad del cielo iluminaban la noche. El clima era frío, pero soportable, como lo son los días cuando inicia el otoño. Balfalás no reconoció aquella región, pero no le importó desconocer dónde se encontraba. Avanzó con confianza a través del desierto. Un extraño aroma llegaba con la brisa, dulce, amargo, tibio, semejante al que despide una tetera sobre el fuego. Balfalás no llevaba espada, ni látigo, ni siquiera un cuchillo, por lo que avanzó mirando hacia el suelo, por si tuviera la suerte de encontrar una piedra o una rama de árbol que pudiera utilizar como arma. Caminó kilómetros, pero no halló nada de utilidad. “Al menos tengo la suerte de que es una noche clara”, se dijo en más de una ocasión. Pronto sintió el cansancio en sus piernas. No era fácil escalar las dunas, sus pies se hundían levemente en la arena y tenía que esforzarse un poco más en avanzar. Luego de un rato, también le dolían los pies.

La primera vez que divisó el grupo de siluetas ocurrió cuando subió a la cima de una duna especialmente alta. Eran un buen número y parecían caminar en dirección a la estrella que él mismo perseguía. Desde donde se encontraban, no podía distinguirlas con claridad, pero para Balfalás era evidente que se trataba de un grupo de hombres. Su instinto le dijo que debía de tener precaución, quedarse a una buena distancia, no perderlos de vista y, sobre todas las cosas, no dejarse ver. Entonces lamentó que fuera una noche tan clara, que las lunas fueran llenas y no menguantes.

Al bajar de la cima de la duna, Balfalás perdió de vista al grupo. Caminó lo más veloz que pudo, buscando un buen lugar para no quitar ojo a aquellos sombríos caminantes. Cuando subió a una nueva duna, no pudo encontrarlos. Se lamentó por ello. Desconcertado, no supo si detener su marcha o aligerar el paso. También se preguntó si lo visto no era sino producto de su imaginación. Como no tenía respuesta, avanzó tratando de no pensar en nada. Siguió su estrella durante horas, hasta que estuvo tan cerca que comprendió que lo que veía era una especie de fogata sobre una torre. El domador siguió avanzando con buen ánimo, a pesar de lo cansado que se encontraba. Pronto, su visión de la torre quedó impedida por la altura de una duna. Balfalás corrió hacia arriba, preso de una extraña urgencia que le pedía alcanzar la cima. Cuando finalmente llegó a la altura, se alzó la torre en su esplendor y supo que era de piedra, una hermosa piedra roja. Balfalás empezó a correr, pero la inclinación de la duna era tal, que no pudo conservar el equilibrio y pronto comenzó a rodar, y sólo pudo detenerse al llegar al terreno plano. Se encontraba de espaldas al cielo, tenía rasponazos en las palmas de las manos, que le ardieron cuando las apoyó sobre la arena para intentar levantarse. Se puso de rodillas, la cabeza gacha, los brazos estirados. Se sintió cansado, dolorido. Tenía magulladuras por todo el cuerpo. Escupió arena y sangre. Al levantarse, sintió un temblor en sus piernas. Se golpeó levemente los muslos con las manos abiertas, los apretó, flexionó las rodillas. Fue el temblor el que lo distrajo. Y esa distracción la que le impidió descubrir al hombre que se hallaba frente a él, y a los otros, atrás. Al alzar la vista, Balfalás se encontró con aquellas sombrías figuras, camufladas por la oscuridad del desierto.

PARTE 2

LA SOMBRA DEL JAMIUR

9

Los cuatro avanzaron por la colina de los árboles muertos, lo cual era a la vez tétrico y asqueroso. Unas semanas atrás, aquellos árboles se secaron sin razón, perdieron las hojas y adquirieron un tufo repugnante que expelían en la madrugada y que, en ocasiones, la brisa llevaba hasta las afueras de Eldin Menor. Los cuatro jóvenes, tres varones y una chica, contuvieron la respiración cuando atravesaron aquel lugar, pero no pudieron evitar sentir el tufo de los árboles al descender la colina.

Era poco antes del mediodía, pero el día desprendía una tonalidad gris, como sucede poco antes del crepúsculo de la tarde. Nubes grises poblaban el cielo. Salvo por sus pasos, el mundo era silencioso para los que corrían hacia la linde del Valle de las Nieblas.

Al salir al descampado frente a la inmensidad neblinosa, se detuvieron. Dos de los chicos no conocían aquel lugar. Uno de ellos lo contempló desde lejos en muchas ocasiones; el otro, ni siquiera eso. Al cumplir los seis años, su padre le prohibió acercarse a la niebla. Le contó sobre su propia prueba de valor cuando cumplió los dieciséis, le dijo que penetró la niebla al amanecer, amarrado a una cuerda, mientras sus amigos, atrás, le animaban a avanzar. Le confesó que apenas pudo adentrarse medio centenar de pasos antes de encontrarse con aquel personaje oscuro, una especie de sombra maligna que se detuvo frente a él.

—Su aliento era como fuego —le aseguró al niño—. Su tamaño era como el de dos hombres —siguió, mientras le mostraba sus antebrazos llenos de las cicatrices provocadas por el fuego del aliento de aquella sombra.

—¿Era un demonio, padre? —preguntó el niño.

—Sí, lo era —fue la respuesta del padre.

El niño cumplía ese día dieciséis años, la misma edad de su padre cuando se enfrentó a la oscuridad, y estaba dispuesto a probar su valor entrando en la niebla.

—¿Estás seguro? —preguntó la chica, al tiempo que amarraba un lazo a la cintura del chico.

—No tengo miedo —aseguró éste.

—Vamos a hacerlo —dijo otro de los chicos, uno que tenía la cabeza rapada.

—Sí, hagámoslo de una vez—confirmó el otro, que llevaba una bufanda roja alrededor del cuello. Era una bufanda de lana gruesa, tejida por su madre.

—Tomen la cuerda —pidió la chica a los otros dos. Y éstos se acercaron y tomaron la cuerda y la chica también lo hizo.

—¿Qué hago? —preguntó el que estaba amarrado a la cuerda.

—¿Cómo que qué haces? —exclamó la chica—. Pues caminar, ¿qué más podrías hacer?

—Ya lo sé, sé que debo avanzar, pero ¿y luego?

—Avanzas hasta que se acabe la cuerda —dijo el de la bufanda—, son unos cincuenta metros, y luego te sientas en el suelo, abres bien los ojos, cuentas hasta cien y regresas. Es lo que se hace.

—Sí, es lo que se hace —dijo el rapado.

El chico con la cuerda amarrada a la cintura respiró hondo. Cerró sus manos en puños. Ambas manos. Estaba tenso. Tenía miedo, pero no estaba dispuesto a aceptarlo. Sudaba, a pesar del frío. Giró el cuello para mirar a la chica, ésta movió la mandíbula de arriba abajo, el chico también lo hizo.

—Anda, cobarde —dijo el de la bufanda.

—Hazlo de una vez, vamos —dijo el otro.

El chico volvió a respirar, expulsó el aire, y avanzó. La niebla era fría, densa, oscura, y tras unos pasos, al girar el cuello, no encontró a sus amigos, estaba rodeado por la niebla. Se detuvo y dudó. “¿Qué puedo hacer?”, se preguntó, al observar al frente. No veía nada. Sentía, eso sí, el frío que calaba ya sus huesos, la humedad de aquel mundo sombrío, y percibía un cierto aroma a fango a su alrededor, como si estuviera internándose en una ciénaga. El chico supuso que no podía hacer nada salvo seguir avanzando y así lo hizo. Su padre pensaría que era un idiota. Pese a ello, avanzó hasta que la cuerda se tensó. Entonces, se sentó en el piso y empezó a contar. “Uno, dos, tres, cuarenta y cinco, cuarenta y nueve…” Al llegar a setenta y seis, advirtió la silueta. Fue algo súbito. De pronto, apareció frente a él a sólo unos pasos. Sintió antes su olor desagradable. Le recordó la leche agria, lo cual le produjo una arcada. Un escalofrío corrió por todo su cuerpo. Era una bestia que caminaba sobre dos patas cortas, gruesas. Tenía un hocico prominente. Ojos de un color verdoso, como piedras con musgo. El chico se puso de pie, pero no pudo correr. No conseguía moverse ni hacer nada, salvo abrir bien los ojos. La bestia se acercó a él lo suficiente para que el chico distinguiera sus colmillos. Bufó. Emanó de sus fosas nasales un moco blancuzco.

—El Único me protege —susurró el chico.

La bestia emitió un sonido horrendo justo antes de saltar sobre el chico, hundiendo sus poderosos colmillos en su cuello. Al escuchar aquel sonido terrible, la chica, el rapado y el de la bufanda, soltaron la cuerda y corrieron. Poco después, la chica se detuvo:

—No podemos dejarlo solo.

El de la bufanda se detuvo también y corrió hacia ella. La tomó del brazo.

—¿Qué haces, Maara? —gritó y la arrastró hacia sí—. ¿Qué haces?

La chica reaccionó y corrió, pero lo hizo con la mirada hacia atrás. Entonces, presenció una visión espantosa, un demonio de dos patas con el hocico lleno de sangre y ojos que brillaban en la oscuridad. Si hubiera tenido el conocimiento, habría sabido que se trataba de un Jamiur, una bestia de las profundidades de la niebla.

10

M