El encaje blanco y negro - Carolina Souto - E-Book

El encaje blanco y negro E-Book

Carolina Souto

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Beschreibung

Lucy se encuentra atrapada en el umbral de la apatía, insegura e insatisfecha con su vida de adulta. Añora la libertad y la imaginación de su infancia. Justo cuando la realidad parece consumirla por completo, un deseo profundo se materializa de la manera más insólita: sus muñecas cobran vida ante sus ojos. Este giro abre las puertas a otro universo, donde todos sus temores y anhelos se encuentran. Guiada por sus muñecas, Lucy se embarcará en un inolvidable viaje a través del espejo, desafiando las convenciones y explorando los límites de su propia piel. Una prosa delicada, evocadora, un tapiz que nos habla sobre el encierro y la necesidad de avanzar en un mundo que a menudo parece privarnos de la magia.

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© El encaje blanco y negro

Sello: Nenúfares

Primera edición digital: Junio 2024

© Carolina Souto Godoy

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: Camilo Palma

Corrección de textos: Gonzalo León

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

_________________________________

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-86-0

ISBN digital: 978-956-6386-20-9

__________________________________

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

Dedicado a mi madre, que con alma de niña amó siempre a todas las muñecas…

Alégrate si al cabo de un tiempo te miras al espejo y no encuentras tu rostro, agradece si el reflejo te muestra a alguien diferente, una imagen imprecisa de ti. Tal vez es algo transitorio, y sea mejor que perderse y no volver nunca más.

Capítulo 1

Cuando era pequeña, recorría los alrededores de la casa de campo de mi abuela paterna. El galpón no estaba lejos, y era un lugar donde acostumbrábamos a jugar con mis primos cuando nos reuníamos los fines de semana o en vacaciones. Era un lugar que olía a animales, porque ahí se guardaban cerdos y gallinas. También lo utilizaban como espacio para guardar los sacos de trigo luego de las cosechas, y era para nosotros muy divertido saltar sobre los costales, lo que por supuesto no estaba permitido y siempre nos arriesgábamos a reprimendas de mi papá o de mis tíos.

Puedo ver en mi mente el techo alto de ese depósito, la madera oscura y vieja tratada con aceite de linaza o alguna sustancia que no conozco. La calavera de una cabeza de caballo justo arriba en la parte más alta de la entrada, cráneo del que inventamos tenebrosas historias con mis primos y mis hermanas.

Muchas veces fui sola a ese galpón. Una caja de madera que parecía un ataúd pequeño, reposaba en el suelo de tierra cerca de las chancherías. Me veo varias veces entrando en esa caja y cerrando la tapa, mirando por las rendijas cómo se filtraba el sol y pequeñas partículas de polvo flotaban en el escaso aire adentro. Me gustaba mirar esos puntos brillantes, me hacían sentir que eran mágicos, porque el sol se reflejaba en ellos, astro al que siempre percibí como un ser esplendoroso.

Me gustaba estar sola. No es que no disfrutara de jugar con los demás. Pero algo me hacía querer estar lejos del resto, disfrutando de mi tiempo y el silencio...

Una niña blanca y de cabello rubio, con lindos zapatos acharolados aparecía constantemente ante mí. Pero no era de este mundo, o de ese tiempo, cosa que al parecer yo no notaba o tal vez no me importaba. Mi familia me vio jugar y hablar con ella muchas veces, en una escena loca y tétrica que erizaba los pelos de quienes me observaban.

Vivimos varios años en la casa de mi abuela, siempre junto a bastante gente debido a que ella tenía nueve hijos, además de mi papá, casi todos viviendo en la misma casa. Eran todos de muchos amigos, a los que se sumaban visitas frecuentes de familiares de Santiago y vecinos de parcelas colindantes. Fui siempre la hija más tranquila, la que pasaba más desapercibida. Mis hermanas fueron niñas más interesantes: la mayor era un torbellino, de cabello oscuro y rizado, ojos saltones y cara traviesa, de energía desbordante y a veces incontrolable. Había algo malvado en sus primeros años y mi madre llegó muchas veces a tenerle miedo. La menor era una niña hermosa, de ojos grandes y almendrados, piel rosada y cabello con brillantes bucles negros, su cuerpo redondo y piernas rollizas, enternecía a todos con sus gestos tiernos, con su tartamudez y sus palabras mal pronunciadas.

Yo al lado de ellas era una sombra apenas perceptible; nunca fui hermosa ni especial como mis hermanas. Ellas se convirtieron en mujeres muy inteligentes, grandes mujeres, admirables. Cada una en su estilo, son de esas féminas que marcan presencia, que son líderes y que con sus ideas guían al resto. Mujeres con opinión, con ideas claras. Me pasa frecuentemente que las miro y me siento una pequeña hormiga.

Mis hermanas crecieron como niñas normales y se adentraron en la pubertad a paso seguro. Habiendo tenido una infancia plena, se encerraron en los capullos de la adolescencia llenas de ideas y sueños y resurgieron como mariposas. Prontamente sus siluetas desbordaron belleza, que traía consigo la seguridad que toda mujer posee en su interior. Pero no fue mi caso. Algo genético estaba programado de una manera diferente, mi capullo seguramente estaba defectuoso.

Aunque siempre me sentí diferente, a mi alrededor no faltaban las compañeras de escuela que querían ser mis amigas, pero eso muchas veces me asfixiaba, así que prefería la soledad. A pesar de mi naturaleza solitaria, logré entablar amistad con una de las niñas que iba a mi clase, curiosamente fue cuando preparábamos una obra de teatro llamada Muñecas. Yo era muy apegada a juegos con muñecas, de diferentes tipos, pero mi amiga creció rápido, y mientras ella miraba compañeros de curso, yo pensaba en llegar a mi casa y abrir el canasto que contenía las más de cincuenta muñecas que reunimos a lo largo de la infancia con mis hermanas, con las que jugué muchos años, hasta que mi hermana menor se cansó de sentarse conmigo a imaginar aventuras y fue en busca de sus propios episodios con sus nuevas amigas del liceo.

Sí, ya era grande, era momento de dejar las muñecas, tal como lo habían hecho ellas y todas las demás. Pasaba de los diecisiete años y había que dar paso a nuevas etapas, pero no era fácil para mí. Cuando jugaba, entraba en un mundo imaginario que producía en mí una felicidad absoluta. Las últimas muñecas que tuve, y a las que estuve más apegada, fueron barbies, no de las auténticas, pero del tipo mujer curvilínea, de esas a las que les quedaba bien tener mucha ropa, tanta como fuera posible. Mi mamá cosía y creó para mis muñecas innumerables prendas que yo guardaba en un bolsito de género verde con rosado, creo que también hecho por ella. A veces pienso que, en esos años, tan importantes de niña-adolescente, los cambios que esperé en mi cuerpo y que nunca ocurrieron, los veía en mis barbies: altas, acinturadas, con curvas de mujer, con actitud desenfadada y llenas de planes. Así podía vivir a través de ellas y olvidar que cuando me miraba al espejo en las mañanas, era la niña huesuda, andrógina y desgarbada que odiaba ser.

Uno de mis muñecos, mucho más anterior a esas muñecas, se llamaba Diego, y era uno de esos nenucos, un bebé, que a las niñas nos gustaba abrazar y cuidar. Lo esperé mucho y lo quise infinitamente, hay muchas fotos en las que salgo cargándolo.

No sé si se deberá a que todas las madres, o la mayoría, conocen muy bien a sus hijos, o a que tienen quizás una bola de cristal a la que consultan cada día por nosotros, o un tercer ojo, un sexto sentido… no lo sé. Pero creo que mi madre siempre vio que yo era diferente a mis hermanas, puesto que, cuando fuimos universitarias, regaló todas las muñecas que ya después ni cabían en el canasto y andaban dando vueltas en la despensa. Pero, a pesar de que mi mamá sucumbía ante la realidad de niñas más vulnerables y regalaba siempre todas nuestras cosas al punto de quedarnos casi sin recuerdos, nunca regaló a Diego ni a mis barbies.

Estaba cocinando ese día caluroso de principios de marzo, resignada a cumplir esa odiosa labor del día que era solo mía y que al parecer mi hermana jamás compartiría conmigo, menos ahora que estaba en su nuevo trabajo de lunes a viernes. Preparar comidas no era lo suyo; mi mamá siempre la mantuvo alejada de la cocina, porque tenía mucho miedo a que le pasara algo, que se cortara o que se quemara, la había sobreprotegido toda su niñez y cuando Antonia fue grande, ella misma se autoexilió definitivamente de las ollas, por eso sé que miente cuando me dice que, cuando tenga plata, comprará ingredientes exóticos y probará hacer recetas. Las preparaciones saladas no son para mi hermana, creo que en realidad ya no quiere intentarlo, hasta le he escuchado decir que le daría asco cocinar porque es sensible con algunos olores, pero adora cómo huele la vainilla, el chocolate, el coco, el caramelo y otros ingredientes de ese tipo; así que estoy segura de que podría hacer postres complejos. Ya ha preparado queques, batidos y ha hecho helados con frutas que han resultado bastante bien. Mi hermana mayor, en su rol de mujer heredera de los conocimientos culinarios de mi madre, y por su carácter poco sumiso, de vez en cuando se apoderaba de esos terrenos olorosos y sabrosos, y preparaba almuerzos y suculentos postres para todas. Por mi parte, pensé que nunca había aprendido nada con respecto a elaborar platos, fui siempre obediente y al mismo tiempo cómoda, nunca rondaba cuando se cocinaba, solo me sentaba a la mesa en el momento que mi mamá nos llamaba a comer; pero de alguna manera absorbí consejos útiles de las conversaciones con mi madre en el taller de costuras, cuando me decía cómo se preparaba una sopa, o cosas básicas como huevos fritos. Todos estos conocimientos permanecieron dormidos en mí, hasta el día que mi madre enfermó repentinamente y necesitó de atenciones especiales. De un día para otro, me vi en la necesidad de asumir el rol de dueña de casa, con todo lo que eso conllevaba. En menos de dos semanas, era capaz de preparar el plato que fuera necesario, para consentir y cuidar a mi madre.

Mi hermana tenía siempre dos horas de colación en el colegio, así que yo calculaba con precisión todos los tiempos. Primero, cuánto demoraría en cocinar cada día según el plato, y después, la hora exacta en que ella marcaba su tarjeta en el colegio para salir a almorzar, sumado al trayecto de la locomoción hasta la casa. La esperaba con la mesa puesta, la comida caliente, todo listo para servir y comer.

Ya tenía el arroz listo y empezaba un guiso de zapallo italiano, cuando escuché un ruido. Los gatos seguramente habían tirado algo de alguna repisa. Fui a mirar, pero no encontré nada fuera de lugar. Los gatos estaban durmiendo: los machos en mi cama y las hembras en el jardín. Sentí por segunda vez que algo sonaba y volví a revisar, a veces los gatos de los vecinos sienten olor a comida en la casa y entran por las ventanas o por las puertas de gato. Un cajón del clóset, que funciona como mueble de la oficina, estaba abierto, solo eso. Seguro estaban buscando algún ratón imaginario. Volví a la cocina y continué con el guiso. Hice una ensalada con tomates que estaban a medio madurar, pero jugosos.

Supuse que mi hermana ya estaba por entrar a la casa. La reja resulta a veces bastante ruidosa porque tiene un sistema de seguridad muy antiguo, con un candado, y cada vez que alguna de nosotras llega, saca sus llaves, abre el candado, lo retira del picaporte donde va puesto y, luego de traspasar la reja, lo vuelve a poner en su lugar por seguridad. Por cierto, es absurdo nuestro sistema de protección, ya que la cerca de fierro es tan baja, que solo con estirar una pierna se puede estar al otro lado. Por supuesto, sería una manera demasiado extraña para entrar, y que únicamente ha utilizado una amiga de mi hermana que tiene las piernas largas, y que no tuvo paciencia para esperar a que abriéramos.

Siempre permanezco atenta al momento que llega Antonia. Cuando la escucho poner el candado, corro a abrir la puerta de la entrada, porque está un poco caída y arrastra en el piso dejando una marca y haciendo un sonido molesto, pero si la levanto un poco eso no ocurre y solo tintinean las campanitas que tenemos colgando en la parte superior, junto a una corona de protección con la mano de Fátima y algunos cuarzos mágicos, que hice en un momento de iluminación y creatividad. Mi hermana no tiene fuerza para levantar la puerta, por eso me adelanto a que abra ella, y en ese momento le digo “bienvenida”, como cuando las empleadas les abren la puerta a sus patrones en las novelas turcas. Le pregunto cómo le fue, y ella suspira o hace un sonido de bestia, a veces furiosa y otras veces sufriente, depende del día. Pasa a su baño lo más rápido que puede, mientras yo sirvo los platos en la isla de la cocina, porque la mesa del comedor es ahora territorio de los gatos y no podemos comer ahí tranquilas. Sirvo la bebida y pongo la ensalada que tengo escondida de los gatos, sobre todo de una de las gatas que al parecer ha decidido llevar una dieta vegana.