El griego indomable - Relación prohibida - Heredero perdido - Kim Lawrence - E-Book

El griego indomable - Relación prohibida - Heredero perdido E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 456 El griego indomable Kim Lawrence Estaba decidida a cambiar de imagen para seducirlo… Beth Farley estaba enamorada de su jefe griego, el apuesto Andreas, pero él la veía como parte del mobiliario de oficina. El hermano de Andreas, el arrogante Theo Kyriakis, tenía un plan. Si Beth fingía ser su amante, entonces Andreas querría lo que no podía tener… Después de un cambio radical, Beth pasó a ser una mujer despampanante, y su amado jefe cayó rendido a sus pies. Sin embargo, la joven pronto se dio cuenta de que no era a él a quien quería, sino a Theo… Relación prohibida Anne Mather Aquél era el paraíso… de la seducción Rachel Claiborne es una belleza, pero está cansada de que la juzguen por su aspecto físico, y nunca ha dejado que se le acerque ningún hombre. Por el momento, está centrada en encontrar a su madre, que ha abandonado a su familia para marcharse a la paradisiaca isla de San Antonio. Rachel no tarda en caer bajo el hechizo de la isla, personalizado en el irresistible Matt Brody. Por primera vez en su vida, quiere entregarse a un hombre, pero no puede dejarse llevar… porque es evidente que Matt sabe algo acerca de su madre desaparecida… Heredero perdido Lynn Raye Harris Primero, el príncipe la había seducido, luego la había obligado a casarse con él. No era normal que el príncipe Nico Cavelli perdiera el tiempo visitando a una turista en una celda. Excepto si aquella supuesta delincuente le había robado algo muy personal: su hijo, heredero al trono de Montebianco. Lily Morgan siempre supo que era un error ir hasta aquel reino mediterráneo, pero no había tenido otra opción. Primero, había sido encerrada en prisión por un delito que no había cometido. Luego, el príncipe la había ayudado… pero a cambio había tenido que casarse con él.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 456 - agosto 2023

© 2010 Kim Lawrence El griego indomable Título original: Unworldly Secretary, Untamed Greek

© 2010 Anne Mather Relación prohibida Título original: Innocent Virgin, Wild Surrender

© 2009 Lynn Raye Harris Heredero perdido Título original: Cavelli’s Lost Heir Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-014-3

Capítulo 1

Theo cruzó la habitación con paso firme, sin vacilar ni un instante. Sin embargo, la expresión de su rostro lo delataba. ¿Acaso lo había soñado o realmente acababa de llevarse una reprimenda a manos de la patética secretaria de su hermano?

«¡Increíble!», pensó, escandalizado, y trató de recrear la escena en la memoria. Cuando por fin se había dignado a levantar la vista del teclado del ordenador, aquella mujer le había lanzado una mirada de auténtico desprecio.

«Hace media hora...», había añadido en un tono afectado después de darle la información que le había solicitado.

Estuvo a punto de reírse, pero el buen humor no le duró ni un segundo. La mujer que se ocupaba de los asuntos profesionales de su hermano le había caído mal desde el principio. Había algo en ella que... No era capaz de ponerle nombre... No se trataba sólo de aquellas formas pedantes, ni tampoco de aquella actitud sobreprotectora para con su hermano... Él nunca había tenido el deseo de sentirse apreciado por sus empleados, pero no podía evitar preguntarse por qué lo miraba como si fuera un ser malvado. ¿Cuándo y cómo le había dado motivos?

Nunca.

Quizá encajara en el papel del perfecto villano o algo parecido... Sin duda ésa era de las que tenían un gran melodrama personal que representar, con represión freudiana incluida. No obstante, hasta ese momento siempre le había tratado con una cortesía impecable, aunque no agradable. De alguna forma, la hostilidad siempre había estado presente.

No entendía muy bien cuál era su problema, pero tampoco quería averiguarlo. Estaba dispuesto a ser tolerante porque era una trabajadora muy eficiente, nada que ver con sus predecesoras. El currículum y las cualidades profesionales nunca habían sido una prioridad para su hermano Andreas a la hora de entrevistar candidatas para el puesto de secretaria.

Sin embargo, aunque Elizabeth Farley tuviera una habilidad asombrosa para manejar sin problemas la ajetreada agenda de su jefe y fuera capaz de pasar toda una mañana trabajando sin tener que ir a hacerse la manicura, jamás hubiera sido la primera elección de Theo; ni la primera ni la última. A diferencia de su hermano Andreas, a él no le gustaba tener esclavas que lo adoraran incondicionalmente.

Un gesto de desagrado cambió la expresión de su rostro cuando recordó la devoción casi canina de aquella mujer. Su dedicación iba mucho más allá de una mera llamada del deber, pero no había llegado tan lejos como ella hubiera querido. ¿Cómo iba a llegar a algo más con aquellos horribles trajes que se ponía, grises en invierno y marrones en verano?

A Andreas le encantaba sentirse idolatrado y muchas de las mujeres que habían compartido cama con él parecían sacadas de una revista de moda. De hecho, varias habían salido de ahí.

La moda femenina, por el contrario, no era precisamente un tema de interés para Theo, pero sí le gustaban las mujeres seguras de sí misma que hacían un esfuerzo por estar guapas y tener buen aspecto.

«Elizabeth Farley...».

Parecía empeñada en borrar todo rastro de feminidad de su cuerpo...

Sin duda debía de tener un trauma muy serio, pero ése no era asunto suyo. La cortesía y el respeto en el entorno laboral, en cambio, sí lo eran, y aunque no quisiera tener un séquito de aduladores en el edificio que llevaba el nombre de su familia, tampoco esperaba llevarse un desplante a manos de una simple secretaria.

Él nunca había tenido que recordarle a nadie quién era el jefe allí, pero decididamente ella necesitaba que alguien le dejara las cosas bien claras. Se detuvo frente al despacho de su hermano, se soltó un botón del impecable traje a medida que llevaba puesto y se aclaró la garganta. La joven menuda que estaba sentada tras el escritorio levantó la cabeza y entonces la expresión de él se transformó. Detrás de aquellas horrorosas gafas que siempre se ponía para el papeleo, podía ver los ojos de Elizabeth Farley, llenos de lágrimas. Algunos hombres se dejaban llevar por esos excesos emotivos típicamente femeninos. Él, en cambio, siempre los había encontrado... irritantes. Sin embargo, ese día se sentía inclinado a no ser tan inflexible. Ella estaba de suerte.

Después de una pausa, por fin, se decidió a hablarle, no sin un persistente rastro de reticencia.

–¿Un mal día?

Elizabeth lo miró con ojos perplejos. No era sólo aquel tono de voz comprensivo, sino también la persona de la que provenía. Aquella pizca de humanidad, aunque pequeña, era totalmente inesperada en alguien como Theo Kyriakis. Siempre que le oía hablar, su voz sonaba dura, cruel, sarcástica... Beth no pudo contener un sollozo y al final emitió un sonido a medio camino entre un lamento y un gemido.

Sorprendentemente aquel hombre desagradable parecía haber dejado a un lado su habitual arrogancia y soberbia... justo en el peor momento.

«¡Qué oportuno!», pensó la joven. ¿Por qué no podía ser el ser despreciable y autosuficiente de siempre?

«No voy a llorar. No voy a llorar. No voy a llorar...», se dijo una y otra vez. Parpadeó compulsivamente, masculló alguna excusa relacionada con la alergia y trató de rehuir aquella mirada penetrante e insostenible.

Era muy extraño pero, desde el primer momento, los ojos oscuros y enigmáticos de Theo Kyriakis la habían turbado sobremanera. En realidad, toda su persona la inquietaba más de lo normal. Ella siempre había intentado no juzgar a nadie a partir de una primera impresión, pero en el caso de los hermanos Kyriakis no había sido capaz de seguir la máxima. Su reacción hacia ellos había sido poderosa, instantánea y muy difícil de borrar. Por lo general la gente solía caerle bien, pero Theo Kyriakis no formaba parte de la especie humana. Aquel tipo era el ser más frío y prepotente que jamás había conocido; todo lo contrario de su hermano. Nada más ver sonreír a Andreas, se había convertido en su esclava fiel.

Al recordar aquel momento, Beth volvió a sentir el picor de las lágrimas en los ojos. Se mordió el labio inferior y se sacó un pañuelo de papel del bolso, consciente en todo momento de la presencia siniestra del verdadero y único jefe de Kyriakis Inc, por mucho que la circular de Navidad dijera otra cosa.

Ésa no debía de ser la primera vez que Theo Kyriakis hacía llorar a alguien. El hombre no era un pozo de simpatía precisamente. Cuando repartieron la amabilidad y la tolerancia, debía de estar muy atrás en la cola. Sin embargo, en otros casos era evidente que había sido el primero de la lista.

Beth se hubiera echado a reír de no haberse sentido tan mal. Se sonó la nariz y se atrevió a mirar con disimulo aquel perfil aristocrático y bronceado. Aunque no quisiera admitirlo, no tenía más remedio que reconocer que debía de resultar atractivo para la mayoría de la gente. Además, la abrumadora sexualidad que desprendía en todo momento debía de venirle muy bien.

Espectacular y sexy... Eso pensaba la mayoría de las mujeres, pero a Beth le traía sin cuidado. Lo que realmente detestaba en él era su absoluta indiferencia hacia el resto de los mortales. Lo que los demás pensaran de él debía de importarle...

«Un pimiento...», pensó la joven para sí. Aquel alarde constante y el exceso de confianza eran absolutamente insufribles.

Cuando entraba en una habitación, todo murmullo cesaba de inmediato y un silencio sepulcral invadía la estancia. Todos se volvían hacia él y lo seguían con la mirada, como si estuvieran bajo un embrujo repentino. Sin embargo, no eran sus exquisitos trajes y su impresionante porte los que los dejaban boquiabiertos. Aquel hombre despedía un magnetismo animal que no pasaba desapercibido. Perfección... Ése era el problema. Theo Kyriakis marcaba la diferencia; siempre de punta en blanco.

Beth, por el contrario, siempre había sido un completo desastre, pese a los esfuerzos de su abuela por inculcarle un poco de orden. Cada vez que tenía que arreglarse ponía patas arriba el cuarto de baño y el armario, pero los resultados nunca llegaban a ser nada más que... correctos.

«Correcto...», pensó para sí. Nadie hubiera pensado jamás en Theo Kyriakis como una persona correcta mientras avanzaba por uno de los pasillos del edificio, con aire tranquilo y elegante, haciendo girarse a la gente a su paso.

Aquello no era normal. Un hombre necesitaba tener unos cuantos defectos que lo hicieran humano, pero él no parecía tener ninguno.

«O lo tomas o lo dejas...», decía la expresión permanente de su rostro. Sin embargo, era muy fácil adoptar esa pose cuando nadie tenía otra elección que no fuera tomarlo.

Andreas, en cambio, era totalmente distinto. Una de las primeras cosas que le había llamado la atención de él, aparte de su encantadora sonrisa, era su inesperada fragilidad y, por supuesto, su simpatía; nada que ver con su hermano insoportable. Si hubiera sido él quien la hubiera encontrado llorando, habría hecho algún comentario gracioso para hacerla reír en lugar de quedarse mirándola con unos ojos sombríos y escalofriantes.

La idea de recibir un abrazo de Theo Kyriakis debería haber sido de lo más disparatada y divertida. Sin embargo, no era así. De alguna forma, la idea de sentir aquellos brazos musculosos a su alrededor, apretándola contra un cuerpo que era tan duro como aquellos ojos afilados la hacía sentir una bola en el estómago; una bola de horror. ¿De qué si no?

Mirándola con descaro, Theo hizo una ligera mueca al oírla sonarse la nariz una vez más. ¿Cómo podía hacer tanto ruido una nariz tan pequeña?

–Váyase a casa. Yo me ocuparé de Andreas –dijo, pensando que no era una buena idea tener a una mujer histérica al frente del despacho.

Aquel ofrecimiento inesperado la hizo levantar la cabeza de repente, sacándola de aquella ensoñación que ya empezaba a parecerse a una pesadilla.

–¡De ninguna manera! –le dijo, irritada ante aquella sugerencia. Ella no era su secretaria, sino la de Andreas, pero eso no le impedía repartir órdenes a diestro y siniestro.

Miró aquel rostro aristocrático e inflexible. Él nunca dejaba que nadie olvidara quién mandaba allí. En más de una ocasión se había tenido que morder la lengua al verle cuestionar la autoridad de su hermano, pero Andreas nunca se quejaba. Tenía un corazón demasiado bueno para eso.

A él no le gustaba generar conflictos, ni tampoco buscarse enemigos, y lo cierto era que ya tenía bastante con los de su hermano Theo. Ella solía salir en su defensa y así se había ganado la fama de ser sobreprotectora, entre los miembros más educados del personal de la empresa. Los demás simplemente le tenían miedo y ése era el motivo por el que no tenía muchos amigos allí.

Sin embargo, esa reputación sí le garantizaba una buena dosis de respeto, aunque no fuera sincero.

Respeto fingido y un amor sin corresponder... Los viernes por la noche no eran nada del otro mundo para ella.

Theo levantó las cejas al oírla contestar con tanta vehemencia. La expresión de su rostro pasó de la cordialidad a la irritación en un abrir y cerrar de ojos.

–Hay que dejar los asuntos personales en casa –le dijo en un tono serio.

Él siempre había sido capaz de mantener la compostura y la disciplina incluso en los peores momentos y por tanto no esperaba menos de sus empleados. Unos años antes, a raíz de la inesperada cancelación de su compromiso, su foto había aparecido en todos los tabloides y revistas del corazón del país, y su «supuesto» corazón roto se había convertido en la comidilla de todas las páginas web de cotilleo. Sin embargo, eso no le había impedido realizar su trabajo con la misma pulcritud de siempre.

–¡Yo no tengo asuntos personales! –dijo ella, indignada.

Theo arqueó una ceja en un gesto sarcástico y disfrutó mucho viéndola sonrojarse.

–Me sorprende –murmuró.

No obstante, eso no era lo único que le sorprendía. ¿Por qué trataba de prolongar aquella conversación? Ver cómo la estirada secretaria robot de su hermano sacaba las uñas podía llegar a ser fascinante... para algún ocioso sin nada que hacer. Él, por el contrario, estaba muy ocupado.

Beth le lanzó una mirada fulminante a través de las lentes tintadas de sus gafas.

«Maldito imbécil sarcástico...», pensó.

–Tengo mucho trabajo que hacer.

–Muy pocos somos imprescindibles, señorita Farley.

¿Qué era aquello? ¿Una advertencia? ¿Una amenaza?

Beth trató de restarle importancia a aquellas incisivas palabras. No estaba dispuesta a dejar que los comentarios mordaces de Theo Kyriakis le quitaran el sueño. De hecho, probablemente fuera uno más de sus latigazos verbales sin trascendencia. Sin embargo, a veces era difícil saberlo porque aquella voz profunda y envolvente como el chocolate negro podía convertir la lectura de una lista de la compra en una experiencia siniestra y extraña.

«¡Bueno, basta ya!», se dijo. En menos de un año ya se habría olvidado de aquella voz, aunque eso significara quedarse sin trabajo, sobre todo en números rojos.

Beth levantó la barbilla. Ya no estaba en la plantilla de la empresa, y por tanto no tenía por qué aguantar los arrebatos egocéntricos de aquel hombre impertinente.

«¡A diferencia del resto de mundo!».

–No puede echarme porque me voy.

Estupefacto, Theo contempló el sobre que le ofrecía con manos temblorosas.

–¿Echarla? –se preguntó él, sacudiendo la cabeza con desconcierto–. ¿Me he perdido algo?

Pensando que quizá se había excedido un poco en su reacción, Beth bajó la vista y rehuyó su mirada.

–Usted ha dicho que yo no era imprescindible –le recordó.

–¿Y usted cree que sí lo es?

–Claro que no –dijo ella.

Ignorando la interrupción, Theo siguió adelante.

–¿Entonces guarda una carta de dimisión en el cajón por si llega el momento?

–Claro que no. Yo...

Él examinó el sobre un instante.

–Y el nombre que aparece en ese sobre no es el mío. Yo no soy su jefe inmediato, ¿recuerda?

Beth puso los ojos en blanco.

Sobre el papel Andreas era el jefe en esas oficinas pero, aunque gozara de cierta autonomía, Beth sabía muy bien que el que tomaba todas las decisiones importantes era Theo Kyriakis. Él era Kyriakis Inc. Y nadie hubiera cuestionado su gestión después de ver la meteórica subida de la empresa. Andreas siempre acataba las órdenes de su hermano sin rechistar y evitaba a toda costa cualquier tipo de confrontación.

–Si quiere verme fuera de aquí, me voy ahora mismo.

Theo guardó silencio un instante, asombrado ante aquel desafío insolente.

–¿Qué? ¿Y perderme la posibilidad de tener estas deliciosas discusiones en el futuro? –se detuvo.

Prácticamente podía ver cómo le rechinaban los dientes de tanto apretarlos.

–Mire, no sé qué le ha pasado ni quién la ha hecho ponerse así –añadió, sin saber por qué se preocupaba tanto por el asunto. Su único objetivo era asegurar el buen funcionamiento de Kyriakis Inc. Todo lo demás carecía de importancia.

–¡Usted! –nada más decirlo, Beth se sintió culpable. En realidad él no le había hecho nada... en esa ocasión.

Él la miraba con una expresión de perplejidad en el rostro, y no era para menos. Había descargado contra él toda la rabia y la frustración que tenía dentro, pero no sabía muy bien por qué lo había hecho. El único delito que él había cometido era darse cuenta de que ella no se encontraba bien. De hecho, había sido la única persona que se había fijado.

–Creo que debería meditar mejor su decisión –le dijo él tras un largo silencio.

¿Acaso su hermano Andreas se había acostado con ella? Theo contuvo la respiración durante treinta largos segundos. La explicación encajaba muy bien con aquel espectáculo de llanto. ¿Cuántas veces le había dicho a Andreas que mezclar el trabajo con el amor era la receta perfecta para el desastre?

Anonadada y boquiabierta, Beth le vio mascullar un juramento y romper la carta en pedazos.

–Si bien no es imprescindible... –le dijo, esbozando una sonrisa sarcástica. Era imposible que Andreas se hubiera ido a la cama con una mujer que no llevara los labios pintados.

Y Elizabeth Farley no los llevaba.

Mientras observaba la exuberante curva de sus labios bien delineados, se dio cuenta de que no era algo tan malo. Si ella hubiera decidido realzar un poco más aquel regalo de la naturaleza, podría haberse convertido en una distracción peligrosa para su alocado hermano. Igual que cualquier otro hombre, Andreas hubiera empezado a preguntarse qué otros regalos de la naturaleza podía esconder debajo de aquella ropa infame.

–... sí creo que es muy buena en su trabajo –añadió, terminando la frase, sin dejar de mirarle los labios.

Beth guardó silencio. Durante mucho tiempo no había sido más que un mueble de oficina para Theo Kyriakis, y sin embargo, en ese momento, parecía mostrarle algo de reconocimiento.

–¿Ah, sí? –le dijo ella, obligándose a mirarlo a los ojos.

–¿Me equivoco?

Dejando a un lado su modestia habitual, Beth respondió al desafío que brillaba en aquellos ojos oscuros e impenetrables.

–Soy buena en mi trabajo.

Y tenía razón. Por lo que Theo había podido ver, aquellas oficinas hubieran llegado al colapso de no haber sido por ella. Presa de una nueva oleada de irritación, se preguntó qué podía haber hecho Andreas para provocar esa situación. Si el sexo estaba fuera de la ecuación, no quedaban muchas opciones.

–¿Es que le han hecho una oferta mejor? –le preguntó, frunciendo el ceño.

Beth levantó la vista de la papelera que contenía los restos de su carta de dimisión; la carta que ya había escrito tres veces. Por suerte, todo lo que tenía que hacer para tener otra copia era pulsar el botón de la impresora.

–¿Oferta?

–No tiene nada que temer –dijo él en un tono brusco y escaso de paciencia–. ¿Ha recibido alguna llamada?

–¿Quiere decir para un trabajo? –Beth abrió los ojos. ¿De verdad pensaba que algún ejecutivo estaba interesado en ficharla?

Él arqueó una ceja, en espera de una respuesta.

Ella sacudió la cabeza.

–No, no he recibido ninguna llamada.

Él la atravesó con una mirada interrogante y aguda.

–¿Los desafíos son un problema para usted?

Sin duda era una mujer inteligente. Sin embargo, la expresión vacía con que lo miraba en ese momento decía lo contrario.

–¿Es que no da abasto con el trabajo?

A él le encantaban los desafíos y por tanto sabía reconocer la frustración y el aburrimiento en los demás. Mucha gente disfrutaba desempeñando un trabajo monótono y rutinario, pero a lo mejor ella no era una de ésas.

–¿No cree que es buena idea hablarlo con Andreas antes de tomar una decisión precipitada?

El tono casual con que arrojó aquella sugerencia disparó la rabia de Beth. La joven se puso en pie, llena de indignación.

¿Cómo podía pensar que había tomado una decisión semejante sin meditarla cuidadosamente? No estaba en situación de abandonar un trabajo, y mucho menos uno que estaba tan bien pagado, pero no tenía otra alternativa. Enamorarse del jefe era una cosa, pero verse obligada a ayudarle a elegir un anillo para su prometida era algo totalmente distinto, y ella no era tan masoquista. Seguramente era una tonta por haber tomado una decisión así, pero ya no podía soportarlo. Además, había hecho todo lo posible por olvidarse de él.

–¡No puedo hacerlo! –gritó–. Si tengo que verle...

Al ver una expresión de perplejidad absoluta en el rostro de Theo Kyriakis, volvió a sentarse, ofuscada. Un rubor incontenible teñía sus mejillas.

–Por favor, váyase –masculló entre dientes, tratando de esconder la rojez de su rostro tras una cortina de pelo.

Él se quedó mirándola durante unos segundos interminables y finalmente siguió de largo.

Beth soltó el aliento al oír cómo se abría la puerta.

Theo tardó un buen rato en ahuyentar de su pensamiento el incidente con Elizabeth Farley; su extraño comportamiento, aquel exabrupto apasionado, sus labios temblorosos e increíblemente sensuales... La escena que acababa de vivir no era fácil de olvidar. Sin embargo, la imagen que encontró nada más traspasar la puerta tampoco se quedaba atrás. Su hermano, besándose con la mujer que una vez había sido su prometida...

Un pequeño déjà vu... No exactamente. La vez anterior la había sorprendido in fraganti en los brazos de otro hombre, pero en esa ocasión parecía hacerlo a propósito. Además, la otra vez se la había encontrado desnuda con su amante, pero en esa ocasión tanto Andreas como ella estaban vestidos, por suerte.

La otra vez... había visto cómo se hacían añicos sus propias ilusiones; nada que ver con el presente. Las ilusiones eran parte del pasado. Ya no tenía expectativas románticas de ningún tipo y, por tanto, podía contemplar la escena con cierto grado de frialdad y objetividad; algo que le faltaba seis años antes.

Seis años antes... Entonces era un romántico empedernido; un optimista que se creía el hombre más afortunado del mundo. Entonces creía haber encontrado a su alma gemela. Entonces...

Estaba enamorado. Y era tan agradable ser la envidia de todos sus amigos; un hombre feliz con una preciosa prometida... Ella seguía siendo preciosa y era evidente que su hermano Andreas era de la misma opinión. ¿Acaso era algo genético o era que todos los hombres de la familia Kyriakis tenían que pasar por la misma prueba?

De ser así, entonces él había aprobado con matrícula de honor. No obstante, por muy humillante que fuera, la experiencia le había servido para aprender unas cuantas lecciones que ya no olvidaría jamás. En su faceta profesional, siempre había trabajado bajo el supuesto de que todo el mundo tenía intereses propios y, gracias a Ariana, había empezado a aplicar la misma máxima en sus relaciones personales. Todavía disfrutaba del sexo; al fin y al cabo no era más que una necesidad primaria, como alimentarse o dormir, pero ya no esperaba ni buscaba una unión mística. A veces se preguntaba cuánto tiempo hubiera vivido atrapado en aquella patraña si el destino no se hubiera interpuesto en su camino en forma de un vuelo cancelado... El mismo destino que lo había llevado hasta la puerta del apartamento de su prometida al mismo tiempo que a su antiguo marido, el viejo Carl Franks.

Era prácticamente imposible volver a tropezar con la misma piedra. No obstante, si por alguna jugarreta del destino volvía a sentirse tentado de utilizar las palabras «amor» o «para siempre», entonces sólo tendría que recordar aquel patético incidente del pasado para recuperar la cordura. En aquella ocasión, había dado media vuelta y se había ido sin más, pero, desafortunadamente, ésa no era una opción en ese momento. Aunque su hermano no supiera valorar su esfuerzo, era su responsabilidad salvarle. Por suerte, a pesar de sus muchos defectos, Andreas nunca había sido precisamente un romántico y, a diferencia de él mismo, nunca había tenido tendencia a poner a las mujeres en un pedestal durante la adolescencia. Con sólo recordar su propia ingenuidad en aquella época, no podía evitar una mueca de dolor. ¿Acaso Ariana no había sido capaz de resistir la tentación de lanzarse a por su hermano nada más surgir la oportunidad, o lo había hecho con toda intención?

«¿Y eso qué más da?», se dijo. Si ella creía que lo iba a dejar pasar, estaba muy equivocada.

Mirando atrás, quizá había sido un error haberla dejado llevar a cabo su pequeña venganza seis años antes. Por aquel entonces no le había parecido una buena idea responder a las declaraciones que ella había hecho, pues no quería prolongar el interés del público. Sin embargo, la versión que ella había vendido a aquella revista femenina era falsa de principio a fin...

«Yo estaba loca por Theo y por eso me llevé una gran sorpresa cuando me dio un ultimátum. Me hizo elegir entre mi carrera y él. Es un griego de pura raza y supongo que quería una esposa anticuada y supeditada a él...», había declarado para la prensa. Y después lo había llamado para decirle que gracias al artículo la habían llamado para protagonizar la campaña de publicidad de un nuevo perfume, en lugar de la modelo que había sido elegida en primera instancia.

«Así que gracias, Theo...», le había dicho en un tono de advertencia.

«Pero todavía me debes una».

Evidentemente había encontrado el momento adecuado para cobrarse su última deuda.

–¿Interrumpo?

Aquella irónica pregunta los hizo separarse de inmediato. Ariana se ajustó el escandaloso escote del vestido y Andreas, algo incómodo y nervioso, se pasó una mano por el cabello y se aclaró la garganta.

–Theo... Yo... Nosotros... No te oímos tocar. Estábamos...

Theo arqueó una ceja y le sonrió. En realidad tenía ganas de estrangularle por haber caído en aquella estúpida trampa. ¿Cómo era posible que no supiera que Ariana era venenosa? Una víbora codiciosa en busca de venganza.

La joven levantó una de sus manos, exhibiendo una manicura perfecta, y tapó los labios de Andreas.

–Cariño, Theo sabe muy bien qué estábamos haciendo –le dijo, sonriendo.

Mirando a su hermano con impaciencia, Andreas se dejó besar.

–Bueno, no hacen falta presentaciones, ¿verdad? –dijo, riéndose un poco de su propia broma.

Alto y apuesto, Andreas Kyriakis sabía que la calidez y el encanto irresistible de su sonrisa siempre inclinaban a su favor la balanza. O casi siempre... En ese momento su sonrisa parecía tan tirante y crispada como un cable de alta tensión. Agarró una fría botella de champán, la abrió y entonces, al mirar a su futura esposa, ya no pudo contener más la sonrisa triunfal.

Esa vez le tocaba a Theo ser el segundo plato.

Ariana nunca lo había querido, pero a él sí lo quería.

Capítulo 2

–Eso fue hace muchos años. Éramos unos críos, ¿verdad, Theo? –Ariana agarró su copa de champán y miró al hermano mayor a través de una copiosa cortina de pestañas negras. Theo parecía demasiado relajado. ¿Por qué no arremetía contra su hermano pequeño y le lanzaba algún ultimátum de los suyos?

La joven titubeó durante un breve instante de desconcierto.

–Unos niños –dijo Theo al tiempo que reparaba en el enorme pedrusco que brillaba en el dedo de ella–. Por lo menos, yo sí –añadió, con una mirada irónica y una sonrisa en los labios.

Mientras la observaba ella arrugó los labios; unos labios realzados por los cosméticos más sofisticados; tan distintos a la suavidad rosada y natural de los de Elizabeth Farley.

Por fin había encontrado una explicación para la escena dramática de un rato antes. Al parecer no era el único que lamentaba aquel compromiso.

–Ojalá hubieras ido a la fiesta de cumpleaños de Ariana en París, Andreas –añadió Theo.

Se detuvo un instante y entonces un destello de sorpresa cruzó sus pupilas.

«Suavidad rosada y natural... y Elizabeth Farley... ¡En la misma oración!», se dijo, sin dar crédito a aquel disparatado pensamiento.

¿Qué acababa de ocurrir?

–Ah, ahora lo recuerdo. Estabas haciendo tus exámenes. ¿Cuántos cumplías entonces, Ariana? ¿Treinta? –le preguntó con una inocencia fingida.

La sonrisa de Ariana se tambaleó un instante.

–Tenía unos veintitantos –le dijo ella.

–Sí, más o menos –dijo Theo, sin sentir remordimiento alguno por haber dado en uno de sus puntos débiles–. Por aquel entonces me gustaban mucho las mujeres mayores. Recuerdo que hubo un espectáculo de globos y también payasos.

–Era un mimo famoso –le dijo ella a Andreas–. Y Theo se quedó dormido.

–La edad no importa cuando estás enamorado –dijo Andreas rápidamente en un tono defensivo–. Y Theo nunca fue un crío. Nació con un teléfono en una mano y un contrato en la otra.

Theo aceptó la copa que le ofrecía su hermano, cerró la puerta detrás de él y respiró hondo para calmar la rabia que crecía en su interior.

Estaba dispuesto a encerrarle en el sótano si era preciso, pero seguramente sería capaz de encontrar una solución más imaginativa. La palabra «fracaso» no formaba parte de su vocabulario y esa actitud le había llevado a multiplicar por cuatro los beneficios de la prestigiosa multinacional de su difunto padre. Muchos le consideraban una de las figuras más influyentes de la década, y sin duda era un ejemplo a seguir para cualquier hombre que quisiera amasar su primer millón antes de llegar a los treinta.

–Bueno, ¿qué celebramos? –preguntó, mirando una vez más aquel ostentoso diamante–. ¿O acaso es una pregunta ridícula? –miró a su hermano Andreas–. Supongo que os tengo que dar la enhorabuena –añadió.

«¿Es que has perdido tu pequeña cabeza de burro, Andreas?», le dijo a su hermano, en la mente. Ariana batió sus pestañas con fuerza y estiró la mano izquierda hacia él.

–Queríamos que fueras el primero en enterarte, Theo –dijo.

Sin embargo, no había sido el primero. La chica que a esas alturas debía de estar imprimiendo una nueva carta de dimisión ya estaba al tanto de todo.

–Oh, gracias –dijo Theo, pensando en el problema que se le venía encima. ¿Cómo podía hacerle ver a su hermano que era mucho más seguro casarse con una serpiente venenosa o con una piraña carnívora?

Si armaba un lío en ese preciso momento, probablemente se sentiría mucho mejor a corto plazo, pero eso era justo lo que Ariana quería y no estaba dispuesto a darle la satisfacción que ella buscaba. No iba a dejar que lo tachara de hermano celoso. Además, no fueron celos, sino náuseas, lo que sintió al ver cómo la agarraba de la cintura.

–Ariana ha aceptado casarse conmigo. Espero... Esperamos que esta situación no resulte incómoda –dijo Andreas, abrazándola con orgullo. La expresión de sus ojos parecía desafiante.

Theo guardó silencio un momento.

–Por lo que a mí respecta, no hay ningún problema. Enhorabuena.

El rostro de Andreas se relajó de inmediato.

–Voy a servir otra copa más para Beth, para que brinde también –dijo Andreas, visiblemente aliviado.

Theo levantó una mano.

–Yo se la llevó –dijo.

Antes de que su hermano Andreas pudiera decir nada, Ariana intervino.

–¿Beth? –preguntó, sorprendida–. ¿Quién es Beth?

–Beth... Mi secretaria, Beth. Pasaste por delante de ella al entrar. La has visto todas las veces que has venido.

–¡Oh, ella!

Theo la observó con atención mientras le restaba importancia a la joven Beth con una risotada despreciativa. Una simple secretaria monjil, nada que ver con una modelo glamurosa como ella.

–Oh, cariño, no sé si será buena idea invitar a tu ayudante a compartir este momento tan... familiar. Parece algo tímida y creo que se sentiría incómoda. ¿No te parece? –añadió Ariana, en su tono pedante de siempre.

Andreas se encogió de hombros.

–Supongo que tienes razón. Es un acontecimiento familiar.

A pesar de haber cedido fácilmente, Andreas no parecía muy convencido.

«Qué interesante...», pensó Theo. Seguramente Ariana se había dado cuenta de que la joven secretaria estaba locamente enamorada de su jefe. Por desgracia, a la chica no se le daba muy bien disimular y su mirada siempre la delataba. Además, la determinación con que había intervenido para dejarla fuera de la celebración, no dejaba lugar a dudas.

¿Acaso la consideraba una rival?

Theo hizo un esfuerzo por recordar la imagen de Elizabeth Farley. Un rato antes había estado muy lejos de ser una chica tímida, sobre todo después de gritarle y atacarle con sus mejores armas verbales. La novedad de aquella actitud rebelde e inesperada había dejado una huella en su recuerdo... Aquellos ojos grandes y expresivos, su rostro con forma de corazón y, por supuesto, aquellos labios llenos y firmes se habían quedado grabados en su memoria.

Seguía pensando que era más que improbable que hubiera habido algo entre Elizabeth Farley y su hermano Andreas. Sin embargo, si Ariana sospechaba de aquella chica que hacía parecer sugerente y voluptuosa a una monja, entonces lo que hubiera pasado o no carecía de relevancia.

Lo verdaderamente importante, en cambio, era que podría usar la inseguridad de Ariana a su favor... Mientras oía hablar a su hermano sobre los planes de boda, un plan perfecto comenzó a fraguarse en su mente...

Beth trató de hacer oídos sordos, pero fue inútil. Las voces provenientes del despacho contiguo llegaban hasta ella sin piedad y después, aquel horrible sonido del corcho que saltaba de la botella... Se llevó un sobresalto tan grande que borró de un plumazo la laboriosa página de datos estadísticos que le había llevado toda la mañana elaborar.

–¡Céntrate, Beth! –se dijo haciendo una mueca y dejando escapar las lágrimas.

Mordiéndose el labio inferior, se secó la solitaria lágrima que corría por su mejilla con el dorso de la mano.

–¿Y qué esperabas, idiota? ¿Pensabas que iba a seguir soltero para siempre? ¿Pensabas que iba a esperar por ti? ¡Como si eso pudiera ocurrir alguna vez! –se dijo, desesperada.

No tenía por qué haber sido tan malo. Beth intentó recuperar los datos perdidos. Si hubiera sido cualquier otra mujer... En realidad ninguna mujer era lo bastante buena para alguien como Andreas; una persona maravillosa, el marido perfecto... Sin embargo, cualquier otra hubiera sido mejor elección que aquella mujer... Ariana. De repente se vio asaltada por la imagen de la curvilínea rubia, tan perfecta y falsa. Aquel rostro impecable e imperturbable no podía esconder más que oscuridad. Había algo en Ariana Demetrios que resultaba profundamente inquietante, o mejor dicho, todo en ella resultaba sospechoso; desde su sonrisa de plástico hasta sus pechos de silicona.

«Pechos de silicona...», se dijo Beth, esbozando una sonrisa fugaz. Por lo menos tuvo un breve momento de satisfacción antes de volver a caer en el pozo de la miseria humana. Si Andreas se hubiera enamorado de cualquier otra, entonces se hubiera alegrado por él, o por lo menos se hubiera resignado sabiendo que iba a ser feliz. Pero la resignación no iba a llegar de ninguna manera.

Beth se llevó una mano al vientre y trató de acomodarse en la silla giratoria. Se sentía mal, asqueada... Todos sus sueños yacían en el suelo, hechos añicos... Una persona necesitaba ilusiones para vivir, aunque sólo fueran meras quimeras. Y aunque no había sido fácil soportar las continuas aventuras de Andreas con todas las rubias de infarto de la ciudad, por lo menos siempre le había quedado una pizca de esperanza; algo que ya no tenía. Él iba a casarse.

«Con esa víbora», se dijo, desesperada.

Por lo menos tenía intacto el orgullo. Andreas no sabía que se había enamorado de él con la primera sonrisa. Evidentemente, si hubiera tenido algo de sensatez entonces, hubiera salido por la puerta el primer día, pero...

«Mejor tarde que nunca», pensó, tocando la nueva copia de la carta que se había guardado en el bolsillo. En ese momento no era capaz de verlo, pero en realidad Andreas le había hecho un favor. Ya era hora de tener una vida, y también un novio de verdad. Tenía que empezar a pensar en el futuro y el primer paso para eso era entregar la carta de dimisión. Si buscaba otro trabajo, quizá tuviera tiempo para matricularse en ese curso de empresariales que llevaba tanto tiempo queriendo hacer.

–Sé positiva, Beth –se dijo en voz alta mientras trataba de recordar los documentos que Andreas le había pedido para el viernes.

No obstante, por mucho que intentara ver el lado positivo de todo aquello, no pudo evitar levantar la cabeza con un gesto triste al oír la suave voz de su jefe. Le oyó reír y entonces sintió el tono más grave y poderoso de su hermano.

Theo Kyriakis.

La expresión de Beth se endureció nada más recordarle. Nunca había sido capaz de entender cómo dos hermanos que apenas se llevaban cinco años de edad podían ser tan distintos. ¿Cómo era que la misma genética había sido capaz de producir dos seres totalmente opuestos en todos los sentidos? La única cosa que sí compartían, sin embargo, era su debilidad por cierta rubia modelo. El día anterior Andreas y Ariana habían salido juntos del edificio y, nada más hacerlo, habían desencadenado un revuelo de rumores y especulaciones que todavía seguía en pleno apogeo. Todo el mundo quería confirmar las sospechas y saber si realmente el hermano pequeño estaba saliendo con la mujer que había humillado a Theo Kyriakis públicamente.

Cuando le preguntaban, Beth fingía desconocer el asunto pero, igual que todos los demás, se preguntaba cómo reaccionaría un hombre tan egocéntrico como él al enterarse de la noticia. No obstante, a diferencia de la mayoría de la gente, sí entendía muy bien por qué Ariana prefería a Andreas antes que a su hermano mayor. Cualquier mujer hubiera elegido igual.

Al pensar en Andreas, su expresión se suavizó. ¿Por qué siempre lo tenían que comparar con su autoritario hermano? Era tan injusto... Andreas era un hombre indiscutiblemente apuesto. Tenía una constitución atlética, medía un metro ochenta, tenía el cabello castaño y ondulado y su sonrisa era simplemente encantadora. Si analizaban cada uno de sus rasgos al detalle, entonces resultaba evidente que era un hombre de una belleza clásica, nada que ver con su infame hermano. Sin embargo, aunque no compartiera la opinión, Beth no podía sino admitir que era Theo Kyriakis quien se llevaba todas las miradas femeninas cuando ambos hermanos entraban juntos en una habitación. La gente no se fijaba en la ligera asimetría de sus rasgos faciales. Estaban demasiado ocupados admirando sus extraordinarios ojos, sus pómulos esculpidos, su piel bronceada y sus indecentes labios carnosos. Obviamente, tenía la ventaja de ser unos cuantos centímetros más alto que su hermano pequeño. Tenía las espaldas anchas, unas largas piernas y un cuerpo atlético y bien torneado. No se podía negar que podía resultar increíblemente atractivo para aquellas mujeres a las que les gustaban los hombres sombríos y enigmáticos. Pero Beth no era una de ellas.

Al oír una risa de mujer, se sobresaltó y el rostro siniestro de Theo Kyriakis se esfumó de su mente. Apretó los dientes. Ariana era muy hermosa, pero su risa era escalofriante.

«Pero eso a Andreas le trae sin cuidado», pensó con desánimo. Los hombres en general siempre pasaban por alto esa clase de detalles cuando estaban bajo el hechizo de unos labios sensuales, una larga melena rubia y un cuerpo al que todo le sentaba bien.

–¿Te veo a las ocho, Theo? –dijo Andreas al abrir la puerta.

Tan tensa como un cable de electricidad, la joven clavó la mirada en la pantalla del ordenador.

–Toda la familia estará allí –añadió.

Incapaz de aguantar más, levantó la vista justo a tiempo para ver cómo Andreas rodeaba la estrecha cintura de su prometida con un gesto posesivo.

–¿Cómo iba a perdérmelo? –dijo Theo sin mucho entusiasmo.

Al oír el tono irónico de su hermano, Andreas se rió.

–Puedes traer a alguien si quieres.

Theo inclinó la cabeza con un gesto sarcástico.

–Te dejo todo el papeleo del contrato Crane, Beth. ¿De acuerdo, cariño? Y esas cifras... ¿Las tendrás listas para mañana a primera hora? –siguió adelante sin esperar una respuesta–. Necesitan los papeles de la reunión de esta mañana antes de que termine el día de hoy. Eres un cielo. No sé qué haría sin ti.

Beth levantó la vista. Por sus venas corría un torrente de resentimiento.

«Bueno, muy pronto vas a averiguarlo...», pensó con sarcasmo.

–¿Entonces a las ocho, Theo?

Beth se preguntó si Theo Kyriakis había percibido el tono ligeramente impositivo de su hermano.

«Por supuesto que sí», se dijo. Theo Kyriakis nunca pasaba nada por alto, a menos que se tratara de una nimiedad, como una secretaria insignificante... O ni siquiera eso. Durante mucho tiempo había sido completamente invisible para él... hasta ese día.

«Ojalá hubiera seguido siendo invisible».

–Allí estaré –dijo Theo, con una expresión impenetrable.

La feliz pareja abandonó el despacho, dejando tras de sí el eco de sus carcajadas y el rastro de la empalagosa fragancia de la futura señora Kyriakis.

¿Acaso aquel perfume evocaba recuerdos amargos para Theo Kyriakis? Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, el corazón de Beth se hubiera encogido de tristeza, pero el mayor de los hermanos Kyriakis no se merecía ni una gota de empatía. Además, era más que improbable que hubiera algo de dolor verdadero detrás de aquel rostro sombrío e inflexible.

La joven tomó un montón de carpetas de un extremo del escritorio y las colocó en el otro lado, esperando que Theo Kyriakis se marchara rápidamente.

Pero no lo hizo.

Levantó la vista y se atrevió a mirarle a la cara. Él también la miraba fijamente.

Incómoda y algo nerviosa, Beth se acomodó en la silla y se subió las gafas con la punta del dedo. Esbozó un atisbo de sonrisa y volvió a centrarse en los documentos que estaban sobre su mesa.

–La botella está llena, por si quiere brindar conmigo a la salud de la feliz pareja –dijo él de repente, colocando una copa de champán delante de ella.

La joven trató de guardar las formas. En ese momento nada hubiera podido resultarle menos apetecible que aquella sugerencia.

–Tengo mucho trabajo, señor Kyriakis, y además, sólo soy una empleada –le recordó, sin atreverse a mirarle a la cara.

–¿Pero acaso no le gustaría ser algo más que eso?

Aquella inesperada pregunta la hizo ponerse tensa de inmediato. En realidad no se trataba de una pregunta, sino de una afirmación.

–¿Por qué se empeña en vestirse así? –le preguntó, sin darle tiempo a contestar a la pregunta anterior.

Ya a la defensiva, Beth levantó la vista de una vez y se lo encontró mirando con desagrado el traje de franela gris que ella llevaba puesto.

–¿A qué se refiere? –preguntó ella. Tenía tres trajes idénticos en su armario y también una colección de blusas discretas para conjuntar.

Su abuela solía decirle que la calidad era más importante que la cantidad a la hora de elegir ropa y ella siempre le había hecho caso. Prudence Farley le había enseñado a su nieta cuáles eran las reglas de oro para vestir como una señorita respetable. Además, era cierto que a largo plazo siempre resultaba más rentable comprar prendas duraderas y discretas antes que ropa de moda de mala calidad. Sin embargo, a veces la ropa de moda podía resultar tan tentadora y llamativa...

Beth levantó la barbilla en un gesto desafiante y se llevó la mano a la garganta. Su blusa color crudo estaba abotonada hasta el cuello.

«¿Tres años sin saber que existo y ahora, de repente, está interesado en mi ropa?», se dijo, indignada.

–¿Puedo ayudarle en algo, señor Kyriakis? –le preguntó, sin mucho entusiasmo.

¿Acaso había estado bebiendo?

La prensa basura, siempre sedienta de escándalos, sólo había hablado de cierta debilidad por las rubias de piernas kilométricas; nunca de una tendencia alcohólica.

«Pero nunca se sabe...», se dijo la joven, mirándole con curiosidad. Aquellos rasgos duros y prepotentes no sugerían ningún tipo de debilidad o falta de control, a no ser por la sensualidad de sus labios carnosos... Consciente de un extraño cosquilleo que le subía por el vientre, Beth apartó la vista rápidamente y se encontró con su afilada mirada. Tomar algo con él no era una opción.

«Theo no aguanta tonterías de nadie», le había dicho Andreas en varias ocasiones.

–Creo que sí puede ayudarme en algo –dijo él.

Beth aguantó la sonrisa de cortesía como pudo. Había algo en aquellos oscuros ojos que no casaba con la mueca risueña que le tiraba de los labios.

–Pero su ofrecimiento cortés no es muy sincero. ¿O me equivoco? ¿La hago sentir incomoda?

–No. Por supuesto que no –dijo ella, mintiendo–. No quería ser grosera, pero es que tengo mucho trabajo que hacer.

Y era cierto. Probablemente no llegaría a casa hasta las siete, o las ocho... De pronto recordó la reunión con el director de la residencia. Su llamada se había convertido en una fuente de preocupación, sobre todo porque no había querido decirle de qué se trataba. Al parecer su abuela se encontraba bien, pero Beth no las tenía todas consigo. Algo le decía que se trataba de las tarifas del centro. ¿Acaso iban a subirle la mensualidad?

Lo de la residencia había sido idea de su abuela. Había esperado a tenerlo todo listo antes de darle la noticia, pero ella no se lo había tomado muy bien.

«Sólo será durante unas semanas», le había dicho su abuela, y ella había terminado cediendo.

Sin embargo, de eso ya hacía seis meses y su abuela no mostraba intención alguna de volver a casa. Según le decía, el lugar era como un hotel de cinco estrellas en el que nunca se sentía sola.

Había hecho muchos amigos allí y casi no echaba de menos su antigua casa, donde podía pasar más de una semana sin ver más que a su nieta y a la esposa del vicario.

A ella, por su parte, le encantaba verla tan entusiasmada por la vida. Sin embargo, no podía evitar preocuparse. El coste de la residencia también era igual al de un hotel de cinco estrellas, pero su abuela no parecía haberse dado cuenta de que sus ahorros se habían agotado en los tres primeros meses, y ella trataba de disimular cada vez que surgía el tema porque no quería preocuparla. No obstante, hacer frente a los pagos se había convertido en una batalla constante por llegar a fin de mes, y Beth apenas podía mantener la enorme mansión victoriana que había sido el hogar de su abuela. En esos momentos sólo ocupaba tres de las muchas estancias que tenía el caserón, pero, aun así, los gastos eran cada vez más difíciles de asumir.

Una pesadilla... El director de su banco, por el contrario, pensaba que ésa iba a ser su «fianza».

«Pero si yo no estoy en la cárcel...», le había dicho ella con inocencia.

Y entonces él le había dicho:

«Todavía no...».

No sabía si era una broma o no, pero aquellas predicciones funestas nunca habían conseguido hacerla cambiar de opinión. No estaba dispuesta a vender la propiedad. La casa donde su abuela había sido tan feliz junto a su esposo seguiría ahí para ella.

El director del banco, en cambio, era incapaz de entender su intransigencia, por mucho que dijera lo contrario.

–Señorita Farley, entiendo su postura, pero no está siendo nada práctica. Se lo diré claro. Su abuela es una señora muy mayor y es más que improbable que regrese a casa. Y estas cifras... –le había dicho con un suspiro, mientras ojeaba los papeles–. Me temo que no puede pagar la manutención de su abuela.

En un intento por aliviar la tensión, Beth había hecho una broma.

–Bueno, unas cuantas horas extra no me vendrán mal. Así perderé algo de peso.

Pero el director del banco no se reía.

–Me parece que no tiene elección. Cuando su abuela le dio el poder notarial, estaba pensando en una situación como ésta.

Beth le dio las gracias por aquellos consejos bienintencionados, pero no dio su brazo a torcer. La posibilidad de vender la casa estaba fuera de toda discusión posible. Su abuela amaba aquel lugar tanto como ella. Aquella flamante mansión poseía, en la jerga de los agentes inmobiliarios, una gran riqueza histórica, aunque careciera de comodidades modernas. Además, ése había sido su hogar desde la muerte de sus padres en un accidente de tren.

–¿Quiere que me vaya para que pueda llorar en privado? –dijo Theo Kyriakis de repente.

Aquella pregunta insolente la hizo volver a la realidad como una bofetada en la cara.

–No sé qué quiere...

Él la interrumpió con un gesto impaciente.

–Está enamorada de mi hermano.

Capítulo 3

Beth sintió que la sangre huía de sus mejillas.

–¡Eso es una estupidez! –le gritó, insultada.

Él levantó las cejas en un gesto burlón y cínico.

–No sabía que fuera un secreto. Mis disculpas.

Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, Beth mantuvo la cabeza bien alta. Se quitó las gafas, que no dejaban de resbalársele sobre el puente nasal, y lo fulminó con una mirada de puro odio.

–¡No quiero sus disculpas, ni tampoco su endiablado sentido del humor!

Theo la observó con atención. Seguía muy lejos de ser una belleza, pero la transformación era extraordinaria. Si su hermano Andreas la hubiera visto así, con las mejillas encendidas, jadeante, y con chispas en los ojos, entonces sin duda se hubiera fijado en ella.

–Andreas se acaba de comprometer con una mujer preciosa. A lo mejor prefiere regodearse en su propia miseria y adorar la foto que lleva en la cartera –le espetó con sarcasmo, viéndola desviar la mirada hacia el bolso que estaba a su lado–. No. Tan sólo lo he adivinado. No he estado hurgando en su bolso.

–¿Se supone que es una broma? –le preguntó ella, cada vez más nerviosa.

No había nada que temiera más que convertirse en el hazmerreír de la empresa. ¿Acaso era un secreto a voces? ¿Acaso lo sabía todo el mundo?

Trató de reunir la poca dignidad que le quedaba y levantó la frente. No iba a dejarse apabullar por un hombre como Theo Kyriakis.

–Trabajo para su hermano –le dijo con frialdad–. No tenemos ningún tipo de relación personal... No como usted y su... –se detuvo de repente, sin dar crédito a las palabras que acababan de salir de su boca.

Él la traspasó con una mirada desafiante y desdeñosa, y ella sintió un gélido escalofrío que la recorrió de arriba abajo. Theo Kyriakis debía de tener el alma tan negra como la mirada.

–¿Acaso se refiere a mi relación con la encantadora Ariana? –le preguntó, arqueando una ceja–. Eso fue hace mucho tiempo.

«Maldito bastardo», se dijo Beth. ¿Por qué no lo dejaba pasar sin más? Una ola de calor le abrasó la piel. Si él se había dado cuenta, entonces quizá Andreas... también lo sabría.

De pronto sintió una presión en el corazón y, falta de aliento, se llevó una mano al pecho y se abrió un poco el cuello de la blusa.

Observándola en todo momento, Theo no pudo evitar desviar la vista hacia esos escasos centímetros de piel blanca que acababa de descubrir. Una vena inflamada palpitaba furiosamente en su cuello.

–El pasado suele influir en el presente –tomó una silla de un rincón y se sentó frente a ella a horcajadas, colocando las manos sobre el respaldo.

Cansada de aquella conversación agotadora, Beth bajó la vista y contempló sus manos. Eran unas manos fuertes, pero elegantes.

«Por favor, vete de una vez...», repetía sin cesar en su mente.

Él estaba jugando al gato y el ratón con ella, y sin duda debía de obtener algún retorcido placer viéndola sufrir.

–Sospecho que una buena parte de la atracción que mi hermano pequeño siente por Ariana se debe a mi antigua relación con ella. Es muy competitivo.

Beth levantó la cabeza bruscamente y casi estuvo a punto de tirar al suelo las carpetas que estaban sobre el escritorio con el movimiento de sus manos temblorosas.

–¿Que él es competitivo? –exclamó, incrédula, contemplando al hombre que estaba sentado delante de ella con ojos de asombro. Era evidente que en ningún momento se le había pasado por la cabeza pensar que ella pudiera preferir a Andreas antes que a él.

«¡Dios mío! ¿Cómo se puede tener un ego tan grande?», se dijo.

Theo guardó silencio y entonces esbozó un amago de sonrisa cínica que no dejó indiferente a la joven. Había algo muy sensual en aquellos labios que no pasaba desapercibido; algo que intensificaba el cosquilleo que sentía en el vientre.

–De acuerdo, es... Es algo entre hermanos –añadió él en un tono casual.

Beth se obligó a apartar la vista de los labios de Theo Kyriakis. Siempre se había sentido incómoda con su presencia, incluso cuando la ignoraba por completo. Pero las cosas siempre podían empeorar y tener su atención era todo un calvario. Aquella absurda conversación, aunque normal para una mente retorcida como la de él, no hacía sino llevar a un extremo insoportable la aversión que sentía por él, hasta el punto de querer salir corriendo.

–Ése es su problema, no el de Andreas –le dijo, sintiendo una gran impotencia al ver que no era capaz de identificar aquella extraña emoción que parpadeaba en sus oscuras pupilas. Casi hacía falta un acto de fe para creerse que Andreas y él pudieran ser hermanos.

Andreas era un día soleado, mientras que el hombre que estaba ante ella era una noche cerrada, oscura, impenetrable, peligrosa...

–No puedo sino reconocer que conoce muy bien a mi hermano –dijo él, inclinando la cabeza sin abandonar la pose sarcástica y arrogante que era su estado natural–. Es evidente que es toda una experta en el tema –añadió en un tono de voz que le ponía los pelos de punta.

La miró fijamente y trató de descifrar la expresión de su rostro. A lo mejor su hermano le había dado un beso en la mejilla en alguna ocasión. ¿O acaso habían llegado más lejos? Rápidamente rechazó aquella idea disparatada que acechaba desde un rincón de su mente. Por algún extraño motivo, las imágenes que aparecían en su mente eran mucho más turbadoras que el recuerdo auténtico del beso de Ariana y su hermano. Quizá Elizabeth Farley estuviera mucho mejor sin toda esa ropa horrorosa, pero Andreas no era de los que se molestaban en mirar más allá de las apariencias. Sin embargo, Ariana sí tenía la intuición de la que él carecía. Sin duda la espectacular rubia veía una amenaza en potencia en aquella chica menuda e insignificante, así que... A lo mejor su hermano se sentía atraído por ella. ¿Era posible que no se hubiera dado cuenta siquiera?

Beth apretó los dientes y entonces sintió un efluvio de calor en las mejillas. Nada deseaba más en ese momento que borrarle la sonrisa cínica de los labios con una bofetada.

–No... No. No quería decir... Yo... Cuando trabajas mucho tiempo con alguien llegas a conocerle muy bien. Tenemos mucha confianza.

Al darse cuenta de la sórdida interpretación que Theo Kyriakis podía darle a sus palabras, Beth se sonrojó hasta la médula. Las mejillas le ardían como si estuvieran en llamas.

–Pero no se trata de la clase de confianza que... –se apresuró a añadir, pero él la hizo callar con un gesto.

–Usted cree que Andreas está muy por encima de una nimiedad como la rivalidad entre hermanos. Cree que es muy noble y...

–Creo que está enamorado.

–¿Y usted cree que lo sabe todo sobre el amor?

Ella lo miró con un gesto de perplejidad. La bola de miseria y frustración que le agarrotaba la garganta se disolvió de repente, lanzando chispas de rabia por todo su ser. Theo Kyriakis jamás hubiera sabido lo que era estar en su piel, sufrir lo que ella había sufrido. Se puso en pie violentamente y la silla salió lanzada hacia la pared de atrás.

–¡Sé mucho más de lo que usted sabe! –le gritó, fuera de sí.

Él no pareció ofenderse.

–Entonces va a aceptar la situación y a marcharse sin más. ¿No quiere luchar por él?

–¿Y qué me sugiere que haga? Mire, puede que usted no tenga nada que hacer, pero creo que esta broma ya ha llegado demasiado lejos...

Theo se incorporó, pero no hizo amago de marcharse. Se pasó una mano por el cabello y la miró de arriba abajo.

–En realidad sí tengo una sugerencia que hacerle. Podría vestirse como una mujer y no como una vieja bibliotecaria.

Un latigazo rabioso sacudió las entrañas de Beth.

–No voy a fingir ser alguien que no soy.

–Admirable... Pero ¿cree que Ariana tendría ese aspecto sin hacer un gran esfuerzo? No estoy hablando de operaciones o inyecciones, pero... ¿Nunca ha oído eso de que no hay recompensa sin dolor? Bueno, en el caso de Ariana es más bien «no hay belleza sin pasar hambre», por así decir.

–¡Pero ella es una mujer de constitución delgada!

–Realmente es usted una ingenua –dijo él, sacudiendo la cabeza.

Beth apretó los dientes.

–Si estuviera enamorada de su hermano, lo cual no

es cierto, me alegraría mucho por él –le dijo.

–Y eso la convierte en una persona increíblemente generosa, aburrida y mentirosa.

Una nueva oleada de color inundó las mejillas de Elizabeth Farley y Theo la observó con atención. No llevaba maquillaje alguno, pero, en realidad, alguien con una piel tan tersa e inmaculada no lo necesitaba.

–¿No se da cuenta de que esa forma de pensar no resulta nada estimulante para la mayoría de los hombres?

Beth lo fulminó con una mirada despreciativa.

–No soy una persona totalmente desinteresada, pero prefiero ser así antes que ser una egoísta insufrible –le espetó con toda intención, sin pensar en las consecuencias de insultar a un hombre como Theo Kyriakis.

Aquel hombre tenía una reputación temible, y ella sabía con seguridad que no tendría ningún reparo en echar a una simple secretaria. Quizá Andreas tratara de impedirlo, pero ella lo había visto ceder ante su hermano en muchas ocasiones y no albergaba ilusión alguna al respecto. Andreas jamás se hubiera enfrentado a su hermano para salvarla.

–La santa tiene garras –le dijo él con un gesto divertido en la cara.

«Y también unos ojos preciosos», dijo una voz en su interior. Sin gafas la joven ganaba muchos puntos.

De haber sido cualquier otra persona, hubiera pensado que eran lentes de contacto, pero Elizabeth Farley se esforzaba demasiado por pasar desapercibida como para usar semejante artificio de belleza. Aquellos increíbles ojos verdes con llamaradas color ámbar tenían que ser auténticos.

Consciente de su intensa mirada, Beth deseó que la tierra se la tragara en ese preciso instante. Sin embargo, aguantó la situación con valentía y no sucumbió a la tentación de esconder el rostro detrás de la cortina de pelo que lo rodeaba. Estiró una mano y se sujetó el pelo detrás de la oreja. Su abuela solía decirle que tenía un pelo precioso, pero ella siempre había soñado con tener el cabello rubio o pelirrojo; cualquier cosa menos aquella copiosa mata de pelo castaño, sosa y corriente.

–Él no la ve como a una mujer. La ve como parte del mobiliario de las oficinas.

Beth aguantó la respiración. Era como si alguien acabara de darle un duro golpe en la cara. Theo Kyriakis usaba su lengua viperina con una precisión quirúrgica y siempre daba donde más dolía.

¿Cómo podía ser tan cruel?

–¿Cree que mi hermano sabe de qué color son sus ojos? Usted es una pieza muy útil para él. Sabe que hará lo imposible por complacerle –se detuvo, satisfecho. Había dado en el clavo.

Beth creyó que iba a desmayarse allí mismo. La expresión de su rostro era la de un niño al que acababan de decirle que Papá Noel no existía.

Theo se dio cuenta y, por primera vez en mucho tiempo, sintió una pizca de culpa. Hacía mucho tiempo que nadie conseguía hacerle sentir algo parecido al arrepentimiento. Sin embargo, sólo era una pizca... Ni más ni menos. ¿Por qué iba a sentirse culpable por decirle la verdad? Quizá había sido un poco brusco, pero en realidad no había hecho más que abrirle los ojos.