9,99 €
Año 134 a. C. Bajo el mando de Retógenes, Numancia lleva más de veinte años resistiendo el poder de la Roma invencible y los páramos que la rodean han bebido tanta sangre itálica que los romanos se niegan a alistarse en las legiones. Harto de la situación, el Senado envía a su mejor general, Escipión Emiliano, el destructor de Cartago, para acabar con la resistencia de los altaneros numantinos. ¿Cómo logrará reducir a los rebeldes? ¿Conseguirá la mermada ciudad resistir al mayor desafío de los romanos? Con una narrativa ágil y llena de suspense, José Ángel Mañas ha escrito una emocionante novela en la que los destinos trágicos de hispanos y romanos se cruzan en el entorno inhóspito de la Numancia sitiada. El hispano nos hace revivir uno de los momentos más apasionantes de la historia de España, al tiempo que da vida a un héroe sorprendente y enigmático. Para los amantes de la novela histórica trepidante, los curiosos de la historia de España y los huérfanos de Africanus.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
El hispano
JOSÉ ÁNGEL MAÑAS
JOSÉ ÁNGEL MAÑAS. Con tan solo veintitrés años triunfó espectacularmente con la publicación de Historias del Kronen, novela de culto, emblemática de toda una generación y adaptada con un éxito no menor al cine por Montxo Armendáriz. Cabe asignarle el título de clásico contemporáneo indiscutible.
Posteriormente ha publicado una decena de novelas en clave realista, así como otra de tipo histórico (El secreto del Oráculo), además del ensayo La literatura explicada a los asnos.
En Arzalia Ediciones ha publicado con éxito Conquistadores de lo imposible, su visión de los años salvajes de la conquista de América en clave de novela.
Año 134 a. C. Bajo el mando de Retógenes, Numancia lleva más de veinte años resistiendo el poder de la Roma invencible y los páramos que la rodean han bebido tanta sangre itálica que los romanos se niegan a alistarse en las legiones. Harto de la situación, el Senado envía a su mejor general, Escipión Emiliano, el destructor de Cartago, para acabar con la resistencia de los altaneros numantinos. ¿Cómo logrará reducir a los rebeldes? ¿Conseguirá la mermada ciudad resistir al mayor desafío de los romanos?
Con una narrativa ágil y llena de suspense, José Ángel Mañas ha escrito una emocionante novela en la que los destinos trágicos de hispanos y romanos se cruzan en el entorno inhóspito de la Numancia sitiada.
El hispano nos hace revivir uno de los momentos más apasionantes de la historia de España, al tiempo que da vida a un héroe sorprendente y enigmático.
Para los amantes de la novela histórica trepidante, los curiosos de la historia de España y los huérfanos de Africanus.
El hispano
© 2020, José Ángel Mañas
© 2020, Arzalia Ediciones, S. L.
Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid
Ilustración de cubierta: Ricardo Sánchez
Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea
Diseño y realización de los mapas: Ricardo Sánchez
ISBN: 978-84-17241-82-7
Producción del ebook: booqlab
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.
Para Margarita y Pepe.
A veces se dan circunstancias que parecen increíbles.
Mi padre, José Mañas Martínez, escribió en su día una biografía de Eduardo Saavedra y Moragas. La publicó en 1983 la editorial Turner en colaboración con el Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos. Es una edición bonita y austera de la que todavía guardo algún ejemplar.
Eduardo Saavedra fue una de esas personalidades polifacéticas y humanistas que de vez en cuando producía el siglo XIX: ingeniero de caminos, arquitecto, catedrático de Mecánica Aplicada, director de la Real Academia de la Historia, arabista, arqueólogo, filólogo, miembro de la Real Academia de la Lengua, vicepresidente de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, autor de más de doscientas cincuenta publicaciones destacadas y, sobre todo —llegando a lo que nos interesa—, impulsor, a mediados de su siglo, de las excavaciones arqueológicas en el cerro de Garay, relativamente cerca de Soria, que confirmaron que allí se encontraba la Numancia celtíbera.
Aquella biografía, además de producirle grandes satisfacciones a mi padre —entre ellas que el entonces director del Museo Arqueológico Nacional, Eduardo Ripoll, le propusiera para el Premio Nacional de Historia—, hizo que en su biblioteca se acumulase mucha documentación sobre el personaje.
Como buen bibliófilo, mi padre guardó cuidadosamente fotocopias de cualquier papel importante al que tuvo acceso, ora en casa de la familia, ora en cualquiera de los archivos de las instituciones a las que perteneció Saavedra.
Hay desde entonces diseminados por la biblioteca de su casa un montón de archivadores y cajas repletos de papeles varios con un rótulo muy explícito: Eduardo Saavedra.
Fisgando un día en aquella documentación me encontré por casualidad una carpeta curiosa.
Contenía un conjunto de fotocopias algo desvaídas de un texto en castellano sobre el sitio de Numancia. Cuando le pregunté, mi padre dijo que, si no recordaba mal, era la traducción de un manuscrito en árabe y griego que Saavedra encontró en Egipto en 1869, adonde viajó para la inauguración del canal de Suez.
Por la letra tan característica, que en casa conocemos bien, concluí que la mayor parte de aquellas páginas estaban escritas por el propio Saavedra. También había líneas con otra caligrafía que recordaba, por lo que pude colegir, a la del padre Fita. Y además, notas dispersas con letra distinta que podían ser, a mi juicio, del arqueólogo alemán Adolf Schulten.
El documento relataba el sitio de Numancia con una profusión de detalle que solo un testigo presencial podía manejar, y ese alguien, especulaba Saavedra, en una carta, debía ser Polibio:
El texto, en el griego original y también en sus partes en árabe, que son traslaciones literales del original, tiene tics de su lenguaje. Aunque ciertos fragmentos recuerdan de manera casi literal a La guerra de Yugurta, claramente posterior, eso podría asimismo deberse a que Salustio hubiera bebido de esa fuente hoy desaparecida…
La hipótesis la compartió con su amigo el políglota Fidel Fita. Este la veía lo suficientemente plausible como para que en la correspondencia que ambos sostuvieron se refiriesen coloquialmente al manuscrito como «el Pseudo Polibio».
Pese a ello, Eduardo Saavedra, que era un hombre prudente, nunca se decidió a publicar la transcripción y el asunto quedó dormido entre sus papeles.
A lo mejor estaba muy ocupado. O a lo mejor la famosa edición del Buscapié, falsamente atribuido a Cervantes por Adolfo de Castro, que tanto ruido hizo en su época, le desanimó de hacer atribuciones arriesgadas. Quién sabe.
Alguna vez le he hablado del asunto a mi padre. Él tampoco lo toma demasiado en serio: «Ah, el Pseudo Polibio». Dice que si todo un Saavedra no se atrevió a publicarlo, es porque era apócrifo.
Yo tampoco confío en su autenticidad. No pienso que sea el fragmento de la Historia universal de Polibio en el que narraba, según parece, la guerra numantina. Tengo entendido que algunos historiadores incluso niegan que Polibio estuviese presente en el cerco de Numancia.
No obstante, considero que el documento que ha llegado a mis manos tiene la suficiente calidad literaria e interés como para permitirme hacer una versión adaptada al gusto contemporáneo, con el apoyo siempre entusiasta y paciente de mi editor, Ricardo Artola.
Existiese o no este tal Idris, el relato de sus aventuras resulta especialmente perturbador cuando uno conoce a los protagonistas de la historia.
Todos los artificios embellecedores del texto son míos.
JOSÉ ÁNGEL MAÑAS, 30 de junio de 2020
Romanos
NOBILIOR. Cónsul al frente del ejército romano durante la desastrosa batalla de la Vulcanalia, el 23 de agosto de 153 a. C. Murieron seis mil legionarios. La fecha fue declarada nefasta por la República y ningún general se atrevió de allí en adelante a librar batalla ese día. La derrota fue formidable. Los hechos se recuerdan todavía como una de las mayores humillaciones infligidas nunca a Roma.
PUBLIO CORNELIO ESCIPIÓN EMILIANO, EL AFRICANO MENOR. Cónsul que arrasó Cartago y ordenó el cerco definitivo a Numancia. Su relación con la familia de los Graco, a la que le vinculaba el matrimonio con Sempronia, habría de resultarle, a la postre, fatal.
POLIBIO. Autor de la primera historia universal. Preceptor tanto de Escipión Emiliano como de Fabio Máximo. Nacido en Megalópolis, Grecia, llegó como cautivo a Roma. Allí escribió su Historia universal. Acompañó a Escipión Emiliano en muchas campañas y conoció de primera mano los escenarios de su obra.
QUINTO FABIO MÁXIMO EMILIANO. Hermano de Escipión Emiliano e hijo natural de Lucio Emilio Paulo. Si a Escipión Emiliano lo adoptó la gens Cornelia, a Quinto lo adoptó la Fabia. Fue el primer general romano que derrotó a Viriato.
CAYO MARIO. Autor de una importante reforma militar de finales del siglo II a. C. Perteneciente a una familia de origen plebeyo. Era lo que se conocía en Roma como un «hombre nuevo». Luchó en las guerras celtíberas bajo el mando de Escipión Emiliano, el cual le ayudó en los inicios de su carrera pública. Cuando le preguntaron quién podría ser el general que lo sucediera al frente de las legiones, Escipión señaló a Cayo Mario: «Quizá él».
TIBERIO GRACO. Tribuno de la plebe. Impulsó una reforma agraria que incluía la redistribución de tierras en favor de los ciudadanos más pobres. Eso lo enfrentó con los oligarcas del Senado y con Escipión Emiliano. Murió asesinado a golpes de sus enemigos.
CAYO GRACO. Abandonó el cerco de Numancia para unirse a su hermano en Roma y ayudarle con su proyecto de reforma agraria. Al ser asesinado Tiberio, tomó el relevo. Continuó con las reformas sociales, aunque finalmente la oligarquía senatorial terminaría por imponerse.
YUGURTA. Histórico rey de Numidia cuyos avatares en Roma y África inspiraron a Salustio su Guerra de Yugurta.
MUSSA. Sofisticado e inteligente lugarteniente de Yugurta.
Hispanos
LEUKÓN. Jefe militar de la ciudad de Numancia. Padre, según fuentes no clásicas, de Retógenes el Joven y de Idris.
RETÓGENES, conocido como EL CARAUNIO. Histórico guerrero que burló el cerco de Escipión. Encabezó una arriesgada expedición en busca de ayuda.
IDRIS. Nuestro taciturno protagonista. Héroe de este relato.
AUNIA. Primer amor, nunca olvidado, de Idris.
AMA y ANNA. Hermanas de Aunia.
KARA. Joven hija del herrero. Enamorada desde siempre de Idris.
LUBO. Aedo de Numancia. Devoto de Retógenes.
OLÓNICO. Sacerdote de Numancia.
Asteros. Infantería de primera línea, armados con dos pila, jabalinas, de distinto peso, espada, escudo y placa en el pecho.
Centurión. Oficial al mando de una centuria. Cada centuria estaba compuesta de diez contubernios.
Cohorte. Unidad del ejército romano formada por tres manípulos.
Contubernio. Unidad mínima del ejército romano. Ocho hombres que compartían tienda y equipamiento.
Decurión. Jefe de una decuria, unidad compuesta por diez jinetes.
Gladius. Legendaria espada romana tomada, en realidad, de los hispanos. De ahí su apelativo tradicional, gladius hispaniense. El plural, en latín, es gladii.
Manípulo. Unidad del ejército romano formada por dos centurias, cada una de ochenta hombres.
Pilum. Lanza romana. Las había pesadas, para utilizar al modo de las picas, y ligeras, para lanzar. Las puntas de las ligeras, cuando impactaban en su objetivo, se doblaban de manera que no era posible volver a usarlas. El plural, en latín, es pila.
Príncipes. Infantería de segunda línea armada de manera similar a los asteros —eran, no obstante, más veteranos que ellos—, pero con mejor protección. Muchos tenían cotas de malla.
Sagum. Antecesor del sayo. Según Diodoro, capa «negra y áspera de una lana parecida a la de las cabras salvajes». En la novela lo llamaremos sago.
Triarios. Infantería de tercera línea. Los mejores soldados. Los veteranos que solo intervenían cuando las cosas se ponían feas. De ahí la expresión «llegar a los triarios». Empleaban largas picas con las que formaban sólidas falanges.
Vélites. Infantería ligera y la más pobremente armada.
Un estadio: 201 metros.
Un pie romano: 0,296 metros.
El niño que no sea abrazado por su tribu, cuando sea adulto quemará su aldea para poder sentir su calor.
Donde se cuenta el nacimiento de Idris, su primer amor, su salida de Numancia y los primeros conflictos con los romanos en el arranque de la segunda guerra celtíbera (154-151 a. C.), que pone fin a la paz de Graco.
La presencia romana en la península ibérica, que empezó en 218 a. C., el mismo año que la segunda guerra púnica, se ha incrementado tras la rendición de Aníbal en 201 a. C. y el abandono de Hispania por Cartago. Hace ya medio siglo que existen bajo dominio de Roma dos provincias, la Hispania Citerior y la Hispania Ulterior, que, poco a poco, consulado tras consulado, no dejan de agrandarse.
Segeda es una ciudad perteneciente a la tribu celtíbera de los belos, grande y próspera, y estaba inscrita en los tratados de Sempronio Graco. Esta ciudad forzó a otras más pequeñas a establecerse junto a ella; se rodeó de unos muros de aproximadamente cuarenta estadios de circunferencia y obligó también a unirse a los titios, otra tribu limítrofe. Al enterarse de ello, el Senado prohibió que fuera levantada la muralla, les reclamó los tributos estipulados en tiempo de Graco y les ordenó que proporcionaran ciertos contingentes de tropas a los romanos. Esto último, en efecto, también estaba acordado en los tratados. Los habitantes de Segeda, con relación a la muralla, replicaron que Graco había prohibido fundar nuevas ciudades, pero no fortificar las existentes. A propósito del tributo y de las tropas mercenarias, manifestaron que habían sido eximidos por los propios romanos después de Graco. La realidad era que estaban exentos, pero el Senado concede estos privilegios añadiendo que tendrán vigor en tanto lo decidan el Senado y el pueblo romano. Así pues, Nobilior fue enviado contra ellos con un ejército de treinta mil hombres. Los segedanos, cuando supieron de su próxima llegada, sin dar remate ya a la construcción de la muralla, huyeron hacia los arévacos con sus hijos y sus mujeres y les suplicaron que los acogieran…
APIANO DE ALEJANDRÍA, Sobre Iberia
Ya dijo Cicerón que al combatir Roma con los celtíberos y los cimbrios no luchaba solo por la victoria, sino por su existencia. Y Eduardo Meyer, historiador alemán, escribe: «La República se desangró a causa de los sacrificios a que la obligaron de manera continuada las guerras hispánicas y de la necesidad de mantener allí un ejército permanente». Tan grandes, en efecto, fueron las pérdidas sufridas en aquellas guerras, que el número de ciudadanos romanos, en los veinte años de la guerra celtibérica, que van del 153 al 133, en lugar de aumentar en sesenta mil (por el crecimiento de tres mil cada año), se redujo en cinco mil, lo que supone una pérdida de unos sesenta y cinco mil ciudadanos. Siendo todavía más elevadas las pérdidas de los aliados itálicos, los cuales proporcionaban al ejército un número mayor de soldados que los ciudadanos romanos, podemos admitir que en total, solo entre romanos e itálicos (prescindiendo de los aliados íberos), perecieron en España de ciento cincuenta mil a doscientos mil hombres…
ADOLF SCHULTEN, Historia de Numancia
Este pueblo suministra para la guerra no solo una excelente caballería, sino también una infantería que destaca por su valor y capacidad de sufrimiento. Visten ásperas capas negras, cuya lana recuerda al fieltro. En cuanto a las armas, algunos celtíberos llevan escudos ligeros semejantes a los de los celtas y otros grandes escudos redondos del tamaño del aspis griego. Sobre sus piernas y espinillas trenzan bandas de pelo y cubren sus cabezas con cascos de bronce adornados de cimeras rojas. Llevan espadas de dos filos forjadas con excelente acero y también llevan, para el combate cuerpo a cuerpo, puñales de una cuarta de largo. Utilizan una técnica especial en la fabricación de sus armas. Entierran piezas de hierro y las dejan oxidar durante algún tiempo aprovechando solo el núcleo, con lo cual obtienen magníficas espadas y otras armas. Un arma fabricada de este modo corta cualquier cosa que encuentre en su camino, por lo cual no hay escudo, casco o cuerpo que resista su golpe…
DIODORO DE SICILIA
Hay vidas que parecen abocadas a la tragedia desde el primer hálito.
El hombre que había de ser llamado Idris nació entre los dolores más intensos. Él mismo me contaría años más tarde que el cordón umbilical se le quedó enredado alrededor del cuello. Cuando lo sacaron del vientre de la madre, se ahogaba sin remedio.
La esclava que lo salvó, Stena, era una berona de las montañas ganada en batalla contra los vecinos del norte durante una expedición juvenil del jefe de Numancia. Ella fue la primera que exclamó:
—¡Es un niño!
Tal exclamación, tratándose del hijo de un jefe, tendría que haber provocado los gritos de alegría de Leukón y de los devotos que esperaban pacientemente.
Y sin embargo el ceño de Leukón no solo no se suavizó, sino que el velo de tristeza y cólera que cubría su vista no pudo ser despejado por nadie. Justo antes, el adivino Olónico, cuya barba aún no había encanecido y cuyos músculos guardaban todavía la elasticidad de la juventud, cuando le preguntaron por el estado de la madre había negado con la cabeza.
—Dicen las mujeres que el niño se ha presentado del revés y la desgarrará.
Entre los gritos de dolor, la parturienta se apagó antes de que Stena, como jefa de las esclavas, agarrara su largo cuchillo y terminase de abrir el vientre de la mujer ya muerta para liberar lo que llevaba en sus entrañas.
Con mano experta, Stena se apresuró a sacar el ser que luchaba por su vida y que se hubiera asfixiado de no haber sido por su intervención. Ella fue quien cortó el cordón umbilical con su cuchillo. Nada más tener a Idris en brazos, lo alzó entre sus jóvenes manos. Se lo enseñó a su padre y se lo entregó, temblorosa.
—Lo hemos salvado…
Pero Leukón, en vez de coger al recién nacido y alzarlo delante del gentío congregado ante su casa, hizo un gesto brusco con la mano. Con lágrimas de ira en los ojos, apartó la piel de ciervo que cubría el vano de la puerta.
—¡Alejadlo de mi vista!
Y se adentró en la penumbra. En la estancia aciaga persistían el olor a sangre, sudor y excrementos.
Tras debatirse durante horas con los dolores, la exhausta esposa yacía inerte sobre el suelo. Varias pieles de vaca conformaban su lecho a un lado de las brasas del hogar.
Las mujeres se apartaron. El jefe se arrodilló junto a la muerta y lanzó un prolongado quejido.
—¡Ah, que hubiera muerto él y no tú!
Muy pronto, toda Numancia estaba de luto. La noticia de lo sucedido corrió de boca en boca. Y según creció aquel niño malquerido, la antipatía de Leukón no hizo sino incrementarse hasta que se convirtió en abierta aversión y en clara incapacidad para tolerar su presencia.
—Me recuerda cada día a su madre y al crimen que cometió al nacer…
Como los dioses aprietan pero rara vez ahogan, tras el duelo sucedió que las lágrimas vertidas a lo largo de los muchos días en los que la pena hacía temblar la voz de Leukón las acabó enjugando la mujer que se hallaba más cerca.
Las malas lenguas siempre dirían que la relación ya existía antes de la muerte de la esposa legítima. Y es posible, no digo que no, pues los hombres cedemos ante las pasiones de la carne como el árbol ante un viento huracanado.
Sea como fuese, Stena pronto empezó a consolarle en las noches de invierno y las demás criadas y los devotos de Leukón pudieron escucharlos solazarse juntos. Poco a poco la berona pasó de ser considerada una esclava a ser la amante del jefe y, al cabo, su esposa, con voz cada vez más influyente en las cosas de la ciudad.
Stena se ocupó de Idris y le escogió una nodriza durante los primeros meses en los que Leukón evitaba verlo y mientras su vientre engordaba como en una repetición obscena del último año de la muerta.
Las viejas del clan fueron las primeras en darse cuenta. Y enseguida las tribulaciones de Leukón se trocaron en alegría cuando Stena anunció que estaba encinta.
—Pronto ha llegado —dijeron las mujeres maliciosamente.
Corría un nuevo verano cuando Stena dio a Leukón un segundo hijo al que Leukón nombró como a su padre, Retógenes, que significa ‘hombre noble’ en el idioma celtíbero. ¡Y qué diferente la actitud de Leukón con ese segundo hijo! ¡Qué saltos y voces de alegría! ¡Con qué generosidad invitó a todos a beber con él la caelia, la cerveza de los celtíberos, con la que embriagó a los jóvenes antes de hacerlos bailar a la luz de la luna! ¡Y cómo cantó esa noche después de sostener en sus brazos al recién nacido!
—He aquí a un hombre que ha recuperado la felicidad —dijeron los ancianos.
Tan feliz se mostraba con aquel segundo varón que parecía haber olvidado la existencia de un primogénito, y así sembró la semilla de su propia destrucción.
—Haz lo que quieras con él —dijo—. Pero hazlo cuando yo no lo vea.
Esas fueron sus palabras cuando supo que Stena se disponía a alimentarle con la leche de sus pechos como a su propio hijo.
Pero con ese gesto Stena se ganó a los numantinos.
Hasta quienes murmuraban a sus espaldas y hablaban con lengua sibilina de lo que sucedía le reconocieron su buen corazón. Y así obtuvo el respeto de las gentes de Numancia, que pudieron ver cómo Idris crecía junto a Retógenes amparado por el amor de una esclava.
Pero no todo en la vida es amargura.
Es cierto que a Idris le faltó el amor de un padre. El talante violento y cambiante de Leukón encontró un objetivo fácil en aquel niño que correteaba en torno a su hogar y pasaba el tiempo con los demás críos del clan y las mujeres que rodeaban a Stena, evitando cuanto podía al jefe, que entraba y salía y se ocupaba de las cosas de la guerra que empezaban los arévacos con Roma.
Así, mientras Leukón y sus hombres de confianza lideraban las acciones bélicas en los campos de batalla, los hermanos vagabundeaban por los pinares y escapaban al Duero, donde se bañaban con los hijos de las familias principales y, entre ellas, la de Ávaros, cabeza del segundo clan más distinguido tras el de Leukón.
Si Leukón tenía una clientela de veinte familias, Ávaros tenía diecinueve. Igual no había matado tantos enemigos, pero le aventajaba en el arte de la diplomacia. Los hombres de la asamblea se hallaban divididos entre aquellos dos caudillos que rivalizaban abiertamente por la jefatura.
La naturaleza zanjó la disputa: Leukón engendraba varones, Ávaros solo hijas. Sus tres primeros retoños fueron hembras. Solo al cuarto intento nació un varón que en un futuro defendería su nombre y llevaría el estandarte del clan.
Pero ya entonces los dos hijos de Leukón inspiraban más confianza, y eran más numerosos quienes entendían que la ciudad estaría mejor protegida con él. Como la hija mayor de Ávaros, Anna, nació coja y contrahecha, las viejas rumorearon que algo había en la semilla de Ávaros que parecía invalidarlo para regir los destinos de la ciudad.
Esas tres hijas estaban entre los chiquillos que pasaban el tiempo con Idris y Retógenes durante los días en que los hombres salían a cazar o a guerrear, cuando Olónico se encargaba de educarlos en el respeto a los dioses e iniciarlos en los secretos de la naturaleza. Y como para compensar la pasión que sentía Leukón por Retógenes, los dioses le concedieron a Idris la belleza de su madre. Más de una numantina suspiraba tras sus pasos a medida que crecía.
Anna había venido al mundo con la columna vertebral dañada, y a los pocos años contrajo una enfermedad que no le permitió desarrollar sus extremidades inferiores.
Sus dos piernas eran tan delgadas que parecía que cualquier golpe las fuese a quebrar. Aunque las cubría con la túnica, se notaba siempre esa debilidad. El dolor era tal que para andar se vio obligada a utilizar dos muletas que le fabricó el carpintero de su familia.
En cambio, Aunia era la más hermosa de las numantinas. Desde muy pronto desarrolló una querencia por Idris y él por ella, que se acrecentaba con la compasión que ambos mostraban hacia Anna. Aunia e Idris se emparejaban siempre y podían pasar muchas horas a orillas del río o en la cabaña de Olónico bajo su mirada siempre vigilante.
Aquella querencia con la pubertad se convirtió en algo más. La intimidad fue desarrollando unos vínculos que las escapadas en las noche de verano y el descubrimiento del cuerpo del otro transformaron pronto en un amor incipiente y juvenil, pero amor al fin y al cabo, aunque se contuvo durante mucho tiempo dentro de los lindes de la inocencia.
Ese fue el refugio que permitió a Idris sobrellevar esos primeros años en los que su pequeño mundo se vio amenazado por aquel imperio lejano cuyo nombre estaba cada vez más presente en los hogares celtíberos: Roma.
La primera vez que Idris tuvo una noción del poder de Roma fue un día que Olónico dibujó con un palo, sobre la arena húmeda junto a la laguna, un esbozo del mundo conocido.
El adivino de Numancia enseñaba cuanto necesitaba ser sabido a los niños de los principales clanes. Ese día les estaba mostrando dónde encontrar setas y cuáles se podían comer sin peligro. Y ya con las cestas llenas aprovechó para instruirlos sobre el mundo.
—Aquí están los arévacos. Aquí, hacia poniente, los lusitanos. Más arriba, pasadas unas montañas muy altas, los celtas. Al otro lado del mar también hay celtas. Y lo mismo aquí en Hibernia y en otra isla que hay hacia el oriente. Hacia el occidente nadie sabe lo que hay. Y hacia el sur, al otro lado del mar, está la Numidia…
—Pero Roma… ¿Dónde está Roma? —preguntó Idris.
—Roma está hacia el levante. Aquí.
—¿Y cuáles son los territorios que controla?
—Todas estas islas y todo esto que dominaba en su día Cartago. También Grecia, que está un poco más allá, en otra península. Y ahora Roma amenaza con expandirse hacia el Asia, que es inmensa.
—¿Cómo sabes tanto? ¿Cómo conoces todos esos sitios? —preguntó Aunia.
—Porque los hombres viajan y cuando se encuentran con otros hombres gustan de contar lo que han visto.
—¿Has visto todas esas tierras con tus ojos?
—No. Pero he hablado con suficientes viajeros para saber cómo son esos lugares y las gentes que los pueblan. ¿A vosotros os gustaría conocerlos? Por vuestras caras, Anna, Aunia y Ama, parece que no. Pero la expresión de Idris es diferente…
—A mí me gustaría ver países lejanos. Quiero descubrir qué hay más allá de los mares.
—Algún día viajarás por tierras remotas e incluso cruzarás algún mar, antes de llegar a la morada de Lugh. Pero no olvidéis ninguno que los hombres somos como las plantas. Igual no se ven nuestras raíces, pero existen. Nos atan a nuestra tierra. ¿Y qué pasa cuando se cortan las raíces? ¿Veis ese nenúfar, en ese estanque que se ha formado ahí? ¿Sabéis por qué está quieto? La raíz lo sujeta al fondo. Si esa raíz se cortase, la planta iría a la deriva y se perdería en el río. Quedaría a la merced de la corriente.
—¿Como un milano soplado por el viento?
—Así es. Pero Lugh, a todo le da sentido aunque nosotros no lo entendamos. Cuando nosotros, débiles mortales, no vemos la razón de un suceso, como las lluvias torrenciales, la sequía que destruye las cosechas o las epidemias, solo nos queda confiar en Lugh porque todas esas cosas ocurren por su designio.
—Si Idris se fuera a un lugar lejano, yo me iría con él —dijo Aunia.
—Yo también —apuntó Kara, la hija del herrero, que también asistía a las lecciones del sacerdote, tras un momento de duda.
El sol se estaba poniendo. Se encendía por encima del robledal al otro lado de la laguna.
—Ya es tarde —concluyó Olónico—. Volvamos a Numancia. Volvamos con vuestras familias.
Los romanos siempre fueron el principal enemigo de los arévacos. Con ellos habían estado en guerra desde que Leukón se erigió en jefe militar, y con ellos seguirían en guerra cuando Leukón muriese.
Durante la infancia de Idris, Roma estuvo en el centro de todas las discusiones que mantenía el consejo de ancianos en casa de Leukón al calor de las brasas o a la luz de la luna, cuando se reunía en las cálidas noches de verano.
¡Roma! La lejana ciudad hacía más de dos décadas que mantenía la paz firmada por Sempronio Graco con los pueblos de Hispania. Los ejércitos romanos que controlaban el territorio se habían mantenido mucho tiempo inactivos. Y sin embargo Segeda, la ciudad de los belos, aliada de los numantinos, osó desafiar al lejano poder construyendo una muralla que, decían los invasores, violaba los términos de la paz.
Aquel incidente inflamó los ánimos de los segedenses y el Senado de Roma ordenó a sus legiones marchar contra la ciudad. Ante la presencia de un ejército tan numeroso, los segedenses optaron por refugiarse en territorio de los arévacos, en las faldas de los cerros de Numancia, bajo la protección de Leukón, quien al enfrentarse a la potencia extranjera buscó alianzas con las ciudades vecinas.
De entre todas ellas, Termancia, hacia el suroeste, era con la que mejores relaciones mantenían. Termancia nunca capituló ante Roma. Por eso Leukón viajó hasta allí con sus dos hijos. El jefe Babpo los acogió en su casa y allí compartieron la carne asada de un ciervo. Entre jarra y jarra de cerveza, los dos caudillos intercambiaron las esteras de hospitalidad y se juraron fidelidad mutua y odio eterno a Roma.
En Termancia Idris y Retógenes vieron por primera vez a un legionario.
Ese año los romanos llevaban desde la primavera en la región. Habían plantado ante la cara sur de Termancia, no lejos del río, un campamento fortificado. Los termantinos, jactándose de la inaccesibilidad de su ciudad, tenían por costumbre salir de las murallas a la caída del sol y acercarse a provocar. Había entre ellos un guerrero que medía más de seis pies. Era fornido como ninguno y llegaba hasta casi las puertas del campamento enemigo, donde increpaba a los legionarios a grandes voces y los retaba a un combate singular. Cada noche rodeaba el lugar con su carro y regresaba a la ciudad, por la puerta del sur. El silencio respondía a los gritos que les lanzaba en su tosco latín.
—¡Esos son los romanos! Cobardes como ellos solos.
Al cuarto día de repetirse la provocación, de repente sonaron las bucinas en el interior del campamento. La puerta se abrió para dejar salir a un único legionario que, poco a poco, con su gladius en la mano, se acercó al gigante.
—¿Y ese es el campeón que enviáis? —se burló el termantino. Y bajó de su carro.
Al correrse la voz, los arévacos acudieron a las murallas.