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Dos amantes… ¡una pasión innegable! La princesa Johara ansiaba disfrutar de un último acto de libertad antes de asumir sus deberes como princesa de Taquul. Y encontró su oportunidad en un hombre espectacularmente guapo durante la celebración de una opulenta fiesta. El problema surgió cuando resultó ser el jeque Amir de Ishkana, el más cruel enemigo de su familia. Amir tenía que invitar a Johara a su palacio para afianzar el nuevo tratado de paz entre sus dos países, aunque habría preferido evitarla y, más aún, la tentación que representaba. Pero, por muy arriesgadas que fueran las consecuencias, una atracción tan poderosa era imposible de ignorar.
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Seitenzahl: 184
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Clare Connelly
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El jeque rival, n.º 2841 - abril 2021
Título original: Their Impossible Desert Match
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-342-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Hace diecinueve años. El Palacio Real de Ishkana, junto a la cordillera de Al’amanï.
–Decídmelo inmediatamente.
Daba lo mismo que Su Alteza real, el príncipe Amir Haddad solo tuviera doce años y que los consejeros que acababan de irrumpir en su estancia multiplicaran tres veces su edad. Desde su nacimiento había sido educado para saber el lugar que ocupaba en el mundo y el deber que algún día tendría que asumir. Si la llegada de los hombres a las cuatro de la madrugada le produjo alguna ansiedad, no la manifestó. Fijó la mirada en Ahmed, el sirviente de más confianza de su padre, y esperó su explicación con mirada de acero.
Amir pensó que debía recibir las noticias en pie y salió de la cama.
–Dímelo –repitió con frialdad.
Ahmed asintió con la cabeza lentamente.
–Hemos sufrido un ataque, Alteza –hizo una pausa–. El convoy de sus padres era el objetivo.
La única reacción de Amir fue cuadrarse de hombros, a pesar de que por dentro se le heló la sangre.
–¿Han sufrido algún daño?
–Sí… –Ahmed carraspeó. Por primera vez en la vida, posó su mano sobre el hombro del príncipe–: Amir, han muerto.
Las palabras salieron teñidas de compasión y dolor. Ahmed había servido al padre de Amir desde que era un niño, y el dolor que sentía era profundo.
Amir asintió, sabiendo que tendría que lidiar con su pena cuando se quedara solo. Pero no podía mostrar su dolor en público; no era lo que su país necesitaba de él. Acababa de convertirse en el rey de su país, en el servidor de su pueblo.
–¿Quién ha sido?
Otro de los consejeros, con insignias militares, dio un paso adelante.
–Un grupo rebelde de Taquul.
Amir cerró los ojos por un instante. Se trataba del país vecino, con el que Ishkana mantenía un conflicto desde hacía siglos. ¿Cuántas vidas había costado ya? Desde aquel día, también la de sus padres. Lo que lo convertía a él, Amir, en jeque de Ishkana.
–Un grupo liderado por Su Alteza Johara Qadir –añadió Ahmed.
Amir asintió. El hermano del rey de Taquul tenía un largo historial como agitador. Sus simpatías por los pueblos que habitaban la frontera entre ambos países, una población que se beneficiaba del secular conflicto y que no quería darle fin. ¿Pero que llegara a cometer un crimen como aquel…?
Eso era ir demasiado lejos; un nuevo e imperdonable giro en la guerra, por el que Amir haría pagar a los Qadir el resto de sus vidas. Nada ni nadie mitigaría sus ansias de venganza.
LA PRINCESA Johara Qadir cruzó la habitación con una elegancia innata, disfrutando del anonimato que le proporcionaba llevar el rostro cubierto. Su delicada máscara estaba hecha de ónice y perlas, con diamantes bordeando los ojos y plumas de avestruz en un lado que se elevaban más de medio metro por encima de su cabeza. La máscara solo dejaba ver sus ojos y sus labios, de manera que solo podría reconocerla quien la conociera bien e identificara el brillo que iluminaba sus ojos, de un marrón dorado.
«No tienes elección, Johara, la familia tiene que presentar un frente unido ante esta decisión. Por nuestro pueblo…».
La perspectiva de alcanzar la paz con el país vecino, Ishkana, salvaría vidas y mejoraría la seguridad y la calidad de vida de su gente. Por eso apoyaba la decisión de su hermano de llegar a un acuerdo de paz con el jeque.
No era eso lo que la irritaba, sino que la obligaran a volver a su reino para siempre; tener que dejar Nueva York y abandonar el trabajo que estaba haciendo para alfabetizar a niños; dejar atrás la identidad que se había forjado por sí misma. ¿Todo ello para volver a Taquul y aceptar un futuro prediseñado para ella? ¿Para recibir un título y casarse con el hombre que le asignaba su hermano, Paris Alkad’r, y tener un papel simbólico pero vacío de contenido en el reino?
Solo imaginar ese tipo de vida la asfixiaba, y aun así, comprendía la actitud protectora de su hermano. La había visto sufrir enormemente tras la ruptura con Matthew, el americano del que se había enamorado y que le había roto el corazón. Los periódicos habían cubierto la noticia ampliamente, regodeándose en su dolor. Malik quería salvarla, pero ¡de ahí a organizar un matrimonio acordado!
Un espíritu de rebeldía se había apoderado de ella.
Su hermano era el jeque. No solo era mayor que ella, sino que había sido educado para gobernar. Por comparación, su importancia era nula, al menos para sus padres. Incluso Malik parecía olvidar a veces que era una persona con voluntad propia, y creía que debía obedecerlo sin rechistar. Su mejor amiga de Nueva York le decía que a ella le pasaba lo mismo con su hermana mayor, pero Johara estaba segura de que la arrogancia de Malik no tenía igual. Que lo adorara no significaba que no le enfurecieran sus decisiones.
Suspirando, tomó una copa de champán de un camarero y tras dar un sorbo la dejó en la bandeja de otro. Se había cuidado cada detalle de la fiesta con un gusto exquisito. El personal del Ballet Nacional cumplía la función de ayudantes; las bailarinas, vestidas con un tutú rosa y dorado, se desplazaban bailando por la sala, cautivando a los asistentes. El enorme salón de mármol se había abierto para la ocasión, como demostración de la riqueza y herencia cultural del país; las ventanas enmarcaban vistas del desierto en una dirección y de la cordillera de Al’amanï en la otra.
Una escalinata de mármol blanco descendía hasta un gran lago de forma irregular, rodeado por pequeñas hogueras que lo iluminaban. En el borde se habían colocado plataformas de cristal para que los invitados pudieran asomarse al agua, donde se desarrollaba coreografías de natación sincronizada que arrancaban exclamaciones de los espectadores. Los árboles estaban decorados con guirnaldas de luces que dotaban al jardín de un ambiente de cuento de hadas.
Todo era perfecto.
Johara dejó escapar otro suspiro. Aunque en Nueva York había seguido siendo una princesa, con una discreta escolta, un apartamento palaciego y había participado ocasionalmente en eventos oficiales, había podido ser libre. ¿Podría renunciar a esa libertad, y más aún, al ardiente deseo de hacer algo útil con su vida y no ser meramente ornamental?
Miró a su alrededor. Dignatarios de todo el mundo habían acudido a celebrar una ocasión que nadie había creído posible. Conseguir la paz entre Ishkana y Taquul se había convertido casi en un imposible. Un diplomático extranjero se paseaba por la fiesta, pavoneándose como si se creyera el urdidor del acuerdo de paz, y Johara no pudo evitar sonreír, sabiendo que nadie habría podido obligar a Malik a hacer algo en lo que no creyera.
Malik quería la paz. La enemistad entre los dos países se remontaba a siglos, pero solo perjudicaba a su gente. El odio era peligroso y no tenía sentido. Solo causaba muertes.
Originalmente, el conflicto se había producido en las regiones limítrofes con más agua y por tanto, con tierras más productivas. Y aunque se había llegado a acuerdos parciales, estos nunca se habían cumplido. A eso se añadía la existencia de tribus que reivindicaban la independencia de ambas naciones. La paz solo se había alcanzado después de detalladas negociaciones y un acuerdo para imponer leyes estrictas a ambos lados de la frontera.
Y Johara deseaba con todas sus fuerzas que esa paz fuera duradera.
–Te aburres –dijo una voz masculina a su lado.
Al volverse, Johara vio a un hombre con una máscara de terciopelo que cubría la mitad de su rostro y dibujaba su perfil de manera que se podían apreciar sus rasgos fuertes y simétricos, al tiempo que dejaban a la vista un mentón cuadrado, una nariz aguileña y unos labios voluptuosos… Su cabello era negro azabache y le llegaba hasta el cuello de la túnica. Sus ojos eran negros y su cuerpo hacía pensar en un dios. Johara sintió un escalofrío al hacer esa comparación. El hombre llevaba una túnica negra con bordados dorados en cuello y puños. Resultaba… misterioso, fascinante.
«Peligroso».
–En absoluto –dijo, desviando la mirada del atractivo desconocido.
Aunque sabía que era irreconocible, podía sentir los ojos de él clavados en ella y cómo su sangre se aceleraba bajo su inspección.
–¿Pero preferirías estar en otra parte? –preguntó él.
Johara sintió el impulso de sincerarse.
Lo miró de soslayo, recordándose que eran solo dos personas, sin nombre, sin rango.
–Hace veinticuatro horas estaba en Manhattan.
–Y te gustaría seguir allí.
–Es un día histórico –Johara hizo un movimiento circular con el brazo y miró de frente al hombre–. Todo Taquul se ha reunido para festejar la paz con Ishkana.
Él la miró impasible.
–No todo el mundo. Hay quienes alimentarán su odio y su resentimiento el resto de sus vidas. La paz no se alcanza porque dos hombres lo decidan.
Johara sintió interés.
–¿No crees que la gente prefiere la paz?
Él esbozó una sonrisa cínica que la irritó.
–Una cosa es lo que prefieran, otra lo que deseen. Los sentimientos no siempre van paralelos a la razón.
La observación era perspicaz y despertó la curiosidad de Johara. Inconscientemente, dio varios pasos hacia la periferia del salón.
–Aun así, la gente de Taquul se sentirá aliviada, especialmente los pobladores de las zonas limítrofes. Hace falta un frente unido para controlar posibles insurrecciones en las montañas.
Él la miró con una intensidad peculiar.
–Es posible. Pero dudo que la paz se alcance tan fácilmente.
–Espero que te equivoques.
–Lo dudo.
Johara rio. El escepticismo del hombre resultaba tan natural que dudaba que fuera consciente de hasta qué punto rozaba el cinismo.
–Creo que la gente puede obedecer un tratado de paz –dijo él sombrío–. Pero el odio no se aplaca tan rápidamente. Esta guerra ha causado muchas víctimas. ¿No querrías vengarte del hombre que hubiera matado a un ser querido?
Johara sintió una profunda tristeza y se preguntó si eso era lo que le había ocurrido a él.
–Por eso mismo no puede dejarse la justicia en manos de las víctimas. Sería más sencillo aplicar la ley del Talión que buscar los poderes curativos del perdón
Él se quedó callado y Johara no supo si coincidía o no con ella. Habían llegado a la escalinata que bajaba al jardín. Aunque los peldaños no eran empinados, el hombre posó la mano en la parte baja de su espalda para darle seguridad.
Era un gesto nimio, y aun así, lo habría tenido prohibido de conocer la identidad de ella. La princesa real de Taquul no podía ser tocada por un plebeyo. Pero nadie conocía su identidad y a medida que bajaban, Johara fue acercándose a él hasta que sus costados se rozaron y una ráfaga de dardos calientes le recorrió el cuerpo.
Al llegar al pie, él le indicó el lago.
–Quédate un rato conmigo.
Habló con autoridad y Johara sonrió. Nadie osaba dirigirse a ella así. Asintió con la cabeza. Él mantuvo la mano sobre su espalda mientras las bailarinas que actuaban de camareras circulaban entre la gente. Había una mesa alta en la que podían acodarse, pero Johara se oyó decir:
–¿Quieres ver algo especial?
Él la miró y asintió lentamente. En lugar de percibir una señal de alarma, Johara sintió una descarga de adrenalina y una explosión de deseo.
El hombre le siguió el paso con una actitud relajada y con un aplomo natural que hizo preguntarse a Johara si sería embajador de uno de los países invitados, o uno de los magnates que invertía en las infraestructuras del país. Su aire de riqueza y poder era innegable.
Una serie de escalones rústicos los llevó a un sendero. El hombre mantenía la mano en la espalda de Johara; su calor se propagaba por todo su cuerpo y transformaba su aliento en fuego dentro de ella, que sentía la extraña sensación de ir al encuentro de su destino, como si algo en aquel hombre, en aquella noche, estuviera escrito en las estrellas desde tiempos lejanos.
Amir no sabía por qué caminaba con aquella mujer, pero desde el instante que la había visto, había sentido la necesidad de hablar con ella. Era cierto que su túnica negra se abrazaba a su voluptuoso cuerpo como una segunda piel, pero hacía mucho tiempo que Amir no se dejaba controlar por sus reacciones físicas.
El deseo no bastaba como explicación.
Así que no comprendía por qué dejaba que lo alejara de la fiesta cuando en menos de una hora tendría que mostrarse en público junto a Malik Qadir como manifestación de su nueva «amistad».
Pero para él, nada había cambiado. Seguía odiando a los Qadir. Hacía diecinueve años, al morir sus padres, había jurado que siempre los odiaría, y pensaba mantener su promesa.
–¿A dónde me llevas?
–Paciencia. Casi hemos llegado –dijo ella en un susurro.
–¿Acostumbras a perderte en la naturaleza con hombres desconocidos?
Ella rio.
–No nos perdemos, estamos en el jardín. Y en cuanto a arrastrar hombres conmigo, no sé de ninguna parte…
Calló bruscamente y se quedó inmóvil, mirándolo con una expresión que comunicaba mucho más que las palabras. Amir percibió el eco de su deseo en ella, su respiración alterada, sus ojos brillantes. Alzó la mano a su máscara para retirársela. Pero ella se la sujetó y sacudió la cabeza.
–No. Me gusta así.
Fue un comentario extraño: como si le gustara el anonimato que le proporcionaba la máscara. Amir bajó la mano, pero en lugar de a su costado, la posó levemente sobre la de ella, como pidiendo permiso. Ella se inclinó hacia él de manera que su cuerpo rozó el de él y Amir ya no pudo negar el golpe de deseo que lo asaltaba como si fuera un adolescente cargado de hormonas.
–Ven –musitó ella con voz apremiante.
Y entrelazó sus dedos con los de él para atraerlo hacia un enorme arbusto que los ocultaba a la vista. Ella alargó la mano y apartó unas ramas. Luego lo miró por encima del hombro antes de desaparecer tras un muro formado por árboles. Seguía sujetándole la mano, pero Amir permaneció al otro lado, indeciso, hasta que dio un paso adelante y se encontró rodeado de árboles cuyo follaje llegaba hasta el suelo. Solo el cielo sobre sus cabezas era reconocible, y aun así, no podía proyectar suficiente luz sobre el claro. Reinaba una oscuridad total excepto por la tenue luz plateada de una luna creciente.
–Por aquí –Johara apartó unas ramas y, girando a derecha e izquierda, se adentró en un laberinto.
Amir podía oír el sonido de agua cada vez más alto, hasta que llegaron al centro, donde había una fuente.
–A que es precioso –dijo entonces ella, volviéndose hacia él.
Amir solo tenía ojos para ella. Ansiaba quitarle la máscara.
–Sí –musitó.
Alzó una mano y le tomó la barbilla, mirándola fijamente como si, escrutándola, pudiera llegar a entender la atracción que despertaba en él.
–Es el laberinto del palacio. Es famoso.
Amir asintió.
–He oído hablar de él.
–Claro, como todo el mundo en Taquul.
Amir no le corrigió. No hacía falta que supiera que era de Ishkana, menos aún que era el jeque. Siguió mirándola, concentrándose en sus labios. Sabía que debía marcharse, pero se sentía como si estuviera atrapado en arenas movedizas y no pudiera salir de ellas.
–¿Cuánto tiempo vas a estar en Taquul? –preguntó.
–No lo sé.
–¿No te gusta?
Ella suspiró.
–Tengo sentimientos encontrados.
–¿Qué haces en Nueva York?
Ella sonrió.
–Dirijo una asociación para la alfabetización temprana de niños.
Amir se sorprendió. Había imaginado algo más frívolo, no transmitía la imagen de alguien entregado a una labor social.
–¿Qué te llevó a hacer algo así?
Algo en su mirada hizo pensar a Amir que quería mantener un secreto.
–Es una causa justa.
Amir habría querido retarla, averiguar más, pero sentía que ya se movía en un terreno suficientemente peligroso y que lo sería aún más cuanto más supiera de ella.
El silencio se prolongó. Amir mantuvo la vista clavada en los ojos de ella, marrones y dorados, como la arena del desierto. Entonces bajó la mirada a sus labios, y más abajo, hasta la curva de sus senos. El vestido, aunque negro, brillaba a la luz de la luna.
–Esto es increíble –masculló, sacudiendo la cabeza al tiempo que deslizaba las manos por sus brazos, y luego las subía por su cintura hasta dejarlas cerca de sus senos.
Entonces vio en la mirada de ella una súplica muda de que la tocara y sintió que su erección aumentaba. Quería hacerle el amor allí mismo, bajo las estrellas, con los árboles y la fuente como únicos testigos de aquella locura.
–¿Cuánto te quedas tú en Taquul?
«Lo absolutamente imprescindible». Cada minuto que pasaba allí era una traición a la memoria de sus padres.
–Lo que dure esta ceremonia. Me iré en cuanto acabe.
Los ojos de ella brillaron con determinación. Asintió lentamente.
–Muy bien –dijo en un tono que fue más un ronroneo–. En respuesta a tu pregunta de antes: nunca hago esto.
Amir esperó a que añadiera algo, a que se explicara. Ella lo hizo:
–Nunca arrastro a desconocidos hasta el laberinto, o a ninguna otra parte.
Echó la cabeza hacia atrás y entreabrió los labios, inclinándose hacia adelante como si dejara de resistirse.
–Pero tú eres diferente.
–¿Ah, sí?
–Para empezar, eres el único hombre con una túnica negra.
Amir asintió con la cabeza. Había un motivo. Una túnica como la que llevaba puesta había sido utilizada en un antiguo encuentro entre los dos países para celebrar la paz. Y ella tenía razón. Los demás hombres iban vestidos con ropa occidental o con túnicas blancas.
–Pero no se trata solo de tu vestimenta –ella alzó la mano instintivamente al pecho de él. Los dos se sobresaltaron, como si les diera corriente, pero ninguno evitó el contacto–. ¿Alguna vez has sentido….? –Johara frunció el ceño, buscando la palabra adecuada.
Pero fue innecesario. Él sacudió la cabeza.
–No, nunca he sentido nada parecido a esto.
Y, agachando la cabeza, presionó sus labios contra los de ella con toda la fuerza del deseo que lo consumía.
EL VESTIDO era de una suavidad asombrosa y una hilera de perlas lo cerraba a la espalda, así que Amir tuvo que desabrochar cada una para poder quitárselo. Estaba tan ansioso que habría querido arrancárselo, pero conservó la suficiente cordura como para saber que sería inapropiado hacerla volver a la fiesta con el vestido desgarrado.
Lo que estaban haciendo era una completa locura, pero solo le quedaba confiar en que no representara ninguna complicación en el proceso de paz. Como ella había dicho, la máscara les proporcionaba el perfecto anonimato.
Le retiró el vestido con delicadeza y emitió un gemido al ver que debajo llevaba un conjunto de lencería de encaje que apenas cubría su generoso busto y sus nalgas. La reacción inmediata de su sexo, endureciéndose al límite, fue dolorosa.
Se quitó su túnica precipitadamente sin dejar de mirarla, temiendo que se echara atrás. Por su parte, estaba dejándose llevar a un instante de hedonismo y deseo, en lugar de negárselo, tal y como había hecho con tantas cosas por el bien de su país.
Aunque la continuidad del reino exigía que se casara y tuviera descendencia, hasta el momento solo había mantenido relaciones pasajeras con mujeres que comprendían la imposibilidad de un compromiso por su parte.
Ella se llevó las manos a la espalda como si fuera a soltarse el sujetador, y el gesto devolvió a Amir al presente. La mujer mantuvo la mirada en él y exhaló el aliento entre los dientes al tiempo que dejaba caer la prenda a suelo, dejando a la vista unos senos llenos, con los oscuros pezones endurecidos.
Amir masculló entre dientes, y cuando ella bajó la vista a su sexo, notó que de este escapaba un poco de semen, mientras ella lo devoraba con la mirada.
Amir anhelaba tocarla, saborearla, explorarla, pero no tenía tiempo.
–Tengo que irme enseguida –dijo. Lo justo era advertirla.
–Yo también –dijo ella.
Hizo ademán de bajarse las bragas, pero él la detuvo.
–Permíteme.
Ella dejó caer las manos y Amir se aproximó con el pulso acelerado.
–¿Seguro que quieres esto?