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El libro de los espíritus contiene los principios de la doctrina espiritista sobre la inmortalidad del alma, la naturaleza de los espíritus y sus relaciones con los hombres, las leyes morales, la vida presente, la vida futura y el porvenir de la humanidad; según la enseñanza dada por los espíritus superiores con la ayuda de diferentes médiums recopilada y puesta en orden por Allan Kardec.
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Seitenzahl: 710
ALLAN KARDEC
EL LIBRO DE LOS ESPÍRITUS(Los Principios de la Doctrina Espiritista)
Título: El Libro de los Espíritus (Los Principios de la Doctrina Espiritista)
Autor: Allan Kardec
Título Original: The Spirits’ Book
Editorial: AMA Audiolibros
© De esta edición: 2022 AMA Audiolibros
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Todos los derechos reservados, prohibida la reproducción total o parcial de la obra, salvo excepción prevista por la ley.
ÍNDICE
SOBRE EL AUTOR
INTRODUCCIÓN AL ESTUDIO DE LA DOCTRINA ESPIRITISTA
PROLEGÓMENOS
LIBRO PRIMERO CAUSAS PRIMERAS
CAPÍTULO I DIOS
CAPÍTULO II ELEMENTOS GENERALES DEL UNIVERSO
CAPÍTULO III CREACIÓN
CAPÍTULO IV PRINCIPIO VITAL
LIBRO SEGUNDO MUNDO ESPIRITISTA O DE LOS ESPÍRITUS
CAPÍTULO I DE LOS ESPÍRITUS
CAPÍTULO II LA ENCARNACIÓN DE LOS ESPÍRITUS
CAPITULO III REGRESO DE LA VIDA MATERIAL A LA ESPIRITUAL
CAPÍTULO IV PLURALIDAD DE EXISTENCIAS
CAPÍTULO V CONSIDERACIONES SOBRE LA PLURALIDAD DE EXISTENCIAS
CAPÍTULO VI VIDA ESPIRITISTA
CAPÍTULO VII REGRESO A LA VIDA CORPORAL
CAPÍTULO VIII EMANCIPACIÓN DEL ALMA
CAPÍTULO IX INTERVENCIÓN DE LOS ESPÍRITUS EN EL MUNDO CORPORAL
CAPÍTULO X OCUPACIONES Y MISIONES DE LOS ESPÍRITUS
CAPÍTULO XI LOS TRES REINOS
LIBRO TERCERO LEYES MORALES
CAPÍTULO I LEY DIVINA O NATURAL
CAPITULO II LEY DE ADORACIÓN
CAPÍTULO III LEY DEL TRABAJO
CAPÍTULO IV LEY DE REPRODUCCIÓN
CAPÍTULO V LEY DE CONSERVACIÓN
CAPÍTULO VI LEY DE DESTRUCCIÓN
CAPÍTULO VII LEY DE SOCIEDAD
CAPÍTULO VIII LEY DEL PROGRESO
CAPÍTULO IX LEY DE IGUALDAD
CAPÍTULO X LEY DE LIBERTAD
CAPÍTULO XI LEY DE JUSTICIA, DE AMOR Y CARIDAD
CAPÍTULO XII PERFECCIÓN MORAL
LIBRO CUARTO ESPERANZAS Y CONSUELOS
CAPÍTULO I PENAS Y GOCES TERRENALES
CAPÍTULO II PENAS Y GOCES FUTUROS
CONCLUSIÓN
FIN
Allan Kardec fue un traductor, profesor, filósofo y escritor francés, considerado el sistematizador de la doctrina llamada espiritismo. Su nombre real era Hippolyte Léon Denizard Rivail y nació en Lyon el 3 de octubre de 1804 y murió en París, el 31 de marzo de 1869.
Sus primeros estudios los cursó como discípulo y colaborador del pedagogo suizo Johann Heinrich Pestalozzi. En 1831 pasó a formar parte de la Real Academia de Arras y en 1824 ya se había trasladado a París, donde se dedicó a la enseñanza, primero en la institución fundada por él mismo sobre el modelo del centro de Pestalozzi, y más tarde de forma privada. Problemas económicos le obligaron a la liquidación de su instituto y a desenvolverse como tenedor de libros y contable de tres casas de comercio, además de ocuparse en la traducción de obras inglesas y alemanas y se casó con la institutriz Amelia Boudet, nueve años mayor que él.
Cuando, en 1854, oyó hablar por primera vez del fenómeno de las «mesas parlantes», empezó un segundo periodo en su carrera, al que solo empezó a conceder crédito tras haber sido testigo, en mayo de 1855, de inexplicables fenómenos relacionados con mesas ambulatorias y giratorias o «danzantes», así como con la llamada «escritura automática». Persuadido de la existencia de una región espiritual habitada por almas inmortales desencarnadas con las que era posible comunicarse, se decidió a examinar una voluminosa colección de escritos psicográficos que le proporcionaron amigos espiritistas interesados en su juicio y empezó a asistir con regularidad a sesiones, preparado siempre con una serie de preguntas que le eran respondidas de «manera precisa, profunda y lógica», a través de los sujetos a los que el espiritismo denomina «médiums», porque actúan como intermediarios en las comunicaciones con las supuestas almas desencarnadas.
Toda esta materia, debidamente «repasada y corregida» por la entidad espiritual que se identificó ante él como «la Verdad», sirvió de base al cuerpo de doctrina de “El libro de los espíritus”, obra publicada el 18 de abril de 1857, cuya primera edición se agotó en pocos días, llegándose a la decimosexta en vida del autor. El éxito de “El libro de los espíritus” propició la fundación de la Reseña Espiritual y la constitución formal, en 1858, de la Sociedad de Estudios Espiritistas de París, que presidiría hasta su muerte.
Su «espíritu protector» le había informado que, en una existencia previa, en el tiempo de los druidas, ambos se habían conocido en la Galia y él se llamaba «Allan Kardec». El libro de los espíritus fue el primer trabajo en el que el autor sustituyó por este su nombre real, y el acta de nacimiento del espiritismo latino que, a diferencia del anglosajón, defiende el supuesto reencarnacionista, particularmente como explicación del origen de las desigualdades entre los hombres, con frecuencia aparentemente injustas.
A lo largo de sus escritos, habla de espíritus superiores e inferiores, espíritus buenos y malos, espíritus menores, espíritus malvados y rebeldes, espíritus errantes, espíritus vulgares y espíritus mentirosos «que usurpan a menudo nombres conocidos y venerados» y «dicen haber sido Sócrates, Julio César, Carlomagno, Napoleón, etc.». También admite que algunos espíritus son «fraudulentos, hipócritas, malvados y vengativos» y capaces de utilizar lenguaje grosero. Autores espiritistas posteriores han repetido advertencias en el mismo sentido, que apoyan la afirmación de Allan Kardec.
Nuevas obras serían sustanciales en la labor de sistematización de las ideas espiritistas, ideas que, siendo la clave de su interpretación de las religiones, de orientación unificadora, Allan Kardec no consideraba de índole propiamente religiosa sino científica, por no estar fundadas en fe ni revelación sobrenatural algunas, sino en la reflexión sobre el hecho de experiencia de las comunicaciones de los propios seres fallecidos.
Es interesante que las exposiciones de Allan Kardec viesen la luz en años próximos a los de la aparición de obras como el Manifiesto del Partido Comunista o El origen de las especies, mientras se asistía al momento de esplendor del positivismo y el materialismo filosóficos y científicos. En relación con el primero, Allan Kardec presentó su «nueva doctrina filosófica» como respuesta. En cuanto al segundo, la coincidencia del espiritismo con la Iglesia católica en su oposición al materialismo, así como en la moral centrada en la caridad, le hacían incomprensible, la por otra parte coherente condena doctrinal de Roma, formalizada con la inclusión, en 1864, de las obras de Kardec en el entonces vigente Índice de libros prohibidos. El rechazo eclesiástico ya había dado lugar, por ejemplo, a la quema de 300 libros espiritistas llevada a cabo en 1861 en Barcelona, tras haber sido confiscados por el obispo de esta diócesis a través del Santo Oficio.
Para Kardec, el espiritismo es la prueba patente de la existencia del alma, de su individualidad después de la muerte, de su inmortalidad y de su suerte verdadera; es, pues, la destrucción del materialismo, no con razonamiento, sino con hechos.
I
Para las cosas nuevas se necesitan nuevas palabras. Así lo requiere la claridad en el lenguaje, con el fin de evitar la confusión inseparable del sentido múltiple dado a los mismos términos. Las palabras espiritual, espiritualista y espiritualismo, tienen una acepción bien caracterizada, y darles otra nueva para aplicarlas a la doctrina de los espíritus equivaldría a multiplicar las causas de anfibología, ya numerosas. En efecto, el espiritualismo es el término opuesto al materialismo, y todo lo que cree que tiene en sí mismo algo más que materia, es espiritualista; pero no se sigue de aquí que crea en la existencia de los espíritus o en sus comunicaciones con el mundo visible. En vez de las palabras ESPIRITUALISTA y ESPIRITUALISMO, empleamos, para designar esta última creencia, las de espiritista y espiritismo, cuya forma recuerda el origen y su significación radical, teniendo por lo mismo la ventaja de ser perfectamente inteligibles, y reservamos a la palabra espiritualismo la acepción que le es propia. Diremos, pues, que la doctrina espiritista o el espiritismo tiene como principios las relaciones del mundo material con los espíritus o seres del mundo invisible.
Los adeptos del espiritismo serán los espíritas o los espiritistas, si se quiere. EL LIBRO DE LOS ESPÍRITUS contiene, como especialidad, la doctrina espiritista, y como generalidad, se asocia a la doctrina espiritualista, ofreciendo una de sus fases. Por esta razón se ve en la cabecera de su título la frase Filosofía espiritualista.
II
Existe otra palabra sobre la cual es igualmente importante que nos entendamos, porque es una de las llaves maestras de toda doctrina moral y porque es causa de muchas controversias por carecer de una acepción bien deslindada; tal es la palabra alma. La divergencia de opiniones acerca de la naturaleza del alma procede de la aplicación particular que de esta palabra hace cada uno. Un idioma perfecto, en el que cada idea estuviese representada por su palabra peculiar, evitaría muchas discusiones, y con un término para cada cosa, todos nos entenderíamos.
Según unos, el alma es el principio de la vida material orgánica no tiene existencia propia y cesa cuando la vida cesa. Así piensa el materialismo puro. En este sentido, y por comparación, dicen los materialistas que no tiene alma el instrumento que, por estar rajado, no suena. En esta hipótesis, el alma es efecto y no causa.
Otros creen que el alma es el principio de la inteligencia, agente universal del que cada ser absorbe una parte. Según éstos, todo el universo no tiene más que una sola alma que distribuye partículas a los diversos seres inteligentes, durante la vida, volviendo, después a la muerte, cada partícula al origen común donde se confunde con el todo, como los arroyos y ríos vuelven al mar de donde salieron. Difiere esta opinión de la precedente en que, en la hipótesis que nos ocupa, existe en nosotros algo más que materia y algo subsiste después de la muerte; pero es casi como si nada sobreviviese; porque, desapareciendo la individualidad, no tendríamos conciencia de nosotros mismos. Siguiendo esta opinión, el alma universal sería Dios, y todo ser, parte de la Divinidad. Semejante sistema es una de las variaciones del panteísmo.
Según otros, en fin, el alma es un ser moral distinto, independiente de la materia, que conserva su individualidad después de la muerte. Esta acepción es, sin contradicción, la más general, porque, con uno u otro nombre, la idea de este ser que sobrevive al cuerpo se encuentra en estado de creencia instintiva e independiente de toda enseñanza, en todos los pueblos, cualquiera que sea su grado de civilización. Esta doctrina, según la cual el alma es causa y no efecto, es la de los espiritualistas.
Sin discutir el mérito de estas opiniones, y concretándonos únicamente a la cuestión lingüística, diremos que esas tres aplicaciones de la palabra alma constituyen tres distintas ideas, para cada una de las cuales sería necesario un término especial. La palabra que nos ocupa tiene, pues, una triple acepción, y los partidarios de los citados sistemas tienen razón en las definiciones que dan de ella, teniendo en cuenta el punto de vista en que se colocan. La culpa de la confusión es del lenguaje, que sólo tiene una palabra para tres ideas distintas. Para evitar las anfibologías, preciso sería emplear la palabra alma para una sola de las tres indicadas ideas, y siendo la cuestión principal la de que nos entendamos perfectamente, es indiferente la elección, dado que este es un punto convencional. Creemos que lo más lógico es tomarla en su acepción más vulgar, y por este motivo llamamos alma al ser inmaterial e individual que reside en nosotros y sobrevive al cuerpo. Aunque este ser no existiera, aunque fuese producto de la imaginación, no sería menos necesario un término que lo representara.
En defecto de esta palabra especial para cada una de las otras dos acepciones, llamamos: Principio vital, al principio de la vida material y orgánica, cualquiera que sea su origen; principio común a todos los seres vivientes, desde las plantas hasta el hombre. El principio vital es distinto e independiente porque puede existir la vida, aun haciendo abstracción de la facultad de pensar. La palabra vitalidad no respondería a la misma idea. Para unos, el principio vital es una propiedad de la materia, un efecto que se produce desde que la materia se encuentra en ciertas circunstancias determinadas; para otros, y esta es la idea más vulgar, reside en un fluido especial, universalmente esparcido y del cual absorbe y se asimila cada ser una parte, durante la vida, como, según vemos, absorben la luz los cuerpos inertes. Sería este el fluido vital que, admitiendo ciertas opiniones, es el mismo fluido eléctrico animalizado, designado también con los nombres de fluido magnético, fluido nervioso, etcétera.
Como quiera que sea, existe un hecho indiscutible, porque resulta de la observación, que los seres orgánicos tienen en sí mismos una fuerza íntima que produce el fenómeno de la vida, mientras existe aquélla; que la vida material es común a todos los seres orgánicos, y que es independiente de la inteligencia y del pensamiento; que éste y aquélla son facultades propias de ciertas especies orgánicas, y, en fin, que entre las especies orgánicas dotadas de inteligencia y pensamiento, existe una que lo está de un sentimiento moral especial que le da una superioridad incuestionable sobre las otras. Esta es la especie humana.
Concíbese que, con una acepción múltiple, el alma no excluye el materialismo, ni el panteísmo. El mismo espiritualista puede perfectamente aceptar el alma en una u otra de las dos primeras acepciones, sin perjuicio del ser inmaterial, al que dará entonces otro nombre cualquiera. Así, pues, la palabra que nos viene ocupando no es representativa de una opinión determinada: es un Proteo que cada cual transforma a su antojo, y de aquí el origen de tantas interminables cuestiones.
Evitaríase igualmente la confusión empleando la palabra alma en aquellos tres casos, pero añadiéndole un calificativo que especificase el aspecto en que se la toma, o la acepción que quiere dársele. Sería entonces un vocablo genérico, que representaría simultáneamente el principio de la vida material, el de la inteligencia y el del sentido moral, y que se distinguiría por medio de un atributo, como distinguimos los gases, añadiendo a la palabra gas los calificativos hidrógeno, oxígeno o ázoe. Pudiera, pues, decirse, y esto sería lo más acertado, el alma vital por el principio de la vida material, el alma intelectual por el principio inteligente y el alma espiritista por el principio de nuestra individualidad después de la muerte. Según se ve, todo esto se reduce a una cuestión de suma importancia para entendernos. Conformándonos con aquella clasificación, el alma vital seria común a todos los seres orgánicos: las plantas, los animales y los hombres; el alma intelectual propia de los animales y de los hombres, perteneciendo el alma espiritista al hombre únicamente.
Hemos creído deber nuestro insistir tanto más en estas explicaciones, por cuanto la doctrina espiritista está naturalmente basada en la existencia en nosotros mismos de un ser independiente de la materia que sobrevive al cuerpo. Debiendo repetir frecuentemente la palabra alma en el curso de esta obra, importaba fijar el sentido que le damos para evitar así las equivocaciones.
Vamos ahora al principal objeto de esta instrucción preliminar.
III
Como todo lo nuevo, la doctrina espiritista tiene adeptos y contradictores. Vamos a procurar contestar a algunas de las objeciones de estos últimos, sin abrigar, empero, la pretensión de convencerlos a todos, ya que hay gentes que creen que para ellas exclusivamente fue hecha la luz. Nos dirigimos a las personas de buena fe que no tienen ideas preconcebidas o sistemáticas, por lo menos, y que están sinceramente deseosas de instruirse, a las cuales demostraremos que la mayor parte de las objeciones que se hacen a la doctrina nacen de la observación incompleta de los hechos y de un fallo dictado con harta ligereza y precipitación.
Recordemos ante todo y en pocas palabras la serie progresiva de los fenómenos que originaron esta doctrina.
El primer hecho observado fue el de diversos objetos que se movían, fenómeno vulgarmente conocido con el nombre de mesas giratorias o danza de las mesas. Este hecho que, según parece, se observó primeramente en América, o que, mejor dicho, se renovó en aquella comarca, puesto que la historia prueba que se remonta a la antigüedad más remota, se produjo acompañado de extrañas circunstancias, tales como ruidos inusitados y golpes sin causa ostensiblemente conocida. Desde allí se propagó con rapidez por Europa y por las demás partes del mundo, siendo al principio objeto de mucha incredulidad, hasta que la multiplicidad de los experimentos no permitió que se dudase de su realidad.
Si este fenómeno se hubiese limitado al movimiento de objetos materiales, podríase explicar por una causa puramente física. Lejos estamos de conocer todos los agentes ocultos de la naturaleza, ni de las propiedades todas de los que nos son conocidos. La electricidad, por otra parte, multiplica hasta lo infinito cada día los recursos que brinda al hombre y parece llamada a derramar una nueva luz sobre la ciencia. No era, pues, imposible que la electricidad, modificada por ciertas circunstancias, o por otro agente cualquiera, fuese la causa de aquel movimiento. El aumento de la potencia de la acción, que resultaba siempre de la reunión de muchas personas, parecía venir en apoyo de esta teoría; porque podía considerarse el conjunto de individuos como una pila múltiple, cuya potencia está en razón del número de elementos.
Nada de particular tenía el movimiento circular; porque, siendo natural y moviéndose circularmente todos los astros, podía ser, pues, aquel un ligero reflejo del movimiento general del universo; o por decirlo mejor, una causa, hasta entonces desconocida, podía imprimir accidentalmente a los objetos pequeños, en circunstancias dadas, una corriente análoga a la que arrastra a los mundos.
Pero no siempre era circular el movimiento, sino que a veces se verificaba a sacudidas y desordenadamente. El mueble era zarandeado con violencia, derribado, arrastrado en una dirección cualquiera y, en una oposición a todas las leyes de la estática, levantado del suelo y sostenido en el espacio. Hasta aquí, nada existe en tales hechos que no pueda explicarse por la potencia de un agente físico invisible. ¿Acaso no vemos que la electricidad derriba edificios, desarraiga árboles, lanza a distancia los cuerpos más pesados, los atrae y los repele?
Los ruidos inusitados y los golpes, en el supuesto de que no fuesen efectos ordinarios de la dilatación de la madera, o de otra causa accidental, podían muy bien ser producidos por la acumulación del fluido oculto. ¿Por ventura no produce la electricidad los ruidos más violentos?
Hasta aquí, todo, como se ve, puede caber en el dominio de hechos puramente físicos y fisiológicos. Sin salir de este orden de ideas, era este fenómeno materia de estudios graves y dignos de llamar la atención de los sabios. ¿Por qué no sucedió así? Sensible es tener que decirlo; pero procede este hecho de causas que prueban, entre mil acontecimientos semejantes, la ligereza del humano espíritu. Ante todo, no es acaso extraño a esto la vulgaridad del objeto principal que ha servido de base a los primeros experimentos. ¡Cuán grande no ha sido frecuentemente la influencia de una palabra en los más graves asuntos! Sin considerar que el movimiento pudiera haber sido impreso a cualquier objeto, prevaleció la idea de las mesas, sin duda porque era el más cómodo y porque, más naturalmente que a otro mueble, nos sentamos alrededor de una mesa. Pues bien, los hombres eminentes son tan pueriles, a veces, que nada imposible sería que ciertos genios de nota hayan creído indigno de ellos ocuparse de lo que se convino en llamar danza de las mesas. Es probable que, si el fenómeno observado por Galván lo hubiese sido por hombres vulgares y designado con un nombre burlesco, estaría aún relegado al olvido juntamente con la varita mágica. ¿Cuál es, en efecto, el sabio que no hubiera creído rebajarse ocupándose de la danza de las ranas?
Algunos, sin embargo, bastante modestos para convenir en que la naturaleza puede no haber dicho su última palabra, han querido ver, para tranquilidad de su conciencia. Pero ha sucedido que no siempre ha correspondido el fenómeno a sus esperanzas, y porque no se ha producido constantemente a gusto de su voluntad y conforme a su manera de experimentar, se han pronunciado por la negativa. A pesar de su fallo, las mesas, ya que de mesas se trata, continúan agitándose; de modo, que podemos decir con Galileo: ¡y con todo, se mueven!
Diremos más aún, y es que los hechos se han repetido de una manera tal, que han adquirido ya derecho de ciudadanía, no tratándose actualmente más que de hallarles una explicación racional. ¿Puede deducirse algo en contra de la realidad del fenómeno, porque no se produce siempre de un modo idéntico y conforme a la voluntad y exigencias del observador? ¿Acaso los fenómenos eléctricos y químicos no están subordinados a ciertas condiciones? ¿Y hemos de negarlos porque no se producen fuera de ellas? ¿Hay, pues, algo de sorprendente en que el fenómeno del movimiento de los objetos por medio del fluido humano tenga también sus condiciones de existencia, y en que cese de producirse cuando el observador, situándose en su punto de vista particular, pretende que se manifieste a merced de sus caprichos, o reducirlo a las leyes de los fenómenos conocidos, sin considerar que para nuevos hechos puede y debe haber leyes nuevas? Para conocerlas, es preciso estudiar las circunstancias en que se producen los hechos, y este estudio ha de ser fruto de una observación continuada, atenta y muy larga, a veces.
Pero, objetan ciertas personas, la superchería es evidente con frecuencia. Ante todo, les preguntaremos si están bien ciertas de que existe superchería y si no han tomado por tal efectos, de que no podían darse cuenta, poco más o menos como aquel aldeano que creía que un profesor de física, a quien veía experimentar, era un hábil escamoteador. Pero suponiendo que así hubiese sucedido alguna vez, ¿sería esta razón para negar el hecho? ¿Hemos de negar la física, porque hay prestidigitadores que se apropian el título de físicos? Preciso es, por otra parte, tener presente el carácter de las personas y el interés que pueden tener en engañar. ¿Será todo ello una broma? Podemos chancearnos un momento; pero una chanza indefinidamente prolongada sería tan fastidiosa para el embaucador como para el embaucado. Además de que, en una superchería que se propaga de un extremo al otro del mundo y entre las personas más graves, honradas e ilustradas, habría de haber algo, por lo menos, tan extraordinario como el mismo fenómeno.
IV
Si los fenómenos que nos ocupan se hubiesen limitado al movimiento de objetos, hubieran cabido, según tenemos dicho, en los límites de las ciencias físicas; pero no ha sido así, y les estaba reservado conducirnos a hechos de un extraño orden. No sabemos por qué iniciativa, creyóse descubrir que el impulso dado a los objetos no era producido únicamente por una fuerza mecánica ciega, sino que intervenía en el movimiento una causa inteligente.
Una vez abierto este sendero, ofrecióse un campo nuevo a las observaciones, y quedó descorrido el velo de muchos misterios. ¿Interviene, en efecto, una potencia inteligente? Esta es la cuestión. Si la potencia existe, ¿cuál es, cuál su naturaleza y cuál su origen? ¿Es superior a la humanidad? Tales son las preguntas involucradas en la primera.
Las primeras manifestaciones inteligentes se obtuvieron por medio de mesas que se levantaban y daban con uno de sus pies un número determinado de golpes, representativos de las palabras sí o no, según lo convenido, respondiendo de esta manera a las preguntas que se hacían. Hasta aquí, nada hay convincente para los escépticos; porque pudiera atribuirse el resultado a la casualidad. Obtuviéronse después contestaciones más extensas con las letras del alfabeto. Haciendo que el objeto diese el número de golpes correspondiente al número de orden de cada letra, consiguióse formar palabras y frases, que contestaban a las preguntas hechas. La exactitud de las respuestas y su correlación con las preguntas excitaron la admiración. Preguntado acerca de su naturaleza, el ser misterioso que de tal manera respondía, contestó que era un espíritu o genio, dijo su nombre y dio diversos pormenores acerca de sí mismo. Esta es una circunstancia muy digna de notarse. Nadie ideó los espíritus como medio de explicar el fenómeno, sino que éste mismo reveló la palabra. En las ciencias exactas se sientan hipótesis con frecuencia para tener una base de razonamiento; pero no es este el caso presente.
El indicado medio de correspondencia era incómodo y tardío. El espíritu, y es también digna de notarse semejante circunstancia, indicó otro. Uno de esos seres invisibles fue quien aconsejó que se adaptase un lápiz a una cestita o a otro objeto. La cestita, colocada sobre una hoja de papel, es movida por el mismo poder oculto que mueve las mesas; pero, en vez de seguir un simple movimiento irregular, el lápiz traza por sí mismo caracteres que forman palabras, frases y discursos enteros de muchas páginas, tratando las más elevadas cuestiones de filosofía, de moral, de metafísica, de psicología, etc., todo lo cual se verifica con la misma rapidez que si escribiésemos con la mano.
El consejo fue dado simultáneamente en América, en Francia y en diversas comarcas. He aquí los términos en que fue dado en París, el 10 de junio de 1853, a uno de los más fervientes adeptos de la doctrina, que, desde muchos años, desde 1849, se ocupaba en evocar a los espíritus: “Ve a la habitación contigua; toma la cestita; átale un lápiz; colócalo sobre el papel, y pon después los dedos en los bordes”. Transcurridos algunos instantes, se puso la cestita en movimiento y escribió el lápiz de un modo muy legible esta frase: “Os prohíbo expresamente que digáis a nadie lo que os he dicho. Cuando vuelva a escribir, escribiré mejor.”
No siendo más que un instrumento el objeto a que se adapta el lápiz, su naturaleza, y su forma son de todo punto indiferentes. Se ha procurado buscar únicamente la comodidad, y así es que muchas personas emplean una tablita.
La cestita o tablita sólo es puesta en movimiento por la influencia de ciertas personas dotadas, bajo este aspecto, de un poder especial; personas que han sido designadas con el nombre de médiums, es decir, medio o intermediario entre los espíritus y los hombres. Las condiciones que producen este poder, proceden de causas a la vez físicas y morales imperfectamente conocidas todavía, porque hay médiums de todas edades, en ambos sexos y en todos los grados de desenvolvimiento intelectual. Por lo demás, la facultad se desarrolla con la práctica.
V
Reconocióse más tarde que la cestita y la tablita no eran en realidad más que un apéndice de la mano, y tomando directamente el lápiz, el médium escribió, por un impulso involuntario y casi febril. Por este medio las comunicaciones fueron más rápidas, más fáciles y más completas, viniendo a ser el más empleado actualmente, tanto más, cuanto que el número de personas dotadas de semejante aptitud es muy considerable y aumenta cada día. Por fin, la experiencia dio a conocer muchas otras variedades de la facultad mediadora, y se supo que las comunicaciones podían obtenerse igualmente por medio de la palabra, del oído, de la vista, del tacto, etc., y hasta por medio de la escritura directa de los espíritus, es decir, sin el concurso de la mano del médium, ni el del lápiz.
Obtenido el hecho, quedaba por dilucidar un punto esencial: el del papel que desempeña el médium en las comunicaciones, y la parte que mecánica y moralmente puede tomar en ellas.
Dos circunstancias capitales, que no pasan inadvertidas al observador atento, pueden resolver la cuestión. La primera es el modo como la cestita se mueve bajo su influencia, por la sola imposición de los dedos en el borde, pues el examen demuestra la imposibilidad de imprimirle una dirección determinada. Semejante imposibilidad se hace patente, cuando dos o tres personas operan al mismo tiempo con la misma cestita, porque sería preciso entre ellas una avenencia de movimiento verdaderamente fenomenal y además concordancia de pensamientos para convenir acerca de la respuesta que han de dar a la pregunta hecha. Otra
circunstancia, no menos singular, viene a aumentar la dificultad: la diferencia radical de letra según el espíritu que se manifiesta, reproduciéndose la misma siempre que se presenta un mismo espíritu. Preciso sería que el médium se hubiese dedicado a cambiar de veinte maneras diferentes su propia letra, y sobre todo que pudiese recordar la que pertenece a este o a aquel espíritu.
La segunda circunstancia resulta de la misma naturaleza de las contestaciones, que, la mayor parte de las veces, sobre todo en cuestiones abstractas y científicas, son notoriamente superiores a los conocimientos y en otras ocasiones al alcance intelectual del médium, quien, además, no tiene conciencia ordinariamente de lo escrito bajo su influencia, y quien, con mucha frecuencia, ni siquiera oye o entiende la pregunta, puesto que puede ser hecha en un idioma desconocido para él y aun mentalmente, pudiendo ser dada la respuesta en aquel idioma. Sucede también, a menudo, que la cestita escribe espontáneamente sobre un asunto cualquiera y del todo inesperado.
Estas contestaciones tienen, en ciertos casos, un sello tal de sabiduría, de profundidad y de oportunidad; revelan pensamientos tan elevados y sublimes, que sólo pueden provenir de una inteligencia superior, penetrada de la más pura moralidad; y son otras veces, tan ligeras, tan frívolas y hasta tan triviales, que la razón se resiste a creer que procedan del mismo origen.
Esta diversidad de lenguaje no puede encontrar otra explicación que la diversidad de las inteligencias que se manifiestan. ¿Semejantes inteligencias pertenecen a la humanidad? He aquí el punto que ha de dilucidarse, y cuya perfecta explicación, tal como ha sido dada por los mismos espíritus, se encontrará en esta obra.
Estos son los hechos patentes, que se producen fuera del círculo de nuestras habituales observaciones, no con misterio, sino a la luz del día, pudiendo todo el mundo verlos y evidenciarlos, puesto que no son privilegio de un solo individuo, ya que miles de personas los repiten diaria y voluntariamente. Estos efectos han de tener por fuerza una causa, y desde el momento que revelan la acción de una inteligencia y de una voluntad, se sustraen del dominio puramente físico.
Muchas teorías se han emitido sobre el particular. Las examinaremos, y veremos si pueden dar razón de todos los hechos que se producen. Interinamente admitamos la existencia de seres distintos de la humanidad, puesto que esta es la explicación dada por las inteligencias que se manifiestan, y veamos ahora lo que nos dicen.
VI
Los seres que se comunican se designan a sí mismos, según hemos dicho, con el nombre de espíritus o genios, y dicen haber pertenecido, algunos, por lo menos a los hombres que vivieron en la tierra. Constituyen el mundo espiritual, como nosotros constituimos, durante la vida, el mundo corporal.
Pasemos a resumir en pocas palabras los puntos más culminantes de la doctrina que nos han transmitido, para responder más fácilmente a ciertas objeciones:
— Dios es eterno, inmutable, inmaterial, único, todopoderoso, soberanamente justo y bueno.
— Creó el universo que comprende todos los seres animados e inanimados, materiales e inmateriales.
— Los seres materiales constituyen el mundo visible o corporal y los inmateriales el invisible o espiritista, es decir, el de los espíritus.
— El mundo espiritista es el normal, primitivo, eterno, preexistente y sobreviviente a todo. El mundo corporal no pasa de ser secundario; podría dejar de existir, o no haber existido nunca, sin que se alterase la esencia del mundo espiritista.
— Los espíritus revisten temporalmente una envoltura material perecedera, cuya destrucción, a consecuencia de la muerte, los constituye nuevamente en estado de libertad.
— Entre las diferentes especies de seres corporales, Dios ha escogido a la especie humana para la encarnación de los espíritus que han llegado a cierto grado de desarrollo, lo cual les da la superioridad moral e intelectual sobre todos los otros.
— El alma es un espíritu encarnado, cuyo cuerpo no es más que la envoltura.
— Tres cosas existen en el hombre: 1ª el cuerpo o ser material análogo a los animales, y animado por el mismo principio vital; 2ª el alma o ser inmaterial, espíritu encarnado en el cuerpo, y 3ª el lazo que une el alma al cuerpo, principio intermedio entre la materia y el espíritu.
— Así, pues, el hombre tiene dos naturalezas: por el cuerpo, participa de la naturaleza de los animales, cuyos instintos tienen, y por el alma, participa de la naturaleza de los espíritus.
— El lazo o periespíritu que une el cuerpo y el espíritu es una especie de envoltura semi material. La muerte es la destrucción de la envoltura más grosera; pero el espíritu conserva la segunda, que le constituye un cuerpo etéreo, invisible para nosotros en estado normal y que puede hacer visible accidentalmente, y hasta tangible, como sucede en el fenómeno de las apariciones.
— Así, pues, el espíritu no es un ser abstracto e indefinido, que sólo puede concebir el pensamiento, sino un ser real y circunscrito que es apreciable en ciertos casos, por los sentidos de la vista, del oído y del tacto.
— Los espíritus pertenecen a diferentes clases y no son iguales en poder, inteligencia, ciencia y moralidad. Los del primer orden son los espíritus superiores, que se distinguen de los demás por su perfección, conocimientos, proximidad a Dios, pureza de sentimientos y amor al bien. Son los ángeles o espíritus puros. Las otras clases se alejan más y más de semejante perfección, estando los de los grados inferiores inclinados a la mayor parte de nuestras pasiones, al odio, la envidia, los celos, el orgullo, etcétera, y se complacen en el mal.
— Entre ellos, los hay que no son ni muy buenos, ni muy malos. Más embrollones y chismosos que malvados, parece ser patrimonio suyo la malicia y la inconsecuencia. Estos tales son los duendes o espíritus ligeros.
— Los espíritus no pertenecen perpetuamente al mismo orden, sino que todos se perfeccionan pasando por los diferentes grados de la jerarquía espiritista. Este perfeccionamiento se realiza por medio de la encarnación, impuesta como expiación a unos, y como misión a otros. La vida material es una prueba que deben sufrir repetidas veces, hasta que alcanzan la perfección absoluta; una especie de tamiz o depuratorio del que salen más o menos purificados.
— Al abandonar el cuerpo, el alma vuelve al mundo de los espíritus, de donde había salido, para tomar una nueva existencia material, después de un espacio de tiempo más o menos prolongado, durante el cual se encuentra en estado de espíritu errante.
— Debiendo pasar el espíritu por varias encarnaciones, resulta que todos nosotros hemos tenido diversas existencias y que tendremos otras, perfeccionadas más o menos, ora en la tierra, ora en otros mundos.
— Los espíritus se encarnan siempre en la especie humana, y sería erróneo creer que el alma o espíritu pueda encarnarse en el cuerpo de un animal.
— Las diferentes existencias corporales del espíritu siempre son progresivas, nunca retrógradas; pero la rapidez del progreso depende de los esfuerzos que hagamos para llegar a la perfección.
— Las cualidades del alma son las mismas que las del espíritu encarnado en nosotros, de modo que el hombre de bien es encarnación de un espíritu bueno y el hombre perverso lo es de un espíritu impuro.
— El alma era individual antes de la encarnación, y continúa siéndolo después de separarse del cuerpo.
— A su vuelta al mundo de los espíritus, el alma encuentra en él a todos los que conoció en la tierra y todas sus existencias anteriores se presentan a su memoria con el recuerdo de todo el bien y de todo el mal que ha hecho.
— El espíritu encarnado está bajo la influencia de la materia, y el hombre que vence semejante influencia por medio de la elevación y purificación de su alma se aproxima a los espíritus buenos a los cuales se unirá algún día. El que se deja dominar por las malas pasiones, y cifra toda su ventura en la satisfacción de los apetitos groseros, se aproxima a los espíritus impuros, dando el predominio a la naturaleza animal.
— Los espíritus encarnados pueblan los diferentes globos del universo.
— Los espíritus no encarnados o errantes no ocupan una región determinada y circunscrita, sino que están en todas partes, en el espacio y a nuestro lado, viéndonos y codeándose incesantemente con nosotros. Forman una población invisible que se agita a nuestro alrededor.
— Los espíritus ejercen en el mundo moral y hasta en el físico una acción incesante; obran sobre la materia y el pensamiento, y constituyen uno de los poderes de la naturaleza, causa eficiente de una multitud de fenómenos inexplicados o mal explicados hasta ahora, y que sólo en el espiritismo encuentran solución racional.
— Las relaciones de los espíritus con los hombres son constantes. Los espíritus buenos nos excitan al bien, nos fortalecen a las pruebas de la vida y nos ayudan a sobrellevarlas con valor y resignación. Los espíritus malos nos excitan al mal, y les es placentero vernos sucumbir y equipararnos a ellos.
— Las comunicaciones de los espíritus con los hombres son ocultas u ostensibles. Tienen lugar las comunicaciones ocultas por medio de la buena o mala influencia que ejercen en nosotros sin que lo conozcamos. A nuestro juicio toca el distinguir las buenas de las malas inspiraciones. Las comunicaciones ostensibles se verifican por medio de la escritura, de la palabra o de otras manifestaciones materiales, y la mayor parte de las veces por mediación de los médiums que sirven de instrumento a los espíritus.
— Los espíritus se manifiestan espontáneamente o cuando se les evoca. Puede evocárseles a todos, lo mismo a los que animaron a los hombres oscuros, que a los de los más ilustres personajes, cualquiera que sea la época en que hayan vivido: así a los de nuestros parientes y amigos, como a los de nuestros enemigos, y obtener en comunicaciones verbales o escritas, consejos y reseñas de su situación de ultratumba, de sus pensamientos respecto de nosotros, como también aquellas revelaciones que les es licito hacernos.
— Los espíritus son atraídos en razón de su simpatía hacia la naturaleza moral del centro que los convoca. Los espíritus superiores se complacen en las reuniones graves en que prevalecen el amor del bien y el deseo sincero de instruirse y perfeccionarse. Su presencia ahuyenta a los espíritus inferiores que encuentran, por el contrario, franco acceso, y pueden obrar con entera libertad, en personas frívolas o guiadas únicamente por la curiosidad, y en donde quiera que reinen malos instintos. Lejos de esperar de ellos buenas advertencias y reseñas útiles, no deben esperarse más que sutilezas, mentiras, bromas pesadas o supercherías; porque a veces usurpan nombres venerables para mejor inducir en error.
— Es sumamente fácil distinguir los espíritus buenos de los malos; porque el lenguaje de los espíritus superiores es siempre digno, noble, inspirado por la más pura moralidad, desprovisto de toda pasión baja, y porque sus consejos respiran la más profunda sabiduría, teniendo siempre por objeto nuestro perfeccionamiento y el bien de la humanidad. El de los espíritus inferiores es, por el contrario, inconsecuente, trivial con frecuencia y hasta grosero. Si dicen a veces cosas buenas y verdaderas, con más frecuencia aún las dicen falsas y absurdas por malicia o por ignorancia, y abusan de la credulidad y se divierten a expensas de los que les consultan, dando pábulo a su vanidad y alimentando sus deseos con mentidas esperanzas. En resumen, solamente en las reuniones graves, en aquellas cuyos miembros están unidos por una comunidad íntima de pensamientos encaminados al bien, se obtienen comunicaciones graves en la verdadera acepción de la palabra.
— La moral de los espíritus superiores se resume, como la de Cristo, en esta máxima evangélica: Hacer con los otros lo que quisiéramos que a nosotros se nos hiciese, es decir, hacer bien y no mal. En este principio encuentra el hombre la regla universal de conducta para sus más insignificantes acciones.
— Nos enseñan que el egoísmo, el orgullo, y el sensualismo son pasiones que nos aproximan a la naturaleza animal, ligándonos a la materia; que el hombre que, desde este mundo, se desprende de la materia despreciando las humanas futilidades y practicando el amor al prójimo, se aproxima a la naturaleza espiritual; que cada uno de nosotros debe ser útil con arreglo a las facultades y a los medios que Dios, para probarle, ha puesto a su disposición; que el fuerte y el poderoso deben apoyo y protección al débil; porque el que abusa de su fuerza y poderío para oprimir a su semejante viola la ley de Dios. Nos enseñan, en fin, que el mundo de los espíritus, donde nada puede ocultarse, el hipócrita será descubierto y patentizadas todas sus torpezas; que la presencia inevitable y perenne de aquellos con quienes nos hemos portado mal es uno de los castigos que nos están reservados, y que al estado de inferioridad y de superioridad de los espíritus son inherentes penas y recompensas desconocidas en la tierra.
— Pero nos enseñan también que no hay faltas irremisibles y que no pueden ser borradas por la expiación. El medio de conseguirlo lo encuentra el hombre en las diferentes existencias que le permiten avanzar, según sus deseos y esfuerzos, en el camino del progreso y hacia la perfección que es su objeto final.
Tal es el resumen de la doctrina espiritista, según resulta de la enseñanza dada por los espíritus superiores. Pasemos ahora a las objeciones que a ella oponen algunos.
VII
Para muchas personas la oposición de las corporaciones sabias es, si no una prueba, por lo menos, una poderosa presunción en contra. No somos nosotros los que gritamos contra los sabios ¡a ese!, ¡a ese!; porque no queremos que se nos diga que damos coces al asno, sino que, por el contrario, los tenemos en mucha estima, y nos creeríamos muy honrados siendo uno de ellos; pero no siempre puede ser su opinión un juicio irrevocable.
Desde que la ciencia se emancipa de la observación material de los hechos; desde que se trata de explicarlos y apreciarlos, queda el campo abierto a las conjeturas y cada cual idea un sistema que quiere hacer prevalecer y sostiene con empeño. ¿No vemos todos los días preconizadas y rechazadas alternativamente las divergentes opiniones combatidas hoy como absurdos errores y mañana proclamadas como incontestables verdades? El verdadero criterio de nuestros juicios, el argumento sin réplica son los hechos, en cuyo defecto, debe ser la duda la opinión de los prudentes.
En las cosas notorias, la opinión de los sabios es con justo título fehaciente, porque saben más y mejor que el vulgo; pero un punto a principios nuevos y a cosas desconocidas, su modo de ver no pasa nunca de ser hipotético, porque no están más exentos que los otros de preocupaciones, y hasta me aventuro a decir que en mayor número las tiene quizá el sabio, puesto que una natural propensión le arrastra a subordinarlo todo al aspecto que ha profundizado. El matemático no admite otra prueba que la demostración algebraica, el químico lo refiere todo a la acción de los elementos, etc. El hombre que se ha dedicado a una especialidad encadena a ella todas sus ideas; y si le sacáis de su especialidad, raciocina mal con frecuencia; porque todo quiere someterlo al mismo crisol. Esto es consecuencia de la humana flaqueza. Consultaré, pues, de buen grado y confiadamente a un químico sobre una cuestión de análisis, a un físico sobre la potencia eléctrica y a un mecánico sobre la fuerza motriz; pero séame permitido, y esto sin rebajar el aprecio que merecen sus conocimientos especiales, de no valorar del mismo modo su opinión negativa en materia de espiritismo, como no estimo el parecer de un arquitecto un punto a música.
Las ciencias vulgares están basadas en las propiedades de la materia que a nuestro antojo podemos manipular y someter a nuestros experimentos. Los fenómenos espiritistas están basados en la acción de inteligencias que, teniendo voluntad propia, nos prueba a cada instante que no se hallan a merced de nuestros caprichos. No pueden, pues, observarse de la misma manera, sino que hemos de colocarnos en condiciones especiales y en distinto punto de vista, y querer someterlos a los procedimientos ordinarios de investigación es lo mismo que establecer analogías que no existen. La ciencia, propiamente tal, es, pues, incompetente, como ciencia, para fallar la cuestión del espiritismo. No ha de ocuparse de él, y su juicio, cualquiera que sea, favorable o contrario, no puede tener importancia alguna. El espiritismo es resultado de una convicción personal que, como individuos, pueden abrigar los sabios, haciendo abstracción de su calidad de tales; pero someter esta cuestión a la ciencia valdría tanto como someter la existencia del alma a una asamblea de físicos o de astrónomos. En efecto, todo el espiritismo está contenido en la existencia del alma y en su estado después de la muerte, y es soberanamente ilógico creer que un hombre ha de ser un gran psicólogo, porque es un gran matemático o un gran cirujano. Al disecar el cuerpo humano, el cirujano busca el alma, y porque no tropieza con ella su escalpelo, como con un nervio, o porque no la ve desprenderse como un gas, deduce que no existe, mirando la cosa bajo el punto de vista exclusivamente material. ¿Quiere esto decir que tenga razón contra la opinión universal? No. Véase, pues, como el espiritismo no incumbe en la ciencia. Cuando las creencias espiritistas se hayan vulgarizado; cuando sean aceptadas por las masas -y a juzgar por la rapidez con que se propagan, esa época no puede estar ya muy lejos-, sucederá con esta como con todas las otras ideas nuevas que han encontrado oposición, y los sabios se rendirán a la evidencia. Hasta que ese tiempo no llegue, es intempestivo distraerlos de sus trabajos especiales, para obligarles a que se ocupen de una materia ajena a sus atribuciones y a su programa. En el ínterin, los que, sin haber estudiado profunda y anticipadamente el asunto, optan por la negativa y escarnecen a los que no siguen su parecer, olvidan que otro tanto ha acontecido con la mayor parte de los grandes descubrimientos que honran a la humanidad, y se exponen a que sus nombres aumenten la lista de los ilustres proscriptores de ideas nuevas, y a verlos inscritos a continuación de los de aquellos miembros de la docta asamblea que, en 1752, acogió con explosiones de risa la memoria de Franklin sobre los pararrayos, juzgándola indigna de figurar en el número de las comunicaciones que le eran dirigidas, y de los de aquella otra que fue causa de que Francia perdiese la gloría de iniciar la navegación por medio del vapor, declarando que el sistema de Fulton era un sueño irrealizable, a pesar de que semejantes cuestiones eran de su competencia. Si, pues, esas corporaciones que contaban en su seno lo más grande de los sabios del mundo, sólo burlas y sarcasmos prodigaron a las ideas que no comprendían, ideas que, algunos años después, habían de revolucionar la ciencia, las costumbres y la industria, ¿cómo podrá esperarse que les merezca mejor acogida una cuestión extraña a sus tareas?
Esos errores de algunos, lamentables para su memoria, no pueden privarles de los títulos que tienen adquiridos, por otro concepto, a nuestro aprecio; pero, ¿se ha de menester acaso de un diploma oficial para tener sentido común, y sólo imbéciles se encuentran por ventura fuera de las poltronas académicas? Fíjense bien los ojos en los adeptos de la doctrina espiritista, y entonces se verá si sólo ignorantes cuentan, y si el número inmenso de hombres de mérito que la han abrazado permite que se la coloque en la estirpe de las creencias de las mujerzuelas. Su carácter y su ciencia valen la pena de que se diga: puesto que tales hombres afirman eso, algo, por lo menos, debe tener de cierto.
Volvemos a repetir que, si los hechos que nos ocupan se hubiesen concretado al movimiento mecánico de los cuerpos, la investigación de la causa física del fenómeno entraba en el dominio de la ciencia; pero tratándose de una manifestación que se substrae a las leyes de la humanidad, no es competente la ciencia material, porque no puede ser explicada ni por medio de los números, ni por medio de la potencia mecánica. Cuando surge un nuevo hecho que no se desprende de ninguna de las ciencias conocidas, el sabio debe, para estudiarlo, hacer abstracción de su ciencia, y convencerse de que constituye para él un nuevo estudio que no puede hacerse con ideas ya preconcebidas.
El hombre que cree infalible a su razón está muy cercano del error, pues hasta los que patrocinan las ideas más falsas se apoyan en su razón, y en virtud de ella rechazan todo lo que les parece imposible. Los que en otras épocas han rechazado los admirables descubrimientos con que se honra la humanidad, apelan para hacerlo, a la razón. Lo que se llama tal, con frecuencia, no es más que orgullo, y aquel que se cree infalible pretende igualarse a Dios. Nos dirigimos, pues, a los que son bastante prudentes para dudar de lo que no han visto, y que, juzgando del porvenir por el pasado, no creen que el hombre ha llegado a su apogeo, ni que la naturaleza le haya presentado ya la última página de su libro.
VIII
Añadamos que el estudio de una doctrina, como la espiritista, que repentinamente nos conduce a un orden de cosas tan nuevo y tan dilatado, sólo puede ser hecho fructíferamente por hombres graves, perseverantes, ajenos de prevenciones y animados de la firme y sincera voluntad de obtener un resultado. No podemos dar estos calificativos a los que juzgan a priori, ligeramente y sin haberlo visto todo, no observando que en sus estudios la ilación, la regularidad y el recogimiento necesarios, y menos aún podemos darlos a ciertas personas que, para no desmentir su reputación de chistosos, se esfuerzan en encontrar un lado burlesco a las cosas más verdaderas, o reputadas tales por individuos cuya ciencia, carácter y convicciones tienen derecho a la consideración de todo el que se precie de saber vivir en sociedad.
Repórtense, pues, aquellos que juzgan los hechos indignos de ellos y de su atención, y puesto que nadie piensa en violar sus creencias, respete asimismo las de los otros.
Lo que caracteriza de serio a un estudio es la perseverancia en él. ¿Debe nadie admirarse de no obtener con frecuencia respuesta alguna formal a preguntas graves en sí mismas, cuando son hechas al acaso y lanzadas a quemarropa en medio de una multitud de preguntas impertinentes? Una pregunta, por otra parte, es a menudo compleja y requiere, para su aclaración, otras preliminares o complementarias. Todo el que quiera adquirir una ciencia debe estudiarla metódicamente, empezar por el principio y proseguir el encadenamiento y desarrollo de las ideas. El que dirigiese al acaso a un sabio una pregunta sobre una ciencia de la que ignora los primeros rudimentos, ¿habrá adelantado algo en ella? ¿Y podrá el sabio, a pesar de su buena voluntad, darle una respuesta satisfactoria? Esta respuesta aislada será, por fuerza, incompleta e ininteligible, con frecuencia, o podrá parecer absurda y contradictoria. Lo mismo sucede exactamente en las relaciones que establecemos con los espíritus. Si alguien quiere instruirse en su escuela, es preciso seguir un curso con ellos; pero, como acontece entre nosotros, es necesario escoger sus profesores y trabajar con asiduidad.
Hemos dicho que los espíritus superiores no concurren a más reuniones que a las graves y, sobre todo, a aquellas en que reina una perfecta comunidad de pensamientos y sentimientos encaminados al bien. La ligereza y las preguntas inútiles los alejan, como alejan a las personas razonables, quedando entonces el campo libre a la turba de espíritus mentirosos y frívolos, que siempre atisban las ocasiones de burlarse de nosotros y de divertirse a expensas nuestras. ¿Qué resultado puede dar una pregunta seria en semejante reunión? Será contestada; ¿pero por quién? Valdría tanto hacerla, como en medio de una reunión de buen humor dejar caer estas preguntas: ¿Qué es el alma? ¿Qué la muerte?, u otras lindezas por el estilo. Si queréis respuestas graves, sed graves en toda la acepción de la palabra y colocaos en las condiciones indispensables, que sólo entonces obtendréis comunicaciones notables. Sed de los más laboriosos y perseverantes en vuestros estudios, sin lo cual os abandonarán los espíritus superiores, como hace el profesor con los discípulos desaplicados.
IX
Siendo un hecho demostrado el movimiento de los objetos, la cuestión se reduce a saber si es o no una manifestación inteligente, y en caso afirmativo, cuál es el origen de esa manifestación.
No hablamos del movimiento inteligente de ciertos objetos, ni de las comunicaciones verbales, ni siquiera de las que son directamente escritas por los médiums, puesto que esta clase de manifestaciones, evidentes para los que han visto y profundizado el asunto, no es a primera vista bastante independiente de la voluntad para servir de base a la convicción del observador novel. No hablaremos, pues, más que de los escritos obtenidos con la ayuda de un objeto cualquiera provisto de un lápiz, tales como una cestita, una tablita, etcétera, puesto que la colocación de los dedos del médium hace inútil, como tenemos dicho, la más consumada habilidad de participar de un modo cualquiera en el trazado de los caracteres. Pero admitamos aún que, por una destreza maravillosa, pueda burlarse la vista más escudriñadora, ¿cómo podrá explicarse la naturaleza de las contestaciones, cuando son superiores a todas las ideas y conocimientos del médium? Y nótase bien que no se trata de contestaciones monosilábicas, sino, muy a menudo, de muchas páginas escritas con la rapidez más sorprendente, ora espontáneamente, ora sobre un asunto determinado. De la mano del médium más ignorante en literatura, brotan, a veces, poesías de sublimidad y pureza irreprochables, que no desaprobarían los mejores poetas humanos, y lo que más aumenta la extrañeza de semejantes hechos es que se producen en todas partes, y que los, médiums se multiplican hasta lo infinito. ¿Son o no reales estos hechos? Sólo una cosa respondemos: ved y observad, pues no os faltarán ocasiones; pero sobre todo observad a menudo, mucho y en las condiciones indispensables.
¿Qué responden a la evidencia los impugnadores? Sois, dicen, víctimas del charlatanismo o juguete de una ilusión. Diremos ante todo que, cuando no se trata de sacar provecho, es preciso prescindir de la palabra charlatanismo, ya que los charlatanes no trabajan gratis. Esto sería una mistificación a lo más. Pero ¿por qué extraña coincidencia habrán llegado esos mistificadores a ponerse de acuerdo del uno al otro extremo del mundo, a fin de obrar de la misma manera, de producir los mismos efectos y de dar sobre los mismos asuntos y en diversos idiomas respuestas idénticas, si no por las palabras, a lo menos, por el sentido? ¿Cómo y con qué objeto se prestarían a semejantes artimañas personas graves, formales, honradas e instruidas? ¿Cómo explicar la paciencia y la habilidad necesarias en los niños? Porque si los médiums no son instrumentos pasivos, les son precisos habilidad y conocimiento incompatibles con ciertas edades y posiciones sociales.
Dícese que, si no existiese superchería, todos podemos ser juguetes de una ilusión. En buena lógica siempre tiene cierta trascendencia la calidad de los testigos, y en este caso, preguntamos si la doctrina espiritista, que cuenta hoy millones de adeptos, los tiene solamente entre los ignorantes. Son tan extraordinarios los fenómenos en que se apoya, que concebimos la duda; pero lo que no puede admitirse es la pretensión de ciertos incrédulos monopolizadores del sentido común, quienes, sin respeto a la posición social o valor moral de sus adversarios, tachan sin miramiento, de imbéciles a todos los que no siguen su dictamen.
Para toda persona sensata la opinión de individuos ilustrados que, por largo tiempo, han visto, estudiado y meditado una cosa, será siempre, si no una prueba, por lo menos, una presunción favorable, ya que ha llamado la atención de hombres graves que no tienen interés en propagar un error, ni tiempo que perder en futilidades.
X
Entre las objeciones, las hay más especiosas que las examinadas, por lo menos, en apariencia, porque son deducidas de la observación y hechas por personas graves.
Una de ellas se apoya en el lenguaje de ciertos espíritus, que no parece digno de la elevación que se supone a seres sobrenaturales. Si se recuerda el resumen que antes hemos dado de la doctrina, se verá que los mismos espíritus nos dicen que no son iguales todos ellos en conocimientos y cualidades morales, y que no debe tomarse al pie de la letra todo lo que dicen. A las personas sensatas toca distinguir lo bueno de lo malo. Seguramente los que de este hecho deduzcan la consecuencia de que siempre nos las habemos con seres malhechores, cuya ocupación única es la de embaucarnos, no tendrán conocimiento de las comunicaciones obtenidas en las reuniones donde sólo se presentan espíritus superiores, pues de otra manera, no pensarían de aquel modo.
Es lamentable que la casualidad les haya hecho el flaco servicio de no dejarles ver más que el lado malo del mundo espiritista; porque suponemos de buen grado que una tendencia simpática no les habrá rodeado de malos espíritus con preferencia a los buenos, de espíritus mentirosos o de aquellos cuyo lenguaje grosero irrita. Pudiera deducirse a lo más que la solidez de sus principios no es bastante poderosa para alejar el mal, y que, encontrando placentero satisfacer sobre este punto su curiosidad, aprovechan esta ocasión los malos espíritus para introducirse entre ellos, en tanto que se alejan los buenos.
Juzgar por estos hechos de la cuestión de los espíritus sería tan poco lógico como juzgar del carácter de un pueblo por lo que se dice y hace en las reuniones de algunos aturdidos, personas de mala reputación, a las que no concurren los sabios, ni los hombres sensatos. Los que de aquel modo proceden se encuentran en la misma situación que aquel extranjero que entrando en una gran capital por el más feo de sus arrabales, juzgase de todos los habitantes por el lenguaje y costumbres del arrabal en cuestión. En el mundo de los espíritus hay también una buena y una mala sociedad. Estúdiese bien lo que ocurre entre los espíritus superiores, y se llegará a la convicción de que la ciudad celeste contiene algo más que la hez del pueblo. Pero, dicen, ¿acaso vienen a nosotros los espíritus superiores? A esto contestamos: No os quedéis en el arrabal; mirad, observad y juzgaréis. Los hechos están a disposición de todos, a menos que no se trate de aquellas personas a quienes se aplican estas palabras de Jesús: Tienen ojos, y no ven; oídos, y no oyen.
Una variante de esta opinión consiste en no ver en las comunicaciones espiritistas, y en todos los hechos materiales a que dan lugar, más que la intervención de un poder diabólico, nuevo Proteo que adopta todas las formas para engañarnos mejor. No la creemos susceptible del examen serio, y por esto no nos detenemos en ella. Queda refutada con lo que acabamos de decir, y sólo añadiremos que, si fuese cierta, sería preciso convenir en que a veces el diablo es muy sabio, muy razonable y sobre todo muy moral, o bien en que también hay diablos buenos.
¿Cómo hemos de creer, en efecto, que Dios permite al espíritu del mal que se manifieste exclusivamente para perdernos sin darnos como antídoto los consejos de los espíritus buenos? Si no lo puede hacer, es impotente, y si lo puede y no lo hace, es esto incompatible con su bondad; las dos suposiciones son blasfematorias. Observad que, admitida la comunicación de los espíritus malos, se reconoce el principio de las manifestaciones, y puesto que existen, sólo puede ser con permiso de Dios, ¿Cómo, pues, creer, sin incurrir en impiedad, que permita el mal con exclusión del bien? Semejante doctrina es contraria a las más sencillas nociones del sentido común y de la religión.
XI
Lo raro es, se añade, que se habla únicamente de los espíritus de personajes conocidos, y se pregunta por qué sólo ellos se manifiestan. Este es un error que, como otros muchos, proviene de una observación superficial. Entre los espíritus que espontáneamente se manifiestan, mayor es el número de los desconocidos para nosotros que el de los ilustres que se dan a conocer con un nombre cualquiera y a menudo con uno alegórico o característico. Respecto de los que se evocan, a menos que no se trate de un pariente o amigo, es muy natural que nos dirijamos antes a los que conocemos que a los que nos son desconocidos, y llamando mucho más la atención el nombre de los personajes ilustres, son más notados que los otros.
Encuéntrase también raro, que los espíritus de hombres eminentes acudan familiarmente a la evocación y que se ocupen a veces de cosas sin importancia en comparación con las que realizaron durante su vida. Pero nada admirable es esto para los que saben que el poder o consideración de que disfrutaron en la tierra semejantes hombres, no les da supremacía alguna en el mundo espiritista. Los espíritus confirman en este punto las siguientes palabras del Evangelio: Los grandes serán humillados y los pequeños ensalzados, lo cual debe entenderse del lugar que entre ellos ocupará cada uno de nosotros, y así es como el que fue primero en la tierra puede encontrarse que es el último entre ellos, como aquel ante quien bajábamos la cabeza durante su vida, puede venir a nosotros como el más humilde artesano, porque, al morir; dejó toda su grandeza; y como el más poderoso monarca puede hallarse en puesto inferior al del último de sus vasallos.
XII
Es un hecho demostrado por la observación y confirmado por los mismos espíritus, que los inferiores usurpan a menudo nombres conocidos y venerados. ¿Quién puede, pues, asegurarnos que los que dicen haber sido Sócrates, Julio César, Carlomagno, Fenelón, Napoleón, Washington, etc., han animado realmente a estos personajes? Semejante duda asalta a ciertos adeptos muy fervientes de la doctrina espiritista, que admiten la intervención y manifestación que de su identidad puede tenerse. Esta comprobación es efectivamente difícil; pero si no puede conseguirse tan auténtica como la que resulta de un acta del estado civil, puédese obtenerla presuntiva por lo menos, con arreglo a ciertos indicios.
Cuando el espíritu de alguien que nos es personalmente conocido, se manifiesta, de un amigo o de un pariente, por ejemplo, sobre todo si hace poco que ha muerto, sucede por punto general que su lenguaje está en perfecta relación con el carácter que sabemos que tenía.
Este es ya un indicio de identidad. Pero no es lícito dudar cuando el mismo espíritu habla de cosas privadas y recuerda circunstancias de familia que sólo del interlocutor son conocidas.
El hijo no se equivocará seguramente respecto del lenguaje de su padre y de su madre, ni éstos respecto del de aquél. A veces tienen lugar en esta clase de evocaciones intimas cosas notabilísimas, capaces de convencer al más incrédulo. El escéptico más endurecido se ve a menudo aterrado, por las revelaciones inesperadas que se le hacen.