El malestar de la cultura - Sigmund Freud - E-Book

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Sigmund Freud

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Beschreibung

Sigmund Freud trataba constantemente las tensiones entre las pulsiones individuales de cada individuo y el enfrentamiento en el que entraban estas con las normas de comportamiento, por lo que es lo más natural que plasmará en un libro el examen realizado al encaje entre individuo y cultura.

El planteamiento central de Freud en El malestar en la cultura es que ya que los intereses de la civilización y los deseos básicos de los individuos están en continua tensión, se genera una sensación de malestar crónico.

Este libro es uno de los de mayor importancia desde la perspectiva de la psicología social.

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Sigmund Freud

Sigmund Freud

EL MALESTAR DE LA CULTURA

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-990-1

Greenbooks editore

Edición digital

Noviembre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-990-1
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Indice

EL MALESTAR DE LA CULTURA

EL MALESTAR DE LA CULTURA

Introducción(1)

I

Uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos raseros; poder, éxito y riqueza es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida. Mas en un juicio universal de esa índole, uno corre el peligro de olvidar la variedad del mundo humano y de su vida anímica. En efecto, hay hombres a quienes no les es denegada la veneración de sus contemporáneos, a pesar de que su grandeza descansa en cualidades y logros totalmente ajenos a las metas e ideales de la multitud. Se tendería enseguida a suponer que sólo una minoría reconoce a esos grandes hombres, en tanto la gran mayoría no quiere saber nada de ellos. Pero no se puede salir del paso tan fácilmente; es que están de por medio los desacuerdos entre el pensar y el obrar de los seres humanos, así como el acuerdo múltiple de sus mociones de deseo.

Uno de estos hombres eminentes me otorga el título de amigo en sus cartas. Yo le envié mi opúsculo que trata a la religión como una ilusión(2), y él respondió que compartía en un todo mi juicio acerca de la religión, pero lamentaba que yo no hubiera apreciado la fuente genuina de la religiosidad. Es -me decía- un sentimiento particular, que a él mismo no suele abandonarlo nunca, que le ha sido confirmado por muchos otros y se cree autorizado a suponerlo en millones de seres humanos. Un sentimiento que preferiría llamar sensación de

«eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites, sin barreras, por así decir «oceánico». Este sentimiento -proseguía- es un hecho puramente subjetivo, no un artículo de fe; de él no emana ninguna promesa de pervivencia personal, pero es la fuente de la energía religiosa que las diversas iglesias y sistemas de religión captan, orientan por determinados canales y, sin duda, también agotan. Sólo sobre la base de ese sentimiento oceánico es lícito llamarse religioso, aun cuando uno desautorice toda fe y toda ilusión.

Esta manifestación de mi venerado amigo, que además ha hecho una ofrenda poética al ensalmo de esa ilusión (ver nota(3)), me deparó no pocas dificultades. Yo no puedo descubrir en mi mismo ese sentimiento «oceánico». No es cómodo elaborar sentimientos en el crisol de la ciencia. Puede intentarse describir sus indicios fisiológicos. Donde esto no da resultado -me temo que el sentimiento oceánico habrá de hurtarse de semejante caracterización-, no queda otro recurso que atenerse al contenido de representación que mejor se aparee asociativamente con tal sentimiento. Si he entendido bien a mi amigo, él quiere decir lo mismo que un original y muy excéntrico literato brinda como consuelo a su héroe frente a la muerte libremente elegida:

«De este mundo no podemos caernos(4)». O sea, un sentimiento de la atadura indisoluble, de la copertenencia con el todo del mundo exterior. Me inclinaría a afirmar que para mí ese sentimiento tiene más bien el carácter de una visión intelectual, no despojada por cierto de un tono afectivo, pero de la índole que tampoco falta en otros actos de pensamiento de parecido alcance. En mi persona no he podido convencerme de la naturaleza primaria de un sentimiento semejante; mas no por ello tengo derecho a impugnar su efectiva presencia en otros. Sólo cabe preguntar si se lo ha interpretado rectamente y si se lo debe admitir como «fons et origo» de todos los afanes religiosos.

Nada que pudiera influir concluyentemente en la solución de este problema tengo para alegar. La idea de que el ser humano recibiría una noción de su nexo con el mundo circundante a través de un sentimiento inmediato dirigido ahí desde el comienzo mismo suena tan extraña, se entrama tan mal en el tejido de nuestra psicología, que parece justificada una derivación psicoanalítica, o sea genética, de un sentimiento como ese. Entonces, acude a nosotros la siguiente ilación de pensamiento: Normalmente no tenemos más certeza que el sentimiento de nuestro sí-mismo, de nuestro yo propio (ver nota(5)). Este yo nos aparece autónomo, unitario, bien deslindado de todo lo otro. Que esta apariencia es un engaño, que el yo más bien se continúa hacia adentro, sin frontera tajante, en un ser anímico inconciente que designamos

«ello» y al que sirve, por así decir, como fachada: he ahí lo que nos ha enseñado -fue la primera en esto la investigación psicoanalítica, que todavía nos debe muchos esclarecimientos sobre el nexo del yo con el ello. Pero hacia afuera, al menos, parece el yo afirmar unas fronteras claras y netas. Sólo no es así en un estado, extraordinario por cierto, pero al que no puede tildarse de enfermizo. En la cima del enamoramiento amenazan desvanecerse los límites entre el yo y el objeto. Contrariando todos los testimonios de los sentidos, el enamorado asevera que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si así fuera (ver nota(6)). Lo que puede ser cancelado de modo pasajero por una función fisiológica, naturalmente tiene que poder ser perturbado también por procesos patológicos. La patología nos da a conocer gran número de estados en que el deslinde del yo respecto del mundo exterior se vuelve incierto, o en que los límites se trazan de manera efectivamente incorrecta; casos en que partes de nuestro cuerpo propio, y aun fragmentos de nuestra propia vida anímica -percepciones, pensamientos, sentimientos-, nos aparecen como ajenos y no pertenecientes al yo, y otros casos aún, en que se atribuye al mundo exterior lo que manifiestamente se ha generado dentro del yo y debiera ser reconocido por él. Por tanto, también el sentimiento yoico está expuesto a perturbaciones, y los límites del yo no son fijos.

Una reflexión ulterior nos dice: Este sentimiento yoico del adulto no puede haber sido así desde el comienzo. Por fuerza habrá recorrido un desarrollo que, desde luego, no puede

demostrarse, pero sí construirse con bastante probabilidad (ver nota(7)). El lactante no separa todavía su yo de un mundo exterior como fuente de las sensaciones que le afluyen. Aprende a hacerlo poco a poco, sobre la base de incitaciones diversas (ver nota(8)). Tiene que causarle la más intensa impresión el hecho de que muchas de las fuentes de excitación en que más tarde discernirá a sus órganos corporales pueden enviarle sensaciones en todo momento, mientras que otras -y entre ellas la más anhelada: el pecho materno- se le sustraen temporariamente y sólo consigue recuperarlas berreando en reclamo de asistencia. De este modo se contrapone por primera vez al yo un «objeto» como algo que se encuentra «afuera» y sólo mediante una acción particular es esforzado a aparecer. Una posterior impulsión a desasir el yo de la masa de sensaciones, vale decir, a reconocer un «afuera», un mundo exterior, es la que proporcionan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer, que el principio de placer, amo irrestricto, ordena cancelar y evitar. Nace la tendencia a segregar del yo todo lo que pueda devenir fuente de un tal displacer, a arrojarlo hacia afuera, a formar un puro yo-placer, al que se contrapone un ahí-afuera ajeno, amenazador. Es imposible que la experiencia deje de rectificar los límites de este primitivo yo-placer. Mucho de lo que no se querría resignar, porque dispensa placer, no es, empero, yo, sino objeto; y mucho de lo martirizador que se pretendería arrojar de sí demuestra ser no obstante inseparable del yo, en tanto es de origen interno. Así se aprende un procedimiento que, mediante una guía intencional de la actividad de los sentidos y una apropiada acción muscular, permite distinguir lo interno -lo perteneciente al yo- y lo externo -lo que proviene de un mundo exterior-. Con ello se da el primer paso para instaurar el principio de realidad, destinado a gobernar el desarrollo posterior (ver nota(9)). Este distingo sirve, naturalmente, al propósito práctico de defenderse de las sensaciones displacenteras registradas, y de las que amenazan. El hecho de que el yo, para defenderse de ciertas excitaciones displacenteras provenientes de su interior, no aplique otros métodos que aquellos de que se vale contra un displacer de origen externo, será luego el punto de partida de sustanciales perturbaciones patológicas.

De tal modo, pues, el yo se desase del mundo exterior. Mejor dicho: originariamente el yo lo contiene todo; más tarde segrega de sí un mundo exterior. Por tanto, nuestro sentimiento yoico de hoy es sólo un comprimido resto de un sentimiento más abarcador -que lo abrazaba todo, en verdad-, que correspondía a una atadura más íntima del yo con el mundo circundante. Si nos es lícito suponer que ese sentimiento yoico primario se ha conservado, en mayor o menor medida, en la vida anímica de muchos seres humanos, acompañaría, a modo de un correspondiente, al sentimiento yoico de la madurez, más estrecho y de más nítido deslinde. Si tal fuera, los contenidos de representación adecuados a él serían, justamente, los de la

¡limitación y la atadura con el Todo, esos mismos con que mi amigo ilustra el sentimiento

«oceánico». Ahora bien, ¿tenemos derecho a suponer la supervivencia de lo originario junto a lo posterior, devenido desde él?

Sin duda ninguna; un hecho así no es extraño al ámbito anímico ni a otros. Respecto de la escala animal, mantenemos el supuesto de que las especies de desarrollo superior provienen de las inferiores. Y a pesar de ello, todavía hoy hallamos entre los seres vivos a todas las formas simples. El género de los grandes saurios se ha extinguido, dejando su sitio a los mamíferos; pero un genuino representante de ese género, el cocodrilo, vive todavía con nosotros. Acaso esta analogía sea demasiado remota, y aun fallida por la circunstancia de que

las especies inferiores supérstites no son, las más de las veces, los antepasados genuinos de las actuales, más evolucionadas. Por regla general los eslabones intermedios se han extinguido, y sólo por reconstrucción los conocemos. En cambio, en el ámbito del alma es frecuente la conservación de lo primitivo junto a lo que ha nacido de él por trasformación; y tanto es así que huelga demostrarlo con ejemplos. Ese hecho es casi siempre consecuencia de una escisión del desarrollo. Una porción cuantitativa de una actitud, de una moción pulsional, se ha conservado inmutada, mientras que otra ha experimentado el ulterior desarrollo.