EL MALESTAR EN LA CULTURA - Sigmund Freud - E-Book

EL MALESTAR EN LA CULTURA E-Book

Sigmund Freud

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Beschreibung

Según Sigmund Freud, la cultura (civilización) produce un malestar en el ser humano al entorpecer sus instintos. Así, por el bien de la sociedad, se sacrifica al individuo, es decir: para que la sociedad evolucione, el hombre tiene que pagar el precio de renunciar a la satisfacción pulsional y se perjudica su vida sexual y su agresividad. Freud es un fuerte influenciador de la Psicología contemporánea y la obra "El Malestar en la Cultura" es una ventana más al conocimiento abierta por el Padre del Psicoanálisis y hace parte de la colección Freud Esencial.

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Sigmund Freud

EL MALESTAR EN LA CULTURA

Título original:

“DAS UNBEHAGEN IN DER KULTUR”

1a edición

Prefacio

Amigo Lector

Sigmund Freud (1856-1939) fue un médico austriaco considerado el creador del psicoanálisis. Este método causó gran revuelo en su momento y se basa en intentar explicar el comportamiento humano para dar solución a los problemas mentales. Su objetivo es trabajar con el inconsciente para hacer conscientes problemas y traumas que existen y empezar a cambiarlos para ayudar al paciente.

El malestar en la cultura es un ensayo de Freud publicado en 1930. Este trabajo, en conjunto con "Psicología de las Masas y Análisis del Yo" que había escrito en 1921, se reconoce entre las obras más relevantes de Freud en el área de la psicología social y se considera uno de los textos críticos más influyentes del siglo XX en ciencias sociales. El tema principal de la obra es el irremediable antagonismo existente entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura.

El malestar en la cultura hizo explícita su concepción del mundo, subrayando el sometimiento de la civilización a las necesidades económicas, que imponen un pesado tributo tanto a la sexualidad como a la agresividad, a cambio de un poco de seguridad.

En definitiva, se trata de una obra que aborda temas de suma actualidad.

Una excelente lectura

LeBooks Editora

Presentación

Sobre el autor y su obra

Sigmund Freud (1856-1939) fue un médico austriaco considerado el creador del psicoanálisis. Este método causó gran revuelo en su momento y se basa en intentar explicar el comportamiento humano para dar solución a los problemas mentales. Su objetivo es trabajar con el inconsciente para hacer conscientes problemas y traumas que existen y empezar a cambiarlos para ayudar al paciente. Sigmund Freud es uno de los hombres más influyentes relacionados con el ámbito de la psicología.

Freud nació en 1856 en Austria. Posteriormente, se graduó en medicina y se especializó en el sistema nervioso de los peces trabajando como investigador. Más tarde, comenzó a trabajar en el Hospital General de Viena y empezó a desarrollar la teoría del psicoanálisis.

Viajó a París gracias a una beca y su trabajo con el neurólogo Jean-Martin Charcot fue una auténtica revelación para él. Empezó a conocer la hipnosis y se interesó por la sugestión.

Tras regresar a Viena, compartió sus teorías con sus colegas, pero fue rechazado por todos, a excepción de Josef Breuer que le apoyó económicamente para abrir su propia consulta. Ambos incluso llegaron a trabajar juntos, pero sus diferencias en el campo científico y la puesta en práctica de diversas técnicas acabaron separándolos.

En los albores del siglo XX, el neurólogo austriaco Sigmund Freud empezó a sentar las bases del psicoanálisis, un novedoso enfoque sobre la psique humana que es tanto una teoría de la personalidad como un método de tratamiento para pacientes con trastornos. La principal contribución de Freud a la psicología sería su concepto de inconsciente. Freud sostenía que el comportamiento de una persona está profundamente determinado por pensamientos, deseos y recuerdos reprimidos; según su teoría, las experiencias dolorosas de la infancia son desalojadas de la conciencia y pasan a formar parte del inconsciente, desde donde pueden influir poderosamente en la conducta. Como método de tratamiento, el psicoanálisis procura llevar estos recuerdos a la conciencia para así liberar al sujeto de su influencia negativa.

El Malestar en la Cultura

El malestar en la cultura (en alemán Das Unbehagen in der Kultur) es un ensayo de Sigmund Freud publicado en 1930. Este trabajo, en conjunto con "Psicología de las Masas y Análisis del Yo" que había escrito en 1921, se reconoce entre las obras más relevantes de Freud en el área de la psicología social y se considera uno de los textos críticos más influyentes del siglo XX en ciencias sociales.

El tema principal de la obra es el irremediable antagonismo existente entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la cultura. Es decir, una contradicción entre la cultura y las pulsiones donde rige lo siguiente: mientras la cultura intenta instaurar unidades sociales cada vez mayores, restringe para ello el despliegue y la satisfacción de las pulsiones sexuales y agresivas, transformando una parte de la pulsión agresiva en sentimiento de culpa. Por eso, la cultura genera insatisfacción y sufrimiento. Cuanto más se desarrolla la cultura, más crece el malestar.

Por eso, también se puede afirmar que el tema central del Malestar en la cultura es la culpa.

Este planteamiento no resulta novedoso en Freud, habida cuenta de su enfoque en sus primeros escritos psicológicos. En esta obra, sin embargo, Freud evalúa más claramente el papel cumplido en estas restricciones por las influencias interiores y exteriores, sus efectos recíprocos, la hipótesis del superyó, y la indagación y elucidación de la naturaleza del sentimiento de culpa.

En la segunda parte una de las principales cuestiones tratadas va a ser la de la pulsión de destrucción, que se explaya en su sexto capítulo, en el que Freud desarrolla con mayor amplitud su concepto de libido, argumentando que debe separarse en dos instintos distintos: el instinto-objeto del “eros” y el instinto-ego del “thanatos” (muerte en griego). Este concepto nuevo se refiere, en efecto, a la ya citada pulsión de muerte o destrucción en el ser humano, o tendencia innata al regreso a lo inorgánico, y su desarrollo tiene en realidad una larga historia en los escritos de Freud, incluyendo sus investigaciones sobre el narcisismo y el sadomasoquismo. Freud admite que puede ser difícil aceptar su visión de la naturaleza humana como predispuesta a la muerte y la destrucción, pero razona que la supresión de este instinto es la verdadera causa de la necesidad de restricciones de la civilización. La vida y la civilización, entonces, nacen y se desarrollan a partir de una eterna lucha entre estas dos fuerzas interpersonales de amor y odio.

El malestar en la cultura hizo explícita su concepción del mundo, subrayando el sometimiento de la civilización a las necesidades económicas, que imponen un pesado tributo tanto a la sexualidad como a la agresividad, a cambio de un poco de seguridad.

EL MALESTAR EN LA CULTURA

Capítulo I

No podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para si y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece. No obstante, al formular un juicio general de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada variedad del mundo humano y de su vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a quienes no se les niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en cualidades y obras muy ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. Se pretenderá aducir que sólo es una minoría selecta la que reconoce en su justo valor a estos grandes hombres, mientras que la gran mayoría nada quiere saber de ellos; pero las discrepancias entre las ideas y las acciones de los hombres son tan amplias y sus deseos tan dispares que dichas reacciones seguramente no son tan simples.

Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a este sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.

Esta declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó cierta vez expresión poética al encanto de la ilusión me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera alguna es tarea grata someter los sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible y me temo que también el sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización, no queda sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi amigo, si lo he comprendido correctamente, se refiere a lo mismo que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este mundo no podemos caernos». Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada, naturalmente, de sobretonos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos cognoscitivos de análoga envergadura. En mi propia persona no llegaría a convencerme de la índole primaria de semejante sentimiento; pero no por ello tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce, pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo1 de toda urgencia religiosa.

Nada puedo aportar que sea susceptible de decidir la solución de este problema. La idea de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es tan incongruente con la estructura de nuestra psicología, que será lícito intentar una explicación psicoanalítica -vale decir genética del mencionado sentimiento.

Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente razonamiento. En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica que, por otra parte, aún tiene mucho que decimos sobre la relación entre el yo y el ello nos ha enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada.

Pero, por lo menos hacia el exterior, el yo parece mantener sus límites claros y precisos. Sólo los pierde en un estado que, si bien extraordinario, no puede ser tachado de patológico: en la culminación del enamoramiento amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto. Contra todos los testimonios de sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si realmente fuese así. Desde luego, lo que puede ser anulado transitoriamente por una función fisiológica, también podrá ser trastornado por procesos patológicos. La patología nos presenta gran número de estados en los que se toma incierta la demarcación del yo frente al mundo exterior, o donde los límites llegan a ser confundidos: casos en que partes del propio cuerpo, hasta componentes del propio psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos, aparecen como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los cuales se atribuye al mundo exterior lo que a todas luces procede del yo y debería ser reconocido por éste. De modo que también el sentimiento yoico está sujeto a trastornos, y los límites del yo con el mundo exterior no son inmutables.

Prosiguiendo nuestra reflexión hemos de decirnos que este sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una evolución, imposible de demostrar, naturalmente, pero susceptible de ser reconstruida con cierto grado de probabilidad. El lactante aún no discierne su yo de un mundo exterior, como fuente de las sensaciones que le llegan. Gradualmente lo aprende por influencia de diversos estímulos. Sin duda, ha de causarle la más profunda impresión el hecho de que algunas de las fuentes de excitación que más tarde reconocerá como los órganos de su cuerpo sean susceptibles de provocarle sensaciones en cualquier momento, mientras que otras se le sustraen temporalmente - entre éstas, la que más anhela: el seno materno, logrando sólo atraérselas al expresar su urgencia en el llanto. Con ello comienza por oponérsele al yo un «objeto», en forma de algo que se encuentra «afuera» y para cuya aparición es menester una acción particular. Un segundo estímulo para que el yo se desprenda de la masa sensorial, esto es, para la aceptación de un «afuera», de un mundo exterior, lo dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer que el aún omnipotente principio del placer induce a abolir y a evitar. Surge así la tendencia a disociar del yo cuanto pueda convertirse en fuente de displacer, a expulsarlo de sí, a formar un yo puramente hedónico, un yo placiente, enfrentado con un no yo, con un «afuera» ajeno y amenazante. Los límites de este primitivo yo placiente no pueden escapar a reajustes ulteriores impuestos por la experiencia. Gran parte de lo que no se quisiera abandonar por su carácter placentero no pertenece, sin embargo, al yo, sino a los objetos; recíprocamente, muchos sufrimientos de los que uno pretende desembarazarse resultan ser inseparables del yo, de procedencia interna. Con todo, el hombre aprende a dominar un procedimiento que, mediante la orientación intencionada de los sentidos y la actividad muscular adecuada, le permite discernir lo interior (perteneciente al yo) de lo exterior (originado por el mundo), dando así el primer paso hacia la entronización del principio de realidad, principio que habrá de dominar toda la evolución ulterior. Naturalmente, esa capacidad adquirida de discernimiento sirve al propósito práctico de eludir las sensaciones displacenteras percibidas o amenazantes. La circunstancia de que el yo, al defenderse contra ciertos estímulos displacientes emanados de su interior, aplique los mismos métodos que le sirven contra el displacer de origen externo, habrá de convertirse en origen de importantes trastornos patológicos.

De esta manera, pues, el yo se desliga del mundo exterior, aunque más correcto sería decir: originalmente el yo lo incluye todo; luego, desprende de sí un mundo exterior. Nuestro actual sentido yoico no es, por consiguiente, más que el residuo atrofiado de un sentimiento más amplio, aun de envergadura universal, que correspondía a una comunión más íntima entre el yo y el mundo circundante. Si cabe aceptar que este sentido yoico primario subsiste -en mayor o menor grado en la vida anímica de muchos seres humanos, debe considerársele como una especie de contraposición del sentimiento yoico del adulto, cuyos límites son más precisos y restringidos. De esta suerte, los contenidos ideativos que le corresponden serían precisamente los de infinitud y de comunión con el Todo, los mismos que mi amigo emplea para ejemplificar el sentimiento «oceánico». Pero, ¿acaso tenemos el derecho de admitir esta supervivencia de lo primitivo junto a lo ulterior que de él se ha desarrollado?

Sin duda alguna, pues los fenómenos de esta índole nada tienen de extraño, ni en la esfera psíquica ni en otra cualquiera. Así, en lo que se refiere a la serie zoológica, sustentamos la hipótesis de que las especies más evolucionadas han surgido de las inferiores; pero aún hoy hallamos, entre las vivientes, todas las formas simples de la vida. Los grandes saurios se han extinguido, cediendo el lugar a los mamíferos; pero aún vive con nosotros un representante genuino de ese orden: el cocodrilo. Esta analogía puede parecer demasiado remota, y, por otra parte, adolece de que las especies inferiores sobrevivientes no suelen ser las verdaderas antecesoras de las actuales, más evolucionadas. Por regla general, han desaparecido los eslabones intermedios que sólo conocemos a través de su reconstrucción. En cambio, en el terreno psíquico la conservación de lo primitivo junto a lo evolucionado a que dio origen es tan frecuente que sería ocioso demostrarla mediante ejemplos. Este fenómeno obedece casi siempre a una bifurcación del curso evolutivo: una parte cuantitativa de determinada actitud o de una tendencia instintiva se ha sustraído a toda modificación, mientras que el resto siguió la vía del desarrollo progresivo.

Tocamos aquí el problema general de la conservación en lo psíquico, problema apenas elaborado hasta ahora, pero tan seductor e importante que podemos concederle nuestra atención por un momento, pese a que la oportunidad no parezca muy justificada. Habiendo superado la concepción errónea de que el olvido, tan corriente para nosotros, significa la destrucción o aniquilación del resto mnemónico, nos inclinamos a la concepción contraria de que en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad.