El milagro del hermanuco - Emilia Pardo Bazán - E-Book

El milagro del hermanuco E-Book

Emilia Pardo Bazán

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El milagro del hermanuco es un cuento corto de Emilia Pardo Bazán que aborda desde su postura naturalista y feminista las relaciones familiares y la religión.-

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Seitenzahl: 155

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

El milagro del hermanuco

 

Saga

El milagro del hermanuco

 

Copyright © 1901, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726685497

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

EL MILAGRO DEL HERMANUCO

Para contrastes, el de la comunidad de Recoletas de Marineda con su hermanuco, donado o sacristán, que no sé a punto cierto cuál de estos nombres le cae mejor.

Son las Recoletas de Marineda ejemplo de austeridad monástica; gastan camisa de estameña; comen de vigilia todo el año; se acuestan en el suelo, sobre las losas húmedas, con una piedra por almohada; se disciplinan cruelmente; se levantan a las tres de la mañana para orar en el coro; hablan al través de doble reja y un velo tupido; para consultar con el médico no descubren la cara, y son tan pobres, que los republicanos carniceros o polleros del mercado y las lengüilargas verduleras, al ver pasar al hermanuco con la cesta, deslizan en ella el pedazo de vaca, el par de huevos, la patata, el cuarto de gallina, el torrezno, diciendo expresivamente: "Que sea para las madres, ¿eh?; para las enfermas." Porque saben que siempre hay en la enfermería dos o tres recoletas, lo menos, y que si no lo reciben de limosna, no tendrían caldo, pues ni la regla ni la necesidad les permiten salir de bacalao y sardina.

No quedaban tranquilas, sin embargo, las caritativas verduleras, y lo probaba lo recalcado de la frase: "Que sea para las madres, ¿eh?" Porque así como se figuraban a las recoletas escuálidas, magras, amarillas y puntiagudas, así veían de rechoncho, barrigón, coloradote y enjundioso al donado.

Constábales, además -y a alguna por experiencia-, que el ejemplo de las madres surtía en el donado efectos contraproducentes, y que tanto cuanto eran las madres de castísimas, humildes, ayunadoras y sufridoras, era el donado... de todos los vicios opuestos a estas virtudes. No obstante, su humor jovial y bufonesco, sus cuentos verdes, sus equívocos, sus dicharachos, sus sátiras, le habían granjeado cierta popularidad en puestos y tenduchos.

Referíanse de él gorjas enormes, convites burlescos en que hacía de mesa un ataúd y de servilleta una pierna de calzoncillo; escenas cómicas de exorcismos y conjuros en que sacaba los demonios del cuerpo a las mozas con un gancho de escarbar la lumbre... y otras mil invenciones que se reían a carcajadas, y que lejos de perjudicar al donado le formaban aureola.

Acaso la plebe, subyugada y confundida ante la sublimidad de las mártires recoletas, encontraba alivio y descanso festejando en el hermanuco al gremio de la pecadora Humanidad.

Había en cambio una clase de mujeres que profesaban al hermanuco ojeriza singular y declarada, y decían de él horrores: eran las beatas, cosa de docena a docena y media de vestigios que no sabían salir de la iglesia del convento de Recoletas y a quienes no les parecía buena y cabal la misa, la novena ni ninguna clase de devoción, sino dentro de aquellas cuatro paredes.

La antipatía entre el hermanuco y las beatas nació precisamente de que andaba rabiando por cerrar, para largarse a donde el diablo sabía. En vano recorría la iglesia repicando el manojo de llaves; en vano tosía y mondaba el pecho y describía semicírculos alrededor de las arrodilladas, pues éstas, como si lo hiciesen a propósito, con los ojos en blanco y las manos juntas, continuaban bisbisando sus interminables, sus kilométricos rosarios. Si el hermanuco se dejase llevar de su genio, claro está que les daría con la escoba como a las cucarachas; lo malo era que la madre abadesa le tenía severamente prohibida toda viveza, todo regaño, toda descortesía con aquellas recoletas seculares, y si fracasaban las insinuaciones, no había más que aguardar cachazudamente a que se acabasen los "misterios gloriosos", o el septenario, o la meditación.

Distinguíase entre las demás una devota, no solo por la morosidad de sus rezos, sino por su catadura y años. Era el rostro de doña Mariquita de aquellos que, según Quevedo, pueden servir a San Antonio de tentación y cochino: en mitad de la chupada boca quedábale un solo diente, largo, temblón, diente que había inspirado a un ingenio local esta frase: "Así como hay ojos que muerden, hay dientes que miran y hasta que hacen guiños." Para no creer que doña Mariquita iba a salir volando por la chimenea, a horcajadas en una escoba, era preciso recordar su mucha piedad, su continua oración, su incesante persecución de confesores, su sed perpetua de agua bendita. Así y todo, el hermanuco la nombraba siempre "la bruja".

Es de saber que cada devota tenía en la iglesia de las Recoletas su rincón predilecto, y que el hermanuco, al hacer la diaria requisa antes de cerrar, sabía de fijo que a doña Petronila, verbigracia, la encontraría bajo las alas de San Miguel; a doña Regaladita Sanz, acurrucada ante el Corazón de Jesús, y a doña Mariquita, en monólogo al pie del Cristo de la Buena Hora.

En esto de devoción, como en todo, hay gente afecta a novedades; y si Regaladita Sanz y otras de su escuela andaban siempre averiguando la última moda de la piedad y no hablaban sino de los Corazones, ni rezaban sino a esos cromos abigarrados que hoy se ven en todas las iglesias, las beatas del temple de doña Mariquita se atenían a las antiguas advocaciones y a las formas que ya van cayendo en desuso. Para doña Mariquita no había en las Recoletas más efigie que la del Cristo de la Buena Hora.

Segura estoy de que a mí me pasaría lo mismo, y si entro en la iglesia, flechada me voy también a la sombría capilla, de negra verja rechinante, y altar donde, sobre un fondo rojo oscuro, se alza la inmensa cruz, sosteniendo el cuerpo lívido, estriado de sangre, pendiente y desplomado sobre las crispadas piernas. Está el Cristo de la Buena Hora representado en ocasión de pronunciar alguna de las siete desgarradoras Palabras, pues tiene la boca entreabierta y la faz no caída sobre el pecho, sino un tanto erguida, con esfuerzo doloroso. No le falta la correspondiente enagüilla de terciopelo negro, bordada de plata, y bajo sus pies taladrados y contraídos, tres huevos de avestruz recuerdan la devoción de algún navegante.

Una sola lamparita mortecina alumbra la imagen y deja entrever -o dejaba, porque ahora se ha procedido a recoger estos ingenuos emblemas- amarillentos exvotos, brazos, piernas, figuritas de niños.

El nombre de Cristo de la Buena Hora da a entender, sin embargo, que lo que se pide a aquella efigie no es la salud del cuerpo, sino la del alma, la muerte no repentina, sino con arrepentimiento, con sacramentos, con todos los auxilios y remedios espirituales. Y esto solicitaba con tal fervor doña Mariquita -según las investigaciones del hermanuco-, y por eso, como cada día estaba la buena hora más próxima y la gordivieja beata arrastraba las piernas con mayor dificultad cada día, también prolongaba más las oraciones y cada día obligaba al donado a cerrar más tarde: así es que el donado había llegado a aborrecer al vejestorio, y al cabo se propuso jugarle alguna pasada que le quitase el hipo de tanto rezuqueo.

Discurriendo y discurriendo, acabó por encontrar una traza a su parecer muy linda. El camarín del Cristo era bastante hondo y tenía acceso por la sacristía, y el paño o cortinaje que lo revestía estaba suelto, de modo que, trepando al altar, no era difícil quedarse escondido detrás del paño, de suerte que nadie pudiese sospechar allí la presencia de un hombre.

Habiendo ensayado la habilidad, el hermanuco esperó el momento en que, abierta la iglesia por la tarde, se aparecía doña Mariquita.

Todo sucedió según estaba prevenido. Cuando la devota se hincó de rodillas en el suelo de costumbre, el hermanuco, agazapado, la espiaba por un agujero hecho en la cortina.

Conviene no omitir una circunstancia, y es que aquel donado irreverente, mofador epicúreo de sacristía y volteriano de plazuela, solo sentía cierta aprensión muy parecida al respeto ante la efigie del Cristo de la Buena Hora. Hubiese preferido mucho que su maligna travesura tuviera por teatro la capilla del Arcángel o el altar nuevo de la Saleta. Hasta creo que al subir agarrándose a las piernas del Cristo, le temblaban un poco las suyas al donado. El deseo de venganza contra doña Mariquita pudo más que aquella medrosa impresión, y desde que vio llegar a la vieja saboreó anticipadamente el placer del triunfo.

Dejó a la devota enfrascarse en su monólogo, prestando oído a fin de graduar mejor el efecto, y así que la vio con las manos enclavijadas y los ojos fijos en el rostro de la imagen; así que la oyó murmurar con ansia: "Señor mío Jesucristo, dame una buena horita, una buena horita", el maldito hermano se aferró bien, adelantó la cara hasta subirla a la altura de la del Cristo y, lentamente, con voz sepulcral y cavernosa articuló estas terribles palabras: "Tus oraciones no llegan a mí."

Se oyó un golpe sordo. Doña Mariquita había caído al suelo.

El hermanuco, sin poderse reprimir, soltó la risa.

Transcurrieron dos minutos, tres, y ya ningún ruido turbó el silencio de la capilla. Entonces el hermanuco, algo alarmado, salió de su escondite y, bajándose, tomó en peso a la devota, al parecer privada de sentido.

Un recelo inexplicable se apoderó del burlador: corrió a la pila del agua bendita, mojó un pañuelo y lo aplicó a las sienes de la vieja. Ni por ésas; lejos de volver en sí, doña Mariquita pesaba cada vez más, como pesa el cuerpo muerto.

"¡Zambomba! -pensó-. ¿A que esta bruja me quiere dar un susto y se hace la desmayada?" Tomó una aguja del moño de doña Mariquita y se la afincó en un carrillo, primero suave, luego recio. Nada: como si la hubiese clavado en un tapón de corcho.

Gotitas de sudor frío asomaron en la raíz de cada pelo del hermanuco, que empezó a entrever la espantosa verdad.

Por no mirar a la difunta, que estaba más fea aún que de viva; por no verle en la sima de la abierta boca aquel único diente acusador, y también por el instinto de pedir socorro que nos asalta en las grandes congojas, el sacrílego hermanuco miró al Cristo como si le dijese: "Resucítame este estafermo, Señor; resucítame este estafermo, y haré penitencia, y seré honrado, piadoso, continente, sobrio y humilde."

Al implorarle, y en medio de su turbación, el rostro de Cristo le pareció más importante, mucho más, que el de la beata; y de sus ojos airados, de sus labios entreabiertos, sintió caer una maldición solemne.

Así fue como las Recoletas de Marineda se quedaron sin hermanuco. Tuvo que dejar el oficio, porque no hubo fuerzas humanas que le moviesen a cruzar otra vez el umbral de la capilla del Cristo.

No por eso se convirtió. Al contrario, arreció en sus vicios y en sus maulas; pero repito que a la capilla, ni atado.

Y cuando oía nombrar la Buena Hora, un escalofrío le corría por la espalda. Hízose muy borrachín de aguardiente de caña, y al preguntarle las verduleras por qué andaba siempre chispo, respondía cínicamente:

-Porque así no sabe el hombre cuándo viene la hora.

MADRE

Cuando me enseñaron a la condesa de Serena, no pude creer que aquella señora fuese, hará cosa de cinco años, una hermosura de esas que en la calle obligan a volver la cabeza y en los salones abren surco. La dama a quien vi con un niño en brazos y vigilando los juegos de otro, tenía el semblante enteramente desfigurado, monstruoso, surcado en todas direcciones por repugnantes cicatrices blancuzcas, sobre una tez denegrecida y amoratada; un ala de la nariz era distinta de la compañera, y hasta los últimos labios los afeaba profundo costurón. Solo los ojos persistían magníficamente bellos, grandes, rasgados, húmedos, negrísimos; pero si cabía compararlos al sol, sería al sol en el momento de iluminar una comarca devastada y esterilizada por la tormenta.

Noté que el amigo que nos acompañaba, al pasar por delante de la condesa, se quitó el sombrero hasta los pies y saludó como únicamente se saluda a las reinas o a las santas, y mientras dábamos vueltas por el paseo casi solitario, el mismo amigo me refirió la historia o leyenda de las cicatrices y de la perdida hermosura, bajando la voz siempre que nos acercábamos al banco que ocupaba la heroína del relato siguiente:

-La condesa de Serena se casó muy niña, y enviudó a los veintiún años, quedándole una hija, a la cual se consagró con devoción idolátrica.

La hija tenía la enfermiza constitución del padre, y la condesa pasó años de angustia cuidando a su Irene lo mismo que a planta delicada en invernadero. Y sucedió lo natural: Irene salió antojadiza, voluntariosa, exigente, convencida de que su capricho y su gusto eran lo único importante en la tierra.

Desde el primer año de viudez rodearon a la condesa los pretendientes, acudiendo al cebo de una beldad espléndida y un envidiable caudal. De la beldad podemos hablar los que la conocimos en todo su brillo y -¿a qué negarlo?- también suspiramos por ella.

Para imaginarse lo que fue la cara de la condesa, hay que recordar las cabezas admirables de la Virgen, creadas por Guido Reni: facciones muy regulares y a la vez muy expresivas, tez ni morena ni blanca, sino como dorada por un reflejo solar; agregue usted la gallardía del cuerpo, la morbidez de las formas, la riqueza del pelo y de los dientes, y esos ojos que aún pueden verse ahora..., y comprenderá que tantos hombres de bien anduviesen vueltos tarumba por consolar a la dama.

Perdieron, digo, perdimos el tiempo lastimosamente; ella se zafó de sus adoradores, despachando a los tercos, convirtiendo en amigos desinteresados a los demás, convenciendo a todos de que ni se volvía a casar ni pensaba en otra cosa sino en su hija, en fortalecerle la salud, en acrecentarle la hacienda. Vimos que era sincero el propósito; comprendimos que nada sacábamos en limpio; observamos que la condesa se vestía y peinaba de cierto modo que indica en la mujer desarme y neutralidad absoluta y nos conformamos con mirar a la hermosa lo mismo que se mira un cuadro o una estatua.

Y empleo la palabra mirar, porque hasta las palabras lisonjeras y galantes conocimos que no eran gratas a la condesa, sobre todo desde que Irene empezó a espigar y presumir. Quiso la mala suerte que la hija de tan guapa señora heredase, al par que el temperamento, los rasgos fisonómicos de su padre, por lo cual Irene, en la flor de la juventud, era una mocita delgada y pálida, sin más encantos que eso que suele llamarse belleza del diablo y yo comparo al saborete del agraz. Y la misma suerte caprichosa hizo que la condesa, acaso por efecto de la vida metódica y retirada en que economizó sus fuerzas vitales, entrase en el período de treinta a treinta y cinco luciendo tan asombrosa frescura, tal plenitud de todas sus gracias, que a su lado la chiquilla daba compasión.

De nada servía que su madre la emperejilase y se impusiese a sí propia la mayor modestia en trajes y adornos; los ojos de las gentes se fijaban en el soberano otoño, apartándose de la primavera mustia, y en la calle, en la iglesia, en el campo, en los baños, doquiera que la madre y la hija apareciesen juntas, indiscretas y francas exclamaciones humillaban a Irene en lo más delicado de su vanidad femenil y herían a la condesa en lo más íntimo de su ternura maternal.

Fue peor todavía cuando, llegado el momento de introducir a Irene en lo que por antonomasia se llama sociedad, la condesa, que no había de presentarse hecha la criada de su hija, tuvo que adornarse, escotarse y lucir otra vez joyas y galas. Por más que ajustase su vestir a reglas de severidad y seriedad que nunca infringía; por más que los colores oscuros, las hechuras sencillas, la proscripción de toda coquetería picante en el tocado dijesen bien a las claras que solo por decoro se engalanaba la condesa, lo cierto es que el marco de riqueza y distinción duplicaba su hermosura divina, y de nuevo la asediaban los hombres, engolosinados y locos. De Irene apenas sí hacía caso algún muchacho imberbe, y hubo ocasiones en que la madre, con piadosa astucia, toleró las asiduidades de apuesto galán para adquirir el derecho de que sacase a bailar a Irene o la llevase al comedor.

Lo triste era que ya Irene, mortificada, ulcerado su amor propio, se mostraba desabrida con su madre y pasaba semanas enteras sin hablarle. Notaba también la condesa que los párpados de la muchacha estaban enrojecidos y varias veces, al animarla a que se vistiese para alguna fiesta, Irene había respondido: "Ve tú; yo no voy, no me divierto." De estas señales infería la condesa que roían a Irene la envidia y el despecho, y en vez de enojo, sentía la madre lástima infinita. Con vida y alma se hubiese quitado -a ser posible- aquella tez de alabastro y nácar, aquellos ojos de sol, y poniéndolos en una bandeja, como los de Santa Lucía, se los hubiese ofrecido a su niña, al ídolo de toda su honrada y noble existencia.

No pudiendo regalar su beldad a Irene, pensó que resolvía el conflicto buscándole novio. Satisfecha con el amor de su esposo, pudiendo ir con él a todas partes y retirada la condesa en su hogar, cesaba la tirante situación de madre e hija.

Encontrar marido para la rica Irene no era difícil, pero la condesa aspiraba a un hombre de mérito y su instinto de madre la guió para descubrirle y para aproximarle a Irene, preparando los sucesos. El elegido -Enrique de Acuña- era uno de los muchos admiradores y veneradores de la condesa, y puede asegurarse que influyó en él ese sentimiento que nos lleva a preferir para esposas a las hijas de las mujeres a quienes profesamos estimación altísima, y a quienes no hemos amado, pura y simplemente, porque sabemos que no se dejarían amar. Persuadida la condesa de que Enrique reunía prendas no comunes de talento y corazón; viéndole tan guapo, tan digno de ser querido, tan hombre y tan caballero, en suma, trabajó con inocente diplomacia y triunfó, pues no tardaron Irene y Enrique en ser amartelados prometidos.