El misterio del gran duque - Merline Lovelace - E-Book
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El misterio del gran duque E-Book

Merline Lovelace

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Beschreibung

¿Por qué la encontraba tan irresistible? El agente secreto Dominic St. Sebastian nunca había esperado convertirse en duque. Su nombre apareció en los titulares de prensa, y eso dejó su carrera como agente secreto en suspense. Y todo por culpa de la sosa de Natalie Clark, que desenterró la información y luego apareció en la puerta de la casa de Dominic con amnesia. ¿Podría ser que Natalie no fuera lo que parecía? Una cosa estaba clara: ¡su innegable atracción estaba a punto de llevarles a un viaje realmente salvaje!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Merline Lovelace

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El misterio del gran duque, n.º 2084 - febrero 2016

Título original: Her Unforgettable Royal Lover

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7682-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

¿Quién iba a imaginar que mis días serían tan ricos y plenos a estas alturas de mi vida? Mi querida nieta Sarah y su marido Dev han conseguido compaginar su matrimonio con sus empresas, su trabajo solidario y sus viajes por todo el mundo. Y además, Sarah encuentra tiempo para implicarme en los libros que escribe sobre tesoros perdidos del mundo del arte. Mi aportación ha sido sin duda limitada, pero he disfrutado mucho formando parte de una aventura tan ambiciosa.

Y Eugenia, mi alegre y despreocupada Eugenia, se ha sorprendido a sí misma convirtiéndose en una madre y una esposa increíble. Sus gemelas se parecen mucho a ella a esa edad, con los ojos brillantes y llenos de vida y con personalidades muy distintas. Y lo mejor de todo es que su marido, Jack, podría convertirse en embajador de Estados Unidos en la ONU. Si finalmente se confirma, Gina, los niños y él vivirían a unas cuantas manzanas de aquí.

Hasta que eso ocurra, cuento con la compañía de mi vieja amiga y compañera María. Y Anastazia, mi adorable y seria Anastazia. Zia está en su segundo año de residencia en medicina pediátrica y yo he utilizado sin pudor nuestra lejana relación de parentesco para convencerla de que viva conmigo durante los tres años de programa. La pobre trabaja hasta el agotamiento, pero María y yo nos aseguramos de que coma bien y descanse al menos un poco.

Quien me preocupa es su hermano Dominic. Dom insiste en que no está preparado para sentar la cabeza, ¿y por qué debería hacerlo si las mujeres se lanzan a sus brazos? Pero su trabajo me preocupa. Es demasiado peligroso. Me gustaría que dejara de trabajar de incógnito, y puede que haya encontrado la excusa para tener el valor de decírselo. ¡Se llevará una gran sorpresa cuando le hable del documento que ha descubierto la inteligente ayudante de Sarah!

 

Del diario de Charlotte, gran duquesa de Karlenburgh.

Capítulo Uno

 

Agosto azotaba con fuerza Nueva York cuando Dominic St. Sebastian salió de un taxi en la puerta de edificio Dakota. Las olas de calor bailaban como demonios dementes sobre las aceras. Al otro lado de la calle, las hojas resecas caían como confeti amarillo de los árboles de Central Park. Incluso el habitual rugido de taxis y limusinas que atravesaban el West Side parecía más indolente y aletargado.

No podía decirse lo mismo del portero del Dakota. Tan digno como de costumbre con su uniforme de verano, Jerome se levantó del mostrador para sostenerle la puerta al recién llegado.

–Gracias –dijo Dom con un acento ligeramente marcado que le identificaba como europeo a pesar de que el inglés le salía tan natural como el húngaro–. ¿Qué tal está la duquesa?

–Tan obstinada como siempre. No quiso escucharnos a nadie, pero finalmente Zia la convenció para que renunciara a su paseo diario con este calor abrasador.

A Dom no le sorprendió que su hermana hubiera conseguido lo que otros no lograron. Anastazia Amalia Julianna St. Sebastian tenía unos pómulos altos, ojos exóticos y la impresionante belleza de una supermodelo junto con la tenacidad de un bulldog.

Y ahora su preciosa y tenaz hermana estaba viviendo con la gran duquesa Charlotte. Zia y Dom habían conocido a aquella pariente perdida hacía mucho tiempo el año pasado, y al instante formaron un lazo. Tanto que Charlotte había invitado a Zia a vivir en el edificio Dakota durante su residencia pediátrica en el Mt. Sinai.

–¿Sabes si mi hermana ha empezado ya con el nuevo turno? –preguntó Dom mientras Jerome y él esperaban el ascensor.

No le cabía duda de que el portero lo sabría. Seguía la pista de la mayoría de los residentes del Dakota, sobre todo a sus favoritos. Y en cabeza de aquella lista estaban Charlotte St. Sebastian y sus dos nietas, Sarah y Gina. Zia se había incorporado recientemente a aquella selecta lista.

–Empezó la semana pasada –comentó Jerome–. Ella no lo dice, pero yo veo que oncología infantil le está resultando muy duro –sacudió la cabeza–. Pero se ha tomado la tarde libre al saber que venía usted. Ah, y lady Eugenia también está aquí. Llegó anoche con las gemelas.

–No he visto a Gina y a las gemelas desde la fiesta de cumpleaños de la duquesa. ¿Cuánto tiempo tienen ya las niñas? ¿Seis, siete meses?

–Ocho –contestó Jerome suavizando la expresión. Como todo el mundo, estaba prendado de aquel par idéntico de boquitas de piñón, ojos azules como lagos y rizos rubios–. Lady Eugenia dice que ya gatean.

Cuando el ascensor se detuvo en la quinta planta, Dom recordó cómo eran las gemelas la última vez que las vio. Hacían gorgoritos y pompas con la boca y agitaban las manos. Y al parecer ahora habían desarrollado también una poderosa capacidad pulmonar, pensó cuando una desconocida agitada y sonrojada le abrió la puerta de golpe.

–¡Ya era hora! Llevamos…

La mujer se detuvo y parpadeó detrás de las gafas mientras un coro de llantos resonaba en el recibidor de suelo de mármol.

–Usted no es de Osterman –le dijo con tono acusador.

–¿La tienda? No.

–Entonces, ¿quién es…? ¡Ah! ¡Es el hermano de Zia! –agitó las fosas nasales como si de pronto hubiera olido algo desagradable–. El que pasa por la vida de las mujeres como un cuchillo caliente por la mantequilla.

Dom alzó una ceja, pero no podía defenderse de la acusación. Disfrutaba de la compañía de las mujeres. Sobre todo de las que tenían curvas generosas, labios carnosos y querían pasar un buen rato.

La que tenía delante no entraba en ninguna de aquellas categorías, al parecer. Aunque no podía distinguir su figura bajo aquel vestido recto de lino y la chaqueta cuadrada. Y no tenía los labios precisamente carnosos. Eran finos, y esbozaban un gesto apenas disimulado de desaprobación.

–Igen –reconoció Dom con indolencia en su lengua materna, el húngaro–. Soy Dominic. ¿Y usted quién eres?

–Natalie –respondió ella parpadeando como un búho detrás de las gafas–. Natalie Clark. Adelante, adelante.

Dom llevaba casi siete años trabajando como agente de la Interpol. Durante aquel tiempo había ayudado a detener a traficantes de drogas, capos del mercado negro y a la escoria que vendía menores a los que pagaran por ellos. El año pasado había ayudado a descubrir una conspiración para secuestrar y asesinar al marido de Gina allí mismo, en la ciudad de Nueva York. Pero al ver la escena que le recibió cuando se detuvo en la entrada del elegante salón de la duquesa estuvo a punto de darse la vuelta y salir corriendo.

Una Gina con gesto agotado trataba de calmar a una niña de cara roja que sollozaba y se retorcía furiosa. Zia tenía en brazos a la segunda, que se mostraba igual de rabiosa. La duquesa estaba sentada con la espalda muy recta y el gesto torcido, mientras que la mujer hondureña que hacía las funciones de acompañante y ama de llaves observaba la escena desde la puerta de la cocina.

Afortunadamente, la duquesa llegó al límite antes de que Dom se viera obligado a huir. Agarró la empuñadura de marfil de su bastón y golpeó el suelo con fuerza dos veces.

–¡Charlotte! ¡Amalia! ¡Ya es suficiente!

Dom no supo si fueron los golpes o el tono de voz, pero los chillidos se cortaron al instante y las niñas se limitaron a sollozar con hipidos.

–Gracias –dijo la duquesa con frialdad–. Gina, ¿por qué no os lleváis Zia y tú a las niñas a su cuarto? María les llevará los biberones en cuanto traigan la leche de Osterman.

–Llegarán enseguida –el ama de llaves volvió a la cocina balanceando sus amplias caderas–. Voy a preparar los biberones.

Gina se dirigía por el pasillo hacia las habitaciones cuando vio a su primo.

–¡Dom! –exclamó lanzándole un beso al aire–. Hablaré contigo en cuanto deje a las niñas.

–Yo también –dijo su hermana con una sonrisa.

Dom dejó la maleta y cruzó el elegante salón para darle un beso a la duquesa en la mejilla. Su piel ajada tenía un cierto aroma a gardenias, y sus ojos parecían nublados por la edad pero no perdían detalle. Incluido el respingo que Dom no pudo ocultar al incorporarse.

–Zia me contó que te dieron una puñalada. Otra vez.

–Solo fue un corte.

–Sí, bueno, tenemos que hablar de esos cortes y de esas heridas de bala que recibes con estresante frecuencia. Pero primero, vamos a servirnos un… –se interrumpió al escuchar el timbre de la puerta–. Esa debe ser la leche. Natalie, querida, ¿te importa firmar la entrega y llevársela a María?

–Por supuesto.

Dom vio cómo la desconocida se dirigía hacia el vestíbulo y le preguntó a la duquesa:

–¿Quién es?

–Una asistente de investigación que Sarah ha contratado para que la ayude con su libro. Se llama Natalie Clark y forma parte del asunto del que quiero hablarte.

Dominic sabía que Sarah, la nieta de la duquesa, había dejado su trabajo como editora en una famosa revista de moda cuando se casó con el multimillonario Devon Hunter. También sabía que Sarah había ampliado su título en Historia del Arte acudiendo a todos los museos del mundo cuando acompañaba a su marido en sus viajes de negocio. Eso, y el hecho de que cientos de años de arte hubieran sido arrancados de muros y pedestales cuando los soviéticos se apoderaron del ducado de Karlenburgh décadas atrás, había animado a Sarah a empezar a documentar lo que había aprendido sobre los tesoros perdidos del mundo del arte. También había llevado a una editorial importante de Nueva York a ofrecerle una altísima cifra de seis números si convertía sus notas en un libro.

Lo que Dom no entendía era qué tenía que ver con él el libro de Sarah, y mucho menos la mujer que ahora se dirigía a la cocina con la bolsa de Osterman en la mano. La asistente de Sarah no debía de tener más de veinticinco o veintiséis años, pero vestía como una monja. El pelo castaño y apagado recogido en la nuca. Nada de maquillaje. Gafas cuadradas de culo de vaso. Zapatos planos y aquel vestido de lino sin forma.

Cuando la puerta de la cocina se cerró tras ella, Dom preguntó:

–¿Qué tiene que ver Natalie Clark con lo que tienes que contarme?

La duquesa agitó la mano en el aire.

–Sirve una pálinka para cada uno y te lo contaré.

–¿Puedes tomar brandi? Zia me dijo en su último correo que…

–¡Bah! Tu hermana se preocupa más que Sarah y Gina juntas.

–Por una buena razón. Es médico. Entiende mejor tus problemas de salud.

–Dominic –la duquesa le dirigió una mirada gélida–, se lo he dicho a mis nietas, se lo he dicho a tu hermana y ahora te lo digo a ti. El día que no pueda tomarme un aperitivo antes de la cena me tendréis que llevar a una residencia de ancianos.

Dom sonrió, se dirigió al mueble bar y llenó dos copas de cristal.

«Qué guapo es», pensó Charlotte conteniendo un suspiro. Aquellos ojos oscuros y peligrosos. Las cejas pobladas y el pelo brillante y negro. El cuerpo esbelto que había heredado de los enjutos jinetes que cabalgaban por la estepa a lomos de sus caballos y que asolaron Europa. Por sus venas corría sangre magiar, igual que por las de Charlotte, combinada pero no borrada por siglos de matrimonios mixtos entre los miembros de la realeza del antaño poderoso imperio austrohúngaro.

El ducado de Karlenburgh había formado parte de aquel imperio. Una parte muy pequeña, sin duda, pero cargada de historia que se remontaba a más de setecientos años atrás. Ahora solo existía en los viejos libros de historia, y uno de aquellos libros estaba a punto de cambiarle la vida a Dominic. Ojalá fuera para mejor, aunque Charlotte dudaba de que él lo viera así. Al menos al principio. Pero con el tiempo…

Charlotte alzó la vista cuando la instigadora de aquel cambio regresó al salón.

–Ah, aquí estás, Natalie. Estamos a punto de tomarnos un aperitivo. ¿Te apetece?

–No, gracias.

Dom se detuvo con la mano en el tapón de la botella de cristal que Zia y él le habían regalado a la duquesa cuando se conocieron. Sonrió para suavizar la tensión de la investigadora.

–¿Seguro? Este brandi de albaricoque es una especialidad de mi país.

–Seguro.

Dom parpadeó. Mi a fene! ¿Había vuelto a abrir aquella mujer las fosas nasales como si hubiera olido algo desagradable? ¿Qué le habían contado Zia y Gina de él?

Se encogió de hombros, sirvió el brandi en dos copas y le llevó una a la duquesa antes de sentarse en la silla al lado de su tía abuela.

–¿Cuánto tiempo te quedarás en Nueva York? –preguntó la duquesa tras dar un buen trago.

–Solo una noche. Mañana tengo una reunión en Washington.

–Mmm. Debería esperar a que vengan Zia y Gina para hablar contigo de esto, pero ellas ya están al corriente.

–¿De qué?

–El edicto de 1867 –Charlotte dejó su copa a un lado. Los ojos azules le brillaban de emoción–. Como tal vez recuerdes por los libros de historia, la guerra de Prusia obligó al emperador Francisco José a hacer ciertas concesiones a sus inquietos súbditos húngaros. El edicto de 1867 concedía a Hungría autonomía interna total siempre que siguiera formando parte del imperio en cuestiones de guerra y de asuntos exteriores.

–Sí, lo sé.

–¿Sabías también que Karlenburgh añadió su propio anexo al acuerdo?

–No, pero no tenía por qué saberlo –respondió Dom con dulzura–. Karlenburgh es tu legado, duquesa, no el mío. Mi abuelo, el primo de tu marido, dejó el castillo de Karlenburgh mucho antes de que yo naciera.

Y el ducado dejó de existir poco después de aquello. La Primera Guerra Mundial minó el antaño poderoso imperio austrohúngaro. La Segunda Guerra Mundial, la brutal represión de la Guerra Fría, la repentina disolución de la Unión Soviética y los terribles intentos de «limpieza étnica» habían provocado el violento cambio del mapa político de Europa del Este.

–Tu abuelo se llevó su apellido y su linaje con él cuando salió de Karlenburgh, Dominic –Charlotte se le acercó y le agarró el brazo con los dedos–. Tú heredaste ese linaje y ese apellido. Eres un St. Sebastian. Y el actual gran duque de Karlenburgh.

–¿Qué?

–Natalie lo averiguó durante su investigación. El anexo. El emperador Francisco José confirmó que los St. Sebastian ostentarían los títulos de gran duque y gran duquesa a perpetuidad a cambio de defender las fronteras del imperio. El imperio ya no existe, pero a pesar de las guerras y las revueltas, la pequeña franja de terreno entre Austria y Hungría permanece intacta. Y por tanto el título también.

–Sobre el papel tal vez. Pero las tierras, las mansiones, los pabellones de caza y las granjas que una vez formaron parte del ducado tienen ahora otros dueños. Haría falta una fortuna y décadas de juicios para reclamar alguna de esas propiedades.

–Sí, las tierras y las mansiones ya no son nuestras. Pero el título sí. Sarah se convertirá en gran duquesa cuando yo muera. O Gina, si, Dios no lo quiera, algo le ocurriera a su hermana. Pero se han casado con plebeyos. Según las leyes de primogenitura, sus maridos no pueden ostentar el título de gran duque. Hasta que Sarah o Gina no tengan un hijo varón o sus hijas se casen con un miembro de la realeza, el único que puede reclamar ese título eres tú, Dom.

Dom sintió ganas de bromear y de decir que con eso y diez dólares tal vez pudiera conseguir un café decente en alguna de las carísimas cafeterías de Nueva York.

Se tragó el sarcasmo, pero miró de reojo a la mujer que mantenía una expresión de educado interés como si no fuera ella quien había iniciado aquella ridícula conversación. Dom tenía un par de cosas que decirle a la señorita Clark sobre alterar a la duquesa con un asunto que sin duda era entrañable para ella pero que tenía poca importancia en el mundo real.

Sobre todo en el mundo de un agente infiltrado.

Dom no permitió que ninguno de aquellos pensamientos se le reflejara en la cara cuando tomó la mano de Charlotte en la suya.

–Agradezco el honor que quieres concederme, duquesa. De verdad. Pero debido a mi trabajo, no puedo ir por ahí con un título colgado al cuello.

–Sí, de eso quería también hablar contigo. Llevas ya demasiados años viviendo al límite. ¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir sin que te hieran de gravedad?

–Eso es justo lo que yo le digo –comentó Zia al entrar en el salón.

Se había puesto sus vaqueros favoritos y una camiseta roja que contrastaba con sus oscuros ojos y la larga melena, tan negra y brillante como la de su hermano. Cuando Dom se puso de pie y abrió los brazos, Zia se refugió en ellos y le abrazó con cariño.

Solo tenía cuatro años menos que Dom, veintisiete, pero Dom había asumido toda la responsabilidad de su hermana adolescente cuando sus padres murieron. También estuvo allí, al lado de su cama del hospital, cuando estuvo a punto de morir desangrada tras la rotura de un quiste uterino en su primer año de universidad. Las complicaciones surgidas de aquel episodio cambiaron la vida de Zia en muchos sentidos.

Lo que no había cambiado era el instinto de protección de Dom. No importaba dónde le llevara su trabajo ni lo peligrosa que fuera la misión en la que estaba metido, si Zia le enviaba un mensaje de texto codificado, se ponía en contacto con ella en cuestión de horas, cuando no de minutos.

–No tienes que seguir siendo agente. Tu jefe de la Interpol me ha dicho que tiene un puesto de jefe de sección esperándote cuando quieras aceptarlo.

–¿Me ves detrás de un escritorio, Zia?

–¡Sí!

–Qué mal mientes. No aguantarías ni cinco minutos de interrogatorio.

Gina había vuelto durante aquella breve conversación. Se echó hacia atrás los salvajes rizos y entró en la refriega.

–Jack dice que serías un excelente intermediario para el Departamento de Estado. De hecho quiere hablar contigo de ello mañana cuando vayas a Washington.

–Con el debido respeto a tu marido, lady Eugenia, no estoy listo para unirme a las filas de los burócratas.

El uso de su título honorífico hizo que Gina hiciera una mueca irreverente.

–Ya que estamos lanzando títulos, ¿te ha contado la abuela lo del anexo?

–Sí.

–Entonces… –Gina extendió la falda de su vestido de verano verde e hizo una reverencia teatral.

Dom murmuró entre dientes algo muy poco regio. Afortunadamente, la señorita Clark lo tapó al ponerse de pie.

–Discúlpenme. Este es un asunto familiar. Les dejaré para que hablen de ello y volveré a mi investigación. Duquesa, ¿me llamará cuando le parezca conveniente que continuemos con la entrevista?

–Lo haré. Estarás en Nueva York hasta el jueves, ¿no es así?

–Sí, señora. Luego volaré a París para cotejar mis anotaciones con Sarah.

–Nos reuniremos antes entonces.

–Gracias –la mujer se inclinó para recoger el abultado maletín que había dejado apoyado contra la pata de la silla. Luego se incorporó y se subió las gafas–. Encantada de conocerla, doctora St. Sebastian. Y me alegro de verla otra vez, lady Eugenia.

No cambió de tono. Ni tampoco la educada expresión. Pero a Dom no se le pasó por alto lo que le pareció un gesto de desdén en sus ojos castaños cuando inclinó la cabeza hacia él.

–Alteza.

Dom tampoco cambió de expresión, pero tanto su hermana como su prima reconocieron el tono de voz repentinamente suave.

–La acompaño a la puerta.

–Gracias, pero puedo ir sola… Oh, de acuerdo.

Natalie parpadeó como un búho detrás de las gafas. La sonrisa no abandonó el rostro ridículamente bello de Dominic St. Sebastian. La mano que le agarraba el antebrazo no le dejaría cardenal, pero sentía como si la estuvieran sacando de la escena de un crimen. Sobre todo cuando él se detuvo con la mano en el picaporte y entornó los ojos al mirarla.

–¿Dónde se aloja?

¡Dios mío! ¿Estaba intentando ligar? No, no podía ser. Ella no era su tipo. Según lo que contaba Zia entre risas, a su hermano el soltero le gustaban las rubias de piernas largas o las morenas voluptuosas. Y salía con muchas, a juzgar por los avinagrados comentarios de la duquesa respecto a sus juergas.

Aquello era lo que había predispuesto a Natalie en contra de Dominic St. Sebastian. Una vez se enamoró de un hombre demasiado guapo y demasiado manipulador y tendría que pagar el resto de su vida por aquel error. Pero intentó con todas sus fuerzas que no se le notara el desdén en la voz cuando se soltó el brazo.

–No creo que sea asunto suyo dónde me aloje.

–Usted lo ha convertido en asunto mío con esa tontería del anexo.

Vaya. Podía agarrarle el brazo. Podía llevarla casi a rastras hasta la puerta. Pero no podía despreciar su investigación.

Completamente indignada, Natalie le respondió con fuego.

–No es ninguna tontería, algo que usted sabría si mostrara algún interés por la historia de su familia. Le sugiero que muestre un poco más de respeto por su linaje, alteza. Y por la duquesa.

Dom murmuró algo en húngaro que a Natalie no le pareció particularmente elogioso y luego apoyó un codo en la puerta y se inclinó hacia ella. Podía verse reflejada en sus pupilas.

–El respeto que le tengo a Charlotte es la razón por la que usted y yo vamos a tener una charla privada, ¿de acuerdo? Se lo vuelvo a preguntar: ¿dónde se aloja?