El mundo según Mark - Penelope Lively - E-Book

El mundo según Mark E-Book

Penelope Lively

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Beschreibung

Mark Lamming tiene una vida perfecta. Afamado escritor de biografías literarias, está felizmente casado con Diana, una galerista de arte. Ahora investiga la vida de Gilbert Strong, escritor, ensayista y dramaturgo, y sus pesquisas le llevan hasta Dean Close, antiguo hogar del autor. Carrie, la nieta de Strong, ha reconvertido la casa en un centro de jardinería, y cuando Mark empieza a visitarla con más frecuencia de la necesaria, se da cuenta de que tal vez no sea solo su libro lo que le interese. A pesar de que Carrie es una joven naíf, despreocupada y alejada del mundo literario, Mark se siente cada vez más atraído por ella. Mezclando sentimientos con trabajo, decide invitarla a viajar por Francia con el fin de entrevistar a su madre, hija de Strong, en busca de una certeza que tal vez esté más allá de la literatura. Penelope Lively (autora de "Vida en el jardín"), nos muestra su perfil más apasionante en "El mundo según Mark" (finalista del Booker Prize en 1984), un clásico sobre el amor y el deseo, donde literatura, naturaleza y viaje conforman un tríptico magistral.

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El mundo según Mark

Penelope Lively

Traducción del inglés a cargo de

 

 

 

 

 

Un clásico moderno, finalista del Booker Prize en 1984, donde literatura, naturaleza y viaje conforman un tríptico magistral sobre la confusa crisis de los cuarenta.

 

 

 

 

 

«Estamos, sin duda, ante la obra más chispeante e inteligente de Penelope Lively.»

Observer

 

«Lively es una de las pocas autoras vivas cuyos libros pueden ser considerados verdaderos clásicos modernos.»

The Guardian

Para Sheila

1

Mark Lamming conducía rumbo a Dorset desde Londres para visitar a una joven a la que no conocía, cuando pensó en el abuelo de esta. A Gilbert Strong no lo conocía tampoco, pero sabía de él todo lo que es posible saber de un hombre que lleva veintitrés años muerto: sus opiniones, sus gustos, la textura de su barba, sus andanzas en determinados días de determinados años, su empleo del punto y coma, el apelativo cariñoso con el que se dirigía a su amante. Embutido en el asiento del Fiat (adquirido, principalmente, para uso y disfrute de su esposa, Diana, e inadecuado para las largas piernas de él), Mark pasó de la urbe a las zonas residenciales entrelazadas de Surrey, y de ahí se adentró, finalmente, en un paisaje más vacío e insondable donde, mal que le pesara, y para gran irritación suya, empezó a pensar en Hardy. Hardy surgió, sin más, de las colinas y las aldeas y ocupó el coche, todo hay que decirlo, con una familiaridad estremecedora: sombrero, bastón, mujeres, obras. Sabiéndose un poco víctima de alguna suerte de condicionamiento, Mark detuvo el coche en una gasolinera para evadirse, llenó el depósito y consultó el mapa por enésima vez. Cuatro millas más y llegaría a su destino. Notó una punzada de inquietud y cierta aprensión. No se consideraba una persona tan segura de sí misma como otros le pensaban.

—Me temo —le había dicho el hombre de Weatherby and Proctor un año antes— que no parece que ella haya oído hablar de usted. Pero, claro, tampoco es que sea, precisamente, la clase de persona que podría haberlo hecho. A pesar de los antecedentes familiares. Ya sabe, dirige un centro de jardinería.

—¿En Dean Close? —preguntó Mark estupefacto.

—En Dean Close. A decir verdad, representa una solución muy satisfactoria a varios problemas. De cualquier modo, señor Lamming, la buena noticia es que no ha puesto ninguna objeción. Está preparada para cooperar de lleno. Cuenta usted con su bendición, por así decirlo. Orientada por nosotros, si me permite expresarlo de este modo, en cuanto fiduciarios. Ejercemos un estricto papel de observadores. Aconsejamos a la señorita Summers y también a…, bueno, a su madre, siempre que es necesario.

—Lo sé —dijo Mark—. Gracias.

Esquivó la mirada del hombre y fijó la vista en el sucio atardecer londinense; ahora sabía con absoluta precisión a qué dedicaría los próximos tres o cuatro años. La certeza, aunque buscada, resultaba un tanto desalentadora. Tenía cuarenta y un años y, en ocasiones, sentía nostalgia de la despreocupada imprevisibilidad de la juventud. La vida había dejado de sorprenderle desde hacía ya tiempo. Gozaba de una fama y un reconocimiento moderados en los círculos que él mismo respetaba; amaba a su esposa; no gozaba de una posición económica desahogada, pero estaba preparado para aceptarlo como el precio a pagar por su profesión. Se dedicaba a lo que quería.

Era biógrafo.

Mientras recorría aquellas cuatro últimas millas, Mark pensó de nuevo en Gilbert Strong, quien, por fuerza, tuvo que conocer íntimamente esta fila de árboles, esta curva, esta hilera de casitas. Intentó sustraer del paisaje los aditamentos de los casi treinta últimos años para requiparlo con los coches achaparrados y redondeados de la última década de la vida de Strong, para revestir a los escasos peatones que iba dejando atrás, para reformular el texto de los anuncios en una valla de publicidad. Se podía hacer hasta cierto punto, pero, en el proceso, la escena completa perdía, en cierto modo, su color y adquiría un apagado tono sepia semejante al de las fotografías del Illustrated London News. Es el problema que enfrentan quienes se dedican profesionalmente a la reconstrucción de otras épocas; el esfuerzo de la imaginación tiene sus propios efectos especiales. Para Mark, el siglo actual era marrón, mientras que el dieciocho era de un delicado azul pastel.

La aparición de Dean Close, aunque esperada, lo cogió por sorpresa. A punto estuvo de pasar de largo y dejar atrás el enorme cartel blanco y verde donde se podía leer «centro de jardinería dean close. abierto todos los días, festivos incluidos»; la flecha del «aparcamiento», que señalaba hacia el patio de delante de los establos; la fachada de la casa —tan familiar gracias a las fotografías— con su entramado de madera y sus gabletes y sus rústicos pilares, como una especie de cottage orné de rango superior; y la montaña de bolsas de plástico amarillo que se alcanzaba a divisar en el camino de entrada. Habían sido estas últimas, quizá, las que remacharon la impresión de que aquel no podía ser su destino; junto a ellas había un cartelito rotulado: turba–2,50 libras.

Condujo el coche hacia el aparcamiento, luego cambió de idea y subió por el camino de entrada hasta la casa. Se quedó sentado mirándola unos momentos. Era menos fea de lo que se esperaba, con greñas de glicinias y, en conjunto, menos descarnada que en las fotografías. Parecía haberse encogido un poco también; los árboles de los alrededores, constató, habían crecido considerablemente.

La carta de ella reposaba en el interior de su maletín. Estaba garabateada con una caligrafía grandona en papel de notas del Centro de Jardinería, y solo decía que estaría encantada de recibirle el día que él sugiriese y que, en calidad de albacea literaria de Strong, le prestaría toda la ayuda que pudiese, pero que, en realidad, el señor Weatherby sabía más de papeles y demás que ella. Firmaba como Carrie Summers. Había hecho tres tentativas de escribir «albacea» correctamente y, al final, lo había puesto mal.

Se plantó en el umbral y permaneció allí, llamando al timbre, durante cinco minutos. Finalmente, se dio por vencido, bordeó el lateral de la casa y entró en el Centro de Jardinería. Vio que los establos habían sido reconvertidos en oficina y zona de ventas y que, a continuación, se extendían un par de acres de productos aseadamente dispuestos, filas y filas de plantas en cajas y macetas o con sus raíces envueltas en plástico negro, entre las cuales deambulaban unas pocas personas, empujando carritos de supermercado. El contenido de estos, observó Mark mientras se dirigía con paso incierto hacia un enorme invernadero, era tan variopinto como el de los carritos de supermercado de los clientes de Sainsbury’s, conjurando los unos visiones de jardines concebidos tan pésimamente como las dietas semanales de los otros: una conífera, dos docenas de pensamientos y un agracejo. O una docena de lobelias, un jazmín de floración invernal y tres hostas. Gilbert Strong, cuya presencia le había acompañado tan poderosamente durante todo el día, se evaporó de repente.

Durante los últimos dieciocho meses no había leído prácticamente nada que no fuera alguna obra de Strong o algún escrito que estuviese relacionado con él de un modo u otro. Podía citar extractos tanto de su Disraeli y de su Napoleón como de sus ensayos sobre obras biográficas y de ficción. Conocía lo que Shaw decía de él y lo que él había dicho de Shaw; la extensión de su recorrido en el primero de los libros de viajes y los sentimientos que le provocaban Thomas Love Peacock (admiración), el socialismo (reserva), el sufragio femenino (tolerancia) y el Cubismo (irritación). Conocía la secuencia de infidelidades a su primera esposa, y el grado de intimidad que compartía con sus distintas amistades. Se había sintonizado tan estrechamente al nombre de Strong que reaccionaba cuando la palabra afloraba en cualquier contexto: un cartel anunciando sidra Strongbow le hacía detenerse y volver la cabeza. Había leído tanto los manuscritos depositados en la biblioteca Bodleiana como la correspondencia que le habían prestado aquellos amigos y colegas de Strong cuya cooperación se había granjeado mediante la diplomática misiva del señor Weatherby. Había visitado a varias de estas personas, todas ellas octogenarias o nonagenarias ya, y picajosas como pajarillos con sus indagaciones. Solo querían saber lo que él iba a contar y lo que fulanito o menganito había dicho de ellos. Las señoras, muy ancianitas ellas, lo miraban con ojos chicos y le decían lastimeramente que ellas de lo que querían estar seguras era de que no se iba a pintar una falsa imagen de ellas, en ningún sentido. Los señores, hombres que contaban con una larga ristra de siglas antepuesta a sus nombres, a la par que una dilatada historia de ejercicio y logros profesionales, le imploraban que ignorara los testimonios de otros hombres de su misma condición. Hasta ese momento, no tenía ni idea de que a la gente le asustara tanto el pasado. La palabra «verdad» afloraba constantemente. «Debe usted contar la verdad —le decían—, que es la siguiente…». Se enfrentaba a un auténtico laberinto; le había resultado mucho más sencillo escribir sobre Wilkie Collins, a quien nadie recordaba.

—¿Por qué él? —le había preguntado Diana en su día, cuando aireó la idea por primera vez—. Es decir —prosiguió con más cautela—, suena de maravilla, pero ¿no es un poco marginal? A ese hombre ya no lo lee nadie. Salvo esa obra de teatro suya, claro.

—Tampoco hay nadie que lea a Lytton Strachey ni a Harold Nicolson —dijo Mark— y mira lo que les ha pasado. Y lo cierto es que Strong es muy interesante. Las novelas son malas de solemnidad, y toda la parte de la literatura de viajes está muy anticuada, pero los ensayos tienen enjundia, la crítica tiene mucha miga y Disraeli es, cuando menos, una biografía de primera categoría. Además, él siempre estuvo en el meollo. —Le faltó añadir: «y lo bueno es que a nadie se le ha ocurrido todavía escribir sobre él». Diana, en cualquier caso, le reconocería ese punto a su favor. Es más, pasados unos momentos le dijo:

—¿Y cómo puedes tener la certeza de que nadie más va a escribir un libro sobre él?

—Pues porque me ocuparé de que no lo hagan —dijo Mark—. En la medida en que sea posible.

Y posible, lo era, evidentemente. Más o menos; lo sería, sobre todo, una vez hubiera convencido a los fiduciarios de que él era, con mucho, la persona idónea para abordar el trabajo y, a través de los fiduciarios, a la nieta, convertida en actual albacea literaria de Strong tras la muerte de Harold Baxter, su mejor amigo. Una vez se supiera que Mark Lamming estaba trabajando en Strong, la probabilidad de que alguien decidiera competir con él sería prácticamente nula. Su libro sobre Wilkie Collins había recibido múltiples y excelentes cumplidos; la edición de la correspondencia de Somerset Maugham estaba considerada como una obra académica; contaba con un par de premios en su haber; y su editor mostraba entusiasmo por su trabajo o, al menos, todo el entusiasmo que puede permitirse un editor de obras de interés literario.

—¿Conoció a Vanessa, Roger, Duncan, Virginia y toda esa tropa? —preguntó Diana.

—Se podría decir que casi, casi.

—Dios —dijo Diana—. Te compadezco.

Mark había leído, investigado, hablado y escuchado, y ahora, en esta agradable mañana verde y azul de mayo, estaba a punto de ver a Gilbert Strong encarnado, por así decirlo. Lo que quedaba de Gilbert Strong; la carne de su carne.

Entró en el gran invernadero, donde un joven trajinaba con unas bandejas de semilleros.

—Busco a la señorita Summers. Es más, me está esperando —dijo.

Sin volverse, el joven elevó la voz.

—Carrie, preguntan por ti.

Y en el extremo más alejado del largo pasillo surgió, de entre un bosque de macetas y bandejas para semillas, una muchacha con pantalón de peto y botas de goma, que depositó su herramienta, miró a Mark por encima de la vegetación y se aproximó. Tenía el cabello pelirrojo y rizado, un rostro pequeño salpicado de pecas, las manos muy sucias y pinta de dieciochoañera, cosa que confundió a Mark, porque él sabía, por pruebas documentadas, que Caroline Summers contaba treinta y dos años.

—¿Sí? —dijo ella.

—Soy Mark Lamming.

—Oh —dijo ella—, claro. Madre mía. Pensaba que era el tipo que me enviaban los de los fertilizantes, pero es evidente que no podía ser, ¿verdad? Bueno, me refiero a que… —calló, abochornada.

—Pues no —dijo el joven—. No tiene pinta de haber salido de una planta de fertilizantes.

—Este es Bill —dijo ella—. Mi socio.

—Hola —dijo Mark tendiendo una mano que se quedó suspendida en el aire.

—Mejor no —dijo Bill—. Estoy hecho un asco. Hola.

Mark, en desventaja, paseó la mirada por el invernadero.

—Estoy muy impresionado. No era consciente de que estuviera haciendo esto a tan gran escala. Es fascinante. Me encantaría que me contara cómo se le ocurrió. Reconozco que de jardinero tengo más bien poco, la verdad.

—Es igual —dijo Bill con amabilidad.

Se hizo un silencio.

—Carrie —dijo Bill—, deberías acompañar al caballero a la casa y ofrecerle una taza de café.

Ella se sobresaltó.

—Discúlpeme. Claro. Por favor, pase y tómese un café.

Mark la siguió. Hicieron un alto en la oficina de ventas, donde Carrie tenía que darle unas instrucciones a la chica que se ocupaba de la caja y responder a una pregunta compleja de un cliente sobre las rosas silvestres. Entretanto, Mark la diseccionaba en secreto. No guardaba ningún parecido, que él pudiera detectar, con Gilbert Strong. Ahora no parecía tener dieciocho años, sino, más bien, rondar los veinticinco. Daba la impresión de que la hubiesen espolvoreado con arena de arriba abajo; hasta sus pestañas eran de un rojizo pálido. Se fijó en que el pantalón de peto no era cursi, en tonos pastel y con un montón de bolsillos inútiles, como los que Diana gastaba a veces los fines de semana; no, este era de los auténticos: sin concesiones a la moda y de todo menos favorecedor. Era imposible saber si estaba gorda o flaca. Más bien flaca, pensó; probablemente. Un fino vello dorado hacía destellar sus brazos desnudos y tan pecosos como su cara.

Entraron a la casa por la puerta lateral.

—Lo siento —dijo Carrie—, está todo hecho un desastre. Bill y yo solo usamos esta parte de la casa. En realidad, vivimos en la cocina. —Se dirigió al fregadero y llenó de agua el hervidor—. ¿Le vale con un Nescafé?

—Oh, desde luego.

La estancia estaba, ciertamente, patas arriba; se trataba de una amplia cocina que, sin duda, hacía las veces de otras cosas: de oficina, salón y es posible que hasta de dormitorio. Había un enorme tablero de corcho claveteado de papeles y papelitos relacionados con pedidos y con empresas proveedoras de macetas de fibra, antibabosas o semillas; una achaparrada pareja de butacas raídas descansaba junto a una vieja cocina económica Rayburn; en uno de los rincones se hallaba un diván. Mark se sintió aún más desconcertado; la mención a Bill le rechinaba de algún modo, aunque sin ninguna razón en absoluto; el chaval le había parecido de lo más agradable, no había cometido ofensa alguna. Se rehízo y empezó a soltar las palabras que llevaba preparadas. Le dijo lo entusiasmado y complacido que estaba de encontrarse redactando la biografía, bueno, la biografía oficial, por así llamarla. Lo mucho que le agradecía su cooperación. Lo larga y ardua que era la tarea. Lo muchísimo que le preocupaba escribirla…, bueno, sin cometer ningún fallo. Carrie sirvió unas cucharaditas de Nescafé en ambas tazas (desportilladas), añadió agua y demasiada leche, y se sentó a la mesa, cubierta por lo que Mark reconoció, aun mientras pronunciaba su discurso, como un hule auténtico, vintage, probablemente de en torno a 1949, a cuadros amarillos y con toda la superficie craquelada.

—Y permítame decirle —añadió— que este es uno de los momentos más emocionantes de todo el proceso —sus ojos se apartaron con recato del rostro de ella—: conocerla a usted. Al fin. Lo he estado postergando hasta ahora casi deliberadamente. Hay tantas cosas que deseo preguntarle. He hablado con tantísimas personas que lo conocieron, pero usted… Bueno, es ya otro nivel. Y a su madre, a quien espero de todo corazón poder conocer también en algún momento.

—Vive en Francia.

—Por supuesto. Sea como fuere… Usted tenía nueve años cuando él falleció, ¿no es así?

—Sí —dijo Carrie.

—¿Lo recuerda?

—Un poco. —Hizo una pausa—. Tenía barba —añadió.

—Pues sí —dijo Mark—. Tenía barba, en efecto.

Un reloj marcaba la hora ruidosamente. Mark levantó su taza y la volvió a depositar en la mesa; el café era del todo imbebible. Gajes del oficio; una de las antiguas amantes de Strong lo había intoxicado con kebabs a domicilio. Contempló el curioso rostro un tanto infantil de Carrie y apartó la vista. Ojos verdes, con pintitas marrones.

—Seguro que las cosas eran muy distintas por aquel entonces, cuando la casa estaba siempre atestada de gente. Todas aquellas fiestas de fin de semana. Con Cary y los demás. Me figuro que se sentaría usted en sus rodillas.

—¿En las rodillas de quién?

—En las de Joyce Cary.

—No —respondió Carrie.

—Pues pudo haberlo hecho —dijo Mark, levemente irritado—. Desde el punto de vista cronológico es más que posible, y era amigo de su abuelo.

—Ya, pero no fue así, me temo. ¿Quiere un poco más de café?

—No —se apresuró a contestar Mark.

—En aquellos días tenían sirvientes y todo eso —ofreció Carrie—. Él y Susan. Susan fue la persona con la que se casó después de morir mi abuela.

Mark suspiró.

—Sí. Desde luego.

—De hecho —añadió Carrie—, yo no venía aquí tan a menudo, por eso de que estaba con mi madre y de que a ella Inglaterra no le gustaba demasiado.

Mark asintió. Trató de transmitir condescendencia y comprensión. La personalidad de Hermione Summers, la única hija de Strong, le había sido descrita con comedimiento por el señor Weatherby y de manera mucho más colorida por otras personas. «Un poco impredecible y despistada —fue la frase que empleó el señor Weatherby para, acto seguido, aclararse la garganta—. Un tanto problemática para los fiduciarios a lo largo de los años.» Los demás se referían a ella de forma muy diversa, aplicándole calificativos de toda clase que iban desde borracha a ninfómana. «Retorcida —dijo la examante—. Claramente retorcida.» Al parecer vivía en la Dordoña y visitaba Londres muy de vez en cuando, y solo con el objeto de intentar sacar más dinero del Fideicomiso Strong. El padre, por lo que dio a entender el señor Weatherby, había calado a la hija, de modo que esta percibía su renta de forma racionada, y a discreción de los fideicomisarios.

Desde la muerte de Strong, Dean Close había sido propiedad, y era administrada, por el Fideicomiso en conjunción con la Sociedad Strong, una organización que se constituyó aproximadamente diez años después y que, si bien modesta en número, derrochaba entusiasmo. Compuesta por lo que vendría a ser una docena de miembros, varios de ellos colegas de Strong y la mayoría de edad avanzada, se encargaba de mantener en buen estado el contenido de la casa y de organizarlo todo para que esta abriera al público el primer miércoles del mes. Había que reconocer que el público no acudía en manadas, pero sí que contaban, y así se lo habían asegurado a Mark, con un goteo más que respetable de literatos y algún que otro erudito estadounidense. Todo esto era posible gracias a la existencia del Fideicomiso Strong. En sus últimos años de vida, las finanzas de Strong se habían visto reforzadas, irónicamente, por la única obra de la que este nunca hizo grandes alardes. Los veinte años de desahogo económico que venía disfrutando Dean Close, la Hacienda Strong, se cimentaban en el éxito inusitado de una pieza teatral escrita en menos de lo que canta un gallo; un invierno cargado de desesperación y de facturas sin pagar, y que llevaba en cartel de manera perpetua desde entonces. Todas las noches, en algún rincón del planeta, una compañía teatral paseaba retozona por el escenario La isla de la reina Mab, ese fárrago histórico sin sentido, a la par que escandaloso disparate inglés: «una obra de teatro para los más pequeños y jóvenes de espíritu». En la actualidad, muy pocos acertaban a nombrar a su autor: «Barrie, ¿verdad?», «¿De la Mare?», «¡Virgen Santa, Gilbert Strong!» O bien, sencillamente, «perdón, ¿quién?». El título era arte y parte de la cultura doméstica; su autor irrelevante. Y Strong, para ser francos, lo había preferido así, al tiempo que se embolsaba los derechos con sumo gusto. Y la obra había dado pie a la producción neoyorquina, y esta, a su vez, al musical cinematográfico protagonizado por Julie Andrews, en cuyos títulos de créditos el nombre de Strong ascendía, muy a la cola, con letra bastante pequeña, pero que no obstante pagaba con creces el sueldo de la becaria mecanógrafa del señor Weatherby, financiaba los caprichos variopintos de Hermione y había zanjado la invasión de aquellos hongos inmundos que atacaron la madera de Dean Close en la década de los setenta. En lo que atañía a Mark, La isla de la reina Mab no tenía mucho de dónde rascar; aquel insustancial y pícaro, aunque bastante conseguido, mejunje de sentimientos, andanzas aventureras y fantasía bebía de las fuentes más variadas, como Carroll, Thackeray, Peacock, T. H. White y Barrie; en definitiva, y por decirlo con otras palabras, un auténtico potaje teatral sin mayor trascendencia, y puede que menos aún dentro del conjunto de las grandes obras de Strong. Un mero golpe de suerte profesional del que el propio Strong, dicho sea en su honor, siempre se sintió un poco avergonzado. Era lamentable que fuera esa obra en concreto por la que hoy se le recordaba principalmente. La biografía, cuando menos, podría corregirlo.

—¿Le gustaría ver ahora la casa? —preguntó Carrie.

—Lo estoy deseando.

Había contemplado no una, sino varias veces la posibilidad de visitar la casa sin previo aviso, aprovechando uno de los días de puertas abiertas de los miércoles, pero algo en su interior, puede que un sentido innato de la oportunidad, lo refrenó: su intención en todo momento era conocer la casa al mismo tiempo que a la nieta, y a solas. Después de todo, él no era un mero aficionado literario de paso. Él era el biógrafo.

Franquearon el umbral de una puerta forrada de paño verde y se adentraron, al punto, en los años treinta: un mundo de suelos crujientes de parqué, alfombras de rombos y diamantes, sofás Knole de respaldo y brazos altos y un montón de mesitas inestables y de librerías acristaladas. En su día tuvo que ser una decoración de lo más chic. Mark, que reconoció en todo aquello la mano de Susan, la enérgica y sociable examante de Strong, con la que contrajo matrimonio en 1939 después de la muerte de su esposa Violet, recorrió las estancias en un estado de arrobamiento total, olvidando casi por completo a Carrie, que le seguía con desgana. El despacho de Strong, no obstante, permanecía maravillosamente intacto, estancado con firmeza en 1918, más o menos. Había una pareja de sillas grandes de piel, una chimenea con un guardafuegos de latón y una inmensa y despeluchada alfombra turca. Mark, embargado de una emoción más profunda de la esperada, se plantó en el centro de esta última y contempló el escritorio.

—Aquí escribió todo su Disraeli. Y la mayor parte de los libros sobre Peacock y Thackeray. Y los ensayos, por supuesto, que yo diría que son lo que más admiro de su obra —dijo, y se aproximó unos pasos—. Hasta el cartapacio está aquí… Oh, Dios. Sí, esa es su caligrafía, no hay duda; la reconocería en cualquier parte.

—Los de la Sociedad vienen y se cuidan de que todo esté en su sitio y eso —dijo Carrie—. Yo no paso por aquí tan a menudo, la verdad. La madre de Bill a veces se aloja en la habitación de invitados de la planta de arriba, porque en nuestro cuchitril, pues como que no hay sitio.

—Ya —dijo Mark. Tocó el tintero con la punta de un dedo—. Disraeli, claro está, no es plato de buen gusto para todo el mundo hoy en día. Existe una clara tendencia contraria a ese género de obra biográfica, pero tengo la intención de defenderla a capa y espada. Conseguir que vuelva a ser una lectura popular, para empezar. ¿Qué opinión le merece a usted Disraeli?

Carrie lo miró atónita.

—A decir verdad nunca he conseguido acabármelo.

—Ya —dijo Mark otra vez.

Se hizo el silencio. Un reloj distinto emitía su tictac; uno más sombrío y portentoso.

—Supongo que llevará siglos escribir un libro, ¿no? —dijo Carrie educadamente—. Me refiero a que va a tardar usted siglos en escribir el suyo, ¿verdad?

Mark expuso a grandes rasgos, y con brevedad, el calendario de trabajo que tenía pensado.

—Madre mía —dijo Carrie—. La jardinería es mucho más simple. Por lo menos uno sabe con exactitud qué es lo que toca cada año, de modo que solo tiene que ponerse manos a la obra y hacerlo.

Continuaron allí plantados, en mitad del despacho de Strong. Las botas de Carrie habían dejado en la alfombra un rastro de barro en el que ella parecía no haber reparado. Su actitud era de una pasividad provocadora; la piedra, sentía Mark, estaba siempre en su tejado. Esto le estaba induciendo una suerte de histerismo parlanchín. Cuanta más parsimonia mostraba Carrie, más hablaba él.

—Permítame que le aclare una cosa —dijo—. Yo no soy biógrafo de la escuela ¿Se-acostaba-Byron-con-su-hermana? Ni lo piense.

—Oh —dijo Carrie—. Ya veo —y entonces, pasado un momento—: ¿Lo hacía? Lo siento, supongo que esas preguntas le sacan de sus casillas. Solo tenía curiosidad.

—Existen opiniones diversas sobre el tema —dijo Mark de manera cortante—. La cuestión, en lo que a mí respecta, es que la vida es relevante solo en la medida en que ilumina la obra.

—El abuelo se acostó con docenas de personas, al parecer —añadió Carrie—. ¿Va a tener eso alguna relevancia?

Él se echó a reír, pero enseguida se dio cuenta de que ella no bromeaba.

—Es algo en lo que estoy pensando —dijo.

—Me figuro que querrá ver los dormitorios —dijo Carrie.

El ofrecimiento, obviamente, obedecía a la lógica y carecía de toda malicia. Subieron las escaleras. Allí tampoco se había tocado casi nada. Susan Strong había fallecido tres años antes que su marido, aun siendo considerablemente más joven. Su alcoba era todavía un vergel de chintz; la de Strong, en la estancia contigua, era todo caoba y linóleo, mientras que en el armario colgaban aún algunas de sus prendas de vestir, del mismo modo que, en el vestíbulo, un peludo sombrero de tweed colgaba del perchero.

—A la gente que viene los miércoles les gusta —dijo Carrie.

De vuelta en el descansillo, ella se detuvo.

—¿Qué era eso que me decía usted hace un momento…? ¿Que tiene que leerse todo lo que él escribió? ¿De veras?

—Sí —dijo Mark—. Todo.

—Oh, Dios —dijo ella—. Entonces me da que va a tener que echar un vistazo a todo el material que hay arriba, en el ático.

Mark la miró con los ojos muy abiertos.

—¿El material?

—Correspondencia y demás.

—No sabía que guardaran aquí cartas de él.

—Oh, sí. Hay dos baúles llenos.

Él tragó saliva.

—Nadie me lo había dicho.

—¿Ah, no? —dijo Carrie—. Vaya. Pues digo yo que se les habrá olvidado. Yo casi ni me acordaba. Sé que el señor Crampton les echó un vistazo hace dos o tres años, que pensó que quizá sería mejor llevárselas al sitio ese donde están las demás, y que yo le dije que prefería que las dejáramos aquí.

Nigel Crampton, presidente de la Sociedad Strong, de ochenta y siete años de edad, se materializó ante los ojos de Mark disertando interminablemente sobre su propia obra, tan fácilmente olvidable y tiempo ha olvidada; discurriendo sin parar, de hecho, sobre todo y sobre nada, tanto por carta como por teléfono, hasta que…, bueno, hasta que uno, para ser francos, había aprendido a poner tierra de por medio… desafortunadamente, por lo que se ve.

—Sí —dijo Mark—. Será mejor que eche un vistazo.

El ático estaba lleno de la clase de cachivaches que, por norma general, abarrotan los áticos: una mesa de caballete con una pata rota, montones de revistas, lámparas viejas de mesa, una máscara antigás, una estufa de parafina, una silla de enea. Y dos enormes baúles con etiquetas ajadas donde todavía se podía leer «P&O» —las siglas de la compañía de cruceros—, «Equipaje de bodega» y demás.

Carrie abrió la tapa de uno de ellos. Mark se inclinó hacia delante. En el interior había un desordenado revoltijo de documentos: fajos de manuscritos, cuadernos de ejercicios, tacos de correspondencia atados con cinta adhesiva. Levantó al azar algunos de estos últimos; todas las cartas estaban dirigidas a Strong; pudo reconocer la caligrafía de varios de sus amigos y colegas. Había uno muy grueso cuyo remitente era su editor. No era de extrañar que el material de la Bodleiana se le hubiese antojado tan llamativamente deficiente. Hurgó entre los manuscritos; encontró lo que parecía ser uno de los primeros borradores de una parte del Disraeli, y toda una colección de anotaciones para conferencias, y también algo que no pudo identificar y que parecía ser una novela abandonada. Todo esto llenaba el baúl hasta el fondo.

—¿Abro el otro? —preguntó Carrie.

Mark asintió.

Y de nuevo más de lo mismo. Más cartas. Más manuscritos. Una pila de libros con anotaciones del puño y letra de Strong.

—Buf —dijo Carrie—. Había olvidado que hubiese tanto.

Mark se quedó mirando los baúles. Una sucesión confusa de pensamientos y sentimientos lo atravesó en cascada: entusiasmo, horror, curiosidad, una aplastante sensación de cansancio y toda una serie de constataciones que engendraban otras constataciones. Que el libro no iba a estar terminado para cuando tenía planeado. Que, por lo tanto, estaba abocado a lo que Diana denominaba un problema de liquidez. Que no cumpliría los términos del contrato; que era probable que sus editores se mostraran razonables con todo ello; que el libro iba a ser mucho más largo de lo que pensaba; que sería un libro mejor; que ya se sentía exhausto.

Carrie cogió un taco de cartas y volvió a depositarlo en el baúl.

—¿Cree que será necesario echarle un vistazo a todo esto?

—Sí. A todo. —Guardó silencio un instante y prosiguió—: ¿Lo ha hecho ya alguna otra persona?

—En realidad, solo el señor Crampton.

—¿Por qué quiso usted conservarlo todo aquí?

Carrie se removió incómoda.

—Pues no estoy segura, la verdad. Pensé que quizá podría leer una parte en algún momento. Aunque, a decir verdad, dudo mucho que lo hubiese hecho nunca. Y el señor Crampton no paraba de venir y de darme la lata mientras yo estaba ocupada. Lo cierto es que me quería deshacer de él.

—Eso lo entiendo perfectamente. ¿Y nadie más, entonces?

Carrie reflexionó.

—Hubo una persona como usted, hace siglos. Otra persona que quería escribir un libro sobre él. Todavía no había decidido si hacerlo o no. Un estadounidense. Estuvo husmeando un tiempo.

—¿Qué fue de él?

Carrie encogió los hombros.

—No volvió nunca más. Creo que le echó para atrás.

—Ya —dijo Mark con aire sombrío—. Eso también lo entiendo. Hasta cierto punto.

Cerraron los baúles y bajaron la escalera de mano que brindaba acceso a la trampilla del suelo del ático. Carrie bajó primero. Entretanto, Mark miraba la coronilla de ella y sintió lo que le pareció el más irrefrenable deseo de estirar la mano y tocarla; allí estaba, con partículas de polvo girando a su alrededor en el rayo de sol que penetraba a través de un lucernario, y la visión le descolocó. Era como si fuera una persona distinta de la que se había levantado de su cama esa mañana; como si, en el ínterin, hubiese recibido alguna clase de noticia impactante, pero fuese incapaz de discernir, por el momento, si era buena o mala.

* * *

—Y bien, ¿cómo es ella?

—Normal.

—¿Y eso qué diantres quiere decir?

—Pues eso, normal. Muy colaborativa.

—¿Es que no estás solo? —preguntó Diana—. ¿Está ella contigo en la habitación?

—Sí. Quiero decir que sí, que estoy solo. Ellos están fuera.

—¿Ellos?

—Ella y ejem…, el tipo este que es su socio.

—Ajá, ya entiendo —dijo Diana.

—Que no tiene por qué ser su pareja necesariamente —atajó Mark.

Se hizo el silencio durante una fracción de segundo.

—Bueno —dijo Diana—. Vale, entonces te veo mañana. ¿Qué vas a hacer con lo del pijama y el cepillo de dientes, entonces?

—Pues no lo había pensado.

Aunque en ese mismo instante se le vino a la cabeza la espantosa ocurrencia de que, teniendo en cuenta cómo estaban las cosas en Dean Close, era muy probable que hubiese uno de Strong por algún rincón. Pero no, de eso ni hablar.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Examinar todo este material. Hacerme una idea precisa de lo que hay.

—¿Y después?

—Pues comer, digo yo. Conversar un poco.

—¿Es ella una mina de información? —inquirió Diana.

—No sabría decirte. Es pronto. Podría serlo, con el tiempo. Pero sí que es una muchacha bastante agradable.

—Pues bueno, cariño, buenas noches, entonces.

—Buenas noches, cariño.

Estaba tumbado, no en la cama de Strong, sino en la que había en la habitación de invitados, al otro lado del descansillo, que no era demasiado cómoda y cuyas sábanas estaban frías a más no poder. Carrie debía de haberla preparado en algún momento. Es probable que después de cenar, mientras él, sentado a la mesa de la cocina delante de otra taza de asqueroso Nescafé, hablaba con Bill. Había sido una conversación tensa hasta para Mark, que se consideraba un poco mejor, quizá, que la mayoría, a la hora de hallar puntos en común con una amplia variedad de gente. Era algo necesario, debido a su oficio. Bill poseía, sin embargo, un carácter tolerante y complaciente que resultaba a todas luces desmoralizador; esperaba a que dijeras algo y, entonces, una vez pronunciadas, sentías que tus palabras estaban completamente fuera de lugar. Indagar en exceso acerca de la gerencia de un centro de jardinería te hacía parecer condescendiente; mencionar a Strong con demasiada frecuencia hacía que sonaras pretencioso. Y aun así, saltaba a la vista que era un tipo afable. Educado, obviamente, en alguna escuela de horticultura como Carrie; bueno en su oficio, trabajador, algo falto de intereses intelectuales, pero dotado de esa capacidad de lograr que su interlocutor se sienta como un sabihondo insufrible. Al final, Mark había tratado de mantener a flote la conversación describiendo una comedia televisiva de sobremesa que había visto por casualidad, descripción que Bill escuchó con medida atención. Cuando Mark hubo terminado, el otro le dijo con amabilidad: «Aquí no vemos la tele. Es más, no tenemos televisor». Y con las mismas, se dispuso a liarse un cigarrillo. Carrie regresó a la habitación y Mark dijo que subiría al ático, si a ellos les parecía bien, para seguir revisando los baúles. A las diez y media, cuando volvió a bajar, no había ni rastro de Bill, y Carrie estaba haciéndole Dios sabe qué a la Rayburn. La cuestión de dónde dormían aquellos dos, y bajo qué componenda, no estaba nada clara. Mark había agradecido entonces a Carrie una vez más su ofrecimiento de alojarle esa noche, con exagerada efusividad —ahora que lo pensaba—, y había cruzado el umbral de la puerta de paño verde para adentrarse a solas en la casa vacía, que olía a humedad y a libros publicados antes de 1930.

Pasada una hora, seguía sin conciliar el sueño. Anticipándose a esta eventualidad, se había bajado del ático una pila de cuadernos de notas de Strong; contenían, como había podido advertir, abundante material preparatorio para el Ensayo sobre la ficción. Accionó el interruptor de la lamparita de noche (cuya bombilla no era lo bastante potente), y abrió el primero del montón. La florida caligrafía de Strong, difuminada en un delicado tono beis, cabriolaba de un lado a otro de la página. «El novelista tiene infinidad de opciones —leyó Mark—. Elige lo que ha de suceder, a quién le sucede y de qué forma contará lo que sucede. La imagen que fabrica es completa en sí misma. Cuando dice: “Esta es la historia y toda la historia”, debemos aceptarlo. Quizá los novelistas sean las únicas personas que dicen la verdad.»

2

—Yesta vez no habrá ningún tipo de Sotheby’s —dijo Diana.

Mark se incorporó en la cama, echó mano de sus gafas y la miró.

—¿Y a mí qué si vienen o no tipos de Sotheby’s?

—La última vez que tuvimos una cita privada te peleaste con uno.

—Me acuerdo de haber disentido educadamente con un tipo de la Tate, ataviado con una camisa rosa, si mal no recuerdo. Opinaba que Augustus John era tan buen pintor como la hermana de este, lo que, por supuesto, es un disparate.

—Era Whistler —dijo Diana—. Y de Sotheby’s, no de la Tate. Pero qué más da. ¿Vienes o no?

—Lo estoy deseando. En cuanto a cuál de los dos tiene razón es algo que nunca sabremos, dado que no hay árbitro posible. Un problema con el que me enfrento a menudo.

—Pues que sepas que tengo una memoria de elefante.

—No estaba hablando de ti —dijo Mark con tono afable—. Estaba pensando en el libro. Hallar el equilibrio entre lo que dice una persona y lo que afirma otra.

De hecho, no deseaba asistir a aquella visita y se habría olvidado muy convenientemente de ella de no haber sido desarmado de aquella forma en ese momento tan cuidadosamente escogido, a saber: ni tan alejado en el tiempo como para poder alegar el subsiguiente olvido, ni tan próximo como para poder argüir que le resultaba imposible llegar a tiempo.

—Puedes venir directamente desde la biblioteca.

—Sí —respondió él—. Eso puedo hacer.

Diana trabajaba en una galería de arte. La galería vendía grabados, litografías y una casta selección de piezas de cerámica, joyería y cristal. Organizaba exposiciones que cambiaban cada dos meses, aproximadamente. Diana, a imagen y semejanza de su empleadora, la señora Handley-Cox, había perfeccionado una actitud mediante la cual dejaba patente que ella no era una tratante, sino una patrona de las artes. Rara vez saludaba o reparaba, aparentemente, en las personas que se aventuraban a entrar en la sala de exposiciones; si querían preguntar por un precio o adquirir algo, no tenían más remedio que interrumpirla mientras se hallaba atareada con algún catálogo o algún listado, cosa que les hacía sentirse inoportunos. Por otra parte, a aquellos que se demoraban demasiado tiempo (cobijándose de la lluvia), o cuyo aspecto antes que interesantemente excéntrico era más bien desaliñado (pobretón, en otras palabras) se les hacía ver que no eran bienvenidos mediante una hábil combinación de miradas glaciales y de unos cuantos «disculpen», mascullados entre dientes en tanto se cruzaba en su camino cargada con un cuadro o una escalera de mano. Suzanne Handley-Cox, cincuentona y de aspecto laqueado, permanecía la mayor parte del tiempo en su oficina, donde se dedicaba a intimidar a jóvenes artistas.

Diana se levantó de la cama y entró en el baño, de cuyo interior empezó a brotar la ruidosa banda sonora de un brioso aseo personal. La puerta estaba abierta y, de tanto en tanto, Mark podía vislumbrar un fogonazo de pálida y pulcra piel de una pierna o el cogote de su pequeña cabeza de pelo corto.

—… la corbata, no la camisa —dijo ella por encima del borboteo del grifo abierto.

—¿Cómo dices?

—Digo que era la corbata lo que era rosa, no la camisa.

Diana iba por la vida en un estado de alerta furiosa. Tenía la sensación de haber nacido aquejada de una enfermiza agudización de los sentidos. Todo reclamaba su atención por igual: la ropa de los viajeros sentados frente a ella en el metro, los titulares de los periódicos, todas y cada una de las palabras que le dirigían todas y cada una de las personas con las que se relacionaba. No era tanto una cuestión de interés como de arrebatamiento. Le reproducía a Mark conversaciones enteras que había escuchado, a lo que él reaccionaba preguntándole: «¿Y para qué escuchas?»; y ella aducía como única explicación que se veía forzada a hacerlo. Atesoraba cantidades industriales de información inservible; seguramente habría sido imbatible en esos concursos de televisión en los que unos compiten contra otros respondiendo a preguntas ambiguas. Jamás olvidaba un nombre ni una cara; una proeza exasperante habida cuenta de que, las más de las veces, resultaba evidente que el nombre y la cara de turno había olvidado los de ella. Se sabía de memoria el número de teléfono de casi todas sus amistades; era capaz de recitar versos que había aprendido de niña en la escuela. Así pues, su reivindicación de poseer una memoria de elefante podía considerarse bastante justificada.

Es más, la naturaleza en absoluto selectiva de la atención de Diana era, en efecto, y tal y como ella la percibía, una discapacidad y le habría impedido dedicarse a cualquier oficio que exigiera un mínimo de rigor. La galería, que requería dosis de diligencia mucho menores que, pongamos, el departamento de calcetería de unos concurridos grandes almacenes, era ideal. Mark, que seguía en la cama, descartó con irritación sumirse en la sesuda reflexión sobre el ensayo de Strong acerca de la ficción para el cual se había reservado este hueco despejado y, por lo general, muy productivo previo al desayuno, y en su lugar consagró el hilo de sus pensamientos a su mujer, cosa que no tenía planeado hacer hasta algo más tarde. Pensó en la galería, y en el rol que ella despeñaba allí; era consciente de la conveniencia de la situación y del porqué, por mucho que Suzanne Handley-Cox, cada vez que se veía obligado a ejercer de consorte, suscitara en él una sensación de furia reprimida, semejante a la que produce un repentino subidón de fiebre. El estado hiperconsciente de Diana le era harto patente, pero también un misterio por constituir un contraste tan colosal con su propia tendencia a concentrarse de manera casi exclusiva en una única cosa. Esta capacidad suya era, precisamente, la que le permitía trocear su tiempo en tandas sistemáticas de pensamiento, una habilidad de valor incalculable. Diana, que era incapaz de extraviar un guante u olvidar a qué fecha estaban en cada momento, le llamaba despistado. Estúpido, cuando estaba de mal humor. Cosa que ella sabía de sobra que él no era, evidentemente. Poseía una inteligencia, a ojos de Mark, muy por encima de la media, pero su nula capacidad de eliminación la impedía concentrarse en dicha inteligencia. A veces le daba por pensar que por fuerza tuvo que ser en su día una niña ingobernable.

Diana regresó chapoteando del baño, envuelta en una toalla.

—Suzanne quiere que nos pasemos a tomar una copa el próximo jueves para que conozcamos a la chica japonesa esta que vamos a exponer.

—Me imagino que te refieres a su obra y no a la chica. Lo que tenéis intención de exponer, digo. No obstante, me temo que estaré en Dean Close para esa fecha. Me marcho allí tres días la semana que viene.

—¡Tres días! Creía que era incomodísimo.

—Y lo es. La cama, al menos. Pero ¿qué le voy a hacer? Ese material hay que revisarlo sí o sí.

—¿Y no podrías traértelo aquí? Por tandas.

—No creo que a ella le entusiasme mucho la idea —dijo Mark después de vacilar un momento.

—¿Y fotocopiarlo?

Mark torció el gesto.

—Demasiado caro. Son auténticas toneladas.

—¿Y cuánto tiempo te va a llevar? ¿Cuánto tardarás en revisarlo todo?

Él suspiró.

—No lo sé.

A decir verdad, entre seis y ocho meses, calculaba él, dependiendo de la frecuencia con la que fuera a Dean Close y el tiempo que permaneciera allí. Habría que llegar a algún pacto con respecto a la comida. La tendría que convencer para que le dejase pagar algo. La alternativa era recurrir al pub del pueblo, donde ofrecían los platos típicos de pub, pero no le atraía la idea, por no decir que se le antojaba una opción muy poco sociable. Tenía que reconocer que ella había dicho, muy de aquella manera vaga y un tanto a la ligera tan suya, que no había ningún problema en que se uniese a ella y a Bill para el almuerzo y la cena. También había dicho, con anterioridad, y aún sin demasiado convencimiento, o así había decidido él creerlo, que suponía que quizá fuera más práctico si se llevaba parte del material con él a Londres.

Diana, ahora, estaba vestida. Llevaba puesta una falda de lino color crema y una camisa verde de seda, y estaba metiendo en una bolsa el vestido al que pensaba cambiarse para la visita privada. Bajó a la cocina y Mark se levantó de la cama. Para cuando él también llegó abajo, ella estaba lista para marcharse; esta era, de hecho, la pauta matutina habitual en los días que Mark iba a la biblioteca. Otros, trabajaba en casa.

—Te veo en la galería, entonces. A la seis en punto.

—Sí —dijo él—. Hasta luego, cariño.

Ella se marchó. La puerta de la entrada se cerró de golpe y, tan pronto ella se hubo ido, él tuvo una visión, hay que decir que extraordinariamente nítida, de Diana caminando por la calle con sus rápidos e impacientes andares; una visión tan contundente que tuvo que correr hasta la ventana para comprobar que, en efecto, allí estaba ella, en el punto exacto que él la había imaginado, junto a la farola de la esquina, aminorando el paso para cruzar la calle. Regresó a la cocina para terminarse el café, un poco avergonzado de su propio impulso, pero pensando que esos aciertos predictivos eran una de las recompensas de la intimidad con una persona. No siempre sabía con precisión lo que era probable que Diana fuera a decir o cómo iba a reaccionar a algo, pero su apariencia física era como una suerte de ley natural: inamovible e inmutable.

Curiosamente, Strong empezaba a convertirse en algo semejante a eso. Una de las peculiaridades de la intimidad con Strong, no obstante, era que Mark no podía asignarle nunca una edad concreta. Después de todo, sus amigos personales y demás conocidos estaban anclados al aspecto que ofrecían ahora, hoy, aun cuando los conociera desde hacía el tiempo suficiente como para conservar de ellos una imagen juvenil. Pero a Strong lo conocía desde y para siempre, y todo él a un mismo tiempo, estaban: Strong el colegial, aquel que escribía esas cartas chirriantes a su madre; Strong el joven, dándose la gran vida a principios de 1900; Strong el treintañero, hombre de mundo en plena ebullición; Strong a los cincuenta, empezando a pontificar, y también Strong el sabio, escrutando el mundo desde detrás de las cataratas niagareñas de su barba. El hombre había mutado de una criatura angelical que, ataviada en un vaporoso batón blanco, se sentaba en el regazo de su madre, al famoso rostro con bigotes que le miraba a uno desde la fotografía de Cecil Beaton. Era todo muy confuso; estas figuras se solapaban una encima de la otra de tal manera que le resultaba del todo imposible invocar a cualquiera de ellas de manera aislada. El Strong de veinticinco años tapaba al sabio, y Mark no podía separarlos. No había un solo instante en que no contemplase a Strong desde la prudencia de quien conoce el futuro; y había momentos de desafuero en los que no podía evitar pensar en lo reveladora que sería una nueva aproximación a la biografía, una en la que se escogiera a un tipo cuyo destino uno no conociera y avanzara con él año tras año, con la misma inocencia con la que uno progresa en la vida misma. «Desconocedores de nuestro final —había escrito Strong en algún sitio—, soportamos nuestro presente. Quizá un autobús me atropelle mañana, no obstante me aflige mucho menos que el hecho de tener hoy dolor de muelas.» Mark, poseedor de un conocimiento que Strong no tenía, podía leer estas palabras con una cierta superioridad furtiva, a sabiendas de que el hombre moriría en su lecho a los ochenta años, quejándose de que al té que le habían servido le faltaba azúcar. Esto sucedía un día de lluvia y viento, cuando ya habían empezado a florecer los primeros narcisos en el jardín de Dean Close y Mark tenía diecisiete años y nunca había oído hablar de Gilbert Strong.

A los cincuenta y cinco, cuando empezaba a pontificar, animado por el aclamado recibimiento de Disraeli, Strong había publicado las Memorias, que arrancarían con las siguientes palabras: «Soy, a mi entender, un hombre razonablemente honesto». Uno de los procesos más perturbadores de la creciente intimidad de Mark con Strong era la erosión gradual de su fe en las memorias. Las versiones alternativas que ahora había leído o le habían contado acerca de diversos acontecimientos o relaciones personales en ellas relatados le habían hecho darse cuenta de que aquel límpido documento, donde el autor se burlaba un poco de sí mismo, era tan poco fidedigno como…, bueno, tan poco fidedigno como la mayoría de los testimonios de cualquier persona sobre cualquier cosa. Había llegado a la conclusión —a la incómoda conclusión— de que los testimonios de uno mismo eran muy poco fiables; a veces se paraba a escuchar detenidamente su propio relato editado o corregido de las cosas, en relación con Diana o con sus amigos. Recordaba cómo de pequeño le instaban a contar la verdad; en aquel momento, se le había hecho creer que aquello era algo supuestamente simple: no se decía que algo había pasado cuando no lo había hecho, ni se decía que las cosas que no habían pasado sí lo habían hecho. Lo que no se explicaba era la fabulosa complejidad que rodeaba esta máxima básica. Lograba que uno se preguntara cómo los niños conseguían aprender a arreglárselas ellos solos; claro que, en cierto sentido, no lo hacían; sencillamente maduraban.