El niño que llora ojos - Giarinna Gutiérrez Henríquez - E-Book

El niño que llora ojos E-Book

Giarinna Gutiérrez Henríquez

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La joven escritora Giarinna Gutiérrez, nos provoca desde su primer cuento, Recuerdos de Nicotina, de su libro El niño que llora ojos. La autora nos hace incursionar en su mundo narrativo, donde debemos navegar por archipiélagos de incertidumbre en cada uno de los trece cuentos, donde por cierto debemos contradecirle, pues se presenta como aprendiz de escritora, sin embargo, desde "Recuerdos de Nicotina" hasta "Placas tectónicas" muestra una narrativa fluida y atrayente. (…) Nuestra joven autora, nos hace notar en su narrativa que es posible soñar, pero que existe una realidad que debemos abordar, y ella lo hace a través de la palabra, a través del cuento, pero con gran acierto, nos entrega un cuento reflexivo, provocativo y esencialmente humano. Eduardo Aramburu García, Miembro Correspondiente, por Copiapó, de la Academia Chilena de la Lengua.

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© Copyright 2022, by Giarinna Gutiérrez Henríquez © Copyright 2022, by MAGO Editores Primera edición: junio 2022 Colección de cuentos escritor Poli Délano Director: Máximo G. Sá[email protected] ISBN: 978-956-317-693-3 Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

PRÓLOGO

Giarinna Gutiérrez, la joven escritora que se atreve a volar

La narrativa, es más que un ejercicio literario, y en la cuentística se juega con las simbologías, con las imágenes, donde el narrador nos conduce a un mundo narrativo real o imaginario y desde allí el personaje principal nos provoca y la magia está en que los personajes secundarios tengan transcendencia, también, en la historia como ocurre en Mónica Sanders de Salvador Reyes.

La joven escritora Giarinna Gutiérrez, nos provoca desde su primer cuento, Recuerdos de Nicotina, de su libro El niño que llora ojos. La autora nos hace incursionar en su mundo narrativo, donde debemos navegar por archipiélagos de incertidumbre en cada uno de los trece cuentos, donde por cierto debemos contradecirle, pues se presenta como aprendiz de escritora, sin embargo, desde“Recuerdos de Nicotina” hasta “Placas tectónicas”muestra una narrativa fluida y atrayente.

La autora ha elegido el nombre del cuento “El niño que llora ojos”, para el título del libro. Este cuento nos conduce y nos lleva a una profunda reflexión sobre niño-hombre. No es que el niño no tenga ojos, son los adultos que, con miopía de adultos, no logran dimensionar al niño: “el niño llora ojos cuando tiene hambre, cuando se le olvidan las galletas de la colación o no hay tiempo para terminar de desayunar”.Representa las carencias de tantos niños del mundo que “lloran ojos”, cuando tienen hambre, sed, frío, cuando no tienen amor. Según UNICEF, 2,8 millones de niños mueren al año, en el mundo, por causas relacionada con desnutrición (www.unicef.es).

Giarinna, en su narrativa, a través de sus personajes, nos permite vivir, en esencia la vida cotidiana, pero también histórica, donde juega con los tiempos, simbólicamente la vida misma, donde el amor se expresa en su real magnitud, y lo expone magistralmente entre iguales en el cuento “María” y “Su nombre era Delfina”. Sin duda, en el segundo cuento mencionado, la autora sintetiza la tragedia de lo que ocurrió en Chile durante la Dictadura Militar, y Delfina pasa a ser el símbolo, el recuerdo permanente de las y los que aún siguen desaparecidos y Olga es y será la que espera, como miles, hasta la muerte, para saber sobre su ser amado.

Giarinna, en sus trece cuentos, nos expone una geografía de vidas y también muertes, donde encontraremos expresiones que hacen que el lector sea parte activa de esa meditación próxima a la filosofía: “…Y son precisamente los pueblos el esqueleto de cada hito, cada cicatriz política y esas horribles marcas que nos hacen creer que son de nacimiento. Chile no es uno, porque nació fragmentado en pedazos de vidrio casi transparentes, pero opaco de mentiras y promesas”.

Al leer a Giarinna, no puedo dejar de recordar a la primera novelista de Chile, Rosario Orrego Castañeda, s. XIX, quien se rebeló y dijo que las mujeres también pensaban, tenían ideas y sentimientos, que no era posible que solamente los hijos de los ricos tuviesen acceso a la educación y los pobres destinados al hacer. Nuestra joven autora, nos hace notar en su narrativa que es posible soñar, pero que existe una realidad que debemos abordar, y ella lo hace a través de la palabra, a través del cuento, pero con gran acierto, nos entrega un cuento reflexivo, provocativo y esencialmente humano.

Eduardo Aramburu García

Miembro Correspondiente, por Copiapó,

de la Academia Chilena de la Lengua

RECUERDOS DE NICOTINA

Sentía el sabor invisible de la nicotina cada vez que su garganta tragaba saliva, el resto del tabaco procesado invadía su mano derecha y el recuerdo del cuerpo cilíndrico que había sostenido ese día por la mañana le quemaba la mente como el humo que hizo entonces salir por sus orificios nasales. El reloj de pulsera dejó su muñeca izquierda mientras sus ojos hacían lo posible para mantener secreto el llanto, pero las lágrimas no deseadas ya rodaban por sus mejillas y no hacían más que acentuar los treinta y cuatro grados de calor colándose por la puerta abierta de esa habitación sin ventanas en la que dormía cada noche. Algo no estaba bien.

Comenzó con revisar los bolsillos de su vieja chaqueta de mezclilla celeste, la favorita para salir un rato a caminar pero siempre oculta cuando se encontraba con algún conocido. Esos parches mal cosidos, la vieja mancha negra de la cual no conocía procedencia, el olor a humedad obtenido por resistir tanta lluvia y verse colgada luego en el ínfimo respaldo de una silla roja, en una esquina mal iluminada lejos de la estufa eléctrica que le regaló hace seis años Gastón. Revisó luego el espacio bajo su cama, caminó por todo su departamento lentamente mirando con gran atención cada milímetro del suelo que pisaba manteniendo el cuidado de no aplastar, no arruinar la búsqueda; la cocina de muebles vacíos le recordó que le quedaba poco tiempo en la ciudad que lo había acogido desde hacía diecisiete años, con el cariño y la crudeza que caracteriza a las grandes avenidas con sus pequeñas ciclovías. Entre tanto, metió su mano derecha en el bolsillo trasero de su pantalón negro y encontró, al fin, lo que llevaba toda la tarde buscando: su cajetilla especial.

Gabriel llevaba siempre consigo una cajetilla pequeña, esas que soportan sólo diez cigarrillos, llena de sus memorias favoritas, que, extrañamente, se relacionaban siempre con algo de tabaco. Se componía de diez cigarrillos también especiales, esos que los fumadores más supersticiosos dan vuelta y guardan al revés en la cajetilla al abrir una nueva. Gabriel había vivido con particularmente diez cajetillas —y sus cigarrillos especiales— , diez historias dignas de contar, necesarias de recordar, imposibles de olvidar. Ahora, que debía dejar su departamento arrendado en pleno centro de la capital por atender el deseo personal de vivir en la más pura tranquilidad, había decidido, lleno de nostalgia, recorrer sus diez historias, dejarlas ir, quemar cada recuerdo con ayuda de un encendedor Bic y el viento en contra, que siempre conseguía quemar levemente su dedo pulgar. Cada uno de los cigarrillos especiales tenía dibujado, en el filtro del mismo, un pequeño símbolos representativo; Gabriel llevaba también siempre con él una libreta pequeña y un lápiz de tinta, dispuesto a anotar cualquier pensamiento frágil frente al paso del tiempo, cualquier verso de lo que jamás se transformaría en un poema, cada símbolo de los diez cigarros junto a un par de palabras que sirvieran para conducir la narración de las historias ocultas en ese cartón de $1600 de esquinas dañadas por los días de servicio como ayuda memorias.

Tomó entonces la cajetilla especial, su chaqueta húmeda y su tarjeta bip!, y caminó un par de cuadras en dirección al metro. Mientras esperaba el paso del tren, abrió su cajetilla y sacó el primer cigarrillo, dispuesto a ir donde fuera que el destino predeterminado por sí mismo lo llevara. El pequeño dibujo mostraba una flecha horizontal apuntando a la derecha, marcando el comienzo del recorrido que se había trazado en delicado orden durante años y meses. Buscó en su libreta el comienzo de las “Historias de nicotina”, como había titulado la entrada, y vio inmediatamente el símbolo de la flecha acompañado de su leyenda: miedo y ansiedad, primeras adquisiciones.

Tal como indicaba el conjunto de palabras, la historia primera relata el comienzo de la aventura entonces clandestina entre Gabriel y los cigarrillos que, hasta entonces, pedía a un amigo que comprara sueltos para luego pedirle también una luz de su encendedor. Estaba en el colegio, viviendo la extraña vida adolescente que lleva cualquier estudiante de educación media, lidiando con las expectativas depositadas en su futuro y los cambios que ocurrían siempre demasiado rápido como para recibirlos bien parados. Cada tarde caminaba con Simón hasta la plaza ubicada a tres cuadras de su colegio; Gabriel reservaba un árbol al apoyarse en él y le pagaba a Simón su parte de la futura transacción. El amigo se dirigía en ese momento hacia el señor que vendía helados, bebidas y, sólo para los conocidos, cigarros sueltos, ojalá mentolados, tío. Gabriel recibe su cigarro y lo prende con el encendedor metálico que causaba sensación en el grupo de jóvenes compañeros y amigos. Gabriel respira profundo y cerrando los ojos se entrega al precioso sabor amargo que llegaba tras cada bocanada, despide lentamente el humo que llenó por medio momento sus pulmones, abre los ojos de a poco y sonríe sabiendo que está ya involucrado en una destructiva y prohibida relación amorosa. Sabe que pedir uno más es la tentación a vencer con el riesgo de jamás detenerse que traía consigo el perder. Le encantaba la adrenalina y los acelerados latidos del corazón que sólo en esos momentos podía sentir vivo, bombeando entusiasta la sangre y creyendo que era esta la única manera de seguir existiendo, que la mano derecha estaba en obligación de arriesgar ser quemada porque era inaudito malgastar siquiera una porción del precioso y delicado cuerpo blanco que sostenía entre sus dedos.

La historia comienza un lunes de vacaciones por la mañana, con Gabriel despertando y sintiendo desde ahí en adelante una ansiedad básica pero incontrolable de exhalar humo; no importaba nada más ese día en esa vida. Salió de casa cuidando no alertar a los vecinos y sus chismes intolerables, caminó hasta el segundo quiosco más cercano a casa para evitar ser visto y pidió, temblando de voz y manos, una cajetilla chica, mentolada (…) los más baratos, porfa. Ella, quien atendía su pequeño negocio, se sonrió notando que el escolar que tenía al frente jamás había comprado una cajetilla en su vida; le ofreció un encendedor, también de los más baratos, que él aceptó. Pidió el color rojo.

Gabriel llegó evidentemente emocionado al quiosco que lo recibió tantos años y saludó a la tía con quien había formado un extraño lazo a través de su adolescencia y temprana adultez, hasta que se fue de la casa de su madre rumbo al departamento que dejaría más tarde esa semana. La saludó con cariño y pidió los de siempre, tía; le contó luego que se iría lejos de la ciudad, que no iba a volver en un largo rato, si es que volvía. Ella, llena de sentimientos encontrados, le regaló un encendedor nuevo, para cuando se te acabe ese, cabrito. Sus ojos se encontraron en una sonrisa sincera y a la vez lejana, pues la confianza construida era una de complicidad y no de persona a persona; Gabriel ni siquiera sabía su nombre. Con eso se abrazaron sin abrazarse, sin moverse ni un poco de sus respectivos lugares. Se despidieron y Gabriel, mientras se alejaba, prendió contento el primer cigarro simbólico. Sólo debía caminar unos cuantos pasos para llegar a la segunda posta de su carrera sin cronómetro: el antejardín de la casa de su madre.

El símbolo retratado en el cigarrillo número dos era un parlante con una equis encima, simulando el signo de mute en los aparatos electrónicos. El silencio como representación de lo secreto, lo que debe ser ocultado ya sea por miedo, vergüenza o simple desánimo; Gabriel sentía un poco de todas las razones, pero predominaba el miedo. Estaba aterrado de su familia, de la eventual reacción de su ausente padre y su dedicada madre, de ser descubierto por el olor de su chaleco de lana preferido, ese que confesaba sin querer todos los pasos del entonces adolescente por recolectar accidentalmente cada aroma vivido, la esencia de todos los lugares en que Gabriel puso alguna vez media pisada. Temía, más que el enojo perpetuo, la desilusión que, sabía, sentiría su madre al notar las aventuras clandestinas que conducía su despiadada juventud, un cigarro mal oculto en el bolsillo del pantalón antes de entrar en la lavadora, cuando todos eran revisados para evitar un desastre en el vestuario familiar.

Gabriel se para bajo el árbol que comparten el antejardín de su previo hogar y la casa de su vecino, recordando con una sonrisa medio quebrada estar apoyado en ese tronco, caminar y caminar de manera desesperada, en círculos y contra el viento a modo de ventilar su ropa, corriendo cuando notaba, desde su escondite, que su madre salía a comprar el pan, dándole un par de minutos para ir hasta la lavadora a esconder los rastros del tabaco procesado y tomar una ducha, acusando al calor, para sentirse libre de cualquier indicio que pudiera culparlo. Ahora, más tranquilo, prende el cigarro indicando un secreto y lo consume lentamente, tentando al pasado asustadizo y la falta de sus consecuencias. Su madre seguramente estaba dormida, pero esa eventualidad ya no importaba. Nada importaba ahora que quemaba su segundo recuerdo con una sonrisa de inigualable satisfacción.

Apagó con sencillez el cigarrillo secreto a la vez que miraba su libreta, disponiéndose a buscar la historia de su próxima bocanada, una nueva hazaña del pasado redescubierto por la persona que era ahora, algo como un viaje a tiempos pretéritos en la línea temporal de su actual vida. Era hora de viajar a los momentos más lejanos contenido en la cajetilla, y el número uno en la superficie del filtro del cigarrillo así lo indicaba. Gabriel recuerda toser y reír, Gabriel recuerda creer estar enamorado.

Conoció a Isidora por un par de amigos en común, estaban en el mismo colegio y era éste tan pequeño que ubicar a un par de personas daba acceso a cualquier otra, al menos en la enseñanza media. Era preciosa, eso lo recordaba Gabriel de manera perfecta; cabello y ojos negros, pequeña de estatura, y labios, con una de esas sonrisas que son perfectas sin necesidad de años de tratamiento con el dentista, una belleza tan natural como los sentimientos que rápido florecieron en el corazón del inexperto joven.

Isidora era un ser hipnótico, alguien sacado directamente de una película de los años ‘60. Sus zapatos dominantes, sus desafiantes pantalones ajustados y esa pequeña chaqueta de cuero oculta en una mochila de esas que tienen un bolsillo secreto en la espalda; ahí guardaba siempre una cajetilla de cigarrillos a medio vaciar y una completamente sellada. Este equilibrio se mantenía siempre, pasara lo que pasara.

Mientras caminaba a su destino, Gabriel no podía evitar sonreír como un emocionado niño pequeño frente al recuerdo inocente de tantas vivencias con Isidora, la reminiscencia de ambos haciendo la cimarra casi religiosamente cada tres semanas, el verse corriendo sin sentido hacia la plaza con los árboles repletos de minúsculas flores rosadas, los favoritos de ella, las casi decenas de cigarrillos fumados porque sí, porque la transgresión se sentía tan bien a los recién cumplidos dieciséis, porque nunca se olvida el sencillo ofrecimiento de sostener la mano del otro, de tomar la iniciativa con ese gesto inocente que culminaría en el primer beso de Gabriel, su primer cigarrillo, su primer amor.

Gabriel ríe al recordar esos primeros cigarros, cuando no entendía con demasiada claridad cómo utilizar un encendedor, cuando fingía saber completamente lo que estaba haciendo, las tardes solitarias de práctica que lo llevaron a dominar el arte de la nicotina en cajetilla, a jugar con Isidora pasando el humo de una boca a otra, de expulsarlo por la nariz sin estallar riendo, de aguantar la respiración, de intentar no toser después de tanto aire contaminado. Gabriel se sienta bajo el árbol que más le gustaba a Isidora, Gabriel abre su cajetilla de la suerte, Gabriel fuma el cigarrillo que tiene marcado el número uno mientras recuerda con perfección que, a pesar de todo lo que vino después, fue feliz.