El país de los crepúsculos - Sebastià Bennasar - E-Book

El país de los crepúsculos E-Book

Sebastià Bennasar

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Beschreibung

Ha llegado el frío en la Vall de Boí. Y, con las primeras nevadas, también ha llegado un implacable asesino que va dejando cadáveres torturados y martirizados en las iglesias de este valle, todas ellas Patrimonio de la Humanidad. El comisario Jaume Fuster —un hombre que no teme a nada ni a nadie— tendrá que combatir viejas supersticiones medievales en medio de la belleza del lugar, donde todo vuelve, también los lobos.

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SEBASTIÀ BENNASAR (Palma, 1976) es licenciado en Humanidades por la UPF (2009) y Máster en Historia del Mundo (2011). Periodista, escritor, traductor y agitador cultural, ha desarrollado su actividad principal entre Mallorca, Lisboa (donde vivió entre 2009 y 2013) y Barcelona. Imparte clases de escritura creativa en diversos centros cívicos y desarrolla trabajos de asesoría literaria para diversas editoriales. Investiga sobre la novela negra y su relación con la historia contemporánea. Ha fundado la revista Bearn Black (bearnblack.com) dedicada en exclusiva a la divulgación del género.

Ha llegado el frío en la Vall de Boí. Y, con las primeras nevadas, también ha llegado un implacable asesino que va dejando cadáveres torturados y martirizados en las iglesias de este valle, todas ellas Patrimonio de la Humanidad. El comisario Jaume Fuster —un hombre que no teme a nada ni a nadie— tendrá que combatir viejas supersticiones medievales en medio de la belleza del lugar, donde todo vuelve, también los lobos.

Una novela que nos transporta hasta uno de los parajes más bellos de los Pirineos, en un ambiente de intenso frío nórdico mezclado con el carácter mediterráneo y la violencia americana.

EL PAÍS DE LOS CREPÚSCULOS

EL PAÍS DE LOS CREPÚSCULOS

Sebastià Bennasar

Título de la edición original en catalán:

El país dels crepuscles

© Editorial Alrevés, 2013

Primera edición: mayo de 2016

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© Sebastià Bennasar, 2016

© de la traducción, Sebastià Bennnasar, 2015

© de la presente edición, 2016, Editorial Alrevés, S.L.

Producción del ebook: booqlab.com

ISBN digital: 978-84-16328-44-4

Código IBIC: FF

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Para Lenita y Jaume, mis mayores proveedores de libros cuando eran necesarios

Te gustaría saber cómo son los pueblos de América. Te gustaría ver si hay ríos como el Segre y niños como tú, con la abuela y la maleta de cartón, y niños como Andreu y Pere y Cisco, y si los niños como tú y Andreu y Pere y Cisco juegan a hacer cine.

JAUME FUSTER

Tarda, sessió contínua, 3,45.

I

A Quimet todo el mundo continuaba llamándolo Quimet aunque ya había pasado de los sesenta. Tanto, que ya estaba más cerca de los setenta. Era de las pocas personas que podía dar las gracias a la crisis económica. Quimet había pensado que se moriría sin poder pasar el oficio a nadie y que tendrían que venir pastores de fuera, que ni siquiera conocían el país, a hacerse cargo de los rebaños que tenía arriba, en la montaña. No eran suyos, Quimet no había tenido nunca nada que fuese suyo, pero los sentía como propios. Al fin y al cabo los amos, vete tú a saber si en Lleida, en Barcelona o en el fin del mundo, nunca veían a las ovejas ni las vacas. Cada mes le pagaban el sueldo, regularmente, y él hacía lo que quería. Solo se tenía que entender con los capataces, que estaban en el Pont de Suert y que también eran unos empleados como él. Así no tenía que rendir cuentas a nadie, porque a él eso de guardar ovejas ya le iba bien, pero no sabía demasiado de números.

Había ido a la escuela solo hasta los seis años, y después aprendió las cuatro reglas con el cura del pueblo, en invierno, durante las noches oscuras y gélidas. Aquel hombre, de quien no recordaba el nombre, era una buena persona que habían desterrado allí arriba porque en el fondo era un rojo y no lo querían haciendo misas en Barcelona. En el valle no molestaría al obispo. Pobre hombre. Quimet todavía recordaba a la perfección cómo al cura se le agrietaban las manos a causa del frío en aquellas iglesias donde a menudo las estufas no funcionaban porque no había llegado el reparto de butano —el camión a menudo no podía pasar por entre la nieve, precisamente cuando más falta hacía—. El cura aprendió la lección y en pleno verano hacía una buena provisión de butano para lo que pudiese pasar.

Quimet siempre había sido pastor, solo, desde que a los ocho años su padre lo envió montaña arriba porque él estaba enfermo y alguien tenía que hacer el trabajo. Ya no lo vio vivo nunca más. Mientras él estaba con las ovejas cerca de los estanques de Delluí, el padre se moría de un cáncer que nadie había encontrado a tiempo. Quimet ni siquiera pudo llegar para ir al entierro. De hecho, el padre siempre había sido un poco extraño y esquivo con él, siempre estaba en la montaña, siempre lejos de casa. Es verdad que cuando llegaba lo acariciaba y le traía cuernos de sarrio tallados en los que había figuritas, pero nunca lo había sentido próximo. Hasta que dejó de estudiar y empezó a ir a guardar ovejas con él, arriba, en los prados. El padre, en aquellos dos años escasos que pasaron juntos en el bosque, le enseñó todo lo que sabía de la montaña: cuáles eran las buenas hierbas para curar heridas, dónde encontrar comida para hacer unas buenas sopas, cómo prever el cambio de tiempo y las nevadas, dónde estaban las cabañas para refugiarse en caso de mal tiempo, cómo encender el fuego, y a tener siempre yesca y pedernal encima.

Ahora Quimet estaba inquieto. A su lado dormía su nieto, un arquitecto de veintisiete años a quien la crisis había empujado montaña arriba a tomar el relevo del abuelo, que se lo tendría que enseñar todo. Entre otras cosas a estar inquieto cuando en medio de la noche oyese aquellos aullidos. No los había escuchado nunca, pero Quimet sabía perfectamente que tendrían problemas si aquello continuaba. Porque esos aullidos eran los del lobo. Y no estaba lejos.

—Quim, despierta.

—¿Qué pasa, abuelo?

—El lobo.

—¿Qué lobo?

—Calla y escucha.

Entonces los dos lo volvieron a oír. El aullido del lobo, y ahora sí, la réplica de los perros alborotados en las casas de Durro, e incluso en las de Barruera. Las ovejas estaban inquietas. Eran las dos de la madrugada y los dos hombres salieron de la cabaña para ir al encuentro del animal.

—Pero, abuelo, ¿no estaban extinguidos los lobos en el Pirineo?

—Todo vuelve, hijo, todo vuelve, incluso los jóvenes a pastorear.

Los dos hombres caminaban por el sendero que llevaba a la ermita de Sant Quirc. La primera nevada del año había sido fuerte. Había un palmo de nieve acumulado y eso hacía que el paso fuese más complicado. El pastor casi no notaba el frío; su nieto, en cambio, temblaba dentro del abrigo de tecnología punta que utilizaba para ir a esquiar en los buenos tiempos, cuando la vida era prometedora y la montaña era ocio y no trabajo. Tenía los pelos del cogote erizados. Pero aquello no era frío, era miedo. Los dos hombres llevaban las luces de los frontales encendidas. Quim joven llevaba en las manos la escopeta con la munición para los jabalíes. Quimet llevaba su cayado. Siempre había dicho que no había nada más seguro que aquella vara de nogal de metro y medio con la que una vez, hacía más de veinte años, le había quebrado el espinazo a dos perros asilvestrados que le habían matado tres ovejas. Confiaba en aquella madera, aunque nunca se había encontrado con ningún lobo.

Los dos hombres llegaron hasta la puerta de la iglesia y allí encontraron a la bestia. La pudieron mirar a los ojos y vieron cómo abrevaba el morro en un charco de sangre que había en la entrada. Quim joven amartilló el arma y se la puso en la cara. Estaba a punto de disparar cuando notó la mano del abuelo que le bajaba el cañón. El lobo se fue. De hecho, era una loba, y a pesar de la oscuridad el hombre viejo intuyó que la curva del vientre anunciaba una lobada de manera inminente. Era algo que no entendía demasiado, pero ya pensaría con claridad cuando se hiciese de día y pudiese observar bien las marcas que había dejado en el terreno. Poco a poco se fueron desvaneciendo los aullidos al fondo del valle y los dos Quim llegaron a la puerta de la iglesia.

—¿Por qué no has querido que le disparase, abuelo?

—Porque ningún animal tiene que morir a manos de un hombre si no es estrictamente necesario. Y porque o mucho me equivoco o aquella loba estaba preñada.

—Con más motivo tendríamos que matarla.

—Quim, si vuelves a decir eso te mando montaña abajo hasta la ciudad y aquí no vuelves, ¿entendido? Somos nosotros, los humanos, los que tenemos que aprender a convivir con la naturaleza. Y si el lobo vuelve, debe de ser que alguna cosa está empezando a cambiar y lo está haciendo para bien. Cuantos más animales haya y cuantas más plantas propias nos encontremos mucho mejor, más sano está el bosque. El lobo y el oso tienen que vivir aquí, en casa.

—Está bien, abuelo, no te enfades, pero tal vez debes de ser el único pastor que piensa así…

—No es malo ser único en alguna cosa.

Los dos hombres callaron cuando llegaron a la puerta de la iglesia. Encontraron los restos del charco de sangre, pero no se veía nada más, ningún animal. Hasta que miraron hacia arriba. El campanario de Sant Quirc estaba coronado por una cruz. Y de allí colgaba una cabeza humana que goteaba sangre y creaba el charco donde se había abrevado el lobo.

II

El monasterio de Santa Maria de Lavaix estaba cubierto casi por completo por las aguas heladas del pantano de Escales. Heladas no era exactamente la palabra, sino muy frías. Todavía no habían llegado a su punto de congelación, si estuviesen heladas la excursión de submarinismo arqueológico no habría tenido ningún sentido. Nos sumergimos. El agua tenía aquella densidad pantanosa que la hacía extraña. No bajaríamos a demasiada profundidad. De hecho, la visita acuática a lo que quedaba de Santa Maria de Lavaix la habríamos podido realizar a la perfección sin las botellas de oxígeno que llevábamos en la espalda, pero como habíamos estado haciendo submarinismo en diferentes puntos del pantano ya nos daba igual llevar algo de peso suplementario para explorar con comodidad entre las ruinas medievales de Lavaix.

Lo mejor del submarinismo es el silencio. Allí, bajo las aguas, solo oyes los sonidos distorsionados que llegan desde un medio que no es el nuestro. Desaparecen las conversaciones, los ruidos de los coches, se entra en una densidad pesada acompañada por los doce siglos de historia de aquellas piedras que sobreviven como pueden a los embates del tiempo y de las aguas que suben y bajan en función de una climatología altamente variable. Salimos quince minutos después, ya no queda aire en las botellas y las tres inmersiones a tan baja temperatura nos han dejado el cuerpo al ralentí, bajo mínimos.

—¿Qué, Jaume?, ¿qué te ha parecido nuestra joya?

—Madre mía, debió de ser un monasterio inmenso en la época.

—Ya lo creo, Lavaix ha marcado la historia medieval de la zona, la de la cristianización, la de las conquistas. La mayoría de restos que has visto bajo las aguas del pantano corresponden a la iglesia que mandaron construir los barones de Erill a partir de 1140, pero entonces el monasterio ya tenía casi tres siglos.

Hacía tanto frío mientras volvíamos al Pont de Suert en la zódiac que casi no me podía concentrar en las palabras que me decía Miquel, que se veía que disfrutaba con la visita turística y explicando todo lo que sabía de sus tierras, una actitud que siempre me ha gustado.

Hacía tres días que había subido al Pont de Suert para impartir un cursillo sobre técnicas de búsqueda criminal a los mossos que estaban desplegados allí. En realidad esta formación le correspondería a los responsables de la comisaría de la Seu d’Urgell, responsables de la Región Policial del Pirineo Occidental, pero como iban justos de personal, Miquel Serra, inspector del Pont de Suert, se las arregló para que fuese yo quien subiese desde Barcelona a impartir el curso. Me convenció con un puñado de argumentos sencillos y prácticos: buena comida, aire libre a espuertas para los días libres, una visita guiada privada a las iglesias románicas de la Vall de Boí y, sobre todo, la posibilidad de aquella excursión submarina al pantano de Escales. En conjunto, casi unas vacaciones pagadas. Y las necesitaba.

No dije nada mientras llegábamos al Pont de Suert. Solo esperaba la ducha caliente y la comida, que seguramente tendría un alto poder calórico, para rehacerme. Ignoraba si el capitán Cousteau había grabado nunca en temperaturas tan bajas, pero sí que tenía muy claro que yo nunca había hecho submarinismo en aguas tan heladas. Aquello no tenía nada que ver con las excursiones a las islas Medas o con los baños en Valencia o en Cabrera.

—Esta noche nevará. Será la primera nevada fuerte del año.

Aquello sí que lo oí a la perfección.

—Ya verás, te encantará. El valle está más bonito que nunca cuando se cubre de blanco. A mí cada año la primera nevada me provoca una alegría especial, es el inicio del invierno, la estación más maravillosa del año y, para nosotros, la más rica.

—Cojones, Miquel, si todavía no ha empezado a nevar y ya hace un frío de la hostia.

—Esto no es nada. El frío de verdad empieza después de haber nevado.

Con aquellas previsiones climáticas, el arroz caldoso de setas y jabalí que nos había preparado la madre de Miquel me parecía una maravilla. El inspector era hijo del hotel Farré d’Avall, de Barruera, y allí estaba yo, en una habitación del último piso, con vistas hacia la montaña, que ya estaba cubierta de niebla. Fui a comer con la familia en un comedor grande donde había unas cuantas cabezas de sarrio y de jabalí disecados presidiendo el comedor familiar. Era el recuerdo de los buenos tiempos, en que la caza era una de las pocas actividades de subsistencia de las familias de Barruera.

Duchado, limpio, caliente y con la perspectiva de un buen ágape las cosas se veían de otra manera.

—¿Qué, comisario?, ¿qué te ha parecido la excursión submarina?

—Interesante y fría.

Mi interlocutor era el tío Daniel, el hermano pequeño de María, la madre de Miquel. Ahora ya se había hecho a la idea de tener la casa llena de mossos d’esquadra, pero cuando Miquel entró en el cuerpo tuvo el disgusto de su vida. Toda la vida haciendo de contrabandista y ahora su sobrino y ahijado se hacía de los otros. No dejaba de ser duro de aceptar.

—¿Miquel no te ha enseñado el tesoro?

—¿Qué tesoro?

—Ay, estos jóvenes de hoy en día, cómo sois.

Reconozco que estando en la cincuentena, eso de jóvenes me llegó al alma. Y eso que el tío de Miquel tampoco era tan mayor, tal vez setenta y muchos, tal vez ochenta.

—Cuenta la leyenda que Lavaix todavía esconde un gran tesoro de los señores de Erill, que nadie ha encontrado nunca. Lo guardaron en el monasterio, en un lugar secreto que pasaba de generación en generación por si en algún momento venían mal dadas. Se dice que el tesoro no se ha encontrado jamás, seguramente porque no existió nunca. Pero nosotros sí que enterramos a menudo buenos tesoros, en Lavaix, en los buenos tiempos del contrabando.

Le pedí que me explicase alguna de las viejas historias y el tío Daniel estuvo contento con la petición. Nos instalamos en una de las salas de lectura de casa Farré d’Avall. No había nadie y Miquel desapareció un rato para ir a dormir la siesta. Yo no tenía sueño y me apetecía mucho escuchar a aquel hombre.

—Mira que me han pasado cosas aquí arriba… Yo empecé a ganarme la vida con esto del contrabando acompañando a mi padre, que Dios guarde. Tenía doce años, era 1943 y lo primero que hice fue habilitar una cabaña monte arriba, en el Besiberri. Era una casita que utilizaban a veces los pastores. Tenía que tener cena y cama para cuatro o cinco personas. Recuerdo que hicimos la travesía en marzo, con toda la nieve, y que los que vinieron eran unos judíos de Salónica que hablaban un castellano muy extraño. Estaban casi muertos, con una niña que ya no andaba y que se les murió dos días después. Aquella fue mi primera subida a la montaña a hacer contrabando, lo que no me imaginaba es que también pudiesen pasar a personas.

El tío Daniel continuó hablando y tuve la sensación de que buena parte de la historia contemporánea había pasado por sus manos. Había escondido armas para los maquis de la invasión de la Vall d’Aran de 1944 y había ayudado a más de dos a huir de nuevo hacia Francia por rutas largas y duras con la Guardia Civil persiguiéndolos; había ayudado a otros maquis a entrar y salir del país numerosas veces, había entrado toneladas de tabaco de Andorra y de alcohol francés de importación, había visto morir a compañeros en la montaña por los tiros de la Guardia Civil o de los gendarmes, y había atracado entidades bancarias e incluso el autocar que subía la paga semanal a los trabajadores que construían los pantanos. No me contestó si alguna vez mató a alguien «porque no me quedé a mirar si estaba muerto o solo herido».

—Aquel sí que fue un buen palo, nos salió muy bien porque entonces, aquí arriba, los jornales se pagaban en metálico y no con talones que no se podían cobrar, porque no había bancos. Y aquella vez les jodimos al menos doscientas mil pesetas de los años sesenta, que ya era un buen pico. Mira, tú, las reformas y las ampliaciones de la casa las pagué con la parte que me correspondió. Y mira que fue fácil, la furgoneta no llevaba ni escolta ni nada, hasta un pastorcillo de seis años les hubiese podido robar.

Aquellos hombres de montaña hicieron de todo: desde trasladar explosivos para los terroristas de ETA hasta ayudar a pasar sindicalistas y obreros perseguidos por el franquismo. Pero no todo era tan idealista, y a cambio de dinero ayudaron a pasar la frontera a Eric el Belga, el famoso ladrón de arte, después del robo de Roda d’Isàvena.

—Mira, al final todo era cuestión de dinero y él podía pagar, y mucho. A los pobres desgraciados que se habían enfrentado al franquismo muchas veces los pasamos gratis y nos encargábamos de volver bien cargados de tabaco, alcohol y medicamentos a la vuelta para compensar el viaje.

Las aventuras del tío duraron todavía una hora larga. Habíamos subido con unas copas de ratafía hecha en casa, con un punto áspero al final de la garganta, pero que reconfortaba en aquella tarde en la que el sol todavía tímido luchaba por no ser tapado por la negritud que anunciaba la llegada definitiva del invierno.

—Y, hombre, encontronazos tuvimos muchos, principalmente con la Guardia Civil. Por eso cuando Miquel me dijo que se quería hacer primero policía y después mosso, se me cayó del pedestal. Estuve más de medio año sin hablarle. Pero claro, se había muerto el gran hijo de puta y entonces él me argumentó que hacía falta una policía democrática y que la mejor manera de conseguirlo era desde dentro, y luego estuve un poco más contento. No sé si lo habrá conseguido, pero él es buena persona, y cuando me dijo que se pasaba a los Mossos entonces sí que estuve contento, aunque para que parezca que hacen algo estén todo el santo día carretera arriba y abajo, y venga a hacer controles de alcoholemia y venga a pedir los permisos de armas para controlar a los furtivos. Y bien que hacen, ¿eh?, que tienen que hacer su trabajo, pero a los de aquí ya nos tendrían que conocer. ¿Sabes cuál es el problema, Jaume? Que no sé qué les hacéis, pero en la comisaría del Pont nadie está más de dos o tres años y cuando nos empiezan a conocer, van y los cambian de lugar o ellos piden un traslado, que la vida aquí arriba es muy jodida.

Miquel volvió. Teníamos que irnos. Irene, su sobrina, nos esperaba en Taüll. Pronto cerrarían Sant Climent y tendríamos la última media hora, antes de que ella cerrase, solo para nosotros. Privilegios de tener los contactos adecuados. Aquellas pequeñas cosas son las que hicieron que aceptase subir a finales de noviembre a la Vall de Boí para impartir un curso de diez días para los mossos. «Lo mejor serán los dos fines de semana, y además tendrás tranquilidad para leer y para escribir», me había prometido Miquel cuando me llamó por teléfono para hacer aún más tentadora la oferta. Y, efectivamente, cuando acababa las clases cogía el Land Rover que me había dejado y volvía a Barruera o a algún pueblecito cercano. A menudo entraba en un café con un libro y con mis cuadernos y estaba un buen rato. El viernes por la tarde cogí unos bocadillos y un par de cervezas y subí hasta la presa de Cavallers. Me comí las provisiones contemplando la quietud del pantano y las montañas que lo rodeaban. Sí, definitivamente, aquello parecían unas vacaciones pagadas.

Irene tenía veinticinco años y hacía tres que había conseguido trabajo en el Patronato del Románico de la Vall de Boí. De vez en cuando hacía visitas guiadas a las iglesias y muchos días lo que hacía simplemente era vigilarlas. Le gustaba estar en Sant Climent de Taüll porque era la más visitada de todas y siempre prefería algo más de actividad. A pesar de todo, la crisis económica había reducido los horarios y los días de visita.

—Yo siempre digo que soy una privilegiada. No solo tengo un trabajo que me gusta, sino que además, mientras trabajo, puedo hacer otras cosas.

Irene estaba estudiando el doctorado en arte, precisamente quería escribir una tesis sobre las pinturas de una de las iglesias románicas del valle, la de Sant Joan de Boí. Estudiaba las formas de representación de la violencia. Era la hija de la hermana pequeña de Miquel y había estudiado la carrera en Barcelona.

—Pero siempre he tenido claro que lo que quiero es vivir aquí. Parafraseando el poema, Barcelona es una ciudad de más de tres millones de muertos. Yo solo me siento bien aquí, entre mis piedras, mis montañas, los ríos, los sarrios, el silencio humano.

Irene me explicaba todo esto mientras volvíamos a Barruera. Miquel aprovechó que Irene bajaba al pueblo, donde había quedado con unas amigas, para quedarse en Taüll con sus amigos. Me invitó a añadirme, pero el plan era ver el partido del Barça que empezaba una hora después y pensé que aquel hombre que se deshacía en atenciones hacia mí también se merecía sus horas de recreo. Y a mí me esperaba la lectura de El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, la sopa de carne de casa Farré d’Avall para cenar y un rato de escritura en mi habitación, sintiendo cómo se deslizaba la pluma Waterman sobre el papel de mi libreta Miquelrius. Sí, soy un fetichista del papel, no lo puedo evitar, de manera que acepté gustoso el cambio de acompañante.

Cuando llegamos a Barruera todavía llevaba en la retina la puesta de sol desde el campanario de Sant Climent, la manera como el valle se iba oscureciendo poco a poco. Invité a Irene a un café. Por mi culpa había bajado antes de tiempo al pueblo y era lo mínimo que podía hacer.

—Así pues, tu doctorado trata sobre la representación de la violencia en las pinturas murales de Sant Joan de Boí.

—Sí.

—¿Y cómo se te ocurrió?