El perfume del amor - Louise Fuller - E-Book

El perfume del amor E-Book

Louise Fuller

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Beschreibung

La perfecta Cenicienta… ¡Para su romance de conveniencia! Achileas Kane se veía como la prueba viviente de que los votos de matrimonio no tenían ningún valor. No obstante, ese hijo ilegítimo solo podría obtener su herencia si contraía matrimonio. La propuesta que le hizo a la camarera de hotel, Effie Price, era simplemente un contrato… ¡Un contrato sellado con un beso ardiente! Aceptar convertirse en la prometida de Achileas podía ser la última oportunidad para que Effie pudiera montar su empresa de perfumes. Desempeñar su papel le resultaría demasiado fácil puesto que Achileas conseguía que se le acelerara el corazón. No obstante, ¿resistirse a la tentación con un hombre que no creía que el amor podría durar? Sería difícil…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Louise Fuller

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El perfume del amor, n.º 2954 - septiembre 2022

Título original: Maid for the Greek’s Ring

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-013-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA SUITE nupcial del legendario hotel Stanmore, situado en el Mayfair de Londres, era posiblemente la habitación más bonita que Effie Price había visto nunca. Sin duda, era una de las más caras, aunque no tan cara como la Royal Suite del piso superior, donde una sola noche podía costar más de la mitad de su sueldo anual.

Como camarera.

Effie miró el vestido negro impecable y el delantal blanco que llevaba de uniforme. En esos momentos, le pagaban por limpiar la habitación, no para contemplarla boquiabierta.

Era difícil no quedarse allí de pie y admirar el salón color crema. Era lo bastante grande como para que aterrizara un pequeño avión en él, y todo se podía manejar por control remoto.

¿Merecía la pena?

Era una pregunta retórica. Aparte de que no tenía el dinero necesario, tenía veintiún años y nunca había tenido novio. Aquello era lo más cerca que podría estar de disfrutar de una suite nupcial.

–Aquí estás. Te hemos estado buscando…

Tras recoger un montón de toallas usadas, Effie miró hacia la puerta y vio que Janine y Emily, sus amigas y compañeras de trabajo, asomaban la cabeza.

Janine le retiró el montón de toallas de las manos y lo metió en la cesta de ropa para lavar.

–¡Uf! Podemos terminar nosotras.

Effie negó con la cabeza.

–Está bien. Ya casi he terminado.

Repasó mentalmente la lista de tareas.

En la habitación, el edredón de plumas cubría la cama con dosel diseñada por Christian Liaigre, con las aberturas de las almohadas colocadas hacia el lado contrario de la puerta para que los clientes no las vieran al entrar. Los muebles de madera estaban pulidos, había rellenado el minibar, había limpiado el baño, repuesto los artículos de aseo, las toallas y albornoces, limpiado los espejos…

–Solo me queda pasar la aspiradora.

–Yo lo haré –Emily agarró la aspiradora para que Effie no pudiera llegar a ella–. Vamos, Effie. Nosotras lo haremos. Tú te tienes que ir, ¿te acuerdas? Hoy es el gran día.

Effie sintió un nudo en el estómago. «El gran día».

Parecía el título de uno de los trabajos que le mandaban escribir en la escuela. Respiró hondo. A ella le encantaba crear historias en su cabeza, pero debido a la dislexia, escribir le resultaba muy difícil. A menudo elegía palabras que podía deletrear antes de sentirse avergonzada.

Solo que ese gran día no estaba solo en su cabeza. Iba a tener lugar en poco más de una hora.

Una mezcla de pánico y entusiasmo la invadió por dentro. Desde que era una niña, había soñado con tener su propio negocio de perfumería. Sam, su madre, había trabajado en su casa como esteticista, y todos los días iban mujeres para que les hiciera un tratamiento facial o las maquillara. Para Effie, ver cómo se suavizaban las ojeras de aquellas mujeres era casi como si su madre hubiera hecho un hechizo.

Y para ella, hacer perfumes también había tenido la misma magia. No solo el proceso de convertir los ingredientes en un único aroma, sino también la alquimia que el perfume generaba en la persona que se lo ponía. Y a la persona que lo olía. El perfume podía hacerte cambiar de humor… Hacer que alguien se sintiera contento, sexy o fuerte.

No obstante, ella no solo quería cambiar la vida de personas desconocidas. Quería sacar a su madre de una situación en la que constantemente debía preocuparse por el dinero.

Ese día, por fin, podría conseguir que eso sucediera.

No podía creerlo, pero si la reunión salía bien y el banco aceptaba darle el préstamo, el dinero estaría en su cuenta en cuarenta y ocho horas. Y entonces, su vida cambiaría también. Por fin dejaría de vivir con escaseces.

Ese era su sueño, su promesa hacia sí misma.

Y si mantenía su promesa, todo aquello de vaciar cubos y recoger la ropa sucia de otras personas, terminaría. Miró a sus amigas y se le formó un nudo en la garganta. Su trabajo también tenía cosas buenas.

Dos minutos más tarde, estaba en el pasillo. Las gafas le hacían un poco de daño y se las había quitado para frotarse el puente de la nariz. En ese momento, un hombre salió del ascensor con una mujer tambaleándose a su lado y agarrándose a su brazo con fuerza. Los clientes del hotel solían ser ricos, famosos, o ricos y famosos, pero en cualquier caso no era conveniente mantener contacto visual con ellos ni darles conversación, así que, bajando la mirada, Effie se acercó a la pared y continuó caminando.

–Esto no me parece bien.

La voz de aquel hombre provocó que ella levantara la cabeza. Y que los brazos se le pusieran con piel de gallina.

Ella no solía fijarse en las voces, ya que solía percibir el mundo mediante otros sentidos, el olor y el sabor de las cosas. Sin embargo, la voz de aquel hombre era imposible de ignorar. Era una voz grave y con cierto tono burlón.

Si fuera un aroma, sería una mezcla de lavanda y tabaco templado por el sol, con una pizca de haba tonka.

Effie levantó la vista y observó que tenía el cabello oscuro, la piel bronceada, los rasgos marcados, la boca peligrosa y los ojos más azules que habían visto nunca.

De pronto, sintió un nudo en la garganta y notó que le costaba respirar. Se apoyó en la pared para estabilizarse y no caerse.

El hombre estaba mirando a la mujer que iba a su lado. Fuera quien fuera, era igual de atractiva que él. Tenía las piernas esbeltas y una melena rubia y brillante. Igual que los caballos paseaban por el prado antes de una de las carreras que su padre solía ver en la televisión.

Ella no quería pensar en su padre. Eso la haría sentirse destrozada e indefensa. Y en esos momentos, necesitaba ser fuerte. O al menos, aparentarlo.

Solo que resultaba difícil hacerlo cuando, como ella, se era menuda y corriente. Y fácil de olvidar.

–Estamos en la planta equivocada.

El hombre dio un paso atrás y estiró de la mujer hacia el interior del ascensor. Al volverse para apretar el botón, cruzó la mirada con la de Effie y ella pestañeó al sentir la fuerza de sus ojos azules.

Effie sintió que le flaqueaban las piernas. A su alrededor las paredes temblaban y todo daba vueltas. Estaba de pie en un lugar que no reconocía, y el cuerpo le temblaba, anhelando algo que…

Se cerraron las puertas del ascensor.

¿Algo que qué?

Se colocó de nuevo las gafas y miró su reflejo en las puertas de acero, atrapada por un sentimiento de pánico y confusión. No tenía ni idea de cómo contestar esa pregunta. ¿Cómo iba a hacerlo si no tenía nada con qué comparar esa sensación?

No le importaba ser virgen. De hecho, cuando sus amigas habían llorado tras su última ruptura, ella se había sentido aliviada. El matrimonio infeliz de sus padres había hecho que ella no confiara en el amor. Y en cuanto al sexo, simplemente no había encontrado a la persona adecuada.

O ni siquiera a la equivocada.

No era solo que fuera tímida y reservada. Estar al cuidado de su madre había significado que no había tenido muchas oportunidades para tener una vida social normal. El sexo, la intimidad y las relaciones habían pasado de largo, así que, aparte de unos besos que había compartido en Nochevieja, nunca había acariciado a un hombre, ni un hombre la había acariciado a ella. Y ese hombre desconocido, no la había tocado, pero su mirada la había afectado como una caricia íntima.

Negando con la cabeza, Effie se alejó del ascensor y avanzó deprisa por el pasillo.

No tenía sentido. Era evidente que estaba nerviosa por la reunión. Por eso le daba vueltas la cabeza. Y tenía el cuerpo tan tenso.

En la planta baja, miró el reloj. Se había dejado tiempo suficiente para cambiarse de ropa, pero como casi siempre que pasaba por la zona central del hotel con el uniforme, varias personas le hicieron preguntas como: dónde estaba el restaurante o el ascensor más cercano y Effie tardó otros veinte minutos antes de llegar al piso de abajo.

Necesitaba avanzar. Se dirigió hacia una de las puertas laterales y se desató el delantal antes de quitarse el moño y hacerse una coleta.

Era demasiado tarde para cambiarse de ropa, aunque no importaba. El banco sabía a qué se dedicaba y ella no se avergonzaba de su trabajo. No obstante, seguía habiendo personas que no veían más allá del uniforme.

«Sería maravilloso parecerse a la mujer del ascensor. Sofisticada y delicada». Sin embargo, ella era delgada, con un aburrido cabello castaño, unos aburridos ojos marrones y unas aburridas gafas de pasta marrón.

Aunque quizá, si fuese delicada y sofisticada estaría demasiado cautivada por su propia apariencia como para pensar en preparar perfumes. Para ella, un aroma era mucho más que el toque final a un modelito. Era un pase para la vida que había más allá de las cuatro paredes de su pequeña habitación.

Emocionada, puso una leve sonrisa y salió a la calle, aquella mañana soleada. Sin duda debía añadir eso a su propuesta. Quizá podía crear una nota en su teléfono…

¡El teléfono!

Abrió su bolso rápidamente y buscó en su interior. No estaba allí. No tenía el teléfono. Lo había dejado en la taquilla. Sin él no podría encontrar el camino hasta el banco. No tenía sentido de la orientación y pedir ayuda a la gente de la calle de Londres era una pérdida de tiempo. Casi todos eran turistas.

Tenía que regresar al hotel.

«Está bien», se tranquilizó. Solo eran dos paradas en metro y caminar un poco. Todavía quedaban veinte minutos para la cita.

Corrió calle abajo hasta la entrada lateral del hotel, sobresaltándose cuando un vehículo negro pasó a su lado y se detuvo frente a la acera. Todo saldría bien, solo tenía que ir a su taquilla…

La puerta del hotel se abrió de golpe y un hombre salió acompañado de otros dos hombres musculosos vestidos de negro. Él llevaba unas gafas de sol puestas y estaba centrado en el teléfono que llevaba en la mano. Sin embargo, ella no necesitó verle los ojos para saber que eran azules.

Era el hombre del ascensor, y se dirigía directamente hacia ella.

Effie dudó durante unos segundos. Su cerebro le indicaba que avanzara, pero su cuerpo estaba paralizado. Finalmente, hizo un intento de esquivarlo, pero fue demasiado tarde. Ella sintió cómo aquel hombre de torso musculoso y ceño fruncido chocaba contra su cuerpo, provocando que el bolso se le cayera del hombro.

–¡Lo siento! –se disculpó automáticamente. Los clientes siempre llevaban la razón. El hombre la agarró del codo para estabilizarla. El contacto no fue doloroso, pero su atractivo sí. De cerca su rostro era extraordinario. Y no era solo su rostro lo que hizo que se sintiera ligeramente mareada.

Bajo el impecable traje oscuro se ocultaba una vitalidad animal, algo poderoso y feroz que provocó que a ella le invadiera el pánico.

–No necesitaría disculparse si hubiera mirado por dónde iba –dijo él en tono cortante. Se acercó más a ella y le dio un golpecito en las gafas–. A lo mejor debe graduárselas de nuevo.

Effie lo miró sonrojándose, no solo por la injusticia de su comentario sino por la intimidad de sus actos.

Se liberó de su mano.

–Usted se ha chocado conmigo, señor –dudó un instante, esperando a que él le dijera su nombre.

–Kane –repuso él–. Achileas Kane.

Effie se estremeció. Achileas, de Aquiles, el gran guerrero de la Grecia clásica, héroe legendario de Troya. Formidable. Implacable. Despiadado.

Y el hombre que estaba ocupando la Suite Real del hotel Stanmore.

–¿Y usted es?

Su tono era suave, pero había algo en su voz que la hizo estremecer.

–Effie Price –al percibir su mirada de no he oído hablar de usted en mi vida, ella añadió–: Y como le decía, usted se chocó conmigo, señor Kane. Así que, quizá, no sea la única que necesita gafas.

Achileas la miró con sus penetrantes ojos azules y ella notó que se le aceleraba el corazón.

Tratando de evitar su mirada, Effie se agachó para recoger su bolso. No obstante, él se adelantó y tras agarrar el bolso lo sujetó para que ella no pudiera alcanzarlo.

–¿Es eso cierto? –le preguntó.

Ella sintió que la rabia la invadía por dentro. El sol lo iluminaba como si fuera un héroe de la mitología, pero nada podía ocultar su arrogancia.

–Sí, lo es. Y, por cierto, ya que seguimos hablando del tema, retiro mis disculpas –añadió. Solo porque pareciera un dios griego no significaba que pudiera actuar como uno. Fulminándola con la mirada e inclinándose sobre ella como si fuera el dueño del mundo.

–¿Perdone?

La miraba como si fuera la primera vez que la veía.

Probablemente fuera cierto. Ella había pasado la mayor parte de su vida siendo ignorada, ¿por qué aquel momento iba a ser diferente?

–¿Retira las disculpas? –preguntó él, esbozando una sensual sonrisa.

Ella consiguió sostenerle la mirada.

–No lo siento –dijo con voz temblorosa–. ¿Cómo iba a disculparme por algo que no he hecho? Solo estaba siendo educada –añadió rápidamente–. Es más, es usted quien debería disculparse.

 

 

«¿En serio?».

Achileas Kane miró a la mujer que daba golpecitos al suelo con el pie delante de él.

Decir que estaba de mal humor era un eufemismo. Había empezado mal el día, cuando por fin decidió marcharse de la fiesta de casa de Nico aquella mañana.

Con ella. Apretó los dientes. No había ido con Tamara y, desde luego, no tenía pensado marcharse con ella. La relación que habían mantenido durante nueve semanas había sido algo puramente físico y satisfactorio que él había terminado hacía ya casi seis meses.

No obstante, por algún motivo, la noche anterior Tamara había decidido que la relación no había terminado y que debía avanzar un paso más. Había bebido tanto que empezó a sentirse muy mal y se negó a soltarse del brazo de Achileas, así que, él decidió que era más fácil llevarla a su habitación de hotel y dejarla dormir hasta que se le pasara.

No obstante, cuando él le dijo que se marchaba ella estalló, amenazándolo con todo tipo de venganzas.

Y cuando aquello no sirvió para hacerlo cambiar de opinión, ella le dijo que iba a llamar a su padre.

Oleg Ivanov era un oligarca ruso, inmensamente rico, que recientemente había casado a una de sus hijas con un multimillonario y que intentaba buscar a los hombres adecuados para sus otras dos hijas.

Achileas se puso tenso. Oleg tendría que seguir buscando. El matrimonio no estaba en sus planes y, teniendo en cuenta que uno de cada dos matrimonios acababa en divorcio, no estaba seguro de por qué otras personas si lo contemplaban.

Uno podía pronunciar los votos delante de un gran número de testigos y no cambiaría nada. La fidelidad era un constructo social, no un imperativo biológico, y el indeseable hijo bastardo de Andreas Alexios, un magante del sector del transporte, era la prueba de ello.

Achileas experimentó un dolor familiar en el pecho. A veces sentía que tenía un espacio vacío en esa zona, un lugar que nunca podría rellanar. Otras, le dolía como un golpe. Siempre estaba allí, y él había aprendido a vivir con la sensación de estar incompleto, de estar observándose desde fuera.

Solo que tenía la oportunidad de cambiarlo.

A pesar del fallo que había cometido durante su matrimonio, Andrea era un hombre tradicional griego. Un patriarca perteneciente a una de las familias más antiguas en el sector del transporte. Estaba enfermo y, enfrentándose a su propia muerte, pensaba en su legado.

Un legado que no incluía un heredero legítimo con su linaje.

Y por ello estaba dispuesto a aceptar a su hijo ilegítimo en el clan de los Alexios.

Después de treinta y dos años, cuatro meses y diez días, Andreas había decidido que quería tener a su lado a su único hijo durante lo que le quedaba de vida. La idea era como una nota disonante en su cabeza. De niño siempre había sabido que Richard Kane no era su padre, y había fantaseado con conocer a su padre verdadero. Por supuesto, cuando eso sucedió, nada salió como él había imaginado. Había sido como conocer a un extraño. A un extraño de mirada fría.

No obstante, tiempo después, ese mismo extraño le estaba prometiendo legitimidad y aceptación.

Con una condición.

Deseaba que su único hijo se casara y sentara la cabeza.

Y, aunque había sido más una sugerencia que una propuesta formal, también deseaba que tuviera los herederos que garantizarían la continuidad patrilineal de la casa de Alexios.

Achileas sintió que se le detenía la respiración. Como si eso fuera tan fácil.

Pensó en Tamara.

Quizá podía serlo. Era una mujer adinerada, bella y buena en la cama. Además, quería que la relación fuera más seria. Y no había nada más serio que el matrimonio. Él sabía que, si le pedía que fuera su esposa, diría que sí en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, no quería casarse con Tamara. Y en cuanto a tener hijos, eso no era una opción. ¿Cómo podía ser padre un hombre que nunca había conocido a su padre?

En cualquier caso, estaba harto de las relaciones en general, y más de las relaciones con mujeres que pensaban que podrían salirse con la suya gritando, llorando, y pataleando.

Miró de nuevo a la mujer que lo estaba mirando. Ella ni lloraba ni gritaba.

No obstante, al parecer, Effie Price pretendía que él se disculpara.

Consciente de que sus guardaespaldas miraban hacia otro lado a propósito, la miró a los ojos.

¿Con quién se creía que estaba hablando? Y lo más importante, ¿quién era ella para hablarle de aquella manera?

«Mírala», pensó él, fijándose en sus zapatos planos y en su bolso barato. «Y en cuanto al vestido, parece una prenda de las misioneras del siglo XIX».

Si ella no se hubiera chocado con él, ni siquiera se habría fijado en ella. Por algún motivo, aquel rostro redondeado le resultaba familiar…

La frustración que había experimentado durante las últimas horas reverberaba en su interior. Tenía prisa, y estaba cansado y hambriento. Lo último que necesitaba era que lo regañara la pequeña Doña Nadie.

–Eso no va a suceder –dijo él.

Ella pestañeó y lo miró alzando la barbilla. De pronto, él se fijó en la curvatura de su cuello sintió un fuerte deseo.

–Entonces, usted y yo no tenemos nada más que hablar –dijo ella–. Así que, si puede devolverme mi bolso, tengo que llegar a un sitio.

Achileas apretó los dientes. Ella lo estaba rechazando.

Él la miró. Estaba demasiado asombrado como para hablar. ¿No tenían nada más que hablar? No, así no funcionaban las cosas. Él siempre tenía la última palabra.

–¿Disculpe, señor?

Era Crawford, el jefe de su equipo de seguridad.

–¿Qué ocurre? –preguntó él sin volverse.

–Tenemos un asunto, señor Kane. Al parecer, la señorita Ivanov ha llamado a su hermano y viene hacia aquí.

Achileas blasfemó en silencio.

«Claro que viene hacia aquí».

Y, conociendo a Roman, no dudaba de que montaría una escena monumental.

Achileas apretó los dientes. De ninguna manera: Ni allí, ni en ese momento.

Normalmente, no le molestaría lo más mínimo. Él había prosperado gracias al conflicto y la confrontación. Era uno de los motivos por los que había pasado de ser un graduado de la escuela de negocios a tener fondos multimillonarios antes de los treinta.

Sin embargo, Andreas Alexios era completamente contrario a los escándalos. Después de todo, por eso, Achileas, su hijo bastardo, había crecido con el apellido de otro hombre.

Sintió que el dolor se extendía por su pecho. Todo se había acordado antes de que naciera. Más o menos en el momento en que su madre descubrió que estaba embarazada y un equipo de abogados apareció con un acuerdo de confidencialidad, y a cambio de su silencio le ofrecieron un generoso acuerdo económico.

Por supuesto, él sabía que, aunque hubiera multiplicado por diez la cantidad, no habría hecho mella en la fortuna de Alexios. No obstante, lo que más le dolía era el hecho de que su padre se hubiera sentado con los abogados y hubiera calculado de forma precisa el coste de abandonar a su hijo. La cantidad justa para garantizar que su hijo siempre tuviera cubiertas sus necesidades y fuera socialmente aceptable, pero no lo suficiente para que pudiera estar a la par con sus hermanastras y primos.

Por supuesto, eso había cambiado. Él lo había cambiado mediante trabajo duro y determinación. Y también gracias a su necesidad de superar a Andreas y no volver a necesitar jamás la riqueza de su padre.

Él no quería una relación con Andreas. Los años en los que había deseado y necesitado un padre habían pasado tiempo atrás.

Lo que quería era venganza. Una compensación por haber sido ignorado tanto tiempo. Tomar lo que era suyo por derecho. Lo que le debían. Además, el apellido Alexios sería bueno para los negocios.

Sus negocios. Y eso era lo único que le importaba.

Perder los papeles con Roman era un lujo que tenía que rechazar. No podía arriesgarse a que su padre tuviera otro motivo para echarse atrás, así que, si eso significaba alejarse de una pelea, lo haría.

Aun así, le resultaba irritante no poder decir la última palabra.