El perro que seguía las estrellas - Anna Sólyom - E-Book

El perro que seguía las estrellas E-Book

Anna Sólyom

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Beschreibung

Ingrid lleva una vida apacible junto a Roshi, su adorable golden retriever. Tras años sin salir de su pueblo en Colorado, acepta la invitación de su hermano para celebrar el 4 de Julio en Virginia. Allí los fuegos artificiales asustarán a Roshi que, sumado a la persecución de una jauría de perros, hará que inevitablemente se pierda. Desolada, Ingrid se ve obligada a volver a Colorado. Sin embargo, Roshi no se dará por vencido e iniciará una odisea a través de varios estados para regresar junto a ella. En su larga travesía, Roshi hará honor a su nombre, que designa al abad de un monasterio zen, ejerciendo de maestro en los distintos hogares por los que pasa. Y, mientras busca el camino de regreso, será adoptado por diferentes familias y algunas almas solitarias, a los que les cambiará la vida con su increíble inteligencia y bondad. ¿Dónde terminará el viaje de Roshi?

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Una historia de amor incondicional

 

Ingrid lleva una vida apacible junto a Roshi, su adorable golden retriever. Tras años sin salir de su pueblo en Colorado, acepta la invitación de su hermano para celebrar el 4 de Julio en Virginia. Allí los fuegos artificiales asustarán a Roshi que, sumado a la persecución de una jauría de perros, hará que inevitablemente se pierda.

Desolada, Ingrid se ve obligada a volver a Colorado. Sin embargo, Roshi no se dará por vencido e iniciará una odisea a través de varios estados para regresar junto a ella.

En su larga travesía, Roshi hará honor a su nombre, que designa al abad de un monasterio zen, ejerciendo de maestro en los distintos hogares por los que pasa. Y, mientras busca el camino de regreso, será adoptado por diferentes familias y algunas almas solitarias, a los que les cambiará la vida con su increíble inteligencia y bondad.

 

¿Dónde terminará el viaje de Roshi?

 

Inspirado en una historia real, El perro que seguía las estrellas es una oda a nuestro mejor amigo y al amor incondicional como brújula en el viaje de la vida. Después de Neko Café, Anna Sólyom nos ofrece un libro empoderador que nos hará llorar y reír con las emocionantes aventuras de Roshi, un perro lleno de humanidad.

ANNA SÓLYOM

Nacida en Budapest, Anna Sólyom vive en Barcelona desde 2012. Es licenciada en Filosofía y terapeuta psicocorporal especializada en traumas. Colaboradora habitual de la revista Cuerpo Mente, tiene tres libros publicados en castellano. Su primera novela, Neko Café, se ha publicado hasta la fecha en 19 idiomas. Es amante de los animales y actualmente vive con un gato.

Para todos los amigos de dos o cuatro patas que nos ayudan a vivir y a disfrutar de la vida. Gracias por recordarnos que el amor siempre encuentra el camino.

Los aztecas creían que, al morir, las almas emprenden un largo viaje hacia el más allá. Para llegar al cielo necesitan atravesar el Mictlán, un inframundo con nueve niveles. Es una difícil travesía que no todas las almas sobreviven. Pueden pasar muchos percances por el camino que nos impidan llegar a la inmortalidad.

En el primer nivel, hay un gran río que separa la tierra de los muertos de quienes aspiran a la vida eterna. Es tan ancho y caudaloso, que ningún alma puede atravesarla sin ahogarse, a no ser que cuente con la ayuda de un perro.

De hecho, en ese río hay innumerables canes que nadan y eligen quién merece pasar al otro lado, a la orilla de la eternidad.

Y, así como en la vida el humano suele elegir al perro que será su compañero, en la muerte es el perro quien elige al humano que merece vivir para siempre. Muchos hombres y mujeres no se ganan la confianza del animal y no son elegidos, con lo que su viaje termina en el fondo del río y ahí permanecen para siempre.

La travesía del río y de los nueve niveles posteriores hasta el mundo eterno puede durar hasta cuarenta días, así que muchas personas intentan seducir a los perros con palabras cariñosas, pero ellos no se dejan engañar. Conocen la impureza o pureza de cada alma. Si en vida has sido amable y compasivo con los perros, si has acogido incluso a alguno que andaba perdido, uno de ellos te elegirá para salvarte.

Por este motivo, los antiguos aztecas trataban con veneración a nuestros amigos de cuatro patas, porque sabían que eran sus mejores compañeros en la vida y en la muerte.

 

Esta es la historia de la amistad eterna entre un ser humano y un perro. También cuenta un largo viaje por la tierra de los vivos, y cómo un perro que trataba de regresar a casa salvó por el camino a muchas almas, dejando su huella para siempre.

1

Hay compañías que cambian nuestra vida para siempre, amigos que traen cola, como el golden retriever que aguarda a Ingrid con un brillo de inquietud en sus ojos.

Al cerrar la puerta del sótano, un ligero temblor sacude su cuerpo que ha superado las siete décadas. No le gusta dejar atrás a su compañero de vida, aunque solo sea una noche.

Hace tres años que se acompañan y nunca se ha separado de él en un lugar extraño. De hecho, nunca antes habían viajado tan lejos.

Tras subir las escaleras, se dirige al coche de su hermano.

A ella tampoco le gustan los fuegos artificiales, pero el ambiente festivo siempre le ha levantado el ánimo. Hubo un tiempo en que, cuando se sentía sola, disfrutaba contemplando las risas de los jóvenes el fin de semana, la música y los bailes en las celebraciones. Consideraba que el Año Nuevo chino siempre llegaba a tiempo, cuando la alegría y las luces de la Navidad se han apagado. En la desalentadora cuesta de enero, nada mejor que un dragón danzante.

Sin embargo, eso fue antes de que Roshi llegara a su vida.

Ingrid dirige una última mirada a la casa de su hermano antes de cerrar la puerta del copiloto con un suspiro. Luego el coche arranca.

La noche del 4 de Julio hay gente y bullicio por todas partes. La multitud serpentea entre los puestos de comida y bebida. Una bandera estadounidense gigante ondea al lado de la carpa central, mientras luces de colores cuelgan sobre el césped, donde la gente espera, sentada o de pie, el comienzo del espectáculo. Cuesta imaginar una fiesta más espléndida que el Día de la Independencia.

La oscuridad reina más allá de los quioscos y de las banderolas que atraviesan en zigzag el parque, antes de que los fuegos artificiales tracen sus palmeras. La pirotecnia oficial deja paso a las explosiones azarosas de los niños y adolescentes, que parecen dirigir sus petardos a los pies de los paseantes.

Un estallido cercano hace que Ingrid busque con la mirada a Roshi. Aliviada, enseguida recuerda que no está aquí con ella. Lo ha dejado en el sótano de su hermano, a quien hacía años que no visitaba. Se pregunta si su golden retriever estará a gusto en una casa desconocida.

Su hermano le da unos golpecitos en el hombro, como despertándola de un sueño.

—Voy a buscar bebida. ¿Te traigo algo?

Ella niega con la cabeza.

Una mano cálida y pequeña toma su palma derecha.

—¿Te gusta, tía?

A sus pies está Eva, la nieta pequeña de su hermano, cubierta con un sombrero enorme que casi le tapa los ojos. Se levanta de puntillas para reclamar la atención de Ingrid, de la que siempre ha oído hablar, pero que hasta ahora no había podido conocer.

—Por supuesto, cariño, ¡es una celebración muy bonita! —le dice mientras aprieta su mano—. Estoy mal de la espalda y no puedo auparte como el abuelo o papá, pero tal vez podamos encontrar una silla para que puedas ver mejor.

—Papá me ha prometido un hot dog. ¿Por qué tarda tanto? Y mamá hace mucho que ha ido al baño… ¿Le habrá pasado algo?

—Hay mucha cola, cielo. Tenemos que ser pacientes hasta que regresen…

«No puede ser más difícil cuidar de Eva que de Roshi», piensa.

—¡Estoy cansada! —grita la niña.

—Podemos sentarnos aquí mismo, ¿qué te parece?

Ingrid suelta la mano de Eva y saca de la mochila su viejo mantel de pícnic de cuadros verdes para extenderlo sobre el césped, que huele a quemado.

Ajena a los petardos que siguen estallando a su alrededor, Eva se mueve descalza y feliz sobre el mantel. Una vez en el centro, se inclina como una bailarina, tratando de mantener su cuerpo escuálido en equilibrio.

—¿Tú no quieres un hot dog, tía? Estoy segura de que a Roshi le encantaría... Por cierto, ¿por qué no está aquí?

—Se ha quedado en casa. Lo hemos tenido que encerrar en el sótano para que esté seguro y tranquilo. Ya sabes… los fuegos artificiales no son para perros.

De pronto, una llamarada en el cielo llama su atención.

—¡Mira, tía! ¡¿Ves eso?!

Justo encima de sus cabezas, un corazón formado por estrellas rojas explota majestuosamente sobre ellas, seguido de más silbidos y petardos.

La casa huele a polvo y humedad. Mi nariz recoge muchas capas de olores, nuevos y viejos. De algunos rastros no quedan más que lejanos retazos, y otros son tan intensos que me hacen estornudar, especialmente cuando olisqueo algo que se descompuso hace mucho tiempo en ese armario donde acabo de meter mi hocico.

Más allá de los olores, no tengo dudas de que la casa está vacía. Lo sé porque ladro y lloriqueo, pero solo me responde el silencio.

Cuando Ingrid se marchó dejándome solo, al oír el rugido de su coche aullé como un lobo, pero no sirvió de nada.

Me siento y me rasco la oreja derecha.

Con tenacidad de sabueso, inspecciono todos los rincones del sótano. Dedico un buen rato a averiguar cómo funciona la puerta que da a las escaleras.

Es muy parecida a las de casa. Por eso me pongo de pie sobre ella, tratando de empujarla con las pezuñas.

Pero no se mueve.

Cuando me propongo algo, soy tozudo, así que investigo todas las formas posibles de salir. Finalmente, al pasar de nuevo por el centro de la pequeña sala, una brisa fresca me acaricia la nariz. Siento todo mi cuerpo en tensión.

Levanto la nariz como un radar, y muevo la cabeza de lado a lado, tratando de encontrar la fuente de aire puro.

Siguiendo la dirección de la brisa, mis patas me llevan hasta una ventana abierta por encima de una estrecha despensa. Está bastante alta, pero no veo otra forma de escapar.

Aúllo a la ventana para darme ánimos.

Tengo que saltar. Sin embargo, necesito apoyarme en algo para impulsarme hacia la ventana. Está demasiado alta.

Sacudo mi pelaje dorado, pero no se me ocurre ninguna manera de superar la altura que me separa de la libertad y de mi querida Ingrid.

¿Por qué me habrá encerrado aquí? No he hecho nada malo que merezca un castigo… Ingrid nunca me había dejado solo en un lugar extraño. Hasta ahora.

¡Es muy diferente a quedarse en casa! Al menos allí sabría seguro que ella volvería. Aquí no.

¡Necesito salir a buscarla!

Observo de nuevo la despensa, y me muevo en pequeños círculos para encontrar algo que pueda ayudarme. Hay una mesa estrecha llena de botes de mermelada bajo la ventana. Es bastante alta, pero no hay otro camino.

Siempre me han gustado los juegos de agilidad. ¡Las carreras y saltos que Ingrid suele proponerme para mantenerme en forma por fin habrán valido la pena!

Al poner mis patas sobre la mesa, caen dos botes que se rompen ruidosamente contra el suelo. Da igual, ya no hay vuelta atrás.

Doy un brinco sobre la superficie despejada de la mesa y, con un segundo impulso, logro escabullirme por la ventana.

Al salir, mi lomo impacta contra la parte de arriba de la ventana. Me he hecho daño, pero ¡ya estoy libre!

Intento lamerme la herida, pero no puedo alcanzarla. Está en medio de mi lomo. A grandes males, grandes remedios: me lanzo al suelo y ruedo como una croqueta a un lado y a otro.

Me siento un poco mejor.

Cuando me levanto, sacudo mi cuerpo de la nariz a la cola. Luego vuelvo para olfatear desde fuera ese horrible agujero del que acabo de escapar.

Una mala noticia pronto acaba con mi alegría.

El coche, ese trasto ruidoso que nos trajo aquí hace unos días, ya no está frente a la casa. Por suerte, puedo captar su rastro, el camino por el que se ha alejado de esta casa solitaria. Lleva a la ciudad.

Es una pena que los olores no conduzcan al camino forestal por donde hemos paseado los últimos días, porque lo conozco como las almohadillas de mis patas.

No me queda más remedio que seguir mi nariz.

Avanzo un largo trecho por el borde de la carretera. Finalmente llego a las afueras de la ciudad, cerca de un parque. Puedo escuchar un riachuelo corriendo.

Busco el rastro de Ingrid, mientras trato de seguir a los peatones, que parecen saber cuándo cruzar la carretera.

Cuando atravieso la entrada del parque, por primera vez capto el olor de mi amiga. ¡Por fin tengo suerte!

Paso junto a una familia amigable con dos hijos que quieren acariciarme, pero los padres los frenan. Los humanos nunca saben si un perro es manso o no. Les sigo un rato, balanceando mi cola erguida al ritmo de sus pasos gráciles.

La familia se dirige hacia el olor de Ingrid.

Concentrado, no me altero por la muchedumbre que me rodea. Sé que Ingrid anda cerca, eso es lo único que cuenta.

Mientras avanzo como una sombra entre el flujo de gente, un gran logro para un perro de pelaje dorado, una enorme explosión retumba en el parque.

Aterrorizado, corro hasta un grupo de arbustos al borde del camino. Trato de identificar de dónde viene el peligro, pero no puedo porque las explosiones ahora se multiplican por todas partes. Corro con todas mis fuerzas, chocando con varias personas en mi camino, lo cual me asusta aún más. Hasta que encuentro un hoyo rodeado de hierba alta.

Agazapado en la seguridad de este agujero donde apenas quepo, deseo que se me trague la tierra. Gimo casi en silencio. Lo único que quiero es encontrar a Ingrid y volver a casa.

2

Cuando terminan los fuegos artificiales, tras haber dado buena cuenta de los perritos calientes, las patatas fritas, los tacos y otras delicias festivas, Ingrid insiste en regresar a casa. La pequeña Eva corre alrededor de sus padres con sus brincos habituales, pero su tía abuela se siente agotada.

Únicamente piensa en alejarse del bullicio y sacar a Roshi del sótano para un paseo nocturno. Le echa de menos y le imagina solo y triste en esa casa que no le es familiar.

La multitud se disipa poco a poco, mientras la mayoría de los tenderetes de comida ya están cerrando. Las luces se apagan. Solo un mostrador tiene todavía cola: el del bar que ofrece bebidas alcohólicas a mitad de precio. Sin él, el parque estaría ya desierto.

Como la calma tras un terrible huracán, hay restos de basura por todas partes. Ingrid nunca ha entendido por qué la gente no es capaz de llevar su porquería a los contenedores.

Tal vez se esté produciendo un despertar colectivo, como asegura su profesor de yoga, pero ella no espera verlo en vida.

Lo único seguro es que los basureros tendrán mucho trabajo esta noche.

Cuando Tim, su hermano flaco y calvo, quiere pedir otra ronda, Ingrid se levanta con dificultad del improvisado pícnic y anuncia:

—Yo me marcho. Estoy cansada y quiero ver a Roshi.

—Hermanita, hace tantos años que no celebrábamos juntos el 4 de Julio… ¡Quédate un poco más!

—Quiero ver a mi perro, y me empieza a doler la espalda. Sabré encontrar el coche, no te preocupes. Seguro que alguien te llevará de vuelta. Por cierto, ¿me puedes dar las llaves de casa?

—No te preocupes... Vendré contigo. ¡Te prometí que te cuidaría bien!

Las últimas palabras de Tim se pierden en un ataque de tos que le obliga a doblarse. Su cuerpo se curva hacia abajo, pero se recupera con aparente facilidad. Se seca las perlas de sudor de su frente mientras se incorpora.

Ingrid le rodea con su brazo derecho.

—¿Cómo te encuentras? Esto no suena bien...

Escanea inquieta la cara de su hermano, pero él se intenta zafar, frotándose la cabeza.

—Estoy bien —se limita a decir Tim—. Vamos a casa —tose un poco más.

Lance, su hijo, le mira con preocupación. Lleva la camisa desabrochada y está demasiado cómodo, tumbado de lado, como para moverse. Sin embargo, no puede evitar preguntar:

—¿Estás bien, papá?

Tim odia ver cómo su hijo frunce el ceño. Esos ojos azules no deben preocuparse por él. Su esposa Sophie contempla la escena con indiferencia.

—Todo está bien, chico, no es nada… ¿Venís con Evita a casa?

—Nos quedaremos un rato más por aquí —decide Sophie—. Nos conviene que la niña se desbrave un poco más; últimamente no hay manera de que duerma.

Justo entonces, Ingrid se despide:

—Disfrutad, nosotros nos vamos.

Se gira para saludar a Evita mientras enfila el camino de gravilla. La niña sigue corriendo en círculos. Su alegría le calienta el corazón, pero no puede quitarse de la cabeza la tos de su hermano.

Está casi segura de que le oculta algo.

—¡Roshi…! ¡Ya está aquí mamá! —repite Ingrid al entrar en casa.

Tim niega con la cabeza mientras deja caer las llaves en la cómoda junto a la entrada.

«¿Por qué siempre está tan pendiente de ese animal?», piensa. «¡Es solo un perro!».

Puede entender lo sola que Ingrid se siente desde que Gerard falleció, pero este amor desmedido por un bicho le parece irracional.

Mientras se quita los zapatos, piensa en la tos y en el dolor punzante que siente en la parte posterior del pulmón. Todavía no se ha atrevido a ir al médico. Tiene miedo a recibir malas noticias. ¿Por qué es tan difícil envejecer?

Está camino de la cocina cuando Ingrid le llama a viva voz:

—¡Tim! ¡Roshi no está! ¡¡Se ha ido!!

—¡¿Qué?! —grita él mientras baja corriendo las escaleras del sótano.

¿Cómo podría ese perro desaparecer de allí? Imposible.

Ingrid está apoyada contra la puerta cuando Tim baja. Sus ojos se han vuelto enormes y vidriosos, y las arrugas alrededor de su boca están temblando.

El perro no se encuentra allí.

Él sigue la mirada de su hermana y, al descubrir la ventana abierta, tiene que frotarse los ojos. ¿Cómo puede un perro saltar tanto?

Aun así, los botes rotos de mermelada en el suelo confirman lo que ha sucedido.

—Salgamos a echar un vistazo —le dice Tim mientras le masajea las manos—. No tengas miedo, lo encontraremos. ¡No puede andar muy lejos!

Ingrid libera sus manos del consuelo de Tim y corre hacia la mesa. Sus alpargatas pisan la mermelada derramada en el suelo. Está tan asustada que le falta el aliento para echarse a llorar.

—No debería haberlo dejado aquí solo… —Y tratando de bromear para rebajar el dolor, grita—: ¡Malditas clases de agilidad para perros!

Suben a toda prisa hasta la planta principal y dan la vuelta a la casa para examinar la ventana que da a la despensa. Al agacharse sobre ella, ve un mechón de pelo dorado pegado a las bisagras de la ventana. Reconoce a la perfección ese color. Lo toma con delicadeza. Sus dedos se cierran a su alrededor, mientras siente que el mundo se hunde bajo sus pies.

3

Cuando las explosiones se acaban, sigo agazapado en el hoyo rodeado de hierba alta. Debo asegurarme de que no hay más peligro. Los temblores de mi cuerpo se calman lentamente, pero estoy tan agotado que pongo la cabeza entre las patas para cerrar los ojos un instante.

No entiendo por qué Ingrid ha venido a un lugar donde todo estalla.

Han pasado tantas personas cerca de mí que ya no logro encontrar rastro alguno de ella. En el aire aún flota el humo de la pólvora, mientras una suave brisa empuja sobre el césped los envoltorios de hot dogs y de esas bebidas que tanto gustan a los humanos.

Cuando pienso en Ingrid, la punta de mi cola se mueve como un látigo. Sin embargo, estoy confuso y no sé por dónde seguir buscándola. La esperaré aquí mismo. Ha estado aquí y seguro que ya me está buscando, me digo mientras se me cierran los ojos, agotado por la tensión.

El hambre y la lluvia me despiertan un rato más tarde. El agua ha ido llenando el agujero donde me ocultaba. Y parece que se haya hecho más profundo, ya que necesito hacer fuerza con las pezuñas para lograr salir.

Al abandonar mi escondite, gimo al comprobar que nadie ha venido a buscarme. Ingrid ya no aparecerá y la lluvia ha borrado todos los olores anteriores, haciendo inservible mi nariz.

Para animarme, me sacudo y me pongo en marcha.

No tardo en llegar a un estanque. El agua parece fresca. Bebo y luego estiro las patas, listo para una larga noche de búsqueda. El lomo me duele cada vez más. Es como si el golpe que me di al saltar por la ventana gritara. Seguro que falta un poco de pelo allí, porque siento cómo las gotas de lluvia resbalan sobre mi piel.

No tardo en estar totalmente empapado.

Me sacudo con fuerza, creando una pequeña y momentánea nube de agua en mitad del parque.

Girando a mi alrededor, localizo el camino de gravilla por el que entré. Todos los quioscos han cerrado y el parque está desierto. Dudo entre volver a la carretera o seguir investigando el parque.

Apunto la nariz hacia el aire, con la esperanza de capturar algún olor familiar, cuando de repente, por el rabillo del ojo, percibo tres sombras en movimiento. El instinto hace que me pegue al suelo, mientras giro lentamente para confirmar lo que acabo de ver.

Totalmente alerta, miro a mi izquierda indagando con todos mis sentidos: más abajo, en la entrada del camino de gravilla, tres figuras de cuatro patas rodean un contenedor enorme bajo el aguacero.

Mi cola se retuerce, calibrando la antena receptora de peligros. Sí, son perros, pero no puedo olerlos desde tan lejos. La lluvia me lo impide. ¿Serán amigos? ¿Pueden tal vez ayudarme a encontrar a Ingrid?

Los vigilo desde la distancia, por el momento sin que me vean. Uno de ellos intenta meterse en el contenedor sin éxito. Entre los tres logran finalmente derribarlo. El sonido del contenedor golpeando el suelo corta la lluvia.

¡Bravo, chicos!

Me acerco despacio, evaluando mis pasos con cautela.

No soy de su jauría, así que me muestro tan prudente como puedo, moviendo la cola de un lado al otro, de forma amistosa y baja, casi barriendo el suelo. Los otros están tan ocupados sacando restos de comida del contenedor, en su festín de basura, que al principio no advierten mi presencia.

Cuando estoy tan cerca que puedo incluso oler lo que comen, descubren mi llegada. El aire se congela por un momento.

Me siento y bajo la cabeza para que sepan que vengo en son de paz. No parecen captar mi mensaje.

Una perra negra y esquelética de largas patas me muestra sus colmillos, gruñendo con el pelo corto erizado. De un brinco, salta frente a mí para proteger la comida. Me doy cuenta de que ella es la jefa de la pequeña jauría.

Bajo mi cuerpo todavía más, mi barriga casi roza el suelo. Asustado, voy retrocediendo. Para que sepan que no soy ningún peligro, ladro y gimo. Al fin, dejo que mi peso caiga sobre mi vientre.

Nunca he estado en una situación así, pero mi intuición me dice que debo evitar mirar a los ojos de esa dama enojada. Barro con mi cola el suelo, de modo que no me vean como una amenaza. Yo no aspiro a un bocado de basura, solo quiero evitar una pelea con tres desconocidos. ¡Todavía espero cenar en casa!

Los tres están sucios y desprenden tanto olor a mugre como a peligro. Son los primeros perros callejeros que conozco en mi vida; pero entiendo que ese recibimiento hostil es solo para marcar territorio.

Un repentino temblor bajo mi piel me avisa de que algo está a punto de pasar. No me gusta. Dejo de mover la cola y, por primera vez, miro a la banda entera.

Los otros miembros de la jauría son un dogo argentino enorme que una vez quizá fue blanco. Tiene los ojos rojos. El trío lo completa una perra mediana, mezcla de pastor alemán con quién sabe qué, de pelo largo marrón, blanco y negro.

Ambos saltan, furiosos, al lado de su jefa flacucha, gruñendo a la vez que muestran los colmillos. Me desafían ruidosamente sin moverse del sitio, en un duelo que se me hace eterno.

Retrocedo todavía más, arrastrando mi vientre con los músculos tensos. El aviso bajo mi piel se convierte en un escalofrío que me atraviesa desde el cuello a la cola. Sé que van a defender a muerte su banquete de desperdicios.

Mientras trato de salir de aquí, entro en el juego de mostrarles también mis colmillos fuertes y sanos, mientras el pelo de la espalda se me eriza también.

¡Nunca antes me había pasado!

Siento que oscurece a mi alrededor. Solo veo los perros que me están rodeando y me van a atacar.

Un trueno da la señal para que se desencadene el ataque: los tres se lanzan a por mí.

El primer mordisco en mi pata izquierda es tan doloroso que de repente me embarga la furia. Respondo mordiendo a toda prisa todo lo que encuentro: orejas, patas, espaldas, hocicos... Pero eso no les mantiene a raya. Soy un perro casero sin experiencia en peleas, y mis colmillos mayormente no encuentran más que aire.

La lluvia, ahora más intensa, me ayuda a esquivar algunos ataques, pero tres contra uno es imposible. Caigo sobre mi vientre lloriqueando, pero no van a tener piedad de mí.

La banda empieza a dar vueltas a mi alrededor, como lobos acechando a su presa.

De pronto, cae un rayo muy cerca de los contenedores. Le sigue un trueno ensordecedor.

Los tres perros callejeros se asustan, cosa que aprovecho para lanzarme sobre la jefa y darle un mordisco fugaz en el cuello. Saco partido de su sorpresa para lanzarme a la carrera por el parque.

Cuando se reorganizan para perseguirme, yo ya estoy lejos del contenedor volcado. Deciden volver a la basura. Yo he salvado la vida. Ellos han ganado la batalla por el banquete formado por restos de salchicha, tacos, hamburguesas y otras delicias sobrantes de la celebración humana.

4

Ingrid y Tim se preparan para una larga búsqueda nocturna. Armados con linternas y calzado deportivo, pues no saben cuánto durará la caminata, se reúnen frente a la ventana del sótano.

Ella empieza a iluminar el césped, procurando encontrar cualquier rastro dejado por Roshi en su huida. De pronto, detiene la luz sobre un punto concreto.

—Mira, Timmy… —dice con voz seca—. La hierba aquí tiene un poco de sangre, como si se hubiera hecho daño al salir.

Ella se arrodilla, cada vez más angustiada, y toca el suelo con la mano libre.

—Tal vez… —responde Tim malhumorado.

Lo último que él desea es pasar la madrugada buscando al perro de su hermana, pero tiene que hacerlo. «Dios, maldito chucho», piensa. Sin embargo, forzando una sonrisa, extiende su mano a Ingrid para ayudarla a levantarse, mientras le dice:

—Miremos a nuestro alrededor. No puede andar muy lejos…

—¡Roshi! ¡Roshi! ¡¿Dónde estás?! —grita Ingrid a la noche. Sin embargo, solo responden los grillos de verano.

Dan varias vueltas alrededor del jardín, llamándole en todas direcciones. Desesperada, Ingrid se apoya contra el capó del coche y mira a Tim, mientras se lamenta:

—No debería haberlo dejado solo. Él no conocía la casa y salió a buscarme…

La voz se le corta y su hermano le pasa el brazo por el hombro. No quiere llorar, pero se le escapan dos lágrimas gruesas y cálidas.

—Lo encontraremos, no te preocupes… —le tranquiliza él.

El silencio que dejan sus palabras, apenas quebrado por sus respiraciones, es ocupado por una repentina lluvia.

Sin hacer nada por resguardarse del aguacero, Ingrid prosigue obstinada con su búsqueda. Otea el bosque a través de la cortina de lluvia y después observa la carretera que lleva hacia el centro, y que bordea el parque de donde acaban de regresar. Temblorosa por el frío, dice:

—Estoy segura de que Roshi quería encontrarme y vino tras nosotros al parque. ¡Subamos al coche!

—¿No sería mejor descansar esta noche y seguir buscando a primera hora de la mañana?

Ingrid protesta airadamente, pero acaba rindiéndose a la evidencia. Encontrar a su perro en la oscuridad y bajo ese temporal será misión imposible. Además, el parque cierra cuando se acaban las fiestas. Sabe bien que a Roshi no le gusta mojarse y habrá buscado algún escondite.

Ella suspira y cruza los brazos, rodeando la linterna aún encendida. Con un gesto protector, su hermano la acompaña dentro de la casa mientras un rayo ilumina la calle. El trueno tarda en estallar.

La tormenta se está alejando.

Exhausta y empapada por la lluvia, solo quiere encogerse bajo las sábanas y hacerse pequeña, casi invisible. No quiere, no debe pensar que después de Gerard puede haber perdido a Roshi.

5

Cuando dejo de correr, jadeando, me encuentro en otra parte del parque. Estoy a salvo, pero perdido. No reconozco nada, y no solo porque esté oscuro. Yo veo con mi nariz, y aquí todo es nuevo.

Estoy cojeando de dos patas y cada poco tiempo necesito sentarme, aunque odio el suelo embarrado. Con cada paso el dolor aumenta. Los lametones no me alivian, ya que no para de manar sangre de las heridas producidas por los mordiscos.

Necesito descansar, pero también necesito volver con Ingrid. Por eso sigo adelante con mis últimas fuerzas.

Tengo mucha sed. Abro la boca bajo la lluvia, pero no es suficiente. Casi no me llega agua.

De pronto, recuerdo que antes he cruzado un estanque por un puente de piedra, mientras escapaba de la jauría.

Me cuesta mucho ponerme en marcha. Lo veo todo borroso. Aunque tengo la nariz cortada por un zarpazo, puedo oler la tierra que remueven mis pezuñas.

Afortunadamente, el lugar no está lejos. Cruzo con dificultad el puente de piedra y voy hasta la orilla del estanque que conecta con un arroyo. La corriente suena hermosa incluso bajo la lluvia.

Me agacho, con las orejas y la nariz atentas en busca de peligros, y por fin tomo agua. Incluso eso me duele. Bebo despacio, tanto como puedo.

Al terminar, descubro que bajo el puente de piedra la hierba sigue seca. Olisqueo la que será mi cama. Es la mejor que puedo conseguir en mi situación.

Protegido de la lluvia, giro sobre mí mismo hasta tumbarme hecho un ovillo. No tardo en volver a dormirme.

Un ruido desconocido me despierta cuando todavía es de noche. La lluvia ha cesado, pero el ambiente sigue muy húmedo. El frío ha calado en mi cuerpo dolorido. Me incorporo y avanzo tambaleándome. Tengo mucha hambre.

Al sacudirme el agua de encima, pierdo el equilibrio y vuelvo a caer sobre mis posaderas. Trato de aliviarme lamiendo una gran herida que tengo en la parte interna de la pata izquierda posterior, muy cerca de la barriga.

Decido seguir la corriente del arroyo. Puede que así llegue a algún lugar conocido, lejos de perros callejeros.

Me las apaño bastante bien, serpenteando entre piedras y arbustos, mientras miro las ranas y pececillos que viven en el arroyo. Mi barriga me avisa de que ya pasó la hora de la cena, pero bastante trabajo tengo con mantenerme en pie.

Llegado a un punto, la corriente se pierde bajo un murete tan alto como yo, coronado por una verja negra de hierro forjado.

No puedo saltar este obstáculo. ¡Ni sano podría!

Echo un vistazo al otro lado del murete, donde continúa el césped y el arroyo.

Tendré que meterme en el agua para llegar a la otra orilla, me digo.

Desciendo lentamente hasta el arroyo. No es muy profundo, pero me llega hasta el vientre. El frescor me sienta bien, me calma el dolor de la pata herida. Avanzo con lentitud hasta llegar al otro lado.

6

Ingrid está en la cama desvelada y todavía vestida. En la mano tiene el conejo de peluche preferido de Roshi. Sus ojos brillan y le duele la cabeza, pero se niega a dormir. La habitación está llena de su ausencia.

Mientras escucha la lluvia, sigue dando vueltas a lo que puede haber sucedido. Tiene la certeza de que su compañero de vida se escapó para ir a buscarla. Tal vez logró, incluso, llegar hasta el parque y se asustó por las explosiones.

Ingrid maldice los fuegos artificiales y la ventana abierta. «¿Por qué no vine a visitar a mi hermano sin Roshi?», se tortura pensando. «Nunca nos hemos separado en estos tres años...», se contesta. Fustigada por su propio interrogatorio mental, trata de practicar la relajación que aprendió de su profesor de yoga. Pero no sirve de nada: las respiraciones profundas se convierten en sollozos.