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El guapísimo millonario australiano Angus Keir había salvado a su familia de la más absoluta ruina, y Domenica sabía que estaba en deuda con él. Pero algo la enfurecía: parecía que Angus, que había forjado su inmensa fortuna desde la nada, la despreciaba por pertenecer a una clase social privilegiada. Al principio, Angus creía que Domenica era una esnob de clase alta, pero rápidamente descubrió que era una mujer apasionada... ¡y que la deseaba! Su infancia había sido muy difícil, y esto le hacía evitar a toda costa los compromisos, de modo que su deseo de poseer a Domenica le planteaba una difícil disyuntiva...
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Seitenzahl: 182
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Lindsay Armstrong
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El poder del deseo, n.º 1259 - marzo 2016
Título original: By Marriage Divided
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8042-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Si te ha gustado este libro…
La finca se llamaba Lidcombe Peace. Eran cien hectáreas en Razorback Range y estaba a solo dos horas en coche al sur de Sidney, en dirección a las Southern Highlands.
La casa estaba construida en la cima de una colina y tenía unas vistas impresionantes. La rodeaban unos amplios porches de piedra y tenía las paredes de color crema y el tejado de madera. En un día de verano como ese, parecía languidecer elegantemente al sol.
La chica que lo esperaba en el porche también era elegante y, para Angus Keir, era como si perteneciera a esa finca tan prestigiosa, lo cual era así; o había sido. Se imaginaba que se trataba de Domenica Harris, cuyos padres habían construido la casa actual, aunque los terrenos pertenecían a la familia desde hacía mucho tiempo.
Domenica, que era hija de Walter Harris, un eminente académico e historiador y de Barbara, una mujer muy bien relacionada, había tenido una educación privilegiada y había ido a los mejores colegios, según había descubierto Angus en su investigación sobre la familia. El motivo por el que lo estaba esperando a él para darle las llaves de la finca era que, después del fallecimiento del padre, se había comprobado que la fortuna de la familia Harris estaba muy menguada y tenían que vender Lidcombe Peace.
Él había esperado que lo recibiera una muchacha afligida, no alguien tan sereno y encantador como ella; sin duda, la chica más encantadora que había visto jamás.
Era alta, tenía el pelo oscuro, la piel pálida y un pequeño hoyuelo que interrumpía la perfecta línea del mentón. Tenía los ojos de un azul profundo con unas pestañas increíblemente largas y el pelo le caía como una cascada de seda hasta debajo de los hombros.
Llevaba un sombrero de paja y una carpeta en la mano e iba vestida con un traje de color rosa claro que le llegaba hasta debajo de las rodillas y tenía botones de arriba abajo. La gasa resaltaba, en vez de ocultar, una figura casi perfecta y unas piernas larguísimas. Los zapatos planos combinaban perfectamente con el vestido.
Por un momento, Angus Keir se encontró pensando en la forma de los pechos y en la suavidad satinada de la piel en los rincones más secretos de ese cuerpo delicioso.
En ese momento, ella se dirigió hacia él y le tendió la mano.
–¿El señor Keir? Soy Domenica Harris. ¿Qué tal está? Pensaba haber mandado a mi abogado para que cumpliera este trámite, pero luego pensé que debía de hacerlo yo misma. Bienvenido a Lidcombe Peace y que pase muchos años felices aquí.
Angus Keir entrecerró ligeramente los ojos. Lo había dicho todo con un tono culto y musical que encajaba perfectamente con su aspecto, pero no había mostrado ni asomo de pena, y se preguntaba por qué esa ausencia de pena le molestaba en cierta forma que no entendía.
–¿Qué tal está, señorita Harris? –contestó él mientras estrechaba la mano de Domenica, que le pareció firme y profesional–. Es muy amable por tomarse tantas molestias. Espero que no le resulte muy penoso.
Domenica Harris lo analizó minuciosamente. Ese hombre y ella, a través de un agente inmobiliario, habían librado una especie de batalla por el traspaso de la propiedad de Lidcombe Peace. Si al final había aceptado la oferta, que era inferior a la que había pedido, aunque fuese una cifra considerable, era solo por el hecho de tener que vender parte del patrimonio familiar rápidamente para evitar ver la quiebra de su madre.
Por lo tanto, se había formado una imagen de Angus Keir como negociador implacable y mucho mayor. Sin embargo, no pasaba de los treinta y cinco años, era alto, tenía el pelo moreno y corto y llevaba un traje gris cortado a medida, una camisa azul y una corbata azul marino. Su estatura le haría resaltar en medio de la multitud, tenía los hombros anchos y las caderas estrechas, transmitía la sensación de agilidad y elegancia.
No obstante, su característica más notable eran unos ojos de color gris humo. Unos ojos a los que no se les escaparía nada y menos la figura de ella.
–Supongo que soy realista –dijo con frialdad–. Había que deshacerse de algo y esta casa era una especie de lugar de vacaciones que ya no nos podíamos permitir. Mi padre, que la había heredado de su madre, era quien la disfrutaba más, pero ya no está con nosotros.
–Tiene un nombre curioso –murmuró Angus.
Domenica sonrió.
–Mi abuela se apellidaba Lidcombe y su rosa favorita era la rosa Peace –señaló con la mano los arbustos de rosas que había por todos lados–. Todas son rosas Peace. Respetamos sus preferencias en cuanto a las rosas, aunque la casa se construyó después de su muerte.
–Son preciosas –comentó él–. Intentaré hacer lo mismo. ¿No echará de menos pasar aquí sus vacaciones o tener un lugar de retiro cerca de la ciudad?
Domenica introdujo una llave en la maciza puerta doble y la abrió.
–Un poco –reconoció–, pero en estos momentos estoy muy ocupada, no puedo pensar en las vacaciones –dijo con una sonrisa amarga.
–¿A qué se dedica?
Ella lo miró y entró en el vestíbulo.
–Diseño ropa de niños. Tengo una marca propia y está despegando. Tengo más pedidos de los que puedo atender, y estoy pensando en entrar en la ropa deportiva de mujer.
Angus se sorprendió. La había imaginado como a una chica encantadora que se dedicaba a la vida social. Pensó que debería haber investigado algo más sobre Domenica y su familia.
–Perdone mi curiosidad, pero me estaba preguntando por qué había negociado con usted en vez de con su madre, que es la propietaria de la finca.
Domenica dejó el sombrero sobre una preciosa mesa de caoba.
–Mi madre y mi hermana Christabel son unas personas maravillosas, señor Keir, pero no están familiarizadas con el mundo de los negocios. Como tampoco lo estaba papá –una sombra de tristeza cruzó su rostro–. No sé de dónde he heredado unos cuantos genes prácticos y realistas, y ellas prefieren que me ocupe de todo; tengo un poder notarial de mamá. Aquí está el inventario –continuó secamente–. ¿Tiene una copia?
Lo miró con sus impresionantes ojos azules.
–Sí, aquí la tengo –sacó unos papeles doblados del bolsillo interior de la chaqueta.
–Como sabrá, en la venta se incluía casi todo el contenido, pero usted accedió a que nos quedáramos con algunos recuerdos personales.
–Sí.
–Muy bien, entonces creo que podríamos comprobar ahora el inventario de lo que va a permanecer aquí y firmarlo para que luego no haya desacuerdos.
Angus la miró con seriedad y comprendió qué era lo que lo había molestado antes. Le gustaría tener cierto poder sobre esa muchacha serena, fría y absolutamente extraordinaria, dominarla de alguna forma, aunque solo fuera notar que ella lamentaba profundamente tener que abandonar la casa que le pertenecía a él. ¿Por qué?, se preguntaba. ¿Para que le sirviera como cebo y que ella volviera?, ¿como excusa para llegar a conocerla? Llegó a la conclusión de que ese era el motivo.
En ese momento se dio cuenta de que Domenica lo observaba con curiosidad.
–Creo que es una idea muy buena, señorita Harris. Si hay algo que quiera quedarse que no esté en el inventario, dígamelo. Estaré encantado de complacerla.
Domenica levantó las cejas realmente sorprendida.
–Es muy amable, pero creo que todo está bien –dijo ella lentamente, como si no le creyera del todo.
–Entonces, ¿empezamos por aquí?
Tardaron más de una hora y, aunque ya la había revisado antes y las casas tampoco significaban mucho para él, Angus sintió una sensación de triunfo al pensar que esa preciosa casa era suya; incluso cuando la habían despojado de algunos tesoros de los Harris.
También tenía cierto aire hogareño, no era como de revista de decoración, sino cómoda y agradable. Si bien, tenía que reconocer, le faltaría algo.
–Adivino que no está casado, señor Keir –dijo Domenica como si le hubiese leído el pensamiento.
–Adivina bien, señorita Harris, ¿pero por qué lo sabe?
Estaban en el cuarto de estar. Miraban hacia Sidney a través del jardín. Domenica lo miró. Estaban casi hombro contra hombro y aunque ella medía un metro setenta y llevaba tacones, él seguía siendo bastante más alto. Esa altura y la proximidad, además de los rasgos de la cara, era guapo, con un toque mundano y con unos ojos implacables que indicaban que casi siempre hacía lo que quería, hicieron que sintiera una punzada en el estómago.
También estaba bronceado y era imposible no darse cuenta de que se mantenía en forma, no solo por la esbeltez de su cuerpo, sino por la forma de moverse. A ello se añadía una pequeña cicatriz con forma de estrella en el extremo de su ceja izquierda que resultaba extrañamente atractiva.
Un hombre excepcional, pensó Domenica con una ligera sensación de intranquilidad. De repente, se acordó de lo que le había preguntado.
–Bueno… –apartó su pensamiento de lo puramente físico–, si mi marido acabara de comprarse una casa, la que fuese, yo estaría viéndola con él –dijo con una sonrisa enigmática–. Por otro lado, también podría ser más fácil sin una mujer que quiera cambiarlo todo para imprimir su propia personalidad, lo cual le habría resultado mucho más caro.
–Si tuviera mujer, señorita Harris, no creo que le hubiese permitido tocar nada de Lidcombe Peace.
Domenica arqueó las cejas.
–¿En serio?
–En serio –afirmó con delicadeza–. Me gusta mucho tal y como está.
–Ah… –Domenica miró alrededor y Angus pudo notar en ella el orgullo por Lidcombe Peace–. Bueno –lo miró con una expresión de «en realidad no es asunto mío» y le tendió la mano–, seguramente querrá visitarla solo, de forma que voy a irme. Las otras llaves están en el gancho que hay en la cocina.
Angus no estrechó su mano.
–¿Comería conmigo, señorita Harris? He visto un restaurante de camino que parece muy agradable y no tenía intención de quedarme más tiempo.
Domenica dudó y frunció el ceño.
–Es muy amable, pero, mmm, no. Tengo que volver al trabajo –miró el reloj y sonrió–. Gracias, pero tengo que irme inmediatamente.
–¿No come?
–Sí, pero sobre la marcha, ya sabe lo que quiero decir –Domenica se calló bruscamente.
–Entonces, ¿qué le parece cenar? –Domenica no sabía qué decir, intentaba encontrar una excusa por todos los medios, pero, cuanto más tiempo pasaba, más evidente resultaba que no la tenía–. A no ser que haga todas las comidas sobre la marcha.
Domenica se quedó un poco desconcertada por el sarcasmo. También se preguntaba por qué se resistía tanto a conocer más a ese hombre sin ni siquiera planteárselo y comprendió que era una reacción instintiva a todo el proceso tácito que se había producido entre los dos desde el preciso momento en que se fijaron el uno en el otro. Todo un proceso que a ella la había sorprendido, ya que estaba predispuesta en su contra y con buenos motivos, después de la batalla que habían tenido por la venta de Lidcombe Peace. Sin embargo, se había encontrado valorándolo físicamente y respondiendo a todo lo que habían hablado durante la visita a la casa, una conversación que le había descubierto su sentido del humor y que era un hombre que podía ser interesante.
¿O sería mucho más sencillo? Ese hombre tenía un magnetismo que se podía resumir en dos palabras: atractivo sexual. Era imposible que su cuerpo, sus manos y su aire de fuerza refinada no resultaran impresionantes, así como una vaga sensación de que el conjunto te hacía sentir especialmente femenina.
Domenica parpadeó ante las palabras que habían surgido en su cabeza y que no parecían posibles en ella y decidió que eran un motivo más para escapar de él.
–No, no hago todas mis comidas sobre la marcha, señor Keir, pero aunque le he dicho que soy realista, no me ha resultado fácil entregarle Lidcombe Peace y creo que lo mejor sería zanjar el asunto definitivamente.
La expresión que se dibujo en los ojos de Angus indicaba insolencia y escepticismo, lo cual produjo cierta inseguridad en Domenica. ¿Se habría dado cuenta de lo femenina que la hacía sentirse y que estaba buscando una excusa?
Maldito sea, pensó, ¿quién se creía que era?, ¿un jeque árabe? Domenica cerró los ojos y recordó el recurso que siempre empleaba su madre en las situaciones que la desbordaban: el orgullo.
Levantó la barbilla y lo miró fríamente.
–De modo que adiós, señor Keir. No creo que haya motivos para que nuestros caminos se vuelvan a cruzar. Mi abogado podrá resolverle todos los problemas que puedan surgir.
Se puso el sombrero y salió.
Disimuló la mezcla de enfado y hormigueo que notaba al sentirse observada por él hasta que se montó en el coche y giró la llave. No ocurrió nada.
–¡Arranca, maldito seas! –ordenó Domenica, furiosa.
Pero no lo hizo.
Angus, con las manos en los bolsillos, sonreía burlonamente desde el porche. Se acercó mientras ella salía del coche y lo cerraba con un portazo.
–Es el motor de arranque –dijo Angus al cabo de unos minutos–. Me extraña que no haya tenido problemas antes.
Domenica seguía furiosa y se abanicaba con el sombrero.
–Ahora que lo dice sí he notado algunas cosas extrañas últimamente. ¿Puede arreglarlo?
Angus se tomó su tiempo para contestar porque estaba disfrutando con la situación, le divertía la actitud de señora feudal que había adoptado. Él no tenía intención de arreglarlo, aunque pudiera hacerlo.
–Me temo que no, pero estaré encantado de llevarla a la cuidad, señorita Harris –se limpió la manos con un pañuelo y cerró el capó–. El único problema es que me estoy muriendo de hambre –Domenica lo miró desalentada–. También puedo remolcarlo hasta el taller más cercano donde podrían arreglarlo.
Domenica miró el coche de Angus, era un último modelo de Range Rover que podría remolcar fácilmente su pequeño utilitario.
–No confíe en que la suerte vaya a estar siempre de su lado, señor Keir –dijo entre dientes.
–Desde luego que no, pero estoy seguro de que se encontrará mucho mejor después de una comida civilizada, señorita Harris.
El restaurante tenía un jardín y unas mesas colocadas debajo de una pérgola cubierta por una parra llenas de racimos de uvas. So podía oír cantar a los pájaros y el agudo chirrido de las cigarras. Era un caluroso día de verano. Compartieron una jarra de vino de la casa que Angus pidió sin consultarla.
Domenica mejoró de humor gracias al vino y al delicioso pastel de carne que tomó. Incluso tuvo la sensación de que había sido un poco grosera y se propuso enmendarlo. Siguió todas las conversaciones que él propuso, que fueron desde el deporte a la literatura y la política, hasta que se encontró a sí misma hablándole de su negocio.
–Es ropa de niña que se vende con la marca Primrose. Es para niñas desde los cuatro hasta los doce años, que es el límite hasta el que la mayoría de ellas disfrutan de la ropa femenina y alegre –Angus arqueó las cejas–. A partir de esa edad, pasan una fase en la que intentan parecer lo más adultas posibles –le explicó.
–¿Cómo ha llegado a esa conclusión?, ¿con estudios de mercado?
–No. Gracias a mis recuerdos y a observar lo que me rodea.
–¿Cómo empezó?, ¿con una vieja máquina de coser en un garaje?
–En absoluto –Domenica hizo una mueca y vio en los ojos de él lo que parecía un brillo sarcástico, aunque no entendía por qué–. Después de la universidad, donde estudié diseño y marketing, me asocié con una amiga que es mucho mejor costurera que yo. Hicimos una evaluación de cuál podía ser nuestro hueco en el mercado y alquilamos un estudio. Contratamos algunas costureras más y empezamos la producción. Yo me dedico al diseño, al marketing y a gestionar el negocio, ella se ocupa de la fabricación de las prendas.
–Parece muy profesional –murmuró Angus–. ¿Cómo consiguieron el capital inicial?
–Mi abuela Lidcombe me dejó una pequeña herencia, pero también solicite un crédito que ya hemos devuelto. He recuperado mi inversión y estamos obteniendo unos beneficios firmes, aunque tampoco sean gran cosa. Pero espero que vayan a crecer considerablemente, porque he conseguido que dos grandes almacenes vendan nuestros productos, lo cual nos daría unas perspectivas mucho mayores e, incluso, es posible que tengamos que ampliar el negocio.
–Da la sensación de que tiene los pies sobre la tierra en el terreno comercial, señorita Harris.
–Gracias –pero Domenica suspiró repentinamente–. Solo quiero… –se calló y dio un sorbo de vino.
–Me gustaría saberlo –dijo Angus–. Yo empecé con un viejo camión y he llegado a tener una gran empresa de transportes. Alabo su sentido común y carácter emprendedor.
Sin embargo, Domenica frunció el ceño y se olvidó de lo que iba a decir.
–Keir…, no será ese Keir. Keir Conway Transport –Angus se limitó a asentir con la cabeza–. Santo cielo,¿ cómo es posible que no me diese cuenta? Si lo hubiese sabido, no habría rebajado ni un penique.
–Yo procuro saberlo todo de la parte contraria. No habría conseguido nada. He pagado lo que consideraba que era un precio aceptable por Lidcombe Peace.
Domenica lo miró pensativa.
–Creo que no ha sido una idea muy buena.
–¿Comer conmigo?
–Exactamente.
–¿Puedo darle un consejo? –parecía divertido–. No lamente lo que ha hecho y no puede cambiar; es un buen consejo para el terreno personal y para el profesional. Podría haber tardado años en conseguir el precio que quería por Lidcombe Peace.
Domenica apartó el plato y se encogió de hombros.
–Me imagino que es así y que no tenía elección. Bueno, señor Keir –dijo con el tono de voz de su madre–, muchas gracias por la comida, pero realmente tengo que…
–Domenica, no haga el papel de niña bien y se ponga engreída conmigo –la cortó secamente.
Ella lo miró.
–No entiendo a qué se refiere.
–Estoy seguro de que sí lo entiende y, además, he pedido café.
–Si sugiere que…
–¿Está intentando ponerme en mi sitio? Se oculta detrás de un acento engolado y una construcción de las frases que pretenden mantener la distancia con los campesinos, refugiarse en su privilegiado círculo. Es posible que no se dé cuenta, pero no es solo eso. Consigue que esos maravillosos ojos azules me miren sin verme, como si no existiera –Domenica se quedó boquiabierta–. Es más, sé perfectamente que su madre tiene unos problemas económicos graves y que la venta de Lidcombe Peace conseguirá salvar la amenaza de quiebra, pero no solucionará todos sus problemas –ella lo miraba anonadada–. Por ejemplo, sé que la residencia de su madre está hipotecada para cubrir algunas inversiones desastrosas que hizo su padre, de forma que el dinero que obtenga de la venta de Lidcombe Peace irá a saldar la hipoteca y los intereses.
–Cómo…, cómo… –Domenica iba a decir ¿cómo se atreve?, pero cambió la frase–. No sé cómo ha llegado a saber todo eso , pero se equivoca si piensa que por eso me gusta más. Yo… –se calló mientras recogían los platos y servían el café.
–No creo que importe mucho si nos gustamos o no –replicó Angus.
Domenica se entretuvo con la bandeja de pastelillos que habían llevado con el café.
–¿Qué se supone que quiere decir con eso?
Angus no respondió, pero su mirada pasó del pelo negro a la delicada y pálida piel del cuello y al contorno de su figura. Observó que tenía unas manos muy finas y que en el dedo de la mano que seguía posada sobre la bandeja llevaba un anillo de oro con un trenzado muy especial. Dirigió los ojos hacia la boca y la contempló en silencio.
Domenica puso bruscamente la mano sobre el regazo y reprimió un estremecimiento producido en parte por ira y en parte por haberse dado cuenta de algo. Sabía perfectamente lo que quería decir Angus Keir y, aunque había conseguido pasarlo por alto hasta ese momento, una mirada de él lo había dejado muy claro. Lo que había entre ellos no era cuestión de que se gustaran.
Gustarse no tenía nada que ver con apreciar el aspecto físico de un hombre, lo cual, era lo que ella había sentido al observarlo mientras enganchaba su coche al de él. No había sido un esfuerzo físico excesivo, pero sí lo suficiente como para que ella se diese cuenta de los poderosos músculos que se ocultaban bajo la camisa.
Una vez en el taller, ella permaneció silenciosa con la sensación de ser una inútil mientras él se ocupaba de todo con los mecánicos con una autoridad propia de quien está acostumbrado a tratar ese tipo de cosas.
Durante la comida, se había fijado en las manos y muñecas de Angus. Él se había quitado la chaqueta y había observado que tenía unas muñecas fuertes salpicadas de un vello oscuro; las manos eran largas y muy bonitas. Se encontró un par de veces pensando que eran unas manos fuertes pero hermosas.
Sin embargo, tenía que encontrar la forma de hacerle creer que para ella era importante que te gustara el hombre. Apretó los labios y decidió ser sincera.
–No me interesan ese tipo de cosas, señor Keir.
–¿La atracción mutua y la admiración? –sugirió él tranquilamente.
Ella se detuvo un instante y le lanzó una mirada muy expresiva.