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¡Un reencuentro explosivo! La prima ballerina Anya Ilyushin bailaba todas las noches para Roman Zverev, el hombre que le robó una vez el corazón antes de hacérselo añicos. Anya había enterrado los pedazos detrás de un muro impenetrable, pero, cuando Roman se presentó en su camerino como si no hubiese pasado nada, su atracción descontrolada se reavivó... Un desenfreno indómito se escondía detrás de la riqueza y sofisticación de Roman, no sentía nada civilizado hacia Anya. Se marchó antes de que el anhelo pudiera aniquilarlos a los dos, pero los recuerdos estaban grabados en su alma. Había vuelto y estaba decidido a que Anya fuese suya.
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Seitenzahl: 212
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Carol Marinelli
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El precio de una obsesión, n.º 5495 - enero 2017
Título original: Return of the Untamed Billionaire
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9321-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Siempre que bailaba lo hacía para él.
Era la última representación en Londres de El pájaro de fuego. La última vez que había estado allí, Anya había pasado de ser una de las princesas y una suplente a bailar el papel principal. En ese momento, por aclamación popular, el impresionante ballet había vuelto y el público había ido a ver a Tatiana, el nombre artístico de Anya. El teatro estaba a rebosar y le habían dicho que esa noche había una duquesa entre el público, pero ella bailaría solo para él, para Roman Zverev. Su primer y único amor, aparte del ballet.
Las horas de ejercicios y de control absoluto, la preparación rigurosa y el anhelo de alcanzar la perfección lo hacía para sí misma, pero, cuando bailaba, lo hacía siempre para él.
En ese momento, tenía su propio camerino. Ella, como la mayoría de los bailarines, era supersticiosa y el tocador era como un altar. Estaba lleno de pequeños objetos que había ido reuniendo a lo largo de los años y los cepillos y cosméticos estaban perfectamente ordenados.
Ya había calentado, tenía los pies vendados y las zapatillas estaban usadas, tenía otro par preparado por si lo necesitaba. Ya se había recogido el pelo en un moño y se había maquillado la cara de blanco. También se había pintado con cuidado y precisión los ojos de negro y dorado para resaltar el color verde de los iris.
Todo estaba preparado.
La habían avisado de que faltaba media hora y se había bebido un zumo de coco y se había comido medio plátano. La otra mitad la había envuelto y se lo comería durante el entreacto con una chocolatina. Le encantaba el chocolate, le recordaba a Roman.
Después de comer, se limpió la boca y se puso el tocado con plumas rojas y doradas. Se lo sujetó con cuidado y lo comprobó varias veces. Una vez satisfecha, se pintó los labios de rojo y llamó a la jefa de vestuario. Se quitó la bata dorada y se puso el vestido. El corpiño era rojo con lentejuelas naranjas y doradas y el tutú, de diez capas, tenía plumas de seda. Levantó los brazos mientras le subían la cremallera. El vestido le quedaba perfectamente y mostraba sus piernas y sus brazos largos y estilizados. Fuera, en el mundo real, la miraban y susurraban porque era menuda y estaba muy delgada, pero ese cuerpo diminuto era un manojo de músculos fibrosos y estaba en un estado de forma increíble. Lo ejercitaba todos los días. Las horas de entrenamiento y ensayos, y ese control mental implacable, le permitían realizar proezas que los demás solo podían soñar. Sin embargo, a pesar de su seguridad en el escenario, en ese momento, cuando le avisaron de que faltaban diez minutos y la jefa de vestuario comprobaba todo por última vez, se estremeció por los nervios. Ya era Tatiana, la prima ballerina.
–Merde! –dijo la jefa de vestuario para desearle suerte.
Ella asintió con la cabeza porque le castañeaban los dientes y no podía hablar. Se cubrió los hombros y los brazos con el chal de seda que había comprado para su madre.
Katya, su madre, había sido madre soltera y cocinera en un orfanato ruso. Había muerto hacía poco, pero había podido ver el éxito de su hija y eso la llenaba de satisfacción. Su madre había creído en ella mucho antes que ella misma.
Cuando era pequeña, practicaba los pasos de baile en la cocina del detsky dom donde había trabajado su madre. Cuando creció, ella, en vez de ir a su casa vacía, fría y diminuta, iba al orfanato y practicaba con una punzada de hambre por los guisos que cocinaba su madre. Algunas veces, los probaba a escondidas, pero, si su madre la sorprendía, le daba una torta.
–¿Quieres ponerte gorda como yo? –la regañaba Katya.
Naturalmente, habían chocado, pero solo durante su adolescencia.
–Nada de chicos –le había advertido Katya cuando la sorprendió mirando a Roman–. Y menos uno como Roman Zverev. Es problemático.
–No –había replicado ella–. Es que echa de menos a su gemelo.
–El gemelo al que pegó, el gemelo que ahuyentó.
–No –había insistido ella–. Eso fue porque Daniil se negaba a que lo adoptaran sin su hermano y fue lo único que pudo hacer Roman para que se marchara.
–No me contestes.
Esa noche, ya en casa, Katya le había hablado con más dureza.
–No puede haber chicos. Si quieres triunfar en el ballet, solo puedes centrarte en una cosa.
Ella había obedecido y no había salido con chicos. Sin embargo, unos años más tarde, lejos ya del orfanato, se había encontrado con Roman, que se había convertido en un hombre.
En ese momento, preparada para salir al escenario, miró los objetos que tenía en el tocador. Abrió una cajita, pero no sacó el envoltorio de papel de aluminio. Lo dejaría para el entreacto. En cambio, sí pasó los dedos por una etiqueta desvaída. Era la etiqueta que había cortado de las sábanas la primera vez que Roman y ella hicieron el amor, y al lado estaba un arete de oro. Esa noche, se llevó la etiqueta a los labios, volvió a dejarla en la caja y la cerró.
Llamaron a la puerta para decirle que había llegado el momento. Ella recorrió el laberinto de pasillos del viejo teatro de Londres. Le desearon merde muchas veces, pero ella no contestó. No hacía amigos fácilmente. Su único objetivo era llegar a lo más alto y todo el mundo la consideraba fría. Lo era, era la Reina de Hielo. Hasta que bailaba.
Mika estaba allí. Iba vestido de rojo y llevaba un pequeño tocado en la cabeza, que pronto luciría la pluma que le daría el pájaro de fuego. Se saludaron con la cabeza, pero los dos estaban absortos en los papeles que iban a representar. La prensa insistía en que eran pareja. Mika tenía cierta fama de mujeriego y se entendían tan bien en el escenario que se daba por supuesto que también se entendían después.
La verdad era que no se entendían nada bien. Ella no se sentía especialmente apegada a nadie. Lo había estado antes. Se había reído, había conocido la pasión y se había abierto a otros hasta que Roman la había abandonado, pero nunca más.
El público empezó a aplaudir y ella se quitó el chal y estiró las piernas por última vez mientras la orquesta afinaba.
–Merde –le deseó a Mika.
Él tomó al arco y la flecha que utilizaba en el primer acto y se convirtió en Iván, el príncipe. Anya se acercó al escenario, que era el jardín mágico. Tomó aire y apretó los dientes para contener la náusea. Después de tantos años, seguía sufriendo un miedo escénico espantoso, que aumentaba a medida que avanzaba en su carrera. Era un papel increíblemente exigente y sentía una presión inmensa. Retrocedió unos pasos, se colocó en su sitio, tomó aire lentamente y esperó el momento.
Cuando llegó, ya no era Anya, ni siquiera era Tatiana, era el pájaro de fuego que volaba en el escenario. Era un destello dorado iluminado por un foco y pudo oír que el público contenía el aliento. Iván, el príncipe, se quedó intrigado al ver el pájaro de fuego. Se escondió detrás de un árbol mientras el pájaro de fuego, en el extremo opuesto del escenario, tomaba aire y se preparaba para asombrar otra vez al público, y lo consiguió.
El príncipe, escondido, esperaba el momento de capturar al pájaro de fuego, que tomó una fruta dorada. Ella, mientras bailaba, pensaba que el pájaro de fuego era muy hermoso. Era muy estilizado, frágil y elegante. Muy pocos sabían lo que había que sufrir para crear esa belleza y esa noche, la noche de clausura, todo ese sufrimiento se condensó mientras resplandecía y bailaba para él, para Roman, el hombre al que había amado con toda su alma. Su aventura amorosa solo había durado dos semanas, hasta que él la abandonó sin compasión. Ella creyó durante mucho tiempo que él había muerto, pero no había muerto ni le había dicho ni una sola vez que la amaba.
¿Se lo había dicho? ¿Volvería a verlo? Eso se preguntaba el pájaro de fuego una y otra vez mientras el príncipe la capturaba entre sus brazos y empezaban el pas de deux. Sintió un atisbo de esperanza porque la compañía iría pronto a París y ella estaba segura de que él vivía allí. ¿La buscaría Roman?, se preguntó el pájaro de fuego mientras el príncipe la elevaba al cielo.
Una vez sola en el escenario, bailó con todo lo que tenía, absolutamente con todo.
Llegó el entreacto, pero ella no contestó a lo que le decían sus colegas y se encerró en el camerino. Durante diez minutos, se limitó a recuperar la respiración. Era el papel más exigente de todos. Se comió la mitad de plátano que le quedaba y una chocolatina y cerró los ojos para no salir del espacio propio que había encontrado esa noche. El sabor del chocolate hizo que recordara cuándo lo probó por primera vez.
Ella había practicado siempre en la cocina, pero una vez, cuando era adolescente, su madre le había dicho que no podía bailar cuando los chicos estaban comiendo porque los provocaba. Entonces, se ponía un delantal y les servía la comida en vez de bailar. Aunque le habría encantado provocar a uno en particular, a Roman. Su gemelo y él tenían talento para el boxeo y Sergio, el encargado de mantenimiento, los entrenaba y aseguraba que los gemelos Zverev saldrían adelante en el mundo del boxeo. Ella, cuando era más joven, se había reído de ellos cuando entrenaban y les había dicho que estaba mucho más en forma que ellos… y lo había estado.
La habían aceptado en una prestigiosa escuela de danza, pero volvía durante las vacaciones. Ellos eran cuatro chicos que siempre estaban juntos; Roman, Daniil, Nikolai y Sev. Los trabajadores decían que eran problemáticos, pero ella no lo creía. Sin embargo, hubo una pelea la víspera de que una familia rica de Inglaterra adoptara a Daniil y Roman ganó. Recordaba a Daniil en la cocina mientras su madre hacía lo posible para curarle la mejilla.
–La familia rica no quiere chicos feos –le había dicho Katya mientras ella llevaba el botiquín.
Ella había mirado a Daniil y había visto su perplejidad por que su hermano hubiese podido hacerle eso. Había querido decirle que era porque Roman quería lo mejor para él, le había parecido evidente que Roman no había estado enfadado con su hermano, que solo había querido que se diera cuenta de que boxearía mejor sin él. Sin embargo, no se había atrevido a decirlo delante de su madre.
El grupo se disolvió enseguida cuando Daniil se marchó a Inglaterra. Sev recibió una beca para un colegio muy bueno y se quedó interno allí. Nikolai se escapó y todos creyeron que se había tirado a un río, aunque, como habían averiguado hacía poco, solo se había escapado. Roman fue el único que se quedó en el orfanato e iba a comer en el segundo turno, el reservado para los chicos mayores y más problemáticos.
Había sido muy guapo. Tenía el pelo moreno, la piel muy blanca y unos ojos grises que algunas veces la miraban desde el extremo opuesto del comedor. Ella siempre se había fijado en él y preveía su llegada. Le ardían las mejillas lsolo porque había estado cerca de ella incluso en las mañanas más gélidas, cuando él iba a desayunar. Por las tardes, cuando le servía el guiso, sus dedos se tocaban algunas veces por debajo del plato que él le ofrecía.
Ella había vivido esperando esos momentos y había anhelado hablar con él, pero él estaba en la zona de seguridad y había sido un sueño imposible. Algunas veces, se había imaginado que Roman sentía lo mismo por ella, hasta que una noche, cuando sus dedos se encontraron por debajo del plato, él le dio algo y ella frunció el ceño al notar el envoltorio. Se lo guardó en el bolsillo del delantal para que su madre no se diese cuenta y no lo sacó hasta que la mandaron a la despensa a comer su sopa. Era chocolate, ¡una tableta entera de chocolate belga!
¿Cómo lo había conseguido? ¿Por qué había guardado para ella una exquisitez tan inusitada en vez de comérsela él?
Además, su madre la había descubierto. Había abierto la puerta y la había visto metiéndose un trozo de chocolate en la boca. La había regañado y le había dado una torta, pero a ella le había merecido la pena, no solo por el sabor dulce, sino, más bien, porque Roman había pensado en ella y le había regalado esa exquisitez. Había conservado el envoltorio desde entonces y en ese momento, mientras lo tocaba, sonrió por el recuerdo.
Llegó el momento de volver al escenario. Cubierta con el chal de su madre, volvió a pintarse los labios y a recorrer el laberinto de pasillos.
El pájaro de fuego voló más alto todavía. Bailó para que los monstruos quedaran entre las sombras y pensó en el amante que la había abandonado, en cómo le había destrozado el corazón cuando se marchó sin despedirse siquiera.
Sin embargo, ella había ascendido a la cumbre, había descargado todo su dolor, su rabia y su añoranza en su siguiente amor, el ballet… y, al parecer, le había correspondido porque estaba bajo los focos, era una prima ballerina que cautivaba al público.
Como siempre, se imaginaba que Roman estaba viéndola mientras el príncipe la tomaba y hacía que girara entre sus brazos con figuras perfectas. Esperaba que Roman lamentara dolorosamente haberse marchado sin ella.
Cuando el huevo mágico se abrió, ella se olvidó del dolor y el recuerdo de su sonrisa le llenó el corazón.
Hubo un brote de gripe en el orfanato y los huérfanos habían quedado confinados en sus dormitorios. Ella había tenido que ir a su cuarto, en la zona de seguridad, para llevarle la sopa. Fue justo antes de que él dejara el orfanato y, por primera vez, habían estado solos durante un momento. Cuánto había anhelado bajar la cabeza y besar esos labios sombríos…
–¿Cómo conseguiste el chocolate? –le había preguntado ella.
Roman no había contestado, pero ella había sentido la calidez de su sonrisa.
Esa noche, estaba en llamas por el recuerdo. Sin embargo, se había acabado.
El pájaro de fuego no aparecía en la última escena y se sentó en el suelo con la respiración entrecortada y completamente agotada, vacía. Entonces, cuando terminó la representación, oyó los vítores y aplausos y se levantó. Cuando llegó su turno, el pájaro de fuego volvió al escenario tan sereno y hermoso como siempre para recibir los aplausos.
El público se puso en pie. Sabía que esa noche había presenciado una actuación increíble y que ella había bailado con todo lo que tenía. Tatiana hizo reverencias y recogió algunas de las muchas rosas que arrojaban al escenario. Sabía que se merecía todos los «bravos» y vítores y sonrió. Fue una ovación de diez minutos y volvió una y otra vez al escenario para recibir los aplausos. Entonces, cuando el ruido empezaba a cesar, lo oyó. Brava krasavitsa! «Mujer hermosa». Se quedó helada un momento, levantó la cabeza, la giró hacia la derecha y miró entre la oscuridad. No pudo verlo, pero su alma había reconocido su voz. Roman estaba allí.
No se había quedado helada por la frase, había muchos rusos entre el público y la había oído muchas veces. Había sido por esa voz profunda y, durante un segundo, en otra representación impecable, era Anya Ilyushin, la hija de la cocinera.
Todos los huérfanos la habían considerado una pija porque había tenido una madre y, más tarde, había ido a una prestigiosa escuela de danza donde no solo había aprendido a bailar, también había aprendido a andar, comer y hablar como una dama. Ellos no habían entendido que ella también había sido pobre como una rata. Antes de que fuera interna a la escuela de danza, y luego, durante las vacaciones, se había levantado antes de las cinco de la mañana en una casa heladora y había ido al orfanato con su madre. Allí, al contrario que en su casa, la cocina estaba caliente. Katya trabajaba todo el día, hasta bien entrada la noche. No solo cocinaba, también limpiaba y fregaba y organizaba los víveres. Cuando su madre dejaba la avena preparada para la mañana siguiente, volvían a su casa oscura y fría. Así día tras día. Ella siempre había esperado con avidez que llegara el día siguiente. Siempre lo había buscado cuando estaba allí, como estaba buscándolo en ese momento. Miraba entre las sombras del público, pero él no volvió a gritar. Quizá hubiese oído mal… o quizá estuviese volviéndose loca.
Volvió al camerino. Estaba agotada y anhelante. Se sentó frente al espejo del tocador e intentaba concentrarse cuando le dijeron que la duquesa aparecería enseguida.
–¿Quién más? –preguntó ella.
Había muchas personas que querían saludarla y contuvo el aliento mientras le leían los nombres.
Al año anterior, cuando representó al pájaro de fuego por primera vez, Daniil, el gemelo de Roman, había estado entre el público y había ido al camerino para cerciorarse de que era ella. Ella había corrido hacia él porque, durante una fracción de segundo, había creído que era Roman, pero vio la cicatriz y se le cayó el alma a los pies.
Le daba miedo hacerse ilusiones otra vez. Entendía que era inevitable que saludase a la duquesa y aceptó con un gesto tenso de la cabeza. Naturalmente, estaba uno de los patrocinadores con su hija adolescente, quien también quería ser bailarina de ballet. Cerró los puños con impaciencia mientras le leían la lista.
–¿Quién más? –volvió a preguntar Anya en tono tajante.
–Hay un caballero que dice que lo recordarás como el gemelo de Daniil Zverev…
Anya parpadeó cuando le confirmaron que Roman estaba allí, aunque él no había dado su nombre.
–Te felicita por tu actuación. Dijo que siempre había sabido que lo conseguirías y me pidió que te entregara esto.
Anya miró la mano de su ayudante y vio el arete de oro que se olvidó la primera vez que hicieron el amor. Se acordaba de que esa noche volvió tarde a su casa y de que su madre le preguntó dónde había estado.
–Te falta un pendiente –había dicho Katya.
Entonces, había visto el brillo de los ojos de su hija, las mejillas sonrojadas y los labios inflamados por los besos ardientes de Roman. Le había dado una bofetada en cada mejilla.
En ese momento, se sonrojó al acordarse de su primera vez y de la felicidad que habían sentido. Además, Roman le había devuelto el pendiente.
–Dile al gemelo de Daniil que puede devolvérmelo él mismo. Puedes traerlo al camerino después de que haya saludado a los demás.
Naturalmente, anhelaba tener la pareja. Su madre le había regalado los pendientes cuando la aceptaron en la escuela de danza. Sin embargo, sería un fraude para su corazón y le quemaría en las manos si lo recibía de alguien que no fuera Roman.
Por el momento, tuvo que alinearse con el resto de la compañía y, mientras la duquesa la felicitaba por su actuación, se estremeció solo de pensar que Roman seguía cerca. Tatiana hizo una reverencia, sonrió y charló con la duquesa, pero le costaba respirar por el momento que podía avecinarse.
Saludó a los demás y recibió sus felicitaciones con gentileza. Habló con la hija del patrocinador e, incluso, le regaló un par de sus zapatillas. Efectivamente, hizo todo lo que tenía que hacer hasta que por fin se sentó en el tocador y le dijo a su ayudante que ya podía recibir al último invitado.
Se miró en el espejo y vio que le temblaban las plumas del tocado y que tenía los ojos muy abiertos, como si estuviese conmocionada… y lo estaba. Iban a verse y a hablar después de tantos años. Bueno, lo había visto una vez hacía un par de años, pero fue de lejos e intentó por todos los medios no pensar en aquella vez, por todos los medios.
Llamaron a la puerta y no pudo levantarse ni darse la vuelta, solo pudo decir «adelante» en ruso. No se dio la vuelta ni siquiera cuando se abrió la puerta y volvió a cerrarse detrás de él. Tenía la carne de gallina solo de sentirlo cerca.
Entonces, apareció en el espejo. Al principio, solo vio el traje oscuro y la camisa blanca, pero eso le bastó para saber que su cuerpo seguía siendo maravilloso. Mejor que antes incluso porque parecía más alto y más ancho. Cuando se quedó detrás de ella, hizo un esfuerzo para encontrar sus ojos en el espejo.
Roman era más bello de lo que recordaba.
Tenía el pelo más corto, pero seguía siendo moreno y lustroso. Los ojos grises que la miraban fueron una advertencia para su corazón. Después de tantos años, seguían teniendo la misma capacidad de hacerle daño. No se repondría si lo perdía dos veces. En realidad, eran tres veces, pero prefirió no pensar en eso.
Parecía como si todos los años de sufrimiento que había pasado ella le hubiesen sentado bien a él. El hombre del espejo era pulcro, equilibrado y usaba una colonia embriagadora. Él dominaba sus sentidos, siempre los había dominado porque siempre tenía el mismo efecto en ella cuando estaba cerca, llevara unos vaqueros baratos o un traje hecho a medida. Sus sentidos no se preocupaban por esas diferencias, les daba igual que los dedos que había apoyado en su hombro se hubiesen hecho la manicura. Al sentir el contacto, tuvo que hacer un esfuerzo para no arquear el cuello y frotarse la mejilla en su mano. Solo sabía que él había vuelto. Cerró los ojos extasiada.
–Bravo –dijo él.
–Roman –fue lo único que le salió a ella.
Para él una sola palabra era casi demasiado; oír su nombre dicho por ella, en ese tono ligeramente ronco, hizo que se desbordaran recuerdos que tenía encerrados bajo siete llaves.
Saber que su hermano se había casado y que la esposa de Daniil acababa de tener una hija había sido como recibir un puñetazo. Había sido doloroso saber que tenía una sobrina y que su gemelo era padre y había hecho un esfuerzo para no ponerse en contacto.
Recordaba que un empleado del orfanato habló con él el día de la pelea, el último día que los cuatro habían compartido el mismo dormitorio. Lo llamaron al despacho, pero no se había inmutado porque estaba acostumbrado a meterse en problemas.
–Daniil dice que no aceptará esta oportunidad si no te adoptan a ti también.
Él se había sentado.
–A ti no te quieren.
Él no había dicho nada.
–¿Te acuerdas de cuando erais cuatro y aquella familia os llevó de paseo?
–Nyet.
–Era un matrimonio que estaba pensando en adoptaros a los dos, pero dijeron que tú eras demasiado díscolo.
Él lo había recordado vagamente. Los habían llevado a un parque y él se había puesto de pie en un columpio por primera y única vez.
–Entonces, nosotros dijimos que preferíamos no separar a los gemelos. Roman, Daniil perdió una oportunidad por tu mal comportamiento, no permitas que pase otra vez.
–Dígale que, si va, cuando yo sea mayor…
–No –le había interrumpido inmediatamente el empleado–. Creo que no entiendes la oportunidad que es para él. Daniil recibirá una educación privada, recibirá la mejor oportunidad de tener una vida nueva. ¿Quieres que tu gemelo tenga que ocuparse de ti, sostenerte?
«Jamás».
–Tienes que hacer lo que es mejor para él y dejar que se marche para siempre.
Eso fue lo que hizo.
En ese momento, Daniil trabajaba en Londres. Roman se dijo a sí mismo que estaba allí para comprar una casa y que, si coincidía con El pájaro de fuego, era una casualidad. Al final, había comprado una entrada para la representación de esa noche. Ya vestido con el traje oscuro, dispuesto para salir del lujoso hotel, se había sentado en el borde de la cama, había mirado el pendiente y había pensado en romper la entrada. Se había prometido a sí mismo que nunca volvería.