El príncipe y la princesa - Corazones de diamante - Lynn Raye Harris - E-Book

El príncipe y la princesa - Corazones de diamante E-Book

Lynn Raye Harris

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Beschreibung

EL PRÍNCIPE Y LA PRINCESA El príncipe Cristiano di Savaré no tenía escrúpulos a la hora de conseguir sus propósitos. Su objetivo del momento, Antonella Romanelli, formaba parte de una dinastía a la que él despreciaba... Antonella se vio turbada por el poderoso atractivo de Cristiano. Sin embargo, no se fiaba de él. Pero Cristiano tenía un plan para lograr que se sometiera a sus deseos. Si para conseguirlo tenía que acostarse con ella, su misión sería aún más placentera... CORAZONES DE DIAMANTE Francesca d'Oro solo tenía dieciocho años cuando el sexy y misterioso Marcos Navarro se casó con ella. Luego, antes de que se secara la tinta del certificado de matrimonio, la abandonó. Aunque le había regalado un anillo de compromiso, a cambio, él robó una joya mucho más valiosa: El Corazón del Diablo, un espectacular diamante amarillo que, según creía Marcos, había pertenecido antiguamente a su familia. Años más tarde, Francesca decidió recuperar la joya, pero había olvidado que el nombre del collar era perfecto para Marcos… y que hacer tratos con el diablo era extremadamente peligroso.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 475 - mayo 2024

© 2010 Lynn Raye Harris

El príncipe y la princesa

Título original: The Prince’s Royal Concubine

© 2010 Lynn Raye Harris

Corazones de diamante

Título original: The Devil’s Heart

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1062-802-1

Indice

Créditos

Créditos

El príncipe y la princesa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Corazones de diamante

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Promoción

Capítulo 1

EL PRÍNCIPE Cristiano di Savaré se abrochó el último botón de la camisa de su esmoquin y se miró al espejo mientras se estiraba el cuello. El yate se balanceaba suavemente bajo sus pies, pero ése era el único indicio de que se encontraba a bordo de una embarcación y no en la lujosa suite de un hotel. Había recorrido más de tres mil kilómetros para estar allí aquella noche y, aunque no estaba cansado, la expresión de su rostro era seria, tanto que las líneas de expresión marcaban su frente y le daban un aspecto más maduro de los treinta y un años que tenía.

Tendría que esforzarse aquella noche antes de comenzar la caza de su presa. A pesar de que la misión que lo había llevado allí aquella noche no le proporcionaba placer alguno, no podía negarse a hacerlo. Forzó una sonrisa y la estudió en el espejo. Sí, con eso valdría.

Las mujeres siempre se rendían a sus pies cuando utilizaba su encanto.

Se puso la chaqueta y se quitó una mota de polvo con un rápido movimiento de la mano. ¿Qué pensaría Julianne si lo viera en aquel momento? Cristiano daría cualquier cosa por volver a verla. Seguramente, en un instante como aquél, le enderezaría la corbata y le rogaría que no tuviera un aspecto tan serio.

Se apartó del espejo. No deseaba seguir viendo la expresión que tenía en el rostro en aquel momento al pensar en su difunta esposa. Había estado casado durante un espacio tan breve de tiempo... No obstante, de eso había pasado ya tanto que, en ocasiones, no era capaz de recordar el tono exacto del cabello de Julianne o el sonido de su risa. ¿Era eso normal?

Estaba seguro de que así era, lo que le entristecía y lo enojaba a la vez. Julianne había pagado un precio muy alto por casarse con él. Cristiano jamás se perdonaría por haber permitido que ella muriera cuando podía haberlo evitado. Debería haberlo evitado.

Habían pasado cuatro años y medio desde que le permitió que se montara en un helicóptero que tenía como destino la volátil frontera entre Monterosso y Monteverde. A pesar del mal presentimiento que tenía, la había dejado marchar.

Julianne era estudiante de Medicina y había insistido en acompañarlo en una misión de ayuda. Cuando él tuvo que cancelar su visita en el último momento, debería haberle ordenado a ella que se quedara a su lado.

Sin embargo, ella le había convencido de que la princesa heredera debería trabajar para conseguir la paz con Monteverde. Como ciudadana estadounidense, se había sentido lo suficientemente segura visitando los dos países. Había estado completamente segura de que podía ayudar a cambiar las cosas.

Y Cristiano había dejado que ella lo convenciera.

Cerró los ojos. La noticia de que una bomba procedente de Monteverde había terminado con la vida de Julianne y con la de tres cooperantes había desencadenado la clase de ira y desesperación que no había experimentado nunca hasta entonces y que no había vuelto a sentir desde aquel momento.

Todo había sido culpa suya. Julianne seguiría con vida si él se hubiera negado a dejarla ir. Habría seguido con vida si él no se hubiera casado con ella. ¿Por qué había tenido que hacerlo? Se había preguntado estas cuestiones en innumerables ocasiones desde entonces.

No había creído nunca en flechazos o en el amor a primera vista, pero se había sentido muy atraído por ella. El sentimiento le había parecido tan fuerte que el hecho de casarse con ella le había parecido la decisión más acertada.

No lo había sido. Al menos para ella.

La verdad era que lo había hecho por razones muy egoístas. Había necesitado casarse, pero se había negado a permitir que fuera su padre quien dictara con quién tenía que casarse. Por ello, había elegido una mujer valiente y hermosa a la que apenas conocía simplemente porque el sexo era estupendo y a él le gustaba mucho. Le había robado el corazón y le había prometido la luna.

Y Julianne lo había creído todo. Hubiera sido mucho mejor que no fuera así.

«¡Basta!».

Volvió a erigir las barreras mentales para no seguir pensando. No le vendría nada bien si tenía que tratar con los invitados de Raúl Vega. Aquellos días oscuros formaban parte del pasado. Había encontrado un propósito después de todo lo ocurrido y no descansaría hasta que consiguiera alcanzarlo.

Monteverde.

La princesa. Ella era la razón de su presencia allí.

–Hermosa noche, ¿verdad?

La princesa Antonella Romanelli se dio la vuelta al salir de su camarote y se encontró con un hombre apoyado contra la barandilla, observándola. El agua del mar lamía suavemente los costados del yate y el olor a jazmín impregnaba el aire.

Antonella no podía apartar la vista de la oscura forma del hombre. Su esmoquin se fundía con la oscuridad de la noche, lo que le daba el aspecto de una silueta contra las luces de la ciudad de Canta Paradiso. Entonces, él dio un paso al frente y la luz de la cubierta iluminó por fin su rostro.

Ella lo reconoció inmediatamente, a pesar de que no se conocían. El hermoso rostro, de cabello oscuro, afilados rasgos y sensuales labios, sólo podía pertenecer a un hombre sobre la faz de la Tierra. El último hombre con el que ella debía estar hablando en aquellos instantes.

Nunca.

Contuvo la respiración y trató de conseguir la contención por la que era tan famosa. Dios santo, ¿por qué se encontraba él allí? ¿Qué era lo que quería? ¿Acaso sabía lo desesperada que ella se encontraba?

«Por supuesto que no. ¡No seas tonta!».

–Veo que se le ha comido la lengua el gato.

Antonella tragó saliva y trató de recuperar la compostura. Era mucho más guapo en persona de lo que había visto en las fotos. También más peligroso. La tensión emanaba de él envolviéndola con su oscura presencia. Con su inesperada presencia. Las alarmas saltaron en el interior de su cabeza.

–En absoluto. Simplemente me ha sorprendido.

Él la miró de la cabeza a los pies, provocando un hormigueo en la piel de Antonella a su paso.

–No nos han presentado –dijo él suavemente, con una voz tan rica y sugerente como el chocolate–. Soy Cristiano di Savaré.

–Sé quién es usted –replicó Antonella.

–Sí, ya me lo imagino.

Él hizo sonar aquellas palabras como si fueran un insulto. Antonella se irguió con toda la dignidad y la altivez que pudo conseguido.

¿Cómo no iba a reconocer el nombre del Príncipe Heredero de Monterosso?

El mayor enemigo de su país. Aunque la historia entre las tres naciones hermanas de Monteverde, Montebianco y Monterosso no había sido pacífica a lo largo de los años, sólo permanecían en guerra Monteverde y Monterosso. Antonella pensó en los soldados de Monteverde destinados en la frontera aquella noche, en las vallas de alambre de espino, en las minas y en los tanques y experimentó una oleada de oscuros sentimientos.

Estaban allí por ella, por todos los habitantes de Monteverde. Mantenían al país a salvo de invasiones. Ella no podía fallar ni a sus soldados ni al resto de sus súbditos en la misión que la había llevado hasta allí. Su pequeña nación no desaparecería de la faz de la Tierra simplemente porque su padre era un tirano que había dejado en bancarrota al país y lo había conducido al borde mismo de la desaparición.

–No esperaba que fuera de otro modo, principessa –replicó él con frialdad.

Cristiano era un hombre muy arrogante. Antonella levantó la barbilla. Su hermano siempre le había dicho que no debía dejar mostrar sus emociones.

–¿Qué está haciendo aquí?

No había esperado la sonrisa de Cristiano. Unos dientes de un blanco imposible contra la oscuridad de la noche y tan amistosos como los de un león salvaje. Antonella sintió que se le ponía el vello de punta.

–Imagino que lo mismo que usted. Raúl Vega es un hombre muy rico. Podría crear muchos puestos de trabajo en el país que tuviera la suerte de conseguir que invirtiera en él.

Antonella sintió que se le helaba la sangre. Ella necesitaba a Raúl Vega y no aquel hombre arrogante y demasiado guapo que ya tenía todas las ventajas del poder y de la buena posición. Monterosso era un país muy rico. Monteverde necesitaba el acero de Vega para poder sobrevivir. Era cuestión de vida o muerte para los súbditos de Antonella. Desde que su padre había sido obligado a renunciar, su hermano mantenía el país unido a duras penas por su increíble fuerza de voluntad. Sin embargo, no podría aguantar mucho tiempo. Necesitaban el dinero de Vega para salir adelante y demostrar a otros inversores que Monteverde seguía siendo una apuesta segura.

Los créditos astronómicos que su padre había contraído debían satisfacerse muy pronto y no había dinero con los que pagar. No se podían pedir más prórrogas. Aunque Dante y el gobierno habían actuado en el mejor interés de la nación al provocar la renuncia de su padre, las naciones acreedoras habían considerado los acontecimientos con miedo y sospecha. Para ellos, las peticiones de prórroga de los créditos significarían que Monteverde estaba buscando maneras de conseguir que los préstamos se declararan nulos.

Un compromiso con Aceros Vega podría cambiar todo aquello. Si Cristiano di Savaré supiera lo cerca que estaban de desmoronarse...

No. No podía saberlo. No lo sabía nadie, al menos de momento, aunque el país no podría ocultarlo por mucho tiempo más. Muy pronto el mundo lo sabría. Monteverde dejaría de existir. Este pensamiento le insufló valor en las venas.

–Me sorprende que a Monterosso le interese Aceros Vega –dijo fríamente–. Además, el interés que yo siento por el señor Vega no tiene nada que ver con los negocios.

Cristiano sonrió.

–Ah, sí. He oído rumores. Sobre usted.

Antonella se cubrió el hermoso vestido de seda color crema que llevaba puesto con un chal de seda. Cristiano había hecho que se sintiera barata, pequeña, sucia e insignificante sin utilizar una sola palabra malsonante. No había sido necesario. Las implicaciones eran claras.

–Si ha terminado, Su Alteza –dijo ella, fríamente–, me esperan para cenar.

Él se acercó un poco más. Era alto y de anchos hombros. Antonella tuvo que armarse de valor para no dar un paso atrás. Se había pasado años acobardándose ante su padre cuando éste sufría un ataque de ira. Cuando lo arrestaron seis meses atrás, se prometió que no se volvería a acobardar nunca delante de un hombre.

Permaneció rígida, expectante. Temblando y odiándose por esa debilidad.

–Permítame que la escolte, principessa, dado que yo me dirijo en la misma dirección.

Estaba tan cerca y resultaba tan real, tan intimidatorio...

–Puedo encontrar el camino sola.

–Por supuesto –replicó él, aunque la sonrisa no le iluminó la mirada.

Bajo aquel comportamiento tan estudiado, ella sintió hostilidad. Oscuridad. Vacío.

–Pero si se niega –añadió–, yo podría pensar que usted tiene miedo de mí.

Antonella tragó saliva. Un comentario demasiado ajustado a la realidad.

–¿Por qué iba yo a tener miedo de usted?

–Pues eso digo yo –respondió él. Extendió el brazo, retándola para que aceptara.

Antonella dudó, pero se dio cuenta de que no había manera de escapar. Ella jamás saldría corriendo como una niña asustada. Que la vieran con él era una traición para Monteverde, pero estaban en el Caribe. Monteverde estaba a miles de kilómetros. Nadie lo sabría nunca.

–Muy bien.

Cuando le colocó la mano sobre el brazo, estuvo a punto de retirarla por la sensación que experimentó. Tocar a Cristiano era como tocar un relámpago. A ella le pareció que él sentía lo mismo, pero no podía estar segura.

Era su enemigo. Cuando él le colocó una mano por encima de la de ella, se sintió atrapada. El gesto era el que marcaba el protocolo para un caballero que acompaña a una dama a un acto. No era nada y, sin embargo...

El corazón de Antonella dio un salto. Había algo en él, algo oscuro y peligroso, completamente diferente a la clase de hombres que ella conocía.

–¿Lleva mucho tiempo en el Caribe? –le preguntó él mientras avanzaban por cubierta.

–Unos días, pero no he tenido mucho tiempo de visitar la zona.

–Ya me lo imagino.

Antonella se detuvo en seco al escuchar el tono de su voz.

–¿Qué se supone que significa eso?

Cristiano se volvió hacia ella y la miró de nuevo de la cabeza a los pies. Como si estuviera evaluándola. Juzgándola. Sin poderse explicar por qué, ella se encontró deseando saber de qué color eran aquellos ojos que tan intensamente la observaban. ¿Azules? ¿Grises como los suyos? No podía saberlo, pero sí que la dejaron temblando y vibrando a la vez.

–Significa, principessa, que cuando una persona se pasa demasiado tiempo boca arriba, no puede esperar poder hacer mucho turismo.

Antonella contuvo la respiración.

–¿Cómo se atreve a fingir que me conoce?

–¿Y quién no conoce a Antonella Romanelli? En los últimos seis meses, se ha hecho usted muy conocida. Se pasea por toda Europa vestida con los últimos modelos, asistiendo a las mejores fiestas y acostándose con quien le apetece en cada momento. Como Vega.

Si Cristiano le hubiera atravesado el corazón directamente con una flecha, no le habría hecho tanto daño. ¿Qué podría decir ella para defenderse?

Se dio la vuelta, pero Cristiano le agarró una muñeca para que no escapara. De repente, el corazón de Antonella comenzó a latir tan fuertemente que ella temió que fuera a desmayarse. Su padre era un hombre fuerte, un hombre de airado temperamento y de puño rápido cuando se enojaba. Ella había lucido la marca de ese puño en más ocasiones de las que quería recordar.

–Suélteme –le espetó.

–Su hermano debería controlarla mejor –dijo. Ella consiguió zafarse y se frotó la muñeca.

La ira sustituyó rápidamente al miedo.

–¿Quién se cree usted que es? Sólo porque sea el heredero del trono de Monterosso no le convierte en una persona especial para mí. Mi vida no es asunto suyo. Sé lo que piensa de mí, de mi pueblo, pero quiero que sepa también una cosa. No nos ha derrotado en más de mil años y no lo va a conseguir ahora.

–Bravo –comentó él–. Muy apasionada. Uno no puede dejar de preguntarse cómo de apasionada podría ser usted en otras circunstancias.

–Pues tendrá que seguir preguntándoselo, Su Alteza, porque le aseguro que yo sería capaz de tirarme por la borda de este yate antes de compartir mi cama con un hombre como usted...

No es que ella compartiera su cama nunca con ningún hombre, pero él no tenía por qué saberlo. Jamás había encontrado un hombre en el que confiara lo suficiente como para entregarse a él, pero lo único que hacía falta eran unas cuantas fiestas, unos rumores y unas fotos para convertir una verdad en una mentira. La mayoría de los hombres creían que era una mujer sofisticada y mundana y con el único con el que había salido tras librarse de la mano de hierro de su padre se había dedicado a contar la mentira de que se había acostado con ella. Otros habían seguido haciendo lo mismo hasta el punto de que resultaba imposible separar la verdad de los rumores.

Dios, los hombres la ponían enferma y el que tenía delante en aquel momento no era diferente. No podían ver más allá de la superficie, razón por la cual ella se cuidaba y se acicalaba para adoptar el cuidadoso exterior de una mundana princesa. Su belleza era la única faceta de su personalidad que se le había permitido cultivar dado que nunca se le había permitido tener ninguna profesión. También era su escudo. Cuando centraba su atención en su apariencia física, no necesitaba compartir sus secretos ni sus temores con nadie. Podía ocultarse bajo su exterior, segura de saber que nadie podía hacerle daño de esa manera.

El sonido de la risotada de Cristiano la devolvió al presente. Se dio cuenta demasiado tarde de que acababa de hacer lo impensable. Había desafiado a un hombre con una legendaria reputación de acostarse con todas las mujeres que quería. Un hombre del que las mujeres se quedaban prendadas.

Antonella conocía bien los rumores sobre el Príncipe Heredero de Monterosso. Había estado casado en una ocasión, pero su esposa había fallecido. Dado que ninguna mujer era capaz de llamar su atención durante más de unas pocas semanas o un par de meses como mucho, era un seductor y un rompecorazones reconocido. Un lobo con piel de cordero, tal y como lo habría definido su amiga Lilly, la Princesa Heredera de Montebianco.

–Tal vez no haga falta algo como eso –dijo él, acercándose a ella. Antonella dio un paso atrás y entró en contacto con la pared del yate. Cristiano puso una mano a ambos lados de la cabeza de ella, atrapándosela. Entonces, se inclinó hacia ella un poco más, sin tocarla–. Tal vez podríamos poner a prueba esa determinación suya con un beso.

–No puede hablar en serio –replicó ella.

–¿Por qué no?

–¡Usted es el príncipe de Monterosso!

Él volvió a echarse a reír, pero sin alegría. Esto la confundió aún más o tal vez fue simplemente la abrumadora cercanía lo que asombraba por completo sus sentidos.

–Así es, pero usted es una mujer y yo un hombre. La noche es cálida, perfecta para la pasión...

Durante un instante, Antonella se quedó paralizada. Él la besaría en cualquier instante. Entonces, su alma estaría en peligro porque había algo sobre él que le aceleraba el pulso. Los pezones se le irguieron y sintió un ligero hormigueo en la piel. Los lugares más íntimos de su cuerpo parecían suavizarse, deshacerse...

En el último instante, cuando los labios de él estaban a un milímetro de los de ella, cuando el cálido aliento de Cristiano se mezcló con el de ella, Antonella encontró la fuerza suficiente y se zafó del brazo que la aprisionaba agachándose por debajo.

–Muy bien, Antonella, pero veo que tiene usted bastante práctica en este juego, ¿verdad?

Antonella se puso rígida. ¿Por qué sonaba su nombre tan exótico cuando él lo pronunciaba?

–Es usted despreciable. Quiere apoderarse de lo que no es suyo y recurre a la fuerza para conseguirlo. Exactamente lo que yo esperaría de cualquier monterossano.

Si Antonella quería enojarle con estas palabras, se sintió desilusionada. Él simplemente sonrió gélidamente. Tanta frialdad hizo que ella se echara a temblar.

–Excusas, excusas, principessa. Eso es lo que se les da bien a los de su país, ¿verdad? Como no son tan ricos ni tan prósperos como nosotros, nos culpan de sus males. Y toman vidas inocentes para justificar su hostilidad.

–No pienso escuchar nada de esto –replicó ella. Se dio la vuelta para marcharse.

–Eso es, vaya corriendo a buscar a su magnate del acero. Ya veremos lo que valora más, si su amante o su cuenta bancaria.

Antonella se dio la vuelta. La amenaza había resultado más que clara en la voz de Cristiano.

–¿Qué quiere decir con eso?

–Significa, bellísima principessa, que yo también tengo una proposición para Vega. Estoy dispuesto a apostarme lo que sea a que mi dinero derrota a... sus evidentes encantos.

–¿Cómo se atreve a...?

–Creo que ya ha utilizado esa expresión. ¡Qué aburrido!

Antonella se echó a temblar de furia. Aquel hombre era imposible e insoportable... y desgraciadamente también ejercía un increíble efecto en sus sentidos. Seguramente era la ira la que la hacía sonrojarse, la que le provocaba un hormigueo insoportable en la piel. Cristiano estaba amenazando todos sus esfuerzos y arrebatarle a Vega antes de que ella consiguiera atraparlo. Tenía que conseguir esas inversiones para Monteverde. Tenía que hacerlo.

Para alcanzar sus propósitos, tenía que centrarse. Tenía que tranquilizarse. Necesitaba comportarse como la princesa que era, a pesar de cómo le hiciera sentirse aquel hombre, tenía que jugar bien sus cartas.

Poco a poco, sintió que la seguridad y la tranquilidad se apoderaban de ella. Decidió que no dejaría que él la intimidara.

–Tal vez hemos empezado con mal pie –ronroneó. Necesitaba confundirlo. Para conseguirlo, representaría el papel que él le había dado. Le haría creer que existía la posibilidad de tener sexo con ella. Lo haría para distraerlo mientras hacía todo lo posible para hacerse con Aceros Vega antes de que él pudiera arrebatarle aquella victoria.

A pesar de su inexperiencia, no le resultó difícil representar su papel. En momentos como aquél, era capaz de cualquier cosa. Era el único modo de poder fingir ser otra persona. Había conseguido esta habilidad a lo largo de los años vividos junto a un padre que la maltrataba.

Cristiano se mantuvo firme mientras ella levantaba las manos hacia él para acariciar la recién afeitada mejilla, la boca y su barbilla.

Resultaba imposible leer sus ojos. Entonces, algo pareció prenderse en sus profundidades, algo que la asustó y la animó al mismo tiempo. Tal vez estaba yendo demasiado lejos, estaba cometiendo un error...

–Estás jugando con fuego, principessa...

Antonella se esforzó por ignorar las alarmas que empezaron a sonar en su cabeza cuando ella le deslizó la mano por la nuca, hundiéndole los dedos en el cabello y acercándose al mismo tiempo... ¿De verdad sería capaz de hacer algo así?

Sería capaz y lo haría. Ya vería él lo de qué pasta estaba hecha una monteverdiana. Él no la intimidaría. No ganaría.

Lentamente, ella le bajó la cabeza. Muy lentamente. Él no intentó apartarla, simplemente obedeció lo que ella le indicaba. Antonella no se engañó haciéndose creer que ella tenía el control. Cristiano estaba interesado, igual que un gato está interesado por un ratón. Sin embargo, por el momento, él dejaba que ella lo guiara. Era lo único que Antonella necesitaba.

Cuando él estaba a sólo unos centímetros de distancia, Antonella volvió a acariciarle la mandíbula. Sobre la hermosa boca porque no pudo evitarlo. No podía hacerlo demasiado fácil por supuesto, porque si no él vería sus intenciones. Tenía que intentarlo para así ganar tiempo y conseguir que Raúl se comprometiera con Monteverde.

–Saber eso –susurró, con voz sugerente–. Saber que has estado tan cerca del paraíso... –añadió. Se puso de puntillas, acercando los labios a los de él– tan cerca, Cristiano... –repitió utilizando el nombre de él por primera vez– y que no has podido ir más allá.

Entonces, dio un paso atrás con la intención de dejarlo allí, de pie, preguntándose qué era lo que acababa de pasar.

Un segundo más tarde, Cristiano la agarró por la cintura con las dos manos y la acercó con fuerza a su cuerpo. Sin que ella pudiera reaccionar, aplastó su boca contra la de ella con devastadora precisión. El beso fue magistral, dominante, muy diferente a los que ella había experimentado antes. Antonella echó la cabeza hacia atrás mientras él le sujetaba el rostro con dos anchas manos. La besó con fuerza, obligándola a responder. Cuando ella abrió los labios, tal vez queriendo protestar o tal vez para morderle, Cristiano deslizó la lengua en su interior y la enredó con la de ella.

El ardor de la pasión se apoderó de ella como si fuera cera líquida y la convirtió en un ser lánguido, maleable, cuando debería haber sido todo lo contrario. No era la primera vez que la besaban, pero sí era la primera vez que se había sentido a punto de perderse en un beso.

Quería disolverse en él, quería ver adónde la llevaría aquel sentimiento de ardor y deseo si ella lo permitía. Era algo maravilloso, extraordinario...

La realidad se apoderó de ella cuando sintió las manos de Cristiano deslizándosele por la espalda, por las caderas, acercándola a su cuerpo, a su duro y tenso cuerpo...

«Oh, Dios mío, ¿es eso...?».

No. No podía hacerlo. Él era el enemigo, por el amor de Dios. Luchó contra la naturaleza, contra él, contra ella misma para poder volver a recuperar el control. Sin saber qué hacer, le mordió la lengua para conseguir que él se retirara.

Cristiano lanzó una maldición y luego se echó a reír.

–Necesitas una buena azotaina, cara. Me encargaré de remediarlo cuando estemos los dos desnudos juntos.

Antonella consiguió zafarse de él. El corazón le latía a toda velocidad y la sangre le hervía en las venas. No había nada que deseara más que escapar de allí, pero tenía que mantenerse firme. Se colocó el chal en su sitio.

–Si es así como seduces a las damas, me extraña que tengas éxito.

–Cuando quiero algo, lo consigo. Siempre.

–No puedo decir que haya sido un placer conocerte, pero, si me perdonas, mi amante me está esperando. Ciao.

–Por el momento, principessa –replicó él–, pero me da la sensación de que tendrás un amante nuevo muy pronto.

Antonella había cometido el error de pensar que podía controlarlo. Un enorme error. Deseaba desesperadamente borrarle aquella sonrisa del rostro. Le dedicó su mejor sonrisa de princesa de hielo.

–Sí, bueno, pero ese hombre no serás tú.

–Nunca realices promesas que no podrás cumplir. Es la primera lección que uno debe aprender si quiere gobernar un país.

–Esto no es una negociación entre naciones.

–¿No?

Cuando a Antonella no se le ocurrió réplica alguna, se dio la vuelta y se dirigió rápidamente hacia el salón. Raúl estaba al otro lado de la sala hablando con un hombre. Levantó la mirada y, al verla, sonrió. Antonella le devolvió la sonrisa. Vega era un hombre guapo, alto y bastante atractivo. Sin embargo, no le hacía hervir la sangre, al menos no de la misma manera en la que Cristiano lo conseguía. Apartó sus pensamientos y se dirigió hacia Raúl. Al llegar a su lado, permitió que él la besara en ambas mejillas a modo de saludo.

–Por fin, Antonella. Estaba a punto de enviar a alguien a buscarte.

Antonella se echó a reír.

–Yo siempre debo hacerme esperar, cariño –replicó ella, riendo.

Raúl tomó una copa de champán de la bandeja que portaba un camarero y se la entregó. Ella le dio las gracias y se la llevó a los labios. En aquel instante, Cristiano di Savaré entró en la sala. Antonella sintió que el pulso se le aceleraba y se atragantó con el champán. No obstante, consiguió que nadie se percatara. Ni siquiera Raúl.

–Perdona un momento, querida –murmuró mientras se dirigía a Cristiano.

Antonella sintió que el pánico se apoderaba de ella. Tenía que mantenerlos separados. Tenía que convencer a Raúl para que invirtiera en Monteverde aquella misma noche. No había tiempo que perder. No iba a permitir que aquel ser arrogante y grosero trastocara sus planes.

Cuando volvió a recuperar la compostura, se dirigió hacia los dos hombres. Desgraciadamente, alguien le golpeó en el codo. Afortunadamente, Antonella pudo evitar que el contacto le hiciera verter el contenido de su copa.

–Por favor, le ruego que me perdone, Su Alteza –exclamó una mujer de cierta edad–. ¡Qué torpeza por mi parte!

–No, no importa –replicó Antonella–. No he derramado ni una gota.

Sin embargo, la mujer no pareció muy convencida e insistió en inspeccionarla el vestido. Antonella tardó varios minutos en desembarazarse de la insistente dama. Cuando lo consiguió, se apartó de ella y fue a buscar a Raúl.

No tardó mucho tiempo en darse cuenta de la aterradora verdad. Raúl se había marchado de la sala. Lo mismo que el Príncipe Heredero de Monterosso.

Capítulo 2

ELLA REPRESENTABA todo lo que Cristiano despreciaba.

Él estaba sentado a la pulida mesa de caoba, justamente enfrente de Antonella Romanelli, observando cómo ella centraba toda su atención en Raúl Vega. Éste gozaba con su presencia como si estuviera mostrando su posesión más preciada.

¿Y por qué no?

Ella llevaba puesto un vestido de seda color marfil que se le ceñía al cuerpo como si fuera un guante y que destacaba sus senos a la perfección. Con su hermosa melena castaña, su generoso escote y su elegancia, la princesa Antonella era la clase de mujer que iluminaba una estancia con sólo entrar en ella. Cristiano había visto fotos suyas, pero nada lo había preparado para el impacto real de la belleza física de la princesa. En una palabra, era impresionante.

«Dio».

Tenía que recordar que sin los Romanelli, la paz entre Monterosso y Monteverde se hubiera producido hacía ya muchos años. Muchas personas habrían conservado la vida en vez de morir sin ningún sentido.

Paolo Romanelli había sido un déspota egocéntrico. Dante, su hijo, no era mucho mejor. Después de todo, había depuesto a su propio padre. ¿Qué clase de hijo era capaz de hacer algo así? ¿Qué clase de hija iba por el mundo tomando y descartando amantes, con una aparente indiferencia a los excesos de su familia?

Había contado con que esa indiferencia lo ayudara a conseguir lo que quería. Antonella era una mujer de gustos caros y una reducida cuenta bancaria. Él tenía dinero suficiente para proporcionarle cuantos trajes de diseño y tratamientos de belleza deseara, pero había estado a punto de estropearlo todo con su visceral reacción sobre la cubierta del yate. Necesitaba que ella fuera maleable, no que sólo sintiera indignación.

Apretó el tallo de la copa de cristal que tenía entre los dedos. Tenía la oportunidad de terminar con todo. De conseguir el sometimiento de Monteverde de una vez por todas. Cuando se hiciera con el control de su gobierno y depusiera a los Romanelli, los niños de ambas naciones crecerían libres y felices en vez de vivir con miedo a las bombas y a las balas. En aquellos momentos, había un alto al fuego, pero era demasiado frágil. Una bomba al azar lanzada por un grupo extremista terminaría con aquella inestable paz. Cristiano tenía la intención de conseguir que fuera permanente, a pesar de los costes personales. Sin importarle a quien tuviera que destruir para conseguirlo.

Antonella se echó a reír. ¿Y qué si era hermosa? ¿Y qué si tenía una cierta vulnerabilidad que lo intrigaba? No le cabía ninguna duda de que todo era fingido. Había conocido a mujeres como ella con anterioridad. Mimadas y superficiales. Nada más que hermosas fachadas con almas vacías.

Raúl se inclinó hacia ella. En el último segundo, ella giró hábilmente la cabeza para que el beso de él cayera sobre su mejilla. Interesante.

Cristiano tomó un sorbo de vino. Antonella creía que tenía a Raúl rendido a sus pies, pero estaba muy equivocada. Cristiano se había tomado muchas molestias en hacerle a Raúl una oferta irrechazable. Aunque Vega aún tenía que comprometerse, no rechazaría la generosa oferta de Monterosso. Era un hombre de negocios demasiado bueno como para permitir que una mujer, por muy seductora que fuera, lo desviara de lo que más interesaba a su empresa.

Por primera vez desde que se sentaron a la mesa, Antonella miró a Cristiano. Él sintió una sacudida de la cabeza a los pies y este hecho lo irritó profundamente, pero se negó a apartar la mirada. Un suave rubor cubrió las mejillas de ella. Jamás hubiera pensado que ella pudiera sentirse avergonzada, pero tal vez el hecho de estar sentada en compañía de su amante mientras miraba a otro hombre era demasiado incluso para una mujer como ella.

Raúl colocó la mano sobre la de Antonella y ella se sobresaltó. Entonces, giró la cabeza para mirarlo y se ruborizó aún más. Cristiano sintió la agradable miel del triunfo. No había duda de que ella lo deseaba, a pesar de lo que hubiera dicho en la cubierta. Era un comienzo en la dirección acertada.

Ella tenía un aspecto muy culpable. Raúl la miró con preocupación.

–¿Te encuentras bien, querida mía? –le preguntó el empresario–. Pareces preocupada.

–No, no. Estoy bien. Simplemente tengo un poco de calor. ¿No les parece que los trópicos son demasiado calurosos? –les preguntó a los invitados.

Varias personas expresaron su opinión y se inició una conversación sobre las diversas temperaturas. Comentarios sin importancia que sólo consiguieron irritar aún más los nervios de Cristiano.

Cuando la cena terminó por fin, los invitados se dirigieron a cubierta para contemplar los fuegos artificiales sobre Canta Paradiso. Antonella se aferró a Raúl como si temiera dejarlo escapar.

«Demasiado tarde, bella mia», pensó Cristiano.

De repente, Raúl, acompañado de Antonella, se dirigió al lugar donde estaba Cristiano.

–¿Te estás divirtiendo en este encantador paraíso?

–Sí. El paisaje es extraordinario.

–Aún no me puedo creer que hayan pasado cinco años desde que nos vimos por última vez –comentó Raúl.

Antonella parpadeó asombrada.

–¿Conocías ya al príncipe?

–Estudiamos juntos en Harvard –replicó Raúl, con una amplia sonrisa, mientras daba a Cristiano una palmada en la espalda.

–En realidad, sólo han pasado cuatro años desde que nos vimos por última vez, Raúl.

–Ah, sí. Tienes razón.

–No debemos permitir que vuelva a pasar tanto tiempo, ¿de acuerdo? –dijo Cristiano.

–Por supuesto que no, amigo mío –prometió Raúl con solemnidad.

Antonella se mordió el labio inferior y frunció el ceño. Aquel gesto provocó una cálida reacción en la entrepierna de Cristiano. Todos sus sentidos se habían puesto en estado de alerta cuando notó el dulce aroma de su cuerpo. Cuando la besó, quiso ahogarse en aquella fragancia, respirarla todo el tiempo que le fuera posible.

Este pensamiento le intrigaba y le enfurecía a la vez. ¿Cómo era posible que tuviera una reacción tan fuerte hacia aquella mujer en particular? No había acudido a aquel barco con ninguna intención real de seducirla. Sólo había ido con la intención de realizar sus negocios. Sin embargo, su cuerpo estaba empezando a pensar en la seducción.

Había llegado el momento de cerrar aquel trato y seguir con su vida antes de que se distrajera aún más.

–Raúl, si tienes ahora un poco de tiempo libre, me gustaría concluir nuestra conversación. Me temo que debo regresar a Monterosso mañana por la mañana.

–Sí, por supuesto –asintió Raúl–. Con permiso, querida mía –añadió, dirigiéndose a Antonella.

–Yo también debo hablar contigo –dijo ella con voz bastante preocupada–. Y preferiría hacerlo ahora.

Raúl pareció sorprendido y tal vez un poco enojado. Cristiano se alegró por ello. Ella se lo estaba poniendo demasiado fácil. A ningún hombre le gusta que su amante le haga peticiones delante de testigos. Una mujer más astuta se habría dirigido a él más tarde, cuando hubieran estado juntos en la cama.

–Adelante, Raúl –dijo Cristiano–. Estaré aquí cuando hayas terminado.

Se podía permitir el lujo de ser generoso. Antonella acababa de perder la partida.

Antonella tenía ganas de gritar. Había pasado más de una hora desde que Raúl y Cristiano habían desaparecido para hablar. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Y si Raúl decidía instalar su negocio en Monterosso?

Ella había hecho todo lo posible por convencerlo, pero no tenía buenas sensaciones. ¿Qué podía hacer Monteverde para Aceros Vega? Tenían grandes depósitos de mena, que era un ingrediente necesario para el acero, pero tenían poco más que ofrecer.

A excepción de un título real. Sí. Antonella había puesto también eso sobre la mesa cuando había sentido las pocas inclinaciones de Raúl a comprometerse con su país. ¿Por qué no? Desde su nacimiento, Antonella había estado preparada para casarse por el bien de su país. Su padre ya no era rey, pero esto no significaba que ella ya no le debiera nada a su pueblo. Los momentos de desesperación requieren medidas desesperadas. Si tenía que elegir entre casarse con un hombre al que no amaba o la anexión de su país, se decidiría por el matrimonio.

Raúl no había tardado en aceptar su oferta, pero, ¿significaba esto que lo había convencido? A pesar de su humilde nacimiento y del hecho que había pasado de ser pobre a acumular una ingente riqueza, Antonella tenía la sensación de que había fracasado estrepitosamente. Si era así, sería otra humillación que añadir a su larga lista. Su primer prometido se había despeñado en su coche por un acantilado y el segundo se había casado con otra poco después de prometerle a su padre que se casaría con ella.

Parecía que no tenía suerte en el amor. En realidad, jamás había estado enamorada, pero le gustaría tener la oportunidad de comprobarlo. Como Lily, la mujer con la que se había casado el que había estado a punto de ser su segundo prometido. ¿Qué se sentiría cuando un hombre la mirara como Nico Cavelli miraba a Lily? ¿Que un hombre lo sacrificara todo sólo por estar con una mujer?

Ella jamás lo sabría. Parecía que la vida no le reservaba el hecho de encontrar el amor. Dante le había dicho que no era necesario que se casara por Monteverde dado que su padre ya no era rey, pero ella había insistido en que era su deber. Si beneficiaba a su país, lo haría. No le importaba lo desesperada y triste que esto le hiciera parecer.

No todos los hombres eran como su padre. No todos los hombres se ponían violentos cuando se enfadaban.

Antonella sacudió la cabeza. Aún no podía estar del todo segura de que hubiera fracasado. Aún cabía la posibilidad de que su título y su mena sirvieran para superar lo que Cristiano di Savaré tuviera que ofrecer.

Se echó el chal por los hombros y comenzó a pasear por la cubierta. La mayoría de los invitados de Raúl habían vuelto a sus yates, a excepción de los que tenían camarotes a bordo. En el puerto, los yates y los barcos de pesca habían anclado para pasar la noche, aunque las risas y la música aún resonaban por la bahía.

–Tal vez deberías tomar menos espressos a última hora de la noche, cara.

Antonella se dio la vuelta y se encontró a Cristiano en la cubierta. El corazón empezó a palpitarle con fuerza, pero no de miedo. ¿Por qué la desconcertaba él de tal manera?

–¿De qué estás hablando?

–De los paseos por cubierta. Creo que menos cafeína te ayudaría un poco.

–He tomado sólo un espresso, grazie. Tu preocupación resulta enternecedora.

Él se acercó y se apoyó contra la barandilla, sin dejar de observarla.

–Te mueres por saber de lo que hemos hablado, ¿verdad?

Antonella se encogió de hombros.

–Te equivocas si piensas que es así. No he venido aquí por negocios.

–Eso es lo que dices, pero, ¿cómo se le llama ahora si ya no es el negocio más antiguo del mundo?

–¿Es así como se le llama cuando tú vas acostándote por ahí, Cristiano? –le espetó ella, fríamente. El corazón le latía con fuerza, lleno de dolor e ira, por la necesidad de negar que se hubiera acostado con ningún hombre. Por supuesto, él nunca la creería. Además, no se merecía la explicación.

–Vaya, veo que es un punto sensible para ti, cara.

–En absoluto. Simplemente no me gustas tú ni tu hipocresía.

–Me siento herido –comentó él con una sonrisa.

–¿Dónde está Raúl? –preguntó ella para cambiar de conversación.

–No soy tu secretaria, principessa. Si quieres saber dónde está, ve a buscarlo. Además, ¿qué te hace pensar que soy un hipócrita? Me gusta el hecho de que hayas tenido amante. Significa que conoces cómo moverte por el cuerpo de un hombre. Significa que no tendremos que perder el tiempo cuando estemos desnudos.

–No pienso acostarme contigo, Cristiano.

–No estés tan segura –replicó él.

–Me conozco muy bien y sé perfectamente lo que no quiero. No deseo estar contigo.

Cristiano le tomó la mano y entrelazó los dedos con los de ella para llevárselos a la boca. Antonella trató de apartarla, pero él se la agarró con fuerza.

–¿Conoces tú tu cuerpo, Antonella? En ocasiones, nuestra mente y nuestro cuerpo están en guerra. ¿Lo sabías?

Antes de que ella pudiera responder, él le tocó el centro de la palma de la mano con la punta de la lengua. Antonella contuvo el aliento al sentir cómo las sensaciones se le extendían por todo el cuerpo. ¿Por qué? ¿Cómo era posible que los hombres llevaran intentando metérsela en la cama desde que tenía memoria y que nunca hubiera sentido nada remotamente tan excitante por ninguno de ellos como lo que sentía cuando Cristiano la tocaba?

Era una pena que él fuera el hombre equivocado. Tenía que apartar la mano, poner distancia entre ellos y no volver a estar nunca a solas con él.

Sin embargo, no podía hacerlo. Estaba atrapada, casi tanto como si él la hubiera atado a él.

–Basta ya...

–¿Estás segura? Me parece que tu cuerpo dice todo lo contrario.

–No lo sabes.

–Claro que lo sé. Te has sonrojado...

–Es que hace calor.

Cristiano se echó a reír, le besó los dedos y se colocó la mano de ella sobre el hombre antes de tirar de ella hacia su cuerpo. Sus largos dedos le cubrieron la cadera.

–Y más que va a hacer. ¿Por qué negar esta atracción, eh? Creo que estaríamos bien juntos.

–Yo...

Una sombra pareció pasar por encima de ellos. Entonces, una voz dijo:

–Perdón.

Antonella se apartó de Cristiano justo a tiempo para ver cómo Raúl se daba la vuelta y volvía a entrar en la embarcación. ¡Dios! Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se negó a dejar que cayeran. Habría tenido que ir detrás de él, habría tenido que tratar de reparar el daño. Acababa de decirle que se casaría con él, por el amor de Dios. ¿Qué pensaría Raúl de ella?

Podía reparar el daño. Claro que podía. Tenía que hacerlo. Por el futuro de Monteverde, pero no antes de darse la vuelta y decirle lo que pensaba al hombre que tantos problemas le estaba causando.

–¡Lo has hecho a propósito! –exclamó.

–¿Qué te hace pensar eso, principessa? –replicó él fríamente, con una expresión arrogante y malvada al mismo tiempo.

La impotencia hizo que Antonella apretara los puños. Había sido una estúpida. Cristiano era su enemigo. Aunque ella se hubiera olvidado de aquel detalle, él no había dejado de tenerlo presente.

–Porque eres un egoísta, por eso. No te importa a quién hagas daño ni lo que tengas que destruir para conseguir lo que deseas.

Cristiano esbozó una media sonrisa, que jamás se hubiera podido llamar como tal.

–Parece que somos almas gemelas.

–No. A mí me importan los sentimientos de la gente. Ahora mismo voy a disculparme con Raúl.

–No hay necesidad.

–Claro que la hay.

–Me temo que no, Antonella. Tú formabas parte del trato.

–¿Qué trato? –preguntó ella. De repente, sintió como si el corazón fuera a detenérsele en el pecho. ¿Cómo podían haber hecho los dos un trato que la incluyera a ella? Antonella se había ofrecido en matrimonio, pero había sido su elección. Ninguno de aquellos dos hombres era su dueño. Ninguno podía tomar decisiones en su nombre.