El rancho de La U Alada - B. M. Bower - E-Book

El rancho de La U Alada E-Book

B.m. Bower

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Beschreibung

Una divertidísima comedia romántica ambientada en el Salvaje Oeste a principios del siglo XX, y que desmitifica muchos de los tópicos de la vida en un rancho ganadero. En el rancho de La U Alada, James G. Whitmore, el Viejo, y sus muchachos viven plácidamente entre bromas y ganado. Sin embargo, la visita inesperada de Della, la hermana del patrón, va a revolucionar el día a día de estos entrañables vaqueros, en especial de uno de ellos… Comienza así la accidentada y romántica historia de amor entre Chip, un vaquero aparentemente duro y reservado con increíbles dotes para la pintura, y Della, una joven doctora de armas tomar no muy encantada a priori de pasar unos meses entre caballos y reses.

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EL RANCHO DE LA U ALADA

SENSIBLES A LAS LETRAS, 10

Título original: Chip of the Flying U, 1906

Primera edición en Hoja de Lata: octubre de 2014

© de la traducción: Raquel Duato García, 2014

© de la imagen de cubierta: David Pollack/CORBIS

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2014

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212, Xixón, Asturies

[email protected]

www.hojadelata.net

Edición y composición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Composición de cubiertas: Pixelbox Estudio Gráfico S. L. U.

Corrección de pruebas: Tania Galán Álvarez

ISBN: 978-84-18918-26-1

Producción del ePub: booqlab

Editado bajo licencia Creative Commons 3.0

El colectivo editorial permite la reproducción parcial o total de esta obra siempre y cuando sea para un uso personal y no con fines comerciales.

ÍNDICE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

CAPÍTULO 1

LA HERMANA DEL VIEJO

El correo semanal acababa de llegar a La U Alada. Shorty, que había ido a caballo hasta Dry Lake esa tarde, le lanzó el paquete al Viejo y estaba ya a medio camino del establo cuando oyó que lo llamaban de un modo imperioso.

—¡Shorty! ¡Eh, Shorty! ¡Oye!

Shorty hincó las espuelas al caballo, que avanzaba al galope, para que diera media vuelta y lo hizo detenerse ante el porche con un brusco tirón.

—¿Dónde estaba esta carta? —preguntó el Viejo un poco alterado. james G. Whitmore, ganadero, se habría sorprendido mucho si hubiera sabido que sus vaqueros tenían la costumbre de llamarle «el Viejo» a sus espaldas. james G. Whitmore no se consideraba viejo, aunque, tras varias horas sobre un caballo, se veía obligado a reconocer que el reumatismo lo había cazado debido a sus catorce años viviendo sin comodidades, según decía él. Además, tenía una zona en la coronilla donde el pelo escaseaba cada día más, aunque él no fuera consciente de ello. Dicha zona quedó a la vista en ese momento, cuando se detuvo en el camino agitando un sobre cuadrado ante Shorty, que lo contemplaba con suma indiferencia.

Su caballo, sin embargo, no reaccionó igual. Puso los ojos en blanco, resopló y retrocedió huyendo de ese objeto blanco que se movía.

—Maldita sea, ¿dónde estaba? —repitió james G. en un tono acusador.

—¿Y yo qué demonios sé? —replicó Shorty mientras obligaba al caballo a acercarse—. En la oficina, seguramente. Me la dieron hoy con el resto del correo.

—Es de hace dos semanas —bramó el Viejo—. Siempre pasa lo mismo. Si una carta informa de que alguien viene o tienes que darte prisa para ir a algún sitio a reunirte con alguien, esa carta justamente es la que hace el mono y llega cuando ya es demasiado tarde. Una carta en la que se te pregunta si quieres hacerte rico en diez días vendiendo libros, o algo así, llegará hasta aquí en un abrir y cerrar de ojos. ¡Diantre!

—¿Ha recibido una orden urgente de ir a algún sitio? —preguntó Shorty, ligeramente comprensivo.

—Peor que eso —gruñó james G.—. Mi hermana viene a pasar el verano… mañana. No tenemos a nadie que cocine, aparte de Patsy, y ella no puede comer en la sala común… Además, ¡la casa parece una cacharrería!

—Parece que está metido en un buen lío. —Shorty sonrió. Era una especie de capataz y se le permitía cierta libertad de expresión.

—Alguien tiene que ir a recogerla. Dile a Chip que vaya a por las yeguas bayas para poder ir a la estación. Y envíame a algunos de los chicos para que me ayuden a limpiar un poco. Dell no está acostumbrada a vivir sin comodidades; acaba de salir de una escuela de medicina. En su última carta, la anterior a esta, me dijo que ya había conseguido el título. Encontrará microbios a millones en esta vieja choza. Dile a Patsy que llegaré tarde para la cena y también que se prepare y que cocine algo que les guste a las damas… pastel y cosas así. Patsy sabrá a qué me refiero. Daría un dólar por pillar a ese canalla del correo…

Pero Shorty, una vez hubo escuchado todo lo que era importante saber, salió al galope de nuevo por la larga pendiente hasta el establo. Era la hora de la cena y estaba hambriento. Además, tenía noticias que contar y sentía curiosidad por ver cómo se lo tomarían los chicos. Estaba desatando al caballo cuando llamaron a cenar. Subió apresuradamente la colina hacia el comedor, se lavó rápidamente en la palangana de metal que descansaba sobre el banco junto a la puerta, se secó la cara con la toalla de rodillo y ocupó su sitio habitual en la larga mesa.

—¿Alguna carta para mí? —jack Bates alzó la mirada tras vaciar la tercera cucharada de azúcar en su café.

—No. Esta vez no te ha escrito, jack. —Shorty alargó el brazo hacia el «estofado Mulligan».

—¿Cómo va el baile? —preguntó Cal Emmett.

—Supongo que sigue adelante. Van a contratar a esos músicos negros. El hotel se está preparando para acoger a mucha gente, si el tiempo aguanta así. Chip, el Viejo quiere que vayas a por las yeguas bayas después de cenar; las necesitarás para ir hasta el tren mañana.

—¿Qué tren? —preguntó Chip al tiempo que alzaba la cabeza—. ¿Viene Dunk?

—El tren de mediodía. No, no dijo nada de Dunk. Quiere que unos cuantos de vosotros subáis y limpiéis la Casa Blanca y la dejéis arreglada para recibir una visita. Tiene que quedar hecho esta noche. Y Patsy, el Viejo dice que te des prisa y cocines algo que pueda comerse; algo que no esté plagado de microbios.

Dicho eso, Shorty se dedicó a enfriar su café mientras disfrutaba de la variedad de emociones que se reflejaban en los rostros de los muchachos.

—¿Quién viene?

—¿Qué pasa?

Shorty dio dos sorbos despacio, sin prisa, antes de responder.

—La hermana del Viejo viene a pasar todo el verano y quizá se quede un poco más. Me ha dicho que llegará mañana.

—¡Caray! ¿Es guapa? —Esto lo dijo Cal Emmett.

—Espero que no tenga más de cincuenta. —Este fue jack Bates.

—Espero que no sea una de esas maestras cuatro ojos —añadió jack el Feliciano, llamado así para diferenciarlo de jack Bates, además de por su triste semblante.

—¿Por qué no puede ir otro a recogerla? —protestó Chip—. A Cal le encantaría y seguro que no hay problema en que lo haga él.

—Cal es demasiado peligroso. Seguro que tendría a la chica locamente enamorada antes de que alcanzaran la cima de la primera cresta con esos ojos azules y esa bonita sonrisa suya. Te toca a ti, Splinter, así lo ha decidido el Viejo.

—Estará totalmente a salvo con Chip. Él no coqueteará con ella —replicó Cal.

—Me pregunto cuántos años tendrá —insistió jack Bates mientras vaciaba la mitad de la jarra de sirope en su plato. Patsy había preparado bollitos dulces para cenar y jack sentía una gran debilidad por los bollitos y por el sirope de arce.

—En cuanto a su edad —comentó Shorty—, seguro que no es ninguna pipiola, viendo que es la hermana del Viejo.

—¿Es maestra? —La aversión de jack el Feliciano por las maestras se remontaba a los tiempos de su tempestuosa introducción al abecedario, con el correspondiente acompañamiento diario de una larga y fina regla.

—No, no es maestra. Es muchísimo peor. Es médico.

—¡Oh, venga ya! —Cal Emmett no podía creérselo.

—Sí. El Viejo dijo que acababa de hacer un curso de medicina. ¿Cómo llamaríais a eso?

—Para la tisis, quizá… o para curar las lombrices. —Weary sonrió débilmente desde el otro lado de la mesa.

—Pero le dieron un diploma. ¿Qué tenéis que decir a eso ahora?

—Sí, eso seguro que significa que es una doctora —gruñó Cal.

—Caray, que no intente hacerme tragar ninguna medicina —gritó un hombre bajo y gordo que se tomaba la vida muy en serio, un hombre al que llamaban, con fina ironía, Slim.1

—Caramba, me gustaría darle un cálido recibimiento —comentó jack Bates, que tenía fama de bribón—. Conozco bien a los del Este. Creen que los vaqueros tienen cuernos. Sí, eso creen. Piensan que somos diablillos que comemos con nuestros revólveres de seis tiros junto a nuestros platos y cosas por el estilo. Me agotan. Me gustaría… ojalá supiéramos qué clase de mujer es.

—Eso puedo decírtelo yo —comentó Chip con cinismo—. Solo hay dos tipos a elegir. Están las dulces criaturas que se desmayan al ver un revólver y chillan y se agarran a tu brazo si ven a una inofensiva serpiente de jarretera, las mismas que se ruborizan si, por un casual, las miras a los ojos de repente y lloran si no te quitas el sombrero cada vez que las ves a una milla de distancia. —Chip alzó la taza para que Patsy se la rellenara.

—Sí, me he topado con las de esa clase y, sin duda, están bien. A mí me gustan —afirmó Cal.

—Eso no parece encajar con el diploma de doctora —comentó Weary.

—Bueno, pues entonces es de la otra clase, ¡que el Señor se apiade de La U Alada! Se comprará unas espuelas e intentará echar el lazo, separar a las reses y ayudar a marcar. Igual lleva falda-pantalón, cabalga sobre una silla de hombre y fuma cigarrillos. Intentará ser mejor que los hombres en todo y acabará poniéndose en ridículo. Cualquiera de las dos opciones es mala.

—Apuesto a que no encajará en ninguno de esos dos grupos —intervino Weary—. Apuesto a que es una vieja señora flacucha con una nariz puntiaguda y gafas que nos juntará todos los domingos y nos leerá panfletos para metérnoslos en la cabeza y nos dará la murga sobre las palpitaciones que causa el tabaco y los efectos del whisky en el hígado y todos los males que envuelve el papel de un cigarrillo. Vi una vez a una mujer doctora, estaba de paso en el T Down cuando trabajé para ellos guardando sus lindes… Y escuchadme bien, ¡era un espanto! Hizo que mis compañeros y yo nos largáramos hacia el sur en menos de una semana. Salí en estampida del rancho en cuanto acabé mi mes.

—Eh —le interrumpió Cal—, ¿no recordáis esa foto que el Viejo recibió el pasado otoño de su hermana? Era la viva imagen del Viejo y casi tan mayor como él.

Chip, al pensar en el viaje del día siguiente, gruñó realmente angustiado.

—No cuentes con liarte un cigarrillo de vuelta a casa, Chip —predijo jack el Feliciano con tristeza—. Así que mejor que fumes el doble cuando vayas a buscarla.

—No pienso fumar el doble en el camino de ida —replicó Chip con sequedad—. Si a la abuelita no le gusta mi estilo, siempre puede ir andando.

—Eh, Chip —sugirió jack Bates—, tú míratela bien en la estación y, si no promete, afloja las riendas en Antelope Hill. Las yeguas harán el resto. Y si no, nosotros acabaremos el trabajo aquí.

Shorty empujó hacia atrás su silla con discreción y se levantó.

—Muchachos, no os entusiasméis demasiado —les advirtió—. El Viejo está empezando a olvidarse ahora del asunto del establo para terneros. —Dicho eso, salió y cerró la puerta tras de sí. Shorty les caía bien a los chicos; él creía en el viejo dicho de que, en ciertas ocasiones, el sentido común era una bendición y a los muchachos no podía venirles mejor que él viviera conforme a dicha creencia. Sabía que la Familia Feliz no sobrepasaría el límite, al menos, nunca lo había hecho hasta ese momento.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Cal cuando la puerta se cerró tras su indulgente capataz.

—Bueno, es este. (Pásame el sirope, Feliciano). Mañana es domingo, así que tendremos mucho tiempo libre. Reuniremos todas las armas que podamos encontrar y echaremos el lazo a los mustangs con peores pulgas. Celebraremos una bonita reunión social con linchamiento incluido.

—¿A quién vais a colgar? —preguntó Slim con aprensión—. Que sepáis que yo me niego en rotundo.

—Oh, no te pongas nervioso. No hay fuerzas suficientes en el rancho para levantarte del suelo. Y no vamos a construir una grúa —replicó jack desdeñosamente—. Improvisaremos un muñeco en el barracón. Cuando Chip y la doctora aparezcan en lo alto de la cuesta, saldremos disparados hacia aquí con nuestros caballos salvajes y nuestras armas, y levantaremos una buena humareda en el rancho, a lo grande. Sacaremos a rastras al señor Paja y lo colgaremos en la gran entrada antes de que se acerquen demasiado. Lo acribillaremos a balazos cuando estén llegando. Para entonces, estará tan descompuesta que no sabrá si hemos ahorcado a un hombre o a una mula.

—Tendréis que bajar a vuestra víctima antes de que lleguemos allí. —Chip sonrió—. Nunca conseguiré que las bayas atraviesen la puerta con un hombre colgado en ella; nos tirarán a la zanja que hay junto al antiguo establo, estoy seguro.

—Eso estaría bien. Así la abuelita se enteraría seguro de que está en el Oeste. De todos modos, necesitamos darle más emoción al asunto.

—Si la nueva calesa del Viejo acaba hecha pedazos, desearás no haberle puesto tanta emoción —replicó Chip.

—Muy bien, Splinter. No lo colgaremos allí. Ese viejo álamo de Virginia que está junto al arroyo servirá. Cuando nos vea llevarlo hasta allí, la sangre se le cuajará como si fuera queso holandés y nunca distinguirá la paja sobresaliendo por las mangas desde tan lejos.

—¿Y si quiere hacerle una autopsia? —bromeó Chip.

—¡Caramba, le encasquetaremos un cuchillo para heno y le diremos que vaya a por él! —gritó Slim, que pareció darse cuenta, de repente, de la situación.

El tren de mediodía se alejó de la pequeña estación roja en Dry Lake y desapareció tras una colina. La única viajera que se había apeado contempló expectante el interior del sombrío vestíbulo, siguió con la mirada el tren, que, al parecer, era el último vínculo entre ella y la civilización, y se acercó al borde del andén con un claro fruncimiento de cejo en la pequeña porción de frente visible bajo el sombrero de fieltro.

Un joven gordo lanzó el saco de correo en el interior de un carro de aspecto desvencijado y condujo sin prisa por el camino hacia la oficina de correos. La chica lo observó hasta que desapareció de la vista y suspiró desconsoladamente. Por todas partes a su alrededor se extendía la ondulante pradera, levemente verde en las hondonadas y de un árido marrón en lo alto de las colinas. A excepción del depósito de agua y de la estación, no había ninguna construcción a la vista, y el silencio y la soledad la oprimieron.

El jefe de estación estaba sacando a rastras algunas cajas del andén. Ella se dio media vuelta y caminó decidida hacia él. El hombre se puso nervioso ante su fija mirada.

—¿No ha venido nadie a recogerme? —preguntó de un modo bastante innecesario—. Soy la señorita Whitmore y mi hermano posee un rancho cerca de aquí. Le escribí hace dos semanas informándole de mi llegada y, desde luego, esperaba que viniera a por mí. —Sujetó un rizo de cabello castaño que se había escapado con el viento bajo la copa de su sombrero mientras dirigía al jefe de estación una mirada reprobadora, como si él tuviera la culpa, y el hombre, sintiendo de repente que, de algún modo, él era el responsable, se ruborizó y dio una patada a una caja de naranjas.

—La calesa de Whitmore está en el pueblo —respondió apresuradamente—. Vi a unos de sus hombres comiendo. Nos informaron de que el tren iba con retraso pero, al final, ha logrado recuperar el tiempo perdido. —Aferrándose desesperadamente a su dignidad, se tragó una abyecta disculpa y se retiró a la oficina.

La señorita Whitmore lo siguió unos cuantos pasos, se lo pensó mejor y se paseó por el andén compadeciéndose de sí misma durante diez minutos, hasta que la calesa de La U Alada apareció en medio de una polvareda y el jefe de estación salió a toda prisa para ayudar con los dos baúles y la mandolina y la guitarra, que iban protegidas en sus fundas de lona.

Las yeguas bayas se acercaron hasta el andén de un modo imponente y se detuvieron temblando impacientes por volver a ponerse en marcha. Sus grandes ojos se movían nerviosos. La señorita Whitmore se acomodó junto a Chip con una mezcla de inquietud interior y alivio. Cuando estuvieron listos y las riendas se aflojaron incitantes, Pet se elevó sobre las patas posteriores encantada y Polly se puso en marcha precipitadamente.

La chica contuvo la respiración y Chip la miró severamente por el rabillo del ojo. Esperaba que no se pusiera a gritar, odiaba a las mujeres chillonas. Después de un fugaz examen, decidió que parecía joven para ser una doctora. Esperaba también de todo corazón que no perteneciera al grupo de las dulces criaturas, no tenía paciencia con ese tipo de mujer. En realidad, no tenía paciencia con ningún tipo de mujer.

Habló a los caballos en un tono autoritario y, cuando los animales obedecieron e iniciaron su trote regular y cadencioso, el corazón de la chica recuperó su ritmo normal.

Recorrieron dos millas en un repentino silencio antes de que la señorita Whitmore lograra centrarse en el presente y se diera cuenta de que el joven junto a ella no había abierto la boca para nada, excepto para hablar una vez a sus caballos. Volvió la cabeza y lo observó con curiosidad. Chip, al sentir el escrutinio, adoptó una actitud desafiante en su fuero interno.

La señorita Whitmore decidió, tras una atenta inspección, que le gustaba su aspecto, aunque no le pareció un joven muy afable. Quizá estaba un poco cansada de jóvenes afables. Su rostro era delgado, refinado y vigoroso. Tenía la fuerza de unas cejas niveladas, una nariz recta, una barbilla cuadrada, con un par de labios paradójicos, que estaban curvados y se veían casi femeninos por su sensibilidad; el refinamiento era una expresión intangible que no se debía a ningún rasgo en particular sino que dominaba toda la cara. En cuanto a sus ojos, se vio obligada a especular sobre su color, ya que no había podido vérselos, pero pensó que muchas chicas darían lo que fuera por tener sus pestañas.

De improviso, el joven apartó la vista del camino y la miró directamente a los ojos. Si pretendía confundirla, no lo consiguió, porque ella se limitó a sonreír y a decir para sí: «Son pardos».

—¿No cree que deberíamos presentarnos? —preguntó tranquilamente cuando estuvo lo bastante segura de que no eran marrones.

—Quizá. —El tono de Chip fue educado pero indiferente.

En un principio, la señorita Whitmore había pensado que era extremadamente tímido, al estilo de los jóvenes de campo. Pero entonces, decidió que no, más bien era pasivamente hostil.

—Por supuesto, usted sabe que yo soy Della Whitmore —continuó.

Chip apartó con cuidado una mosca del flanco de Polly con el látigo.

—Lo he dado por hecho. Me enviaron a por una tal señorita Whitmore que llegaba en el tren y he recogido a la única dama a la vista.

—Ha recogido a la correcta, pero yo no estoy… yo no tengo ni la más mínima idea de quién es usted.

—Me llamo Claude Bennett y me alegro de conocerla.

—No me lo creo. No parece alegrarse —afirmó la señorita Whitmore, divirtiéndose para sus adentros.

—Es lo que debe decirse cuando se le presenta una dama a uno —respondió Chip con una evasiva, aunque sus labios temblaron en las comisuras.

La señorita Whitmore, al no saber qué responder a esa sincera afirmación, comentó, tras una pausa, que hacía viento. Chip se mostró de acuerdo y la conversación languideció.

La señorita Whitmore suspiró y se dedicó a estudiar el paisaje, que se había convertido en una sucesión de escarpadas crestas y estrechas quebradas, erosionadas por el agua e inhóspitas, con una purpúrea línea de montañas a la izquierda. Tras recorrer varias millas, habló:

—¿Qué es ese animal de ahí? ¿Los perros vagan solos por estos parajes?

Chip siguió con la vista la dirección de su dedo.

—Es un coyote. Ojalá pudiera pegarle un tiro, son una horrible peste por aquí. —Miró con anhelo el rifle bajo sus pies—. Si creyera que usted pudiera sujetar a los caballos un minuto…

—¡Oh, no puedo! Yo… yo no estoy acostumbrada a los caballos pero sí sé disparar un poco.

Chip le lanzó una rápida y calculadora mirada. El coyote se había detenido y estaba agazapado con el afilado morro dirigido inquisitivo hacia ellos. Chip hizo aflojar el ritmo a las yeguas hasta que avanzaron al paso, levantó el arma, se la apoyó sobre las rodillas, cargó un cartucho y ajustó la mira.

—Tenga. Puede probar, si quiere —le ofreció—. Cuando esté preparada, yo pararé. Será mejor que se ponga de pie, yo me encargaré de que no se caiga. ¿Lista? ¡So, Pet!

A la señorita Whitmore no le gustó mucho el escepticismo en su tono de voz pero se levantó, apuntó rápido y con cuidado, y disparó.

Pet saltó cuan larga era y se encabritó, pero Chip había estado esperando una reacción como esa y controló a los caballos sin problemas, a pesar de que se vio obligado a coger a la señorita Whitmore para impedir que cayera hacia atrás sobre su propio equipaje, detrás del asiento, lo cual no habría sido nada bueno para la guitarra y la mandolina, ni probablemente tampoco para la joven.

El coyote pegó un gran salto en el aire, se giró algo aturdido y salió corriendo por la colina.

—¡Le ha dado! —gritó Chip olvidándose de sus prejuicios por un momento. Poseído por el espíritu de la caza, hizo alejarse a las yeguas bayas del camino. La señorita Whitmore recordaría durante mucho tiempo aquella loca carrera por las crestas de las colinas y las hondonadas, en la que lo único que consiguió hacer fue aferrarse al rifle y al asiento lo mejor que pudo y esperar que el conductor supiera lo que estaba haciendo, y sin duda lo sabía.

—¡Allá va, está escabulléndose por esa quebrada! Se meterá en una de esas zanjas y se esconderá si no lo interceptamos. Daré un rodeo para que pueda dispararle otra vez —gritó Chip. Volvió a subir por la colina hasta que el coyote, agazapado, quedó totalmente a la vista.

—Tiene un buen blanco. ¡Meta otro cartucho, rápido! Será mejor que se arrodille sobre el asiento. Esta vez no pillará por sorpresa a los caballos. ¡Tranquila, Polly, buena chica!

La señorita Whitmore miró ladera abajo y luego observó con aprensión a las yeguas, que hacían sonar sus bocados con los ojos enloquecidos y temblando. Solo la familiar voz de su amo y su firme agarre sobre las riendas las refrenaban. Chip vio e interpretó su mirada con cierto desdén.

—Oh, por supuesto, si tiene miedo…

La señorita Whitmore apretó los dedos con fuerza, se arrodilló y disparó, interrumpiendo bruscamente a Chip en mitad de la frase y obligándolo a centrar toda su atención en los caballos, que mostraron una gran inclinación por desbocarse.

—Creo que esta vez lo he matado —comentó con un tono despreocupado mientras se colocaba bien el sombrero. Aunque Chip observó con una de sus rápidas miradas que apretaba los labios con fuerza.

Hizo regresar a las yeguas al camino con destreza y las tranquilizó.

—¿No va a ir a por mi coyote? —se aventuró a preguntar.

—Desde luego. El camino gira y retrocede bajando por esa misma quebrada. Pasaremos justo por al lado. Entonces iré a recogerlo mientras usted sujeta los caballos.

—Usted sujetará los caballos —replicó la señorita Whitmore con mucho ímpetu—. Yo prefiero coger el coyote, gracias.

Chip no dijo nada, fuera lo que fuera lo que pudiera haber pensado. Condujo hasta donde se encontraba el coyote echando mano de sus dotes de persuasión con Pet y Polly, que miraban recelosas aquel bulto gris. La señorita Whitmore bajó de un salto y cogió al animal por la gruesa y tupida cola.

—¡Santo Cielo, cómo pesa! —exclamó después de darle un tirón.

—Ha estado engordando a costa de los terneros de La U Alada —comentó Chip con el pie sobre el freno.

La señorita Whitmore se arrodilló y examinó al ladrón de ganado con curiosidad.

—Mire —exclamó— aquí es donde le he alcanzado la primera vez; la bala ha seguido una trayectoria diagonal desde el omoplato hasta el otro lado. Debe de haber pasado a un par de centímetros del corazón. Habría acabado con él en poco tiempo sin que fuera necesario el otro disparo, que penetró en el cerebro, ¿ve?; la muerte fue instantánea.

Chip había aprovechado la parada para liarse un cigarrillo, sujetó las riendas con fuerza entre las rodillas mientras lo hacía. Se pasó el borde del papel suelto por la punta de la lengua mientras observaba a la joven intrigado.

—Parece ser bastante buena en su trabajo —comentó con sequedad.

—Debería serlo —respondió riéndose un poco—. Llevo aprendiendo el oficio desde que tengo dieciséis años.

—¿Sí? Empezó pronto.

—Mi tío john es doctor. Yo le ayudaba en la consulta hasta que me matriculó en la escuela médica. Crecí rodeada de antisépticos y me aprendí todos los huesos con Bonaparte, el esqueleto de mi tío john, antes de aprender las letras. —Arrastró el coyote hasta la rueda.

—Deje que lo coja de la cola. —Chip apagó cuidadosamente la llama de la cerilla con los dedos y la tiró antes de inclinarse para ayudar. Con un rápido movimiento, dejó al animal, flácido y ensangrentado, encima del baúl más grande de la señorita Whitmore. El afilado morro colgaba por el lateral y los colmillos blancos asomaban en una siniestra sonrisa. La chica lo miró con orgullo en un primer momento, luego su expresión fue de consternación.

—Oh, está manchando de sangre la funda de mi mandolina. ¡Y sé que no se irá! —Tiró frenéticamente del instrumento.

—«¡Fuera, mancha maldita!»2—recitó Chip en un tono sepulcral antes de volverse para ayudarla.

La señorita Whitmore soltó la mandolina y se quedó mirándolo asombrada. Chip, ofendido por la franca sorpresa que mostró al oírle recitar a Shakespeare, cerró la boca con los labios muy apretados y volvió a sumirse en el silencio.

 

 

1 Puesto que slim significa «esbelto» en inglés.

2 Cita de Macbeth: «Out, damned spot!».

CAPÍTULO 2

HOG’S BACK

—E