El regreso del nativo - Thomas Hardy - E-Book

El regreso del nativo E-Book

Thomas Hardy.

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Beschreibung

"La desgracia se había abatido sobre ellos con gentileza, truncando sus erráticas historias con una catástrofe, en vez de, como ocurre en muchos casos, menguando sus vidas hasta llegar a convertirlas en una nadería carente de interés merced a largos años de arrugas, abandono y decrepitud"."El regreso del nativo" es la sexta novela del autor británico Thomas Hardy y fue publicada en doce mensualidades a lo largo de 1878. Hardy experimentó múltiples problemas para encontrar un editor, ya que la temática del libro era altamente controvertida en su época, pero el libro alcanzó un gran éxito durante el siglo siguiente."El regreso del nativo" está ambientada en la zona rural ficticia de Edgon Heath, en Inglaterra, llena de lagunas, senderos y bosques, y donde vive Eustacia, una bella joven que sueña con huir de ese lugar y vivir una vida de ensueño en París. Paralelamente, Clym Yeobrigth vuelve a su tierra natal tras haber vivido en la capital francesa. La mayoría de críticos literarios coinciden en que "El regreo del nativo" es un ejemplo de novela modernista en base a su temática centrada en la sociedad, la política sexual y el deseo, pero más allá de ello, esta obra es una tragedia en el más puro sentido clásico que explora la posición de aquellas personas consideradas inadaptadas a la sociedad en la que viven. Toda una obra maestra de uno de los mejores autores de su época, conocido por sus temáticas controvertidas y su trato complejo de los personajes, así como el lugar en el que viven."El regreso del nativo" ha sido llevada a la pequeña y gran pantalla varias veces y ha aparecido en uno de los sketch del conocido grupo de humoristas británico Monthy Python.-

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Thomas Hardy

El regreso del nativo

 

Saga

El regreso del nativo

 

Original title: The Return of the Native

 

Original language: English

 

Copyright © 1878, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672282

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LIBRO PRIMERO.

TRES MUJERES

1.

Un rostro en el que el tiempo deja pocas huellas

Se aproximaba la hora del crepúsculo de un sábado de noviembre, y la vasta extensión de ilimitado erial conocida por el nombre de Egdon Heath se entenebrecía por momentos. Allá en lo alto, la cóncava extensión de nubes blanquecinas que cubría el cielo era como una tienda que tuviera por suelo todo el páramo.

Como el firmamento estaba revestido por ese pálido velo y la tierra por la más oscura vegetación, el punto en que ambos se encontraban en el horizonte quedaba claramente definido. Debido a ese contraste, el páramo había adoptado el aspecto de un adelanto de la noche que se hubiera apropiado del lugar antes de la llegada de su hora astronómica: la oscuridad se había adueñado en un alto grado de la tierra, mientras que el día perduraba distintamente en el cielo. De mirar a lo alto, un cortador de aulaga se habría sentido inclinado a seguir su trabajo; de mirar hacia abajo, habría decidido terminar con el haz que tenía entre las manos e irse a casa. Los distantes confines del mundo y del firmamento parecían ser una división del tiempo, además de una división de la materia. La superficie del páramo, por su solo aspecto, le añadía media hora a la tarde; de manera similar podía retrasar el alba, entristecer el mediodía, anticipar la fiereza de tormentas apenas constituidas e intensificar la opacidad de una medianoche sin luna hasta hacerla motivo de miedos y temblores.

En realidad, era precisamente en ese momento de transición en su revolución nocturna hacia las tinieblas que comenzaba a evidenciarse el grandioso y singular esplendor del yermo de Egdon, y no se podía afirmar de nadie que conocía el páramo si no había estado allí a esa hora. Cuando mejor se le sentía era cuando no se le podía ver con claridad, y su efecto y explicación plenos residían en esa hora y las siguientes hasta el amanecer del nuevo día; entonces, y sólo entonces, revelaba su verdadera historia. El lugar era, en realidad, pariente cercano de la noche, y cuando esta llegaba, era posible percibir en sus tonalidades y en el paisaje una obvia tendencia a gravitar el uno hacia la otra. La sombría extensión de elevaciones y hondonadas parecía alzarse en simpatía al encuentro de las tinieblas del crepúsculo, y el páramo exhalaba oscuridad con la misma rapidez que el cielo la despedía hacia la tierra. Y así, la oscuridad del aire y la oscuridad del suelo se fundían en una negra confraternización hacia la cual cada una avanzaba la mitad del trayecto.

En ese momento el lugar desbordaba una vigilante concentración; porque cuando otras cosas se hundían en el sueño, el páramo parecía despertar lentamente y empezar a prestar oído. Noche tras noche, su forma titánica daba la impresión de aguardar algo; pero había aguardado así, inmóvil, durante tantos siglos, en medio de las crisis de tantas cosas, que sólo era dable imaginar que esperaba una última crisis: el derrocamiento final.

Era un sitio que volvía a la memoria de quienes lo amaban con un aspecto de amable y peculiar congruencia. Los sonrientes valles de flores y frutas rara vez producen ese efecto, porque sólo guardan permanente armonía con una existencia de mejor fama que la presente en lo tocante a sus contenidos. El ocaso se combinaba con el paisaje de Egdon Heath para producir algo que era majestuoso sin ser severo, impresionante sin ser estridente, enfático en sus admoniciones, grandioso en su simplicidad. Las credenciales que a menudo le otorgan a la fachada de una prisión mucha más dignidad que la que suele encontrarse en la fachada de un palacio del doble de sus dimensiones, le conferían al páramo un aire sublime del que carecen totalmente lugares famosos por su belleza al uso. Las vistas hermosas hacen feliz pareja con los buenos tiempos; pero, ¡ay si los tiempos no son buenos! Los hombres han sufrido más a menudo por la burla que constituye un lugar demasiado sonriente para su razón que por la opresión que causa un entorno teñido por una tristeza excesiva. El escuálido Egdon apelaba a un instinto más sutil y escaso, a una emoción aprendida más recientemente, que la que produce el tipo de belleza que se califica de bonita o encantadora.

La realidad es que cabe preguntarse si el imperio exclusivo de esa belleza ortodoxa no se acerca a su fin. Puede que el nuevo Valle de Tempe sea un mustio erial en Tule; puede que las almas de los seres humanos encuentren cada vez más armonía con objetos que exhiban una lobreguez que le resultaba desagradable a nuestra raza cuando era más joven. Parece acercarse el momento, si es que aún no ha llegado, en que la circunspecta excelsitud de un yermo, un mar o una montaña sea lo único de la naturaleza que guarde absoluta sintonía con los estados de ánimo de los miembros más pensantes de la humanidad. Y, por último, hasta para el más común de los turistas, sitios como Islandia se conviertan en lo que hoy representan para él los viñedos y los jardines de mirto del sur de Europa; y que pase junto a Heidelberg y Baden sin prestarles ninguna atención cuando se traslada apresurado de los Alpes a las dunas de arena de Scheveningen.

El asceta más exigente podía experimentar la sensación de que tenía un derecho ingénito a deambular por Egdon; no vulneraba el límite de la legítima indulgencia al permitirse influencias como esa. Colores y bellezas tan apagados eran, al menos, prerrogativa de todo ser viviente. Sólo en los días veraniegos más espléndidos el talante del lugar rozaba el nivel de la alegría. Alcanzaba la intensidad con más frecuencia gracias a la solemnidad que a la brillantez, y a menudo lograba esa clase de intensidad en medio de las tinieblas, las tempestades y las nieblas invernales. Entonces Egdon despertaba y las correspondía, porque la tormenta era su amante y el viento su amigo. Entonces se convertía en refugio de extraños fantasmas; y se descubría que era el original, hasta ese momento no advertido, de las irracionales regiones de sombras que sentimos vagamente a nuestro alrededor en los sueños de huidas y desastres que nos asaltan a medianoche, en los que nunca pensamos terminado el sueño, hasta que una escena como esa los hace revivir.

En el momento que nos ocupa, el lugar guardaba perfecta correspondencia con la naturaleza humana: ni terrible, ni odioso, ni feo; ni común, ni carente de sentido, ni domesticado; pero, como el hombre, lastimado y perseverante; y además, singularmente colosal y misterioso en su parda monotonía. Como sucede con algunas personas que han vivido mucho tiempo solas, su rostro parecía exhibir una expresión de retraimiento. Tenía una faz esquiva que sugería posibilidades trágicas.

Esa región oscura, obsoleta, arcaica, figura en el registro del catastro realizado por Guillermo el Conquistador. Allí se describe su condición como la de un baldío ralo, cubierto de aulaga y zarzas, y se le da el nombre de Bruaria. A continuación se menciona su largo y su ancho medido en leguas; y aunque existe cierta incertidumbre acerca de la extensión exacta de esa antigua medida de longitud, parece ser que las dimensiones del área de Egdon han disminuido muy poco de entonces a nuestros días. «Turbaria Bruaria» —el derecho a recoger turba del páramo— aparece en los mapas del distrito. «Cubierto de brezos y musgo», dice Leland de esa misma oscura extensión de tierra.

Esos eran, al menos, datos inteligibles relativos al paisaje, pruebas importantes que producían una genuina satisfacción. Egdon siempre había sido el sitio indomesticable, ismaelita, que era ahora. La civilización era su enemiga; y desde que apareciera en él la vegetación, su suelo había llevado el mismo viejo traje pardo, el atuendo natural e invariable de esa particular formación. Su único y venerable abrigo implicaba cierta burla a la vanidad humana que se despliega en el vestuario. Una persona ataviada con vestidos de corte y colores modernos exhibe en un páramo un aspecto más o menos anómalo. Parecen requerirse los más antiguos y modestos atavíos humanos allí donde los atavíos de la tierra son tan primitivos.

Reclinarse en el tocón de un espino del valle central de Egdon en un momento como ese, cuando la tarde se desliza hacia la noche, cuando el ojo no divisa nada del mundo exterior más allá de las cimas y los cerros del páramo, que llenan toda la órbita de su visión, y saber que todo lo que está en torno y bajo las propias plantas proviene de tiempos prehistóricos, que permanece tan inalterado como las estrellas en lo alto, le proporciona un ancla a la mente que flota a la deriva debido a las mudanzas y se ve agobiada por el irreprimible avance de lo Nuevo. El gran paraje intacto poseía una añeja invariabilidad que el mar no puede reivindicar. ¿Quién puede decir de un mar en particular que es viejo? Destilado por el sol, levantado por la luna, se renueva cada año, cada día o cada hora. El mar cambiaba, los campos cambiaban, los ríos, las aldeas y las personas cambiaban, pero Egdon permanecía inmutable. Sus superficies no eran ni tan empinadas como para que las derribaran los elementos ni tan planas como para ser víctimas de desbordamientos y aluviones. Salvo por un añoso camino y un todavía más añoso túmulo de los que pronto se hablará — casi cristalizados ambos hasta resultar productos naturales a causa de su prolongada inmutabilidad—, ni siquiera las irregularidades insignificantes habían sido causadas por el pico, el arado o la pala, sino que eran como las huellas del último trastorno geológico.

El camino antes mencionado atravesaba de un horizonte al otro los niveles inferiores del páramo. En muchas partes de su trayecto seguía la ruta de un camino vecinal que arrancaba de la gran carretera occidental de los romanos, la Vía Iceniana, o Ikenild, no muy lejana. En el atardecer que nos ocupa se habría podido apreciar que aunque las sombras habían aumentado lo suficiente como para desdibujar los accidentes menores del páramo, la superficie blanca del camino seguía siendo casi tan clara como siempre.

2.

Aparece en escena La Humanidad, de la mano de los problemas

Un anciano recorría el camino. Su cabeza era blanca como una montaña, sus hombros caídos y su aspecto general desdibujado. Llevaba un lustroso sombrero de piel, una vieja capa marinera y zapatos; en la superficie de sus botones de metal había estampada un ancla. En la mano tenía un bastón con puño de plata que empleaba como una auténtica tercera pierna, ya que apoyaba su punta en el suelo con perseverancia cada pocas pulgadas. Se habría dicho que en sus buenos tiempos el anciano debía haber sido un oficial de marina.

Ante él se extendía el largo y penoso camino reseco, vacío y blanco. Estaba abierto al páramo a ambos lados; su trayectoria era la bisectriz de esa vasta superficie oscura, como una raya en medio de una cabellera negra, y sólo en el horizonte más lejano empequeñecía y se perdía en una curva.

El anciano miraba al frente con frecuencia para calcular el trayecto que le quedaba por recorrer. Al cabo distinguió, allá a lo lejos, un punto en movimiento que parecía ser un vehículo, y que resultó andar por la misma ruta en que viajaba. Era el único átomo de vida que encerraba el paisaje, y sólo servía para poner más en evidencia la soledad general. Su ritmo de avance era lento, y el anciano acortó sensiblemente la distancia que los separaba.

Cuando se acercó, percibió que se trataba de un carro de forma corriente, pero de color singular, ya que era de un rojo chillón. El conductor caminaba a su lado y, como el carro, era completamente rojo. Un tinte del mismo tono cubría sus ropas, la gorra que le cubría la cabeza, sus botas, su rostro y sus manos. No se trataba de que estuviera temporalmente pintado de ese color, sino de que este lo permeaba por entero.

El anciano sabía de quién se trataba. El viajero que marchaba junto al carro era un vendedor de almagre: su ocupación consistía en suministrarles a los granjeros el almagre para sus ovejas. Era el representante de un tipo humano que se encaminaba rápidamente a la desaparición en Wessex, y que llenaba en el mundo rural, en esa época, el nicho que ocupara el dodo en el mundo animal durante el pasado siglo. Era un curioso eslabón, interesante y casi extinguido, entre formas de vida obsoletas y las que imperan en la actualidad.

El oficial venido a menos se acercó lentamente a su compañero de ruta y le deseó buenas tardes. El vendedor de almagre volvió la cabeza y le contestó en tono triste y apurado. Era joven, y su rostro, si no exactamente atractivo, se acercaba tanto a esa condición que nadie habría contradicho la afirmación de que lo habría sido realmente de exhibir su color natural. Sus ojos, que brillaban de manera tan extraña a través del tinte, resultaban atrayentes: agudos como los de un ave de presa y azules como la niebla otoñal. No llevaba patillas ni bigote, lo que permitía que se pudieran apreciar las suaves curvas de la porción inferior de su rostro. Sus labios eran finos, y aunque, al parecer, sus pensamientos hacían que los mantuviera apretadamente cerrados, de vez en cuando en sus comisuras aparecía un agradable mohín. Vestía un traje muy ajustado de corduroy, de excelente calidad y poco uso, y bien seleccionado para su propósito, pero privado de su color original por su ocupación. El traje mostraba ventajosamente las buenas formas de su figura. Un cierto aire de holgura sugería que no era pobre para su oficio. Un observador, llevado de una natural curiosidad, se habría preguntado qué podía haber conducido a un individuo tan promisorio a ocultar su atractivo aspecto adoptando tan singular oficio.

Tras responder al saludo del anciano, el vendedor de almagre no dio muestras de mayor inclinación a continuar la charla, aunque siguieron caminando lado a lado, porque el viajero de más edad parecía desear compañía. No se escuchaban más sonidos que los bramidos del viento en la extensión de hierba requemada que los rodeaba, el crujido de las ruedas, las pisadas de los hombres y el paso de los dos peludos caballitos que tiraban del carro. Eran animales fuertes, de poca alzada, de una raza producto de la mezcla de Galloway y Exmoor, a los que se conocía en el lugar como «segadores del páramo».

Mientras caminaban, el vendedor de almagre se apartaba de vez en cuando de su compañero y, tras dirigirse a la parte trasera del carro, miraba a su interior por una pequeña ventana. Su mirada siempre denotaba preocupación. Después regresaba junto al anciano, quien hacía otro comentario sobre el estado de la región o algo similar, a lo que el vendedor de almagre de nuevo respondía distraídamente, y volvían a quedar en silencio. El silencio no les resultaba incómodo a ninguno de los dos; en esos sitios apartados, los viajeros a menudo recorrían varias millas sin intercambiar palabra después de los primeros saludos; la contigüidad equivale a una conversación tácita allí donde, a diferencia de lo que ocurre en las ciudades, se puede poner fin a dicha contigüidad con la menor inclinación de cabeza, y donde no ponerle fin constituye, en sí mismo, un intercambio. Posiblemente los dos viajeros no habrían vuelto a hablar antes de separarse de no haber sido por las visitas del vendedor de almagre a su carro. Cuando regresó tras la quinta ojeada a su interior, el anciano dijo:

— ¿Llevas algo ahí adentro además de tu carga? —Sí.

— ¿Alguien que necesita de tus cuidados?

—Sí.

Poco después, se oyó un leve grito procedente del interior del carro. El vendedor de almagre se dirigió apresuradamente a su parte trasera, echó un vistazo y volvió a su lugar.

— ¿Llevas ahí un niño, amigo mío?

—No, señor, llevo una mujer.

— ¡No me digas! ¿Por qué gritaba?

—Se quedó dormida, y como no está acostumbrada a viajar, está intranquila y no deja de soñar.

— ¿Es una mujer joven?

—Sí, una mujer joven.

—Hace cuarenta años eso me habría resultado interesante. ¿Es tu esposa?

— ¡Mi esposa! —dijo el otro con amargura—. Está demasiado arriba como para juntarse con alguien como yo. Pero no hay ningún motivo para que le cuente esto.

—Cierto. Y no hay ninguna razón para que no lo hagas. ¿Qué daño puedo causaros a ti o a ella?

El vendedor de almagre clavó la vista en el rostro del anciano.

—Pues bien, caballero —dijo finalmente—, la conozco desde hace tiempo, aunque quizás habría sido mejor que nunca la hubiera conocido. Pero no es nada mío, ni yo soy nada de ella; y no estaría en mi carro si hubiera conseguido un transporte mejor.

— ¿De dónde viene, si me permites?

—De Anglebury.

—Conozco bien la ciudad. ¿Qué hacía allí?

—Nada de importancia que valga la pena mencionar. Sea como fuere, ahora está sumamente cansada y se siente mal, y por eso está tan intranquila. Hace como una hora se quedó dormida, y eso le hará bien.

—Sin duda será una chica bonita.

—Podría decirse.

El otro viajero volvió los ojos, interesado, hacia la ventana del carro, y sin quitarlos de allí, dijo:

—Supongo que podría echarle un vistazo.

—No —dijo bruscamente el vendedor de almagre—. Se está poniendo demasiado oscuro para que pueda verla bien; y, además, no tengo derecho a permitírselo. Gracias a Dios duerme profundamente, y espero que no despierte hasta que llegue a su casa.

— ¿Quién es? ¿Es de por aquí?

—Perdóneme, pero eso no le incumbe.

— ¿No será la chica de Blooms-End de la que se ha estado hablando últimamente? Si es ella, la conozco; y puedo adivinar lo que ha sucedido.

—No es asunto suyo... Y ahora, señor, lamento decirle que pronto nos tendremos que separar. Mis caballos están cansados, tengo mucho que andar y les voy a dar una hora de descanso al pie de esta colina.

El anciano viajero asintió con aire de indiferencia y el vendedor de almagre condujo sus caballos y su carro hacia la hierba, al tiempo que le deseaba buenas noches. El viejo le contestó y siguió su camino como antes de encontrarlo.

El vendedor de almagre se quedó contemplándolo hasta que se convirtió en un puntito en el camino que después absorbió, al espesarse, la oscuridad.

Tomó un poco de paja de un tirante que colgaba de la parte inferior del carro y después de echar una parte frente a los caballos, hizo una especie de cojín con el resto y lo puso en el suelo junto a su vehículo. Se sentó sobre él y apoyó la espalda contra la rueda. De adentro le llegó a los oídos una respiración leve y acompasada. Eso pareció producirle satisfacción, así que se dio a la tarea de contemplar el paisaje con aire reflexivo, como si ponderara el próximo paso que debía dar.

Hacer las cosas reflexivamente y paso a paso parecía, en realidad, un deber en los valles de Egdon a esa hora de transición, porque había algo en la propia naturaleza del páramo que semejaba una prolongada y titubeante incertidumbre. Se trataba de la calidad del reposo característica del paisaje. No era el reposo de una verdadera paralización, sino el reposo aparente de una increíble lentitud. Un estado vital saludable que se asemeja tanto al letargo de la muerte resulta llamativo en sí mismo; el hecho de exhibir la inmovilidad del desierto, y, al mismo tiempo, ejercer potestades cercanas a las de un valle, e incluso a las de un bosque, despertaba en los observadores la clase de atención que usualmente engendran la parquedad y la reserva.

El paisaje que se desplegaba ante los ojos del vendedor de almagre consistía en una serie gradual de elevaciones que ascendían desde el nivel del camino en dirección al corazón del páramo. Abarcaba colmas, hoyos, crestas, declives, uno tras otro, hasta que culminaba en una elevada colina que se recortaba contra el cielo todavía iluminado. Los ojos del viajero recorrieron esos accidentes durante un tiempo y finalmente se posaron en un llamativo objeto. Se trataba de un túmulo. Esa insolente proyección del terreno por encima de su nivel natural ocupaba el lugar más alto de la elevación más solitaria del páramo. Aunque desde el valle no parecía más que una verruga en la frente de un atlante, sus dimensiones reales eran considerables. Constituía el polo y el eje de ese mundo de brezales.

El hombre que descansaba se percató, al contemplar el túmulo, que de su parte superior, que hasta el momento fuera el objeto más elevado de todo el paisaje que lo rodeaba, sobresalía algo aún más alto. Ese objeto se alzaba del montículo semicircular como la cimera de un yelmo. La primera corazonada de un imaginativo desconocido habría sido la de suponerlo la persona de uno de los celtas que construyera el túmulo, tanto carecía el paisaje de todo cuanto caracteriza a la época moderna. Parecía una especie de último hombre de esa nación que meditara un momento antes de despeñarse en la noche eterna con el resto de su raza.

La persona se mantenía allí erguida, tan inmóvil como la colina bajo sus plantas. Sobre la llanura se alzaba la colina, sobre la colina se alzaba el túmulo y sobre el túmulo se alzaba la silueta. Lo que se alzaba sobre la silueta sólo habría podido localizarse en un mapa de la bóveda celeste.

La silueta le proporcionaba un acabado tan perfecto, delicado y necesario a la oscura masa de colinas que parecía ser la única y obvia justificación de su existencia. Sin ella, eran una torre sin faro; con ella, se satisfacían las exigencias arquitectónicas del conjunto. La escena resultaba extrañamente homogénea, dado que el valle, las elevaciones, el túmulo y la silueta que lo coronaba formaban una unidad. Mirar a este o aquel elemento del total era no observar una cosa completa, sino una fracción de cosa.

La silueta parecía ser una parte tan orgánica de toda esa estructura estática que verla moverse habría producido la impresión de observar un extraño fenómeno. La inmovilidad era la principal característica del todo del cual la persona formaba parte, de modo que la ruptura de la inmovilidad de cualquiera de sus componentes habría producido confusión.

No obstante, eso fue lo que ocurrió. La silueta abandonó perceptiblemente su estatismo, se movió uno o dos pasos y se volvió. Como alarmada, descendió por el lado derecho del túmulo, deslizándose como una gota de agua de un capullo, y desapareció. El movimiento había sido suficiente para mostrar con más claridad las características de la silueta, y ver que era la de una mujer.

A continuación se hizo evidente la causa de su súbito desplazamiento. Cuando se ocultó de la vista al dejarse caer por la parte derecha del túmulo, un recién llegado que cargaba un bulto se recortó contra el cielo por la izquierda, ascendió el montículo y depositó el bulto en su cima. Lo siguió un segundo, después un tercero, un cuarto, un quinto, y por último, todo el túmulo se pobló de figuras cargadas de bultos.

El único significado inteligible de esa pantomima que llevaban a cabo las siluetas recortadas contra el cielo era que la mujer no tenía ninguna relación con las personas que ocuparan su lugar, que quería evitarlas celosamente y que había ido allí por otro motivo que no era el de ellas. La imaginación del observador quedó prendida, por propia opción, de esa figura evanescente y solitaria, como de algo más interesante, más importante, con más probabilidades de tener una historia digna de conocer que esos recién llegados, a quienes inconscientemente consideró unos intrusos. Pero los desconocidos se quedaron y se establecieron en el lugar; y no pareció probable por el momento que regresara la persona solitaria que hasta entonces reinara en soledad.

3.

Las costumbres de la región

Si un observador se hubiera apostado en la inmediata vecindad del túmulo, se habría enterado de que esas personas eran chicos y hombres de los poblados vecinos. Al subir al túmulo, cada uno de ellos llevaba una pesada carga de haces de aulaga que transportaba a hombros por medio de una vara larga aguzada por los dos extremos para poder ensartar los haces fácilmente, dos delante y dos detrás. Venían de una zona del páramo situada a un cuarto de milla hacia el interior, donde la aulaga era prácticamente el único producto de la tierra.

El método empleado para transportar los haces hacía que los individuos quedaran tan cubiertos por la aulaga que parecían arbustos con piernas, hasta que los tiraban al suelo. El grupo había marchado en fila, como un ambulante rebaño de ovejas; en otras palabras, primero iban los más fuertes y detrás los débiles y los jóvenes.

Apilaron en un punto todos los haces y una pirámide de aulaga de treinta pies de circunferencia ocupó la cima del túmulo, conocido por el nombre de Rainbarrow en muchas millas a la redonda. Algunos se dieron a la tarea de buscar fósforos y seleccionar las ramas más secas; otros, a la de zafar los nudos de zarzas que mantenían atados los haces. Otros, por último, mientras todo eso sucedía, alzaron los ojos y recorrieron con la vista la vasta extensión que se dominaba desde la posición que ocupaban, ya casi oculta entre las sombras. En los valles del páramo, nada que no fuera su propia superficie áspera se divisaba a cualquier hora del día; pero desde ese punto se dominaba un horizonte muy extenso, que en muchas ocasiones trascendía el páramo. Ninguna de sus peculiaridades era visible ahora, pero el conjunto se percibía como una vaga extensión de algo remoto.

Mientras los hombres y los chicos construían la pila, se produjo un cambio en la masa de sombras que era el paisaje distante. Uno a uno, comenzaron a encenderse soles rojos y chispas de fuego que salpicaron toda la comarca. Eran las fogatas de otras parroquias y poblados dedicadas a la misma conmemoración. Algunas eran lejanas y ardían en una atmósfera densa, de modo que de ellas irradiaban haces de rayos en forma de abanico de una pálida luz pajiza. Algunas eran grandes y cercanas, y fulguraban escarlatas en las sombras, como heridas en la piel negra de un animal. Algunas eran ménades, de rostros vinosos y cabellos al viento. Estas teñían el seno silencioso de las nubes allá en lo alto y alumbraban sus efímeras cavernas, que parecían entonces convertirse en calderos quemantes. Podían contarse unas treinta fogatas en los límites del distrito; y al igual que puede distinguirse la hora en la esfera de un reloj cuando sus números resultan invisibles, los hombres reconocían la ubicación de cada hoguera por su ángulo y dirección, aunque no se pudiera apreciar nada del paisaje.

La primera llamarada de Rainbarrow saltó al cielo, atrayendo hacia su propia fogata todos los ojos que habían permanecido clavados en las conflagraciones distantes. El alegre resplandor coloreó con su flama dorada la superficie interna del círculo humano —al que se habían sumado ahora otros rezagados, tanto hombres como mujeres—, e incluso envolvió la oscura turba que la rodeaba en una vivaz luminosidad, que se suavizaba gradualmente hasta hacerse tinieblas allí donde el túmulo se redondeaba en una curva descendente hasta perderse de vista. La hoguera permitía ver que el túmulo era el segmento de un globo, tan perfecto como el día en que se construyera, y hasta la pequeña zanja de donde se había extraído la tierra para hacerlo permanecía en su sitio. Ningún arado había removido una pizca de ese suelo terco. En la aridez que tiene el páramo para el granjero se encierra su fertilidad para el historiador. Nada había desaparecido, porque nada se había cultivado.

Daba la impresión de que los constructores de la fogata se encontraban en un radiante piso superior del mundo, apartados e independientes de las oscuras extensiones que yacían a sus plantas. Allá debajo, el páramo era ahora un vasto abismo, y ya no una continuación del terreno donde posaban los pies; porque sus ojos, adaptados al resplandor, nada podían ver de las profundidades que escapaban a la influencia del fuego. Cierto que, ocasionalmente, una llama más fuerte que lo usual de los haces de leña lanzaba dardos de luz, como edecanes, por las laderas, hacia algún arbusto, poza o arenal blanco en la distancia, encendiéndolos con sus colores, hasta que todo se perdía de nuevo en la oscuridad. Entonces el negro fenómeno allá debajo semejaba el limbo contemplado desde sus márgenes en la visión del sublime florentino, y los susurros del viento en las hondonadas eran como las quejas y reclamos de las «almas de inmenso valor» allí suspendidas.

Era como si esos chicos y hombres se hubieran sumergido de repente en edades pretéritas y traído de allí un tiempo y un hecho que antes resultara familiar en ese sitio. Las cenizas de la pira británica original que ardiera en esa cima yacían frescas e imperturbadas en el túmulo bajo sus plantas. Las llamas de hogueras funerarias encendidas allí mucho antes habían resplandecido sobre la llanura como resplandecido éstas ahora. Las habían seguido fogatas en honor a Thor y Woden, que habían tenido su día. De hecho, es bastante conocido que hogueras como las que disfrutaban ahora los habitantes del páramo son las descendientes directas de confusos ritos druidas y ceremonias sajonas, y no una invención del sentimiento popular para conmemorar el Complot de la Pólvora.

Por otro lado, encender fuego es un acto humano instintivo, de resistencia, cuando, con el arribo del invierno, la Naturaleza impone su toque de queda. Es indicativo de una rebeldía espontánea, prometeica, contra el fiat de que el regreso de esa estación traerá consigo tiempos difíciles, una fría oscuridad, tristeza y muerte. Con la llegada del negro caos, los dioses encadenados de la tierra dicen: que se haga la luz.

Las brillantes luces y las renegridas sombras que pugnaban sobre la piel y las ropas de las personas que permanecían de pie alrededor de la hoguera hacían que sus rasgos y contornos generales se delinearan con un vigor y una fuerza dignos de un Durero. Sin embargo, resultaba imposible discernir la expresión moral permanente de cada rostro, porque como las ágiles llamas se alzaban, cabeceaban y revoloteaban en el aire circundante, las manchas de sombras y luces cambiaban de forma y posición constantemente sobre las fisonomías de los miembros del grupo. Todo era inestable, tembloroso como las hojas de los árboles, evanescente como el relámpago. Cuencas oculares envueltas en sombras, profundas como las de la cabeza de un cadáver, se transformaban de súbito en pozos de claridad: un rostro enjuto era cavernoso y después resplandeciente; un rayo cambiante de luz acusaba las arrugas como si se tratara de barrancos o las obliteraba por entero. Las fosas nasales eran simas oscuras; los tendones de los viejos cuellos, molduras doradas; cosas sin ningún lustre particular resplandecían; objetos brillantes, como la punta de una hoz para cortar aulaga que llevaba uno de los hombres, parecían de cristal; los globos oculares fulguraban como pequeñas linternas. Aquellos a quien la Naturaleza había hecho simplemente extraños se tornaban grotescos, los grotescos preternaturales; todo era extremo.

De ahí que resultara posible que el rostro de un anciano, quien, como los demás, había sido convocado a lo alto por las llamas, no fuera sólo la nariz y la barbilla que parecía ser, sino una apreciable fisonomía humana. Permanecía de pie, calentándose complacido junto al fuego. Con una vara o estaca lanzó a la conflagración los restos de combustible que habían quedado en el suelo, al tiempo que contemplaba el centro de la pira y ocasionalmente alzaba los ojos para medir la altura de las llamas o para seguir con la vista las grandes chispas que salían despedidas de ella y volaban hacia las tinieblas. El fulgurante espectáculo y el penetrante calor parecieron despertar en él una alegría acumulativa que pronto llegó al deleite. Con su palo en la mano comenzó a bailar un minueto personal, que hizo que un puñado de sellos de cobre que colgaban de su chaleco brillara y se balanceara como un péndulo; también empezó a cantar, con voz que remedaba el sonido de una abeja que zumbara en una chimenea:

El rey llamó a sus nobles

De uno, dos y tres; «Confesaré a la reina»; conde, Y tú vendrás también. «Merced» díjole el conde,

Y se arrojó a sus pies, «Que diga lo que diga

Os olvidéis después».

La falta de aire le impidió continuar la canción; y su interrupción atrajo la atención de un hombre de mediana edad, firmemente plantado, que mantenía las comisuras de su boca, que había adoptado la forma de un cuarto creciente, severamente estiradas hacia sus mejillas, como para impedir cualquier sospecha de júbilo que pudiera erróneamente achacársele.

—Hermosa estrofa, abuelo Cantle; pero cuidado no sea demasiado para el gaznate mohoso de un viejo como tú —le dijo al arrugado jaranero—. ¿No querrías volver a tener dieciocho, abuelo, como cuando te la aprendiste?

— ¿Qué dices? —dijo el abuelo Cantle interrumpiendo su baile.

—Digo que si no te gustaría volver a ser joven. Hoy en día tu galillo suena medio hueco.

— ¿Pero no te parece que canto con mucho arte? Si no lograra que un poquito de aire rindiera mucho, no parecería más joven que el más viejo de los viejos, ¿no crees, Timothy?

— ¿Y qué hay de los recién casados allá abajo en La Posada de la Mujer Tranquila? —inquirió el otro apuntando hacia una luz tenue en dirección al distante camino, aunque considerablemente apartada del lugar donde el vendedor de almagre descansaba en esos momentos—. ¿Cuál es la verdad de ellos? Deberías saberlo tú, que eres tan sabihondo.

—Pero un poquito tarambana, ¿no? Lo reconozco. El viejo Cantle es un tarambana y a mucha honra. Pero es un defecto que cae del lado de la alegría, vecino Fairway, y que la edad lo cura.

—Oí decir que esta noche vienen para la casa. A esta hora ya deben haber llegado. ¿Qué más?

—Supongo que ahora nos toca ir a desearles felicidades.

—Pues no.

— ¿Qué no? Pensé que debíamos ir. Yo tengo que hacerlo, o se vería muy extraño. ¡Sería la primera juerga que me pierdo!

Disfrázate de monje Que yo también lo haré Que a Eleanor, la reina, Esta noche veré.

—Anoche me encontré con la señora Yeobright, la tía de la novia, y me contó que su hijo Clym venía a casa para pasar las Navidades. Tengo entendido que es muy inteligente; ah, cómo me gustaría tener todo lo que tiene debajo del pelo. Bueno, pues le hablé a la tía con mi alegría de costumbre, y me dijo: «¡Ah, mira qué tonterías dice un hombre que parece de tanto respeto!». Eso fue lo que me dijo. Me importa un pito, que me cuelguen si me importa, y eso mismo fue lo que le dije. «Que me cuelguen si me importa», le dije. Ahí le gané, ¿eh?

—Más bien me parece que ella te ganó —dijo Fairway.

—No —dijo el abuelo Cantle, con expresión levemente encogida—. ¿Te parece que me lo merezco?

—Eso es lo que me parece, pero lo importante es si Clym viene a pasar las Navidades en casa por lo de la boda, para arreglar las cosas, porque ahora su madre se queda sola.

—Sí, sí, eso mismo. Pero escucha, Timothy —dijo el abuelo ansioso—. Aunque tengo fama de bromista, cuando me agarran serio soy un hombre que sabe lo suyo, y ahora estoy hablando en serio. Te puedo contar un montón de cosas sobre los recién casados. Sí, esta mañana a las seis se fueron a lo suyo y desde entonces no se les ha visto el pelo, aunque me imagino que por la tarde habrán vuelto a la casa, ya marido y mujer. ¿No te parece que hablo como un sabio, Timothy, y que la señora Yeobright se equivocó conmigo?

—Sí, no está mal. No sabía que esos dos siguieran andando juntos después del otoño pasado, cuando la tía de la moza prohibió que leyeran las amonestaciones. ¿Cuánto tiempo lleva andando la cosa? ¿Tienes idea, Humphrey?

—Sí, ¿cuánto tiempo? —dijo el abuelo Cantle con tono vivaz, volviéndose también hacia Humphrey—. Eso mismo quisiera yo saber.

—Desde que su tía cambió de idea y dijo que a fin de cuentas podía casarse —contestó Humphrey sin desviar la vista del fuego. Humphrey era un joven un tanto solemne, que llevaba la hoz y los guantes de cuero de los cortadores de aulaga y que, en razón de esa ocupación, tenía las piernas enfundadas en unas sobrecalzas abultadas tan rígidas como las espinilleras de bronce de los filisteos.

—Me huelo que fue por eso que no se casaron aquí. La verdad es que después de tanta vigilancia y de prohibir las amonestaciones, la señora Yeobright habría hecho el ridículo con una boda por todo lo alto en la misma parroquia, como si nunca se hubiera puesto en contra.

—Así mismo es: habría hecho el ridículo; y para los pobrecitos eso es muy malo, aunque de cierto, de cierto, no sé nada, claro —dijo el abuelo Cantle, conservando aún con mucho esfuerzo un aspecto y una expresión juiciosos.

—Ah, pues yo estaba en la iglesia ese día, lo que es muy curioso —dijo Fairway.

—Si no fuera porque soy un simplón no habría ido a la iglesia en todo el año —dijo el abuelo con tono enfático—, y ahora que viene el invierno no voy a mentir diciendo que iré.

—Hace tres años que no pongo un pie en la iglesia —dijo Humphrey—, porque estoy tan muerto de sueño el domingo y queda tan horrorosamente lejos; y si por fin uno llega a ir, la posibilidad de que lo escojan para subir al cielo son tan humanamente pocas, cuando hay tantos que no son elegidos, que mejor me quedo en casa y no voy.

—No sólo dio la casualidad de que había ido, sino que estaba sentado en el mismo banco que la señora Yeobright —dijo Fairway con renovado énfasis—. Y aunque no me creáis, cuando la oí se me erizaron todos los pelos. Sí, es curioso, pero se me erizaron todos los pelos, porque estábamos hombro con hombro.

El que hablaba echó una mirada en torno al grupo, que ahora se había apretado para oírlo, con los labios más contraídos que nunca en el rigor de su moderación descriptiva.

—Es cosa seria cuando le pasa algo a uno en la iglesia —dijo una mujer a sus espaldas.

—«Hablad ahora»: eso fue lo que dijo el pastor —continuó Fairway—. Y entonces se puso de pie la mujer que estaba al lado mío, casi tocándome. «Que me condene si no es la señora Yeobright la que se ha puesto de pie», me dije. Sí, vecinos, aunque estaba en el templo de la oración, eso fue lo que dije. Jurar y renegar en público va contra mis principios, y espero que me perdonen las mujeres aquí presentes. Pero lo que dije fue lo que dije, y diría una mentira si no lo reconociera.

—Así es, vecino Fairway.

—«Que me condene si no es la señora Yeobright la que se ha puesto de pie», dije —repitió el narrador, pronunciando el juramento con la misma expresión de severidad exenta de pasión, lo que demostraba que era por entero la necesidad y no el gusto lo que provocaba la iteración—. Y lo que le oí después fue: «Prohíbo que se lean las amonestaciones». «Hablaré con usted después del culto», dijo el pastor con una voz bajita y llana; sí, de pronto se convirtió en un hombre común y corriente, no más santo que vosotros o yo. ¡Ah, la señora Yeobright estaba pálida! ¿Quizás os acordéis del monumento de la iglesia de Weatherbury, el del soldado que tiene las piernas cruzadas, al que los niños de la escuela le arrancaron el brazo? Pues la cara de esa mujer era igualita cuando dijo: «Prohíbo que se lean las amonestaciones».

Los oyentes se aclararon las gargantas y arrojaron algunas ramas al fuego, no porque esas fueran tareas urgentes, sino para darse tiempo a fin de ponderar la moraleja de la historia.

—Yo lo que sé es que cuando me enteré de que las habían prohibido me puse tan contento como si me hubiera regalado una moneda de seis céntimos —dijo una voz grave. Era la de Olly Dowden, una mujer que vivía de fabricar escobillones. Su natural era cortés tanto con enemigos como con amigos, y se mostraba agradecida a todos por el mero hecho de que le permitieran seguir viviendo.

—Y ahora la moza igual se casó con él —dijo Humphrey.

—Después de eso la señora Yeobright cambió de opinión y se puso muy amable —prosiguió Fairway con aire de no haber prestado atención, para demostrar que sus palabras no eran un apéndice de las de Humphrey, sino resultado de una reflexión independiente.

—Incluso suponiendo que estuvieran avergonzados, no sé por qué no pudieron casarse aquí mismo —dijo una mujer corpulenta que llevaba un corsé cuyas ballenas crujían como un par de zapatos cada vez que se inclinaba o se volvía—. Es bueno juntar a los vecinos y tener un buen jolgorio de vez en cuando; y para eso tanto vale una boda como un santo. No me gustan las cosas que se hacen a escondidas.

—Ah, pues no lo querréis creer, pero no me gustan las bodas rumbosas — dijo Timothy Fairway, recorriendo de nuevo el grupo con la vista—. No culpo a Thomasin Yeobright y al vecino Wildeve por matarlas callando. Una boda en la casa significa horas y horas de bailes de figuras a cinco y seis manos; y eso no le sienta bien a las piernas de quien ya pasa de los cuarenta.

—Verdad. Una vez que uno está en casa de la mujer no hay manera de decir que no a entrar en el baile, sabiendo todo el tiempo que lo que se espera es que uno sude la gota gorda para pagar la comida que le dan.

—Hay que bailar en Navidades porque es una época única del año; hay que bailar en las bodas porque son un momento único en la vida. Hasta en los bautizos la gente mete de contrabando una o dos piececitos, siempre que no pase del primero o segundo hijo. Y eso para no hablar de las canciones que hay que cantar... A mí, por mi parte, me gusta tanto un buen funeral como la mejor fiesta. Se come y se bebe tan espléndidamente como en otras parrandas, y hasta mejor. Y hablar del pobre tipo no te hace doler las piernas, como estar de pie bailando por tu cuenta.

—Supongo que nueve de cada diez personas estarían de acuerdo en que bailar en una ocasión como esa sería llevar las cosas demasiado lejos —sugirió el abuelo Cantle.

—Es la única clase de reunión en la que un hombre serio se siente seguro después de que la botella ha hecho varias rondas.

—Pues yo no entiendo que una dama como Tamsin Yeobright quisiera casarse de una manera tan roñosa —dijo Susan Nunsuch, la mujer robusta, que prefería el tema original de conversación—. Ni los más pobres se casan así. Y yo no le habría hecho ningún caso a ese hombre, aunque hay quien diga que es bien parecido.

—Para ser justos, es un tío listo y preparado a su manera, casi tan listo como era Clym Yeobright. Lo educaron para algo mejor que atender en La Mujer Tranquila. Ingeniero, eso es lo que era el tío, como sabéis; pero tiró por la borda su oportunidad, así que le tocó llevar un establecimiento público. De nada le valió la preparación.

—Como pasa tantas veces —dijo Olly, la fabricante de escobillones—. Y aun así, ¡cómo buscan todos y se agencian la preparación! La clase de gente que antes no habría sabido ni hacer el redondel de la O para salvar el pellejo ahora sabe escribir su nombre sin que le tiemble la pluma, y muy a menudo sin hacer manchones. ¿Qué digo? Casi sin una mesa para apoyar la barriga y los codos.

—Muy cierto. Es increíble lo que ha progresado el mundo —dijo Humphrey.

—Mirad, antes de que me enganchara cómo soldado en los Lugareños Prodigiosos (así nos llamaban), en el año cuatro —intervino animado el abuelo Cantle—, sabía tan poco del mundo como el más mentecato de vosotros. Y ahora, que me cuelguen si se me escapa una, ¿eh?

—Podrías firmar el libro, claro —dijo Fairway—, si fueras lo bastante joven como para matrimoniarte de nuevo, como Wildeve y la señora Tamsin; y eso es más de lo que Humph podría hacer, porque ha seguido los pasos de su padre en lo de la preparación. Ah, Humph, bien que me acuerdo cuando me casé de que la marca de tu padre me miraba a la cara cuando fui a poner mi nombre. El y tu madre fueron la pareja que se casó justo antes que yo, y allí estaba la cruz que había hecho tu padre con los brazos abiertos como un gran espantapájaros. ¡Qué cruz negra tan horrible aquella! ¡Igualita a tu padre! Ni por la salvación de mi alma habría podido parar de reírme cuando la vi, aunque todo el tiempo estaba con una calentura de espanto, con lo del matrimonio, y la mujer colgada de mí, y con Jack Changley y muchos otros de los muchachos riéndose por las ventanas de la iglesia. Pero de pronto me puse frío como el hielo, porque me acordé de que tu padre y tu madre habían tenido como veinte zipizapes desde que eran marido y mujer, y me pareció que yo era el próximo estúpido que se metía en el mismo rollo... ¡Ah, qué día!

—Wildeve le lleva sus años a Tamsin Yeobright. Y linda que es la moza. Una joven así, con casa, tiene que ser medio boba para volverse loca por un hombre como él.

Quien hablaba ahora, un recogedor de turba que se había sumado recientemente al grupo, llevaba terciada al hombro la singular pala de grandes dimensiones y forma de corazón que se emplea en ese tipo de labor, cuyo borde afilado brillaba como un arco argentado a la luz de la fogata.

—Un centenar de mozas lo habrían aceptado si se lo hubiera pedido —dijo la mujer robusta.

— ¿Has conocido a algún hombre, vecina, con el que ninguna mujer se haya querido casar? —inquirió Humphrey.

—Nunca —dijo el recogedor de turba. —Ni yo —dijo otro.

—Ni yo —dijo el abuelo Cantle.

—Bueno, pues yo sí conocí a uno —dijo Timothy Fairway plantándose con más fuerza sobre una de sus piernas—. Conocí a un hombre así. Pero sólo uno, tenedlo en cuenta—. Carraspeó a fondo, como si fuera deber de todas las personas asegurarse de que no se las entendiera mal debido a lo ronco de la voz—. Sí, conocí a un hombre así —dijo.

— ¿Y qué pobre tipo puede haber sido un adefesio tan espantoso como para que le pasara eso, señor Fairway? —preguntó el recogedor de turba.

—Bueno, pues no era ni sordo, ni mudo, ni ciego. No voy a decir lo que era.

— ¿Es conocido por estas partes? —dijo Olly Dowden.

—Bastante poco —dijo Timothy—; pero no voy a mentar el nombre... Vamos, jovencitos, avivad ese fuego.

— ¿Por qué le castañetean los dientes a Christian Cantle? —dijo un chico oculto por el humo y las sombras, desde el otro lado de la hoguera—. ¿Tienes frío, Christian?

Se oyó una voz aflautada y abatida que respondió:

—No, ni un poquito.

—Acércate, Christian, déjate ver. No sabía que estabas ahí —dijo Fairway con una mirada bondadosa en dirección a la voz.

Tras su llamada, un hombre vacilante, de pelo pajizo, hombros caídos y un buen tramo de muñecas y tobillos por fuera de las ropas, avanzó uno o dos pasos por su propia voluntad, y fue empujado por la voluntad de otros media docena de pasos más. Era el hijo menor del abuelo Cantle.

— ¿Por qué tiemblas, Christian? —dijo el recogedor de turba. —Yo soy el hombre.

— ¿Qué hombre?

—El hombre con el que ninguna mujer se quiere casar.

— ¡Y mis narices! —dijo Timothy Fairway, al tiempo que ensanchaba su campo visual para abarcar toda la persona de Christian y mucho más, mientras el abuelo Cantle contemplaba a su hijo como una gallina contempla al pato que ha empollado.

—Sí, soy yo, y me da un miedo tremendo —dijo Christian—. ¿Creéis que no me duele? Yo siempre digo que no me importa, y hasta lo juro, pero claro que me importa.

—Pues que me condenen si este no es el susto más grande que me he llevado en la vida —dijo el señor Fairway—. No hablaba de ti para nada. ¡Entonces hay otro más! ¿Por qué has confesado tu desgracia, Christian?

—Es que las cosas son como son. No lo puedo remediar, ¿no es verdad? — los miró con sus ojos penosamente desorbitados, rodeados de líneas concéntricas, como un tiro al blanco.

—No, es verdad. Pero es una cosa triste, y se me heló la sangre en las venas cuando hablaste, porque me di cuenta de que eran dos los desgraciados cuando yo pensaba que había uno solo. Es una cosa triste, Christian. ¿Y cómo sabes que las mujeres no te aceptarían?

—Se lo he pedido.

—La verdad que nunca pensé que tendrías cara para hacerlo. ¿Y qué te dijo la última? ¿Quizás nada que, después de todo, no se pueda remediar?

—Quítateme de alante, jorobado, flaco, tonto de capirote fue lo que dijo.

—Hay que reconocer que no es alentador —dijo Fairway—. Quítateme de alante, jorobado, flaco, tonto de capirote es una manera bastante dura de decir que no. Pero hasta eso podría remediarse con el tiempo y la paciencia, esperando a que a la moza le salieran algunas canas en la cabeza. ¿Cuántos años tienes, Christian?

—Cumplí treintiuno en la pasada cosecha de la patata, señor Fairway.

—Ya no eres un niño, no señor. Pero la esperanza es lo último que se pierde.

—Esa es mi edad según el bautizo, y es lo que está escrito en el gran libro del juicio que guardan en la sacristía de la iglesia; pero mi madre me dijo que nací un poquito antes de que me bautizaran.

— ¡Ah!

—Pero ni por la salvación de su alma sabia decirme cuándo fue, más allá de que no había luna.

—No había luna; esa es una mala señal. ¡Eh, vecinos!, ¿no es esa una mala señal para Christian?

—Sí, es mala —dijo el abuelo Cantle meneando la cabeza.

—Mi madre supo que no había luna porque le preguntó a otra mujer que tenía un almanaque, como hacía siempre que le nacía un hijo varón, por aquello de que «sin luna no hay hombre»; eso le daba miedo cada vez que tenía un varoncito. ¿De verdad le parece muy serio, señor Fairway, que no haya habido luna?

—Sí. «Sin luna, no hay hombre». Es uno de los dichos más ciertos. El niño que nace en luna nueva nunca llega a nada. Mala cosa, Christian, que hayas asomado las narices en esos días del mes.

—Me imagino que cuando usted nació había una luna llenísima —le dijo Christian a Fairway con una expresión de patética admiración.

—Bueno, no era nueva —contestó el señor Fairway con aire displicente.

—Preferiría pasarme sin un trago en la fiesta de las Cadenas de San Pedro que ser un hombre sin luna —continuó Christian, con su misma cantinela balbuciente—. Se dice por ahí que no soy más que un boceto de hombre y que a mi familia no le sirvo de nada; y me supongo que esa es la causa de todo.

—Sí —dijo el abuelo Cantle, algo desanimado—; y aun así su madre lloró horas y horas cuando era niño, por miedo de que se fuera en vicio y se metiera a soldado.

—Bueno, hay otros a los que les va tan mal como a él —dijo Fairway.

—Las ovejitas enanas tienen tanto derecho a vivir como las demás, pobrecito.

— ¿Entonces debo seguir tirando como pueda? ¿Debo tenerle miedo a la oscuridad, señor Fairway?

—Vas a tener que dormir solo toda la vida; y no es a los casados, sino a los que duermen solos a quienes se les aparecen las ánimas cuando salen. Hace poco han visto una muy extraña.

—No, ¡no lo cuente, por favor! Se me erizan los pelos cuando estoy solo en mi cama y pienso en ellas. Pero lo va a contar; ah, lo va a contar, lo sé, Timothy; ¡y voy a soñar con ella toda la noche! ¿Un ánima muy extraña? ¿A qué clase de espíritu se refería cuando dijo que era muy extraño, Timothy? No, no, no me lo diga.

—Lo que soy yo, no creo mucho en los espíritus. Pero lo que me contaron se parecía bastante a una aparición. Fue un niñito el que la vio.

— ¿Cómo era? No, no lo...

—Era roja. Sí, la mayor parte de las ánimas son blancas; pero a esa parecía que la habían remojado en sangre.

Christian hizo una profunda inspiración, aunque no dejó que le ensanchara el pecho, y Humphrey dijo:

— ¿Dónde fue que la vieron?

—No muy cerca, pero aquí mismo, en el páramo. Pero no hay que estar hablando de eso. ¿Qué les parece —continuó Fairway en tono más animado, planteando la idea como si no hubiera sido del abuelo Cantle—, qué les parece si les dedicamos a los recién casados una canción en su noche de bodas antes de irnos a la cama? Cuando la gente está recién casada lo mejor es tomarlo con alegría, porque mostrarse apenados no los descasa. Como sabéis, no soy bebedor, pero cuando las mujeres y los niños se vayan a casa podríamos dejarnos caer por La Mujer Tranquila y organizar un bailecito a la puerta de la pareja. A la joven esposa la alegrará, y eso es lo que quisiera, porque muchos fueron los tragos que me brindó cuando vivía con su tía en Blooms-End.

— ¡Claro que sí! —dijo el abuelo Cantle volviéndose con tanto brío que sus sellos de cobre se balancearon caprichosamente—. Estoy tan seco como un arenque de estar parado aquí al viento y no le veo el pelo a la bebida desde sabe Dios cuándo. Dicen que la última cerveza de La Mujer es muy buena. Y, vecinos, si nos pasamos un poco de hora, qué importa, mañana es domingo y podemos dormir la mañana.

— ¡Abuelo Cantle! Te tomas las cosas demasiado a la ligera para ser un viejo —dijo la mujer robusta.

—Me tomo las cosas a la ligera. Así es. ¡Demasiado a la ligera para el gusto de las mujeres! ¡Ja! Yo canto «Amigos joviales» o cualquier otra canción cuando un viejo debilucho lloraría lágrimas de sangre. Al diablo; estoy listo para lo que venga.

El rey miró a la izquierda Y fue horrible lo que vio: "Conde, si no jurara

Os colgaría yo".

—Pues bien, eso es lo que haremos —dijo Fairway—. Les dedicaremos una canción y que Dios sea loado. ¿De qué sirve que Clym, el primo de Thomasin, vuelva a casa después de que la cosa está hecha? Tendría que haber venido antes, si tanto quería impedirlo y casarse con ella.

—Quizás venga a quedarse con su madre un tiempo, porque debe sentirse sola ahora que se ha ido la moza.

—Es muy raro, pero yo nunca me siento solo; no, ni un poquito —dijo el abuelo Cantle—. ¡Por las noches soy tan valiente como un almirante!

La hoguera ya comenzaba a extinguirse, porque su combustible no había sido de ese tipo sustancial que sostiene largo tiempo las llamas. La mayoría de las otras fogatas que se veían en el ancho horizonte también comenzaban a menguar. Una atenta observación de su luminosidad, su color y su duración habría revelado la calidad del material quemado, y, por su intermedio, hasta cierto punto, el producto del distrito en que cada fogata estaba ubicada. La clara, majestuosa refulgencia que caracterizara a la mayoría era expresiva de una zona de páramo y aulaga como la de ellos, que en una dirección se extendía por un número ilimitado de millas; las rápidas llamaradas y consunciones de otros puntos cardinales apuntaban a un combustible más ligero: paja, vainas de habichuela y los desperdicios usuales que producen los terrenos cultivados. Las más resistentes de todas —que exhibían unas luces firmes e inalterables, como planetas— hablaban de madera en forma de ramas de avellano, haces de zarzas y leña de troncos caídos al suelo. Las fogatas de estos últimos materiales eran escasas, y aunque relativamente pequeñas en magnitud comparadas con las hogueras fugaces, ahora comenzaban a ganarles la partida, simplemente debido a su mayor duración. Las grandes habían perecido, pero esas se mantenían. Ocupaban los puntos más remotos que resultaban visibles: cimas recortadas contra el cielo que se alzaban en distritos ricos, de sotos y plantaciones, hacia el norte, donde el suelo era diferente y el páramo algo ajeno y extraño.

Salvo una; y era la más cercana de todas, la luna de toda esa brillante constelación. Estaba ubicada en dirección exactamente opuesta a la ventanita que se divisaba en el valle a los pies del túmulo. Era tal su cercanía que, a pesar de su pequeñez, su fulgor superaba infinitamente al de las demás.

Ese tranquilo resplandor había atraído de cuando en cuando la atención de algunos de los reunidos; y cuando su propia hoguera menguó y perdió su brillo, la atrajo más; hasta algunos de los fuegos de leña encendidos más recientemente habían comenzado a declinar, pero en ella no se percibía ningún cambio.

— ¡Qué cerca está esa fogata! —dijo Fairway—. Al menos esa es la impresión que da. Distingo a un tío que camina a su alrededor. Una fogata chiquita y buena, qué duda cabe.

—Podría alcanzarla de una pedrada —dijo el muchacho.

— ¡Y yo también! —dijo el abuelo Cantle.

—No, no, no podríais, hijos. Ese fuego no está a mucho menos de una milla, aunque parece tan cerca.

—Está en el páramo, pero no es de aulaga —dijo el recogedor de turba.

—Es leña rajada, eso es lo que es —dijo Timothy Fairway—. Nada arde así a no ser la madera. Y está en la lomita frente a la casa del viejo capitán, en Mistover. ¡Qué curioso es ese hombre! ¡Hacer una fogatita en su patio a la que nadie más puede acercarse ni disfrutar! Y qué turulato tiene que estar un viejo para encender una hoguera donde no hay jóvenes a los que darles gusto.

—El capitán Vye salió a dar un largo paseo hoy y está muy cansado, así que no creo que sea él —dijo el abuelo Cantle.

—Y no puede darse el lujo de gastar así buen combustible —dijo la mujer robusta.

—Entonces debe ser su nieta —dijo Fairway—. No es que a sus años un cuerpo necesite mucho fuego.

—Tiene manías muy extrañas, como la de vivir allá arriba sola, y le gustan esas cosas —dijo Susan.

—Es una moza muy agraciada —dijo Humphrey, el cortador de aulaga—, sobre todo cuando se pone una de sus batas elegantes.

—Cierto —dijo Fairway—. Bueno, pues que arda su fogata y que le aproveche. La nuestra da la impresión de que está por apagarse.

— ¡Qué oscuro está ahora que se apagó el fuego! —dijo Christian Cantle echando una mirada a sus espaldas con sus ojos de liebre—. ¿No creen que sería mejor que nos fuéramos a casa, vecinos? Ya sé que el páramo no está hechizado; pero mejor nos marchamos a casa... Ah, ¿qué fue eso?

—Es sólo el viento —dijo el recogedor de turba.

—No se debería esperar el Cinco de Noviembre, a no ser en el pueblo. ¡En lugares que están lejos de todo, tan dejados de la mano de Dios como este, se debía celebrar de día!

—Boberías, Christian. ¡Compórtate como un hombre! Susy, querida, tú y yo vamos a bailar una jiga — ¿no crees, mi amor?— antes de que oscurezca demasiado para ver lo bonita que te conservas todavía, aunque hayan pasado tantos veranos desde que tu marido, ese hijo de mala madre, te apartara de mi lado.