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Esta novela narra parte de la decadencia del Partido Único; trata de la esperanza del pueblo que desea mejorar, el gobierno que no pretende cambiar, el uso de la fuerza para conservar el poder y la resignación para sobrevivir a la miseria. Su trama se centra en el personaje de Max Urdiales, el hombre más leal del Partido, cuya labor lo lleva a embarcarse en la búsqueda del mejor representante de esa institución, el Licenciado X. Durante su búsqueda, Urdiales expone lo que aprendió a lo largo de su intento de carrera política y narra los eventos que mantuvieron al mismo grupo en el mandato. Mientras ve con cierto humor la miseria provocada por el Partido Único, comienza a surgir en su interior la duda sobre su futuro y sobre el reconocimiento que podría jamás llegarle; después de todo, los valores a los que es leal incluyen la violencia, el fraude y las mentiras.
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Seitenzahl: 264
Veröffentlichungsjahr: 2024
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COLECCIÓN POPULAR
924
EL RENCOR
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2023 [Primera edición en libro electrónico, 2024]
Distribución mundial
D. R. © 2023, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
Comentarios: [email protected] Tel.: 55-5227-4672
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-8145-4 (rústico)ISBN 978-607-16-8176-8 (ePub)ISBN 978-607-16-8187-4 (mobi)
Impreso en México • Printed in Mexico
—¿Conoce usted a Pedro Páramo? —le pregunté. Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza—. ¿Quién es? —volví a preguntar.
—Un rencor vivo —me contestó él.
JUAN RULFO
El PRI es la institucionalización del rencor.
JUAN VILLORO
El inframundo
El mundo
El cielo
—CUANDO la gente dice: “Soy feliz”, busco de inmediato dónde tiene escondido el alcohol —le iba diciendo al taxista—. No tengo problemas con la bebida sino con la gente. Pero es sólo en público. Que yo recuerde, jamás he hecho el ridículo conmigo mismo. ¿Es usted feliz? —le pregunto.
El taxista me mira por el retrovisor y me confirma que no trae botellas a bordo.
—Cuando sea grande quiero ser sobrio como usted —le respondo, aunque calculo que él tiene como diez años menos que yo—. Admiro a la gente que enfrenta la vida apretando los dientes.
Y no es que quisiera hablar con el taxista, sino que tengo este acto que me gusta representar a veces; es un discurso lleno de frases ingeniosas y chistes infalibles. Esta vez lo uso para disimular que apesto a alcohol y que son apenas las cuatro de la tarde, que no traigo calcetines y que la cabeza se me va un poco de lado. Conmigo mismo no me da pena el olor y la boca pastosa, pero sí con la gente que no está bajo mis órdenes, aunque sea este taxista al que quizás no volvería a toparme. Fue por eso que me rellené la boca de chicles de menta, encendí un puro que apagué contra la ventana después de que el taxista me anunció que estaba prohibido fumar y traté durante todo el trayecto de presentar el acto para que él supiera que no soy alguien a quien se puede justificar y compadecer, sino un tipo esencialmente listo, experimentado. Y entonces le conté lo del divorcio con Marcia y lo humillante que era para mí ver a las niñas en la banqueta. Verán: engañé a Marcia primero pero no debía usar a las niñas como venganza. No puedo mandarla golpear porque las niñas sufrirían. Si le desfiguran la cara, las niñas no tendrían con quién identificarse. Es lo único que me detiene: mi maldita conciencia.
—He estado ahí y se lo digo, amigo, no vale la pena ser infiel —le platico al taxista entre chicles nuevos—. El adulterio es una confusión momentánea mediante la cual uno está convencido de que una mujer ajena será muy distinta de la propia —sonrío, pero el taxista no me sigue.
Y le fui infiel a Marcia, para no ser más obvio, con una de esas edecanes que lo mismo sirven en los actos del Partido que en la Cámara o en la Recámara. Ya saben: con la que usaba el escote más abierto y mascaba el lápiz; se llama Venecia. Se la quité a un encargado de difusión del Congreso, más joven que yo, como de unos veintitantos años. Caemos por los trucos más bobos. La competencia es uno de los más antiguos. Y sí, lo hice casi sin planearlo, y cuando me descubrió Marcia y traté de dejar a Venecia, ésta dijo que se ahorcaría. Un día se hizo unos cortes en el brazo. Volvimos. A los pocos meses, Venecia, sin avisar, comenzó un romance con un diputado. El infeliz. Un día de estos quiero mirarlo directo a los ojos. Seguro se acobarda.
Lo de la edecán no tuvo mucho de memorable: me cocinaba en su casa atrás del Monumento a la Revolución —vivía a media cuadra del Partido—; luego, tras los resultados, yo la invitaba a comer y a cenar —los desayunos están reservados para hacer política— y la aventura fue reflejo de la comida. Me trató como a sus propias venas. En una primera etapa me retacó con grasa y colesterol. En la segunda, menos interesada, me sacó hasta la última gota de donaciones voluntarias, muchas joyas y unas vacaciones en Acapulco. En la última etapa me cortó.
—Nunca he logrado que una mujer se enamore de mí —le estoy diciendo al taxista que apaga el radio por tercera vez—. Lo que tengo que ofrecerle realmente no es visible ni motivo de obsesión. Y es que lo único que tengo que ofrecerles es la idea de que tengo algo que ofrecer. Una vez que caen en la cuenta, el final es sólo cuestión de días. ¿Es usted casado?
El taxista me clava la mirada por el retrovisor. Tiene una novia en Cuba, el inocente.
Y le cuento cómo veo las cosas después de ser casado, adúltero y corrido de mi propia casa hacia un hotel:
—Uno puede preguntarse si es mejor la libertad estando solo o formar una familia añorando el espacio propio, pero un día la pregunta misma expira: uno es ya demasiado demente para querer la soledad o demasiado solitario para formar una familia —sentencio, pero mi memoria se va hacia el hecho de que Marcia movía los labios hasta cuando veía la tele. No fue por su inteligencia que me casé con ella, si deben saberlo.
—Mi esposa no tiene sinapsis, sólo diablito —me río pero con tos.
El taxista me sugiere que si quiero vomitar saque la cabeza por la ventana. Le aseguro que no tengo nada. Me vuelvo a disculpar por no saber qué día de la semana es. La edad es un golpe. Llega poco a poco después de las primeras canas. No importa lo que uno haga, el tiempo llega. Se te olvidan las fechas, te sofocas por nada, tienes dolores en lugares que no existían, bebes más, durante más días, con gente que no conoces. Por mi aspecto nunca adivinarían mi edad. Parezco veinte años más viejo. Veo a mis ex compañeros de la universidad y parecen mis sobrinos. Después de que Marcia me echó y me quitó mi derecho a ver a las niñas en interiores, engordé, se me cayó el pelo, los ojos se me transfiguraron en dos sacos. Lo que ahora ven.
—La madurez, maestro, es un proceso de decepción acompañado de más degradación física y la ilusión de que uno finalmente sabe lo que es la madurez —sentencio y vuelvo a reírme.
Esta vez el taxista me sonríe por el retrovisor. La frase necesita su silencio pero he logrado que el taxista sea mi audiencia y no hay algo que un político pueda hacer contra eso: hay que seguir hablando. Recuerdo a mis amigos de la universidad.
—Había idealistas y cínicos —le cuento con la boca rellena de chicles al taxista, quien le da un trago a su botella de agua—. Al salir de la universidad a trabajar, los idealistas se transformaron en indigentes y los cínicos en hombres de negocios. Yo me quedé en el Partido; es mi clase media posible.
Saco la cartera y le enseño al taxista mi credencial manoseada que me acredita como asesor del Comité Nacional en asuntos legales internacionales.
—Bueno, Lic —dice el taxista—, ¿se va a bajar ya?
Miro por la ventana y estamos en las rejas negras del Partido, frente a la caseta de vigilancia. El taxi está detenido. Le pregunto si llevamos mucho tiempo aquí.
—Veinte minutos —responde señalando el taxímetro— y contando.
***
En el mural de la Revolución pintado por Eppens habían colgado un enorme moño negro. El Partido era un funeral: la campaña se estaba haciendo basada exclusivamente en que nos habían matado al candidato a la Presidencia. Los expertos decían que la gente saldría a votar en masa, no por el candidato sustituto, un hombrecillo de lentes que lo único de prominente que poseía era su nariz, sino por el miedo a la muerte. Votar por un muerto para no morirse. Sonaba extrañamente lógico. En la entrada del edificio A el atado de terciopelo negro se venía abajo con lentitud, como cuando se draga a un elefante marino muerto, así que la gente corría por la escalinata para salvarse de ser asesinada por el peso del duelo nacional.
El adjunto del subsecretario de Acción Política, un tal Treviño o Cariño —no oí bien—, me recibió en la puerta. Seguro un economistucho con diplomado balín en el extranjero; se exprimía las manos mientras caminaba para atrás: “Un honor, licenciado, perdón que le hayamos molestado para venir hasta acá. Son cosas que por teléfono no se pueden tratar. Para mí, en lo personal, es un honor conocerlo”. No me impresionó. En política el respeto es una forma de la mentira. Y en su caso era una farsa: durante tres años nadie me llamó por teléfono, era como si me hubiera muerto, y es que no sé nada de economía. Menos de altas finanzas, que es algo que comienza cuando tu jefe compra ilegalmente una empresa y tú acabas en la cárcel.
El Treviño o Cariño siguió caminando hacia atrás como una bailarina. Debió de pensar que mi panza era un arma. Y no se equivocaba, aunque es de doble filo: intimida y me hace perder el equilibrio con facilidad. Bueno, también ayuda la ginebra. Pero mi barriga puede abrirme paso o hacérmelo perder. Me hizo sentarme en su sofá de cuero rojizo que hacía ruidos de estómagos molestos mientras uno trataba de acomodarse. El sillón tuvo problemas para digerir mi humanidad pero, al final, cedió y tomó forma debajo de mí como un catafalco. Quedé justo con la vista al retrato del candidato muerto con un moño que lo cruzaba como si su cara fuera una boleta electoral tachada de antemano.
Pregunté dónde estaba el secretario de Acción Política, a quien esperaba conocer. Aparentemente estaba en una reunión. Me indigné. Soy miembro del Partido desde los veintiséis años y no puedo hablar con el jefe. O al menos con el amigo, y éstos, normalmente, deben ser la misma persona; si no, estás en problemas. Hice mi gesto de inconformidad que consiste en doblar la muñeca para que aparezca mi esclava de oro bajando hacia el antebrazo. En política la forma es fondo, eso todo mundo lo sabe. Y las joyas en política son justo eso: que uno tiene tanto dinero como para, además de a las mujeres, regalárselas a uno mismo. Amagué con irme tomando los brazos del sillón como si fueran el caballo con arzones de los gimnastas, pero el peso me traicionó y caí en el hueco del sillón que, como una máscara mortuoria, tenía mi reverso improntado.
—Una disculpa, licenciado, de veras, pero es que lo estuvimos esperando —dijo Tre-Cariño.
—Pero si me retrasé sólo veinte minutos —me quejé.
—La reunión era hace dos días, licenciado.
Me jalé el pantalón para que no viera que no traía calcetines, mastiqué la bola de chicle y volví a escuchar el timbre del teléfono en la lejanía, justo al lado de la cama del hotel —pero, claro, yo dormí en el baño algunas de esas noches—, y a recordar que, cuando contesté, se cayeron las botellas jaladas por el cable del auricular y seguí durmiendo mientras alguien me decía la hora y la fecha de la cita, que no recordé sino después. Ahora sabía que “después” eran dos días. Fruncí el ceño y me concentré en su boca, que se movía como un ciempiés.
El asunto, que este reintegro de Acción Política quería tratar, me extrañó hasta causarme un dolor en la nuca, como cuando tratas de fingir una carcajada con alguien que, más bien, te pone tenso. Le llamó la “comisión” y tenía que ver con una historia añeja, vencida, rancia, de dentadura postiza: buscar al Licenciado X. Tenía algunos años de no oír su nombre o, mejor, su letra.
—Usted es quien mejor lo conoce, él le tiene confianza —me dijo mientras el sofá de cuero negro eructaba. Si se juzga por el mobiliario, el Partido se murió en algún momento de los años setenta—. Usted tiene la experiencia. No desconocemos que usted fue su secretario particular.
—Me dirigió mi tesis universitaria hasta que descubrí que no cursó ni la primaria.
—Pero usted trabajó directamente en su casa hace algunos años.
—Sí, le preparaba documentos, digamos. Íbamos a hacer su biografía —me llevé el puro apagado a los labios, pero recordé que tenía una bola de chicle adentro y que la punta se pegaría— pero el viejo guardaba tantos secretos que las únicas memorias que obtuvimos fueron las prenatales. Tengo cien páginas sobre quien cree que fue su padre. Le interesarían: creo que usted aparece en esa lista —me reí, pero no hubo respuesta del Pollo Nonato, Cari-Treviño. A diferencia de mi generación, ahora ser joven es ser solemne.
—Vaya a ver qué quiere, licenciado, por favor —rogó el economista de buró—. El Partido lo necesita. Sin usted la campaña se detendrá por completo en un camino rural y la prensa lo sabrá. Hable con él, razone, díganos qué pide.
—El hombre tiene todos los años —reflexioné masajeándome la nuca—, no creo que quiera algo más que hablar de su infancia y pedir un pañal.
—Antiguos agentes de seguridad nacional, gente como Júpiter Gómez —el reintegro de hombre se quitó los lentes dramáticamente—, nos ha dicho que es él quien está detrás de las obstrucciones a la caravana del candidato sustituto. Le diré algo confidencial: derriban árboles en los caminos rurales, bajan supuestos campesinos de los montes, bloquean con piedras las carreteras. Y es la gente del Licenciado X.
—¿Qué gente? ¿Tiene gente? ¿No serán sus nietos?
—El Partido lo comisiona para encontrarlo.
—¿Dónde?
—Se mueve. Le daré la agenda del candidato-sustituto en los primeros tres días de la semana entrante. No sabemos dónde X atacará de nuevo.
—Yo opino que no podría atacar ni a un filete con papas. ¿Están seguros de que es él? —respondo jalándome el bigote porque acaba de darme un retortijón jijo.
—Un ochenta y siete por ciento —responde: el reintegro es de Harvard. Seguro.
—Quiero reportarle directamente al presidente del Partido —exijo blandiendo el puro apagado y aparece, de nuevo, la esclava de oro.
—Tendrá usted línea directa, licenciado. Todos los detalles han sido resueltos desde hace dos días —me ayuda a levantarme, le tiemblan hasta las rodillas, se pone colorado del esfuerzo y mira en dirección a mi corbata. Entonces me fijo: tengo gotas de sangre—. La camioneta lo espera abajo. Se lo agradecemos infinitamente —cierra el elevador.
“Se lo agradecemos.” En política se habla en plural para esconderse en el anonimato. La política es un juego de amotinados. Se esconden entre una multitud y de pronto alguien saca la pistola. Como con el candidato asesinado. Sólo se ve una mano armada como si ambas hubieran nacido siamesas. Es algo que he aprendido con los años: la violencia no es lo opuesto a la política, es su premisa.
Cuando salí a la explanada estaba sudando y las piernas me temblaban. Ahora que lo recuerdo, nunca le dije que sí a la “comisión”. En eso iba pensando cuando vi una enorme palomilla negra revolotear aventada por el viento. La tuve copulando con mi cara durante cuatro segundos. Ciego, rodé por la escalinata. La gente que pasaba me aplaudió.
***
Aturdido, fui al baño y me mojé la cara con el chorrito de agua que salió después de un angustiante pujar de aire. Las tuberías del Partido tienen treinta años sin cambiarse. Ésos son los años que tiene de muerto y sigue ganando elecciones. Bajé con un dolor de cabeza que me punzaba. En el cofre de la camioneta con el logo del Partido se desenvolvía una silenciosa partida de cartas. Los jugadores parecían recién extraídos de entre las cobijas: los pelos parados, los ojos hinchados y varios botones de las camisas abiertos. Y eso que uno de ellos era una mujer, o lo que quedaba de ella. Me abrazó y; me llegaba al pecho:
—Soy Estelita Vaquero.
—Dígame su nombre, no su apodo —la reconvine alejándome para sacudirme la tierra de las rodillas.
Y resultó que ése era su nombre y, por su cara, supe que me había ganado una enemistad por un buen rato. Estelita Vaquero era de ese tipo de mujeres maduras que no son ni guapas ni feas, sino que son sindicalizadas: manejan los rumores sexuales en una oficina, extraen sistemáticamente el material de allí y, al rato, ponen una papelería; son de las que proponen igual una rifa que un paro de labores en lucha por uniformes nuevos. De hecho, este tipo de mujeres no poseen otro guardarropa que la colección de uniformes que el gobierno le reparte a sus sindicatos que, a su vez, son parte del Partido: trajes sastre azul marino con falda corta muy entallada, medias y zapatos negros de tacón bajo. Lo único que se compran es la ropa interior y las blusas. Y con cada nueva década cumplida se desabrochan un botón más. Por el escote supe que Estelita llevaba una vida vistiéndose con el gobierno. Por supuesto, ni Estelita ni los demás conocían el objetivo de la “comisión”, sino que sabían apenas lo suficiente: a qué horas presentarse y cómo cobrar por todo. Arreglándose el cabello, que despidió una oleada de shampoo de coco, Estelita explicó sus funciones:
—Soy su secretaria. Tomo notas, hago llamadas, arreglo citas, las cancelo también. Quizás hasta le puedo comprar un par de calcetines y mandarle la corbata a una tintorería —atacó, pero ante los subordinados traer o no calcetines no me incomoda. Con los subordinados los primeros minutos son clave para definir límites y distancias. Nunca dejes que te abracen.
—Pero si va a ser un viaje por carretera, no sé cómo es que usted pueda servirme de algo —le confesé y, por su cara, supe que tenía una enemiga de por vida.
—La camioneta será su oficina, doctor.
—Soy sólo licenciado, doña Estela.
Frunció la boca. Era poca cosa ser la secretaria de algo menos que un doctor y era insultante que le quitara el diminutivo a su nombre y le agregara los años que le calculé. Me siguió diciendo doctor. Tenía un cinturón de donde colgaba un radiotransmisor y un bíper. Por la forma de quebrar la cadera del lado en el que portaba los aparatos supe que ése era su poder a la mano, como el revólver para un cowboy. “Vaquera”, la llamé cada vez que me dijo “doctor”.
El otro sujeto era el chofer, Domingo, quien, a lo lejos, me había parecido una señora arrugada y con peinado de salón. Según él, había sido empleado del depuesto presidente chileno Salvador Allende. Su historia no me impresionó: condujo a Allende a La Moneda el día en que le dieron un golpe de Estado, salió corriendo cuando los bombardearon, cruzó la frontera hacia Perú y se vino a México, donde el Partido le dio un puesto vitalicio que, seguro, también pagaba algún sindicato. Digo, el tipo debía tener más de setenta años. Lo que me hizo dudar de su historia fue que me la contara de entrada, que la describiera con tedio y que no tuviera acento chileno sino veracruzano. De cerca, supe que era un tramposo: me saludó con un tres de corazones en la palma de la mano.
—¿Conoce usted nuestro primer destino? —lo interrogué, escupiendo la bola de chicles de menta que se pegó en la base de un pilar del estacionamiento. Me apetecía un trago en ese instante, de lo que fuera, pero que hiciera daño.
—Como le dije alguna vez a don Salvador Allende: “Usted dígame y lo llevo al final de los Andes”.
En ese momento supe que, queriendo ir a Huichapan, íbamos a terminar en Valparaíso.
El otro sujeto nunca se acercó. Recargado sobre la puerta de la camioneta gris —así lucía mejor el logo del Partido, porque las boletas electorales son grises— fui a su encuentro. Era un tipo corpulento, que me sacaba media cabeza y ésta se encontraba rapada. Sin duda era un hombre del desierto porque usaba cinturón con una hebilla en forma de serpiente. Cuando le extendí la mano se sacó los lentes oscuros y pude ver una cicatriz que iba del final de la comisura extrema de su ojo derecho, transitaba por su párpado, pasaba por el puente de la nariz, abarcaba el otro párpado, para terminar en la comisura del ojo izquierdo.
—El Chino —se presentó, llevándose la mano estricta a la sien.
Vi la cara rasgada del Chino y pensé que el trabajo lo habría hecho una esposa engañada: el machete era el arma más a la mano. No sé por qué fue lo primero que se me vino a la cabeza. Un tajo a la cabeza. Y quise preguntarle sin ser entrometido:
—¿Es usted militar?
—No —respondió frío—. Soy de actividades deportivas.
—¿Se pegó usted contra una valla en alguna carrera?
—No, fue contra un universitario, un activista radical —dijo y prendió un encendedor con la velocidad de un golpe mortal a la garganta.
Me asusté, di un salto hacia atrás. Y me volví a caer contra un tope amarillo, de ésos que marcan el número del estacionamiento. Hasta el suelo de los sótanos del Partido llegó la lumbre de su encendedor.
—Para su puro, licenciado —aclaró el Chino.
—Por supuesto —no me quedó más que responder.
Y tendido sobre mi espalda y pufeando humo terminó mi primera reunión de trabajo.
***
Hubiera esperado hasta el siguiente día para comenzar esta “comisión”, tomarme unos tragos, relajarme, pensar, despedirme de las niñas, aunque fuera en la banqueta. Después de todo acababa de aceptar una “comisión” que, según yo, me reinsertaría en el candelero del Partido, y que, a la larga, me llevaría quizás a regresar a la Cámara de Diputados. Mi fantasía entonces era sorprender en un cubículo desvencijado a Venecia y a su nuevo amante.
La comisión. Después de ésta jamás acepté otra. Y quizás si hubiera tenido tiempo de pensarla, me habría retirado a tiempo, pero mis colaboradores no querían esperar. No era “mística partidaria” sino que podrían cobrar las horas extras, cada quien en la dependencia de gobierno en la que se les pagaba como “en comisión especial”.
—Si seguimos en la carretera después de las cinco de la tarde cobramos doble —explicó sin ambages Estelita la Vaquera—. Sea gente, vámonos a comer y empezamos a las cinco.
—Comeremos en el camino —ordené revisando el itinerario del candidato de los primeros tres días de la siguiente semana. No estaba muy activo. Iba a visitar una población por día. Confiaban demasiado en el candidato muerto para ganar—. Domingo —le ordené al chofer—, tome hacia Actopan.
—¿Eso está como hacia el norte? —se rascó la cabeza el chofer del Poder Popular.
Asentí. “Exacto, como si fueras hacia Perú”, pensé.
—Tome sus viáticos, doctor —me extendió Estelita la Vaquera un sobre con dinero—, para que coma cuando le dé la rechingada gana.
La Vaquera estaba tan brava que la dejé con el sobre extendido. “Puedo pagar mi reingreso a la militancia activa con mi propio dinero, qué carajos”, pensé. Agité la pulsera de oro en su cara, maquillada con plastas y delineadas las cejas, hasta que se dio la vuelta en el asiento del copiloto. Me acomodé en el asiento trasero de la camioneta, al lado del Chino, cuyas ventajas como acompañante eran ser prácticamente mudo y tener el buen gusto de usar lentes oscuros sobre su atroz cicatriz. Dormité durante las siguientes horas. La carretera estaba atestada de símbolos del Partido tachados con el moño de luto. El moño, las equis, tachar una boleta electoral, todo es el mismo signo: las cananas cruzadas de los que hicieron la Revolución.
En un cerro habían talado los árboles para darle forma de la cara del candidato sustituto, pero parecía, más bien, un Woody Allen anoréxico. La ciudad continuaba hasta hacerse casuchas, talleres mecánicos, fábricas polvorientas. Las entradas a cada pueblo tenían por todo nombre la consigna del candidato del Partido en la localidad. Todos con su foto. ¿Para qué ponían las fotos en la propaganda si muchos de ellos parecían ex convictos o quienes, en algún futuro no lejano, lo serían? ¿Para qué las fotos si la gente sólo tenía que cruzar en la boleta los tres colores de la bandera nacional?
***
El Licenciado X. Él había participado en muchas elecciones como ésta. Unas siete presidenciales, según mis cálculos. Cerré los ojos. Sé lo que me contó y quiero ser iracundamente honesto con ustedes. La primera vez que el Licenciado X participó en una elección le faltaban cinco años para tener la edad legal para votar y tres horas para que fuera el 7 de julio de 1940. Estaba en la antesala afuera de la oficina del candidato a la Presidencia y de su jefe de campaña. Adentro se dio esta conversación:
—Con todo lo que hemos hecho, los mítines, las presentaciones personales, los amarres con los grupos locales —le dijo Miguel Alemán al candidato Manuel Ávila Camacho—, yo creo que vamos a perder.
El candidato se acomodó la corbata sobre el piyama, miró fijo a su compadre, boqueó y se soltó a llorar.
Quince minutos después un militar apareció en la sala de espera donde un grupo de no más de veinte muchachos jugaban rayuela. Los formaron en cuatro filas. El militar, quien se presentó como el coronel Malpica, los arengó:
—Si participan con valor en esta jornada electoral, en esta fiesta de la democracia, se habrán ganado un lugar en el Partido.
El Licenciado X, apenas un adolescente recién salido de su pueblo y que no podía mantener la mandíbula cerrada, no sabía lo que era una elección presidencial y no vio con extrañeza que le extendieran una carabina. A Demetrio Sóstenes, que ya tenía como veinticinco años, le tocó la metralleta Thompson.
Cuando llegaron a Plaza Miravalle, la casilla ya estaba tomada por el enemigo. La cosa funcionaba así: el primero en llegar se hacía del control de las papeletas y se rellenaban las urnas. Lo que contaba no eran las boletas cruzadas sino el parque de cada facción. Así que el pequeño batallón en el que, casi sin darse cuenta, había terminado el joven Licenciado X recibió la orden de retomar la casilla.
—¿No sería mejor ahorrarse las elecciones y sólo matar al enemigo? —preguntó el Licenciado X cuando no sabía nada de política.
—No somos animales, muchacho —lo reconvino el coronel Malpica—. Ahora somos democráticos.
Y los enviaron a la carga.
El Licenciado X no sabía quiénes eran, pero la historia dice que Emilio Madero y Jacinto B. Treviño se abrazaron a las urnas. Ambos revolucionarios, ahora se oponían al Partido y eran almazanistas. Fueron rodeados, pero el batallón de muchachos estaba tan cerca que, de haberles disparado a los adversarios, se hubieran matado entre ellos. Hubo un breve diálogo entre el coronel Malpica y Madero:
—Así es la política —abrió el coronel Malpica.
—Pero mi hermano Francisco se saldría de su tumba si supiera lo que están haciendo con la democracia.
—Pues, si se sale, habría que volver a enterrarlo.
Lo que se ordenó a continuación fue someter a los enemigos a culatazos. Mientras se protegían la cara, Madero y Treviño soltaron las urnas. Demetrio Sóstenes y el joven Licenciado X se quedaron con ellas. Todo parecía haber terminado pero entonces el coronel Malpica recibió un mensaje radial: “Emergencia electoral en Juan Escutia 37”. Eso quería decir que había una balacera.
—Vamos a reforzarlos —ordenó el coronel Malpica.
—¿Qué hacemos con las urnas? —preguntó el Licenciado X.
—Tráiganselas —ordenó el coronel Malpica sin titubear.
Así que se fueron corriendo con las urnas todavía llenas con votos a favor del enemigo Almazán. En el camino el joven Licenciado X le preguntó a quien poseía las rodillas sobre las que iba sentado dentro de un apretado Buick:
—Oye, ¿y quién es el enemigo?
—El que diga mi coronel hasta que mi general diga lo contrario —respondió alguien que se llamaba Júpiter Gómez, un muchacho de la edad del Licenciado X.
Cuando llegaron apenas eran las ocho de la mañana, hora en que debían instalarse las casillas por todo el país. Desde el balcón del edificio bajaba una cascada de balas contra la que trataban de lidiar, pecho tierra —pecho banqueta—, los del Partido.
—Oye, Júpiter —siguió preguntando el joven Licenciado X con la carabina entre las manos—, ¿por qué no les dejamos la casilla y nos vamos a otra que no esté tomada?
El coronel Malpica, resguardado por una pared, oyó la propuesta y explicó a gritos en medio de las detonaciones:
—Porque en esta casilla es donde vota el presidente Cárdenas y ya van dos veces que viene y no lo dejan votar. Y eso que todavía no se abren las casillas. Vamos a arreglar esto democráticamente —ordenó y sacó un revólver de su cinto.
A media cuadra el batallón electoral tuvo que ir pecho banqueta porque el enemigo dirigió una carga de metralla contra ellos. El último tramo fue un dejar cuerpos inertes y recuperar sus carabinas. A Demetrio Sóstenes lo mataron y su Thompson estaba caliente cuando el Licenciado X la tomó entre sus manos. La calle y las paredes de las casas se empezaron a llenar de agujeros de bala y de sangre. Pero sólo tras unos diez minutos de infierno en los que el Licenciado X gritaba: “¿Pues qué no sería más fácil perder?”, y el coronel Malpica le respondía, enloquecido, entre los disparos: “¡Esto es perder, cabrón, esto es perder!”, al enemigo se le terminó el parque. Se hizo un silencio. Al principio el coronel Malpica pensó que se trataba de una trampa para matarlos una vez que estuvieran de pie, pero desde el balcón se escuchó una voz que aceptaba la derrota con una camisa blanca amarrada a un rifle.
Mientras los bomberos lavaban calles y paredes con mangueras, y se retiraban los cuerpos, a los enemigos se les despojaba de los botones que decían: “Viva Almazán”. Después los conducían con las manos esposadas a los camiones de la policía. Todo mundo se movía con diligencia porque venía el presidente de la República. El Licenciado X jamás había visto a uno, pero ese día conoció a Lázaro Cárdenas. Llegó con su secretario, Agustín Arrollo Ch., nombre que hizo reír al joven militante.
—La “ch” ¿por qué será? ¿De chingón? —se preguntó a sí mismo. Ahí nació su adoración por los poderosos que llegó a ser penosa.
—Casilla instalada, mi general —se presentó el coronel Malpica frente al presidente Cárdenas.
—Qué limpio está todo —murmuró Cárdenas viendo la sangre yéndose por las coladeras.
—¿Qué? ¿Va a haber baile, coronel? —bromeó Arrollo Ch.
—Ya hubo —sonrió el coronel Malpica levantando las cejas.
Los funcionarios votaron rápido posando para un fotógrafo y se retiraron en el Cadillac.
—Que no sean nomás dos votos a favor del candidato —ordenó el coronel Malpica—, así que a vaciar el padrón y no me discriminen a los muertos, pues aquí todo ciudadano tiene derecho a votar.
Mientras el Licenciado X cruzaba boletas a favor del Partido, la imagen de esqueletos haciendo fila para elegir nunca se le quitó de la mente: los muertos salen de la tierra de los cementerios con la ropa elegante con la que fueron enterrados —ellos de levita y sombrero sobre el estómago, ellas de vestido florido y trenzas, su colorete para la piel lívida—, con espectral delicadeza toman el crayón y votan por el Partido.
De manera extraña los muertos pesaban más que los vivos en esta elección. El Licenciado X se lo comentó al camarada Júpiter Gómez, que seguía a su lado. Él le respondió sin levantar la vista de las papeletas:
—Lo que estamos haciendo hoy es votar por los muertos de la Revolución. Ellos murieron por nosotros y no los vamos a decepcionar perdiendo. En política se vale de todo menos perder —esa frase pasaría al extenso acervo que el Licenciado X usaría en sus días como político activo, y llegaría el día en que el Licenciado X presumiría así ese episodio: “No voté por la gente, simplemente puse mi firma: una equis. Esa elección todavía está a mi nombre”.
Pero en esa mañana al Licenciado X no le preocupaban las frases célebres —que llegarían a ser en él una obsesión—, sino su papel en esta historia:
—Pues yo ni edad tengo para votar —murmuró culposo.
—Tampoco los muertos —respondió aquel camarada, Júpiter Gómez, que llegaría a ser diputado.