El riesgo de amar - Katherine Garbera - E-Book

El riesgo de amar E-Book

Katherine Garbera

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Beschreibung

Los dulces sabores de la pasión eran demasiado apetecibles… Una sola noche era todo lo que Holly Fitzgerald podía permitirse con el alto y apuesto Joe Barone. Ganar el concurso de helados no era nada comparado con lo que sentía cuando él la miraba con sus ojos ardientes de deseo. Joe era un hombre rico y sofisticado, impecable con su traje de negocios. Su simple tacto bastaba para encender a Holly y hacerle desear algo más. Al igual que la Cenicienta, se olvidó del mundo real y de la precaución, y, por una vez en su vida, se deleitó con la fantasía. Pero cuando el reloj dio las doce, Holly supo que una sola noche con Joe no sería suficiente…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Harlequin Books, S.A.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El riesgo de amar, n.º 1318 - agosto 2016

Título original: Cinderella’s Millionaire

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8735-0

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Quién es quién

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Quién es quién

Joe Barone: Es el solitario, el huraño del multimillonario clan Barone. Lleva cinco años viudo y tiene el corazón helado desde hace tanto tiempo que teme que se le quede congelado para siempre. Hasta que conoce a una mujer que amenaza con derretírselo.

Holly Fitzgerald: Para esta chef pastelera que trabaja tan duro, la vida es un cúmulo de responsabilidades: su trabajo, su familia, su padre y sus hermanos… Hasta que conoce a Joe y comprueba cómo la palabra «necesidad» es sustituida por «deseo».

Gina Barone Kingman: Es un hacha de las relaciones públicas. Sabe lo que la gente quiere antes incluso que ellos mismos. Y en los ojos de su hermano puede verlo claramente.

Capítulo Uno

Mientras su hermana Gina le daba las últimas instrucciones sobre cómo enfrentarse a la prensa aquel día, Joseph Barone pensó que en ocasiones era un incordio formar parte de una gran familia italiana. Ella era la responsable de las relaciones públicas y, en opinión de Joseph, la persona que debería acompañar a la ganadora del concurso, Holly Fitzgerald. Pero Gina y Flint habían pensado que sería mejor que fuera un cargo ejecutivo quien hiciera los honores. Y al parecer, él era el único que podía levantarse a las cinco de la mañana para lidiar con la última jugada en la estrategia de relaciones públicas de Baronessa.

–Si alguien saca el tema del desastre del helado de fruta de la pasión, reconoce que fue un error que Baronessa no volverá a cometer. Luego utiliza la nota de prensa que te di sobre el nuevo sabor.

–Entendido –contestó Joseph.

–Gracias por hacer esto –dijo Gina con una sonrisa.

–Como si hubiera tenido escapatoria… –murmuró Joe entre dientes.

Cuando se enfrentaba a su madre o sus hermanas, tenía todas las de perder. Las mujeres italianas no jugaban limpio, y al final el sentido del deber y la responsabilidad familiar habían vencido.

Joe observó a su hermana mientras salía. Gina había cambiado en los últimos meses, desde que se había casado con Flint Kingman. Esas cosas solían suceder cuando uno encontraba al amor de su vida.

Él también había cambiado al conocer a Mary. Y luego volvió a cambiar otra vez cuando ella murió. Pero había cosas que era mejor dejar en el pasado, y Mary era una de ellas.

–Aquí la tenemos –dijo Gina entrando en la sala de conferencias con otra mujer.

Joe se quedó sin respiración. La mujer que caminaba hacia él guardaba un asombroso parecido con su difunta esposa. Era delgada y menuda, y el cabello rojizo le caía en forma de ondas sobre los hombros. Joe recordó que Mary llevaba el pelo más corto, pero las facciones de ambas mujeres eran similares: Rostro en forma de corazón, labios carnosos y una nariz que se curvaba ligeramente hacia arriba en la punta.

Joe estaba orgulloso de su propia resistencia. Había sobrevivido a cosas que hubieran destruido a un hombre más débil, pero lo último que deseaba en el mundo era mostrarle las dependencias de la empresa a la doble de su difunta esposa. Tendría que hacerlo Gina.

–Holly Fitzgerald, este es mi hermano Joseph Barone, director financiero de Baronessa.

–Encantada de conocerla, señorita Fitzgerald –dijo Joe estrechándole la mano.

Su contacto le resultó suave y delicado. Maldición. Había pasado mucho tiempo, cinco años, para ser exactos, desde que había tocado una mano tan delicada.

–Por favor, llámame Holly.

Joe asintió con la cabeza. Había sobrevivido a la inmensa pena que siguió a la muerte de su esposa manteniéndose alejado de las mujeres, sin permitir que nadie que no fuera de la familia se acercara demasiado a él. Y no tenía ninguna intención de permitir que la ganadora de un concurso sacudiera las firmes amarras de su mundo.

–Gina, ¿podría hablar contigo un momento a solas?

–Por supuesto. Holly, ¿por qué no vas a ver a nuestra maquilladora? Es una artista. Hay café, té y zumo en el aparador. Enseguida volvemos.

Joe salió de la sala de conferencias sin esperar a su hermana.

–¿Dónde está Holly? –le preguntó su cuñado Flint en cuanto Joe puso el pie en el pasillo.

Su cuñado era alto, tenía el pelo de color chocolate y, según sus hermanas, era guapísimo.

–En maquillaje.

–Maldición. ¿Crees que tardará mucho? –preguntó Flint.

–No lo sé. Compruébalo tú mismo.

–Eso haré. Joe, no te vayas a ninguna parte. El enlace por satélite está preparado, y quedan unos diez minutos para la primera entrevista.

Gina salió de la sala y, a juzgar por la expresión de su rostro, Joe supo que no estaba muy contenta con él.

–¿Qué te pasa?

–No puedo hacerlo –respondió Joe.

–Ya hemos hablado de esto, Joe. Nadie más puede hacerlo –aseguró Gina.

Cuando su hermana le hablaba así, Joe se sentía como un niño de cuatro años al que estuvieran regañando. Pero de ninguna manera iba a pasar el día con una mujer que le recordaba cosas que no quería recordar.

–Ya está casi lista –dijo Flint apareciendo de nuevo.

–Pero él no –aseguró Gina señalando a su hermano.

–No tenemos tiempo –respondió Flint–. Tenéis que estar los dos en el jardín dentro de un minuto para que podamos salir en las noticias de la mañana en la Costa Este.

–Joe, lo harás muy bien –aseguró Gina tratando de tranquilizarlo–. Cíñete al guión que te he dado.

–No estoy nervioso por la entrevista. Sencillamente, no quiero pasar el día con ella.

–Joe…

–Yo tampoco quiero pasar el día con él –dijo Holly desde el umbral de la puerta–. De hecho, si me dais mi cheque estaré encantada de marcharme.

Por supuesto que él no quería pasar el día con ella, pensó Holly. Seguramente tenía el aspecto de alguien que estaba demasiado tiempo en la cocina, lo que por otra parte era cierto. De hecho, aquel día había llegado a la panadería a las tres de la madrugada para cumplir con sus obligaciones con la señora Kirkpatrick, la dueña de la pequeña panadería del centro en la que Holly trabajaba.

Se sentía fuera de lugar en aquel rascacielos imponente, y nada deseaba más en el mundo que volver a ponerse su uniforme de chef y regresar a su cocina.

Odiaba los focos. No habría participado en el concurso de Baronessa si no fuera por el premio. Necesitaba el dinero para pagar las facturas de hospital de su padre.

Pero eso no explicaba que Joseph Barone no quisiera tener nada que ver con ella. Era atractivo de un modo que la hacía sentirse incómoda. Holly había crecido rodeada de hombres, había criado a tres hermanos pequeños. Pero había algo en aquel Barone que provocaba que su instinto femenino cobrara vida.

Él la observaba del mismo modo que una pantera acecha a su presa. Sin ningún temor, como si estuviera preparado para abalanzarse sobre ella en cuanto hiciera cualquier movimiento sospechoso. ¿Acaso temería que Holly dejara a Baronessa en mal lugar, que avergonzara a la empresa?

Maldición. Tendría que haberse mirado al espejo antes de ir. Tal vez tenía todavía harina en el rostro o en el pelo.

Gina Barone Kingman la tomó del brazo.

–Holly, no podemos hacer esto. Baronessa necesita la publicidad que nos traerá tu helado.

–Estoy dispuesta a cumplir mi parte –dijo Holly.

Y lo estaba. Nunca eludía sus responsabilidades, y no pretendía hacerlo tampoco en aquel momento.

–Escucha, Gina, tenemos que hablar –dijo Joseph dando un paso adelante.

–Ahora no –respondió Flint Kingman tomando el mando de la situación–. Salid fuera. Los dos.

Flint agarró a Joe por el brazo y los empujó suavemente a todos hacia la puerta que daba a un precioso jardín repleto de flores de colores. Allí estaba ya preparado un equipo de cámaras y la maquilladora le hizo los últimos retoques a Holly.

De pronto, ella dudó de si sería capaz de hablar con una mínima lógica delante de una cámara. Nunca se le había dado excesivamente bien hablar en público.

–Hasta que llegué esta mañana no sabía que íbamos a hacer entrevistas para la televisión –dijo suavemente.

–Relájate, lo harás estupendamente –aseguró Flint palmeándola en el hombro.

Se lo dijo con amabilidad, pero en su tono se adivinaba una determinación de acero. Holly se apuntó mentalmente que la próxima vez que se presentara a un concurso se aseguraría de leer la letra pequeña. De hecho, si algo odiaba más que hablar en público era verse a sí misma hablando en público. Su única esperanza era que ninguna de las cadenas de Boston captara la señal por satélite y utilizaran aquellas imágenes.

Flint les hizo un gesto a ella y a Joe para que se sentaran en unas sillas preparadas frente a una pantalla con el logo de Baronessa. A Holly le temblaban tanto las manos que tuvo que enlazárselas.

Joseph estiró el brazo y le cubrió las manos con las suyas. Aquel gesto la pilló por sorpresa. Holly levantó la vista para ver si su expresión había cambiado, pero él seguía teniendo los ojos en guardia. Las manos de Joseph eran grandes y cálidas, con las uñas perfectamente arregladas. No se parecían en nada a las manos masculinas que ella estaba acostumbrada a ver, manos con las uñas negras y callos en las palmas.

–No te preocupes. Esto no me gusta, pero sé lo que estoy haciendo –aseguró Joseph.

–Eso me tranquiliza.

Lo decía en serio. Necesitaba de su experiencia para pasar aquel trago.

Joseph le soltó la mano. Alrededor de ellos, los técnicos comenzaron con su trabajo, ajustando cámaras y luces. Flint y Gina les dieron las últimas instrucciones y luego todo el mundo se retiró hacia atrás. En medio de todo el proceso, Holly seguía preguntándose por qué Joseph no quería pasar el día con ella. Si se tratara de la prensa, podía entenderlo, porque ella también era reacia a que estuvieran todo el día entrevistándola.

Pero no se trataba de eso, porque Joseph había dicho que sabía cómo manejarlos. Tenía que ser por ella. Aquello era un nuevo reto para Holly. Nunca antes un hombre la había detestado a primera vista.

–¿Puedo preguntarte algo, Joseph?

–Por supuesto. Y llámame Joe.

–¿Por qué no quieres pasar el día conmigo? –preguntó.

Holly sabía que no debería hacer aquella pregunta en voz alta, pero no pudo evitarlo.

Tal vez no había dormido lo suficiente la noche anterior. Tal vez cuanto más se acercaban las mujeres a los treinta menos controlaban su lengua. Tal vez… tal vez necesitaba sentir que estaba sentada al lado de un amigo bajo la luz de los focos, en vez de al lado de un hombre que no la quería cerca.

–No es nada personal.

Holly se dijo a sí misma que lo mejor sería dejarlo correr, sonreír a la cámara, hablar de cocina, recoger el cheque y largarse de allí cuanto antes.

–Pues lo parece –dijo sin poder evitarlo.

¿Qué le ocurría aquel día? Definitivamente, había dormido poco.

–Me recuerdas a alguien –dijo Joe encogiéndose de hombros.

No dijo que se trataba de una mujer, pero Holly lo supo. Conocía a los hombres. Conocía su forma de sentir y de comportarse.

Así que tendría que habérselo pensado dos veces antes de formular la pregunta que tenía en la punta de la lengua. Ni su padre ni sus hermanos habrían permitido nunca que una mujer les rompiera el corazón.

–¿Ella te rompió el corazón?

Joe la miró fijamente, y Holly sintió como si tuviera todas las luces de los focos clavadas en ella.

–Lo siento, es una pregunta demasiado personal –se disculpó rápidamente.

Pero a juzgar por su reacción supo que había dado en el clavo, y quería saber más.

–Sí, demasiado personal.

La mirada que Joe le dirigió la hizo retorcerse en la silla. Pero no de vergüenza. Era una mirada masculina que provocó que la sangre de Holly fluyera más deprisa. Aquel hombre tenía una presencia tan imponente que la hacía sentirse como un pinche en la cocina de un renombrado maestro.

Ella miró alrededor, pero no pudo soportar el suspense.

–Bueno, ¿no vas a contestarme?

Joe se rió, y aquel sonido la desconcertó. Era un sonido cálido procedente de un hombre de aspecto muy frío. Un hombre que le daba la sensación de no encontrar la vida precisamente divertida.

–No.

Holly pensó que aquella respuesta era justa. El realizador llegó en aquel momento y les dio algunas instrucciones, y cuando se marchó, Holly miró a Joe. No parecía nervioso, pero ella sí lo estaba.

–¿Se trata de mi pelo? –preguntó pasados unos minutos.

–¿Tú pelo? –repitió él, extrañado.

–¿Es mi pelo lo que te recuerda a la otra persona?

–Sí.

–No se tratará de Anita la huerfanita, ¿verdad? Porque pensaba que con todo el maquillaje que me han puesto no se me verían las pecas.

–No –respondió Joe sin sonreír, aunque Holly sabía que le había hecho gracia–. No es Anita. Y se te siguen viendo las pecas.

–Ya lo sé. Las tengo por todas partes.

–¿Por todas? –preguntó él con voz ronca.

–Si –respondió Holly mirándolo a los ojos.

Había algo sensual en su mirada, y ella no pudo apartar la vista.

Joe Barone era más de lo que ella esperaba y eso la ponía nerviosa. Por alguna extraña razón, se sentía segura coqueteando con él. Le resultaba divertido. Era extraño darse cuenta de que no lo entendía, porque Joe no se correspondía con la imagen que ella tenía de los hombres, pero más extraño todavía era saber que quería llegar a entenderlo.

Las pecas no eran el único atributo de Holly Fitzgerald que se le había metido en la cabeza. Su aroma suave inundaba el aire, un olor a hogar que le recordaba a la cocina de su madre y que sin embargo era distintivo de Holly y de ninguna otra mujer.

Joe se recordó a sí mismo que ella sólo estaría un día en su vida, y que lo mejor sería ignorarla.

Pero no podía. Tenía la ingle tirante y la sangre le hervía cuando pensaba en aquellas malditas pecas sobre su piel cremosa. Quería arrancarle aquel traje de chaqueta del cuerpo y contarle todas las pecas, acariciarlas primero con los dedos y luego con la lengua.

Vaya. Estaba claro que había llegado la hora de volver a salir con mujeres. Pero él nunca había sido de tener encuentros casuales. Antes incluso de conocer a Mary, sólo se había acostado con dos mujeres. Desde que su esposa muriera, cinco años atrás, no había vuelto a estar con nadie. Había sellado completamente aquella parte de su naturaleza hasta ese día, que había vuelto a la vida de sopetón, reclamándole toda su atención.

El equipo técnico comenzó a retirar los aparatos, y poco a poco el jardín recobró su belleza. Aquel sitio había sido durante mucho tiempo el rincón favorito de Joe. En él había encontrado siempre recogimiento, pero no aquel día.

El sol de julio golpeaba certeramente, pero no era aquella la causa del calor que le corría por las venas. No, la culpa la tenía cierta pelirroja.

«Pelirrojas no». Esa había sido la norma de precaución que se había impuesto hacía tiempo.

Pero, ¿por qué su cuerpo no la obedecía?

Holly se rió con algo que dijo su hermana, y el cuerpo de Joe cobró vida. Tenía que marcharse de allí, pero algo lo impulsó a reunirse con las dos mujeres alrededor de la mesa con café y pastas.

–Bueno, ¿se te ha pasado ya el enfado?

Sólo su familia lo trataba como si fuera un tigre enjaulado. El resto del mundo pasaba de puntillas a su alrededor, como si él fuera un cañón cargado. A Joe le gustaría entender la razón, porque entonces tal vez podría apuntar con aquel cañón a su hermana.

–Gina, estoy tratando de recordar por qué te soporto.

–Obligaciones familiares –respondió ella sonriéndole.

–En este momento no me importaría que me desheredaran.

–Joe, eres italiano –respondió Gina soltando una carcajada–. No puedes escapar de la familia.

Joe sonrió a su hermana. Sabía que ella siempre tenía en mente el éxito de Baronessa, y que trabajaba muy duro para demostrarle a la familia su valía.

–Siento haber intentando marcharme.

–No pasa nada. Las ideas de Flint suelen resultar al final mejor de lo que él mismo imaginaba.

Gina se levantó para reunirse con su marido, y se hizo un silencio incómodo entre Joe y Holly. Joe no era un hombre abierto ni sociable. No lo había sido nunca. Pero en los últimos años se había ido sumiendo cada vez más en un silencio que le resultaba cómodo.

Holly se levantó el cabello de la nuca mientras el sol brillaba con fuerza en el cielo. Tenía que tener calor con aquel traje. Unos cuantos mechones de pelo rojo le colgaban hacia la nuca. La piel de aquella zona estaba cubierta de esas pecas que a ella parecían preocuparla.

Joe dijo un sorbo a la botella de agua mineral que tenía en la mano para vencer la tentación de inclinarse y soplarle sobre la piel acalorada.

–Y bien… –comenzó a decir Holly.

Él arqueó una ceja y la miró. Si ella tenía la más mínima sospecha de la dirección que habían tomado sus pensamientos…

–¿Estás preparado para confesarlo todo? –le preguntó Holly con una mueca.

–No, pero siento curiosidad por ti.

Joe decidió que pasaría directamente a la ofensiva para dejar de pensar en ella. Más de una mujer con la que había salido lo había llamado soso, así que ¿por qué le costaba tanto mantenerse alejado un metro de Holly?

–Soy un libro abierto –aseguró ella.

Sus ojos azules decían otra cosa. Joe deseaba de veras hundirse en las profundidades de aquella mirada y descubrir sus secretos. Pero no estaba muy seguro de poder hacerlo y seguir manteniéndose un metro alejado de ella.

–Sí, ya sé que eres chef pastelera –dijo.

–De hecho, esta mañana he tenido que ir a trabajar antes de venir –aseguró Holly agarrando una botella de agua de la mesa.

–Te debe gustar mucho hacer pasteles –reflexionó Joe.

Ella dejó la botella sobre la mesa y se acercó más. Su aroma volvió a asaltarlo de nuevo. Era el momento de terminar aquella conversación y proseguir con el resto de las actividades del día. En cuanto Holly le contestara, diría alguna vaguedad y se apartaría de ella.

–Me gusta. La cocina es el único lugar en el que lo puedo controlar todo, en el que estoy totalmente sola. Encuentro mucha paz allí.

–¿Por qué no puedes estar nunca sola? –le preguntó.

–La familia –contestó ella.

Joe reconoció en aquella palabra los sentimientos que muchas veces lo asaltaban a él respecto a la suya.

Le palmeó suavemente el hombro en lo que pretendía ser un gesto amistoso, pero no fue así. El brazo de Holly era tan suave que no pudo resistir la tentación de deslizar la mano hasta su fina muñeca. Llevaba una pulsera muy bonita rematada con un broche de oro.

–Sé a qué te refieres.

¿Quién le habría regalado aquella pulsera? ¿Un amante? Joe sintió una oleada de celos que lo pilló completamente desprevenido, y paseó los dedos por la fina pulsera de oro hasta que los colocó sobre el pulso de Holly. Lo tenía acelerado.

–¿Te la ha regalado un hombre?