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Primer volumen del ensayo La literatura francesa moderna (1910-1911). El Romanticismo es un movimiento cultural originado en Alemania y en el Reino Unido a finales del siglo XVIII como una reacción revolucionaria contra el racionalismo de la Ilustración y el Neoclasicismo, confiriendo prioridad a los sentimientos. Su característica fundamental es la ruptura con la tradición clasicista basada en un conjunto de reglas estereotipadas. La libertad auténtica es su búsqueda constante, por eso es que su rasgo revolucionario es incuestionable.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
El Romanticismo. Primer volumen del ensayo La literatura francesa moderna(1910-1911).
El Romanticismo es un movimiento cultural originado en Alemania y en el Reino Unido a finales del siglo XVIII como una reacción revolucionaria contra el racionalismo de la Ilustración y el Neoclasicismo, confiriendo prioridad a los sentimientos. Su característica fundamental es la ruptura con la tradición clasicista basada en un conjunto de reglas estereotipadas. La libertad auténtica es su búsqueda constante, por eso es que su rasgo revolucionario es incuestionable. Debido a que El Romanticismo es una manera de sentir y concebir la naturaleza, la vida y al hombre mismo que se presenta de manera distinta y particular en cada país donde se desarrolla, incluso dentro de una misma nación, se manifiestan distintas tendencias proyectándose también en todas las artes.
Emilia Pardo Bazán
A la memoria de Don Antonio Cánovas del Castillo
Prefacio
e propongo abarcar en su conjunto el arte literario francés desde fines del siglo XVIII —momento en que empieza la transformación del ideal nacional, clásico—, hasta el presente.
En descomposición la sociedad antigua; triunfante la revolución, la línea divisoria aparece tan clara, que es el hecho-guía. Francia recoge corrientes internacionales de romanticismo, venidas del Norte, y envía corrientes revolucionarias a Europa, sin que lo impida la evolución, realizada en Francia también, de la demagogia al cesarismo.
Los cien años de literatura que voy a reseñar son de vida muy intensa, de rápidos cambios en el gusto y en el ideal estético; pero quien llegue conmigo hasta el fin de la senda, notará cómo, bajo el aspecto de la diversidad y aún de la oposición, se esconden las consecuencias de un mismo principio, las raíces de un mismo árbol. Desde el primer momento existió en la nueva literatura, tan frondosa, tan brillante, el germen de la decadencia en que ha venido a hundirse; y nótese que no es lo mismo decaer por enfermedad congénita, que morir a su hora, de muerte natural, habiendo vivido sano. Sin duda, todas las formas literarias son perecederas; y no obstante (como en los individuos de la raza humana), varía mucho su constitución y el equilibrio de su salud. Así, el clasicismo francés traía elementos de vida normal, mientras el período que empieza en el romanticismo y acaba ahora en la desintegración y la anarquía, no ha sido, en su dolorosa magnificencia, sino el desarrollo de un germen morboso, un bello caso clínico.
Por la misma naturaleza de la evolución literaria de Francia en un siglo se explican los fenómenos y síntomas que presenta: su nerviosidad, sus accesos de sentimentalismo y humanitarismo, sus crisis sensuales, sus pretensiones científicas, sus accesos de misticismo, sus depravaciones. Si personalizásemos en un hombre al siglo, diríamos de él que era un desequilibrado genial, que acaba reblandecido.
El poeta francés que calificó a su siglo de caduco y a su edad de tardía tuvo en cierto sentido razón, porque si el romanticismo pareció brote de juventud, siempre lo fue de juventud enfermiza, y el concepto del «mal del siglo» responde con tal exactitud a esta afirmación, que casi dispensaría de formularla.
Lo ejemplar del estudio que emprendo consiste en advertir la estrecha relación que guarda el desarrollo de la literatura con el de la vida completa de esa gran Nación latina, embebida de espíritu práctico, maravillosamente acondicionada para ejercitar la prudencia y la mesura, y desviada y arrastrada hacia la aventura, el peligro estéril y las fronteras del suicidio por una serie de influencias fatales y por las prolongaciones y repercusiones de un hecho histórico que más bien debiera señalar rumbos de precaución política y social. Y es que de las revoluciones, lo menos terrible es su violencia en el terreno de los hechos materiales; lo violento dura poco. La perturbación del espíritu, en cambio; la labor, ya sorda, ya franca, de los apetitos, los sueños, los instintos y las concupiscencias —esta palabra teológica comprende lo espiritual y lo material—; la continua inquietud de pueblos donde todo está, no en formación, sino en disolución, tal fue y tal continúa siendo el «mal del siglo» de las Naciones en nuestra época, pero muy en primer término de Francia, que ha desempeñado la misión de propagar la enfermedad, transmitiéndola al mundo. En este oficio, suyo habrá sido, y es justicia, el mayor daño. No es aquí donde se ha de estudiar la evolución social y política de esa Nación rodeada de mágicos prestigios, que representó la mayor altura de la civilización latina, que se juzgó investida de misión providencial, que ansió ser luz del mundo, y que ha visto poco a poco extinguirse la irradiación de sus glorias, gangrenarse lo íntimo y profundo de sus energías morales; aquí solamente importa tal proceso histórico, por su estrecha relación y paralelismo con el literario, pudiéndose afirmar que, realmente, en la literatura se revela y manifiesta el alma de Francia, de los esplendores del Imperio a las tristezas de Sedán y las degeneraciones presentes.
No se crea que incurro en la vulgaridad de achacar a una literatura las desdichas de una Nación. Lo que quiero decir y lo que digo es que la literatura, en este caso, refleja fidelísimamente el estado social; muchas veces es su cómplice; otras, su resultante; y siempre, su expresión más reveladora. En este sentido, no hay independencia estética —salvo excepciones como un Gautier o un Leconte de Lisle— en la literatura que voy a estudiar. La misma variedad y complejidad de la literatura en Francia es la que puede observarse en la historia, e iguales enseñanzas se desprenden de ambos órdenes —enseñanzas graves y terribles, colectivas— que pueblos con más instinto de conservación no se han descuidado en recoger.
Sirva de disculpa a mi intento de reseñar este período tan significativo para la historia como para el arte, el influjo perpetuo que las letras francesas han ejercido en España. Ni es este un fenómeno que se haya contraído a los cien años que trataré, pues sin remontarnos a las influencias medievales y del Renacimiento, tan sorprendentes por su difusión en tiempos hasta anteriores a la imprenta, encontramos a Francia en el clasicismo y el enciclopedismo español.
Todavía, en el mismo instante en que esto escribo, puede afirmarse que de la producción literaria extranjera, digo literaria propiamente, apenas conoce España sino lo elaborado en Francia. Gire el que lo dude una visita a las librerías españolas, y, si a tanto alcanza su observación, registre también las inteligencias, y vea de qué jugo están más nutridas. Y no hablemos de las Américas españolas, donde el culto y la imitación de los maestros y de los epígonos de la literatura francesa ha llegado a extremos lamentables, sobrado comentados y conocidos. Quizás para las generaciones jóvenes del Nuevo Mundo, subyugadas por sus admiraciones hasta sacrificarles las preciosas prendas de la independencia y la sinceridad, prendas de valor inestimable en todos los órdenes de la vida, ofrezca algún provecho un análisis sereno y relativamente breve del movimiento que les arrastra. Tal es el fin a que he mirado al coordinar y dar forma muy distinta de la que tuvieron en un principio a estos apuntes, que sirvieron de base a mis lecciones en la cátedra de Literatura Extranjera Moderna, profesada en la Escuela de Estudios superiores del Ateneo Científico y Literario de Madrid, el primer año en que la Escuela funcionó, por iniciativa de mi ilustre amigo D. Antonio Cánovas. Sólo expliqué entonces la materia de este tomo: el Romanticismo. Los estudios sobre la Transición, el Naturalismo y la Decadencia o Anarquía formarán otros volúmenes.
I
Orígenes — Los prerrománticos — Tendencias nuevas: El Instinto: Juan Jacobo Rousseau — La Naturaleza: Bernardino de Saint-Pierre — ¿Fue romántico Andrés Chénier?
i la palabra romanticismo se ha definido de mil modos y en todos ellos hay su parte de verdad; si para unos es la juventud en el arte, para otros la infracción de las reglas, para Víctor Hugo el liberalismo, para la Stael la sugestión de las razas del Norte, y para un crítico moderno —perogrullescamente— lo contrario del clasicismo, con la historia en la mano no puede negarse que el romanticismo en Francia representa (entre otras secundarias) tres direcciones dominantes: el individualismo, el renacimiento religioso y sentimental después de la Revolución y el influjo de la contemplación de la naturaleza, unido a alguno menos importante, como el localismo pintoresco.
Este romanticismo francés, traído por circunstancias históricas, y no del todo castizo, es un fenómeno complejo y en él coexisten elementos del soñador romanticismo alemán, del tradicionalista romanticismo español, del esplenético romanticismo inglés, del patriótico romanticismo italiano, y, dentro de cada uno de estos romanticismos nacionales, de centenares de romanticismos individuales, comunicados a la colectividad. Tal vez es ocioso decir que el romanticismo moderno apareció en los países sajones antes que en los latinos, hogar de las letras clásicas. Francia no ha sido excepción a la regla, y más bien pudiera asegurarse que en ningún país latino fue más genuina la formación del ideal clásico, aunque, en la tradición artística y literaria francesa en la Edad Media, encontremos tan copiosos elementos románticos, que los poetas del Cenáculo, al contemplar a la luz de la luna las torres de Nuestra Señora de París, no hacían más que enlazar el pasado con el presente.
Al salir, después del Renacimiento, del período de imitación clásica y erudita, aparecieron de realce en Francia ciertas cualidades, por las cuales ha solido caracterizarse el genio literario francés. Dotes de claridad, de buen sentido, de gusto delicado, de ironía sin excesiva amargura, de crítica fina de la ridiculez humana, de equilibrio y disciplina, de orden en exponer, de método en componer; todo lo que pudiera llamare antirromántico, brilló en la literatura francesa durante sus siglos de oro, el XVII y la primera mitad del XVIII. La agitación, más intelectual y política que literaria, que precede a la Revolución, rompe la armonía de aquella majestuosa literatura, tan enlazada al estado social, y el romanticismo brota sobre el terreno candente, obstruido por las ruinas y encharcado de sangre.
Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!
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