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Mientras retrata a la joven Tessie, Scott se ve perturbado por la presencia de un trabajador del cementerio que está enfrente a su estudio. De solo mirarlo, el artista siente cómo éste influye en el retrato, que antes representaba a una sonrosada y fresca joven, y ahora empieza a mostrar a Tessie con la piel pálida y enfermiza. Además, este repulsivo personaje comienza a aparecer en las pesadillas de la modelo así como en las del propio artista. El misterio incluye al símbolo amarillo, un glifo que al solo mirarlo se apodera de la mente del observador, capaz de conducir a la locura e incluso a la muerte.El suspenso se intensifica cuando un día Tessie le cuenta que tiene un sueño recurrente sobre un ataúd en un coche fúnebre que conduce el trabajador del cementerio... Así es que el misterio que envuelve el símbolo amarillo cambia rotundamente el destino de los personajes hacia un trágico final. -
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Seitenzahl: 37
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Robert William Chambers
Saga
El símbolo amarilloOriginal titleThe Yellow SignCover art: brethdesign.dk Cover illustration: Shutterstock Copyright © 1895, 2019 Robert William Chambers and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726338188
1. e-book edition, 2019
Format: EPUB 2.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
Robert Chambers (1865-1933)
Rompen las olas neblinosas a lo largo de la costa,
Los soles gemelos se hunden tras el lago,
Se prolongan las sombras
En Carcosa. Extraña es la noche en que surgen estrellas negras,
Y extrañas lunas giran por los cielos,
Pero más extraña todavía es la
Perdida Carcosa.
Los cantos que cantarán las Híades
Donde flamean los andrajos del Rey,
Deben morir inaudibles en la
Penumbrosa Carcosa.
Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
Muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas
Se secan y mueren en la
Perdida Carcosa.
“El canto de Cassilda” en El Rey de AmarilloActo 1º, escena 2ª
¡Hay tantas cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertas notas musicales me recuerdan los tintes dorados y herrumbrosos del follaje de otoño? ¿Por qué la Misa de Santa Cecilia hace que mis pensamientos vaguen entre cavernas en cuyas paredes resplandecen desiguales masas de plata virgen? ¿Qué había en el tumulto y el torbellino de Broadway a las seis de la tarde que hizo aparecer ante mis ojos la imagen de un apacible bosque bretón en el que la luz del sol se filtraba a través del follaje de la primavera y Sylvia se inclinaba a medias con curiosidad y a medias con ternura sobre una pequeña lagartija verde murmurando: "¡Pensar que esta es una criatura de Dios!"
La primera vez que vi al sereno, estaba de espaldas a mí. Lo miré con indiferencia hasta que entró a la Iglesia. No le presté más atención que la que hubiera prestado a cualquier otro que deambulara por el parque de Washington aquella mañana, y cuando cerré la ventana y volví a mi estudio, ya lo había olvidado. Avanzaba la tarde, como hacía calor, abrí la ventana nuevamente y me asomé para respirar un poco de aire. Había un hombre en el atrio de la iglesia y lo observé otra vez con tan poco interés como por la mañana. Miré la plaza en que jugueteaba el agua de la fuente y luego, llena la cabeza de vagas impresiones de árboles, de senderos de asfalto y de grupos de niñeras y ociosos paseantes, me dispuse a volver a mi caballete. Entonces, mi mirada distraída incluyó al hombre del atrio de la iglesia.
Tenía ahora la cara vuelta hacia mí y, con un movimiento totalmente involuntario, me incliné para vérsela. En el mismo instante levanté la cabeza y me miró. Me recordó de inmediato a un gusano de ataúd. Qué era lo que me repugnaba en el hombre, no lo sé, pero la impresión de un grueso gusano blancuzco de tumba fue tan intensa y nauseabunda que debe de haberle mostrado en mi expresión, porque apartó su abultada cara con un movimiento que me recordó una larva perturbada en un nogal. Volví a mi caballete y le hice señas a la modelo para que reanudara su pose. Después de trabajar un buen rato, advertí que estaba echando a perder tan de prisa como era posible lo que había hecho. Cogí una espátula y quité con ella el color. Las tonalidades de la carne eran amarillentas y enfermizas; no entendía cómo había podido dar unos colores tan malsanos a un trabajo que había resplandecido antes de salud. Miré a Tessie. No había cambiado y el claro arrebol de la salud le teñía el cuello y las mejillas; fruncí el ceño.
-¿He hecho algo malo? -preguntó.
-No... he estropeado este brazo y, no sé cómo pude haber ensuciado de este modo la tela -le contesté.
-¿No estoy posando mal? -insistió.
-Pues, claro, perfectamente.
-¿No es culpa mía entonces?
-No, es mía.
-Lo siento muchísimo -dijo ella.