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"El suicida" es, para Alfonso Reyes, aquel ser que entra voluntariamente en la danza. Aquel que por lucidez, exceso de intenciones o de sensibilidades ha enfermado. Es un crítico que, por cansancio o por odio a las rutinas sagradas de la existencia, renuncia a su oficio. Pero, sea que haya explicado previamente o no su doctrina del mundo, hay que interrogar al suicida. Por lealtad a la vida, sobre cada tumba de suicida debiera abrirse un interrogatorio a perpetuidad. Tan inaplazables como éste, hay otros temas que se examinan a lo largo del volumen: la conquista de la libertad, los modos fundamentales de saludar la vida o la sonrisa: "la sonrisa que es filosóficamente más permanente que la risa", son algunos de ellos. Ésta, como toda la obra de Reyes, es una respuesta a la existencia misma. El suicida nos recuerda que estamos a bordo de la vida; vivir es nuestra profesión.
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Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959) fue un eminente polígrafo mexicano que cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la crítica literaria, la narrativa y la poesía. Hacia la primera década del siglo XX fundó con otros escritores y artistas el Ateneo de la Juventud. Fue presidente de La Casa de España en México, fundador de El Colegio Nacional y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1945 recibió el Premio Nacional de Literatura. El FCE emprendió, en 1955, la publicación de sus Obras completas, que abarcan 26 volúmenes, y en 2010, la de su Diario, que ocupa 7 tomos.
El suicidaLibro de ensayos
Primera edición electrónica, 2017
D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
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ISBN 978-607-16-5478-6 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
EL SUICIDALibro de ensayos
Noticia
El suicida
Dilucidaciones casuísticas
La sonrisa
Los desaparecidos
La conquista de la libertad
Sólo es digno de la libertad y de la vida
El vicio
La filosofía de Gracián
La evocación de la lluvia
Nuevas dilucidaciones casuísticas
Los dioses enemigos
El misticismo activo
El criticón
El griego decadente
El hombre de todos los pensamientos
La crisis de Descartes
La escala de Diótima
La metempsícosis
Prometeo o la guerra de los Titanes
El prejuicio olímpico
Resumen
El fraude
Monólogo del autor
La lámpara solitaria
La primera golondrina
Bautismo del libro
El libro amorfo
La tragedia de los padres
El escriba (A los industriales y mineros de mi país)
Dedicatoria
1.—El Suicida // Libro de ensayos // Alfonso Reyes // Madrid MCMXVII. (Colección Cervantes, tomo V).—8o, 183 págs. Colofón: Tip. M. García y G. Sáenz, 7 de abril de 1917.
2.—Alfonso Reyes // El Suicida // Libro de ensayos // Tezontle // 1954.—8o, 139 págs. Colofón: Imp. Nuevo Mundo, México, 12 de enero de 1954.
“Quien haya leído mi ensayo ‘El revés de un párrafo’ (La experiencia literaria) sabe ya que ese pasaje de El Suicida llamado ‘La evocación de la lluvia’, por ejemplo, data de México, julio de 1909... En la revista Argos, de México, publiqué el 3 de febrero de 1913 un articulito —‘De vera creatione et essentia mundi’— escrito en 1910, que luego se aprovechó, transformado, en ‘Los dioses enemigos’ [El Suicida]... También de México (Revista de Revistas, 15 de diciembre de 1912) datan ‘Los desaparecidos’; y ‘La conquista de la libertad’, de París, 1913. Y así podría yo ir marcando al margen tal párrafo, tal fragmento, que proceden de mi primera época mexicana o de mi primera estancia en París, o en fin, de la etapa madrileña en que la obra fue finalmente confeccionada y publicada. Esto último acontece naturalmente con cuanto se refiere a la persona real cuyo suicidio (Ciudad Lineal, 2 de septiembre de 1916) provocó las primeras páginas.” (Historia documental de mis libros, cap. VII, en Universidad de México, X, 5, enero de 1956, pág. 16 a).
AL COMENZAR el otoño, en un hotelito de los suburbios, donde hace tiempo vivía distrayendo su neurastenia entre las labores del novelista y el cultivo de su jardín, el pobre señor se suicidó. Su familia, que lo rodeaba con solicitud minuciosa, en vano había buscado, durante los últimos días, un leve sonrojo de contento en aquella cara ya melancólica para siempre.
¿Qué había hecho aquella mañana? Pasar y repasar frente al grupo de sus hijos que jugaban en el jardín; mirarlos más dulcemente que otras veces. Nada más. Era llegado el extremo en que sobran todas las explicaciones, y el golpe seco del revólver, momentos después, vino a aclararlo o a confundirlo todo.
Los ojos, fijos y atónitos durante una larga agonía —esos ojos de que los periódicos nos hablan— hacen concebir todo un mundo de interrogaciones y de enigmas; de protestas, de disculpas y de amenazas. Lo que no quiso decir la boca, lo difundían magnéticamente los ojos. Y en aquella figura de cuervo que se recortaba con una funesta elegancia, los ojos resaltaban cual una crudeza cínica y heroica.
La Revue Hispanique publicó hace años su retrato. Este extremeño, este paisano de Cortés, era un hombre frágil y fino. La levita, el gabán, el pantalón rayado y el sombrero de copa, la barba preciosamente cortada, acababan por darle un impecable aspecto de muñeco de sastrería. Compáresele con el hermoso y anticuado sujeto que dibujó Penagos para el semanario España y al que Eugenio d’Ors llama “El Preocupado”. El Preocupado lleva también una alta chistera y se emboza en una vieja capa. Su modelo parece haber sido cierto retrato de don Ponciano Ponzano que posee “Azorín”. En todo caso, recuerda los rasgos de Espronceda.
—Aféitate esa anticuada perilla, Preocupado; rápate esas melenas románticas —le dice, más o menos, Eugenio d’Ors—; deja esos embozos demodados y esa chistera. Ya no más paseos a los alrededores de la ciudad barroca que, por lo demás, vive en ti mismo. Despreocúpate y siéntate a trabajar un poco. Después de todo, tú eres una grande esperanza española: tú representas la inteligencia paciente, ¡ay!, pero a dos dedos de la desesperación. “Que sabido es que el día siguiente al triunfo de la Inteligencia se llama Melancolía.”
Si el lector tiene ambas siluetas a la vista, podrá imaginar conmigo que el Preocupado cambia sus modas anticuadas y sus procedimientos cosméticos por otros más modernos. De manos de Utrilla o Borrel pasa a las de los sastres Bernáldez o Cimarra, y de manos del barbero don Ciriaco Lagartos o del mozo Pedro Correa pasa a las del gran contemporáneo Jaime Pagés. Y ya no es la Inteligencia paciente; ya es sólo la Melancolía: la melancolía que fluye abundantemente por los ojos como por dos grifos abiertos. Y ya no es la figura armónica y justa, sino una figura esmirriada y espiritada; un grotesco Licenciado Vidriera, con todas las quebradizas veleidades del vidrio.
Este militar de las guerras coloniales había probado los martirios del santo. Quemado y acuchillado por los indígenas filipinos, fue dejado por muerto con la mitad de la cara deshecha, la mano izquierda mutilada, y todo el cuerpo sangrando por mil partes. Más espiritado, más exangüe que nunca, saldría del tormento, renaciendo a una nueva vida entre las cenizas de su carne. Este médico rural había pasado por todas las inquietudes del problema sociológico, que casaba originalmente con un sentimiento epicúreo y egoísta. Y, como a todos los que predican, aunque sea el egoísmo, no le faltaba generosidad. Su visión materialista y medicinal de la vida, en vez de ascender desde el amor de la carne hasta la belleza abstracta y superior —como en la mujer de Mantinea que inspira los diálogos platónicos-— baja desde la ley divina hasta la plástica arcilla humana. Sus manos de cirujano operan largamente en ella, como las del guitarrista en los nervios de la guitarra, trayendo a la categoría de calambre, espasmo y punzada, todos los deleites sin mancha que pudieron aprenderse en el cielo. Siempre hábil razonador, siempre desequilibrado en el fondo, cual el de Cervantes, nuestro Licenciado Vidriera parece un sacerdote que hubiera abusado de los secretos del confesionario. Y fue, ciertamente, un médico que abusó de las confidencias sorprendidas a la cabecera del paciente, quien suele, con la mejoría o con la crisis, ponerse comunicativo.
Escritor tardío, difícilmente descubriremos en él aquel ondular de la palabra, aquel placer de las expresiones, aquel instinto de la perfección verbal que no falta en los escritores nativos. Escritor tardío, su tardanza ¿no pudiera ser una promesa de pensamiento sólido? ¿Un síntoma en que conociéramos que va a decir algo positivo a los hombres, que ha venido con algún mensaje? Los escritores precoces suelen pasar por la vida desplegando sus tornasoles técnicos, sin que ellos ni nadie sepan, al fin, lo que tenían que contarnos. A veces, en cambio, esos escritores tardíos son como el viajero de la Grecia clásica, para quien la pluma sustituye al bordón de los peregrinos, y —utensilio propio de la vejez— sólo la usa para recordar, cuando ya no puede viajar más. Entonces, los tardíos tienen siempre algo que decirnos; alguna historia, propia o ajena, que narrarnos; algunos ejemplos que proponernos, ora de las ciudades que visitó Herodoto y que tienen en la geografía su nombre más o menos exacto, ora de las que descubría Thomas More, de que apenas ha quedado rastro en nuestras mentes como de una tierra previvida.
Si él había negado la crítica, la crítica también lo negó, relegándolo a la categoría de autor insano, al margen o fuera de la literatura. Y seguramente que en la literatura no estuvo, porque le faltaba lo esencial, que es la pericia de las letras; no sabía —deduzco de lo que le han dicho sus críticos—, no sabía poner unas letras junto a otras; ignoraba la ortografía, al grado de confundir (¿qué extraño espejismo español es éste; por qué esta confusión parece simbólica de todo un régimen, o desbarajuste social?), al grado de confundir una vacante con una bacante. No sabía escoger las palabras; ignoraba el vocabulario, al grado de hablar de las “cuestiones tranchadas”. Nunca pudo usar en su recto sentido fórmulas como “sino que”, “a menos que”. No sabía poner unas palabras junto a otras; ignoraba la gramática hasta desconocer la existencia de los pronombres reflexivos. Y se equivocaba, todavía con más frecuencia que la generalidad de sus compatriotas, sobre el empleo de las formas verbales en “ara”, “are”, “ase”. No tenía el sentimiento de la frase, ni tampoco supo ligar unas frases con otras, ni unas páginas con otras. Pero sí unos libros con otros. Y no sólo por repetir en todos ellos algunos pasajes y situaciones, sino por otra razón más esencial.
Y aquí tocamos a la paradoja del escritor. ¿Por qué ha de salvarse nuestro novelista —como dicen los manuales de literatura española—, por qué ha de salvarse sino por la unidad de su obra, por la insistencia? Es ciertamente un escritor metódico y hasta sistemático. Como lo habíamos supuesto, algo tenía que decirnos; y, recta o falsa su doctrina, alguna doctrina nos propuso. Una doctrina de apariencia congruente, aunque insuficiente e inferior, que él mismo se encargó de definir en libros de índole no novelesca, pero que ha inspirado también todas sus novelas. Porque no es el único escritor erótico, pero sí uno de esos para quienes el arte —o lo que fuere— es el arma de una pretendida reforma social. Su verdadero mal es la mala literatura; que, respecto al fondo de su obra, yo os aseguro que no es más insano que D’Annunzio. Otros se revuelcan también entre almohadas de pasión y lujuria; pero lo que en muchos resulta ímpetu lírico y hasta ornamental, en éste es un sistema metódico y un apostolado más bien práctico que poético. Y aunque hemos bajado hasta la región de los indiscernibles, se puede pensar que esta unidad, esta insistencia mejor dicho, pone su obra algo por encima de sus medios artísticos. Falta averiguar si la intención —lo que, teóricamente, parece salvarse— era sana en sí. Falta, por último, averiguar si la intención se inspiraba en buenas intenciones; si sus libros eran libros de buena fe. Lo mejor que de él ha podido decir la crítica puede compendiarse en estos versos de Díaz Mirón:
Oigo decir de mi destino a un chusco:“Talento seductor, pero perdidoen la sombra del mal y del olvido.Perla rica en las babas de un moluscoencerrado en su concha, y escondidoen el fondo de un mar lóbrego y brusco.”
Es vieja en las literaturas, y en España es de cepa clásica, esa hipocresía estética que consiste en disimular el placer de las cosas insanas bajo la capa de la reforma social. Zola quería mejorar el mundo, y para ese fin, describía muy amorosamente, con paciencia de miniaturista, las llagas de la sociedad. Tal o cual pasaje de repugnante objetivismo, y que acusa, no ya la pérdida del paladar, sino aun del sentido de la náusea, ¿hace falta realmente para el fin de mejorar el mundo? Porque para la trama artística de la novela no hace gran falta, y a tanto hubiera equivalido sustituirlo con dos o tres líneas sintéticas y fuertes. Una cosa es decirnos que una mujer ha abortado entre las angustias de la suciedad, la soledad, el delito y la pobreza, y otra convertirnos en médico a palos o en comadrón por fuerza, obligándonos a asistir a las mil y una peripecias horrorosas del trance. Los autores de la Picaresca española otro tanto hacían, y en todos sus libros parecen alegar lo que Hernando de Soto alega del de Mateo Alemán:
Enseña, por su contrario,la forma de bien vivir.
Pero eso no quita que el autor picaresco se complazca a más no poder en los crudos acertijos de su invención, y nos conduzca, con fría y calculada crueldad, de uno a otro extremo, en ese laberinto de hambre e ignominia por donde discurren los Caballeros del Milagro. Más de un pasaje del mismo Mateo Alemán —tal el cuento de la tortilla de huevos— parece convencernos de que, en efecto, cualquiera que sea el pretexto bajo el cual se disimule el autor, ha perdido algo como el don del olfato: del olfato físico y moral.
Y éste es el problema de nuestro novelista, aunque, desde luego, trasladado del terreno de lo picaresco al del erotismo: larga complacencia en los análisis de la seducción y la caída, desconsiderado placer en los altibajos psicológicos de sus inconscientes meretrices y de sus rufianes contentos. Porque se puede, sin ser morboso, amar el desnudo y sus encantos y consecuencias. Cuando otro escritor, valenciano por de contado, compara a la mujer desnuda con la fruta mondada, apela a un instinto santo, a un apetito tan generoso y saludable que no se lo podría tachar. Pero cuando aquél compara una mujer desnuda a una rana despellejada, el dolor sensual paraliza nuestro corazón; los castos deleites del contacto se nos tuercen en desollamientos espantosos, y tanto sadismo y salacidad nos amargan como un trago de mar. He aquí al mártir de Asia que ha resuelto sus dolores, sus mutilaciones, en nuevos placeres recónditos; ése es el quemado y resucitado, ése es el acuchillado, para quien toda idea de contacto ha de despertar, en adelante, el recuerdo de una cicatriz o de una úlcera. Más espiritado, más exangüe que nunca, ha renacido a una nueva vida, entre las cenizas de su carne.
Pero la investigación de este problema, la buena o mala intención del novelista, no hubiera justificado las presentes disquisiciones. Como que acaso se explica fácilmente por una enfermedad de la sensación puesta al servicio de una racionalidad inquieta. Médico en el fondo, el Licenciado Vidriera sabe que su carne es de vidrio, que se quiebra y corta y punza; pero no puede menos de complacerse en su propio caso patológico, que hasta le sirve para sus descubrimientos y experiencias de gabinete. “Yo me vengaré de mis dolores —grita Flaubert— describiéndolos en mis libros.” ¿Qué más quisiera el experimentador? ¡Tener el paciente en casa, al alcance de la mano, en la mano misma, en la propia mano mutilada y achicharrada! Porque esa mano siniestra es un símbolo: mano que ya no podrá tocar sin dolor los placeres, sin una sensación descarnada, como la de un desollado, como la de su diabólica y temblorosa rana. Paciente y médico a la vez, como paciente es morboso; como médico es apostólico, y prevé una campaña de higiene ética. Como Vidriera es frágil, y como Licenciado, arguye leyes del mundo, inferidas de su propia fragilidad.
El problema de las buenas o malas intenciones no nos parecía, pues, insoluble; ni siquiera muy interesante. Lo que nos importa es el suicidio.
Sí, el suicidio. Aquellos ojos abiertos, plenos de significaciones terribles, no nos permiten engañarnos. Este suicidio tiene un sentido que es necesario averiguar. Varias hipótesis pueden proponerse sobre el caso.
La primera, la menos inteligente en el concepto literal de la palabra, supone que éste sea un mero suicidio patológico; un suicidio de neurasténico, al que no vale buscarle más sentido que a la mueca de un loco. Poco sabe de neurasténicos quien opine así, lo cual es imperdonable por los tiempos que corren. Nada tiene más sentido que los actos del neurasténico: es su lucidez, su exceso de intenciones y sensibilidades, lo que lo ha enfermado. En su moderna interpretación del Licenciado Vidriera,