El supremo egoísmo de la tempestad. Ensayos sobre literatura y cultura latinoamericana - César Eduardo Carrión - E-Book

El supremo egoísmo de la tempestad. Ensayos sobre literatura y cultura latinoamericana E-Book

César Eduardo Carrión

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Esta colección de reflexiones sobre la cultura y literatura latinoamericanas está dividida en tres partes principales –cada una de ellas compuesta de tres ensayos– y un epílogo. En la primera parte, que he nombrado Arqueologías de la nación, realizo tres incursiones puntuales sobre el modo en que los archivos nacionales literarios han fundamentado su origen y dibujado su pretendida trascendencia. En la segunda parte de este libro, cuyo título es Poéticas y retóricas de autor, visito la obra de varios poetas del siglo XX, para ofrecer a los lectores y futuros investigadores algunas posibilidades interpretativas que estimo novedosas o, por lo menos, insuficientemente estudiadas. En la tercera, denominada Tropos y ficciones culturales, observo la manera en que dos ensayistas y críticos latinoamericanos estructuran sus sistemas de pensamiento, en torno de ciertas figuras retóricas que les permiten narrar la evolución de la cultura latinoamericana. Inspirado en este juego conceptual, construyo mi propia ficción o tropo cultural, para analizar el concepto de interculturalidad literaria, tal como se presenta en un poema que adopto como ejemplo. Finalmente, el Epílogo sobre el canon literario está dedicado al estudio de la figura del librero de inicios del siglo XX en la ciudad de Quito, como miembro pleno del sistema literario: educador, promotor y suscitador del canon.

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Prólogo

I. Arqueologías de la nación

La nación ecuatoriana es un romance fallido

SIGNIFICANTES Y ESTRATEGIAS DE ESTA ALEGORÍA NACIONAL

LOS SIGNIFICADOS DE ESTA ALEGORÍA PATRIÓTICA

REFERENCIAS

La invención del archivo nacional literario ecuatoriano en el siglo XIX:

LA POESÍA LÍRICA COMO GÉNERO INAUGURAL DEL ARCHIVO LITERARIO NACIONAL

LA REPÚBLICA DE LAS LETRAS INICIA COMO UN PAÍS DE DESTERRADOS JESUITAS

REFERENCIAS

Arte poética y dicción política en el siglo XIX ecuatoriano:

EL PODIO POÉTICO DE UN POLÍTICO FUNDACIONAL

UNA POÉTICA ROMÁNTICA COMO GRAMÁTICA POLÍTICA

EL HABLA PO(ÉTICA)LÍTICA DE UN PRESIDENTE LATINOAMERICANO

REFERENCIAS

II. Poéticas y retóricas de autor

Poemas del yo, poemas del tú, poemas del afuera:

LAS POÉTICAS DE LA EXTIMIDAD LEÍDAS DESDE EL TROPO DEL ARCHIVO DIACRÍTICO

DE LAS POÉTICAS DE LA EXTIMIDAD A LA CONSTRUCCIÓN DE LAS EGOTOPÍAS

REFERENCIAS

La tentativa épica de Jorge Carrera Andrade:

REFERENCIAS

Todo siempre todavía será un nunca jamás:

REFERENCIAS

III. Tropos y ficciones culturales

El ethos barroco: teoría y ficción de la cultura latinoamericana

UNA TEORÍA SOCIAL ESCRITA A LA MANERA DE UNA FICCIÓN CULTURAL

UN ACERCAMIENTO A LA TEORÍA DE LOS MODOS LITERARIOS Y LA METAHISTORIA

EL ETHOS BARROCO, SEGÚN LA TEORÍA DE LOS MODOS LITERARIOS Y LA METAHISTORIA

ESTA FICCIÓN CULTURAL ES UN ARMA Y UN REFUGIO

REFERENCIAS

Convertirse en sujeto, devenir antropófago

LA ANTROPOFAGIA COMO IDEOLOGEMA O TROPO DE LA CULTURA LATINOAMERICANA

UNA APROXIMACIÓN A LA IDEA DE CONVERTIRSE EN SUJETO, DEVENIR ANTROPÓFAGO

TODA TRANSCULTURACIÓN IMPLICA UNA ANTROPOFAGIA

LA ANTROPOFAGIA TRANSFORMA EL ORDEN JURÍDICO SIMBÓLICO

REFERENCIAS

Microbioma de un pan de mentira:

REFERENCIAS

IV. Un epílogo sobre el canon literario

Los bibliotecarios de Babel:

UNA LECTURA DISTENDIDA DE LA TEORÍA DE LOS POLISISTEMAS

UNA VISTA AL FORO DE LOS LIBREROS QUITEÑOS DE INICIOS DEL SIGLO XX

LA LIBRERÍA DE BABEL

REFERENCIAS

Prólogo

Este libro toma su nombre, El supremo egoísmo de la tempestad, de un diálogo que mantienen los personajes del relato del siglo XIX titulado Entre riscos,1 que es objeto de análisis de uno de los ensayos que el lector encontrará en este volumen. En esa historia, los protagonistas del romance deben defender su relación del clasismo y racismo propios de la sociedad estamental de las primeras décadas de la república. La lucha de los amantes se extiende al escenario natural, cuando incluso los animales, cerros y fenómenos atmosféricos parecen conspirar en contra de la consumación de su amor. Las condiciones sociales y naturales se presentan tan imperturbables como la sinécdoque de la tempestad que las representa. La naturaleza aparece como un fantasma imbatible que aprueba las inequidades de un sistema caduco pero vigente, injusto pero poderoso. Creo que El supremo egoísmo de la tempestad es una imagen que resume las dificultades que los lectores y estudiosos de la literatura deben enfrentar en el mundo contemporáneo, en donde las humanidades han perdido terreno en los ámbitos sociales, culturales, incluso académicos, y corren el riesgo de convertirse en actividades marginales e irrelevantes. El título de este compendio de ensayos es un homenaje a quienes persisten en su empresa intelectual, tal como hicieron aquellos héroes de las aventuras románticas del siglo XIX latinoamericano, a pesar de las dificultades que la inclemencia de la naturaleza y los reveses de la historia les impusieron.

Esta colección de reflexiones sobre la cultura y literatura latinoamericanas está dividida en tres partes principales –cada una de ellas compuesta de tres ensayos– y un epílogo. En la primera parte, que he nombrado Arqueologías de la nación, realizo tres incursiones puntuales sobre el modo en que los archivos nacionales literarios han fundamentado su origen y dibujado su pretendida trascendencia. En la segunda parte de este libro, cuyo título es Poéticas y retóricas de autor, visito la obra de varios poetas del siglo XX, para ofrecer a los lectores y futuros investigadores algunas posibilidades interpretativas que estimo novedosas o, por lo menos, insuficientemente estudiadas. En la tercera, denominada Tropos y ficciones culturales, observo la manera en que dos ensayistas y críticos latinoamericanos estructuran sus sistemas de pensamiento, en torno de ciertas figuras retóricas que les permiten narrar la evolución de la cultura latinoamericana. Inspirado en este juego conceptual, construyo mi propia ficción o tropo cultural, para analizar el concepto de interculturalidad literaria, tal como se presenta en un poema que adopto como ejemplo. Finalmente, el Epílogo sobre el canon literario está dedicado al estudio de la figura del librero de inicios del siglo XX en la ciudad de Quito, como miembro pleno del sistema literario: educador, promotor y suscitador del canon.

1. José Gómez Carbo [bajo el seudónimo de Jecé], Por entre riscos, La Revista Ecuatoriana, Tomo I, nº 10, Quito, 31 de octubre de 1889, pp. 377-403.

I. Arqueologías de la nación

La nación ecuatoriana es un romance fallido

La retórica patriótica de los relatos de ficción del siglo XIX: El caso de Entre riscos (1889) de José María Gómez Carbo (1859-1899)2

Voy a contarles una historia de amor. Como casi todos los romances que vale la pena recordar, este tampoco tiene un final feliz. El trágico destino de sus protagonistas se vislumbra apenas se conocen. Y, por supuesto, se trata de un amor prohibido por la costumbre y los prejuicios, el orgullo y las disputas de poder entre las familias de los amantes. Como ocurre con la mayoría de las historias de amor escritas en el siglo XIX latinoamericano, este romance constituye una alegoría que procura explicar los intrincados procesos de formación de las comunidades nacionales de la región, en un tono didáctico y hospitalario. Además, esta historia de amor sucede en las estribaciones, valles, hondonadas y cumbres del complejo montañoso del Pichincha: en el mismo paisaje donde un 24 de mayo de 1822, las huestes bolivarianas vencieron a las tropas realistas y se selló la independencia política de los territorios coloniales que hoy conocemos con el nombre de República del Ecuador, según nos dice una parte de la historia nacional ecuatoriana. El valor simbólico y político del escenario donde ocurre la anécdota de este romance es indiscutible. Esta historia de amor tiene todos los ingredientes de una alegoría nacional.

El relato titulado Entre riscos fue publicado en 1889 en el número 10 de la Revista ecuatoriana,3 regentada por Vicente Pallares Peñafiel (1864-1894) y José Trajano Mera Iturralde (1862-1919) –hijo del célebre escritor Juan León Mera Martínez (Ambato, 1832-1894)–, quienes fueron miembros notables de las élites letradas conservadoras de entonces y muy conocidos suscitadores y promotores literarios. En este caso, el nombre de Pallares Peñafiel resulta relevante, porque en su momento dejó escrito cómo entendían aquellos letrados del siglo XIX la idea de nación, que unían sin distinción alguna al concepto de patria, y que deja en claro el compromiso histórico que habían asumido:

En el campo de la Historia, la Patria comienza en el hogar, se extiende luego á la ciudad, en seguida al municipio y, por último, á la nación; de manera que este nombre, reducido y estrecho en un principio, “se ha elevado y espiritualizado por la idea de los lazos personales que unen al hombre al país”, según observa Bluntschli (2).4 En la generalidad que su concepto alcanza en nuestros días, llega á confundirse con el de nación, con esta diferencia, notada por un publicista español contemporáneo (3):5 que “no solemos decir nación sino en nuestras relaciones con los extraños, pues acá para nosotros, en la interior conversación ó sentimiento íntimo, no tiene nación otro nombre que patria”. (1890, pp. 2-3)

El autor de Entre riscos, José María Gómez Carbo (Vinces, 1859-Quito, 1899), fue Cónsul del Ecuador en El Havre y senador y secretario de la Convención que se reunió en Ambato en 1878. En dicha asamblea constituyente, presidida por el General José María Urbina, se expidió la novena Constitución política del estado ecuatoriano, el 31 de marzo. En ella se determinó que la educación pública es responsabilidad de la función ejecutiva del Estado y, en consecuencia, se creó el Ministerio de Educación.

Con tan solo este vistazo al trayecto político y las relaciones personales e ideológicas del autor de nuestro romance, se observa cuán involucrado estaba en las continuas reformas del emergente Estado ecuatoriano, de manera especial, en momentos en los que la instrucción y educación pública ganaban importancia en los debates de las élites políticas de la época. Su labor como escritor de ficción es parte de su evidente vocación patriótica y educativa. Se trata de uno de los escritores civiles de entonces, comprometidos con la fundación de la nueva república sudamericana y la construcción de narrativas jurídicas y simbólicas, que le dieran sustento político y dotaran de memoria social a una comunidad en construcción, profundamente dividida por sus diferencias culturales internas y por brechas sociales de todo tipo, heredadas de la estructura estamental de la Colonia.

Para entender a cabalidad las implicaciones de esta fábula nacional, es indispensable conocer en detalle el contenido de su trama, toda vez que, en sus argumentos, símbolos y referencias, se concretan sus significados políticos y educativos. Gómez Carbo cuenta en la primera página que había recibido un manuscrito de un amigo suyo, que nunca estimó digno de atención, pero por cuya obcecada insistencia decidió publicar como texto de apertura de uno de los números de la revista dirigida por sus colegas Pallares y Mera. A continuación, reseño este relato contado por un narrador protagonista y anónimo, que nos confiesa haber experimentado los siguientes acontecimientos.

Cinco jóvenes que paseaban por los alrededores de Lloa, pequeño poblado al sur occidente de Quito, se encuentran con una joven indígena, cuya belleza casi divina los cautiva de inmediato. Pero su acercamiento es agresivo y se transforma desde el inicio en una tentativa de violación. La indígena, que más tarde conocemos que se llama Luisa, se muestra altiva y segura en todo momento. El narrador protagonista, que se enamora de ella al instante, la defiende de la agresión y Luisa aprovecha la oportunidad para escabullirse y desaparecer de la vista de sus acosadores. Unos días después, el narrador decide internarse de nuevo en la montaña para buscarla. La suerte lo acompaña y pronto se reencuentra con ella y, de inmediato, ambos se confiesan el intenso amor a primera vista que había nacido entre ellos. Conocedora de la región, Luisa guía a su enamorado hasta una gruta secreta ubicada en algún lugar de las estribaciones occidentales del Pichincha, que luego adapta como hogar y escondite para ambos. Allí, los amantes pasan muchos días de contento consumando su pasión, en un entorno campestre intocado por la civilización republicana.

Pero muy pronto las obligaciones mundanas exigen que el narrador se ausente unos días, para recibirse de un grado académico en Quito. Luisa se muestra reticente a acompañarlo, porque no ve un futuro claro al lado de su amante. Teme la discriminación racial y de clase, pero, sobre todo, decide permanecer en el campo, para guardar y rendir homenaje a la dignidad ancestral en la que su raza había vivido en la capital de la nación en ciernes, antes de la llegada de los colonizadores europeos. Entonces, los lectores nos enteramos de que Luisa es descendiente directa de la casta de los Shirys, gobernantes legendarios de esas tierras, incluso antes de la llegada de los incas. Asimismo, el narrador nos revela que Luisa es la última custodia viva del secreto de la ubicación del tesoro del Inca Atahualpa.

La fiesta de graduación del narrador se alarga más de lo calculado y no puede cumplir su promesa de regresar con Luisa al cabo de cinco días. Pasado este tiempo, el narrador recibe un mensaje de Luisa de manos de un vaquero de nombre Julián, que le recuerda al universitario recién graduado su compromiso de regresar junto a su amada india. Una vez que el narrador protagonista se reencuentra con Luisa, nace en ella un profundo remordimiento. Desde su visión, se trata de un amor sin futuro, entre dos miembros de grupos irreconciliables que se habían odiado históricamente. Frente a las dudas que nacen en su conciencia, Luisa decide subir a los riscos del Pichincha y consultar a los dioses de sus ancestros. Luego de esta invocación sagrada, se desata una tormenta pertinaz, que ella interpreta como una señal de la negativa de los dioses a su romance con el estudiante quiteño. Incluso un cóndor aparece de la nada, los ataca y se pierde luego entre la bruma. Ambos amantes pierden el conocimiento y la historia tiene una pausa.

El narrador y protagonista despierta días después de este evento en su casa, en Quito. El vaquero Julián lo había encontrado desmayado y lo había llevado de regreso. Luego de la convalecencia, nuestro protagonista decide volver, una vez más, en busca de Luisa, y al preguntar a los lugareños sobre su paradero, se entera de que ha sido casada a la fuerza por su padre y el párroco con un indio mucho mayor a ella. Ante la reticencia inicial de Luisa, sus captores la habían azotado y amenazado con matar a su amante blanco. Sin nada que hacer al respecto, Luisa había asistido a la iglesia para cumplir con su destino. El amante blanco, desconcertado y desesperado, visita al marido de Luisa, pero él le confiesa que apenas terminó la ceremonia nupcial, ella huyó del pueblo internándose en el bosque y perdiéndose entre los riscos del Pichincha sin dejar ningún rastro.

Nuestro protagonista, intuyendo la estrategia de su amada, la busca y encuentra en la gruta secreta en la que habían vivido felices hacía unos pocos días antes. Pero la negativa de Luisa es radical. No podía volver con su amante y ser fiel al mismo tiempo a su marido, y estaba dispuesta a cumplir con ese compromiso sellado por la iglesia, por más que hubiera sido un matrimonio forzado. Luisa huye también de su amante y se pierde de nuevo entre los riscos del Pichincha. Días después, ya en Quito, el narrador y protagonista de este romance recibe una nueva vista del vaquero Julián. Y de su boca recibe la trágica noticia. El padre, el esposo y el cura habían organizado una monteada para capturar a Luisa. Pero ella, al verse acorralada, se había despeñado de la cima de un risco. El narrador decide entonces visitar el cementerio de Lloa y, con la ayuda de algunos lugareños, llevar el cuerpo sin vida de su amada hasta la gruta donde habían convivido. Allí la sepulta y regresa a la ciudad, solo y desconsolado. Este relato termina con una elegía que lamenta la muerte y soledad del amante que ha sobrevivido a los trágicos acontecimientos.

SIGNIFICANTES Y ESTRATEGIAS DE ESTA ALEGORÍA NACIONAL

El contenido patriótico de esta anécdota adquiere eficacia y legitimidad, gracias a ciertas cualidades retóricas propias de la época, que revelan el funcionamiento de estos discursos nacionalistas del siglo XIX. A continuación, analizaré las propiedades estilísticas más relevantes del texto, poniendo especial atención a los valores simbólicos de los escenarios y ambientaciones, la caracterización de los personajes y la recurrencia a las autoridades y textos de la tradición clásica europea, mediante las cuales Gómez Carbo inserta su relato en el cosmos de la literatura escrita en la lengua española, al tiempo que nos brinda pistas sobre el modo en que tanto él cuanto sus coetáneos iniciaron la trayectoria de lo que hoy denominamos literatura nacional ecuatoriana.

La primera estrategia que el autor pone en movimiento es la simbolización de los espacios y escenarios donde se desenvuelven los acontecimientos. El valor simbólico de la cumbre o cima de la libertad, y con ella de todo el complejo montañoso del Pichincha, es el más evidente a lo largo de todo el relato. Ni bien inicia el texto, podemos leer: “Un día comencé a faldear el Pichincha por el punto que nuestros padres empaparon con su sangre, para afianzar la existencia de la patria que nos legara la grandeza de su alma y lo profundo de su amor” (p. 379). Para el protagonista de esta historia, el origen mismo de la patria se halla en el Pichincha. Recordemos que en este sitio los jóvenes amantes se habían encontrado y confirmado su súbito enamoramiento, que para el lector podría resultar una revelación sorpresiva, pues apenas se habían visto en una sola ocasión. Pero la llamada Cima de la libertad es mucho más que un sitio icónico. En este relato, “el punto en que el General Sucre dirigía la batalla de Pichincha” (p. 384), se convierte en el umbral que separa el mundo ordinario –constituido por la ciudad y los cerros, valles y llanuras circundantes– del mundo especial –ubicado en las estribaciones occidentales del complejo montañoso–. Este valor mitológico, casi sagrado de “El riscoso Pichincha” (p. 389), se construye mediante la recurrencia al tópico clásico del locus amoenus, en los capítulos I y II. De manera que este paisaje, alejado del mundanal ruido de la ciudad, aparece como el escenario propicio para que ocurra lo extraordinario. En este sentido, este símbolo del nacimiento de la nación, vale decir, el lugar donde se refugia la dignidad ancestral amerindia y se encuentra con el patriotismo criollo, y donde ocurre el romance entre Luisa y el narrador, se describe en los términos de la retórica clásica europea.

Al pie de estos cerros, ya del lado occidental –en otras palabras, de espaldas a la ciudad de Quito–, Luisa adapta una gruta o caverna que conoce bien, para convertirla en el hogar y escondite de los amantes: “nada de lo que es necesario á la existencia faltaba allí, y había mucho de lo que le es grato” (p. 381). El narrador denomina pacsha a esta caverna, y la ubica en un sitio cercano al encuentro entre los ríos Blanco y Salahoya (o Saloya según el nombre actual), muy próxima a la actual parroquia de Mindo. Este refugio se ubica detrás de los riscos de la cumbre del Pichincha, del lado del mundo de lo extraordinario. Constituye un umbral espacial, pero también temporal, porque la separación entre ambos mundos es absoluta, tal como veremos más adelante. El nombre de Salahoya o Saloya tal vez haga referencia a la denominada Sala de la hoya, que forma parte de la cavidad de Altamira, en España, en cuyas paredes la hija de Marcelino Sanz de Sautuola (Santander, 2 de junio de 1831-30 de marzo de 1888) descubrió las famosas pinturas rupestres en 1879. No sería raro que Gómez Carbo tuviera noticia de este famoso hallazgo arqueológico que cambió para siempre la historia de Europa y, con ella, del resto de la humanidad.

Esta idealización y simbolización del complejo montañoso del Pichincha se extiende a todo el entorno natural de la ciudad de Quito, que el protagonista observa desde el mirador de sus cumbres. Esta estrategia se concreta siempre con la recurrencia a la autoridad de la tradición literaria europea. Un ejemplo se puede ver cuando el narrador compara la llanura de Chillo –conocida en la actualidad como el Valle de los Chillos– con los paisajes celebrados en las Bucólicas de Virgilio, específicamente, con un fragmento de la Égloga primera: “Chillo con sus gayas sementeras y suntuosas quintas, riente é incitante como el Tytire, tu patule [sic]” (p. 389). El fragmento completo en el latín original dice: “Titire, tu patulae recubans sub tegmine fagi”, que en la versión en verso castellano de Aurelio Espinosa Pólit se lee de la siguiente manera: “Tendido al pie de tu haya de ancha sombra, / tú, Títiro, en el leve caramillo”6. En efecto, toda la naturaleza que describe desde el mirador del Pichincha causa en el narrador una enorme admiración, especialmente las montañas, a las que trata de titanes, para recurrir nuevamente a los clásicos: “Allí estaban sólo esos titanes, nacidos no de entrañas de hembra, sino al forjar de las revoluciones plutónicas […] allí, alineados cual los cíclopes á la orilla del mar, causando espanto á la flota troyana. / Aetnos fratres, coelo capita alta ferentes” (p. 390). Por lo demás, estas citas en latín suelen ser equívocas, sea por una mala transcripción del autor o por errores cometidos por la imprenta. Este último segmento, transcrito completamente en la versión al castellano de Espinosa Pólit, dice: “Allí los vemos / los hermanos etneos, junta horrenda, / con su torvo mirar de inútil furia / de pie, y al cielo irguiendo sus cabezas” (p. 585). Por lo tanto, los hermanos del Etna, levantando sus cabezas al cielo representan aquí a los picos de la cordillera y el Etna, al riscoso Pichincha. El narrador evoca a los gigantes cíclopes que la mitología europea cuenta que vivieron en las playas sicilianas del monte Etna, símbolo del poder de la naturaleza, cuyas erupciones describieron los escritores clásicos, entre ellos el mismo Virgilio, entre los versos 570 y 582 del libro III de la Eneida. Gómez Carbo también nombra de pasada a otros autores clásicos, en un intento de legitimar su texto, demostrando su conocimiento de los clásicos: Homero, Dante, Ossián (p. 391).

Una vez establecido el escenario de las acciones, la divinización del personaje femenino se convierte en la estrategia más importante. Este espacio sagrado no se puede violentar. Y Luisa se transforma paulatinamente en una suerte de espectro sacro del pasado. Pronto nos enteramos de que en realidad se trata de una princesa Shiry condenada a vivir en el exilio. De ahí se comprende su reticencia a dejar el mundo mágico en el que habita: “–Ni á mí ni á los de mi familia, nos es dado habitar Quito, sino en las condiciones en que la habitaron mis antecesores” (p. 385). Por esta misma razón, el narrador nos cuenta que Luisa es la última custodia viva del secreto de la ubicación del tesoro del Inca Atahualpa. La tradición cuenta que cuando las tropas de Benalcázar, más propiamente de su lugarteniente Ampudia, asolaron la antigua Quito, los indígenas se llevaron el tesoro del Inca y lo ocultaron en un lugar secreto de la cordillera. La versión de Gómez Carbo dice que lo escondieron en Curi-uctu, una galería montañosa formada por un uno de los saltos que el río Yanayacu forma en las estribaciones occidentales del Pichincha, justo antes de desembocar en el río Blanco: “Era ella la única hija del último vástago de la familia de los Shirys, y como tal, dueño [sic] del secreto y del tesoro” (p. 392).

Esta progresiva divinización de Luisa se acentúa conforme avanza la historia. Gómez Carbo la compara con dos personajes literarios muy significativos: “Era bella cual la Nausicaa de la Odisea, ó cual la Cisa de la Virgen del sol” (p. 378). Uno de estos personajes proviene de la antigua tradición helena; el otro, de la entonces emergente tradición literaria ecuatoriana. La primera de ellas, Nausícaa, es el personaje de la Odisea, que, motivada por la diosa Atenea en un sueño, camina al río con sus esclavas para lavar los vestidos que utilizaría en una ceremonia nupcial. Una vez en la playa, encuentra a Ulises, quien había naufragado, y lo lleva ante su padre, Alcínoo, rey de los feacios. Ulises le cuenta a este rey sus peripecias, y Alcínoo, conmovido, le proporciona las naves con las que Ulises finalmente llegaría a Ítaca. En consecuencia, Luisa se torna en una suerte de salvadora del narrador protagonista, en una enviada de la divinidad. La segunda de estos personajes es Cisa, la protagonista de La virgen del sol, leyenda indiana (1861),el célebre poema narrativo de Juan León Mera, que cuenta la historia de amor entre Titu y una bella indígena, consagrada al culto al dios sol. Con esta última comparación, Gómez Carbo se nombra a sí mismo como un continuador legítimo de la tradición literaria iniciada, entre otros, por Juan León Mera, el autor de la letra del Himno Nacional del Ecuador.

Esta idealización continúa con una nueva referencia a las cualidades físicas de Luisa. El narrador dice en determinado momento: “La belleza de su cuerpo que Gautherín hubiera envidiado para modelo de su Eva: la belleza de su cuerpo que en Grecia hubiera encendido la guerra entre príncipes rivales e interesado en ella a los respectivos pueblos” (p. 383). Gómez Carbo se refiere aquí al célebre escultor parisino Jean Gautherin (1840-1890) y a su famosa escultura llamada El paraíso perdido (1883). Como se puede constatar, todo en este relato lo conecta con la tradición literaria y artística europea.

En otra de estas comparaciones, y en clara alusión al primer encuentro entre Luisa y el protagonista, el narrador recurre a la mitología latina, para compararse él mismo con el dios Marte, que es el responsable del rapto y violación a Rea Silvia. Por supuesto, se trata de una violación mística, suscitada y avalada por los mismos dioses latinos. El nombre de Rhea se podría acercar a la palabra regnum, que significa reino, y el nombre de Silvia se podría traducir como bosque. De manera que Luisa sería algo así como una diosa del bosque, tan digna como la misma víctima y beneficiaria del dios romano de la guerra. El narrador le asigna a Luisa cualidades mágicas, que se pueden ver en el don que tiene para comunicarse con los animales. Hay que recordar que Rhea Silvia, también conocida como Ilia, es la madre de Rómulo y Remo, los fundadores legendarios o mitológicos de la ciudad de Roma. Queda claro que el narrador ve en Luisa a una candidata para convertirse en la madre fundadora de la nueva patria, de la incipiente nación ecuatoriana: “Un día, Rea Silvia va á coger agua en Tíber, y el dios Marte se apodera de ella. En el seco y rastrero bosquecillo de Lloa, el Amor inmortal nos reveló sus sagrados misterios” (p. 380).

Esta última comparación también podría plantear una analogía en la que la mujer –Luisa en este caso– representa a la tierra americana, intervenida y violentada por la colonización, y el hombre mestizo –en este caso nuestro narrador protagonista– representa al héroe patriótico que procura defender a su madre, hermana o novia violentada por el colonizador europeo. Con estos antecedentes, la historia de Gómez Carbo se convierte en una especie de matrimonio místico o mágico que persigue la redención y reconciliación entre la población indígena originaria y la criolla de procedencia hispánica, que conforman la génesis étnica de la población nacional. La retórica patriótica, específicamente su dimensión erótica, se asienta precisamente en esta alegoría, que se manifiesta también en otras comparaciones y analogías con la literatura clásica europea.

He descubierto una analogía más. Curiosamente, en un diálogo con su amante, Luisa se compara con Baucis y a su querido lo compara con Filemón,7 en una clara alusión al libro VIII, entre los versos 611 y 724 de las Metamorfosis de Ovidio: “Concibo a Palemón y Baucis, aún en las almas levantadas y en los espíritus ambiciosos” (p. 396). El mito cuenta que Baucis se convierte en Tilo y Filemón, en Roble, y que luego de esa metamorfosis crecen juntos, se enredan y quedan unidos por la eternidad. Pero Gómez Carbo también se refiere al matapalo ecuatoriano, posiblemente como una alusión a la naturaleza americana que se encuentra con el roble europeo y de su unión nace la cultura mestiza. Completa esta analogía sobre el mestizaje, refiriéndose a la manzana (Europa) que se injerta en el membrillo (América). Dice la misma Luisa: “He querido unir mi suerte a la tuya, no como se une el matapalo al robusto roble, mas como se ingerta [sic] la manzana en el membrillo” (p. 396). En todo caso, este personaje femenino declara que “el amor, cual Proteo, necesita tomar formas diversas para ser durable” (p. 396).

Esta idealización del personaje femenino alcanza a todo el pueblo quichua, y da como resultado una exotización y sacralización mitológica de tintes románticos, pero sobre todo de efectos innegablemente coloniales. Así ocurre, por ejemplo, cuando Gómez Carbo anota el carácter sagrado de los cantos agrícolas de los campesinos quichuas:

Arando ó sembrando, cosechando ó pastoreando, el indio canta. El canto del indio, cuando no lo es, tiene un tinte melancólico; pero, generalmente, en las faenas del campo ese canto tiene algo de solemne: parece una liturjia [sic] que conserva reminiscencias de solemnidades religiosas de otros tiempos. Investigando el significado de esos cantos, se encuentra el fondo primitivo religioso que constituye el fundamento de la civilización quichua. (p. 383)

Si bien esta es una caracterización de mirada colonial, también es cierto que el narrador reconoce o al menos intenta comunicar a sus lectores el carácter teocrático de la sociedad india. La nacionalidad quichua, en tanto representante en este relato de todas las poblaciones y nacionalidades indígenas, sirve como un ejemplo de la eficaz metonimia que invisibilizó durante todo el siglo XIX la diversidad cultural de los pueblos andinos, amazónicos y de la costa pacífica sudamericana. Es por esto que, en los comentarios no narrativos, nuestro protagonista compara a Quito y Cuzco con las civilizaciones mediterráneas, con el fin de afirmar que las deidades civilizatorias de los Andes no perdieron en realidad el gobierno de su mundo, tal como les ocurrió a los dioses romanos Baco (señor del vino y la fertilidad) y Ceres (dueña de la agricultura y las cosechas), precisamente porque los agricultores andinos nunca dejaron de seguir las órdenes de sus dioses ancestrales.

Así pues, el argumento de este relato es que debido a que la agricultura era sagrada para los quichuas, no se resistieron a la marginación social y política de la colonia, y permanecieron mansamente en la servidumbre del trabajo agrícola, porque de esa manera los habían sometido las élites gobernantes anteriores a los colonizadores europeos: “Cual Francisco de Asís á Jesús, el indio siendo agricultor parodiaba al sol. Si las aborígenes [sic] no repugnaron tanto la esclavitud á que los redujo la conquista, fué porque dedicados al cultivo de la tierra, ese cultivo era para ellos una manifestación religiosa” (p. 383). En suma, estas cualidades ambiguas, de ser por una parte un pueblo de pasado digno y glorioso y, por otra parte, el pueblo de un presente decadente y lamentable, se descubren claramente en sus costumbres, como, por ejemplo, la fiesta popular de los toros o toros de pueblo. El narrador celebra las habilidades de los chagras o vaqueros criollos (pp. 386-387). Pero de inmediato, frente a los desmanes motivados por el consumo excesivo de alcohol, Luisa aprovecha la ocasión para lamentarse de la sumisión de su raza: “–No es la suerte de mi raza? Abatida, se sume más y más en la indolencia que es la muerte del ser. Es un cadáver ambulante, galvanizado por el aguardiente, que no tiene más valor que el que da el compañerismo, ni más goce que hartarse y dormir” (p. 387).

Ahora bien, estas estrategias de investidura de autoridad y creación de la tradición literaria nacional, también hallan parte de su origen en la retórica cervantina. Este relato empieza con su propia versión de la captatio benevolentiae, estrategia retórica clásica que los autores usaban para atrapar la atención de sus lectores, apelando a su benevolencia, comprensión y simpatía. Mediante este método de legitimación, Gómez Carbo se enviste de autoridad y credibilidad, puesto que al asegurar que la historia proviene de un manuscrito que un amigo suyo le entregó para que fuera publicado en la revista que dirigía junto a Trajano Mera, toma distancia de la responsabilidad tanto de la calidad cuanto de la recepción que pudiera tener entre los lectores de entonces. De esta manera, escribe en el prólogo: “Declaro que es un tejido de absurdos y mentiras, y que si lo absurdo es lo novelezco [sic] y la mentira poesía, mi amigo es un gran novelista y un gran poeta” (p. 277). Por lo demás, era ya muy conocida la argucia literaria del manuscrito hallado, con la que los escritores reclamaban parentesco con la astucia de Miguel de Cervantes, cuyo narrador asegura en determinando momento que la historia del Quijote es en realidad obra de un personaje ficticio llamado Cide Hamete Benengeli, historiador musulmán de origen español y lengua árabe, que Cervantes supuestamente se limitó a editar y traducir, para darle forma de novela.

Ahora bien, este caso de captatio benevolentiae tiene dos dimensiones. Por una parte, al oscurecer el antecedente histórico o el origen auténtico de la anécdota, Gómez Carbo procura brindar credibilidad a su historia y sembrar en el lector la sospecha de que los acontecimientos que nos cuenta podrían ser reales. Tal como hace el narrador del Quijote con las novelas caballerescas, Gómez Carbo revisita los romances, vale decir, las historias de amor entre bellos y castos jóvenes que, ya en esa época, se percibían como una modalidad discursiva anacrónica y engolada, toda vez que el realismo literario iba ganando terreno. Aquella transición cultural daría como resultado la consolidación del género de la novela en todo el continente, tal como la conocemos en nuestros días, desde aquellos últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Por otra parte, este recurso retórico era común en la época. En el Ecuador, hallamos un interesante caso en La emancipada (1863) de Miguel Riofrío (Loja, 1819-Lima, 1881), que se inicia con una nota aclaratoria similar, con la diferencia de que el narrador del escritor lojano no recurre a la existencia de un manuscrito previo, sino a la veracidad absoluta de la historia, que supuestamente se limita a transcribir: “Nada inventamos: lo que vamos a referir es estrictamente histórico: en las copias al natural hemos procurado suavizar algún tanto lo grotesco para que se lea con menor repugnancia. Daremos rapidez a la narración deteniéndonos muy poco en descripciones, retratos y reflexiones” (2009, p. 1).

Pero esta táctica, mediante la cual Gómez Carbo inserta su texto en la tradición literaria, va más allá de las citas y referencias. Su misma anécdota tiene similitudes con la novela de Riofrío. Así, pues, encontramos otra relación directa con La emancipada cuando Luisa decide huir de su marido apenas termina la ceremonia del matrimonio, tal como hace la Rosaura del novelista lojano, la cual también había sido casada a la fuerza con un hombre mucho mayor que ella. Y del mismo modo que hace Riofrío, Gómez Carbo establece las razones de aquel tipo de matrimonios arreglados de la época, entre jóvenes mujeres y hombres mayores, de la siguiente manera: “Los matrimonios indios se efectúan por lo regular entre viejo y mozo, cosa que indefectiblemente ha de verificarse si la mujer es vieja” (p. 400). Riofrío y Gómez Carbo denuncian de esta manera la práctica arcaica de los matrimonios por conveniencia económica, al tiempo que establecen una motivación recurrente y aceptada en las fábulas de aquella época.

Otro de las clásicos o textos canónicos ecuatorianos con los que Gómez Carbo procura emparentarse es la novela Cumandá de Juan León Mera, ya que, exceptuando a la revelación del peligro del incesto entre los amantes castos, reconocidos luego como hermanos, que siembra la tragedia en la novela de Mera, en ambos relatos es la raza o la comunidad indígena la que se opone férreamente a la unión amorosa entre la noble india y su amante blanco. También se podría establecer una relación muy estrecha con otro conocido texto de Mera –que supuestamente es un poema popular anónimo– conocido como Atahualpa Huawñui, cuando al final de su relato, Gómez Carbo transcribe una elegía muy similar, que incluso comienza con un motivo idéntico al que da forma al primer verso del poema de Mera. Así dice el poema de Gómez Carbo: “El viejo búho lloró en el huabo, / Y mi pobre indio luego murió: / Todo está triste, ni el perro ladra, / Muda la choza pajiza está” (p. 403). El poema presuntamente recogido por Mera dice: “En un corpulento guabo / un viejo cárabo está / con el lloro de los muertos / llorando en la soledad”. En el mismo pasaje, al final del relato, mediante una nota al pie, Gómez Carbo acude explícitamente a la autoridad de los poetas ecuatorianos más reconocidos de entonces, Julio Zaldumbide y Juan León Mera, a quienes nos cuenta que había entregado el poema para que lo revisaran y comentaran, sin haber obtenido de su parte ninguna respuesta.

Por último, la táctica de autorización y entroncamiento con la naciente tradición literaria ecuatoriana, que puede ser menos evidente o llamativa para los lectores contemporáneos, se revela cuando Gómez Carbo cita La victoria de Junín.Canto a Bolívar de José Joaquín de Olmedo, considerado el poema inaugural del canon ecuatoriano. Concretamente, Gómez Carbo reproduce el verso 765 del poema de Olmedo, donde invoca el nombre del Inca Huayna Cápac, que aparece luego entre las nubes para preconizar el triunfo de las huestes bolivarianas sobre las tropas realistas. Por una parte, el texto de Olmedo dice: “Alma eterna del mundo / dios santo del Perú, Padre del Inca”. Por otra parte, en el texto de Gómez Carbo, Luisa hace las veces de “sacerdotisa de los abismos” (p. 392), como la califica el narrador, cuando sube a una cumbre e invoca el nombre de sus dioses, para consultarles si debe unirse a su amante o permanecer junto a su gente: “Alma eterna del mundo! En ti residen el poder y la vida, tú llenas el cielo de luz y fecundizas la tierra con tu calor” (p. 392). Acerca de esta larga oración e invocación sagrada (pp. 392-393), comenta el narrador: “Los fenómenos geológicos y meteorológicos son para los indios signos sobrenaturales que manifiestan lo propicio ó adverso de los númenes celestes y, por consiguiente, la ventura ó desventura en una empresa” (p. 392).

Recordemos que luego de esta oración de Luisa, se desata una tormenta pertinaz, que ella entiende como una señal de la negativa de los dioses a su romance con el estudiante quiteño. Este último detalle puede también calificar como una estrategia típica del romanticismo de la época, que simboliza, mediante la descripción de los fenómenos naturales, los debates internos de las psiquis de los personajes: “Me parecía que la tempestad no había sido más que el eco de combates internos, y el triste escenario que teníamos por delante, pálido reflejo de la desolación de su alma” (p. 395). Como consecuencia, la decisión de Luisa es tajante. Entiende que no puede actuar al margen de los designios divinos: “–Imposible, me dijo, luchar contra el sino de mi raza” (p. 395).