El tesoro de Gastón - Emilia Pardo Bazán - E-Book

El tesoro de Gastón E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

El tesoro de Gastón, de Emilia Pardo Bazán, relata la historia de un joven adinerado que despilfarra la fortuna heredada de su madre. Sin embargo, tras muchas andanzas, Gastón descubre que puede vivir de una manera distinta, recuperar lo perdido y encontrar amor y honestidad. Escritora y periodista española, Emilia Pardo Bazán (1851- 1921), es considerada como una de las novelistas clave en el realismo y el naturalismo español del siglo XIX y principios del XX. No solo fue un referente literario, sino que su defensa de los derechos de la mujer la convirtió en una de las primeras feministas españolas. Fue la lectura de Emile Zola uno de los impulsos decisivos para que Pardo Bazán desarrollase una fecundísima carrera literaria. Justamente de la mano del escritor francés, al que conocería personalmente en uno de los viajes que realizó por Europa, la escritora gallega trasladó a España la corriente literaria en boga en aquellos años, el naturalismo. Durante toda su vida recibirá el reconocimiento de personalidades de su época con los que mantendrá una larga correspondencia como es el caso de Benito Pérez Galdós, Lázaro Galdiano, Marcelino Menéndez Pelayo o Blanca de los Ríos.  En sus obras analiza la sociedad española, su problemática política, religiosa y social. Aunque los ambientes rurales gallegos son los dominantes, también recrea ambientes urbanos, sobre todo ciudades como La Coruña. Estilísticamente, como autora naturalista, destacan sus descripciones extremadamente detalladas y los profundos retratos tanto biológicos como psicológicos, especialmente de las mujeres. Pero Emilia Pardo Bazán fue reconocida también por su lucha incansable por la emancipación de la mujer, introdujo en España el debate francés y británico sobre feminismo. Entre 1892 y 1914 dirigió y financió la Biblioteca de la mujer, un proyecto editorial cuyo objetivo principal era la difusión entre un público femenino de ideas progresistas relacionadas con los derechos de la mujer. Se autodefinió como feminista y protagonizó conferencias y discursos en un tono adelantado para su época.

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Seitenzahl: 170

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Emilia Pardo Bazán

El tesoro de Gastón

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: El tesoro de Gastón.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-589-0.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-116-6.

ISBN ebook: 978-84-9007-876-1.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

I. La llegada 11

II. La Comendadora 19

III. La revelación 27

IV. Gusanillo 37

V. Landrey 45

VI. El Norte 53

VII. La torre de la Reina mora 61

VIII. Lourido 69

IX. Iniciación 79

X. La consejera 87

XI. El consejo 95

XII. Táctica y estrategia 107

XIII. El aro de oro 115

XIV. Miguelito 123

XV. El tesoro 131

Libros a la carta 137

Brevísima presentación

La vida

Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.

Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.

En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).

En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.

Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.

I. La llegada

Cuando se bajó en la estación del Norte, harto molido, a pesar de haber pasado la noche en wagon-lit, Gastón de Landrey llamó a un mozo, como pudiera hacer el más burgués de los viajeros, y le confió su maleta de mano, su estuche, sus mantas y el talón de su equipaje. ¡Qué remedio, si de esta vez no traía ayuda de cámara! Otra mortificación no pequeña que el tener que subirse a un coche de punto, dándole las señas: Ferraz, 20... Siempre, al volver de París, le había esperado, reluciente de limpieza, la fina berlinilla propia, en la cual se recostaba sin hablar palabra, porque ya sabía el cochero que a tal hora el señorito solo a casa podía ir, para lavarse, desayunarse y acostarse hasta las seis de la tarde lo menos...

En fin, ¡qué remedio! Hay que tomar el tiempo como viene, y el tiempo venía para Gastón muy calamitoso. Mientras el simón, con desapacible retemblido de vidrios, daba la breve carrera, Gastón pensaba en mil cosas nada gratas ni alegres. El cansancio físico luchaba con la zozobra y la preocupación, mitigándolas. Solo después de refugiado en su linda garçonnière; solo después de hacer chorrear sobre las espaldas la enorme esponja siria, de mudarse de ropa interior y de sorber el par de huevos pasados y la taza de té ruso que le presentó Telma, su única sirviente actual, excelente mujer que le había conocido tamaño; solo en el momento, generalmente tan sabroso, de estirarse entre blancas sábanas después de un largo viaje, decidiose Gastón a mirar cara a cara el presente y el porvenir.

Agitose en la cama y se volvió impaciente, porque divisaba un horizonte oscuro, cerrado, gris como un día de lluvia. Arruinado, lo estaba; pero apenas podía comprender la causa del desastre. Que había gastado mucho, era cierto; que desde la muerte de su madre llevaba vida bulliciosa, descuidada y espléndida, tampoco cabía negarlo. Sin embargo, echando cuentas (tarea a que no solía dedicarse Gastón), no se justificaba, por lo derrochado hasta entonces, tan completa ruina. El caudal de la casa de Landrey, casi doblado por la sabia economía y la firme administración de aquella madre incomparable, daba tela para mucho más. ¡Seis años! ¡Disolverse en seis años, como la sal en el agua, un caudal que rentaba de quince a diez y siete mil duros!

Acudían a la memoria de Gastón, claras y terminantes, las palabras de su madre, pronunciadas en una conferencia que se verificó cosa de dos meses antes de la desgracia.

—Tonín —había dicho cariñosamente la dama—, yo estoy bastante enfermucha; no te asustes, no te aflijas, querido, que todos hemos de morir algún día, y lo que importa es que sea muy a bien con Dios; lo demás... ¡ya se irá arreglando! Siento dejarte huérfano en minoría, pero pronto llegarás a la mayor edad, y así que dispongas de lo tuyo, acuérdate de dos cosas, hijo... Que ni hay poco que no baste ni mucho que no se gaste, y... que no debemos ser ricos... solo ... ¡para hacer nuestro capricho, olvidándonos de los pobres y del alma! Quedan aumentadas las rentas... gracias a que no he fiado a nadie lo que pude hacer yo misma... ¡y eso que soy una mujer, una ignorantona, una infeliz! Tú, que eres hombre, y que recibes doblado el capital, puedes acrecentarlo, sin prescindir de... ¡de que hay deberes, para un caballero sobre todo!... ¡y de que la fortuna se nos da en depósito, a fin de que la administremos honradamente!... ¿Verdad, Tonín, que vas a pensar en esto que te he dicho... así... así que no estemos... juntos? Dame un beso... ¡Ay!... ¡Cuidado, que por ahí anda la pupa!

Y Gastón, de pronto, sintió cómo los ojos se le humedecían, acordándose de que el ¡ay! de su madre había delatado, por primera vez, la horrible enfermedad cuidadosamente oculta, el zaratán en el seno.

Poco después la operaban, y no tardaba en sucumbir a una hemorragia violenta... y Gastón veía a su madre tan pálida, tendida en el abierto ataúd, y recordaba días de llanto, de no poder acostumbrarse a la orfandad, a la soledad absoluta... Después, con la movilidad de los años juveniles, venía el consuelo, y con la mayor edad, el gozo de verse dueño de sus acciones y de su hacienda, ¡libre, mozo, opulento! Dando una vuelta repentina en la cama, lo mismo que si el colchón tuviese abrojos, Gastón volvía a rumiar la sorpresa de haber despabilado tan pronto la herencia de sus mayores.

—¡Si no es posible humanamente! —calculaba—. ¡Si no me cabe en la cabeza! Vamos a ver; yo no soy un vicioso; no he jugado sino por entretenimiento; no he tenido de esos entusiasmos por mujeres pagadas, en que se consumen millones sin sentir. ¿Qué hice, en resumidas cuentas? Vivir con anchura; pasarme largas temporadas en el extranjero, sobre todo en el delicioso París; comer y fumar regaladamente; divertirme como joven que soy; pagar sin regatear buenos cocheros y caballos de pura raza, cuentas de sastre y de tapicero, de joyero y de camisero, de hotel, de restaurant... Todo ello, aunque se cobre por las setenas, no absorbería ni la tercera parte de mi caudal... ¡Oh, eso que no me lo nieguen! ¡Aunque me lo prediquen frailes descalzos! Me sucede lo que a la persona que ha dejado en un cajón una suma de dinero, no sabe cuánto, pero volviendo a abrir el cajón nota que hace menos bulto, y dice: «Gatuperio...».

Aquí Gastón suspiró, abrazó la almohada buscando frescura para las mejillas, y pensó entrever, como filtrado por las cerradas maderas de las ventanas, un rayito de luz.

—El caso es que yo fui bien prudente. De imprevisor nadie podrá tacharme. ¿A quién mejor había de confiar mi negocios, y la gestión y administración de mis bienes, que a don Jerónimo Uñasín? Un viejo tan experto, con tal fama de seriedad y honradez en los negocios; y además, de una condición encantadora; nunca le pedía yo con urgencia dinero, que a vuelta de correo no me lo girase sin objeción alguna... En lo que no tiene disculpa don Jerónimo es en no haberme avisado de que mis gastos eran excesivos; de que a ese paso me quedaba como el gallo de Morón...

Al hacer reflexión tan sensata, por primera vez el incauto mozo sintió algo que podría llamarse la mordedura de la sospecha y el aguijón del reconcomio. Evocó el recuerdo de la cara de don Jerónimo y se le figuró advertir en ella rasgos del tipo hebreo, la nariz aguileña, de presa, la boca voraz, los ojos cautelosos y ávidos... Las palabras de su madre resonaron de nuevo en su corazón olvidadizo: «No he fiado a nadie lo que pude hacer yo misma...».

Al cabo se durmió. A las seis, obedeciendo órdenes, Telma vino a despertarle de un sueño agitado, lleno de pesadillas; arreglose a escape, y a las siete menos cuarto conferenciaba con don Jerónimo. Más de una hora duró la entrevista, de la cual salió Gastón con la sangre encendida de cólera y el espíritu impregnado de amargura. La venda se había roto súbitamente y Gastón veía —¡a buena hora!— que aquel tunante de apoderado general era el verdadero autor de su ruina.

A preguntas, reconvenciones y quejas, solo había respondido don Jerónimo con hipócrita y melosa sonrisilla, que provocaba a chafarle de una puñada los morros.

—¿Qué quería usted que hiciese? —silbaba el culebrón—. ¿Pues no estaba usted pidiendo fondos y fondos a cada instante? ¿Pues no era usted mayor de edad, dueño de sus acciones y sabedor de a cuánto ascendían sus rentas? Usted, desde París, libranza va y libranza viene, y Jerónimo Uñasín teniendo que dejarle a usted bien, y que buscar y desenterrar las cantidades aunque fuese en el profundo infierno... ¡Bien me agradece usted los apuros que he pasado, las sofoquinas, las vergüenzas, sí, señor!, ¡que vergüenza y muy grande es, a mis años, andar solicitando a prestamistas y aguantando feos! Todo lo he hecho, por ser usted hijo de los señores de Landrey, que tanto me apreciaban... Ahora conozco que me pasé de tonto, que debí cerrarme a la banda y contestarle a usted cuando me pedía monises: «otro talla, señor mío...».

—Pero usted bien veía que yo me quedaba pobre —exclamaba Gastón con indignación apenas reprimida—, y debiera usted, como persona de más experiencia, aconsejarme, llamarme la atención, advertirme... Yo le di a usted poder ilimitado... Yo tenía depositada mi confianza en usted.

—¡Sí, sí, advertir! ¡Bonito recibimiento me esperaba! Ya sé yo lo que son jóvenes contrariados en sus antojos... Y además, don Gastoncito, ¿quién me decía a mí que al echar así la casa por la ventana, no preparaba usted una gran boda? Hay en París señoritas de la colonia americana, que apalean el oro... ¡Es preciso respetar muchísimo, muchísimo la libertad de cada uno!, y lamentaría toda mi vida que por mí fuese usted a perder la colocación brillante que se merece...

—Téngame Dios de su mano —pensó Gastón al escuchar esta nueva insolencia, y conociendo que se le subía a la cabeza la ira, y las manos se le crispaban ansiosas de abofetear al judío.

Al fin, con violento esfuerzo sobre sí mismo, revolviendo trabajosamente la lengua en la boca seca y llena de hiel, pronunció:

—Bien, cortemos discusiones, que a nada conducen; al grano... ¿Me queda algo, lo preciso para comer?

Vaciló un instante don Jerónimo, y afectó un golpe de tos, ruidosa y como asmática, antes de responder, fingiendo fatiga:

—Mire usted, lo que es eso... Basta que... ¡bruum!, hasta que... yo... reconozca... y liquide... ¡bruum!... los créditos... y se proceda... a la venta de... de las fincas hipotecadas... es imposible decir si el... ¡bruum!, pasivo... supera al activo... Acaso tengamos déficit... pero ¡bruum!, ej... ej... no será muy grande...

—¿Es decir —preguntó Gastón con temblor de labios—, que aún podrá suceder que después de venderlo todo... deba dinero?

—Ej, ej... calculo que una futesa...

No quiso oír más Gastón. Tomando su sombrero, despidiose con una frase bronca, y abandonó el nido del ave de rapiña a quien tarde veía el pico y las garras. En el recibimiento, mientras recogía sombrero y bastón, no pudo menos de fijarse, con penosa y estéril lucidez, en detalles que le sorprendieron: un soberbio mueble de antesala tallado, un rico tapiz antiguo, una alfombra nueva y densa como vellón de cordero, un retrato, escuela de Pantoja, una lámpara de muy buen gusto. Parecía la entrada de una casa señorial, y al acordarse de que antaño don Jerónimo se honraba con alfombra de cordelillo y sillas de Vitoria, Gastón se trató a sí mismo de majadero, no sin reprimirse para no emprenderla a palos con los muebles y con el dueño en especial...

Volvió a su morada a pie, devorando la pesadumbre, queriendo sobreponerse a ella, y sin conseguirlo. Telma, solícita, le había preparado una comida de sus platos predilectos; pero no estaba la Magdalena para tafetanes, ni Gastón para apreciar debidamente el mérito del puré de alcachofas, los langostinos en pirámide y las costilletas de cordero delicadamente rebozadas en salsa bechamela.

—Hija, es preciso que me vaya acostrumbrando a las lentejas y al pan seco —respondió con un humorístico alarde cuando la vieja criada, llevándose la fuente, preguntaba con inquietud, si era que ya «tenía perdida la mano».

Y la fiel servidora, antes de cruzar la puerta, clavó en su amo una mirada perruna e inteligente, una mirada que se condolía... Vestido el frac, después de comer, Gastón dedicó la noche a intentar ver a dos o tres personas de quienes esperaba consejo y auxilio. A ninguna encontró en casa, y sería caso raro que lo contrario acaeciese en Madrid, donde la noche se consagra a círculos, teatros y sociedades. Rendido, harto de dar tumbos en el alquilón, se recogió a las doce y media. Una gran desolación, un pesimismo mortal le agobiaban, poniéndole a dos dedos de la desesperación furiosa. Sin duda que al siguiente día le sería fácil encontrar en casa, amables y sonrientes, a sus noctámbulos amigos; pero, ¿qué sacaría de ellos? A lo sumo... buenas palabras... ¡Ni Daroca, el bolsista; ni el flamante marqués de Casa-Planell, el riquísimo banquero; ni Díaz Carpio, el actual subsecretario de Hacienda; ni mucho menos el gomoso Carlitos Lanzafuerte, iban a abrir la bolsa y ponerla a disposición del tronado...! (tan feo nombre se daba a sí propio Gastón).

Al dejar Telma sobre la mesa de noche la bebida usual, la copa de agua azucarada con gotas de cognac y limón, mientras Gastón, inerte, yacía en la meridiana, esperando a que se retirase la criada para empezar a desnudarse, esta dijo no sin cierta timidez, el recelo de los criados que ven a sus amos muy tristes:

—Señorito... anteayer mandó a preguntar por usted la señora Comendadora. ¿No sabe? Su tía, la del convento... Que si había vuelto ya de Francia... y que deseaba verle... Que cuando viniese, por Dios no dejase de ir, sin tardanza ninguna...

—¡Bien, bien! —contestó él impaciente.

Así que apagó la bujía y se tendió en la cama, la arcaica figura de la Comendadora se alzó en la oscuridad. Abandonado de todos Gastón, un instinto le impulsaba a buscar arrimo y consuelo, a desear comunicarse con alguien que le compadeciese y le amase de veras. Y su tía abuela, la Comendadora, era la única parienta cercana que tenía en el mundo.

II. La Comendadora

Como no le dejasen dormir sus melancólicos pensamientos, Gastón se levantó temprano, se vistió con diligencia, y subiendo democráticamente al tranvía, se dejó llevar hasta muy cerca del convento de las Comendadoras, que se eleva sombrío, dominado por su vasta iglesia, en una calle de las más solitarias del antiguo Madrid. Las Comendadoras no tienen reja. Mano a mano, a guisa de seglares damas —y bien nobles que lo son— reciben a sus visitas en un locutorio bajo, amplio, esterado, encalado, cuyas paredes adornan cuadros religiosos anegados en betún, y que amueblaban canapés de paja con respaldo de lira, y braseros claveteados —un salón de principios del siglo—. Paseando febrilmente esperó Gastón a su tía. La portera le había dicho que doña Catalina —así se llamaba la Comendadora— estaba en el coro, y que tardaría cosa de unos veinte minutos. «No traigo prisa, gracias», contestó el mozo: pero, solo ya, medía el locutorio con rápidas pisadas. Desde que se había levantado y salido a la calle, batallaba con la idea de que todo lo de su ruina era un mal sueño. ¡Una casa tan vieja, tan sólida como la casa de Landrey, venirse a tierra por artimañas de un usurero maldito! No; no podía ser que él, Gastón de Landrey, con sus propias manos acostumbradas a calzar guantes, con su propia cabeza hecha a las esencias y a los lavatorios del peluquero, tuviese que trabajar y discurrir como el resto de los mortales, a fin de ganarse el pan de cada día... La vida iba a continuar, rauda y disipada; la única vida posible, la vida en el sentido parisiense del vocablo.

Al pensar esto, una oleada de esperanza inundó a Gastón, esperanza venida no sabía de dónde, tal vez de la tranquilidad del locutorio, del aristocrático silencio del convento, donde debían de ser inmutables todas las cosas.

Cuando se hallaba más engolfado en sus sueños, abriose la puerta lateral, gruesa hoja de encina, y apareció en el hueco, inmóvil y muda, la Comendadora, la misma doña Catalina de Landrey y Castro, con las tocas negras, el blanco escapulario, y, en el pecho la roja heráldica cruz. Adelantándose vivamente, Gastón corrió a abrazar a su tía, a sostenerla, a traerla en vilo hasta la silla baja, situada cerca de la reja que daba a la calle, el sitio donde solían conversar otras veces; pero la anciana murmuró suplicante:

—¡Al jardín... al jardín... allí hace Sol... allí no tendremos frío! No sentía Gastón ni pizca de frío en el locutorio: entrado el mes de mayo, la temperatura era suave y radiante la mañana. No obstante, asintió sonriendo y quiso coger a la anciana por el talle.

—No, voy delante —exclamó ella.

Lentamente, deslizándose como una sombra, precedió a Gastón por dos o tres pasillos y antesalas, hasta llegar a una carcomida puerta cuyo picaporte alzó. Al pisar el umbral del jardín, Gastón se paró deslumbrado.

No era el jardín muy grande: servía de patio al convento, y en su centro, por todo adorno, tenía un pozo con brocal, el humilde pozo de Castilla. Cuatro cuarterones simétricos, recortados en forma circular a fin de dejar sitio al pozo y holgura para sacar agua, formaban el sencillo trazado del jardín monástico. Solo que estos arriates, con exclusión absoluta de toda otra flor o planta, estaban materialmente tapizados de pies de azucena floridos. Era una espesura de azucenas. Y bajo la sábana de oro que el Sol tendía generosamente, la nívea blancura de las flores, su apretada abundancia, su esbeltez, su elegante forma casta y mística, halagaban los ojos y embriagaban dulcemente el corazón. Era un jardín mariano, cultivado únicamente por amor a la Virgen, para poder cubrir su altar de ramilletes simbólicos, en el gracioso culto llamado de las flores de mayo; o más bien era otro altar que brotaba de la tierra seca y desnuda, por virtud del riego continuo de unas manos piadosas, enamoradas de María.

En un ángulo del jardín daba todavía la sombra, y sobre un banco de ladrillo se sentó la Comendadora pausadamente, convidando a su sobrino a que la imitase. La claridad que bañaba el jardín caía sobre el rostro de doña Catalina, patentizando la labor de los años; estrago no diremos, porque en medio de su carácter de vetustez, bajo el severo contorno de la toca, aquel rostro tenía aún líneas de belleza pasada, vestigios de algo que debió de ser escultural. Parecían las majestuosas facciones modeladas en esa cera amarillenta, resquebrajada, de los cirios viejos y muy secos; la boca no era más que una línea pálida, dilatada por una sonrisa misteriosa; las cejas y las pestañas, encanecidas, sombreaban de un modo fatídico los ojos, donde persistía una vida extraordinaria, una especie de magnetismo. Los clavaba en Gastón con tal fuerza, con insistencia tal, que el mozo por un instante creyó a la Comendadora enterada de su ruina, y calculó para sí, algo impaciente:

—Menudo sermón me espera. Agarrarse.