El último secreto de la Toscana - Mario López - E-Book

El último secreto de la Toscana E-Book

Mario López

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Beschreibung

Finales del siglo XII, durante los últimos años de la segunda cruzada en Tierra Santa llevada a cabo por la orden del Temple, un sacerdote perteneciente a la misma descubre una de las reliquias más anheladas por el mundo del cristianismo. Su misión será llevarla desde Jerusalén hasta París para entregarla en mano a su superior. Durante su largo periplo de regreso a Francia, será escoltado por una docena de valientes Caballeros Templarios. Desgraciadamente, su cometido se verá trágicamente truncado al tener que ocultar la reliquia en un lugar de la Toscana tras la muerte de once de aquellos valientes caballeros. Ochocientos años más tarde, Etienne Blanchard, un notario de París, adquirirá en una importante subasta en Sotheby's un libro antiguo. En su confortable apartamento de la Place des Vosges, descubrirá oculto en su reciente adquisición un manuscrito relacionado con el descubrimiento del Caballero Templario. El hallazgo cambiará drásticamente su vida y la de todos aquellos que se verán relacionados con el manuscrito.  

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EL ÚLTIMOSECRETO DELA TOSCANA

MARIO LÓPEZ EGEA

Barcelona 2022

Primera edición: septiembre de 2022

© Mario López Egea, 2022

BubbleBooks EditorialBarcelona (Spain)[email protected]

Diseño de cubierta e interiores: Grafime Digital, S. L.

ISBN: 978-84-124513-9-9

Impreso en España - Printed in Spain

De conformidad con lo dispuesto por las leyes vigentes sobre propiedad intelectual, queda prohibida toda forma de reproducción total o parcial, por cualquier medio y soporte, la grabación o incorporación de su contenido a cualquier sistema informático, la distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, (incluyendo la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público), sin la preceptiva autorización por escrito del titular del copyright.

1

París, 22 de marzo de 1996

Tres meses antes del desenlace

Mi nombre es Etienne Blanchard. Soy uno de los muchos notarios de París. Bueno, era uno de los centenares de notarios de mi querida París. Aquel viernes, mi reciente adquisición sellaría mi destino para siempre. Un acontecimiento del todo imprevisto truncaría mi apacible, confortable y monótona vida.

Eran sobre las siete y media de la tarde, ya había oscurecido. Estaba impaciente por abrir el libro de Galileo Galilei que había adquirido Jules en mi nombre durante la subasta que había tenido lugar en la galería Sotheby’s, hacía apenas unas horas. No soy un entusiasta de los libros antiguos, pero tengo que reconocer que me sentía atraído por tener entre mis manos aquel tratado astronómico. La cuestión era qué haría con aquel libro: ¿lo guardaría en mi caja fuerte del despacho o lo depositaría en una caja de seguridad de mi banco…? No lo tenía del todo claro.

Cuando sonó el timbre del interfono, me encontraba mirando por una de las ventanas de mi confortable apartamento. Fuera hacía frío. Gracias a mi chimenea de última generación, la temperatura era realmente agradable.

Recuerdo que había estado leyendo durante un par de horas un libro de espías. Era uno de John le Carré, El espía que surgió del frío. El autor había trabajado para el MI5. A menudo me preguntaba cómo sería la vida de un espía. ¿Qué camino llevaría a un hombre o a una mujer a convertirse en espía? La pregunta parecía simple, obvia, pero estaba convencido de que el camino para convertirse en un agente secreto debía ser, como mínimo, complejo. ¿Qué podía conducir a un ser humano a ser espía? El porqué era la cuestión. ¿Quizá por patriotismo? ¿Por ideales? ¿Por tener la necesidad de que una constante adrenalina le recorriera las venas? Las posibilidades eran múltiples. Yo, por descontado, nunca hubiese elegido ese camino, pero, sin embargo, lo cierto era que mi elección personal al dar el OK a Jules para pujar más que nadie, me puso en el mismo punto de mira en que se le pone a un espía.

Dejé el vaso de coñac en la mesita contigua al sofá y me dirigí al intercomunicador con la sola idea en la cabeza de que fueran los de la galería de subastas. Aquellos días previos a la entrega había dormido francamente mal. Era una sensación extraña. No estaba seguro si estaba relacionada con la compra o con haber apostado a un caballo que quizá no sería tan ganador como me aconsejó Jules.

—Buenas tardes, ¿el señor Etienne Blanchard?

—¿Sí?

—Somos los de la galería Sotheby’s. Traemos su adquisición.

—Adelante —dije pulsando el botón del intercomunicador que daba acceso al hall del edificio.

No hacía falta comprobar sus identificaciones. Una hora antes había recibido una llamada del máximo responsable de la galería para comunicarme que a las 18:00 en punto me entregarían en mi domicilio mi reciente adquisición. Dos hombres vestidos con traje me harían la entrega. En un principio, estuve tentado de ir personalmente a recogerlo, pero dado el valor del libro, preferí que fueran ellos los que me lo entregaran en mi apartamento. Si sufría un robo, nadie me indemnizaría, por el contrario, la galería disponía de un seguro de robo que les cubriría mi adquisición.

—Buenas tardes, señor Blanchard —dijo uno de los hombres de la galería entregándome en mano la caja que contenía el libro.

Dejé la caja sobre el mueble del recibidor. Tras abrirla, pude constatar que se adjuntaba un certificado de autenticidad, firmado por un especialista en antigüedades y otro documento que aseguraba que la antigüedad del papel correspondía a la antigüedad del libro, ya que había sido sometido a la prueba del carbono 14. Sin ambos documentos, el libro tendría menos valor que un cómic.

—¿Está todo en orden, señor Blanchard?

—Sí, gracias —dije tras asegurarme de que toda la documentación estaba firmada y sellada por la galería y por un especialista en antigüedades.

—Adiós, señor Blanchard.

—Adiós —dije cerrando la puerta.

Aquella fue toda la conversación que intercambiamos. Acto seguido, cogí el libro y lo deposité encima de la mesa del salón. Sin saber por qué, pasé todas las páginas hasta llegar a la última. Una vez girada esta, la cubierta me mostró una pequeña rotura en una esquina. Era prácticamente inapreciable. Debajo de aquel trozo de papel roto de apenas un milímetro, sobresalía otro tono de papel diferente al forro de aquella cubierta de tapa dura. Quizá fue una temeridad, pero lo primero que me vino a la cabeza fue coger un abrecartas e intentar sacar a la luz aquel otro papel oculto. Era una maniobra arriesgada. Si dañaba el libro, este podía perder valor. No dejaba de ser una antigüedad de más de trescientos mil euros… Con la precisión de un cirujano, logré destapar una porción más grande. Instantes después, tenía en mi mano un papel amarillento de apenas diez por diez centímetros doblado en cuatro partes iguales. ¡Rayos!, era un manuscrito. Estaba escrito en latín. Yo, de latín, no es que fuera muy sobrado. Apenas entendía lo que decía. ¿Cómo podía ser, que ese roto pasase desapercibido no solo a la galería, sino también al propietario o propietarios anteriores…

Lo mejor era pensar qué podía hacer con él. Era tarde y empezaba a tener hambre. Debía decidirme rápido. ¿Lo guardaba en la caja fuerte del despacho? No era la mejor opción. Decidí esconderlo entre las páginas de uno de los centenares de libros que tenía en mi biblioteca. Asimismo, puse mi nueva adquisición entre los otros libros. Allí, en caso de robo podría pasar desapercibido, al menos hasta el lunes. Me cambié para salir a cenar a uno de mis restaurantes favoritos. Entre otros motivos, era que se comía realmente bien y el trato que me ofrecían como cliente habitual era exquisito. La otra ventaja era que estaba en la misma plaza donde tenía mi apartamento.

Antes de marcharme debía llamar a Jules y ponerle al corriente de mi descubrimiento, pero su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Intenté con el fijo de la galería de arte. Nada, tampoco hubo suerte, así que decidí enviarle un SMS a su móvil. Estaba impaciente por explicarle mi descubrimiento. Un hallazgo del todo inesperado. La pregunta era ¿qué escondían aquellas palabras?

Como era habitual en mí, cada sábado iba a cenar a ese restaurante.

20:10, restaurante L’Ambroisie

—Buenas noches, François.

—Buenas, señor Blanchard. ¿Qué tal está?

—Todo bien, François. ¿Qué tal la familia?

—Todos bien, gracias. Si tiene la amabilidad de acompañarme. Su mesa está a punto —dijo el jefe de sala dejándome pasar primero y señalando la mesa—. Ahora vendrán a tomarle nota.

—Gracias, François.

—A usted, por estar aquí de nuevo. Siempre es un auténtico placer contar con su presencia cada semana.

Lo cierto era que François era encantador. Cada semana le dejaba una buena propina, y no digo que por eso aquel hombre me ofreciera su amabilidad incondicional sino todo lo contrario. Él era así y a mí me gustaba tener un detalle por deferencia hacia él.

Para mi sorpresa, aquella noche estaba cenando un importante hombre de negocios a tan solo un par de mesas de la mía. No estaba solo, junto a él se sentaba una mujer bellísima. Ella, al menos, debía de ser quince años más joven. Seguro que había sido una modelo. Era una mujer madura preciosa. De alguna manera, quizá estaba prejuzgando a aquella hermosa mujer. Más tarde supe que no estaba equivocado.

Aquel hombre era Didier Leclerc, debía rondar los setenta. Sobre metro ochenta y cinco, de complexión atlética. Iba cada día al gimnasio. Invertía un par de horas diarias haciendo pesas y nadando. Hacía más de veinticinco años que estaba enganchado al gym. Llevaba un corte de pelo a la moda. Las canas le daban un toque interesante… o eso me parecía. Desde que lo conocí, llevaba una barba de cuatro días blanca como la nieve, por supuesto recortada con precisión. Su gusto por la ropa exclusiva y de corte moderno le otorgaba una imagen más joven de lo que en realidad era. Teníamos algo en común, el gusto por la elegancia, los buenos restaurantes, ¡ah!, y por ser parisinos.

Leclerc tenía un famoso club nocturno donde había música en directo cada noche. Además, era propietario de una inmobiliaria y, como disponía de un importante potencial económico, había creado una pequeña financiera vinculada a dicho negocio. Obviamente, no financiaba todas las operaciones, pero sí una parte importante. Un día, vino a mi despacho para proponerme llevarle todo lo concerniente con la gestión de las compraventas. El bueno de Leclerc me hacía ganar dinero. A su vez, me encargaba asesorarle en algunos momentos puntuales que requiriesen los conocimientos de un hombre de mi perfil. Nuestra relación comercial era simplemente fructífera y cordial.

Cuando me encontraba justo a los postres, Leclerc se acercó a mi mesa.

—¡Bueno, pero quién tenemos aquí! Mi buen amigo Etienne. ¡Qué coincidencia! —dijo estrechándome la mano antes de que me pudiese levantar.

—¡Didier, qué alegría! ¿Cómo estás?

—Muy bien, ya me ves, hecho un chaval. Te presento a Gisèle.

—Mucho gusto —dije besándole la mano—. Por favor, sentaos. ¿Tenéis tiempo para tomar una copa de champany?

—Sí, claro, aunque ya sabes yo solo tomo agua Evian, pero seguro que Gisèle estará encantada de compartir esa copa contigo, ¿verdad, cariño?

—Sí, claro, amor.

—Es Etienne Blanchard, mi amigo notario del que te he hablado en varias ocasiones.

—Sí, sí, me acuerdo, cariño. Me ha hablado muy bien de usted —dijo Gisèle obsequiándome con una preciosa sonrisa que dejaba entrever una dentadura perfecta—. Mucho gusto, señor Blanchard.

—Por favor, trátame de tú, Gisèle.

—Sorpréndeme, Etienne, ¿qué champany vas a pedir? —preguntó Leclerc.

—Había pensado en una botella de Dom Pérignon.

—Me parece una gran elección, Etienne —dijo ella mirándome fijamente a los ojos.

Leclerc se conservaba francamente mejor que yo, pero, claro, yo fumaba puros, bebía coñac, tomaba vino y, por supuesto, no me pasaba horas en el gimnasio. Eso hacía que aun siendo casi de la misma edad, pareciera una década mayor que él.

Aquella botella me costó casi quinientos euros. La situación lo merecía. Poder conversar con Didier Leclerc siempre era un placer. Era un gran conversador, ameno, inteligente, y con un humor ágil. Era un hombre que se había hecho a sí mismo. Procedía de una familia humilde, pero eso nunca fue óbice para salir adelante, sacar lo mejor de sí mismo y de la vida. Diría que sobre todo de la vida. Allí estaba, elegante, apuesto y con dotes para conquistar a cualquier mujer. Aquella velada fue sin duda magnífica y Gisèle fue la protagonista, por supuesto. Desde el primer momento acaparó toda nuestra atención en cada conversación. Era una mujer de negocios. Formaba parte del consejo de administración de una de las empresas más importantes de Francia. Su nivel cultural no dejaba a nadie indiferente. Me había equivocado. No era solo una cara bonita, era una mujer excepcional.

—¡Didier no la dejes escapar! Es una mujer única —dije eufórico.

—Amigo Etienne, tienes toda la razón —respondió besándole la mano.

—Queridos amigos, deberíamos marcharnos. El restaurante está a punto de cerrar —dije tras observar que el jefe de sala me hacía una seña desde lejos.

—Sí, claro, naturalmente —dijo Leclerc.

Eran casi las diez de la noche. Nos despedimos en la puerta. Fue una despedida breve. Nos dimos las buenas noches y un apretón de manos. A Gisèle le cogí la mano con delicadeza y le deseé buenas noches con un: «Ha sido un placer poder conocerte».

—Ha sido muy interesante escuchar tus puntos de vista en lo referente a cómo debería ser la nueva Francia del siglo XXI.

—Igualmente, Etienne, ha sido un placer compartir mesa contigo. Espero que podamos coincidir de nuevo.

—Seguro que sí.

Caminaba pensativo bajo los porches de ladrillo rojo, cuya antigüedad se remontaba a cuatrocientos años atrás. Decidí abandonar aquellas arcadas centenarias y salir al exterior de la plaza. Allí las farolas podrían mostrarme con más detalle si había alguien con intenciones de robarme. Si bien era un barrio tranquilo, no había que olvidar que la clase social que allí vivía disponía de un nivel económico muy alto, y eso siempre era un reclamo para aquellos cuyas intenciones no eran otras que ganarse la vida con el robo. Por eso decidí que era mejor cruzar la plaza en diagonal hasta mi edificio. Hacía frío. Miré al cielo y observé que unos nubarrones hacían presagiar que aquella noche llovería; un signo indiscutible fue el viento que se levantó. Ese viento que sabes que traerá tormenta. Me subí el cuello de mi abrigo de lana, escondiéndome de la desagradable sensación que te asalta cuando notas que el frío empieza a penetrar tu piel hasta que la sientes en lo más profundo de tu carne. Por eso, apresuré el paso sustancialmente. Al llegar casi a la puerta de casa, empezaba a tronar en la lejanía. Las primeras gotas se dejaron notar en mi cara al mirar hacia el cielo. Afortunadamente, mi sombrero me protegía en aquella incómoda noche.

Subí las escaleras hasta mi apartamento, e instantes antes de introducir la llave en la cerradura, me percaté de que la puerta ya estaba abierta. Eran tan solo tres dedos los que separaban la puerta del marco, lo suficiente para saber que algún desconocido había entrado. En ese momento, un escalofrío me recorrió la espalda. Apretando los dientes, me decidí a entrar. Lo más sensato era llamar a la policía, pero opté por entrar. ¿Por qué? No tenía una explicación racional ante tal decisión. Es sabido que ante una cosa así, lo mejor es no entrar. Yo hice justo lo contrario, poniéndome en riesgo gratuitamente. Era una locura.

Mi pie derecho dio un primer paso dejando atrás el dintel. Estaba dentro, estaba aterrorizado, me volví a preguntar el porqué de aquel motivo absurdo que me había llevado a adentrarme en mi apartamento sabiendo el riesgo que corría. No tenía respuesta ante tal locura. Con sigilo, dejé que el zapato se deslizara con suavidad. Estaba prácticamente a oscuras. Una tenue luz rojiza se escapaba de la chimenea de hierro fundido cubriendo la sala de estar y la cocina con un velo de color carmín. La cuestión era si aún estaba dentro de mi casa el osado que había invadido mi hogar. Me giré ciento ochenta grados, y constaté que el panel de la alarma estaba apagado. ¿La luz había sido cortada? Accioné el interruptor que tenía más a mano. Nada, había sido cortada, o habían bajado los diferenciales. Me acerqué al panel que estaba tras la puerta de entrada y abriendo la tapa a tientas, palpé que estuvieran «armados». Parecía que todo estaba bien. Estaba claro, el corte de luz lo debían haber hecho desde el sótano.

Si allí había alguien, estaba en peligro. Quizá me golpearían por la espalda con una barra de hierro o un bate de béisbol, dejándome morir lentamente. Si tenía suerte, me cogerían por la espalda y me pondrían un pañuelo con cloroformo dejándome tirado en el suelo. Eso, si tenía suerte. Estaba claro que aquella situación me tenía en jaque. Un jaque psicológico que me estaba devorando por dentro. Maldita sea, pensé, eres un idiota, un inconsciente. ¿Quién te manda arriesgarte hasta ese punto? Mi corazón latía con fuerza. Con tal fuerza que temía que me descubrieran, pero esa idea era descabellada. ¿Quién podría escuchar un corazón a un metro de distancia? ¿Quién? Aun así, se me había ocurrido algo que para una persona en su sano juicio era simplemente de locos o de idiotas. Trataba de contener mi respiración a toda costa, pero era del todo imposible. A mis pulsaciones desbocadas como corcel árabe a los cuatro vientos, nadie ni nada las podía parar.

Tenía en mis manos dos opciones. Estaba a tiempo todavía: una era salir corriendo y la otra, ir a buscar una linterna. Guardaba una en uno de los cajones de la cocina, y eso quería decir que tenía que atravesar todo el salón, que con aquella luz proveniente de las brasas tenía una atmósfera más parecida a un pequeño infierno que a una confortable estancia. Y allí estaba yo, ante semejante disyuntiva: huir o seguir adelante. Sin saber cómo, salí corriendo en busca de aquel aparato que podía ofrecerme una luz blanca. Pero cuando me quise dar cuenta, estaba en el suelo. ¿Acaso me habían hecho una zancadilla? Eran las diez y cuarto de la noche.

Una hora más tarde me despertaba. Noté un intenso dolor en la parte frontal del cráneo y en las cervicales. ¿Qué había pasado? ¿Me habían golpeado? Precisamente eso no había ocurrido, aquel golpe fue al irme de bruces contra el mueble de la isla de la cocina. Había estado inconsciente una hora. Me toqué la herida, sangraba. Logré ponerme en pie. Abrí el cajón donde estaba la linterna y escudriñé la sala. Cogí varias hojas de papel de cocina y, doblándolas en cuatro partes, presioné la herida.

La escena era desoladora. La estantería que había estado a rebosar de libros, se encontraba medio vacía. Una gran cantidad de volúmenes habían sido desperdigados por el suelo. Los cojines del sofá estaban tirados en la sala, todos rajados a cuchillo. Algunos cajones de la cocina estaban medio abiertos, otros se hallaban en el suelo con cubiertos esparcidos por todos lados. En aquellos momentos, no tenía palabras para definir lo que estaban viendo mis ojos. Acto seguido, me dirigí a mi despacho; todo estaba por el suelo. Libros de derecho, fotos y algunos objetos de las estanterías habían sido «víctimas de maltrato». Los cajones de mi mesa habían sido forzados y su contenido, vaciado. Hasta mi querida litografía de La Libertad había sido profanada por unos desalmados sin ningún sentido por el decoro ni un mínimo respeto por la simbología de aquella obra. La habían sacado del marco esperando quizá encontrar algo oculto tras ella. Solo podía esperar que su libertad fuese a dar entre rejas.

Ante semejante espectáculo dantesco, no había siquiera pensado en el libro que acababa de adquirir ni en el manuscrito. Busqué entre todos aquellos libros. No estaba, me acababan de robar más de trescientos mil francos. Empecé a buscar el libro donde había escondido el manuscrito. Suspiré al enfocarlo con la linterna. Allí estaba, tirado entre el resto. Con nerviosismo, me dispuse a pasar las hojas con una mano hasta llegar a la página veinte, donde había ocultado aquel papel cuyo valor aún desconocía. Unas gotas de sangre fueron a parar a las hojas de aquel libro. El papel de cocina estaba empapado. Volví a coger un trozo para intentar detener la sangre. Noté un corte de unos tres centímetros. No parecía muy profundo.

Vacié mis pulmones de aquel aire contenido, allí estaba el manuscrito. A salvo. Pero el libro había sido sustraído. Poder cobrar semejante cifra iba a ser complicado. Mi seguro apenas podía alcanzar los doscientos mil.

23:45

—Policía, dígame.

—Buenas noches, mi nombre es Etienne Blanchard. Quiero denunciar un robo.

—¿Un robo?

—Sí, en efecto.

—¿Estaba usted presente en el lugar de los hechos? ¿Ha sido atacado?

—No. Cuando he llegado ya no estaban —dije tocándome la frente­—, pero me he caído y he estado inconsciente algo más de una hora. Creo que me han cortado la luz.

—¿Tiene sensación de mareos, ganas de vomitar…? ¿Está seguro de que han cortado la corriente?

—No, estoy bien, solo me duele la zona del golpe, tengo un corte.

—¿Es profundo? No se preocupe por la luz.

—No lo parece. Me he puesto papel de cocina y ejerzo presión sobre la herida.

—De acuerdo. Le enviamos una ambulancia y una unidad policial. No se preocupe, llevarán un equipo autónomo de iluminación. Su dirección, por favor.

—Place des Vosges 20. Primer piso, puerta 2. ¿Tardarán mucho?

—Unos diez minutos.

—Bien, les espero.

—Buenas noches.

Después de aquella llamada, cogí el teléfono y llamé de nuevo a la galería de arte de Jules. Nada, no contestaba. Quizá estaba en su casa. Era tarde, pero me intranquilizaba que no me hubiese devuelto la llamada. Probé con el fijo de su domicilio.

—Sí.

—Soy Etienne. ¿Yvonne, está Jules?

—No.

—¿Cómo dices…? —pregunté con preocupación.

—No ha venido todavía. Tenía cosas importantes que acabar. Me ha comentado que se quedará posiblemente a dormir en la galería.

—Pero, me cogería el teléfono.

—Anteayer me comentó que no tenía línea fija. Parece ser que haciendo una reparación en la calle cortaron algunos cables telefónicos por error. ¿Has probado de llamarlo al móvil?

—Sí, no me lo coge.

—Ya sabes cómo es Jules. Quizá no tenga batería.

—Ya… —dije haciendo una pausa—. Buenas noches, Yvonne, mañana te llamo a primera hora para saber si está bien.

—De acuerdo, Etienne. No sufras, estará bien, ya lo verás. Mañana cuando llames me estará preparando el desayuno.

—Buenas noches, hasta mañana.

—Buenas noches.

No quise mencionar que me habían entrado a robar para evitar preocuparla. Yvonne estaba habituada a que Jules en ciertas ocasiones se quedara a dormir en la galería, pero yo aquella noche estaba intranquilo. El hecho de saber que habían entrado en mi pequeño mundo me había alterado, había perdido la sangre fría de la que siempre había hecho gala.

Place des Vosges

Afortunadamente el interfono funcionaba.

—¿Etienne Blanchard?

—Sí.

—Soy el inspector Belmont de la comisaría del distrito IV. ¿Puede abrirnos?

—Sí, claro.

—Gracias.

Después de haber hablado con Yvonne estaba más tranquilo. Definitivamente, no había otro remedio que esperar hasta el día siguiente.

—Adelante, inspector —dije iluminándole con la linterna la cara.

—¡Por Dios, baje esa linterna!, ¿no ve que me está deslumbrando?

—Perdóneme —dije avergonzado.

—No vamos a entrar sin prepararnos, y usted salga del piso. ¿Cómo se encuentra?, nos han comunicado que ha estado inconsciente una hora.

—Creo que estoy bien.

—Que nadie entre en el domicilio. Vamos a ver antes qué ha pasado con la luz — dijo el inspector dirigiéndose a uno de los agentes­—. Vaya al sótano a ver si ha sido cortada.

—Sí, en efecto, he estado una hora más o menos inconsciente —le dije mostrándole el corte en la frente.

—Se ha llevado un buen golpe. Por favor, échele un vistazo al señor Blanchard —dijo Belmont dirigiéndose a uno de los sanitarios de la ambulancia que habían llegado junto con la policía.

—Mire fijamente a la luz, si es tan amable, y siga la luz. ¿Ha tenido mareos o ha sufrido algún vómito desde que se ha despertado? —preguntó el sanitario.

—No, nada. Absolutamente nada.

—¿Cómo ha caído?

—He tropezado, y con la inercia he ido a dar contra la parte baja del mueble de la cocina.

—Ya… ¿Le duelen las cervicales?

—Sí.

El sanitario le pidió a su compañero un collarín. Después de ajustármelo…

—Debería acudir mañana sin falta a su hospital o a su traumatólogo para hacerse una placa. Es importante saber si ha podido sufrir una pequeña lesión en alguna de las vértebras.

—De acuerdo, ¿pero usted cree que puedo tener alguna dañada?

—Sin una placa, no se puede saber. No me voy a arriesgar a moverle el cuello.

—Sí, por supuesto, mañana iré a mi traumatólogo.

—Vamos a ver ese golpe —dijo el sanitario guiñándome un ojo—. Ha recibido un buen golpe, de eso no cabe duda. Puede estar tranquilo, afortunadamente no ha sido nada. Se lo voy a desinfectar y a ponerle unos puntos de sutura.

—¿Puntos? —dije asustado. Nunca me habían cosido.

—No se preocupe. Son de esparadrapo.

—¡Ah! Mejor.

Mientras estaba sentado en el suelo, junto al dintel de mi apartamento, y sostenía la bolsa de hielo en mi frente, el sanitario me palpaba la parte media de la columna vertebral.

—Tengo un hombre en el sótano. En estos edificios, el cuarto de contadores suele estar allí.

—Siento no poder ayudarles, inspector, soy un auténtico profano en este tipo de cosas. Justo sé dónde tengo la caja de los diferenciales y nada más.

—No se preocupe. Ahora, lo primero es solucionar el tema de la luz antes que nada. Es primordial poder disponer de ella para llevar a cabo nuestra labor.

—Sí, claro.

Junto al inspector, había dos agentes de la policía. Belmont me los presentó como los miembros de la unidad científica. Ambos simplemente dijeron buenas noches, y de inmediato se enfundaron en sus trajes blancos para no contaminar la escena. Bajo aquella la luz rojiza que se propagaba desde la chimenea parecían demonios.

—Abajo todo está bien, nadie ha cortado la corriente —dijo Belmont poniéndose unos peúcos y guantes de nitrilo a la vez que entraba en mi domicilio—. ¡Bueno, ya tenemos luz!, era el magneto térmico principal.

—Vaya, lo siento, creía que estaban todos «armados».

—No, faltaba el principal.

—Soy un auténtico desastre.

—Olvídese, ya está arreglado. Adelante, podéis empezar por la puerta, luego seguimos por la cocina, y las estanterías, bueno ya sabéis como va esto… —añadió el inspector dirigiéndose a sus hombres—. ¿Usted ha tocado algo?

— Solo algunos libros, el mármol de la cocina, la puerta.

—¿Por qué?

—Bueno, tenía que entrar.

—No vuelva a cometer ese error. Ha habido personas que han sido atacadas, incluso asesinadas en su domicilio por tomar ese tipo de decisiones. ¿Cree que le puede faltar algo de valor?

—Ayer realicé una importante adquisición durante una subasta y temía que me la hubiesen robado.

—¿Y…? —preguntó Belmont poniendo cara de atención.

—Me la han robado.

—Imagino que debe ser cara.

—En efecto, imagina bien.

—Su valor.

—Más de trescientos mil euros.

—¿En serio?

—Y tan en serio.

—Joder, eso es mi sueldo de casi cinco años.

Me lo quedé mirando pensando qué decirle. Y a mí qué me contaba… cada uno había elegido su vida. Él decidió hacerse agente de policía con el riesgo y el sueldo que comportaba.

—¿Cree que le pudo ver alguien durante esa compra y seguirle?

—Imposible. Yo no estuve presente durante la subasta.

—Entonces… la adquirió mediante un representante.

—Así es.

—Bien. Cuando acabéis quiero que toméis muestras de posibles huellas en el marco y el cristal del cuadro La Libertad. Vamos paso a paso. ¿El resto de la casa ha sido objeto de desperfectos?

—Así es, mi despacho. Me han forzado los cajones de la mesa.

—¿Tiene caja fuerte?

—No.

—Bien, ya habéis oído. Cuando terminéis aquí continuáis por el despacho. ¡Ah!, se me olvidaba, quiero que toméis huellas de los marcos de las ventanas y del cristal de la chimenea así como de la maneta, del mármol de la cocina… ¿Queda claro?

—Sí, inspector —dijeron los miembros de la científica.

—Recuerde verificar si le falta alguna cosa más aparte de ese libro que le han robado. Si quiere cobrar del seguro, tiene que incluir todo lo sustraído.

—Sí, naturalmente.

2:17

El inspector había estado tomando notas en su pequeña agenda. Antes de marcharse, me indicó que a la mañana siguiente debía pasarme por la comisaría para efectuar la denuncia correspondiente. Ellos seguirían con la identificación de las huellas.

—Gracias por todo, inspector.

—De nada. Intente dormir. Estas cosas son muy desagradables. ¡Ah!, antes de hacerlo, llame a la empresa de su alarma y que verifiquen que esté funcionando correctamente.

—Sí, gracias, inspector.

—Buenas noches.

Antes de irme a dormir, me serví un Hennessy. Lo necesitaba. Estaba muy cansado. Había sido un día largo e intenso. Respecto al manuscrito, decidí no decirle nada al inspector. Creí que era lo mejor. Aquel trozo de papel ocultaba algo. La cuestión era qué… Había un hombre en el que podía confiar. Era Jacques Lemaine, el cura de la iglesia de Saint-Gervais a la cual asistía todos los domingos. Un gigante de metro noventa, enjuto, calvo como una bola de billar. Su aspecto era, por decirlo suavemente, nada agraciado. Parecía salido de una película de terror, pero su bondad como clérigo quedaba fuera de toda duda. Estaba convencido que él descifraría su mensaje, y que me ayudaría.

Aquella noche no pude pegar ojo.

7:30

Era un nuevo día, pero mi apartamento, seguía estando patas arriba. Lo cierto era que no tenía ninguna gana de recoger aquel caos antes de ir a la comisaría a declarar. Además, debía contactar con Yvonne y con Jules para explicarles lo sucedido, y por supuesto saber de él, también hablar con la mujer de la limpieza, con la aseguradora… Primero, decidí llamar a Yvonne mientras la cafetera se iba calentando.

—Buenos días, Yvonne, ¿ha llegado Jules?

—No. Lo acabo de llamar y no contesta. Estoy preocupada. Cuando se ha quedado a dormir en la galería, siempre me ha llamado a primera hora. Su móvil sigue apagado.

—Yo, en quince minutos, salgo para la galería antes de ir a misa. Pero le llamaré. Tranquila, seguro que está bien.

—No lo sé, Etienne, es la primera vez que pasa algo así.

—Te informo tan pronto sepa alguna cosa. Seguro que estará bien. Aún es temprano, estará durmiendo en su viejo sofá.

Antes de hablar con Yvonne, me dirigí al cuarto de baño para mirarme al espejo. Mi imagen era todo un poema, en este caso, uno de Allan Poe. Levanté los labios como si de un lobo amenazador se tratase y escudriñé los dientes que quedaron al descubierto. Aún tenía restos de comida de la cena. Dejé el cepillo inalámbrico en la pica y cogiendo la seda dental me aseé la dentadura y me lavé los dientes. Llevándome la mano a la boca me aseguré de que no me oliera el aliento. Era algo que no podía soportar. Parecía que la herida estaba bien, al menos no sangraba.

Estaba en la ducha a punto de accionar el grifo cuando me pareció oír el silbido de la cafetera. Tuve que salir desnudo para apagar el fuego. Si me hubiese visto alguna exnovia seguro que se hubiera reído a carcajadas. Después de pasar por la ducha, me apresuré a vestirme y a tomar el café que aún humeaba en la cafetera.

Como cada domingo, asistía a la iglesia. No era un mojigato, naturalmente que no lo era, pero desde niño mis padres me adoctrinaron en la religión católica. El adoctrinamiento se basa en dar instrucciones, de hecho, también en inculcar ideas. Una doctrina repetida hasta la saciedad penetra con la fuerza del acero de un cuchillo. Como todo cuchillo de doble filo, nos plantea que hay situaciones que son simplemente inaceptables. A menudo el matiz se reduce a blanco o negro. Y es eso precisamente lo que conduce a un componente simplista. El hombre debería ser independiente, autónomo, ajeno a toda esa influencia. Al menos, esa es la idea que tengo del mundo… Bueno, de lo que debería ser el mundo. Un mundo perfecto, donde la propia imperfección del ser humano chocaría frontalmente con esa idea de paraíso.

Por desgracia, en mi caso, no tuve opción para la reflexión. La vida durante la niñez te obsequia con innumerables cosas, que de por sí solas son maravillosas. Una de ellas es la condición de la inocencia, esa ausencia de toda malicia, pero la misma, a su vez, te desnuda dejándote sin protección alguna. Te hace vulnerable frente a multitud de situaciones. Una de ellas es que tus padres o tutores decidirán qué es lo conveniente y lo que no, en quién deberás creer… Y cuando me quise dar cuenta, ya era tarde. Aquella semilla que depositaron mis padres, había germinado irremediablemente. La religión había calado en mí, sin que yo lo hubiese podido evitar.

Marqué el número del móvil de Jules… Nada, sin respuesta. Cogí la cartera, las llaves del coche y salí a toda prisa hacia la galería. Mientras conducía intentaba no pensar en negativo. Al llegar frente al local, vi que la policía había acordonado una parte de la acera. La típica cinta donde se podía leer: «Police Nationale. Zone interdite», impidiendo la entrada a todo aquel que no fuera de los cuerpos policiales, formaba un área rectangular perimetral. En lo último que quería pensar era que a Jules le había pasado algo, pero en el fondo la intranquilidad se había alojado ya mi mente y al parecer no quería esfumarse, quizá no era más que un presentimiento…

Al salir del vehículo, un tímido rayo de sol intentaba salir entre las negras nubes que cubrían una buena parte de París. Junto a dos coches policiales, en la entrada había una ambulancia. Justo en aquellos momentos llegaban dos sanitarios empujando una camilla con una bolsa negra. Me apresuré para llegar antes de que introdujeran la bolsa en su interior. El perfil de la palma de una mano a contraluz frente a mi cara me detuvo.

—¿Dónde se cree que va? ¿Acaso no ha visto la cinta?

—Disculpe.

—No puede pasar.

—Perdone, agente. Tengo un amigo anticuario. Desde ayer no coge el teléfono. He venido expresamente para ver si estaba bien —dije con nerviosismo.

—¿Dice que tiene un amigo anticuario? ¿Nombre?

—Así es. Su nombre es Jules Picard.

—Un segundo, no se mueva. Ahora vengo.

El agente se dirigió a una mujer vestida de paisano con una cinta de color rojo fluorescente en su antebrazo, donde se podía leer POLICE. Un minuto después, aquella mujer se presentaba como la inspectora al cargo del caso.